PRONUNCIADAS POR CRISTO
EN LA CRUZ “De septem Verbis a Christo in cruce prolatis.” INDICE
SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA CRUZ SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA CRUZ CAPÍTULO I Explicación literal de la cuarta Palabra:
“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” CAPÍTULO VII Explicación literal de la quinta Palabra:
“Tengo sed” CAPÍTULO XII Explicación literal de la sexta Palabra:
“Todo está cumplido” CAPÍTULO XIX Explicación literal de la séptima Palabra:
“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” Obsérvenme, ahora, por
cuarto ańo, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los
negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las
Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis
meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la
composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos
por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre
cuál sería el tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para
asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Seńor,
junto con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz,
como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete
cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está contenido todo
lo que Nuestro Seńor manifestó cuando dijo: “Mirad que subimos a
Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del
Hombre”[1]. Todo lo que los
Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus
sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y
las sublimes y admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera
admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Seńor no podía ser más
diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en
los campos, en los desiertos, en las casas, más aún, predicaba incluso desde
una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar
noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: “Y se pasó la noche en
la oración de Dios”[2]. Sus
admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes,
calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios[3]. Aún así, fueron muchas
las injurias que fueron acumuladas sobre Él, como respuesta al bien que había
hecho. Consistían éstas no sólo en palabras insolentes, sino también en
apedrearlo[4] y
despeńarlo[5]. En una
palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica
desde la Cruz fue tan poderosa que “toda la multitud se volvió golpeándose el
pecho”[6], y no sólo los
corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en
pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, “con poderoso clamor y
lágrimas”, siendo así “escuchado por su actitud reverente”[7]. Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con
lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer
sólo a su Pasión. Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando
estando en la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza.
Entonces no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían
pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de
todos los signos. Pues luego de estar
muerto y enterrado, se levantó de entre los muertos por su propia fuerza, llamando
a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces
podremos decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los
Profetas en relación al Hijo del Hombre. Pero antes de empezar a
escribir sobre las palabras que Nuestro Seńor manifestó desde la Cruz,
parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el Púlpito del
Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del Combatiente, el taller del
que obra maravillas. Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz
estaba hecha de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era
puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban sujetas las
manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la cruz, sobre el cual
descansaban los pies del acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir
su movimiento. Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión,
como San Justino[8] y San
Ireneo[9]. Estos autores,
más aún, indican claramente que cada pie descansaba en la tabla, y no que un
pie estaba puesto encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a
la Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las
pinturas representan a Cristo, Nuestro Seńor, clavado a la Cruz con un pie
sobre el otro. Gregorio de Tours[10],
claramente dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos
grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Librería Real en París algunos
manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales contenían muchos
grabados de Cristo Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos. San Agustín[11] y San Gregorio de Niza[12] dicen que el madero
vertical de la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el
Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Carta a los Efesios, San Pablo escribe:
“que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud,
la altura y la profundidad”[13].
Eso es claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro
extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura
en aquella parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal,
y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Seńor
no soportó los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues
Él había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como enseńa
San Agustín[14] por el
testimonio del Apóstol: “Jesús de Nazaret, que fue entregado según el
determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis
clavándole en la cruz por manos de los impíos”[15]. Y así Cristo, desde el principio de su
prédica, dijo a Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así
tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por
Él vida eterna”[16].
Muchas veces habló a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame”[17]. Sólo Nuestro Seńor
sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte. Los santos Padres,
sin embargo, han pensado en algunas razones místicas, y las han dejado para
nosotros en sus escritos. San Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya
referido, dice que las palabras “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos” fueron
escritas sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran, para
darnos a entender que las dos naciones, Judíos y Gentiles, que hasta aquel
tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo
bajo una sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Niza, en su sermón sobre la
Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta
que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que
estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue despojado por
Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos brazos de la Cruz que se
estiraban hacia el este y el oeste manifiestan la regeneración del mundo entero
por la Sangre de Cristo. San Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San
Agustín[18], en su Epístola
a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra “Sobre la
Consideración”, enseńan que el misterio principal de la Cruz fue levemente
tocado por el Apóstol en las palabras “cuál es la anchura y la longitud, la
altura y la profundidad”[19].
El significado primario de estas palabras apunta a los atributos de Dios, la
altura significa su poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad,
la longitud su eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en
su Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su
obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aún, las virtudes que
son necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La
profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la anchura la
caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos que sólo la caridad, la
reina de las virtudes, encuentra un sitio en cualquier lugar, en Dios, en
Cristo, y en nosotros. De las otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras
a Cristo, y otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus
últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el
primer lugar a palabras de caridad. Empezaremos por tanto
explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora
sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra.
Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la
explicación de todas las demás palabras de Nuestro Seńor, que fueron
dichas alrededor de la hora nona[20],
cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la
mano. [1] Lc 18,31. [2] Lc 6,12. [3] Mt 8; Mc 4; Lc 6; Jn 6. [4] Jn 8. [5] Lc 4. [6] Lc 23,48. [7] Hb 5,7. [8] En "Dial. cum
Thyphon," lib. v. [9] "Advers. haeres.
Valent." [10] "Lib. de Gloria
Martyr." c. vi. [11] Epist i. [12] Serm. i "De
Ressur." [13] Ef 3,18. [14] Epist. 120. [15] Hch 2,23. [16] Jn 3,14-15. [17] Mt 16,24. [18] Epist. 120. [19] Ef 3,18. [20] Mt 27. SOBRE LAS TRES PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS
EN LA CRUZ ·
Capítulo I ·
Capítulo II ·
Capítulo III ·
Capítulo IV ·
Capítulo V ·
Capítulo VI ·
Capítulo VII ·
Capítulo VIII ·
Capítulo IX ·
Capítulo X ·
Capítulo XI ·
Capítulo XII Cristo Jesús, el Verbo
del Padre Eterno, de quien el mismo Padre había dicho “Escuchadle”[21], quien había dicho de sí
mismo “Porque uno solo es vuestro Maestro”[22], para realizar la tarea que había asumido,
nunca dejó de instruirnos. No solamente durante su vida, sino incluso en los
brazos de la muerte, desde el púlpito de la Cruz, nos predicó pocas palabras,
pero ardientes de amor, de suma utilidad y eficacia, y en todo sentido dignas
de ser grabadas en el corazón de todo cristiano, para ser ahí preservadas,
meditadas, y realizadas literalmente y en obra. Su primera palabra es ésta: “Y
dijo Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”[23]. Plegaria que, aun siendo nueva y nunca
antes escuchada, quiso el Espíritu Santo que sea predicha por el Profeta Isaías
en estas palabras: “e intercedió por los transgresores”[24]. Y las peticiones de Nuestro Seńor en
la Cruz prueban cuán verdaderamente habló el Apóstol San Pablo cuando dijo: “la
Caridad no busca su provecho”[25],
pues de las siete palabras que habló nuestro Redentor, tres fueron por el bien
de los demás, tres por su propio bien, y una fue común tanto para Él como para
nosotros. Su atención, sin embargo, fue primero para los demás. Pensó en sí
mismo al final. De las tres primeras
palabras que Él habló, la primera fue para sus enemigos, la segunda para sus
amigos, y la tercera para sus parientes. Ahora bien, la razón por la cual oró,
entonces, es que la primera demanda de la caridad es socorrer a aquellos que
están necesitados, y aquellos que estaban más necesitados de socorro espiritual
eran sus enemigos, y lo que nosotros, discípulos de tan gran Maestro,
necesitamos más es amar a nuestros enemigos, virtud que sabemos muy difícil de
obtener y que raramente encontramos, mientras que el amor a nuestros amigos y
parientes es fácil y natural, crece con los ańos y muchas veces predomina
más de lo que debería. Por lo cual escribió el Evangelista “Y dijo Jesús”[26]: donde la palabra “y”
manifiesta el tiempo y la ocasión de esta oración por sus enemigos, y pone en
contraste las palabras del Sufriente y las palabras de los verdugos, sus obras
y las obras de ellos, como si el Evangelista quisiera explicarse mejor de esta
manera: estaban crucificando al Seńor, y en su misma presencia estaban
repartiendo su túnica entre ellos, se burlaban y lo difamaban como embustero y
mentiroso, mientras que Él, viendo lo que estaban haciendo, escuchando lo que
estaban diciendo, y sufriendo los más agudos dolores en sus manos y pies,
devolvió bien por mal, y oró: “Padre, perdónalos”. Lo llama “Padre”, no
Dios o Seńor, porque quiso que Él ejerciese la benignidad del Padre y no
la severidad de un Juez, y como quiso Él evitar la cólera de Dios, que sabía
provocada por los enormes crímenes, usa el tierno nombre de Padre. La palabra
Padre parece contener en sí misma este pedido: Yo, Tu Hijo, en medio de todos
mis tormentos, los he perdonado. Haz tú lo mismo, Padre Mío, extiende tu perdón
a ellos. Aunque no lo merecen, perdónalos por Mí, Tu Hijo. Acuérdate también
que eres su Padre, pues los has creado, haciéndolos a tu imagen y semejanza.
Muéstrales por tanto un amor de Padre, pues aunque son malos, son sin embargo
hijos tuyos. “Perdona”. Esta palabra
contiene la petición principal que el Hijo de Dios, como abogado de sus
enemigos, hace a su Padre. La palabra “perdona” puede referirse tanto al
castigo debido al crimen como al crimen mismo. Si está referido al castigo
debido al crimen, fue entonces la oración escuchada: pues ya que este pecado de
los judíos demandaba que su perpetradores sientan instantánea y merecidamente
la ira de Dios, siendo consumidos por fuego del cielo o ahogados en un segundo
diluvio, o exterminados por el hambre y la espada, aun así, la aplicación de
este castigo fue pospuesta por cuarenta ańos, período durante el cual, si
el pueblo judío hubiese hecho penitencia, hubiesen sido salvados y su ciudad
preservada, pero puesto que no hicieron penitencia, Dios mandó contra ellos al
ejército romano que, durante el reino de Vespasiano, destruyó sus metrópolis, y
parte de hambruna durante el sitio, y parte por la espada durante el saqueo de
la ciudad, mató a una gran multitud de sus habitantes, mientras que los
sobrevivientes eran vendidos como esclavos y dispersados por el mundo. Todas estas desgracias
fueron predichas por Nuestro Seńor en las parábolas del vińador que
contrató obreros para su vińa, del rey que hizo una boda para su hijo, de
la higuera estéril, y más claramente, cuando lloró por la ciudad el Domingo de
Ramos. La oración de Nuestro Seńor fue también escuchada si es que hacía
referencia al crimen de los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la
compunción y la reforma de la vida. Hubieron algunos que “volvieron golpeándose
el pecho”[27]. Estuvo el
centurión que dijo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”[28]. Y hubo muchos que unas semanas después se
convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían
negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la
gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se
conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando
nos dice en los Hechos de los Apóstoles: “Y creyeron cuantos estaban destinados
a una vida eterna”[29]. “[Perdona]Los”. Esta
palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es
aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la
suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa
de la Pasión de Nuestro Seńor: a Pilato que pronunció la sentencia; a las
personas que gritaron “crucifícalo, crucifícalo”[30]; a los sumos sacerdotes y escribas que
falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda su
descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo. Y así, desde
su Cruz, Nuestro Seńor oró por el perdón de todos sus enemigos. Cada uno,
sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo
a las palabras del Apóstol: “Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo”[31].
Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos
nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacratísimo “Memento”,
si puedo así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la Misa que
celebró en el altar de la Cruz. żQué retribución, oh alma mía, harás al
Seńor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que seas? Nuestro
amado Seńor vio que tú también algún día estarías en las filas con sus
enemigos, y aunque no lo pediste, ni lo buscaste, Él oró por ti a su Padre,
para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. żNo te
importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por
servirle fielmente en todo? żNo es justo que con tal ejemplo delante tuyo
aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino
incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo? Es justo, y esto deseo y
tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha dado tan
brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar
tan grande obra. Pues no saben lo que
hacen. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la
excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente no podía
excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud
de la gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no
quedó para Él más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el
Apóstol observa: “pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al
Seńor de la Gloria”[32].
Ni Pilato, ni los sumos sacerdotes, ni el pueblo sabían que Cristo era el
Seńor de la Gloria. Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo, que
había sido entregado por la envidia de los sumos sacerdotes, y los sumos
sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseńa Santo Tomás,
porque no podían --ni lo hicieron-- negar que había obrado muchos de los
milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la
gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato
públicamente les había dicho: “No encuentro en este hombre culpa alguna”[33], e “Inocente soy de la
sangre de este hombre justo”[34]. Pero aunque los judíos,
tanto el pueblo como los sacerdotes, no sabían el hecho de que Cristo era
Seńor de la Gloria, aun así, no habrían permanecido en este estado de
ignorancia si su malicia no los hubiera cegado. De acuerdo a las palabras de
San Juan: “Aunque había realizado tan grandes seńales delante de ellos, no
creían en Él, porque había dicho Isaías: Ha cegado sus ojos, ha endurecido su
corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se
conviertan, ni yo los sane”[35].
La ceguera no es excusa para un hombre ciego, porque es voluntaria,
acompańando, no precediendo, el mal que hace. De la misma manera, aquellos
que pecan en la malicia de sus corazones siempre pueden alegar ignorancia, lo
que no es sin embargo una excusa para su pecado pues no lo precede sino que lo
acompańa. Por lo que el Hombre Sabio dice: “Yerran los que obran
iniquidad”[36]. El
filósofo de igual modo proclama con verdad que todo el que hace mal es
ignorante de lo que hace, y por consiguiente se puede decir de los pecadores en
general: “No saben lo que hacen”. Pues nadie puede desear aquello que es malo
en base a su maldad, porque la voluntad del hombre no tiende hacia el mal tanto
como hacia el bien, sino sólo a lo que es bueno, y por esta razón aquellos que
eligen lo que es malo lo hacen porque el objeto les es presentado bajo
apariencia de bien, y así puede entonces ser elegido. Esto es resultado del
desasosiego de la parte inferior del alma que ciega la razón y la hace incapaz
de distinguir nada sino lo que es bueno en el objeto que busca. Así, el hombre
que comete adulterio o es culpable de robo realiza estos crímenes porque mira
sólo el placer o la ganancia que puede obtener, y no lo haría si sus pasiones
no lo cegaran hasta lo la vergonzosa infamia de lo primero y la injusticia de
lo segundo. Por tanto, un pecador es similar a un hombre que desea lanzarse a
un río desde un lugar elevado. Primero cierra sus ojos y luego se lanza de
cabeza, así aquel que hace un acto de maldad odia la luz, y obra bajo una
voluntaria ignorancia que no lo exculpa, porque es voluntaria. Pero si una
voluntaria ignorancia no exculpa al pecador, żpor qué entonces Nuestro
Seńor oró: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”? A esto respondo que
la interpretación más directa a ser hecha de las palabras de Nuestro Seńor
es que fueron dichas para sus verdugos, que probablemente ignoraban
completamente no sólo la Divinidad del Seńor, sino incluso su inocencia, y
simplemente realizaron la labor del verdugo. Para aquellos, por tanto, dijo en
verdad el Seńor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Una vez más, si la
oración de Nuestro Seńor ha de ser interpretada como aplicable a nosotros
mismos, que no habíamos aún nacido, o a aquella multitud de pecadores que eran
sus contemporáneos, pero que no tenían conocimiento de lo que estaba sucediendo
en Jerusalén, entonces dijo con mucha verdad el Seńor: “No saben lo que
hacen”. Finalmente, si Él se dirigió al Padre en nombre de todos los que
estaban presentes, y sabían que Cristo era el Mesías y un hombre inocente,
entonces debemos confesar la caridad de Cristo que es tal que desea paliar lo
más posible el pecado de sus enemigos. Si la ignorancia no puede justificar una
falta, puede sin embargo servir como excusa parcial, y el deicidio de los
judíos habría tenido un carácter más atroz de haber conocido la naturaleza de
su Víctima. Aunque Nuestro Seńor era consciente de que esto no era una
excusa sino más bien una sombra de excusa, la presentó con insistencia, en
realidad, para mostrarnos cuánta bondad siente hacia el pecador, y con cuánto
deseo hubiese Él usado una mejor defensa, incluso para Caifás y Pilato, si una
mejor y más razonable apología se hubiese presentado. [21] Mt 17,5. [22] Mt 23,10. [23] Lc 23,34. [24] Is 53,12. [25] 1Cor 13,5. [26] Lc 23,34. [27] Lc 23,48. [28] Mt 27,54. [29] Hch 13,48. [30] Mt 27,22. [31] Rom 5,10. [32] 1Cor 2,8. [33] Lc 23,14. [34] Mt 27,24. [35] Jn 12,37-40. [36] Prov 4,22. Habiendo dado el
significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Seńor en la
Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos
más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del
sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más
brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió
San Pablo a los Efesios: “Y conocer la caridad de Cristo que excede todo
conocimiento”[37]. Pues en
este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad
de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la
capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor
fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en
los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan
atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos
de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo.
Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está
claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano
entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre
los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no
podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor
adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que
desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo
estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir,
expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso
las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas
cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras
tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro
entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo,
sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la
pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: “Padre, perdónalos”.
żQué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una
persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y
no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ˇOh
benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio
de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano
que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente
contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir
heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y
aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo
que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos,
como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que
Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de
Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el
efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres,
considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos
que odian la paz. Esto es lo que es
cantado en el Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: “Grandes
aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo”[38]. Las grandes aguas son los muchos
sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno,
cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes
representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación
de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que
ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que
este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración:
“Padre, perdónalos”. Y no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de
extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de ańos
pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros
de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no
podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva
entonces, y él oró: “Seńor, no les tengas en cuenta este pecado”[39]. En fin, la perfecta e
invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires
y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores,
visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del
mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad. Pero de la consideración
de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande
fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la
caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día
último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad
hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo,
clavado a una cruz, y asesinado. żQuién puede concebir la caridad que Dios
tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles
cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia
soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se
enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino
que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues “en
Él vivimos, nos movemos y existimos”[40],
como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino
igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Seńor nos dice en el
Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Seńor meramente alimenta y
cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus
favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a
tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la senda
de la iniquidad y perdición. Y para sobrepasar varias
de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres
malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría
un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a
aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ż“Pues amó
Dios tanto al mundo que dio su único hijo”?[41]. El mundo es el enemigo de Dios, pues “el
mundo entero yace en poder del maligno”[42],
como nos dice San Juan. Y “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en
él”[43], como vuelve a
decir en otro lugar. Santiago escribe: “Cualquiera, pues, que desee ser amigo
del mundo se constituye en enemigo de Dios” y “la amistad con el mundo es
enemistad con Dios”[44].
Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la
intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo,
“Príncipe de la Paz”[45],
para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al
nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra
paz”[46]. Así ha amado
Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su
Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su
enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente al
único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien por mal orando por
sus perseguidores. Oró y “fue escuchado por su reverencia”[47]. Dios esperó pacientemente qué progreso
harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que
hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron
luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de
Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la
caridad de Dios Padre, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que
todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna”[48], sobrepasa todo conocimiento. [37] Ef 3,19. [38] Cant 8,7. [39] Hch 7,59. [40] Hch 17,28. [41] Jn 3,16. [42] 1Jn 5,19. [43] 1Jn 2,I[5]. [44] Stgo 4,4. [45] Is 2,6. [46] Lc 2,14. [47] Hb 5,7. [48] Jn 3,16. Si los hombres
aprendiesen a perdonar las injurias que reciben sin murmurar, y así forzar a
sus enemigos a convertirse en sus amigos, aprenderíamos una segunda y muy
saludable lección al meditar la primera palabra. El ejemplo de Cristo y la
Santísima Trinidad han de ser un poderoso argumento para persuadirnos en esto.
Pues si Cristo perdonó y oró por sus verdugos, żqué razón puede ser
alegada para que un cristiano no actúe de igual modo con sus enemigos? Si Dios,
nuestro Creador, el Seńor y Juez de todos los hombres, quien tiene en su
poder el tomar venganza inmediata sobre el pecador, espera su regreso al
arrepentimiento, y lo invita a la paz y la reconciliación con la promesa de
perdonar sus traiciones a la Divina Majestad, żpor qué una creatura no
podría imitar esta conducta, especialmente si recordamos que el perdón de una
ofensa obtiene una gran recompensa? Leemos en la historia de San Engelberto,
Arzobispo de Colonia, asesinado por algunos enemigos que lo estaban esperando,
que en el momento de su muerte oró por ellos con las palabras de Nuestro
Seńor, “Padre, perdónalos”, y fue revelado que esta acción fue tan
agradable a Dios, que su alma fue llevada al cielo por manos de los ángeles, y
puesta en medio del coro de los mártires, donde recibió la corona y la palma
del martirio, y su tumba fue hecha famosa por el obrar de muchos milagros. Oh, si los cristianos
aprendiesen cuán fácilmente pueden, si quieren, adquirir tesoros inagotables, y
obtener notables grados de honor y gloria al ganar el seńorío sobre las
varias agitaciones de sus almas, y despreciando magnánimamente los
pequeńos y triviales insultos, ciertamente no serían tan duros de corazón
y obstinadamente en contra del indulto y el perdón. Argumentan que actuarían en
contra de la naturaleza si se permitiesen ser injustamente rechazados con
desprecio o ultrajados de obra o palabra. Si los animales salvajes, que
meramente siguen el instinto natural, atacan salvajemente a sus enemigos en el
momento que los ven, matándolos con sus garras o dientes, así nosotros, a la
vista de nuestro enemigo, sentimos que nuestra sangre empieza a hervir, y
nuestro deseo de venganza aflora. Tal razonamiento es falso. No hace la
distinción entre la defensa propia, que es válida, y el espíritu de venganza,
que es inválido. Nadie puede hallar falta
en un hombre que se defiende por una causa justa, y la naturaleza nos
enseńa rechazar la fuerza con la fuerza, pero no nos enseńa a tomar
venganza nosotros mismos por una injuria que hayamos recibido. Nadie nos impide tomar
las precauciones necesarias para prepararnos para un ataque, pero la ley de
Dios nos prohibe ser vengativos. El castigar una injusticia pertenece no al
individuo privado, sino al magistrado público, y porque Dios es el Rey de
reyes, por eso Él clama y dice: “Mía es la venganza, yo daré el pago merecido”[49]. En cuanto al argumento
de que un animal es arrastrado por su propia naturaleza para atacar al animal
que es enemigo de su especie, respondo que esto es el resultado de ser animales
irracionales, que no pueden distinguir entre la naturaleza y lo que es vicioso
en la naturaleza. Pero los hombres, dotados de razón, han de trazar una línea
entre la naturaleza o la persona que ha sido creadas por Dios y es buena, y el
vicio o el pecado que es malo y no procede de Dios. De la misma manera, cuando
un hombre ha sido insultado, él ha de amar a la persona de su enemigo y odiar
el insulto, y debe más aún compadecerse de él que molestarse con él, así como
un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado,
pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus disposición para
alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor
de nuestras almas, Cristo nuestro Seńor, enseńa cuando dice: “Amad a
vuestros enemigos, haced bien a aquellos que os odian, y rogad por los que os
persiguen y calumnian”[50].
Cristo nuestro Maestro no es como los Escribas y Fariseos que se sentaban en la
silla de Moisés y enseńaban, pero no llevaban su enseńanza a la
práctica. Cuando ascendió al púlpito de la Cruz, Él practicó lo que
enseńó, al orar por los enemigos que amaba: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen”. Ahora, la razón por la que la vista de un enemigo hace que
en algunas personas la sangre hierva en las mismas venas es esta: que son
animales que no han aprendido a tener las mociones de la parte inferior del
alma, común tanto a la raza humana como a la creación salvaje, bajo el dominio
de la razón, mientras que los hombres espirituales no son sujetos a estos
movimientos de la carne, pero saben como mantenerlas controlados, no se
molestan con aquellos que los han injuriado, sino que, por el contrario, se
compadecen, y al mostrarles actos de bondad se esfuerzan por llevarlos a la paz
y unidad. Se objeta que esto es
una prueba demasiado difícil y severa para hombres de noble nacimiento, que han
de ser diligentes por su honor. No es así sin embargo. La tarea es fácil, pues,
como atestigua el Evangelista; “el yugo” de Cristo, que ha dado esta ley para
la guía de sus seguidores, “es suave, y su carga ligera”[51]; y sus “mandamientos no son pesados”[52], como afirma San Juan. Y
si parecen difíciles y severos, parecen así por el poco o nada amor que tenemos
por Dios, pues nada es difícil para aquel que ama, de acuerdo a lo dicho por el
Apóstol: “la caridad es paciente, es servicial, todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta”[53].
Ni es Cristo el único que ha amado a sus enemigos, aunque en la perfección con
la que practicó la virtud ha sobrepasado a todos los demás, pues al Santo
Patriarca José amó con amor especial a sus hermanos que lo habían vendido a la
esclavitud. Y en la Sagrada Escritura leemos cómo David con mucha paciencia
sobrellevó las persecuciones de su enemigo Saúl, quien por largo tiempo buscó
su muerte, y cuando estuvo en las manos de David quitarle la vida a Saúl, no lo
mató. Y bajo la ley de la gracia el proto-mártir, San Esteban, imitó el ejemplo
de Cristo al hacer esta oración mientras era apedreado a muerte: “Seńor,
no les tengas en cuenta este pecado”[54].
Y Santiago Apóstol, Obispo de Jerusalén, que fue arrojado de cabeza desde la
cornisa del Templo, clamó al cielo en el momento de su muerte: “Seńor,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y San Pablo escribe de sí mismo y de
sus compańeros apóstoles: “Nos insultan y bendecimos, nos persiguen y lo
soportamos, nos difaman y respondemos con bondad”[55]. En fin, muchos mártires e innumerables
otros, luego del ejemplo de Cristo, no han encontrado ninguna dificultad en
cumplir este mandamiento. Pero pueden haber algunos que continuaran
argumentando: no niego que debemos perdonar a nuestros enemigos, pero escogeré
el tiempo que desee para hacerlo, cuando en realidad haya casi olvidado la
injusticia que me ha sido hecha, y me haya calmado luego de haber pasado el
primer arrebato de indignación. Pero cuáles serán los pensamientos de estas
personas si durante este tiempo fuesen llamado a dar su cuenta final, y fuesen
encontrados sin el traje de la caridad, y fuesen preguntados: “żCómo has
entrado aquí sin traje de boda?”[56].
No estarían acaso aturdidos de asombro mientras Nuestro Seńor pronuncia la
sentencia sobre ellos: “Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de
fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”[57]. Actúa mejor con prudencia ahora, e imita
la conducta de Cristo, quien oró a su Padre “Padre, perdónalos” en el momento
cuando era objeto de sus burlas, cuando la sangre le chorreaba gota a gota de
sus manos y pies, y su cuerpo entero era presa de dolorosas torturas. El es el
verdadero y único Maestro, a cuya voz todos deben escuchar quienes no serán
guiados al error: a Él se refirió el Padre Eterno cuando una voz fue escuchada
del cielo diciendo: “Escuchadle”[58].
En Él están “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” de Dios[59]. Si pudieras preguntar
la opinión de Salomón en cualquier punto, podrías con seguridad haber seguido
su consejo, pero “aquí hay algo más que Salomón”[60]. Aún sigo escuchando más
objeciones. Si decidimos devolver bien por mal, la bondad por el insulto, una
bendición por una maldición, los malvados se harán insolentes, los canallas se
harán más aplomados, los justo serán oprimidos, y la virtud será pisoteada bajo
sus pies. Este resultado no se dará, pues a menudo, como dice el Hombre Sabio, “Una
respuesta suave calma el furor”[61].
Además, la paciencia de un hombre justo no pocas veces llena de admiración a su
opresor, y lo persuade de ofrecer la mano de la amistad. Más aún, olvidamos que
el Estado nombra magistrados, reyes y príncipes, cuyo deber es hacer que los
malvados sientan la severidad de la ley, y proveer medios para que los hombres
honestos vivan una vida tranquila y pacífica. Y si en algunos casos la justicia
humana es tardía, la Providencia de Dios, que nunca permite que un acto
malévolo pase sin castigo o un acto bueno sin recompensa, está continuamente
observándonos, y está cuidando de una manera imprevista que las ocurrencias con
las cuales los malvados creen que los aplastarán, conducirá a la exaltación y
el honor de los virtuosos. Por lo menos así lo dice San León: “Has estado
furioso, oh perseguidor de la Iglesia de Dios, has estado furioso con el
mártir, y has aumentado su gloria al incrementar su dolor. Pues żqué ha
ideado tu ingenuidad que se haya vuelto para su honor, cuando incluso los mismo
instrumentos de su tortura han sido tomados en triunfo?”. Lo mismo debe ser
dicho de todos los mártires, así como los santos de la antigua ley. żPues
qué trajo más renombre y gloria al patriarca José que la persecución de sus
hermanos? El haberlo vendido por envidia a los ismaelitas fue la ocasión de que
se convirtiera en seńor de todo Egipto y príncipe de todos sus hermanos. Pero omitiendo estas
consideraciones, pasaremos revista a los muchos y grandes inconveniencias que
sufren aquellos hombres que, para escapar meramente de una sombra de deshonra
frente a los hombres, están obstinadamente determinados a tomar su venganza
sobre aquellos que les han hecho cualquier mal. En primer lugar, hacen la parte
de tontos al preferir un mayor mal que uno menor. Pues es un principio aceptado
en todo lugar, y declarado a nosotros por el Apóstol en estas palabras: “no
hagamos el mal para que venga el bien”[62].
Se sigue que en consecuencia un mayor mal no ha de ser cometido para poder
obtener alguna compensación por uno menor. Aquel que recibe la injuria recibe
lo que es llamado el mal de la injuria: aquel que se venga de una injuria es
culpable de lo que es llamado el mal del crimen. Ahora bien, sin duda, la
desgracia de cometer un crimen es mayor que la desgracia de tener que soportar
la injuria, pues aunque la ofensa puede hacer a un hombre miserable, no
necesariamente lo hace malo. Un crimen, sin embargo, lo hace tanto miserable y
malvado. La injuria priva al hombre del bien temporal, un crimen lo priva tanto
del bien temporal y eterno. Así, un hombre que remedia el mal de una injuria
cometiendo un crimen es como un hombre que se corta una parte de sus pies para
que le entren un par de zapatos más pequeńos, lo cual sería un completo
acto de locura. Nadie es culpable de tal insensatez en sus preocupaciones
temporales, pero sin embargo hay algunos hombres tan ciegos a sus intereses
reales que no temen ofender mortalmente a Dios para poder escapar aquello que
tiene la apariencia de desgracia, y mantienen un honorable semblante a los ojos
de los hombres. Pues ellos caen bajo el desagrado y la ira de Dios, y a menos
que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrán que soportar la desgracia
y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser ciudadanos del
cielo. Ańádase a esto que realizan un acto de lo más agradable para el
diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel
hombre con el propósito de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y
cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más
fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo. Además, ocasionalmente sucede
que el hombre injuriado que anhela venganza hiere mortalmente a su enemigo y lo
mata, por lo que es ignominiosamente ejecutado por asesinato, y toda su
propiedad es confiscada por el Estado, o por lo menos es forzado al exilio, y
tanto él como su familia viven una miserable existencia. Así es como el diablo
juega y se burla de aquellos que escogen aprisionarse con las ataduras del
falso honor, más que hacerse siervos y amigos de Cristo, el mejor de los Reyes,
y ser reconocidos como herederos del reino más vasto y más durable. Por lo
tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se
niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los
que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el Seńor de todo, nos ha
enseńado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras. [49] Rom 12,19. [50] Mt 5,44. [51] Mt 11,39. [52] 1Jn 5,3. [53] 1Cor 13,4-7. [54] Hch 7,59. [55] 1Cor 4,12.13. [56] Mt 12,12. [57] Mt 21,13. [58] Mt 17,5. [59] Col 2,3. [60] Mt 12,42. [61] Prov 15,1. [62] Rom 3,8. La segunda palabra o la
segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San
Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su
lado. La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones
habían sido crucificados junto con el Seńor, uno a su mano derecha, el
otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de
blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos,
diciendo: “żNo eres tú el Cristo? Pues ˇsálvate a ti y a nosotros!”[63]. De hecho, San Mateo y
San Marcos acusan a ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que
los dos Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se
hace frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su
trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los
Hebreos, dice de los Profetas: “cerraron la boca a los leones ... apedreados
..., aserrados ...; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de
cabras”[64]. Sin embargo
hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo
Profeta, Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue
aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a
este punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, “Uno de los
malhechores colgados le insultaba”[65].
Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Seńor, no hay
razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro
haya proclamado sus alabanzas. Sin embargo, la opinión
de los que mantienen que uno de los ladrones blasfemadores se convirtió por la
oración del Seńor, “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”,
contradice manifiestamente la narración evangélica. Pues San Lucas dice que el
ladrón recién empezó a blasfemar a Cristo luego de que Él hiciera esta oración;
por ello nos vemos conducidos a adoptar la opinión de San Agustín y de San
Ambrosio, que dicen que sólo uno de los ladrones lo vituperó, mientras el otro
lo glorificó y defendió; y según esta narración el buen ladrón increpó al
blasfemador: “żEs que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?”[66]. El ladrón fue feliz por
su solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que empezaban
a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al compańero de
su maldad y a convertirlo a una vida mejor; y este es el sentido pleno de su
increpación: “Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han
aprendido aún a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria
que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una cruz. Se consideran libres y
seguros y no tienen aprensión alguna del castigo. żPero acaso tú, que
estás siendo crucificado por tus enormidades, no temes la justicia vengadora de
Dios? żPor qué ańades tú pecado a pecado?”. Luego, procediendo de
virtud a virtud, y ayudado por la creciente gracia de Dios, confiesa sus
pecados y proclama que Cristo es inocente. “Y nosotros” dice, somos condenados
“con razón” a la muerte de cruz, “porque nos lo hemos merecido con nuestros
hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho”[67]. Finalmente, creciendo aún la luz de la
gracia en su alma, ańade: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino”[68]. Fue admirable,
pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen
ladrón. El Apóstol Pedro negó a su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él
estaba clavado en su Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, “Nosotros
esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel”[69]. El ladrón pide con confianza, “Acuérdate
de mí cuando vengas con tu Reino”. El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá
en la Resurrección hasta que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a
Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después
de su muerte. żQuién ha instruido
al ladrón en misterios tan profundos? Llama Seńor a ese hombre a quien
percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en
una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a su reino. De lo
cual podemos aprender que el ladrón no se figuró el reino de Cristo como
temporal, como lo imaginaron ser los judíos, sino que después de su muerte Él
sería Rey para siempre en el cielo. żQuién ha sido su instructor en
secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por cierto, a menos que sea el
Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones. Cristo,
luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: “żNo era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”[70]. Pero el ladrón milagrosamente previó esto,
y confesó que Cristo era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna
semblanza de realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir
cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que Cristo, por
medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que el Seńor significa en
la parábola: “Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la
investidura real y volverse”[71].
Nuestro Seńor dijo estas palabras un tiempo corto antes de su Pasión para
mostrarnos que mediante su muerte Él iría a un país lejano, es decir a otra
vida; o en otras palabras, que Él iría al cielo que está muy alejado de la
tierra, para recibir un reino grande y eterno, pero que Él volvería en el
último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta
vida, ya sea con premio o con castigo. Con respecto a este reino, por lo tanto,
que Cristo recibiría inmediatamente después de su muerte, el ladrón dijo
sabiamente: “Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. Pero puede
preguntarse, żno era Cristo nuestro Seńor Rey antes de su muerte? Sin
lugar a dudas lo era, y por eso los Magos inquirían continuamente: “żDónde
está el Rey de los judíos que ha nacido?”[72]. Y Cristo mismo dijo a Pilato: “Sí, como
dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad”[73].
Pero Él era Rey en este mundo como un viajero entre extrańos, por eso no
fue reconocido como Rey sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido
por la mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él iría
“a un país lejano, para recibir la investidura real”. No dijo que Él la
adquiriría por parte de otro, sino que la recibiría como Suya propia, y
volvería, y el ladrón observó sabiamente, “cuando vengas con tu Reino”. El
reino de Cristo no es sinónimo en este pasaje de poder o soberanía real, porque
lo ejerció desde el comienzo de acuerdo a estos versículos de los salmos: “Ya
tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo”[74]. “Dominará de mar a mar, desde el Río hasta
los confines de la tierra”[75].
E Isaías dice, “Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.
Estará el seńorío sobre su hombro”[76].
Y Jeremías, “Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente,
practicará el derecho y la justicia en la tierra”[77]. Y Zacarías, “ˇExulta sin freno, hija
de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey:
justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de
asna”[78]. Por eso en la
parábola de la recepción del reino, Cristo no se refería a un poder soberano,
ni tampoco el buen ladrón en su petición, “Acuérdate de mí cuando vengas con tu
Reino”, sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de
la servidumbre y de la angustia de los asuntos temporales, y lo somete
solamente a Dios, Al cual servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por
encima de todas Sus obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo
gozó desde el momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era Suya
por derecho, no la gozó actualmente hasta después de su Resurrección. Pues
mientras fue un forastero en este valle de lágrimas, estaba sometido a fatigas,
a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la muerte. Pero como su Cuerpo
siempre debió ser glorioso, por eso inmediatamente después de la muerte Él
entró en el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos términos se refirió
a ello después de su Resurrección: “żNo era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Esta gloria que Él llama Suya
propia, pues está en su poder hacer a otros partícipes de ella, y por esta razón
Él es llamado el “Rey de la gloria”[79]
y “Seńor de la gloria”[80],
y “Rey de Reyes”[81] y Él
mismo dice a Sus Apóstoles, “yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros”[82]. Él, en verdad, puede
recibir gloria y un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el
otro, y estamos invitados a entrar “en el gozo de tu seńor”[83] y no en nuestro propio gozo. Este entonces
es el reino del cual habló el buen ladrón cuando dijo, “Cuando vengas con tu
Reino”. Pero no debemos pasar
por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del
santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la respuesta de
Cristo a la petición; “Seńor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”.
En primer lugar lo llama Seńor, para mostrar que se considera a sí mismo
como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y reconoce que Cristo es
su Redentor. Luego ańade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza,
amor, devoción, y humildad: “Acuérdate de mí”. No dice: Acuérdate de mí si
puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor,
Seńor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y
compasión. No dice: Deseo, Seńor, reinar contigo en tu reino, pues su
humildad se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor especial, sino que reza
simplemente: “Acuérdate de mí”, como si dijera: Todo lo que deseo, Seńor,
es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo
sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu
bondad y amor. Es claro por las palabras conclusivas de su oración, “Cuando
vengas con tu Reino”, que no busca nada perecible y vano, sino que aspira a
algo eterno y sublime. Daremos oído ahora a la
respuesta de Cristo: “Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La palabra “Amén” era usada por Cristo cada vez que quería hacer un anuncio
solemne y serio a Sus seguidores. San Agustín no ha dudado en afirmar que esta
palabra era, en boca de nuestro Seńor, una suerte de juramento. No podía
por cierto ser un juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: “Pues yo digo
que no juréis en modo alguno... Sea vuestro lenguaje: "Sí, sí";
"no, no": que lo que pasa de aquí viene del Maligno”[84]. No podemos, por lo tanto, concluir que
nuestro Seńor realizara un juramento cada vez que usó la palabra Amén.
Amén era un término frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo precedía
sus afirmaciones con Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San
Agustín de que la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de
juramento, es perfectamente justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente:
en verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que
dice, y en consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un
juramento. Con gran razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: “Amén, yo
te aseguro”, esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin hacer un
juramento; pues el ladrón podría haberse negado por tres razones a dar crédito
a la promesa de Cristo si Él no la hubiera aseverado solemnemente. En primer
lugar, pudiera haberse negado a creer por razón de su indignidad de ser el
receptor de un premio tan grande, de un favor tan alto. żPues quién habría
podido imaginar que el ladrón sería transferido de pronto de una cruz a un
reino? En segundo lugar podría haberse negado a creer por razón de la persona
que hizo la promesa, viendo que Él estaba en ese momento reducido al extremo de
la pobreza, debilidad e infortunio, y el ladrón podría por ello haberse
argumentado: Si este hombre no puede durante su vida hacer un favor a Sus
amigos, żcómo va a ser capaz de asistirlos después de su muerte? Por
último, podría haberse negado a creer por razón de la promesa misma. Cristo
prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos interpretaban la palabra Paraíso en
referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre la usaban en el sentido de un
Paraíso terrestre. Si nuestro Seńor hubiera querido decir: Este día tú
estarás conmigo en un lugar de reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón
podría haberle creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por eso precedió
su promesa con esta garantía: “Amén, yo te aseguro”. “Hoy”. No dice: Te
pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio. Ni dice:
Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos ańos de sufrir en el
Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o días, sino este
mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del patíbulo de la cruz a
las delicias del Paraíso. Maravillosa es la liberalidad de Cristo, maravillosa
también es la buena fortuna del pecador. San Agustín, en su trabajo sobre el
Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado
un mártir, y que su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio.
El buen ladrón puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo
cuando ni siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor,
y por razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compańía
de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por
el nombre de Cristo. Si nuestro Seńor no hubiera hecho otra promesa que:
“Hoy estarás conmigo”, esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el
ladrón, pues San Agustín escribe: “żDónde puede haber algo malo con Él, y
sin Él dónde puede haber algo bueno?”. En verdad Cristo no hizo una promesa
trivial a los que lo siguen cuando dijo: “Si alguno me sirve, que me siga, y
donde yo esté, allí estará también mi servidor”[85]. Al ladrón, sin embargo, le prometió no
sólo su compańía, sino también el Paraíso. Aunque algunas personas
han discutido acerca del sentido de la palabra Paraíso en este texto, no parece
haber fundamento para la discusión. Pues es seguro, porque es un artículo de
fe, que en el mismo día de su muerte el Cuerpo de Cristo fue colocado en el
sepulcro, y su Alma descendió al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra
Paraíso, ya sea que hablemos del Paraíso celeste o terrestre, no se puede
aplicar ni al sepulcro ni al Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues era un
lugar muy triste, la primera morada de los cadáveres, y Cristo fue el único
enterrado en el sepulcro: el ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las
palabras, “estarás conmigo” no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado
meramente del sepulcro. Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo.
Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal habían
flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el
Paraíso celestial habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares
de los bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban
detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas
estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la perspectiva de ver
a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero se mantenían como
cautivos en prisión. Y en este sentido el Apóstol, explicando a los profetas,
dice: “Subiendo a la altura, llevó cautivos”[86]. Y Zacarías dice: “En cuanto a ti, por la
sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa en la que no hay
agua”[87], donde las
palabras “tus cautivos” y “la fosa en la que no hay agua” apuntan evidentemente
no a lo delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso, en
la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la
bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta es
verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino uno
espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, “Acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino”, el Seńor no replicó “hoy estarás conmigo” en
Mi reino, sino “Estarás conmigo en el Paraíso”, porque en ese día Cristo no
entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección, cuando su
Cuerpo se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era pasible de
servidumbre o sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como compańero
suyo en su reino hasta la resurrección de todos los hombres en el último día.
Sin embargo, con gran verdad y propiedad, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el
Paraíso”, pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del buen ladrón como
a las almas de los santos en el Limbo esa gloria de la visión de Dios que Él
había recibido en su concepción; pues ésta es verdadera gloria y felicidad
esencial; éste es el gozo supremo del Paraíso celeste. Debe admirarse también
mucho la elección de las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión. No
dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”,
como si quisiera explicarse más extensamente, de la siguiente manera: Este día
tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no estás conmigo en el Paraíso en el cual
estoy con respecto a la parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso
hoy, tú estarás conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino
abrazado en el seno del Paraíso. [63] Lc 23,39. [64] Hb 11,33.37. [65] Lc 23,39. [66] Lc 23,40. [67] Lc 23,41. [68] Lc 23,42. [69] Lc 24,21. [70] Lc 24,26. [71] Lc 19,12. [72] Mt 2,2. [73] Jn 18,37. [74] Sal 2,6. [75] Sal 72,8. [76] Is 9,5. [77] Jer 23,5. [78] Zac 9,9. [79] Sal 24,8. [80] 1Cor 2,8. [81] Ap 19,16. [82] Lc 22,29. [83] Mt 25,21. [84] Mt 5,34.37. [85] Jn 12,26. [86] Ef 4,8. [87] Zac 9,11. Podemos recoger algunos
frutos escogidos de la segunda palabra dicha desde la Cruz. El primer fruto es
la consideración de la inmensa misericordia y liberalidad de Cristo, y qué cosa
buena y útil es servirlo. Los muchos dolores que Él estaba sufriendo podrían
haber sido alegados como excusa por nuestro Seńor para no escuchar la
petición del ladrón, pero en su caridad prefirió olvidar Sus propios graves
dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador penitente. Este mismo
Seńor no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los
sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose, su
caridad le prohibió permanecer en silencio. Cuando es injuriado no abre su
boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque
Él es benigno. żPero qué hemos de decir de su liberalidad? Aquellos que
sirven a amos temporales obtienen con frecuencia una magra recompensa por
muchas labores. Incluso en este día vemos a no pocos que han gastado los
mejores ańos de su vida al servicio de príncipes, y se retiran a edad
avanzada con un magro salario. Pero Cristo es un Príncipe verdaderamente
liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio alguno de manos
del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo cordial de asistirlo,
y ˇcontemplad con qué gran premio le devuelve! En este mismo día todos los
pecados que había cometido durante su vida son perdonados; es puesto al mismo
nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los
profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su
dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. “Hoy”, dice, “estarás conmigo en
el Paraíso”. Y lo que Dios dice, lo hace. Tampoco difiere esta recompensa a
algún día distante, sino que en este mismo día derrama en su seno “una medida
buena, apretada, remecida, rebosante”[88]. El ladrón no es el único
que ha experimentado la liberalidad de Cristo. Los apóstoles, que dejaron o
bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o bien un hogar para servir a
Cristo, fueron hechos por Él “príncipes sobre toda la tierra”[89] y los diablos, serpientes, y toda clase de
enfermedades les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a
los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras
consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me disteis de comer...
estaba desnudo, y me vestisteis”[90],
recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino eterno. En fin, para no detenernos en
muchas otras promesas de recompensas, żpodría hombre alguno creer la casi
increíble liberalidad de Cristo, si no hubiera sido Dios Mismo Quien prometió
que “todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos
o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[91]? San Jerónimo y los
otros santos Doctores interpretan el texto arriba citado de esta manera. Si un
hombre, por el amor de Cristo, abandona cualquier cosa en esta vida presente,
recibirá una recompensa doble, junto con una vida de valor incomparablemente
mayor que la pequeńez que ha dejado por Cristo. En primer lugar, recibirá
un gozo espiritual o un don espiritual en esta vida, cien veces más precioso
que la cosa temporal que despreció por Cristo; y un hombre espiritual escogería
más bien mantener este don que cambiarlo por cien casas o campos, u otras cosas
semejantes. En segundo lugar, como si Dios Todopoderoso considerase esta
recompensa como de pequeńo o ningún valor, el feliz mercader que negocia
bienes terrenos por celestiales recibirá en el próximo mundo la vida eterna, en
la cual palabra está contenido un océano de todo lo bueno. Tal, pues, es la manera
en que Cristo, el gran Rey, muestra su liberalidad a aquellos que se dan a su
servicio sin reservas. żNo son acaso necios aquellos hombres que, dejando
de lado la bandera de Monarca como este, desean hacerse esclavos de Mamón, de
la gula, de la lujuria? Pero aquellos que no saben qué cosas Cristo considera ser
verdaderas riquezas, podrían decir que estas promesas son meras palabras, pues
muchas veces hallamos que Sus amigos queridos son pobres, escuálidos, abyectos
y sufridos, y por el otro lado, nunca vemos esta recompensa centuplicada que se
proclama como tan verdaderamente magnífica. Así es: el hombre carnal nunca verá
el ciento por uno que Cristo ha prometido, porque no tiene ojos con los cuales
pueda verlo; ni participará jamás en ese gozo sólido que engendra una pura
conciencia y un verdadero amor de Dios. Aduciré, sin embargo, un ejemplo para
mostrar que incluso un hombre carnal puede apreciar los deleites espirituales y
las riquezas espirituales. Leemos en un libro de ejemplos acerca de los hombres
ilustres de la Orden Cisterciense, que un cierto hombre noble y rico, llamado
Arnulfo, dejó toda su fortuna y se convirtió en monje Cisterciense, bajo la
autoridad de San Bernardo. Dios probó la virtud de este hombre mediante los
amargos dolores de muchos tipos de sufrimientos, particularmente hacia el final
de su vida; y en una ocasión, cuando estaba sufriendo más agudamente que de
costumbre, clamó con voz fuerte: “Todo lo que has dicho, Oh Seńor Jesús,
es verdad”. Al preguntarle los que estaban presentes, cuál era la razón de su
exclamación, replicó: “El Seńor, en su
Evangelio, dice que aquellos que dejan sus riquezas y todas las cosas por Él,
recibirán el ciento por uno en esta vida, y después la vida eterna. Yo entiendo
largamente la fuerza y gravedad de esta promesa, y yo reconozco que ahora estoy
recibiendo el ciento por uno por todo lo que dejé. Verdaderamente, la gran
amargura de este dolor me es tan placentera por la esperanza de la Divina
misericordia que se me extenderá a causa de mis sufrimientos, que no
consentiría ser liberado de mis dolores por cien veces el valor de la materia
mundana que dejé. Porque, verdaderamente, la alegría espiritual que se centra
en la esperanza de lo que vendrá, sobrepasa cien veces toda la alegría mundana,
que brota del presente”. El lector, al ponderar estas palabras, podrá juzgar
qué tan grande estima ha de tenerse por la virtud venida del cielo de la
esperanza cierta de la felicidad eterna. [88] Lc 6,38. [89] Sal 45,17. [90] Mt 25,35.36. [91] Mt 19,29. El conocimiento del
poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el
segundo fruto a ser recogido de la consideración de la segunda palabra, y este
conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra
confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia
fuerza. Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga
sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el
perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto
es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando
su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o
asistirlo. Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo
sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor
y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su
compańero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie
que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo Mismo no refutaba
estas blasfemias y maldiciones. Sin embargo, con la asistencia de la gracia de
Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del
infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece
posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus
pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era
inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al
ladrón que lo acompańaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó
humilde y devotamente a Cristo. En una palabra, sus disposiciones fueron tan
perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento
pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente
después de la muerte ingresó en el gozo de su Seńor. Por esta
circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues
el ladrón que entró en la vińa del Seńor casi a la hora duodécima
recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora. Por otro
lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal
ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan
amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos,
ni por la admonición y ejemplo de su compańero, ni por la inusual
oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de
la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas
cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que
mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos
auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido. Pero puede preguntarse,
żpor qué Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado
al otro? Contestó que a ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y
que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió,
fue convertido por la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia
libre voluntad. Todavía podría argüirse, żpor qué no dio Dios a ambos esa
gracia eficaz que capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de
que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no
penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede
haber injusticia en Dios[92],
como dice el Apóstol, pues, como lo expresa San Agustín, los juicios de Dios
pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos. Aprender de este ejemplo a no
posponer nuestra conversión hasta la proximidad de la muerte, es una lección
que nos concierne de forma más inmediata. Pues si uno de los ladrones cooperó
con la gracia de Dios en el último momento, el otro la rechazó, y encontró su
perdición definitiva. Y todo lector de historia, u observador de lo que sucede
alrededor, no puede sino saber que la regla es que los hombres terminen una
vida perversa con una muerte miserable, mientras que es una excepción que el
pecador muera de manera feliz; y, por el otro lado, no sucede con frecuencia
que aquellos que viven bien y santamente lleguen a un fin triste y miserable,
sino que muchas personas buenas y piadosas entran, después de su muerte, en
posesión de los gozos eternos. Son demasiado presuntuosas y necias aquellas
personas que, en un asunto de tal importancia como la felicidad eterna o el
tormento eterno, osan permanecer en un estado de pecado mortal incluso por un
día, viendo que pueden ser sorprendidas por la muerte en cualquier momento, y
que después de la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en
el infierno ya no hay redención. [92] Ver Rom 9,14. Se puede extraer un
tercer fruto de la segunda palabra de nuestro Seńor, advirtiendo el hecho
de que hubieron tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales,
a saber, Cristo, fue inocente; otro, a saber, el buen ladrón, fue un penitente;
y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para
expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados
al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los
ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un
pecador, pero ahora un santo. De esta circunstancia hemos de inferir que todo
hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener
una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos
tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del
Seńor, y la cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino
alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse
de estas palabras de nuestro Seńor: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”[93], y de nuevo, “El que no lleve su cruz y
venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”[94], que es precisamente la doctrina del
Apóstol: “Todos los que quieran vivir piadosamente”, dice, “en Cristo Jesús,
sufrirán persecuciones”[95].
Los Padres Griegos y Latinos dan su entera adhesión a esta enseńanza, y
para no ser polijo haré sólo dos citas. San Agustín en su comentario a los
salmos escribe: “Esta vida corta es una tribulación: si no es una tribulación
no es un viaje: pero si es un viaje o bien no amas el país hacia el cual estás
viajando, o bien sin duda estarás en tribulación”. Y en otro lugar: “Si dices
que no has sufrido nada aún, entonces no has empezado a ser Cristiano”. San
Juan Crisóstomo, en una de sus homilías al pueblo de Antioquía, dice: “La
tribulación es una cadena que no puede ser desvinculada de la vida de un
Cristiano”. Y de nuevo: “No puedes decir que un hombre es santo si no ha pasado
la prueba de la tribulación”. En verdad esta doctrina puede ser demostrada por
la razón. Las cosas de naturaleza contraria no pueden ser puestas en presencia de
la otra sin una oposición mutua; así el fuego y el agua, mientras se mantengan
aparte, permanecerán quietas; pero júntalas, y el agua empezará a sonar, a
convertirse en glóbulos, y a transformarse en vapor hasta que o el agua se
consuma, o el fuego se extinga. “Frente al mal está el bien”, dice el
Eclesiástico, “frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador”[96]. Los hombres justos se
comparan al fuego. su luz brilla, su celo arde, siempre están ascendiendo de
virtud en virtud, siempre trabajando, y todo lo que emprenden lo realizan
eficazmente. Por el otro lado los pecadores son comparados al agua. Son fríos,
moviéndose siempre en la tierra, y formando lodo por todos lados. żEs
pues, por lo tanto, extrańo que los hombres malos persigan a las almas
justas? Pero porque, incluso hasta el fin del mundo, el trigo y la cizańa
crecerán en el mismo campo, la chala y el maíz pueden estar en el mismo
almacén, los peces buenos y malos pueden ser hallados en la misma red, esto es
hombres derechos y perversos en el mismo mundo, e incluso en la misma Iglesia;
de esto necesariamente se sigue que los buenos y los santos serán perseguidos
por los malos y los impíos. Los perversos también
tienen sus cruces en este mundo. Pues aunque no sean perseguidos por los
buenos, aún así serán atormentados por otros pecadores, por sus propios vicios,
e incluso por sus conciencias perversas. El sabio Salomón, que ciertamente
hubiera sido feliz en este mundo, si la felicidad fuera posible aquí, reconoció
que tenía una Cruz que cargar cuando dijo: “Consideré entonces
todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es
vanidad y atrapar vientos”[97].
Y el escritor del Libro del Eclesiástico, que era también un hombre muy
prudente, pronuncia esta sentencia general: “Grandes trabajos han sido creados
para todo hombre, un yugo pesado hay sobre los hijos de Adán”[98]. San Agustín en su comentario a los Salmos
dice que “la mayor de las tribulaciones es una conciencia culpable”. San Juan
Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo los perversos
deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si no son pobres,
la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la pobreza; si están
postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice
que todo hombre desde el momento de su nacimiento está destinado a cargar una
cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que
derrama todo infante. “Cada uno de nosotros”, escribe, “en su nacimiento, en su
misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes
e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué
es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la
vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y llanto,
proclama las farragosas conmociones del mundo al que está ingresando”. Siendo las cosas así no
puede haber duda de que hay una cruz guardada para el bueno así como para el
malo, y sólo me resta probar que la cruz de un santo dura poco tiempo, es
ligera y fecunda, mientras que la de un pecador es eterna, pesada y estéril. En
primer lugar no puede haber duda en el hecho de que un santo sufre sólo por un
breve periodo, pues no puede tener que soportar nada cuando esta vida haya
pasado. “Desde ahora, sí --dice el Espíritu--” a las almas justas que parten,
“que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompańan”[99]. “Y [Dios] enjugará toda
lágrima de sus ojos”[100].
Las sagradas Escrituras dicen de forma muy positiva que nuestra vida presente
es corta, aunque a nosotros nos pueda parecer larga: “Están contados ya sus días”[101] y “El hombre, nacido
de mujer, corto de días”[102]
y “żQué será de vuestra vida? ... ˇSois vapor que aparece un momento
y después desaparece!”[103].
El Apóstol, sin embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta
su edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: “En
efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un
pesado caudal de gloria eterna”[104],
pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y los compara a un
momento indivisible, aunque se hayan extendido por un periodo de más de treinta
ańos. Y sus sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento,
desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los Romanos,
cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y haber tres veces
naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces prisionero, en
recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el último extremo[105]. żQué
tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como
realmente son? żY qué dirías tú, amable lector, si insisto en que la cruz
es no sólo ligera, sino incluso dulce y agradable por razón de las
superabundantes consolaciones del Espíritu Santo? Cristo dice de su yugo que
puede ser llamado cruz: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”[106]; y en otro lugar dice: “Lloraréis y os
lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo”[107].
Y el Apóstol escribe: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas
nuestras tribulaciones”[108].
En una palabra, no podemos negar que la cruz del justo es no sólo ligera y
temporal, sino fecunda, útil, y portadora de todo buen regalo, cuando
escuchamos a nuestro Seńor decir: “Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos”[109], a San Pablo exclamando que “Los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros”[110],
y a San Pedro exhortándonos a regocijarnos si “participáis en los sufrimientos
de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su
gloria”[111]. Por otro lado no es
necesaria una demostración para mostrar que la cruz de los perversos es eterna
en su duración, muy pesada y carente de mérito. Con certeza que la muerte del
mal ladrón no fue un descenso de la Cruz, como lo fue la muerte del buen
ladrón, pues hasta ahora ese hombre desdichado está morando en el infierno, y
morará allí para siempre, porque el “gusano” del perverso “no morirá, su fuego
no se apagará”[112]. Y la
cruz del glotón rico, que es la cruz de aquellos que almacenan riquezas, que
son muy aptamente comparadas por el Seńor a espinas que no pueden ser
manipuladas o guardadas con impunidad, no cesa con esta vida como cesó la cruz
del pobre Lázaro, sino que lo acompańa al infierno, donde incesantemente
arde y lo atormenta, y lo fuerza a implorar una gota de agua para refrescar su
lengua ardiente: “porque estoy atormentado en esta llama”[113]. Por eso la cruz de los perversos es
eterna en su duración, y los lamentos de aquellos de quienes leemos en el libro
de la Sabiduría, dan testimonio de que es pesada y ardua: “Nos hartamos de
andar por sendas de iniquidad y perdición, atravesamos desiertos
intransitables”[114].
ˇQué! żNo son senderos difíciles de andar la ambición, la avaricia,
la lujuria? żNo son senderos difíciles de andar los acompańantes de
estos vicios: ira, contiendas, envidia? No son senderos difíciles de andar los
pecados que brotan de estos acompańantes: traición, disputas, afrentas,
heridas y asesinato? Lo son ciertamente y no es poco frecuente que obliguen a
los hombres a suicidarse en desesperación, y, buscando por medio de ello evitar
una cruz, preparar para sí mismos una mucho más pesada. żY qué ventaja o
fruto derivan los perversos de su cruz? No es más capaz de traerles una ventaja
que los espinos lo son de producir uvas, o los cardos higos. El yugo del
Seńor trae la paz, según Sus propias palabras: “Tomad sobre vosotros mi
yugo ... y hallaréis descanso para vuestras almas”[115]. żPuede el yugo del demonio, que es
diametralmente opuesto al de Cristo, traer otra cosa que preocupación y
ansiedad? Y esto es de mayor importancia aún: que mientras la Cruz de Cristo es
el paso a la felicidad eterna, “żNo era necesario que el Cristo padeciera
eso y entrara así en su gloria?”[116],
la cruz del demonio es el paso a los tormentos eternos, de acuerdo a la
sentencia pronunciada sobre los perversos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno preparado para el Diablo y sus ángeles”[117]. Si hubiera hombres sabios que están
crucificados en Cristo, no buscarían bajar de la Cruz, como el ladrón buscó
tontamente, sino que permanecerán más bien cerca a su lado, con el buen ladrón,
y pedirán perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y así sufriendo sólo
con Él, reinarán también con Él, de acuerdo a las palabras del Apóstol:
“Sufrimos con Él, para ser también con él glorificados”[118]. Si, sin embargo, hubieran sabios entre
aquellos que son oprimidos por la cruz del demonio, se preocuparían de
sacársela de encima de una vez, y si tienen algún sentido cambiarán las cinco
yugadas[119] de bueyes
por el único yugo de Cristo. Por las cinco yugadas de bueyes se refiere a los
trabajos y cansancio de los pecadores que son esclavos de sus cinco sentidos; y
cuando un hombre trabaja en hacer penitencia en lugar de pecar, trueca las
cinco yugadas de bueyes por el único yugo de Cristo. Feliz es el alma que sabe
cómo crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias, y distribuye las
limosnas que pudieran haberse gastado en gratificar sus pasiones, y pasa en
oración y en lectura espiritual, en pedir la gracia de Dios y el patrocinio de
la Corte Celestial, las horas que podrían perderse en banquetear y en
satisfacer la ambición incansable de hacerse amigo de los poderosos. De esta
manera la cruz del mal ladrón, que es pesada y baldía, puede ser con provecho intercambiada
por la Cruz de Cristo, que es ligera y fecunda. Leemos en San Agustín
cómo un soldado distinguido discutía con uno de sus compańeros acerca de
tomar la cruz. “Díganme, les pido, a qué meta nos han de conducir todos los
trabajos que emprendemos? żQué objeto nos presentamos a nosotros mismos?
żPor quién servimos como soldados? Nuestra mayor ambición es hacernos
amigos del Emperador; ży no está acaso el camino que nos conduce a su
honor, lleno de peligros, y cuando hemos alcanzado nuestro punto, no estamos
colocados entonces en la posición más peligrosa de todas? żY por cuántos
ańos tendremos que laborar para asegurar este honor? Pero si deseo
volverme amigo de Dios, me puedo hacer amigo Suyo en este momento”. Así
argumentaba que como para asegurarse la amistad del Emperador tiene que
emprender muchas fatigas largas y estériles, actuaría más sabiamente si
emprendiera menores y más leves trabajos para asegurarse la amistad de Dios.
Ambos soldados tomaron su decisión en el momento; ambos dejaron el ejército en
orden a servir en serio a su Creador, y lo que incrementó su alegría al tomar
este primer paso fue que las dos damas con las cuales estaban a punto de
casarse, ofrecieron espontáneamente su virginidad a Dios. [93] Mt 16,24. [94] Lc 14,27. [95] 2Tim 3,12. [96] Eclo 33,14. [97] Ecl 2,11. [98] Eclo 40,1. [99] Ap 14,13. [100] Ap 21,4. [101] Job 14,5. [102] Job 14,1. [103] Stgo 4,14. [104] 2Cor 4,17. [105] Ver 2Cor 11,24. [106] Mt 11,30. [107] Jn 16,20. [108] 2Cor 7,4. [109] Mt 5,10. [110] Rom 8,18. [111] 1Pe 4,13. [112] Is 66,24. [113] Lc 16,24. [114] Sab 5,7. [115] Mt 11,29. [116] Lc 24,26. [117] Mt 25,41. [118] Rom 8,17. [119] Ver Lc 14,19. La última de las tres
palabras, que tienen una referencia especial a la caridad por el prójimo, es:
“Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”[120]. Pero antes que expliquemos el significado
de esta palabra, debemos detenernos un poco en el pasaje precedente del
Evangelio de San Juan: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana
de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su
madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer,
ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[121]. Dos de las tres
Marías que estaban de pie cerca a la Cruz son conocidas, a saber, María, la
Madre de nuestro Seńor, y María Magdalena. Acerca de María, la mujer de
Clopás, hay alguna duda; algunos la suponen ser la hija de Santa Ana, que tuvo
tres hijas, esto es, María, la Madre de Cristo, la mujer de Clopás, y María
Salomé. Pero esta opinión está casi desacreditada. Pues, en primer lugar, no
podemos suponer que tres hermanas se llamen por el mismo nombre. Más aún,
sabemos que muchos hombres piadosos y eruditos sostienen que nuestra
Bienaventurada Seńora era la única hija de Santa Ana; y no se menciona
otra María Salomé en los Evangelios. Puesto que donde San Marcos dice que
“María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a
embalsamarle”[122], la
palabra Salomé no está en caso genitivo, como si quisiera decir María, la madre
de Salomé, como justo antes había dicho María, la madre de Santiago, sino que
está en caso nominativo y en género femenino, como resulta claro de la versión
Griega, donde la palabra está escrita Salw[macron]mh. Más aún, esta María
Salomé era la esposa de Zebedeo[123],
y la madre de los Apóstoles Santiago y San Juan, como aprendemos de los dos
Evangelistas, San Mateo y San Marcos[124],
así como María, la madre de Santiago era la esposa de Clopás, y la madre de
Santiago el menor y de San Judas. Por lo cual la verdadera interpretación es
esta: que María, la mujer de Clopás, era llamada hermana de la Bienaventurada
Virgen porque Clopás era el hermano de San José, el Esposo de la Bienaventurada
Virgen, y las esposas de dos hermanos tienen el derecho de llamarse y ser
llamadas hermanas. Por la misma razón Santiago el menor es llamado el hermano
de nuestro Seńor, aunque sólo era su primo, pues era el hijo de Clopás,
quien, como hemos dicho, era el hermano de San José. Eusebio nos brinda este
relato en su historia eclesiástica, y cita, como autoridad digna de fe, a
Hegesipo, un contemporáneo de los Apóstoles. También tenemos a favor de la
misma interpretación la autoridad de San Jerónimo, como podemos deducir de su
trabajo contra Helvidio. También hay un aparente
desacuerdo en las narrativas evangélicas, en el que será bueno detenernos
brevemente. San Juan dice que estas tres mujeres estaban de pie cerca de la
Cruz del Seńor, mientras que tanto San Marcos[125] como San Lucas[126] dicen que estaban distantes. San Agustín
en su tercer libro acerca de la Armonía de los Evangelios hace armonizar estos
tres textos de la siguiente manera. Estas santas mujeres pueden haber dicho que
estaban al mismo tiempo distantes de la Cruz y cerca de la Cruz. Estaban
distantes de la Cruz en referencia a los soldados y ejecutores, que estaban en
una proximidad tal a la Cruz que podían tocarla, pero estaban suficientemente
cerca de la Cruz para escuchar las palabras del Seńor, que la multitud de
espectadores, que estaban a mayor distancia, no podían escuchar. También
podemos explicar los textos de la siguiente manera. Durante el momento mismo en
que el Seńor fue clavado a la Cruz, la concurrencia de soldados y gente
mantuvo a las santas mujeres a la distancia, pero apenas la Cruz fue fijada en
tierra, muchos de los Judíos volvieron a la ciudad, y entonces las tres mujeres
y San Juan se acercaron más. Esta explicación elimina la dificultad acerca de
la razón por la cual la Bienaventurada Virgen y San Juan se aplicaron a sí
mismos las palabras, “Ahí tienes a tu hijo; Ahí tienes a tu madre”, cuando
habían tantos otros presentes, y Cristo no se dirigió ni a su Madre ni a su
discípulo por su nombre. La verdadera respuesta a esta objeción es que las tres
mujeres y San Juan estaban parados tan cerca de la Cruz como para permitir al
Seńor designar mediante Sus miradas las personas a las que Se estaba
dirigiendo. Además, las palabras fueron dichas evidentemente a Sus amigos
personales, y no a extrańos. Y entre Sus amigos personales que estaban
allí no había ningún otro hombre a quien pudiera decir, “Ahí tienes a tu
madre”, a excepción de San Juan, y no había ninguna otra mujer que quedara sin
hijos por su muerte, a excepción de su Madre Virgen. Por lo cual Él dijo a su
Madre: “Ahí tienes a tu hijo”, y a su discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Este
es pues el sentido literal de estas palabras: Estoy por cierto a punto de pasar
de este mundo al seno de Mi Padre Celestial, y pues tengo plena conciencia de
que Tú, Mi Madre, no tienes ni parientes, ni marido, ni hermanos, ni hermanas,
en orden a no dejarte totalmente desprovista de auxilio humano, Te encomiendo
al cuidado de Mi muy amado discípulo Juan: él actuará contigo como un hijo, y
Tú actuarás con él como una Madre. Y este consejo o mandato de Cristo, que lo
mostró tan preocupado por los otros, fue bienvenido igualmente por ambas
partes, y de ambos podemos creer que habrán inclinado sus cabezas como muestra
de su aquiescencia, pues San Juan dice de sí mismo: “Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa”, esto es, San Juan inmediatamente obedeció a
nuestro Seńor, y consideró a la Bienaventurada Virgen, junto con sus ya
ancianos padres Zebedeo y Salomé, entre las personas a las cuales era su deber
cuidar y atender. Todavía permanece una
pregunta adicional que puede hacerse. San Juan fue uno de aquellos que había
dicho: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; żqué
recibiremos, pues?”[127].
Y entre las cosas que habían abandonado, nuestro Seńor enumera padre y
madre, hermanos y hermanas, casa y tierras; y San Mateo, hablando de San Juan y
de su hermano Santiago, dijo: “Y ellos al instante, dejando la barca y a su
padre, le siguieron”[128].
żDe dónde viene pues que a quien había dejado una madre por Cristo, el
Seńor le diga que mire a la Bienaventurada Virgen como Madre? No tenemos
que ir muy lejos para encontrar una respuesta. Cuando los Apóstoles siguieron a
Cristo dejaron a su padre y a su madre, en la medida en que podían ser un
impedimento para la vida evangélica, y en la medida en que pudieran derivar una
ventaja mundana o un placer carnal de su presencia. Pero no dejaron esa
solicitud que un hombre está en justicia obligado a mostrar por sus padres o
sus hijos, si necesitan su dirección o su asistencia. Por lo cual algunos
escritores espirituales afirman que el hijo no puede entrar en una orden
religiosa si su padre está o tan abatido por la edad, u oprimido por la
pobreza, que no puede vivir sin su auxilio. Y así como San Juan dejó a su padre
y a su madre cuando no tenían necesidad de él, así cuando Cristo le ordenó
cuidar y atender a su Madre Virgen, ella estaba desprovista de todo auxilio
humano. Dios, por cierto, sin ninguna asistencia del hombre, hubiera podido
atender a su Madre con todas las cosas necesarias por el ministerio de los
ángeles, así como sirvieron a Cristo Mismo en el desierto, pero quiso que San
Juan hiciera esto para que mientras el Apóstol cuidaba de la Virgen, ella
pudiera honrar y auxiliar al Apóstol. Pues Dios envió a Elías a asistir a la
pobre viuda, no porque Él no pudiera haberla sostenido por medio de un cuervo,
como lo había hecho antes, sino, como observa San Agustín, para que el profeta
la pueda bendecir. Por lo cual complació a nuestro Seńor confiar su Madre
al cuidado de San Juan por el doble propósito de otorgarle a él una bendición,
y de probar ante todos que él por encima de los demás era su discípulo amado.
Pues verdaderamente en esta transferencia de su Madre se cumplió aquél texto:
“Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o
hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”[129]. Pues ciertamente
recibió el ciento por uno aquel que dejando a su madre, la esposa de un
pescador, recibió como madre a la Madre del Creador, la Reina del mundo, llena
de gracia, bendita entre las mujeres, y próxima a ser elevada por encima de
todos los coros de los ángeles en el reino celestial. [120] Jn 19,26.27. [121] Jn 19,25-27. [122] Mc 16,1. [123] Ver Mt 27,56. [124] Ver Mc 15,40. [125] Ver Mc 15,40. [126] Ver Lc 23,49. [127] Mt 19,27. [128] Mt 4,22. [129] Mt 19,29. Si examinamos
atentamente todas las circunstancias bajo las cuales esta tercera palabra fue
dicha, podemos recoger muchos frutos de su consideración. En primer lugar,
hemos puesto ante nosotros el intenso deseo que Cristo sintió de sufrir por
nuestra salvación para que nuestra redención pudiera ser copiosa y abundante.
Pues para no incrementar el dolor y la pena que sienten, algunos hombres toman
medidas para evitar que sus parientes estén presentes en su muerte,
particularmente si su muerte ha de ser violenta, acompańada de desgracia e
infamia. Pero Cristo no se sació con su propia y amarguísima Pasión, tan llena
de dolor y vergüenza, sino que quiso que su Madre y el discípulo a quien amaba
estuvieran presentes e incluso estuvieran de pie cerca de la Cruz para que la
visión de los sufrimientos de aquellos más queridos a Él aumentara su propio
sufrimiento. Cuatro ríos de Sangre manaban del cuerpo herido del Seńor en
la Cruz, y el deseaba que cuatro ríos de lágrimas fluyeran de los ojos de su
Madre, de su discípulo, de María la hermana de su Madre, y de Magdalena, la más
querida de las santas mujeres, para que la causa de sus sufrimientos fuera no
tanto el derramamiento de su propia Sangre, como la copiosa inundación de
lágrimas que la visión de su agonía arrancaba de los corazones de los que
estaban cerca. Me imagino que escucho a Cristo diciéndome: “Las olas de la
muerte me envolvían”[130],
pues la espada de Simeón atraviesa y hiere Mi Corazón, tan cruelmente como
atraviesa el alma de Mi inocentísima Madre. ˇEs pues así que una muerte
amarga separa no sólo el alma del cuerpo, sino también a la madre del hijo, y
tal Madre de tal Hijo! Por esta razón dijo, “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, pues
su amor por María no le permitía en un momento así dirigirse a Ella con el
nombre tierno de Madre. Dios tanto amó al mundo que le dio su Hijo Unigénito
para su Redención, y el Hijo Unigénito tanto amó al Padre que derramó
profusamente su propia Sangre por su honor, y no satisfecho con los dolores de
su Pasión, ha soportado las agonías de la compasión, para que hubiera una
redención abundante por nuestros pecados. Y para que no perezcamos, sino que
gocemos de la vida eterna, el Padre y el Hijo nos exhortan a imitar su caridad
al representarla en su más exquisita belleza; y aún así el corazón del hombre
todavía se resiste a esta caridad tan grande, y por lo tanto merece más bien
sentir la ira de Dios, que saborear la dulzura de su misericordia, y caer en
los brazos del Divino amor. Seríamos de verdad ingratos, y mereceríamos
tormentos eternos, si por su amor no soportásemos lo poco que es necesario
purgar para nuestra salvación, cuando contemplamos a nuestro Redentor amándonos
en una medida tal, como para sufrir por nosotros más de lo necesario, soportar
tormentos incontables y derramar cada gota de su Sangre, cuando una sola gota
hubiera sido ampliamente suficiente para nuestra redención. La única razón que
puede darse para nuestra desidia y locura es que ni meditamos en la Pasión de
Cristo, ni consideramos su inmenso amor por nosotros con la seriedad y atención
con que deberíamos. Nos contentamos con leer apuradamente la Pasión, o en
escucharla leer, en lugar de asegurarnos oportunidades adecuadas para penetrar
en nosotros mismos con el pensamiento de ella. Por eso el santo Profeta nos
exhorta: “Mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta”[131]. Y el Apóstol dice:
“Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para
que no desfallezcáis faltos de ánimo”[132].
Pero vendrá el tiempo en que nuestra ingratitud hacia Dios y nuestro desinterés
por el asunto de nuestra salvación será fuente de sincero dolor para nosotros.
Pues hay muchos que en el Último Día gemirán “en la angustia de su espíritu”[133], y dirán: “Luego
vagamos fuera del camino de la verdad; la luz de la justicia no nos alumbró, no
salió el sol para nosotros”[134].
Y no sentirán este dolor estéril por primera vez en el infierno, sino que en el
Día del Juicio, cuando sus ojos mortales sean cerrados en la muerte, y los ojos
de su alma se abran, contemplarán la verdad de estas cosas frente a las cuales
durante su vida voluntariamente se cegaron. [130] Sal 18,5. [131] Lam 1,12. [132] Hb 12,3. [133] Sab 5,3. [134] Sab 5,6. Podemos extraer otro
fruto de la consideración de la tercera palabra dicha por Cristo en la Cruz de
esta circunstancia: que habían tres mujeres cerca de la Cruz de nuestro
Seńor. María Magdalena es la representante del pecador arrepentido, o de
aquél que está haciendo su primer intento de avanzar en el camino de la
perfección. María la mujer de Clopás es la representante de aquellos que ya han
hecho algún avance hacia la perfección; y María la Madre Virgen de Cristo es la
representante de aquellos que son perfectos. Podemos emparejar a San Juan con
nuestra Seńora, pues en poco tiempo sería, si es que no lo había sido ya,
confirmado en gracia. Estas eran las únicas personas que se encontraban cerca
de la Cruz, pues los pecadores abandonados, que nunca piensan en la penitencia
están muy distantes de la escala de la salvación, la Cruz. Más aún, estas almas
escogidas no estaban cerca de la Cruz sin un propósito, pues incluso ellos
necesitaban de la asistencia de Aquél que estaba clavado sobre ella. Los
penitentes, o principiantes en la virtud, para sostener la guerra contra sus
vicios y concupiscencias, requieren ayuda de Cristo, su Guía, y reciben esta
ayuda para luchar con la serpiente antigua por el aliento que les da su
ejemplo, pues Él no descendería de la Cruz hasta haber obtenido una victoria
total sobre el demonio, que es lo que somos enseńados por San Pablo en su
Epístola a los Colosenses: “Canceló la nota de cargo que había contra nosotros,
la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió
clavándola en la cruz. Y, una vez despojados los Principados y las Postestades,
los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal”[135]. María, la mujer de Clopás y madre de
hijos que son llamados hermanos de nuestro Seńor, es la representante de
aquellos que ya han hecho algún progreso en el sendero de la perfección. Estos
también necesitan asistencia de la Cruz, para que los cuidados y ansiedades de
este mundo, con los cuales necesariamente están mezclados, no ahoguen en ellos
la buena semilla, y una noche de trajín resulte en la captura de nada. Por eso
las almas en este estado de perfección deben todavía trabajar y lanzar muchas
miradas a Cristo clavado en su Cruz, el cual no se satisfizo con las grandes y
múltiples obras que realizó durante su vida, sino que quiso por medio de su
muerte avanzar hasta el grado más heroico de virtud, pues hasta que el enemigo
de la humanidad hubiera sido totalmente derrotado y puesto en fuga, Él no
descendería de su Cruz. Cansarse en la búsqueda de la virtud, y dejar de obrar
actos de virtud, son los mayores impedimentos a nuestro avance espiritual,
pues, como nota verazmente San Bernardo en su Epístola a Garino, “el que no
avanza en la virtud, retrocede”, y en la misma epístola se refiere a la
escalera de Jacob, sobre la cual todos los ángeles o bien ascendían o bien
descendían, pero ninguno estaba detenido. Más aún, incluso en los perfectos que
viven una vida de celibato y son vírgenes, como eran nuestra Bienaventurada
Seńora y San Juan, el cual por esta razón era el Apóstol escogido de
Cristo, incluso estos, digo, necesitan grandemente la asistencia del Él, que
fue crucificado, pues su misma virtud los expone al peligro de caer por la
soberbia espiritual, a menos que estén bien cimentados en la humildad. Durante
el curso de su ministerio público, Cristo nos dio muchas lecciones de humildad,
como cuando dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”[136]. Y de nuevo: “Vete a
sentarte en el último puesto”[137];
y “Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”[138]. Aun así, todas Sus
exhortaciones acerca de la necesidad de esta virtud no son tan persuasivas como
el ejemplo que nos puso en la Cruz. żPues qué mayor ejemplo de humildad
podemos concebir que que el Omnipotente se deje atar con sogas y clavar a una
Cruz? żY que Él, “en el cual están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia”[139],
permita que Herodes y su ejército lo traten como un loco y lo vistan con una
túnica blanca, y que Aquél que “se sienta en querubines”[140] sufra Él mismo ser crucificado entre dos
ladrones? Bien podemos decir después de esto, que el hombre que se arrodillase
ante un crucifijo, y mirase en el interior de su alma, y llegase a la
conclusión de que no es deficiente en la virtud de la humildad, sería incapaz
de aprender lección alguna. [135] Col 2,14-15. [136] Mt 11,29. [137] Lc 14,10. [138] Lc 18,14. [139] Col 2,3. [140] Sal 99,1. En tercer lugar, de las
palabras que Cristo dirigió a su Madre y a su discípulo desde el púlpito de la
Cruz, aprendemos cuáles son los respectivos deberes de los padres hacia sus
hijos, y de los hijos hacia sus padres. Trataremos en primer lugar de los
deberes que los padres tienen para con sus hijos. Los padres cristianos deben
amar a sus hijos, pero de tal manera que el amor a sus hijos no debe interferir
con su amor a Dios. Esta es la doctrina que presenta nuestro Seńor en el
Evangelio: “El que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”[141]. Fue en obediencia a
esta ley que nuestra Seńora estuvo de pie junto a la Cruz viviendo ella
misma una intensa agonía, aunque con gran firmeza de ánimo. Su dolor fue una
prueba del gran amor que tenía para su Hijo, que moría en la Cruz junto a ella,
y su firmeza fue una prueba de su entrega a Dios que reina en el cielo. Mirar a
su inocente Hijo, a quien ella amó apasionadamente, muriendo en medio de tales
tormentos, era suficiente como para destrozar su corazón; pero aunque hubiese
estado en sus capacidades, no habría impedido la crucifixión, pues ella sabía
que todos estos sufrimientos eran infligidos a su Hijo según “el determinado designio
y previo conocimiento de Dios”[142].
El amor es la medida del dolor, y puesto que esta Madre Virgen amó mucho, por
tanto era ella afligida mas allá de toda medida al contemplar a su Hijo tan
cruelmente torturado. żY cómo podría no haber amado esta Virgen Madre a su
Hijo, sabiendo que sobrepasaba al resto de la humanidad en toda excelencia, y
cuando Él estaba unido a ella con un lazo más cercano que los demás hijos
estaban unidos a sus padres? Hay un doble motivo por que el que los padres aman
a sus hijos; uno, porque los han engendrado, y el otro, porque las buenas
cualidades de sus hijos redundan en sí mismos. Hay algunos padres, sin embargo,
que sienten apenas una pequeńa ligazón con sus hijos, y otros que
realmente los odian si son minusválidos o perversos, o si tienen la mala fortuna
de ser ilegítimos. Ahora bien, por las dos razones que acabamos de mencionar,
la Virgen Madre de Dios amó a su Hijo más que lo que cualquier otra madre
podría haber amado a sus hijos. En primer lugar, ninguna mujer ha engendrado
jamás a un hijo sin la cooperación de su marido, pero la Bienaventurada Virgen
tuvo a su Hijo sin contacto alguno con varón; como Virgen lo concibió, y como
Virgen lo dio a luz, y como Cristo nuestro Seńor según la generación
divina tiene Padre y no Madre, según la generación humana tiene Madre y no
Padre. Cuando decimos que Cristo nuestro Seńor fue concebido del Espíritu
Santo, no queremos decir que el Espíritu Santo sea el Padre de Cristo, sino que
Él formó y moldeó el Cuerpo de Cristo, no a partir de su propia sustancia, sino
de la pura carne de la Virgen. Verdaderamente entonces la Virgen lo ha
engendrado sola, sólo ella puede clamar que es su propio Hijo, y por tanto lo
ha amado con más amor que cualquier otra madre. En segundo lugar, el Hijo de la
Virgen no sólo fue y es hermoso más que los hijos de los hombres sino que
sobrepasa en todo también a todos los ángeles, y como consecuencia natural de
su gran amor, la Bienaventurada Virgen lloró en la Pasión y Muerte de su Hijo
más que otras, y San Bernardo no duda en afirmar en uno de sus sermones que el
dolor que sintió nuestra Seńora en la crucifixión fue un martirio del
corazón, según la profecía de Simeón: “ˇy a ti misma una espada te
atravesará el alma!”[143].
Y puesto que el martirio del corazón es más amargo que el martirio del cuerpo,
San Anselmo en su obra Sobre la excelencia de la Virgen dice que el dolor de la
Virgen fue más amargo que cualquier sufrimiento corporal. Nuestro Seńor,
en su Agonía en el Huerto de Getsemaní, sufrió un martirio del corazón al pasar
revista a todos los sufrimientos y tormentos que habría de soportar al día
siguiente, y abriendo en su alma las compuertas al dolor y al miedo empezó a
estar tan afligido que un Sudor de Sangre manó de su Cuerpo, algo que no
sabemos que haya resultado jamás de sus sufrimientos corporales. Por tanto, mas
allá de toda duda, nuestra Bienaventurada Seńora cargó una pesadísima
cruz, y soportó un dolor conmovedor, de la espada de dolor que atravesó su
alma, pero se mantuvo de pie junto a la Cruz como verdadero modelo de
paciencia, y contempló todos los sufrimientos de su Hijo sin manifestar signo
alguno de impaciencia, porque buscó el honor y la gloria de Dios más que la
gratificación de su amor materno. Ella no cayó el piso medio muerta de dolor,
como algunos imaginan; tampoco se cortó los cabellos, ni sollozó o gritó
fuertemente, sino que valientemente llevó la aflicción que era la voluntad de
Dios que llevase. Ella amó a su Hijo vehementemente, pero amó más el honor de
Dios Padre y la salvación de la humanidad, del mismo modo que su Divino Hijo
prefirió estos dos objetos a la preservación de su vida. Más aún, su
inconmovible fe en la resurrección de su Hijo acrecentó la confianza de su alma
al punto que no tuvo necesidad de consolación alguna. Ella fue consciente de
que la Muerte de su Hijo sería como una pequeńa dormición, tal como dijo
el Salmista Real: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto, pues Yahvé me
sostiene”[144]. Todos los fieles deben
imitar este ejemplo de Cristo subordinando el amor a sus hijos al amor a Dios,
que es el Padre de todos, y ama a todos con un amor mayor y más beneficioso que
el que podemos experimentar. En primer lugar, los padres cristianos deben amar
a sus hijos con un amor viril y prudente, no alentándolos si obran mal, sino
educándolos en el temor de Dios, y corrigiéndolos, e incluso amonestándolos y
castigándolos si han ofendido a Dios o son negligentes en su educación. Pues
esta es la voluntad de Dios, tal como nos es revelada en las Sagradas Escrituras,
en el libro del Eclesiástico: “żTienes hijos? Instrúyelos e inclínalos
desde su juventud”[145].
Y leemos de Tobías que “desde su infancia le enseńó a su hijo a temer a
Dios y abstenerse de todo pecado”[146].
El Apóstol advierte a los padres que no exasperen a sus hijo, no sea que se
vuelvan apocados, sino que los formen mediante la instrucción y la corrección
del Seńor, esto es, no tratarlos como esclavos, sino como hijos[147]. Los padres que son
muy severos con sus hijos, y que los reprochan y castigan incluso por una
pequeńa falta, los tratan como esclavos, y tal tratamiento los desalentará
y les hará odiar el techo paterno; y por el contrario, los padres que son muy indulgentes
criarán hijos inmorales, que serán luego víctimas del fuego del infierno en vez
de poseer una corona inmortal en el cielo. El método correcto que
han de adoptar los padres en la educación de sus hijos es enseńarles a
obedecer a sus superiores, y cuando sean desobedientes corregirlos, pero de
manera tal que se evidencia que la corrección procede de un espíritu de amor y
no de odio. Más aún, si Dios llama a un hijo al sacerdocio o a la vida
religiosa, ningún impedimento debe ponerse a esta vocación, pues los padres no
han de oponerse a la voluntad de Dios, sino más bien decir con el santo Job:
“El Seńor me lo dio, y el Seńor me lo quitó: bendito sea el nombre
del Seńor”[148].
Finalmente, si los padres pierden a sus hijos por una muerte intempestiva, como
nuestra Bienaventurada Madre perdió a su Divino Hijo, deben confiar en el buen
juicio de Dios, quien a veces toma un alma para sí si percibe que podría perder
su inocencia y así perecer por siempre. Verdaderamente, si los padres pudiesen
penetrar en los designios de Dios en relación a la muerte de un hijo, se
alegrarían en vez de llorar: y si tuviésemos una fe viva en la Resurrección,
como la tuvo nuestra Seńora, no nos lamentaríamos más porque una persona
muera en su juventud, que lo que habríamos de lamentarnos porque una persona
vaya a dormir antes de la noche, pues la muerte del fiel es una clase de
sueńo, como nos dice el Apóstol en su Epístola a los Tesalonicenses:
“Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los que están
dormidos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza”[149]. El Apóstol habla de
la esperanza y no de la fe, porque no se refiere a una resurrección incierta,
sino a una resurrección feliz y gloriosa, similar a la de Cristo, que fue un
despertar a la vida verdadera. Pues el hombre que tiene una fe firme en la
resurrección del cuerpo, y confía en que su hijo muerto se despertará de nuevo
a la gloria, no tiene motivo de pena, sino una gran razón para alegrarse, pues
la salvación de su hijo está asegurada. Nuestro siguiente punto
es tratar acerca del deber que los hijos tienen para su padres. Nuestro
Seńor nos dio en su Muerte el más perfecto ejemplo de respeto filial.
Ahora, según las palabras del Apóstol, el deber de los hijos es: “corresponder
a sus progenitores”[150].
Los hijos corresponden a sus padres cuando les proveen todo lo necesario para
ellos en su edad avanzada, tal como sus padres les procuraron alimento y vestido
en su infancia. Cuando Cristo estuvo a punto de morir confió su anciana Madre,
que no tenía nadie que la cuidase, a la protección de San Juan, y le dijo que
en adelante lo mire como a su hijo, y le mandó a San Juan que la reverenciara
como a su madre. Y así nuestro Seńor cumplió perfectamente las
obligaciones que un hijo debe a su madre. En primer lugar, en la persona de San
Juan. Le dio a su Madre Virgen un hijo que era de la misma edad que él, o tal
vez un ańo menor, y por tanto era en todo sentido capaz de proveer por el
bienestar de la Madre de nuestro Seńor. En segundo lugar, le dio por hijo
al discípulo a quien amaba más que a los demás, y quien ardientemente le había
retribuido amor por amor, y en consecuencia nuestro Seńor tuvo la mayor
confianza en la diligencia con la que su discípulo sostendría a su Madre. Más
aún, escogió al discípulo que sabía que viviría más que los otros apóstoles, y
que por lo tanto viviría más que su Madre. Finalmente, nuestro Seńor tuvo
esta atención para con su Madre en el momento más calamitoso de su vida, cuando
su Cuerpo entero fue presa de sufrimientos, cuando su Alma entera fue
atormentada por las insolentes mofas de sus enemigos, y tenía que beber el
cáliz amargo de la inminente muerte, de modo que parecería que no podría pensar
en nada sino en sus propios dolores. Sin embargo, su amor por su Madre triunfó
por encima de todo, y olvidándose de sí mismo, su único pensamiento fue cómo
confortarla y ayudarla, y no fue en vano su esperanza en la prontitud y
fidelidad de su discípulo, pues “desde aquella hora la acogió en su casa”[151]. Cada hijo tiene una
mayor obligación que la que nuestro Seńor tuvo de proveer por las
necesidades de sus padres, pues cada ser humano le debe más a sus padres que lo
que Cristo le debía a su Madre. Cada nińo recibe de sus padres un mayor
favor que el que pueden esperar devolver, pues ha recibido de sus manos lo que
para él es imposible darles, a saber, el ser. “Recuerda --dice el
Eclesiástico--, que no habrías nacido si no fuese por ellos”[152]. Sólo Cristo es una excepción a esta regla.
En efecto, Él recibió de su Madre su vida como hombre, pero Él le dio a ella
tres vidas; su vida humana, cuando con la cooperación del Padre y del Espíritu
Santo la creó; su vida de gracia, cuando la previno en la dulzura de sus
bendiciones creándola Inmaculada, y su vida de gloria cuando fue asumida al
reino de la gloria y exaltada por encima de los coros de los ángeles. En
consecuencia, si Cristo, quien le dio a su Bienaventurada Madre más de lo que
Él había recibido de ella en su nacimiento, deseó corresonderla, ciertamente el
resto de la humanidad está aún más obligada a corresponder a sus padres. Más
aún, al honrar a nuestros padres no hacemos sino lo que es nuestro deber, y aún
así la bondad de Dios es tal como para recompensarnos por ello. En los Diez
Mandamientos está grabada la ley: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se
prolonguen tus días sobre la tierra”[153].
Y el Espíritu Santo dice: “Aquél que honre a su padre tendrá gozo en sus
propios hijos, y en el día de su oración será escuchado”[154]. Y Dios no sólo recompensa a los que
reverencian a sus padres, sino que castiga a los que les son irrespetuosos,
pues éstas son las palabras de Cristo: “Dios ha dicho que el que maldiga a su
padre o a su madre, sea castigado con la muerte”[155]. “Y maldito es de Dios quien irrita a su
madre”[156]. Por lo
tanto, podemos concluir que la maldición de un padre traerá consigo la ruina,
pues Dios mismo lo ratificará. Esto se prueba por muchos ejemplos; y narraremos
brevemente uno que refiere San Agustín en su Ciudad de Dios. En Cesarea, una
ciudad de Capadocia, habían diez nińos, a saber siete varones y tres
mujeres, que fueron malditos por su madres, y fueron inmediatamente golpeados
por el cielo con tal castigo que todos sus miembros temblaron, y, en su penosa
situación, adonde fuera que fuesen, no podían soportar la mirada de sus
conciudadanos, y así vagaron por todo el mundo Romano. Al final, dos de ellos fueron
curados por las reliquias de San Esteban Proto-mártir, en presencia de San
Agustín. [141] Mt 10,37. [142] Hch 2,23. [143] Lc 2,35. [144] Sal 3,6. [145] Eclo 7,24. [146] Tob 1,10. [147] Col 3,21; Ef 6,4. [148] Job 1,21. [149] 1Tes 4,12. [150] 1Tim 5,4. [151] Jn 19,27. [152] Eclo 7,30. [153] Ex 20,12. [154] Eclo 3,6. [155] Mt 15,4. [156] Eclo 3,18. La carga y el yugo que
puso nuestro Seńor en San Juan, al confiar a su cuidado la protección de
su Madre Virgen, fueron ciertamente un yugo dulce y una carga ligera.
żQuién pues no estimaría una felicidad habitar bajo el mismo techo con
quien había llevado por nueve meses en su vientre al Verbo Encarnado, y había
disfrutado por treinta ańos la más dulce y feliz comunicación de
sentimientos con Él? żQuién no enviaría al discípulo elegido de nuestro
Seńor, cuyo corazón fue alegrado en la ausencia del Hijo de Dios por la
presencia constante de la Madre de Dios? Y aún así si no me equivoco está en
nuestro poder obtener por medio de nuestras oraciones que nuestro amabilísimo
Seńor, que se hizo Hombre por nuestra salvación y fue crucificado por amor
a nosotros, nos diga en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”, y diga a su
Madre por cada uno de nosotros “ˇHe ahí a tu hijo!”. Nuestro buen
Seńor no escatima sus gracias, con tal que nos acerquemos al trono de
gracia con fe y confianza, con corazones sinceros, abiertos y no hipócritas.
Aquel que desea tenernos como coherederos del reino de su Padre, no
desdeńará tenernos como coherederos en el amor de su Madre. Y tampoco
nuestra benignísima Madre llevará a mal tener una innumerable multitud de
hijos, pues ella tiene un corazón capaz de abrazarnos a todos, y desea
ardientemente que no perezca ninguno de esos hijos que su Divino Hijo redimió
con su preciosa Sangre y aún más preciosa Muerte. Aproximémonos por tanto con
confianza al trono de la gracia de Cristo, y con lágrimas roguémosle
humildemente que le diga a su Madre por cada uno de nosotros, “He ahí a tu
hijo”, y a nosotros en relación a su Madre, “He ahí a tu Madre”. ˇCuán
seguros estaremos bajo la protección de tal Madre! żQuién se atreverá a
apartarnos de debajo de su manto? żQué tentaciones, qué tribulaciones
podrían vencernos si nos confiamos a la protección de la Madre de Dios y Madre
nuestra? Y no seremos los primeros que han obtenido tan poderosa protección.
Muchos nos han precedido, muchos, digo, se han puesto bajo la singular y
maternal protección de tan poderosa Virgen, y nadie ha sido abandonado de ella
con su alma en un estado perplejo y abatido, sino que todos los que han
confiado en el amor de tal Madre están felices y gozosos. De ella se ha
escrito: “Ella te pisará la cabez”[157].
Quienes confían en ella pueden con seguridad “pisar sobre el áspid y la víbora,
y hollar al león y al dragón”[158].
Escuchemos, sin embargo, las palabras de unos pocos hombres ilustres de los
tanto que han reconocido haber encontrado la esperanza de su salvación el
Virgen, y a quienes podemos creer que nuestro Seńor les dijo “He ahí a tu
Madre”, y en relación a quienes le dijo a su Madre, “He ahí a tu hijo”. El primero será San
Efrén de Siria, un antiguo Padre de tanto renombre que San Jerónimo nos informa
que sus trabajos eran leídos públicamente en las iglesias antes que las
Sagradas Escrituras. En uno de sus sermones sobre las alabanzas de la Madre de
Dios, él dice: “La inmaculada y pura Virgen Madre de Dios, la Reina de todo, y
la esperanza de los que desesperan”. Y nuevamente: “Tú eres un puerto para los
que son atacados por tormentas, consuelo del mundo, liberadora de los que están
en prisión; tú eres madre de los huérfanos, redentora de los cautivos, alegría
del enfermo, y estrella para la seguridad de todos”. Y nuevamente: “Guárdame y
protégeme bajo tu brazo, ten piedad de mí que estoy manchado por el pecado. No
confío en nadie sino en ti, oh Virgen sincerísima. ˇSalve, paz, gozo y
seguridad del mundo!”. Citaremos a continuación a San Juan Damasceno, quien fue
uno de los primeros en mostrar el más grande honor y poner la mayor confianza
en la protección de la santísima Virgen. Así dice en un sermón sobre la
Natividad de la Bienaventurada Virgen: “Oh hija de Joaquín y Ana, oh
Seńora, recibe las oraciones de un pecador que te ama y honra
ardientemente, y mira a ti como su única esperanza de alegría, como la
sacerdotisa de la vida, y la guía de los pecadores para retornar a la gracia y
el favor de tu Hijo, y la segura depositaria de la seguridad, aligera el peso
de mis pecados, vence mis tentaciones, haz mi vida pía y santa, y concédeme que
bajo tu guía pueda llegar a la felicidad celestial”. Ahora seleccionaremos unos
pocos pasajes de dos Padres latinos. San Anselmo, en su trabajo Sobre la
Excelencia de la Virgen dice: “Considero como un gran signo de predestinación
para alguno que se le haya concedido el favor de meditar frecuentemente en
María”. Y nuevamente: “Recuerda que a veces obtenemos auxilio con más prontitud
invocando el nombre de la Virgen Madre que si hubiésemos invocado el Nombre del
Seńor Jesús, su único Hijo, y es no porque sea ella más grande o poderosa
que Él, ni porque sea Él más grande y poderoso por medio de ella, sino más bien
ella por medio de Él. żCómo es entonces que obtenemos auxilio más
prontamente al invocarla que al invocar a su Hijo? Digo que creo que es así, y
mi explicación es que su Hijo es el Seńor y Juez de todo, y es capaz de
discernir los méritos de cada uno. En consecuencia, cuando su Nombre es
invocado por alguien, puede con justicia prestar oídos sordos a la súplica,
pero si el nombre de su Madre es invocado, incluso suponiendo que los méritos
del que suplica no le dan derecho a ser escuchado, aún así los méritos de la
Madre de Dios son tales que su Hijo no puede negarse a escuchar su oración”.
Pero San Bernardo, en un lenguaje que es verdaderamente admirable, describe por
un lado el afecto santo y maternal con el que la Bienaventurada Virgen acoge a
los que le son devotos, y por otro el amor filial de quienes la miran como
Madre. En su segundo sermón sobre el texto “El Ángel fue enviado”, exclama: “Oh
tú, quienquiera que seas, que sabes que estás expuesto a los peligros del
tempestuoso mar de este mundo más que lo que gozas de la seguridad de la tierra
firme, no alejes tus ojos del esplendor de esta Estrella, del María Estrella
del Mar, a menos que desees ser devorado por la tempestad. Si los vientos de
las tentaciones surgen,, si eres arrojado a las rocas de las tribulaciones,
mira esta Estrella, llama a María. Si eres arrojado aquí y allá en las oleadas
del orgullo, de la ambición, de las calumnias, de la envidia, levanta la mirada
hacia esta Estrella, llama a María. Si tú, aterrorizado por la magnitud de tus
crímenes, perplejo ante el impuro estado de tu conciencia, y sacudido por el
temor de tu Juez, empiezas a ser engullido por el abismo de la tristeza o el
hoyo de la desesperanza, piensa en María; en todos tus peligros, en todas tus
dificultades, en todas tus dudas piensa en María, llama a María. No serás
confundido si la sigues, no desesperarás si le rezas, no te equivocarás si
piensas en ella”. El mismo Santo en este sermón sobre la Natividad de la Virgen
dice los siguiente: “Alza tus pensamientos y juzga con qué afecto quiere Él que
honremos a María que ha llenado su alma con la plenitud de su bondad, de modo
que toda esperanza, toda gracia, toda protección del pecado que recibamos la
reconozcamos como viniendo a través de sus manos”. “Veneremos a María con todo
nuestro corazón y todas nuestras oblaciones, pues esa es la voluntad de quien
ha hecho que recibamos todo por medio de María”. “Hijos míos, ella es la
escalera para los pecadores, ella es my mayor confianza, ella es todo el
fundamento de mi esperanza”. A estos extractos de los escritos de dos santos
Padres, ańadiré algunas citas de dos santos Teólogos. Santo Tomás, en su
ensayo sobre la salutación angélica, dice: “Ella es bendita entre todas las
mujeres porque ella sola ha quitado la maldición de Adán, ha traído bendiciones
a la humanidad, y ha abierto las puertas del Paraíso. Por eso es llamada María,
nombre que significa "Estrella del Mar", pues así como marineros
conducen sus naves a puerto mirando las estrellas, así los Cristianos son
llevados a la gloria por la intercesión de María”. San Buenaventura escribe en
su Pharetra: “Oh Santísima Virgen, así como todo el que te odia y es olvidado
por ti necesariamente perecerá, así todo el que te ama y es amado por ti
necesariamente será salvado”. El mismo Santo en su Vida de San Francisco habla
así de la confianza de éste en la Bienaventurada Virgen: “Amó a la Madre de
nuestro Seńor Jesucristo con un amor inefable, por ella nuestro Seńor
Jesucristo llegó a ser nuestro hermano, y por ella obtuvimos misericordia.
Junto a Cristo colocó toda su confianza en ella, la miró como abogada propia y
de su Ordena, y en su honor ayunó devotamente desde la fiesta de San Pedro y
San Pablo hasta la Asunción”. Con estos santos juntaremos el nombre del Papa
Inocencio III, quien fue eminentemente distinguido por su devoción a la Virgen,
y no sólo celebró sus grandezas en sus sermones, sino que construyó un
monasterio en su honor, y lo que es más admirable, en una exhortación que
dirigió a su grey para que confíen en ella, usó palabras cuya veracidad fue
luego ejemplificada en su propia persona. Así hablo en su segundo sermón sobre
la Asunción: “Que el hombre que está sentado en la oscuridad del pecado mire la
luna, que invoque a María para que ella interceda ante su Hijo, y le obtenga la
compunción de corazón. Pues żquién que la haya alguna vez llamado en su
desgracia no ha sido escuchado?”. El lector puede consultar el cap. IX, libro
2, sobre “Las lágrimas de la paloma”, y ver que allí hemos escrito sobre el
Papa Inocencio III. De estos extractos, y de estos signos de predestinación,
queda abundantemente evidente que una devoción cordial a la Virgen Madre de
Dios no es novedad alguna. Pues parecería increíble que perezca alguien en cuyo
favor Cristo le ha dicho a su Madre: “He ahí a tu hijo”, con tal que no preste
oídos sordos a las palabras que Cristo le dirigió a él mismo: “He ahí a tu
Madre”. [157] Gén 3,15. [158] Sal 90,13. SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA
CRUZ CAPÍTULO I Hemos explicado en la
parte anterior las tres primeras palabras que fueron pronunciadas por nuestro
Seńor desde el púlpito de la Cruz, alrededor de la hora sexta, poco
después de su crucifixión. En esta parte explicaremos las cuatro restantes
palabras, que, luego de la oscuridad y el silencio de tres horas, proclamó este
mismo Seńor desde este mismo púlpito con fuerte voz. Pero primero parece
necesario explicar brevemente cuál, y de dónde, y para qué surgió la oscuridad
que existió entre las tres primeras y las últimas cuatro palabras, pues así
dice San Mateo: “Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta
la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz:
"ˇElí, Elí! żlemá sabactaní?", esto es: "ˇDios
mío, Dios mío! żpor qué me has abandonado?"”[159]. Y esta oscuridad surgió de un eclipse de
sol, tal como nos lo narra San Lucas: “Se eclipsó el sol”[160], dice. Pero aquí se presentan
tres dificultades. En primer lugar, un eclipse de sol ocurre en luna nueva,
cuando la luna está entre la tierra y el sol, y esto no puede haber sucedido en
la muerte de Cristo, porque la luna no estaba en conjunción con el sol, como
ocurre cuando hay luna nueva, sino que estaba opuesta al sol como en la luna
nueva, pues la Pasión ocurrió en la Pascua de los judíos, que, según San Lucas,
estaba en el día catorce del mes lunar. En segundo lugar, incluso si la luna
hubiese estado en conjunción con el sol en el momento de la Pasión, la
oscuridad no podría haber durado tres horas, es decir, desde la sexta hasta la
nona, pues un eclipse de sol no dura tanto tiempo, especialmente si es un
eclipse total, cuando el sol está tan escondido que su oscuridad es llamada
tinieblas. Pues dado que la luna se mueve más rápido que el sol, según su
propio movimiento, oscurece la superficie entera del sol por un periodo breve
solamente, y, estando el sol constantemente en movimiento, mientras la luna se
aleja, empieza a dar su luz a la tierra. Finalmente, no puede ocurrir jamás que
por la conjunción del sol y de la luna la tierra entera quede en tinieblas,
Pues la luna es más pequeńa que el sol, incluso más pequeńa que la
tierra, y por lo tanto por su interposición no puede la luna oscurecer tanto al
sol como para privar al universo de su luz. Y si alguien sostiene que la
opinión de los Evangelistas se refiere solamente a la tierra de Palestina, y no
al mundo entero absolutamente, es refutado por el testimonio de San Dionisio el
Areopagita, quien, en su Epístola a San Policarpo, declara que en la ciudad de
Heliópolis, en Egipto, él mismo vio este eclipse del sol, y sintió estas
horrorosas tinieblas. Y Flego, un historiador griego, gentil, relata este
eclipse cuando dice: “En el cuarto ańo de la bicentésimo segunda
Olimpiada, tuvo lugar el eclipse más grande y extraordinario que haya jamás
ocurrido, pues a la hora sexta la luz del día se trocó en tinieblas de noche,
de modo que las estrellas aparecieron en los cielos”. Este historiador no
escribió en Judea, y es citado por Orígenes contra Celso, y Eusebio en sus
Crónicas sobre el trigésimo tercer ańo de Cristo. Luciano mártir da así
testimonio del acontecimiento: “Mira en nuestros anales, y encontrarás que en
el tiempo de Pilato desapareció el sol, y el día fue invadido por tinieblas”.
Rufino cita estas palabras de San Luciando en la Historia Eclesiástica de
Eusebio, que él mismo tradujo al latín. También Tertuliano, en su Apologeticon,
y Pablo Orosio, en su historia, todos ellos, en efecto, hablan del globo
entero, y no de solo Judea. Ahora bien en cuanto a la solución de las
dificultades. Lo que dijimos más arribe, que un eclipse de sol ocurre en luna
nueva, y no en luna llegan, es cierto cuando tiene lugar un eclipse natural;
pero el eclipse en la muerte de Cristo fue extraordinario y no natural, pues
fue el efecto de Aquel que hizo el sol y la luna, el cielo y la tierra. San
Dionisio, en el pasaje que acabamos de referir, afirma que al mediodía la luna
fue vista por él y por Apolofanes acercarse al sol con un movimiento rápido e
inusual, y que la luna se ubicó a sí misma ante el sol y permaneció en esa
posición hasta la hora nona, y de la misma manera regresó a su lugar en el
Este. A la objeción de que un eclipse del sol no podía durar tres horas, de
modo que por todo ese tiempo las tinieblas cubriesen la tierra, podemos
responder que en un eclipse natural y ordinario esto sería cierto: este
eclipse, sin embargo, no estuvo regido por las leyes de la naturaleza, sino por
la voluntad del Creador Todopoderosos, quien pudo tan fácilmente detener a la
luna, como ocurrió, quieta ante el sol, sin moverse ni más rápido ni más lento
que el sol, como pudo traer la luna de modo extraordinario y con gran velocidad
desde su posición al Este del sol, y luego de tres horas hacerla regresar a su
lugar en los cielos. Finalmente, un eclipse del son no podría haber sido
percibido en el mismo momento en todas partes del mundo, pues la luna es más
pequeńa que la tierra y mucho más pequeńa que el sol. Esto es
ciertísimo en relación a la simple interposición de la luna; pero lo que la
luna no podía hacer por sí misma, lo hizo el Creador del sol y de la luna, con
tan sólo dejar de cooperar con el sol en la iluminación del globo. Y,
nuevamente, no puede ser cierto, como algunos supones, que estas tinieblas
universales fueran causadas por nubes densas y oscuras, pues es evidente, por
la autoridad de los antiguos, que durante este eclipse y tinieblas las
estrellas brillaron en el cielo y nubes densas habrían oscurecido no sólo al
sol, sino también la luna y las estrellas. Son varias las razones
dadas por las que Dios deseó estas tinieblas universales durante la Pasión de
Cristo. Hay dos especiales entre ellas. Primero, para mostrar la verdadera
ceguera del pueblo judío, como nos lo cuenta San León en su décimo sermón sobre
la Pasión de nuestro Seńor, y esta ceguera de los judíos dura hasta este
momento, y seguirá durando, según la profecía de Isaías: “ˇArriba,
resplandece, oh Jerusalén, que ha llegado tu luz, y la gloria del Seńor ha
amanecido sobre ti! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube
a los pueblos”[161]: la
más densa oscuridad, sin duda, cubrirá al pueblo de Israel, y una espesa nube
más ligera y fácilmente disipable cubrirá a los gentiles. La segunda razón, tal
como lo enseńa San Jerónimo, fue para mostrar la inmensa magnitud del
pecado de los judíos. En efecto, antes, hombres perversos solían hostigar,
perseguir y matar a los buenos; ahora, hombres impíos se atrevieron a perseguir
y crucificar a Dios mismo, quien había asumido nuestra naturaleza humana. Antes
los hombres discutían unos con otros; de las disputas pasaban a las
maldiciones; y de las maldiciones a la sangre y el asesinato; ahora siervos y
esclavos se han levantado contra el Rey de los hombres y de los ángeles, y con
una inaudita audacia lo han clavado en una Cruz. Por tanto, el mundo entero se
ha llenado de horror, y para mostrar cuánto detesta semejante crimen, el sol ha
retirado sus rayos y ha cubierto el universo con una terrible oscuridad. Pasemos ahora a la
interpretación de las palabras del Seńor: “ˇElí, Elí! żlemá
sabactaní?”. Estas palabras están tomadas del Salmo 21: “Dios mío, Dios mío,
mírame, żpor qué me has abandonado?”[162]. Las palabras “mírame”, que aparecen a la
mitad del versículo, fueron ańadidas por los Setenta intérpretes, pero en
el texto hebreo sólo se encuentran las palabras que nuestro Seńor
pronunció. Debemos resaltar que los Salmos fueron escritos en hebreo, y las
palabras pronunciadas por Cristo estaban en parte en siriaco, que era el
lenguaje entonces en uso entre los judíos. Estas palabras: “Talitá kum --
Muchacha, a ti te digo, levántante”, y “Effatá -- Ábrete”, así como otras
palabras en el Evangelio son siriacas y no hebreas. Nuestro Seńor entonces
se queja de haber sido abandonado por Dios, y se queja gritando con fuerte voz.
Estas dos circunstancias deben ser brevemente explicadas. El abandono de Cristo
por su Padre puede ser interpretado de cinco maneras, pero hay una sola que es
la verdadera interpretación. Pues, en efecto, hubo cinco uniones entre el Padre
y el Hijo: una, la unión natural y eterna de la Persona el Hijo en esencia; la
segunda, el nuevo lazo de unión de la Naturaleza Divina con la naturaleza
humana en la Persona del Hijo, o lo que es lo mismo, la unión de la Persona
Divina del Hijo con la naturaleza humana; la tercera era la unión de gracia y
voluntad, pues Cristo como hombre era un hombre “lleno de gracia y de verdad”[163], como lo atestigua en
San Juan: “yo hago siempre lo que le agrada a él”[164], y de Él lo dijo el Padre: “Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco”[165].
La cuarta fue la unión de gloria, pues el alma de Cristo gozó desde el momento
de la concepción de la visión beatífica; la quinta fue la unión de protección a
la que se refiere cuando dice: “y el que me ha enviado está conmigo, no me ha
dejado solo”[166]. El
primer tipo de unión es inseparable y eterno, pues se funda en la Esencia
Divina, y así dice nuestro Seńor: “Yo y el Padre somos uno”[167]; y por tanto no dijo Cristo: “Padre mío,
żpor qué me has abandonado?”, sino “Dios mío, żpor qué me has
abandonado?”. Pues el Padre es llamado el Dios del Hijo sólo después de la
Encarnación y por razón de la Encarnación. El segundo tipo de unión no ha sido
ni jamás puede ser disuelto, pues lo que Dios ha asumido una vez no puede jamás
dejarlo de lado y por eso dice el Apóstol: “El que no se perdonó ni a su propio
hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”[168]; y, San Pedro, “Cristo padeció por
nosotros”, y “Ya que Cristo padeció en la carne”[169]: todo lo cual prueba que no quien fue
crucificado no fue meramente un hombre, sino el verdadero Hijo de Dios, y
Cristo el Seńor. El tercer tipo de unión también existe aún y existirá
siempre: “Pues también Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, el justo
por los injustos”[170],
tal como lo expresa San Pedro; pues para ningún provecho nos habría sido la
muerte de Cristo si esta unión de gracia se hubiese disuelto. La cuarta unión
no pudo ser interrumpida, pues la beatitud del alma no puede perderse, ya que
comprende el goce de todo bien, y la parte superior del alma de Cristo estaba
verdaderamente feliz[171]. Queda entonces solamente
la unión de protección, que fue quebrada por un breve periodo, para dar tiempo
a la oblación del sacrificio de sangre para la redención del mundo. En efecto,
Dios Padre pudo en varias maneras haber protegido a Cristo, y haber impedido la
Pasión, y por este motivo dice Cristo en su Oración en el Huerto: “Padre, todo
es posible para ti; aparte de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieras Tú”[172]:
y nuevamente a San Pedro: “żO piensas que no puedo yo rogar a mi Padre,
que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?”[173]. Asimismo, Cristo como
Dios pudo haber salvado del sufrimiento su Cuerpo, pues dice “Nadie me la quita
[mi vida]; yo la doy voluntariamente”[174]
y esto es lo que había profetizado Isaías: “Fue ofrecido por su propia
voluntad”[175].
Finalmente, el Alma bendita de Cristo puedo haber transmitido al Cuerpo el don
de la impasibilidad y de la incorrupción; pero le plugo al Padre, y al Verbo, y
al Espíritu Santo, para que se cumpliese el decreto de la Santa Trinidad,
permitir que el poder del hombre prevalezca temporalmente contra Cristo. Pues
esta era la hora a la que se refería Cristo cuando dijo a los que venían a
aprehenderlo: “Esta es vuestra hora y
el poder de las tinieblas”[176].
Así entonces, Dios abandonó a su Hijo cuando permitió que su Carne humana
sufriese tan crueles tormentos sin consuelo alguno, y Cristo manifestó este
abandono gritando con voz fuerte para que todos puedan conocer la inmensidad
del precio de nuestra redención, pues hasta esa hora había Él soportado todos
sus tormentos con tanta paciencia y ecuanimidad que apareciese casi como libre
de la capacidad de sentir. No se quejó Él de los judíos que lo acusaron, ni de
Pilato que lo condenó, ni de los soldados que lo crucificaron. No gimió; no
gritó; no dio ningún signo exterior de su sufrimiento; y ahora, a punto de
morir, para que la humanidad pueda entender, y nosotros, sus siervos, podamos
recordar una gracia tan inmensa, y el valor del precio de nuestra redención,
quiso declarar públicamente el gran sufrimiento de su Pasión. Por eso estas
palabras “Dios mío, żpor qué me has abandonado?”. no son palabras de
alguien que acusa, o que reprocha, o que se queja, sino, como he dicho, son
palabras de Alguien que declara la inmensidad de su sufrimiento por la mejor de
las causas, y en el más oportuno de los momentos. [159] Mt 27,45.46. [160] Lc 23,44. [161] Is 60,1.2. [162] Sal 21,1. [163] Jn 1,14. [164] Jn 8,29. [165] Mt 3,17. [166] Jn 8,29. [167] Jn 10,30. [168] Rom 8,32. [169] 1Pe 2,21; 4,1. [170] 1Pe 3,18. [171] S.Th., III, q. 46, a.
8. [172] Mc 14,36. [173] Mt 26,53. [174] Jn 10,18. [175] Is 53,7. [176] Lc 22,53. Hemos explicado
brevemente lo relativo a la historia de la cuarta palabra: nos toca ahora recoger
algunos frutos del árbol de la Cruz. El primer pensamiento que se presenta es
que Cristo quiso apurar el cáliz de su Pasión hasta lo último. Permaneció en la
Cruz por tres horas, desde la hora sexta hasta la nona. Permaneció por tres
horas enteras y completas, incluso por más de tres horas, pues fue pegado a la
Cruz antes de la hora sexta, y no quiso morir hasta la hora nona, como se
prueba a continuación. El eclipse de sol comenzó a la hora sexta, como lo
muestran los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas; San Marcos dice
expresamente: “Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta
la hora nona”[177]. Ahora
bien, nuestro Seńor pronunció sus tres primeras palabras en la Cruz antes
que se iniciase la oscuridad, y por lo tanto antes de la hora sexta. San Marcos
explica esta circunstancia más claramente diciendo: “Era la hora tercia cuando
le crucificaron”; y ańadiendo poco después: “Llegada la hora sexta, hubo
oscuridad”[178]. Cuando dice
que nuestro Seńor fue crucificado en la hora tercia, quiere indicar que
fue clavado en la Cruz antes del fin de esa hora, y por lo tanto antes del
inicio de la hora sexta. Debemos notar aquí que San Marcos habla de las horas
principales, cada una de las cuales contenía tres horas ordinarias, tal como el
propietario llamó a sus vińadores en las horas primera, tercia, sexta,
nona y undécima[179]. Por
tanto San Marcos dice que nuestro Seńor fue crucificado en la hora tercia,
pues la hora sexta no había llegado aún. Nuestro Seńor quiso
entonces beber el cáliz lleno y rebosante de su Pasión para enseńarnos a
amar el cáliz amargo del arrepentimiento y el esfuerzo, y a no amar la copa de
las consolaciones y los placeres mundanos. Según la ley de la carne y el mundo,
debemos escoger pequeńas mortificaciones, pero grandes indulgencias; poco
trabajo, pero mucha alegría; tomar poco tiempo para nuestras oraciones, pero
largo tiempo para conversaciones ociosas. En verdad no sabemos lo que pedimos,
pues el Apóstol advierte a los Corintios: “cada cual recibirá el salario según
su propio trabajo”[180];
y nuevamente: “no recibe la corona si no ha competido según el reglamento”[181]. La felicidad eterna
debe ser la recompensa del trabajo eterno, pero puesto que no podríamos
disfrutar jamás de la felicidad eterna su nuestro trabajo aquí tuviese que ser
eterno, nuestro Seńor queda satisfecho si durante la vida que pasa como
una sombra nos esforzamos por servirlo por el ejercicio de las buenas obras;
por otro lado, los que pasan su corta vida ociosamente o, lo que es peor,
pecando y provocando la ira de Dios, no son hijos sino nińos que no tienen
corazón, ni entendimiento, ni juicio. Pues si era necesario que Cristo
padeciera y entrara así en su gloria[182],
cómo podremos entrar en una gloria que no es nuestra perdiendo el tiempo detrás
de los placeres y la gratificación de la carne? Si el significado del Evangelio
fuese oscuro, y pudiese ser entendido solamente luego de arduo esfuerzo, tal
vez habría alguna excusa; pero su significado ha sido puesto de modo tan
sencillo con el ejemplo de la vida de Aquel que lo predicó primero, que ni el
ciego puede equivocarse en percibirlo. Y la enseńanza de Cristo no ha sido
ejemplificada sólo con su propia vida, sino que han habido tantos comentarios a
su doctrina al alcance de todos, como han habido apóstoles, mártires,
confesores, vírgenes y santos, cuyas alabanzas y triunfos celebramos día a día.
Y todos estos proclaman fuertemente que no a través de muchos placeres, sino “a
través de muchas tribulaciones” nos es necesario “entrar en el Reino de Dios”[183]. [177] Mc 15,33. [178] Mc 15,25. [179] Mt 20. [180] 1Cor 3,8. [181] 2Tim 2,5. [182] Lc 24,26. [183] Hch 14,22. Otro fruto, y muy
provechoso, puede ser obtenido por la consideración del silencio de Cristo
durante esas tres horas que transcurrieron entre la hora sexta y la nona. Pues,
oh alma mía, żqué fue lo que hizo tu Seńor durante esas tres horas?
El horror y la oscuridad universal habían cubierto el mundo, y tu Seńor
estaba reposando, no en una suave cama, sino en una Cruz, desnudo, sobrecargado
de dolores, sin nadie que lo consuele. Tú, Seńor, que eres el único que
sabe lo que sufriste, enseńa a tus siervos a entender cuánta gratitud te
deben, para que participen contigo de tus lágrimas, y para que sufran por tu
amor, si es tu parecer, la pérdida de todo tipo de consuelo en este su lugar de
exilio. “Oh hijo mío, durante el
curso entero de mi vida mortal, que no fue otra cosa que continuo trabajo y
dolor, no experimenté jamás tanta angustia como durante esas tres horas, ni
sufrí jamas con mayor buena voluntad que entonces. Pues entonces, por la
debilidad de mi Cuerpo, mis Heridas se abrían cada vez más, y la amargura de
mis dolores se acrecentaba. También entonces, el frío, que aumentaba por la
ausencia del sol, hizo aún mayores los sufrimientos de mi desnudo Cuerpo desde
la cabeza hasta los pies. También entonces, la oscuridad misma que impedía la
vista del cielo, de la tierra y de todo lo demás, como que forzó mis
pensamientos a detenerse tan sólo en los tormentos de mi Cuerpo, de modo que de
así estas tres horas parecieron ser tres ańos. Pero ya que mi Corazón
estaba inflamado con un anhelante deseo de honrar a mi Padre, de mostrarle mi
obediencia, y de procurar la salvación de vuestras almas, y los dolores de mi
cuerpo se acrecentaban tanto más cuanto este deseo iba siendo saciado, así
estas tres horas parecieron ser tan sólo tres pequeńos momentos, así de
grande fue mi amor al sufrir”. “Oh querido Seńor,
habiendo sido ése el caso, somos muy ingratos si tratamos de pasar una hora
pensando en tus dolores, cuando tú no vacilaste en pender de una Cruz por
nuestra Salvación durante tres horas completas, en la aterradora oscuridad, el
frío y la desnudez, sufriendo una incontenible sed y punzadas aún más amargas.
Pero, Tú que amas a los hombres, te pido me respondas esto. żPudo la
vehemencia de tus sufrimientos apartar por un sólo momento tu Corazón de la
oración durante esas tres largas y silentes horas? Pues cuando nosotros pasamos
dificultad, especialmente si sufrimos un dolor corporal, encontramos una gran
dificultad para orar”. “No ocurrió eso conmigo,
hijo mío, pues en un Cuerpo débil tenía Yo un Alma lista para la oración. Efectivamente,
durante esas tres horas, cuando no salió una sola palabra de mis labios, oré y
supliqué al Padre por ti con mi Corazón. Y oré no sólo con mi Corazón, sino
también con mis Heridas y con mi Sangre. Pues había tantas bocas clamando por
ti ante el Padre como Heridas había en mi Cuerpo, y mis Heridas eran muchas; y
había tantas lenguas pidiendo y rogando por ti ante el mismo Padre, que es tu
Padre y mi Padre, como había gotas de Sangre cayendo al suelo”. “Ahora finalmente,
Seńor, has abatido del todo la impaciencia de tu siervo, quien si
eventualmente busca rezar lleno de trabajos, o cargado con aflicciones, apenas
puede levantar su mente a Dios para rezar por sí mismo; o si por tu gracia
consigue levantar su mente, no puede mantener fija su atención, sino que sus
pensamientos se vuelven errantes hacia su trabajo o su dolor. Por tanto,
Seńor, ten piedad de este siervo tuyo por tu gran misericordia, para que
imitando el gran ejemplo de tu paciencia pueda caminar por tus huellas y
aprender a desdeńar sus leves aflicciones, al menos durante su oración”. Cuando nuestro
Seńor exclamó en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, żpor qué me has abandonado?”,
Él no ignoraba la razón por la cual Dios lo había abandonado. żQué podía
ignorar quien conocía todas las cosas? Y así San Pedro, cuando nuestro
Seńor le preguntó “Simón, hijo de Juan, żme amas más que estos?”,
respondió, “Seńor, tu sabes todas las cosas: tu sabes que te amo”[184]. Y el Apóstol San
Pablo, hablando de Cristo, dice, “En quien están escondidos todos los tesoros
de la sabiduría y el conocimiento”[185].
Cristo por lo tanto preguntó, no para aprender algo, sino para alentarnos a
preguntar, de manera que buscando y encontrando podamos aprender muchas cosas
que nos serán útiles e incluso quizás necesarias. żPor qué, entonces, Dios
abandonó a su Hijo en medio de sus pruebas y de su amarga angustia? Cinco
razones se me presentan, y éstas las mencionaré para que aquellos que son más
sabios que yo puedan tener la oportunidad de investigar otras mejores y más
útiles. La primera razón que se
me presenta es la grandeza y la multitud de los pecados que la humanidad ha
cometido contra su Dios, y que el Hijo de Dios asumió para expiarlos en su
propia Carne: “El mismo”, escribe Pedro, “que llevó nuestros pecados en su
Cuerpo sobre el árbol; a fin de que nosotros, estando muertos a los pecados,
vivamos para la justicia; por cuyas heridas vosotros fuisteis curados”[186]. En efecto, la
grandeza de las ofensas que Cristo asumió para expiar es en cierto sentido
infinita, por razón de la Persona de infinita majestad y excelencia que ha sido
ofendida; pero, por otro lado, la Persona de Aquel que expía, Persona que es el
Hijo de Dios, es también de infinita majestad y excelencia, y por consiguiente
cada sufrimiento voluntariamente tomado por el Hijo de Dios, incluso si hubiese
derramado tan sólo una gota de su Sangre, habría sido una expiación suficiente.
Con todo quiso Dios que su Hijo tuviera que sufrir innumerables tormentos y los
más duros dolores, porque nosotros habíamos cometido no una sino numerosas
ofensas, y el Cordero de Dios, que quitó los pecados del mundo, tomó sobre sí
no sólo el pecado de Adán, sino todos los pecados de toda la humanidad. Esto se
ve en ese abandono del que el Hijo se queja al Padre: “żPor qué me has
abandonado?”. La segunda razón es la grandeza y la multitud de las penas del
infierno, y el Hijo de Dios muestra cuán grandes son al querer apagarlos con
los torrentes de su Sangre. El profeta Isaías nos enseńa qué tan terribles
son, que son completamente intolerables, cuando pregunta: “żQuién de
ustedes puede habitar con el fuego devorador? żQuién de ustedes podrá
habitar con llamas eternas?”[187].
Demos, entonces, gracias con todo nuestro corazón a Dios, quien consintió
abandonar por un momento a su Único Hijo a los más grandes tormentos, para
liberarnos de las llamas que serían eternas. Démosle gracias, también, desde el
fondo de nuestro corazón al Cordero de Dios, que prefirió ser abandonado por
Dios bajo su espada castigadora que abandonarnos a nosotros a los dientes de
aquella bestia que siempre roerá y nunca estará satisfecha de roernos. La tercera razón es el
alto valor de la gracia de Dios, que es esa perla tan preciosa que obtuvo
Cristo, el mercader sabio, vendiendo todo lo que tenía, y nos la devolvió a
nosotros. La gracia de Dios, que nos fue dada en Adán, y que perdimos a través
del pecado de Adán, es una piedra tan preciosa que mientras adorna nuestras
almas y las hace agradables a Dios, es también una prenda de la felicidad
eterna. Nadie podía devolvernos esa piedra preciosa, que era la joya de
nuestras riquezas y de la cual la astucia de la serpiente nos había privado,
sino el Hijo de Dios, quien venció por su sabiduría la maldad del demonio, y
quien nos la devolvió al gran costo de sí mismo, ya que soportó tantas penas y
dolores. Prevaleció la obediencia del Hijo, que tomó sobre sí el más penoso
peregrinaje para recuperarnos esa joya preciosa. La cuarta causa fue la inmensa
grandeza del reino de los cielos, que el Hijo de Dios nos abrió con su inmensa
fatiga y sufrimiento, a quien la Iglesia canta agradecida, “Cuando venciste el
aguijón de la muerte, abriste el reino de los cielos a los creyentes”. Pero
para conquistar el aguijón de la muerte fue necesario sostener un duro combate
con la muerte, y para que el Hijo de Dios pudiera triunfar lo más gloriosamente
posible en este combate, fue abandonado por su Padre. La quinta causa fue el
inmenso amor que el Hijo de Dios tenía por su Padre. Pues en la redención del
mundo y en la extirpación del pecado, Él se propuso hacer una satisfacción abundante
y superabundante en honor de su Padre. Y esto no podría haber sido hecho si el
Padre no hubiese abandonado al Hijo, esto es, si no le hubiese permitido sufrir
todos los tormentos que pudieran ser ideados por la malicia del demonio, o
pudieran ser soportados por un hombre. Si, por lo tanto, alguien pregunta por
qué Dios abandonó a su Hijo en la Cruz cuando estaba sufriendo tan extremados
tormentos, nosotros podemos responder que Él fue abandonado para
enseńarnos la inmensidad del pecado, la inmensidad del infierno, la
inmensidad de la gracia Divina, la inmensidad de la vida eterna, y la
inmensidad del amor que el Hijo de Dios tuvo por su Padre. De estas razones
surge otra pregunta: żPor qué, entonces, ha mezclado Dios el cáliz del
sufrimiento de los mártires con una consolación espiritual tal que prefieren
beber su cáliz endulzado con estas consolaciones a estar sin sufrimiento ni
consolación, y permitió a su querido y amado Hijo beber hasta el final el cáliz
amargo de su sufrimiento sin ninguna consolación? La respuesta es que en el
caso de los mártires no se verifica ninguna de las razones que hemos dado
arriba con respecto a nuestro Seńor. [184] Jn 21,17. [185] Col 2,3. [186] 1Pe 2,24. [187] Is 33,14. Otro fruto debe ser
recogido, no tanto de la cuarta palabra en sí misma como de las circunstancias
del tiempo en el cual fue pronunciada: esto es, de la consideración de la
terrible oscuridad que precedió inmediatamente a la enunciación de esta
palabra. La consideración de esta oscuridad sería lo más apropiado, no sólo
para ilustrar a la nación hebrea, sino para fortalecer a los cristianos mismos
en la fe, si consideran seriamente la fuerza de las verdades que nos proponemos
encontrar en ella. La primera verdad es que
mientras Cristo estaba en la Cruz el sol estaba oscurecido de tal manera que
las estrellas eran tan visibles como lo son de noche. Este hecho es garantizado
por cinco testigos, dignos de toda credibilidad, quienes eran de distintas
naciones y escribieron sus libros en tiempos distintos y en lugares distintos,
de tal manera que sus escritos no pudieron ser el resultado de comparación o
conspiración alguna. El primero es San Mateo, un judío, quien escribió en
Judea, y fue uno de aquellos que vio el sol oscurecerse. Ahora bien,
ciertamente un hombre de este cuidado y prudencia no hubiera escrito lo que
escribió, y en la ciudad de Jerusalén como es probable, a menos que el hecho
que describió hubiese sido verdadero. De otra manera hubiese sido ridiculizado
y objeto de burla para los habitantes de la ciudad y del país por haber escrito
algo que todos sabían era falso. Otro testigo es San Marcos, quien escribió en
Roma; también él vio el eclipse, pues se encontraba en Judea en ese tiempo con
los demás discípulos de nuestro Seńor. El tercero es San Lucas, quien era
griego y escribió en griego: también él vio el eclipse en Antioquía. Como
Dionisio Areopagita lo vio en Heliópolis, en Egipto, San Lucas pudo verlo más
fácilmente en Antioquía, que está más cerca de Jerusalén que Heliópolis. Los
testigos cuarto y quinto son Dionisio y Apolófanes, ambos griegos y en ese
tiempo gentiles, quienes claramente afirman que vieron el eclipse y se llenaron
de asombro ante él. Estos son los cinco testigos que dan testimonio del hecho
porque lo vieron. A su autoridad debemos ańadir la de los Anales de los
Romanos y la de Flegon, el cronista del emperador Adriano, como hemos mostrado
arriba en el primer capítulo. Por consiguiente esta primera verdad no puede ser
negada por Judíos o Paganos sin gran temeridad. En medio de los cristianos es
considerada parte de la fe católica. La segunda verdad es que
este eclipse sólo pudo ser ocasionado por el grandísimo poder de Dios: que por
lo tanto no pudo ser el trabajo del demonio, o de los hombres a través de la
mediación del demonio, sino que procedió de la especial Providencia y voluntad
de Dios, el Creador y Soberano del mundo. La prueba es ésta. El sol sólo pudo
ser eclipsado por uno de estos tres métodos: ya sea por la interposición de la
luna entre el sol y la tierra; o por alguna nube grande y densa; o a través de
la absorción o extinción de los rayos del sol. La interposición de la luna no
pudo haber ocurrido por las leyes de la naturaleza, ya que era la Pascua de los
judíos y la luna estaba llena. El eclipse entonces debió haber ocurrido o sin
la interposición de la luna, o la luna, por algún milagro grande y
extraordinario, debió haber pasado en unas pocas horas sobre un espacio que
naturalmente le tomaría catorce días completar, y luego por la repetición del
milagro habría retornado a su lugar natural. Ahora bien, es admitido por todos
que sólo Dios puede influenciar los movimientos de las esferas celestes, porque
el demonio tiene sólo poder en este globo, y así el Apóstol llama a Satanás “el
príncipe de los poderes de este aire”[188]. El eclipse del sol no
pudo haber ocurrido por el segundo método, pues una densa y gruesa nube no
podría esconder los rayos del sol sin al mismo tiempo ocultar las estrellas. Y
tenemos la autoridad de Flegon para decir que durante este eclipse las
estrellas eran tan visibles en el cielo como lo son durante la noche. Y
respecto al tercer método, debemos recordar que los rayos del son no pudieron
ser absorbidos o extinguidos sino sólo por el poder de Dios quien creó el sol.
Por lo tanto esta segunda verdad es tan cierta como la primera, y no puede ser
negada sin un grado igual de temeridad. La tercera verdad es que
la Pasión de Cristo fue la causa del eclipse que fue realizado por la especial
Providencia de Dios, y es probada por el hecho de que la oscuridad ensombreció
la tierra justo el tiempo que nuestro Seńor permaneció vivo en la Cruz,
esto es, desde la hora sexta hasta la nona. Atestiguan esto todos los que
hablan del eclipse; y no podría haber ocurrido que un eclipse en sí mismo
milagroso coincidiese por casualidad con la Pasión de Cristo. Pues los milagros
no son producto de la casualidad, sino del poder de Dios. Y no conozco de
ningún autor que haya asignado otra causa a este eclipse tan maravilloso. Así
pues, quienes conocen a Cristo reconocen que fue realizado en atención a Él, y
quienes no lo conocen confiesan su ignorancia de su causa, pero permanecen en
admiración ante el hecho. La cuarta verdad es que
una oscuridad tan terrible sólo podría haber mostrado que la sentencia de
Caifás y Pilato era injustísima, y que Jesús era el Hijo único y verdadero de
Dios, el Mesías prometido a los judíos. Esta fue la razón por la que los judíos
pedían su muerte. Pues cuando en el consejo de los Sacerdotes, los Escribas y
los Fariseos el Sumo Sacerdote vio que la evidencia presentada contra Él no
probaba nada, se levantó y dijo: “Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si
tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Y cuando nuestro
Seńor reconoció y confesó que sí lo era, aquél “rasgó sus vestidos y dijo:
"ˇHa blasfemado! żQué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis
de oír la blasfemia. żQué os parece?" Respondieron ellos diciendo: "Es
reo de muerte"”[189].
Nuevamente cuando estaba ante Pilato, quien deseaba liberarlo, los Sumos
Sacerdotes y el pueblo gritaban: “Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe
morir, porque se tiene por Hijo de Dios”[190]. Este fue el principal motivo por el que
Cristo nuestro Seńor fue condenado a la muerte de la Cruz, y esto había
sido profetizado por el profeta Daniel cuando dijo: “el Cristo será suprimido,
y el pueblo que lo niegue no será suyo”[191]. Por esta causa, entonces, Dios permitió que durante la
Pasión de Cristo una horrible oscuridad se esparza sobre el mundo entero, para
mostrar con total claridad que el Sumo Sacerdote estuvo equivocado, que el
pueblo judío estuvo equivocado, que Herodes estuvo equivocado, y que el que
estuvo colgado de la Cruz era su único Hijo, el Mesías. Y cuando el centurión
vio estas manifestaciones celestiales exclamó: “Verdaderamente éste era Hijo de
Dios”[192]; y nuevamente,
“Ciertamente este Hombre era justo”[193].
Pues el centurión reconoció en tales signos celestiales la voz de Dios anulando
la sentencia de Caifás y de Pilato, y declarando que este Hombre era condenado
a muerte en contra de la ley, pues era el Autor de la vida, el Hijo de Dios, el
Cristo prometido. Pues qué otra cosa podría haber significado Dios con esta
oscuridad, con la secreta separación de las rocas y el rasgarse el velo del
Templo, sino que se estaba apartando de un pueblo que una vez fue el suyo, y estaba
airado con gran ira pues no habían conocido el tiempo de su visita. Ciertamente si los
judíos considerasen estas cosas, y al mismo tiempo volviesen su atención al
hecho de que desde ese día fueron dispersados por todas las naciones, no
tuvieron ya ni reyes ni pontífices, ni altares, ni sacrificios, ni profetas,
deberían concluir que han sido abandonados por Dios y, lo que es peor, que se
han sido entregados a un sentido corrupto, y que se cumple en ellos ahora lo
que Isaías profetizó cuando presentó al Seńor diciendo: “Escuchad bien,
pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Enceguece el corazón de ese
pueblo y hazlo duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y
oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y lo cure”[194]. [188] Ef 2,2. [189] Mt 26,63.65.66. [190] Jn 19,7. [191] Dan 9,26. [192] Mt 27,54. [193] Lc 23,47. [194] Is 6,9-10. En las tres primeras
palabras Cristo nuestro Maestro nos ha recomendado tres grandes virtudes:
caridad para con nuestros enemigos, amabilidad para los que sufren, y afecto
por nuestros padres. En las cuatro últimas palabras nos recomienda cuatro
virtudes, ciertamente no más excelentes, pero aún así no menos necesarias para
nosotros: humildad, paciencia, perseverancia y obediencia. En efecto, de la
humildad, que puede ser llamada la virtud característica de Cristo, pues no se
ha hecho mención de ella en los escritos de los sabios de este mundo, nos dio
Él ejemplo por medio de sus acciones durante el transcurso completo de su vida
y con selectas palabras se mostró como el Maestro de la virtud cuando dijo:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón”[195]. Pero en ningún momento nos alentó más
claramente a la práctica de esta virtud, y junto con ella a la de la paciencia,
que no puede ser separada de la humildad, que cuando exclamó “Dios mío, Dios
mío, żpor qué me has abandonado?”. Pues Cristo nos muestra con estas
palabras que con el consentimiento de Dios, tal como lo atestiguaron las
tinieblas, se había oscurecido toda su gloria y su excelencia, y nuestro
Seńor no podría haber soportado esto si no hubiese poseído la virtud de la
humildad en el grado más heroico. La gloria de Cristo, de
la que nos escribe San Juan al inicio de su Evangelio --“Vimos su gloria,
gloria como de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”[196]--, consistía en su
Poder, su Rectitud, su Justicia, su real Majestad, la felicidad de su Alma, y
la dignidad divina de la que gozaba como el verdadero y real Hijo de Dios. Las
palabras “Dios mío, Dios mío, żpor qué me has abandonado?”, muestran que
su Pasión echó un velo sobre todos estos dones. Su Pasión echó un velo sobre su
poder, pues cuando estuvo clavado en la Cruz aparecía tan impotente que los
Sumos Sacerdotes, los soldados y el ladrón se burlaban de su debilidad
diciendo: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz; Él que salvó a otros, a sí
mismo no puede salvarse”[197].
ˇCuánta paciencia, cuánta humildad le fue necesaria a Él que era Todopoderoso,
para no responder ni una palabra a semejantes mofas! Su Pasión echó un velo
sobre su Sabiduría, pues ante el Sumo Sacerdote, ante Herodes, ante Pilato,
estuvo como privado de entendimiento y respondió sus preguntas con el silencio,
de modo tal que “Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de
él, le puso un espléndido vestido”[198].
ˇCuánta paciencia, cuánta humildad, le fue necesaria a quien era no sólo
más sabio que Salomón, sino que era la Sabiduría misma de Dios, para tolerar
tales ultrajes! Su Pasión echó un velo sobre la rectitud de su vida, pues fue
clavado a una Cruz entre dos ladrones, como un embustero del pueblo, y un
usurpador de un reino ajeno. Y Cristo confesó que el haber sido abandonado por
su Padre parecía proyectar un mayor resplandor a la gloria de su vida inocente.
“żPor qué me has abandonado?”. Pues Dios no suele abandonar a los hombres
rectos sino a los perversos. En efecto, todo hombre orgulloso tiene particular
cuidado para evitar decir algo que pueda llevar a sus oyentes a deducir que ha
sido menospreciado. Pero los hombres humildes y pacientes, cuyo Rey es Cristo,
aprovechan diligentemente toda ocasión de practicar su humildad y su paciencia,
con tal que al hacerlo no violen la verdad. ˇCuánta paciencia, cuánta
humildad le fue necesaria para soportar semejantes insultos, especialmente a
Aquel de quien San Pablo dice: “Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía:
santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por
encima de los cielos”[199].
Esta Pasión proyecta tal velo sobre su real Majestad que tenía una corona de
espinas por diadema, una cańa como cetro, un patíbulo como cámara de
audiencia, dos ladrones como sus reales huéspedes. ˇCuánta paciencia
entonces, cuánta humildad le fue necesaria a quien era el verdadero Rey de
reyes, Seńor de seńores, y Príncipe de los reyes de este mundo!
żQué diré de la alegría de corazón de la que Cristo gozó desde el momento
mismo de su concepción, y de la que, si hubiese querido, podría haber hecho
participar a su Cuerpo? żQué velo echó su Pasión sobre la gloria de su
felicidad, pues lo hizo, como dice Isaías, “Despreciable, y desecho de hombres,
Varón de dolores, y colmado de injurias”[200], de modo que en la grandeza de su
sufrimiento gritó: “Dios mío, Dios míos, żpor qué me has abandonado?”? En
fin, su Pasión oscureció tanto la poderosa dignidad de su Persona Divina que
Aquel que se sienta no sólo por encima de todos los hombres, sino por encima de
los mismos Ángeles, pudo decir “Pero soy un gusano y no hombre, la vergüenza de
los hombres, y el asco del pueblo”[201]. Cristo, entonces,
descendió en su Pasión al abismo mismo de la humildad, pero esta humildad tuvo
su recompensa y su gloria. Lo que nuestro Seńor había prometido tan a
menudo de que “el que se humilla será ensalzado”, nos dice el Apóstol que fue
ejemplificado en su propia Persona. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos”[202]. Así, quien parecía ser el menor de los
hombres es declarado ser el primero, y una pequeńa y como pasajera
humillación ha sido seguida por una gloria que será eterna. Así ha ocurrido con
los Apóstoles y los Santos. San Pablo dice de los Apóstoles: “Hemos venido a
ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos”[203], esto es, los compara
a las cosas más viles que son holladas bajo los pies. Así fue su humildad.
żCuál es su gloria? San Juan Crisóstomo nos dice que los apóstoles están
sentados ahora en el cielo, cerca al trono mismo de Dios, donde los querubines
lo alaban y los serafines lo obedecen. Ellos están asociados con los grandes
príncipes de la corte celestial. Y estarán allí por siempre. Si los hombres
considerasen cuán glorioso es imitar en esta vida la humildad del Hijo de Dios,
y viesen a cuánta gloria los conduciría esta humildad, encontraríamos muy pocos
hombres orgullosos. Pero puesto que la mayoría de los hombres miden todo con
sus sentidos y con consideraciones humanas, no debemos sorprendernos si el número
de los humildes es pequeńo, y el de los orgullosos infinito. [195] Mt 11,29. [196] Jn 1,14. [197] Mc 27,40-42. [198] Lc 23,11. [199] Hb 7,26. [200] Is 53,3. [201] Sal 21,7. [202] Flp 2,8-10. [203] 1Cor 4,13. CAPÍTULO VII La quinta palabra que
encontramos en San Juan es “tengo sed”. Pero para entenderla tenemos que
ańadir las palabras precedentes y subsiguientes del mismo evangelista.
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se
cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed". Había allí una vasija
llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en
vinagre y se la acercaron a la boca”[204].
El significado de estas palabras es que nuestro Seńor deseaba realizar
todo lo que sus profetas, inspirados por el Espíritu Santo, habían predicho
sobre su vida y muerte. Ya todo se había realizado, excepto el haber mezclado
hiel con lo que iba a beber, de acuerdo a lo que está en el salmo sesenta y
nueve: “Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre”[205] . Por eso,
para que la Escritura se realice, es que gritó con fuerte voz: “Tengo sed”.
Pero żpor qué para que fueran cumplidas la Escrituras? żPor qué no
más bien porque realmente estaba sediento y quería calmar su sed? Un profeta no
profetiza con el propósito de que se cumpla aquello que predice, sino profetiza
porque ve que aquello que profetiza se va a cumplir, y por eso lo predice.
Consecuentemente el hecho de prever o de predecir algo no es el motivo para que
esto ocurra, más bien, el evento que va ocurrir es la causa por la que puede
ser prevista o predicha. Aquí tenemos abierto,
ante nuestra vista, un gran misterio. Nuestro Seńor sufrió desde el
comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió
creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que
tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento de una gran cantidad de
sangre seca a la persona, produciendo una violenta sed. Yo mismo una vez conocí
un hombre que tenía varias heridas y consecuentemente había perdido mucha
sangre, y que solo pedía algo para beber, como si no le importaran sus heridas,
sino solo su terrible sed. Lo mismo es relatado de San Emeramo, mártir, quien
estaba atado a una estaca, cruelmente torturado, y de lo único que se quejaba
era de la sed. Pero Cristo había sido arrastrado de un lado al otro por la
ciudad, y desde la flagelación en la columna, había sangrado copiosamente esa
sangre que durante la crucifixión fluía de su cuerpo, como de cuatro fuentes, y
este desangramiento continuó por varias horas. żNo habrá experimentado una
sed violentísima? Sin embargo, soportó esta agonía por tres horas en silencio,
y lo pudo haber soportado hasta la muerte, que estaba tan próxima.
żEntonces, por qué se mantuvo silente sobre este asunto durante tanto
tiempo, y al momento de la muerte, pronunció su sufrimiento clamando,
“ˇTengo sed!”? Porque era la voluntad de Dios que todos nosotros sepamos
que su Hijo único había sufrido esta agonía. Y así nuestro Padre celestial
quiso que sea predicho por sus profetas, y también quiso que nuestro Seńor
Jesucristo, para dar un ejemplo de paciencia a sus fieles seguidores,
reconociera que sufrió esa intensa agonía al exclamar “Tengo sed”. Esto es,
todos los poros de mi cuerpo están cerrados, mis venas están resecas, mi
paladar está reseco, mi garganta esta reseca, todos mis miembros están resecos.
Si alguien desea aliviarme, deme algo de beber. Consideremos ahora, qué
bebida le fue ofrecida por los que estaban cerca a la Cruz. “Había allí una
vasija llena de vinagre. Sujetaron una esponja a una rama de hisopo empapada en
vinagre y se la acercaron a la boca”. ˇOh, qué consolación! ˇQué
alivio! Había allí una vasija llena de vinagre, una bebida que tiende a hacer
que las heridas duelan y que apura la muerte. Por este motivo estaba ahí, para
hacer que los que estaban crucificados mueran más rápidamente. Al tratar ese
punto San Cirilo dice con razón, “En vez de algo refrescante y aliviante, le
ofrecieron algo que era doloroso y amargo”. Y si consideramos lo que San Lucas
escribe en el Evangelio, todo esto se vuelve todavía más probable: “También los
soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre”[206]. A pesar de que San Lucas dice esto de
nuestro Seńor justo después de que fue clavado a la Cruz, no obstante
podemos creer piadosamente que cuando el soldado lo escuchó exclamar, “Tengo
sed”, le ofrecieron el vinagre por medio de la misma esponja y rama que
burlándolo ya le habían ofrecido. Concluimos que al principio un poco antes de
su crucifixión le presentaron vino mezclado con hiel, y al poco tiempo de la
muerte le dieron vinagre, una bebida de lo más desagradable para un hombre en
agonía, para que la pasión de Cristo sea de comienzo a fin una autentica y real
pasión que no admitía consolación. [204] Jn 19,28-29. [205] Sal 69,22. [206] Lc 23,36. El Antiguo Testamento es
comúnmente interpretado por el Nuevo Testamento, pero en relación a este
misterio de la sed del Seńor, las palabras del Salmo sesenta y nueve
pueden ser consideradas como un comentario al Evangelio. Pues, de las palabras
del Evangelio no podemos decidir con certeza si los que le ofrecieron vinagre
al Seńor sediento lo hicieron para aliviarlo, o para agravarle su agonía.
Esto es, no sabemos si lo hicieron por un motivo de amor o de odio. Con San
Cirilo, estamos inclinados a creer en el segundo motivo, pues las palabras del
salmista son muy claras para requerir una explicación. Y de estas palabras
podemos sacar una lección: aprender a tener sed con Cristo de aquellas cosas de
las que podamos estar sedientos con provecho. Esto es lo que dice el salmista:
“Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno. Veneno me
han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre”[207]. Y así, los que un poco antes de la
crucifixión le dieron al Seńor vino mezclado con hiel, de la misma manera
que los que le ofrecieron a nuestro Seńor crucificado vinagre, representan
a los que reclama cuando dice: “Espero compasión, y no la hay, consoladores, y
no encuentro ninguno”. Pero tal vez alguien
podría preguntar: żNo se afligieron con Él auténticamente y de corazón, su
Santísima Virgen Madre, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María
Magdalena, y el apóstol San Juan, que estaban al pie de la Cruz? żNo se
afligieron realmente con Él, lamentando su suerte, aquellas santas mujeres que
siguieron al Seńor hasta el monte Calvario? żNo estaban los apóstoles
en un estado de tristeza durante todo el tiempo de su pasión, como predicó
Cristo: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el
mundo se alegrará”?[208]
Todos estos se afligieron y realmente se afligieron, pero no se afligieron
junto con Cristo, pues el motivo y causa de su tristeza era bien distinta del
motivo y causa de la tristeza de Cristo. Nuestro Seńor dijo: “Espero
compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno”. Ellos se
lamentaban por el sufrimiento corporal y muerte de Cristo. Pero Él no se
lamentó de esto más que por un momento en el jardín, para probar que realmente
era un hombre. żNo había dicho: “Con ansia he deseado comer esta Pascua
con vosotros antes de padecer”[209];
y nuevamente: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre”?[210] Entonces, żcuál
fue la causa de la tristeza de nuestro Seńor en la que no encontró nadie
que lo acompańará en su pesar? Era la perdida de las almas por las que
estaba sufriendo. Y żcuál era la fuente de consuelo que no pudo encontrar
en nadie, sino la cooperación con él en la salvación de aquellos que tan
ardientemente esperaba? Esto era la único alivio que anhelaba, esto deseaba,
estaba hambriento, sediento de esto, pero le dieron hiel por comida y le dieron
vinagre por bebida. El pecado está representado por la amargura de la hiel, que
nada puede ser más amargo para el gusto. La obstinación del pecado esta
representado por la acidez y el agresivo hedor del vinagre. Entonces, Cristo
tenía una auténtica causa para su tristeza cuando vio por ladrón convertido, no
sólo otro que permaneció en su obstinación, sino aparte innumerables otros;
cuando vio que todos sus apóstoles se escandalizaron de su Pasión, que Pedro lo
había negado, que Judas lo había traicionado. Si alguien desea
confortar y consolar a Cristo hambriento y sediento en la Cruz, lleno de pena y
pesar, que primero se manifieste verdaderamente penitente, déjenlo detestar sus
propios pecados, y entonces junto con Cristo, déjenlo tener un hondo pesar en
sus corazón, porque tan gran número de almas mueren diariamente, a pesar de que
todas podrían ser fácilmente salvadas si sólo utilizaran la gracia que Él ha
comprado para ellos al redimirlos. San Pablo era uno de esos que se afligía con
el Seńor, cuando en la Carta a los Romanos dice: “Digo la verdad en
Cristo, no miento, --mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo--,
siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser
yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la
carne, los israelitas, de los cuales es la adopción filial”[211]. Con esta máxima, no pudo el apóstol
mostrar con mayor intensidad su ardiente deseo de la salvación las almas: “Pues
desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo”. Quiere decir, según lo que
dice San Juan Crisóstomo, en su obra sobre la compunción del corazón, que se
sentía tan excesivamente afligido por la maledicencia de los Judíos, que
quería, si fuese posible, ser separado de Cristo, por el bien de su gloria[212]. No deseaba ser
separado del amor de Cristo, pues sería contradictorio con lo que dice en otra
parte de la misma epístola: “żQuién nos separará del amor de Cristo?”[213], sino de la gloria de
Cristo, prefiriendo ser privado de la participación en la gloria de su Salvador
a que su Seńor sea privado del fruto adicional de su Pasión, que vendría
de la conversión de tantos miles de judíos. Él verdaderamente se afligió junto
con el Seńor y consoló el pesar de su divino Maestro. Pero żcuán
escasos son los imitadores de este gran apóstol hoy en día? Primeramente,
muchos pastores de almas están más afligidos si se reducen o pierden las rentas
de la Iglesia que si un gran número de almas se pierde por su ausencia o
negligencia. San Bernardo dice, refiriéndose a algunos: “soportamos el
detrimento que Cristo sufre con más ecuanimidad que lo que deberíamos soportar
nuestra propia pérdida. Balanceamos nuestros gastos diarios con la entrada
diaria de nuestras ganancias, y no sabemos nada de la perdida que ocurre en el
rebańo de Cristo”[214].
No es suficiente que un obispo viva santamente, y se empeńe en su conducta
privada a imitar las virtudes de Cristo, a no ser que se empeńe para que
los que estén en sus manos, o mejor dicho sus hijos, sean santos, y trate de
guiarlos, haciendo que sigan los pasos de Cristo hacia el gozo eterno.
Entonces, que los que desean sufrir con Cristo, giman con Cristo, y para compadecerse
de Él, cuiden su rebańo, nunca desamparen sus ovejas, más bien diríjanlas
por la palabra y guíenlas con su ejemplo. Cristo también puede
reclamar razonablemente de los laicos, por no afligirse con el ni aliviarlo. Y
si cuando estaba colgado de la Cruz, expresó su pesar por la perfidia y la
obstinación de los Judíos, por quienes su esfuerzo se perdió, por quienes su
tormento fue ridiculizado, y por quienes la preciosa medicina de su sangre fue
desperdiciada insanamente. ˇCómo será esa expresión observando, no desde
la Cruz, sino desde el cielo, a aquellos que creen en Él, y no lucran nada de
su pasión, pisan su preciosa sangre y le ofrecen hiel y vinagre al aumentar
diariamente sus pecados, sin pensar en el juicio final o temer el fuego del
infierno! “Se produce alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que
se convierte”[215]. Pero
żno es acaso esta alegría transformada en tristeza, leche en hiel, y vino
en vinagre, que los que por la fe y el bautismo han nacido en Cristo, y que por
el sacramento de la reconciliación han resucitado de la muerte a la vida, si en
poco tiempo vuelven a matar su alma al recaer en pecado mortal? “La mujer,
cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando
ha dado a luz al nińo, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha
nacido un hombre en el mundo”[216].
Pero żacaso no es doblemente afligida la madre si el hijo muere
inmediatamente después del nacimiento o nace ya muerto? Tantos trabajan por su
salvación confesando sus pecados, tal vez incluso ayunando y dando limosna,
pero su afán es en vano y nunca obtienen el perdón de sus pecados, pues tienen
una falsa conciencia o son responsables de una ignorancia culpable. Estos
trabajos, y el trabajo inútil żno es a caso una aflicción doble para ellos
mismos y para sus confesores? Tales personas son como enfermos que aceleran su
muerte usando una medicina amarga que esperan que los cure. O como un jardinero
que soporta gran sufrimiento por sus vińedos y tierras y que pierde todos
los frutos de su cuidado por una tormenta repentina. Estos son los males que
debemos deplorar, y cualquiera que gima y que es afligido con Cristo en la
Cruz, y cualquiera que se empeńe con toda su fuerza en aminorarlos, alivia
las penas y el pesar de nuestro Seńor crucificado, y participará con Él en
el gozo del cielo, y reinará para siempre con Él en el reino de su Padre
celestial. [207] Sal 68 ,21-22. [208] Jn 16,20. [209] Lc 22,15. [210] Jn 14,28. [211] Rom 9,1-4. [212] Libro I, homilía 18. [213] Rom 8,35. [214] "De
Consider." Libro IV, Capítulo 9. [215] Lc 15,10. [216] Jn 16,21. Cuando medito
atentamente sobre la sed que soportó Cristo en la Cruz, se me ocurre otra
consideración muy útil. Me parece que nuestro Seńor ha dicho, “Tengo sed”,
en el mismo sentido en que se dirigió a la Samaritana, “Dame de beber”. Pues al
desvelar el misterio que contienen estas palabras, también dijo: “Si conocieras
el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le
habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”[217]. Pero, żcómo podía tener sed aquel
que es la fuente del agua viva? żNo se refiere a sí mismo cuando dice: “Si
alguno tiene sed, venga a mí, y beba?”[218].
Y, żno es Él la roca a la cual el apóstol se refiere cuando dice: “y todos
bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les
seguía; y la roca era Cristo”[219].
En fin, żno es Él que se dirige a los Judíos por la boca del profeta
Jeremías: “a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas,
cisternas agrietadas, que el agua no retienen?”[220]. Entonces, me parece que nuestro
Seńor desde la Cruz, como desde un trono elevado, mira a todo el mundo que
está lleno de hombres que están sedientos y exhaustos, y por lo reseco que
está, tiene piedad de la sequía que soporta la humanidad, y grita, “Tengo sed”.
Esto es, estoy sediento por la sequedad y aridez de mi Cuerpo, pero esta sed
pronto se terminará. Sin embargo, la sed que sufro por el deseo de que los
hombres empiecen a conocer por la fe que soy el auténtico manantial de agua
viva y que se acerquen y beban es incomparablemente mayor. ˇOh, qué felices
seríamos si escuchásemos con atención las palabras que nos está dirigiendo la
Palabra encarnada! żNo tiene sed casi todo hombre, con la ardiente e
insaciable sed de la concupiscencia, que por las aguas turbias y pasajeras de
las cosas temporales y corruptibles, que son considerados bienes, tales como el
dinero, el honor, y los placeres? Y, żquién ha escuchado las palabras de
su maestro, Cristo, y ha probado el agua viva de la sabiduría divina, que no se
haya sentido abominado por las cosas mundanas, y empezado a aspirar las
celestiales? żQuién ha puesto a un lado el deseo de adquirir y acumular
las cosas de este mundo y ha empezado a aspirar y desear por las celestiales?
Esta agua viva no brota del mundo, más bien baja del cielo. Nuestro Seńor,
que es el manantial de agua viva, nos lo va dar si es que le pedimos con
oraciones fervientes y copiosas lagrimas. No solo va eliminar toda ansiedad por
las cosas mundanas, sino que también va a ser nuestra fuente infalible de
comida y bebida en nuestro exilio. De este modo habla Isaías: “todos los
sedientos, id por agua,” y para que no pensemos que esta agua es preciosa y
querida, ańade: “venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y
leche”[221]. Dice que es
un agua que tiene que ser comprada, pues no puede ser adquirida sin esfuerzo, y
sin tener la adecuada disposición para recibirla, pero no es comprada con plata
o por intercambio, pues es entregada gratuitamente, pues es invalorable. Lo que
el profeta en una línea llama agua, en la próxima llama vino y leche, pues es
tan eficaz que contiene las cualidades del agua, vino y leche. La verdadera sabiduría y
caridad se entienden como agua, pues refresca el corazón de la concupiscencia,
se entienden como vino pues calienta y embriaga la mente con un ardor sobrio,
se entienden como leche pues nutre al joven en Cristo con un alimento
fortalecedor, como lo dice Pedro: “Como nińos recién nacidos, desead la
leche espiritual pura”[222].
Esta misma sabiduría y caridad --lo opuesto a la concupiscencia de la carne--
es el yugo que es dulce, y la carga ligera, que aquellos que lo toman dócil y
humildemente lo descubren como un descanso real y auténtico para sus almas. De
tal forma que ya no tienen sed, ni se afanan por retirar agua de fuentes
mundanas. Este deleitable descanso para el alma ha llenado desiertos, habitados
monasterios, reformado al clero, contenido matrimonios. El palacio de Teodosio
el Joven no era diferente de un monasterio. La corte de Elzeario tenía poca
diferencia con la casa de religiosos pobres. En vez de las peleas y
discusiones, se escuchaban salmos y música sacra. Todas estas bendiciones se
deben a Cristo, que al precio de su propio sufrimiento, sació nuestra sed y así
regó los áridos corazones de hombres que no van a tener sed nuevamente, a no
ser que ante la instigación del enemigo voluntariamente se retiren del
manantial eterno. [217] Jn 4,7-10. [218] Jn 7,37. [219] 1Cor 10,4. [220] Jer 2,13. [221] Is 55,1. [222] 1Pe 2,2. La imitación de la
paciencia de Cristo es el tercer fruto en ser recogido de la consideración de
la quinta palabra. En la cuarta palabra la humildad de Cristo, junto con su
paciencia, era notable. En la quinta palabra, resplandece sola su paciencia.
Ahora bien, la paciencia es no sólo una de la más grandes virtudes, sino es
positivamente la más necesaria para nosotros. San Cipriano dice: “Entre todos
los caminos de ejercicio celestial, no conozco uno más provechoso para esta
vida o ventajoso para la próxima: que aquellos que se esfuerzan con temor y
devoción por obedecer los mandamientos de Dios deban, sobre todas las cosas,
practicar la virtud de la paciencia”. Pero antes de que hablemos de la
necesidad de la paciencia, debemos distinguir la virtud de su falsificación. La
verdadera paciencia nos permite soportar el infortunio de sufrir sin caer en la
desgracia de pecar. Tal fue la paciencia de los mártires, que prefirieron
soportar las torturas del verdugo que negar la fe de Cristo, que prefirieron
sufrir la pérdida de sus bienes mundanos antes que adorar dioses falsos. La
falsificación de esta virtud nos lleva a soportar cualquier penalidad para
obedecer a la ley de la concupiscencia, arriesgar la pérdida de la felicidad
eterna por causa del placer momentáneo. Tal es la paciencia de los esclavos del
demonio, que soportan hambre y sed, frío y calor, la pérdida de su reputación,
la pérdida incluso del cielo, para incrementar sus riquezas, disfrutar los
placeres de la carne, o ganar un puesto de honor. La verdadera paciencia
tiene la propiedad de incrementar y preservar todas las otras virtudes. Santiago
es nuestra autoridad para este elogio de la paciencia. Él dice: “Y la paciencia
ha de ir acompańada de obras perfectas, para seáis perfectos e íntegros
sin que dejéis nada que desear”[223].
Debido a las dificultades que nos encontramos en la práctica de la virtud,
ninguna puede florecer sin la paciencia, pero cuando las otras virtudes son
acompańadas por ésta, todas las dificultades desaparecen, pues la
paciencia hace derechos los caminos torcidos, y suaves los caminos ásperos. Y
esto es tan verdadero que San Cipriano, hablando de la caridad, la reina de las
virtudes, clama: “La caridad, el lazo de la amistad, el fundamento de la paz,
el poder y la fuerza de la unión, es mayor que la fe o la esperanza. Es la
virtud de la cual los mártires obtienen su constancia, y es la que
practicaremos para siempre en el Reino de los Cielos. Pero sepárala de la
paciencia, y se hundirá; aleja de ella el poder del sufrimiento y de la
constancia, y se marchitará y morirá”[224].
El mismo santo manifiesta la necesidad de esta virtud también para preservar
nuestra castidad, firmeza, y paz con el prójimo. “Si la virtud de la paciencia
es fuerte y firmemente enraizada en sus corazones, tu cuerpo, que es santo y
templo del Dios vivo, no será contaminado con adulterio, tu firmeza no será
ensuciada por la mancha de la injusticia, ni luego de haberse alimentado con el
Cuerpo de Cristo, estarán tus manos empapadas de sangre”. Quiere significar,
por el contrario de estas palabras, que sin la paciencia ni el hombre casto
podrá ser capaz de preservar su pureza, ni el hombre justo será equitativo, ni
aquel que ha recibido la Sagrada Eucaristía será libre del peligro de la ira y
el homicidio. Lo que Santiago escribe
de la virtud de la paciencia es enseńado en otras palabras por el Profeta
David, por Nuestro Seńor, y su Apóstol. En el salmo noveno, David dice:
“La paciencia de los pobres no será vana para siempre”[225], porque tiene una obra perfecta, y en
consecuencia su fruto nunca se pudrirá. Así como estamos acostumbrados a decir
que las labores del granjero son provechosas cuando producen una buena cosecha,
y son inútiles cuando no producen nada, así de la paciencia se dice que nunca
perece porque sus efectos y recompensas permanecerán para siempre. En el texto
que acabamos de citar, la palabra pobre es interpretada significando al hombre
humilde que confiesa que es pobre, y que no puede hacer ni sufrir nada sin la
ayuda de Dios. En su tratado sobre la paciencia[226], San Agustín manifiesta que no sólo los
pobres, sino incluso los ricos, pueden poseer la verdadera paciencia, siempre y
cuando confíen no en sí mismos sino en Dios, a quien, realmente necesitados de
todos los dones divinos, puedan pedir y recibir este favor. Nuestro Seńor
parece implicar lo mismo cuando dice en el Evangelio “Con vuestra paciencia
salvaréis vuestras almas”[227].
Pues en realidad sólo poseen sus almas --esto es su vida, como propias y de la
cual nada los puede privar--, quienes soportan con paciencia toda aflicción,
incluso la muerte misma, para no pecar en contra de Dios. Y aunque por la
muerte parecen perder sus almas, no las pierden, sino que las preservan para
siempre. Pues la muerte del justo no es muerte, sino un sueńo, y puede ser
incluso tenida como un sueńo de corta duración. Pero el impaciente, que
para preservar la vida del cuerpo no duda en pecar negando a Cristo, adorando
ídolos, cediendo a sus deseos lujuriosos, o cometiendo algún otro crimen,
parece ciertamente preservar su vida por un tiempo, pero en realidad pierde la
vida tanto del cuerpo como del alma para siempre. Y en cuanto del realmente
paciente, puede con verdad ser dicho: “No perecerá ni un cabello de vuestra
cabeza”[228]. Por lo que
del impaciente con igual verdad podemos exclamar: No hay un sólo miembro de tu
cuerpo que no arderá en el fuego del infierno. Finalmente, el Apóstol
confirma nuestra opinión: “Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir
la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido”[229]. En este texto San Pablo explícitamente
afirma a la paciencia no sólo como útil, sino incluso como necesaria para
realizar la voluntad de Dios, y realizándola sentir en nosotros el efecto de su
promesa: “recibir la corona de la vida que ha prometido el Seńor a los que
le aman”[230], y guardar
sus mandamientos pues “si alguno me ama, guardará mi Palabra”, y “el que o me
ama no guarda mis palabras”[231].
Así vemos pues que toda la Escritura enseńa a los fieles la necesidad de
la virtud de la paciencia. Por esta razón, Cristo deseó en los últimos momentos
de su vida declarar aquel interno, y durísimo, y largamente soportado sufrimiento
--su sed-- para alentarnos por tal ejemplo a preservar nuestra paciencia en
todas las desgracias. Que la sed de Cristo fue una tortura de las más
impetuosas lo hemos mostrado en el capítulo anterior. Que fue largamente
soportado fácilmente lo podemos probar. Para empezar, los
flagelos junto a la columna. Cuando aquello tuvo lugar, Cristo estaba ya
fatigado por su prolongada plegaria y agonía y sudor de sangre en el Huerto,
por sus muchos viajes de un lado a otro durante la noche y la sucesiva
mańana, del jardín de la casa de Anás, de la casa de Anás a la de Caifás,
de la casa de Caifás a aquella de Pilato, de la casa de Pilato a la de Herodes,
y de la casa de Herodes nuevamente a la de Pilato. Más aún, desde el momento de
la última cena, Nuestro Seńor no había probado ni comida ni bebida, o
disfrutado de un momento de reposo, sino que había soportado muchos y gravosos
insultos en la casa de Caifás, fue luego cruelmente azotado, lo que en sí mismo
era suficiente para provocar una terrible sed, y cuando la flagelación hubo
terminado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió la
coronación de espinas y las burlas y el escarnio. Y cuando había sido ya
coronado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió el
llevar la Cruz, y cargado con el instrumento de su muerte, nuestro fatigado y
exhausto Seńor subió esforzadamente el monte del Calvario. Cuando llegó le
ofrecieron vino mezclado con hiel, que probó pero no tomó. Y así acabó
finalmente el camino, pero la sed que durante todo el camino había torturado a
nuestro querido Seńor fue sin duda incrementada. Luego siguió la
crucifixión, y mientras la Sangre corría de sus cuatro Heridas como de cuatro
fuentes, todos pueden concebir cuán enorme su sed ha de haber sido. Finalmente,
por tres horas sucesivas, en medio de una gran oscuridad, debemos imaginar con
que ardiente sed el sagrado Cuerpo fue consumido. Y aunque los que estaban ahí
le ofrecieron vinagre, aún así, puesto que no era agua o vino, sino un trago
fuerte y amargo, e incluso un trago muy corto, puesto que lo tuvo que tomar a
gotas de una esponja, podemos decir sin dudar que nuestro Redentor, desde el
comienzo de su Pasión hasta su muerte, soportó con la más heroica paciencia
esta terrible agonía. Pocos de nosotros pueden saber por experiencia cuán
grande es este sufrimiento, pues hallamos agua en cualquier lugar para calmar
nuestra sed. Pero aquellos que viajan muchos días seguidos en el desierto
algunas veces conocen lo que es la tortura de la sed. Curcio relata que
Alejandro Magno estuvo una vez marchando a través del desierto con su ejército,
y que luego de sufrir todas las privaciones de la falta de agua, llegaron a un
río, y los soldados empezaron a beber con tanta ansiedad, que muchos murieron
en el acto, y ańade que “el número de los que murieron en aquella ocasión
fue mayor que el que había perdido en cualquier batalla”. Su ardiente sed era
tan insoportable que los soldados no pudieron refrenarse tanto como para
respirar mientras bebían, y en consecuencia Alejandro perdió buena parte de su
ejército. Hay otros que han sufrido mucho de sed como para tener al lodo, al
aceite, a la sangre y a otras cosas impuras, que nadie tocaría a menos que sea
urgido por terrible necesidad, como deliciosas. De esto aprendemos cuán grande
fue la Pasión de Cristo, y cuan brillantemente su paciencia fue desplegada en
ella. Dios nos concedió poder conocer esto, imitarlo, y sufriéndolo junto con
Cristo aquí, reinar luego con Él. Pero me parece escuchar
algunas almas piadosas exclamar cuán deseosos y ansiosos están para saber por
qué medios pueden mejor imitar la paciencia de Cristo, y poder decir con el
Apóstol: “Con Cristo estoy crucificado”[232], y con San Ignacio Mártir: “Mi amor es crucificado”[233]. No es tan difícil
como muchos imaginan. No es necesario para todos acostarse en el suelo,
flagelarse hasta sangrar, ayunar diariamente a pan y agua, usar sayales, una
cadena de hierro o algún otro instrumento de penitencia para conquistar la
carne y crucificarla con sus vicios y concupiscencias. Estas prácticas son
laudables y útiles, siempre y cuando no sean peligrosas para la salud, o hechas
sin el permiso del director. Pero deseo mostrar a mis piadosos lectores un
medio para practicar la virtud de la paciencia de nuestro manso y gentil
Redentor, que todos pueden abrazar, que no contiene nada extraordinario, nada
nuevo, y por cuyo uso nadie puede ser sospechoso de buscar o ganar aplauso por
su santidad. En primer lugar
entonces, quien ama la virtud de la paciencia ha de alegremente someterse a
aquellas labores y penalidades en las que estamos seguros por fe que es
voluntad divina que debamos afligirnos, de acuerdo a aquellas palabras del
Apóstol: “Necesitas paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de
Dios, y conseguir así lo prometido”[234].
Ahora bien, lo que Dios quiere que abracemos no es ni difícil para mí
enseńar, ni difícil para mis lectores aprender. Todos los mandamientos de
nuestra Santa Madre Iglesia deben ser guardados con obediencia amorosa y
paciencia, no importa cuán difícil o duros pueden parecer. żQué son estos
mandamientos de la Iglesia? Los ayunos de Cuaresma, los días de ayuno y
abstinencia, y ciertas vigilias. Guardar religiosamente éstas, como han de ser
guardadas, requerirá una gran cantidad de paciencia. Ahora bien, supongamos que
una persona en un día de ayuno se sienta en una mesa muy bien servida, o en su
única comida permitida come tanto como lo hubiese hecho en dos comidas en un
día ordinario, o anticipa el momento para comer, o come más de lo que es
permitido, tal persona ciertamente ni tendrá hambre ni sed, ni su paciencia
producirá fruto. Pero si resuelve firmemente no tomar alimento antes del tiempo
permitido, a menos que enfermedad o alguna otra necesidad lo obligue, y come
alimentos que son burdos y ordinarios y propios para un tiempo de penitencia, y
no se excede en lo que normalmente come en una comida, y da a los pobres todo
lo que hubiese comido si no fuese un día de ayuno, como dice San León, “dejen a
los pobres alimentarse con aquello que los que ayunan se han abstenido; y
permitámonos sentir hambre por un corto tiempo, caramente amado, y por corto
tiempo disminuyamos lo que queremos para nuestro propio placer, para poder ser
de utilidad a los pobres”, y si en la tarde permite que la colación sea nada
más que una colación, en tal caso, sin duda la paciencia será necesaria para
soportar el hambre y la sed, y por tanto al ayunar imitaremos lo más posible la
paciencia de Cristo, y seremos clavados, por lo menos en parte, a la Cruz con
él. Pero alguno objetará que todas estas cosas no son absolutamente necesarias.
Lo concedo, pero son necesarias si deseamos practicar la virtud de la
paciencia, o ser como nuestro sufriente Redentor. Nuevamente, nuestra Santa
Madre Iglesia ordena a los eclesiásticos y a los religiosos recitar o cantar
las horas canónicas. Aquí necesitaremos toda la asistencia que la virtud de la
paciencia nos pueda dar, si es que esta lectura y oración sagrada ha de ser
realizada en la manera que debe ser, pues hay algunos que no tienen suficiente
que hacer como para mantenerse libres de distracciones durante la oración.
Muchos corren en sus oraciones tan rápidamente como pueden, como si estuvieran
realizando una tarea muy laboriosa, y quisiesen librarse de la carga en el
menor tiempo posible, y dicen su Oficio, no parados o arrodillados, sino
sentados o caminando, como si la fatiga de la oración fuese disminuida al
sentarse o aligerada por caminar. Esto hablando de aquellos que rezan su Oficio
en privado, no de aquellos que lo cantan en el coro. También, para no
interrumpir su sueńo, muchos recitan durante el día aquella parte del
Oficio que la Iglesia ha ordenado que sea dicha en la noche. No digo nada de la
atención y elevación de mente que es requerida mientras que Dios es invocado en
la oración, porque muchos piensan acerca de lo que están cantando o leyendo
menos que cualquier otra cosa. Verdaderamente es sorprendente que muchos más no
ven cuán necesaria la virtud de la paciencia es para erradicar la repugnancia
que sentimos a pasar un tiempo prolongado de oración, levantarse para decir las
horas canónicas en el tiempo adecuado, soportar la fatiga de estar parado o
arrodillado, prevenir nuestros pensamientos de divagar, y mantenerlos fijos en
lo único en lo que estamos realizando. Que mis lectores escuchen ahora un
relato de la devoción con la que San Francisco de Asís recitaba su breviario, y
aprenderán entonces que el Oficio Divino no puede ser dicho sin el ejercicio de
la más grande paciencia. En su Vida de San Francisco, San Buenaventura dice así:
“Este santo hombre estaba tan habituado a recitar el Oficio Divino con no menor
miedo que devoción hacia Dios, y aunque sufría grandes dolores en los ojos,
estómago, columna, e hígado, nunca se hubiera recostado en alguna pared o
detenido mientras lo cantaba, sino que de erguido de pie, sin su capucha,
mantenía sus ojos fijos, y tenía la apariencia de una persona en desmayo. Si
estaba de viaje, se mantenía a su horario regular, y recitaba el Divino Oficio
en la manera usual, sin importar si una lluvia violenta estaba cayendo. Se
pensaba a sí mismo culpable de una seria falta si, mientras que recitaba
permitía a su mente ocuparse con pensamientos vanos, y cuantas veces esto le
pasaba se apresuraba a ir a confesión para expiar por ello. Recitaba los salmos
con tal atención de mente como si tuviese a Dios presente delante de él, y
cuando decía el nombre del Seńor, gustaba sus labios por la dulzura que la
pronunciación de tal nombre le dejaba”. Tan pronto alguno se esfuerce por
recitar el Oficio Divino de esta manera, y levantarse en la noche para rezar
Maitines, Laudes y Prima, aprenderá por experiencia la labor y paciencia que
son necesarias para el debido cumplimiento de esta tarea. Hay muchas otras
cosas que la Iglesia, guiada por las Sagradas Escrituras, nos pone como
voluntad de Dios, y para el debido cumplimiento de ellos requerimos también de
la virtud de la paciencia, como dar al pobre de nuestra propia superfluidad,
perdonar a aquellos que nos injurian, o satisfacer a aquellos que hemos
injuriado, confesar nuestros pecados por lo menos una vez al ańo, y
recibir la Sagrada Eucaristía, lo que requiere no poca preparación. Todo esto
demanda paciencia, pero a modo de ejemplo explicaré algunas cosas más con mayor
detenimiento. Todo lo que, sean
demonios o hombres, hacen para afligirnos es otra indicación de la voluntad
Divina, y otro llamado al ejercicio de nuestra paciencia. Cuando hombres y
espíritus malos nos prueban, su objeto es injuriarnos, no beneficiarnos. Aun
así Dios, sin quien no pueden hacer nada, no permitirá ninguna tormenta a
nuestro alrededor, a menos que lo juzgue útil. En consecuencia, toda aflicción
puede ser tenida como viniendo de la mano de Dios, y debe ser por tanto
soportada con paciencia y alegría. El santo y derecho Job sabía que las
desgracias con las que era golpeado, y que le privaron en un día de todas sus
riquezas, de todos sus hijos, y de toda su salud corporal, procedían del odio
del demonio. Aún así exclamó: “El Seńor me lo
dio, el Seńor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Seńor”[235], porque sabía que sus
calamidades solo podían suceder por la voluntad de Dios. No digo esto porque
pienso que cuando uno es perseguido sea por otros hombres o por el demonio, no
deba, o debiera, hacer lo posible por recuperar sus pérdidas, consultar un
doctor si está mal, o defenderse a sí y a su propiedad, sino que sencillamente
doy este aviso: no tomar venganza en contra de los hombres malvados, no
devolver el mal por mal, sino soportar la desgracia con paciencia porque Dios
desea que así lo hagamos, y al cumplir su voluntad recibiremos la promesa. La última cosa que deseo
observar es esta. Todos debemos luchar para estar íntimamente convencidos de
que todo lo que sucede por suerte o accidente, como una gran sequía, excesiva
lluvia, pestilencia, hambruna, y otras, no suceden sin la especial providencia
y voluntad de Dios, y en consecuencia no debemos quejarnos de los elementos, o
de Dios mismo, sino considerar males de este tipo como un flagelo con el que
Dios nos castiga por nuestros pecados, e inclinándonos bajo su mano
todopoderosa, soportemos todo con humildad y paciencia. Dios será entonces
apaciguado. Derramará sus bendiciones sobre nosotros. Nos corregirá a nosotros
sus hijos con amor paternal, y no nos privará del Reino de los Cielos. Podemos
aprender cual es la recompensa de la paciencia de un ejemplo que San Gregorio
aduce. En la trigésimo quinta homilía sobre los Evangelios, dice que un cierto
hombre Esteban era tan paciente como para considerar a aquellos que lo oprimían
como sus más grandes amigos. Devolvía agradecimientos por los insultos, tenía a
las desgracias como ganancias, contaba a sus enemigos entre el número de los
que le deseaban el bien y eran sus benefactores. El mundo lo consideraba como
un insensato y un loco, pero no fue sordo a las palabras del Apóstol de Cristo:
“Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio para
llegar a ser sabio”[236].
Y San Gregorio ańade que cuando se estaba muriendo muchos ángeles fueron
vistos asistiéndolo alrededor de su cama, quienes llevaron su alma derecho al
cielo, y el santo Doctor no dudó en tener a Esteban entre los mártires por
virtud de su extraordinaria paciencia. [223] Stgo 1,4. [224] Serm. "De
Patientia." [225] Sal 9,19. [226] Cap. 15 [227] Lc 21,19. [228] Lc 21,18. [229] Hb 10,36. [230] Stgo 1,12. [231] Jn 14,23-24. [232] Gál 2,19. [233] "Epist. ad
Rom." [234] Hb 10,36. [235] Job 1,21. [236] 1Cor 3,18. Aún queda un fruto más,
y el más dulce de todos, para ser recogido de la consideración de esta palabra.
San Agustín, en su explicación de la palabra “Tengo sed”, a ser hallada en su
tratado sobre el Salmo 68, dice que manifiesta no sólo el deseo que Cristo
tenía por beber, sino más aún el deseo con que estaba inflamado de que sus
enemigos crean en Él y se salven. Podemos ir un poco más lejos, y decir que
Cristo tuvo sed por la gloria de Dios y salvación de los hombres, y nosotros
hemos de tener sed por la gloria de Dios, honor de Cristo, y por nuestra propia
salvación y la salvación de nuestros hermanos. No podemos dudar de que Cristo
tuvo sed por la gloria de su Padre y la salvación de las almas, pues todas sus
obras, toda su predicación, todos sus sufrimientos, todos sus milagros, así lo
proclaman. Debemos considerar lo que tenemos que hacer para no mostrarnos
ingratos a tal Benefactor, y qué medios hemos de tomar para inflamarnos de tal
manera que realmente estemos sedientos por la gloria de Dios, que “tanto amó al
mundo que dio a su único Hijo”[237],
y ferviente y ardientemente estar sedientos por el honor de Cristo, quien “nos
amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma”[238], sintiendo tanta
compasión por nuestros hermanos como un deseo celoso de su salvación. Aún lo
más necesario para nosotros es anhelar cordial y ardorosamente nuestra propia
salvación, que este deseo nos empuje, de acuerdo a nuestra fuerza, a pensar y
hablar y hacer todo lo que nos pueda ayudar a salvar nuestras almas. Si no nos importa
nada el honor de Dios, o la gloria de Cristo, y no sentimos ninguna ansiedad
por nuestra propia salvación, o la de los otros, se sigue que Dios será privado
del honor que le es debido, que Cristo perderá la gloria que es suya, que
nuestro prójimo no llegará al cielo, y que nosotros mismos pereceremos
miserablemente para la eternidad. Y por este relato estoy muchas veces lleno de
asombro al reflexionar que todos sabemos cuán sinceramente estuvo sediento
Cristo por nuestra salvación, y nosotros, que creemos a Cristo la Sabiduría del
Dios viviente, no somos movidos a imitar su ejemplo en materia tan íntimamente
conectada con nosotros. Ni estoy menos sorprendido de ver hombres correr tras
bienes mundanos con tal avidez, como si no hubiera cielo, y preocupándose tan
poco por su propia salvación que, lejos de andar sedientos de ella, con las
justas piensan en ella de pasada, como material trivial de poca importancia.
Más aún los bienes temporales, que no son placeres puros, sino que son
acompańados de muchas desventuras, son buscados con vehemencia y ansiedad.
Pero a la felicidad eterna, que es deleite absoluto, es dada tan poca
importancia, querida con tan poca preocupación, como si no poseyese ventaja
alguna. ˇIlumina, Seńor, los ojos de mi alma, para que pueda
encontrar la causa de tan dolorosa indiferencia! El amor produce deseo, y
el deseo, cuando es excesivo, es llamado sed. Ahora bien, żquién hay que
no puede amar su propia felicidad temporal, particularmente cuando esa
felicidad es libre de cualquier cosa que la puede dańar? Y si premio tan
grande no puede ser sino amado, żpor qué no puede ser ardientemente
deseado, ansiosamente buscado, y con todas nuestras fuerzas estar sedientos de
él? Tal vez la razón es que nuestra salvación no es materia que caiga bajo los
sentidos, nunca hemos tenido experiencia de cómo es, como sí la hemos tenido en
materias que se relacionan al cuerpo; y estamos tan solícitos para él, pero tan
fríamente indiferentes para la primera. Pero si tal es el caso, por qué David,
que era hombre mortal como nosotros, anhelaba tan ansiosamente la visión de
Dios, y la felicidad en el cielo que consiste en la visión de Dios, como para
clamar: “Como el ciervo desea
las fuentes de agua, así te desea a ti, oh Dios, mi alma. Sedienta está mi alma
del Dios fuerte, vivo. żCuándo vendré y apareceré ante la faz de Dios?”[239]. David no es el único
en este valle de lágrimas que ha deseado con tal ardiente deseo alcanzar la
visión de Dios. Han habido otros más, distinguidos por su santidad, por quienes
las cosas de este mundo fueron tenidas como despreciables e insípidas, y para
quienes nada más el pensamiento y el recuerdo de Dios era agradable y
delicioso. La razón entonces por la que no estamos sedientos de nuestra
felicidad eterna no es porque el cielo es invisible, sino porque no pensamos
con atención acerca de lo que está ante nosotros, con asiduidad, con fe. Y la
razón por la cual no tomamos en cuenta las materias celestiales como debiéramos
es porque no somos hombres espirituales, sino sensuales: “El hombre sensual no
percibe aquellas cosas que son del Espíritu de Dios”[240]. Por lo que, alma mía, si deseas por tu
propia salvación, y la de tu prójimo, si mantienes en el corazón el honor de
Dios y la gloria de Cristo, escucha las palabras del santo Apóstol Santiago:
“Si alguno de ustedes está falto de sabiduría, demándela a Dios que la da a
todos copiosamente y no da improperios, y le será concedida”[241]. Esta sublime sabiduría no ha de ser
adquirida en las escuelas de este mundo, sino en la escuela del Espíritu Santo
de Dios, quien convierte al hombre sensual en uno espiritual. Pero no es
suficiente pedir por esta sabiduría solo una vez y con frialdad, sino
demandarla con mucho insistencia de nuestro Padre celestial. Pues si un padre
en la carne no puede rehusarse a su hijo cuando le pide pan, “żCuánto más
su Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo pidieron?”[242]. [237] Jn 3,16. [238] Ef 5,2. [239] Sal 41,2-3. [240] 1Cor 2,14. [241] Stgo 1,5. [242] Lc 11,13. CAPÍTULO XII La sexta palabra dicha
por Nuestro Seńor en la Cruz es mencionada por San Juan como ligada de
alguna manera a la quinta palabra. Pues tan pronto como Nuestro Seńor
había dicho “Tengo sed”, y había probado el vinagre que le había sido ofrecido,
San Juan ańade: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está
cumplido"”[243]. Y
en verdad nada puede ser ańadido a estas sencillas palabras: “Todo está
cumplido”, excepto que la obra de la Pasión estaba ahora perfeccionada y
completada. Dios Padre había impuesto dos tareas a su Hijo: la primera predicar
el Evangelio, la otra sufrir por la humanidad. En cuanto a la primera ya había
dicho Cristo: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que
me encomendaste realizar”[244].
Nuestro Seńor dijo estas palabras luego de que había concluido el largo
discurso de despedida a sus discípulos en las Última Cena. Ahí había cumplido
la primera obra que su Padre Celestial le había impuesto. La segunda tarea,
beber la amarga copa de su cáliz, faltaba aún. Había aludido a esto cuando
preguntó a los dos hijo de Zebedeo “żPodéis beber la copa que yo voy a
beber?”[245]; y también:
“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz”[246]; y en otro lugar: “El cáliz que me ha dado
el Padre żno lo voy a beber?”[247].
Sobre esta tarea, Cristo al momento de su muerte podía entonces exclamar: “Todo
está cumplido, pues he apurado el cáliz del sufrimiento hasta lo último, nada
nuevo me espera ahora sino morir”. E inclinado la cabeza, expiró[248]. Pero como ni Nuestro
Seńor, ni San Juan, quienes fueron concisos en lo que dijeron, han
explicado qué fue lo cumplido, tenemos la oportunidad de aplicar la palabra con
gran razón y ventaja a diversos misterios. San Agustín, en su comentario sobre
este pasaje, refiere la palabra al cumplimiento de todas las profecías que se
referían al Seńor. “Luego de que Jesús supiera que todas las cosas estaban
ahora cumplidas, para que sea cumplida la Escritura, dijo: tengo sed”, y
“Cuando había tomado el vinagre, dijo: "Todo está cumplido"”[249], lo que significa que
lo que quedaba todavía por cumplir había sido cumplido, y por tanto podemos
concluir que Nuestro Seńor quería manifestar que todo lo que había sido
predicho por los profetas en relación a su Vida y Muerte había sido hecho y
cumplido. En verdad, todas las predicciones habían sido verificadas. Su
concepción: “He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo”[250]. Su nacimiento en
Belén: “Más tu, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir aquel que ha de dominar Israel”[251]. La aparición de una nueva estrella: “De
Jacob nacerá una estrella”[252].
La adoración de los Reyes: “Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecerán dones,
los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes”[253]. La predicación del Evangelio: “El
espíritu del Seńor está sobre mí, porque el Seńor me ungió, me envió
para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, anunciar
la remisión de los cautivos y la libertad a los encarcelados”[254]. Sus milagros: “El mismo Dios vendrá y les
salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos
de los sordos. Entonces el cojo saltará como el ciervo y la lengua de los mudos
será desatada”[255]. El
cabalgar sobre un asno: “Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, vendrá
pobre y sentado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna”[256]. Y toda la Pasión había sido gráficamente
predicha por David en los Salmos, por Isaías, Jeremías, Zacarías, y otros. Este
es el significado de lo que Nuestro Seńor decía cuando estaba a punto de
comenzar su Pasión: “Miren, subimos a Jerusalén y va a cumplirse todo lo que
escribieron los profetas sobre el Hijo del hombre”[257]. De las cosas que debían cumplirse, ahora
dice: “Todo está cumplido”, todo está terminado, para que lo que los profetas
predijeron sea ahora encontrado como verdad. En segundo lugar, San
Juan Crisóstomo dice que la palabra “Todo está cumplido” manifiesta que el
poder que había sido dado a los hombres y demonios sobre la persona de Cristo
les había sido quitado con la muerte de Cristo. Cuando Nuestro Seńor dijo
a los Sumos Sacerdotes y maestros del Templo “esta es su hora y el poder de las
tinieblas”[258], aludía a
este poder. Todo el periodo de tiempo durante el cual, con el permiso de Dios,
los malvados tuvieron poder sobre Cristo, fue concluido cuando exclamó “Todo
está cumplido”, pues la peregrinación del Hijo de Dios entre los hombres, que
había predicho Baruc, vino a su fin: “Este es nuestro Dios y ningún otro será
tenido en cuenta ante él. Él penetró los caminos de la sabiduría y la dio a
Jacob, su siervo, y a Israel, su amado. Después fue vista en la tierra y
conversó con los hombres”[259].
Y junto con su peregrinaje, aquella condición de su vida mortal fue terminada,
aquella por la que sentía hambre y sed, dormía y se fatigaba, fue sujeto de
afrentas y flagelos, heridas y a la muerte. Y así cuando Cristo en la Cruz
exclamó “Todo está cumplido, e inclinando la cabeza, expiró”, concluyó el
camino del que había dicho: “Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el
mundo y voy al Padre”[260].
Esa laboriosa peregrinación fue terminada, sobre lo que había dicho Jeremías:
“Esperanza de Israel, salvador en tiempo de la tribulación, żpor qué estás
en esta tierra como un extrańo o como un viajero que pasa?”[261]. La sujeción de su naturaleza humana a la
muerte fue terminada, el poder de sus enemigos sobre Él fue acabado. En tercer lugar concluyó
el mayor de todos los sacrificios. En comparación al real y verdadero
Sacrificio todos los sacrificios de la Antigua Ley son tenidos como meras
sombras y figuras. San León dice: “Has atraído todas las cosas hacia ti,
Seńor, pues cuando el velo del Templo fue rasgado, el Santo de los Santos
se apartó de los sacerdotes indignos: las figuras se convirtieron en verdades,
las profecías se manifestaron, la Ley se convirtió en el Evangelio”. Y un poco
más adelante, dice: “Al cesar la variedad de sacrificios en los que las
víctimas era ofrecidas, la única oblación de tu Cuerpo y Sangre cubre por las
diferencias de las víctimas”[262].
Pues en este único Sacrificio de Cristo, el sacerdote es el Dios-Hombre, el
altar es la Cruz, la víctima es el cordero de Dios, el fuego para el holocausto
es la caridad, el fruto del sacrificio es la redención del mundo. El sacerdote,
digo, era el Hombre-Dios. No hay nadie mayor: “Tu eres sacerdote para siempre,
de acuerdo al rito de Melquisedec”[263],
y con justicia de acuerdo al rito de Melquisedec, porque leemos en la Escritura
que Melquisedec no tenía padre o madre o genealogía, y Cristo no tenía Padre en
la tierra, o madre en el cielo, y no tenía genealogía, pues “żQuien
contará su generación?”[264];
“De mi seno, antes del lucero, te engendré”[265]; “y su salida desde el principio, desde
los días de la eternidad”[266].
El altar fue la Cruz. Y así como previamente al tiempo en que Cristo sufrió
sobre ella era el signo de la más grande ignominia, así ahora se ha dignificado
y ennoblecido, y en el último día aparecerá en el cielo más brillante que el
sol. La Iglesia aplica a la Cruz las palabras del Evangelista: “Entonces
aparecerá la seńal del Hijo del hombre en el cielo”[267], pues ella canta: “Esta seńal de la
Cruz aparecerá en el cielo cuando el Seńor venga a juzgar”. San Juan
Crisóstomo confirma esta opinión, y observa que cuando “el sol sea oscurecido,
y la luna no de su luz”[268],
la Cruz se verá más brillante que el sol en su esplendor al medio día. La
víctima fue el cordero de Dios, todo inocente e inmaculado, de quien Isaías
dice: “Como oveja será llevado al matadero, como cordero, delante del que lo
trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca”[269], y de quien su Precursor había dicho: “He
aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo”[270]; y San Pedro:
“Sabiendo que han sido redimidos, no con oro, ni con plata, sino con la
preciosa sangre de Cristo, como cordero inmaculado y sin mancilla”[271]. Es llamado también en
el Apocalipsis “el cordero que fue muerto desde el principio del mundo”[272], porque el mérito de
su sacrificio fue previsto por Dios y fue en beneficio de aquellos que vivieron
antes de la venida de Cristo. El fuego que consume el holocausto y completa el
sacrifico es el inmenso amor que, como en hoguera ardiente, ardió en el Corazón
del Hijo de Dios, y el cual las muchas aguas de su Pasión no pudieron
extinguir. Finalmente, el fruto del Sacrificio fue la expiación de los pecados
para todos los hijo de Adán, o en otras palabras, la reconciliación del mundo
entero con Dios. San Juan en su primera Carta, dice: “Él es propiciación por
nuestros pecados, y no tan solo por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo”[273] y esta es
sólo otra manera de expresar la idea de San Juan Bautista: “He ahí el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo”[274]. żUna dificultad surge aquí. Como pudo Cristo ser
al mismo tiempo sacerdote y víctima, puesto que era deber del sacerdote matar a
la víctima? Ahora bien, Cristo no se mató a sí mismo, ni podía hacerlo, pues si
lo hubiese hecho habría cometido un sacrilegio y no ofrecido un sacrificio. Es
verdad que Cristo no se mató a sí mismo, aún así ofreció un sacrificio real,
porque pronta y alegremente se ofreció a sí mismo a la muerte por la gloria de
Dios y la salvación de los hombres. Pues ni los soldados hubiesen podido
aprehenderlo, ni los clavos traspasado sus manos y pies, ni la muerte, aunque
estuviese clavado a la Cruz, hubiese tenido ningún poder sobre Él si el mismo
no lo hubiese querido así. En consecuencia, con gran verdad dijo Isaías: “Él se
ofreció porque él mismo lo quiso”[275];
y Nuestro Seńor: “Yo doy mi vida; no me la quita ninguno, yo la doy por mí
mismo”[276]. Y aún más
claramente San Pablo: “Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como
ofrenda y sacrificio de suave aroma”[277].
Por tanto, de manera maravillosa fue dispuesto que todo el mal, todo el pecado,
todo el crimen cometido al poner a muerte a Cristo fuese cometido por Judas y
los judíos, por Pilato y los soldados. Ellos no ofrecieron ningún sacrificio,
sino que fueron culpables del sacrilegio, y merecían ser llamados no sacerdotes
sino miserables sacrílegos. Y toda la virtud, toda la santidad, toda la
obediencia de Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima a Dios al soportar
pacientemente la muerte, incluso muerte de Cruz, para poder apaciguar la ira de
su Padre, reconciliar a la humanidad con Dios, satisfacer la justicia Divina, y
salvar la raza caída de Adán. San León expresa de manera hermosa este pensamiento
en pocas palabras: “Permitió que las manos impuras de los miserables se vuelvan
contra Él, y se convirtieran en cooperadores con el Redentor en el momento en
que cometían un abominable pecado”. En cuarto lugar, por la
muerte de Cristo la gran lucha entre Él mismo y el príncipe del mundo llegó a
su fin. Al aludir a esta lucha, el Seńor hizo uso de estas palabras: “El
juicio del mundo comienza ahora; ahora será expulsado fuera el príncipe de este
mundo. cuando sea alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo”[278]. La lucha fue
judicial, no militar. La lucha fue entre dos demandantes, no dos ejércitos
rivales. Satanás disputó con Cristo la posesión del mundo, el dominio sobre la
humanidad. Por largo tiempo el demonio se había lanzado ilegítimamente a
poseerlo, porque había vencido al primer hombre, y había hecho a él y a todos
sus descendientes esclavos suyos. Por esta razón, San Pablo llama a los
demonios “principados y potestades, gobernadores de estas tinieblas del mundo”[279]. Y como dijimos antes,
incluso Cristo llama al demonio “príncipe de este mundo”. Ahora el demonio no
solamente quiso ser príncipe, sino incluso el dios de este mundo, y así exclama
el Salmo: “Porque todos los dioses de las naciones son demonios, pero el
Seńor hizo los cielos”[280].
Satanás era adorado en los ídolos de los gentiles, y era rendido culto en sus
sacrificios de corderos y terneros. Por otro lado, el Hijo de Dios, como
verdadero y legítimo heredero del universo, demandó el principado de este mundo
para Él. Esta fue la disputa decidida en la Cruz, y el juicio fue pronunciado
en favor del Seńor Jesús, porque en la Cruz expió plenamente los pecados
del primer hombre y de todos sus hijos. Pues la obediencia mostrada al Padre
Eterno por su Hijo fue mayor que la desobediencia de un siervo a su Seńor,
y la humildad con la que murió el Hijo de Dios en la Cruz redundó más para el
honor del Padre que el orgullo de un siervo sirvió para su injuria. Así Dios,
por los méritos de su Hijo, fue reconciliado con la humanidad, y la humanidad
fue arrancada del poder del demonio, y “nos trasladó al reino de su Hijo muy
amado”[281]. Hay otra razón que San
León aduce, y la daremos en sus propias palabras. “Si nuestro orgulloso y cruel
enemigo hubiese podido conocer el plan que la misericordia de Dios había
adoptado, habría reprimido las pasiones de los judíos, y no los habría incitado
con odio injusto, por lo que pudiese perder su poder sobre los cautivos al
atacar infructuosamente la libertad de Aquel que nada le debía”. Esta es una
razón de muchísimo peso. Puesto que es justo que el demonio perdiera toda su
autoridad sobre todos aquellos que por el pecado se habían hecho esclavos
suyos, porque se había atrevido a poner sus manos sobre Cristo, quien no era su
esclavo, quien nunca había pecado, y a quien sin embargo había perseguido a
muerte. Ahora, si tal es el estado del caso, si la batalla ha terminado, si el
Hijo de Dios ha ganado la victoria, y si “quiere que todos los hombres se
salven”[282], żcómo
es que tantos en esta vida están bajo el poder del demonio, y sufren los
tormentos del infierno en la próxima? Lo respondo en una palabra: lo quieren.
Cristo salió victorioso de la contienda, luego de otorgar dos indecibles
favores a la raza humana. Primero el abrir a los justos las puertas del cielo,
que habían estado cerradas desde la caída de Adán hasta aquel día, y en el día
de su victoria, dijo al ladrón que había sido justificado por los méritos de su
sangre, a través de la fe, la esperanza, y la caridad: “Este día estarás
conmigo en el Paraíso”[283],
y la Iglesia en su exultación, clama: “Tu, habiendo vencido al aguijón de la
muerte, abriste a los creyentes el Reino de los Cielos”. El segundo, la
institución de los Sacramentos, que tienen el poder de perdonar los pecados y
conferir la gracia. Envía a los predicadores de su Palabra a todas las partes
del mundo a proclamar: “Aquel que cree, y sea bautizado, será salvado”[284]. Y así nuestro victorioso
Seńor ha abierto el camino a todos para adquirir la gloriosa libertad de
los hijos de Dios, y si hay algunos que no quieren entrar en este camino,
mueren por su propia culpa, y no por la falta de poder o la falta de querer de
su Redentor. En quinto lugar, la
palabra “Todo está cumplido” puede ser con justicia aplicada a la conclusión
del edificio, esto es, la Iglesia. Cristo nuestro Seńor usa esta misma
palabra en referencia a un edificio: “Hic homo coepit aedificare et non potuit
consummare”, “Este hombre empezó a edificar y no ha podido acabar”[285]. Los Padres
enseńan que la fundación de la Iglesia fue hecha cuando Cristo fue
bautizado, y el edificio completado cuando murió. Epifanio, en su tercer libro
contra los herejes, y San Agustín en el último libro de la Ciudad de Dios,
muestran que Eva, que fue hecha a partir de una costilla de Adán mientras
dormía, tipifica a la Iglesia, que fue hecha del costado de Cristo mientras
dormía en la muerte. Y resaltan que no sin razón el libro del Génesis usa la
palabra "construyó", y no "formó". San Agustín[286] prueba que el edificio
de la Iglesia comenzó con el bautismo de Cristo, con las palabras del Salmista:
“Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la redondez de la
tierra”[287]. El reino de
Cristo, que es la Iglesia, comenzó con el bautismo que recibió de manos de San
Juan, por la que consagró las aguas e instituyó ese sacramento que es la puerta
de la Iglesia, y cuando la voz de su Padre fue claramente escuchada en los
cielos: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”[288]. Desde ese momento nuestro Seńor
empezó a predicar y a reunir discípulos, quienes fueron los primeros hijos de
la Iglesia. Y todos los sacramentos derivan su eficacia de la Pasión de Cristo,
aunque el costado de Nuestro Seńor fue abierto después de su muerte, y
sangre y agua, que tipifican los dos sacramentos principales de la Iglesia,
fluyeron. El fluir de la sangre y el agua del costado de Cristo luego de su
muerte fue una seńal de los sacramentos, no de su institución. Podemos
concluir entonces que la edificación de la Iglesia fue completada cuando Cristo
dijo: “Todo está cumplido”, porque nada quedó luego más que la muerte, que
sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de nuestra redención. [243] Jn 19,30. [244] Jn 17,4. [245] Mt 20,22. [246] Lc 22,42. [247] Jn 18,11. [248] Jn 19,30. [249] Jn 19,28.30. [250] Is 7,14. [251] Miq 5,2. [252] Nm 24,17. [253] Sal 71,10. [254] Is 61,1. [255] Is 35,4.5.6. [256] Za 9,9. [257] Lc 18,31. [258] Lc 22,53. [259] Ba 3,36-38. [260] Jn 16,28. [261] Jer 14,8. [262] Serm. 8. De Pass. Dom. [263] Sal 109,4. [264] Is 53,8. [265] Sal 109,3. [266] Miq 5,2. [267] Mt 24,30. [268] Mt 24,29. [269] Is 53,7. [270] Jn 1,29. [271] 1Pe 1,18-19. [272] Ap 13,8. [273] 1Jn 2,2. [274] Jn 1,29. [275] Is 53,7. [276] Jn 10,17.18. [277] Ef 5,2. [278] Jn 12,31-32. [279] Ef 6,12. [280] Sal 95,5. [281] Col 1,13. [282] 1Tim 2,4. [283] Lc 23,43. [284] Mc 16,16. [285] Lc 14,30. [286] "De Civit." l. 27,
c. 8. [287] Sal 71,8. [288] Mt 3,17. Cualquiera que con
atención reflexione sobre la sexta palabra ha de obtener muchas ventajas de sus
reflexiones. San Agustín saca una lección muy útil del hecho de que la palabra
“Todo está cumplido” muestra el cumplimiento de todas las profecías que hacen
referencia a Nuestro Seńor. Puesto que estamos seguros por lo que pasó que
las profecías relacionadas a Nuestro Seńor fueron verdaderas, así nosotros
deberíamos tener la misma certeza de que otras cosas que los mismos Profetas
han profetizado y que aún no han sucedido son igualmente ciertas. Los Profetas
hablaron no de lo que quisieron, sino bajo inspiración del Espíritu Santo, y
como el Espíritu Santo es Dios, quien no puede engańar o extraviar,
nosotros deberíamos estar muy confiados de que todo lo que predijeron sucederá,
si es que no ha sucedido ya. “Pues hasta ahora, decía San Agustín, todo ha sido
realizado, por lo que ha de cumplirse con certeza sucederá. Tengamos un temor
reverente en el Día del Juicio, pues el Seńor vendrá. Él, que vino como un
humilde bebé, vendrá de nuevo como un Dios poderoso”. Nosotros tenemos más
razones que los santos del Antiguo Testamento para nunca flaquear en nuestra
fe, o en lo que creemos que vendrá. Aquellos que vivieron antes de la venida de
Cristo estaban obligados a creer, sin prueba alguna, muchas cosas de las que
nosotros ya tenemos abundantes testimonios, y por todo aquello que ya ha sido
cumplido podemos deducir fácilmente que las otras profecías también se
cumplirán. Los contemporáneos de Noé habían escuchado acerca del Diluvio
Universal, no solo a través de los labios del profeta de Dios, sino también al mirarlo
trabajando tan diligentemente en la construcción del Arca; y aún así, como
nunca antes había habido un diluvio o algo similar a ello, no se convencieron,
y en consecuencia la ira Divina los tomó desprevenidos. Así como nosotros
sabemos que la profecía de Noé se cumplió, no deberíamos tener ninguna
dificultad en creer que el mundo y todo lo que ahora estimamos tanto será un
día destruido por el fuego. Sin embargo, aún hay algunos pocos que poseen una
fe tan viva en todo esto como para desprenderse ellos mismos de las cosas
perecibles, y fijar sus corazones en los gozos de arriba, que son reales y
eternos. Los terrores del Último
Día han sido profetizados por Cristo mismo, por lo que es totalmente
inexcusable que alguien no pueda convencerse de que, así como algunas profecías
han sido ya cumplidas, otras también lo serán. Estas son las palabras de
Cristo: “Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre.
Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban
mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el Arca, y no se dieron cuenta
hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida
del Hijo de hombre. Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro
Seńor”[289]. Y San
Pedro dijo: “El Día del Seńor llegará como un ladrón; en aquel día, los
cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se
disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá”[290]. Pero algunos argumentarán que todas éstas
cosas están sumamente lejanas. Concedamos que efectivamente están aún lejanas,
y si lo están, el día de la muerte ciertamente no está muy lejano: su hora es
incierta, lo que sí es cierto es que en el juicio particular cada uno deberá
rendir cuenta sobre cada palabra vana. Y si esto por cada palabra vana
żqué sobre las palabras pecaminosas, y las blasfemias, que son tan
comunes? Y si tenemos que rendir cuenta sobre cada palabra vana żQué de
las acciones, de los robos, adulterios, fraudes, asesinatos, injusticias, y otros
pecados mortales? Por lo tanto el cumplimiento de algunas profecías nos harán
aún más culpables si es que no creemos que las otras profecías se cumplirán. Ni
es suficiente solamente creer, a menos que nuestra fe eficazmente mueva nuestra
voluntad a hacer o evitar aquello que nuestro entendimiento nos enseńa que
debe ser hecho o evitado. Si un arquitecto opina que una casa está a punto de
desplomarse, y sus habitantes creen en las palabras del arquitecto, pero aún
así no abandonan la casa y terminan sepultados en sus ruinas, żQué dirá la
gente de ésa fe? Ellos dirán con el Apóstol: “Profesan conocer a Dios, mas con
sus obras le niegan”[291].
O, żQué se diría si un doctor le ordena a su paciente no tomar vino, y el
paciente lo asume como un buen consejo, pero aún así continua tomando vino, y
se molesta si es que no se lo dan? żNo deberíamos decir que ése paciente
estaba loco y que en realidad no confiaba en su doctor? ˇQuisiera que no
hubieran tantos cristianos que profesan creer en los juicios de Dios y en otras
cosas, y con su conducta contradicen sus palabras! [289] Mt
24,37.38.39.42 [290] 2Pe 3,10 [291] Tit 1,16. Otra ventaja puede ser
sacada de la segunda interpretación que dimos a la palabra “todo está
cumplido”. Junto con San Juan Crisóstomo dijimos que por su muerte Cristo
concluyó su estadía laboriosa entre nosotros. Nadie puede negar que su vida
mortal fue sumamente dura, pero su misma dureza fue compensada por su cortedad,
su fruto, su gloria, y su honor. Duró treintitrés ańos. żQué es una
labor de treintitrés ańos comparado a un descanso eterno? Nuestro
Seńor trabajó con hambre y sed, en medio de muchas penalidades, de
insultos innumerables, de golpes, heridas, de la muerte misma. Pero ahora bebe
de la fuente de la alegría, y su alegría será eterna. Fue humillado, y por un
corto tiempo fue “oprobio de los hombres y desecho del pueblo”[292], pero “Dios le exaltó, y le otorgó el
Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se
doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos”[293]. Por otro lado, los pérfidos judíos se
regocijaron durante una hora por Cristo y sus sufrimientos. Judas por una hora
disfrutó el precio de su avaricia: unas pocas monedas de plata. Pilato por una
hora se glorificó porque no había perdido la amistad de Tiberio, y había vuelto
a ganar la de Herodes. Pero por casi dos mil ańos han estado sufriendo los
tormentos del infierno, y sus gritos de desesperanza será escuchados por
siempre y para siempre. Desde su miseria, todos
los siervos de la Cruz pueden aprender cuán bueno y fructuoso es ser humildes,
dóciles, pacientes, cargar su Cruz en esta vida, seguir a Cristo como su guía,
y de ninguna manera envidiar a aquellos que parecen estar alegres en este
mundo. Las vidas de Cristo y de sus apóstoles y mártires son una verdadero
comentario a las palabras del Seńor de seńores. “Bienaventurados los
pobres, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que lloran,
bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
Reino de los Cielos”[294]
Y por otro lado “ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro
consuelo. Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre.
Ay de los que reís ahora, porque tendréis aflicción y llanto”[295]. Aunque ni las palabras,
ni la vida y muerte de Cristo son entendidas o seguidas por el mundo, aún quien
sea que desee dejar los afanes del mundo y entrar en su corazón y meditar
seriamente y decirse a sí mismo: “Escucharé lo que Dios me va a hablar”[296], e importuna a su
Divino Seńor con humilde plegaria y lamento de espíritu, entenderá sin
dificultad toda la verdad, y la verdad lo hará libre de todos sus errores, y lo
que antes parecía imposible será entonces fácil. [292]
Sal 21,7. [293]
Fil 2,9-10. [294]
Mt 5,3.10. [295]
Lc 6,24.25. [296]
Sal 84,9 El tercer fruto a ser
recogido por la consideración de la sexta palabra es que debemos aprender a ser
sacerdotes espirituales, “para ofrecer a Dios sacrificios espirituales”[297], como nos dice San
Pedro, o como advierte San Pablo, “ofrecer” nuestros “cuerpos como una víctima
viva, santa, agradable a Dios”, nuestro “culto racional”[298]. Pues si esta palabra “todo está cumplido”
nos muestra que el Sacrificio de nuestro Sumo Sacerdote ha sido cumplido en la
Cruz, es justo y propio que los discípulos de un Dios crucificado, deseosos,
hasta donde puedan, de imitar a su Seńor, se ofrezcan ellos mismos como un
sacrificio a Dios, de acuerdo a su debilidad y pobreza. Ciertamente, San Pedro
dice que todos los cristianos son sacerdotes, no estrictamente como aquellos que
son ordenados por obispos en la Santa Iglesia Católica para ofrecer el
Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, sino sacerdotes espirituales para
ofrecer víctimas espirituales, no tales como leemos en el Antiguo Testamento,
ovejas y bueyes, tórtolas y palomas, o la Víctima del Nuevo Testamento, el
Cuerpo de Cristo en la Sagrada Eucaristía, sino víctimas místicas que pueden
ser ofrecidas por todos, como la oración y la alabanza y las obras buenas y los
ayunos y las obras de misericordia, como dice San Pablo: “ofrezcamos siempre un
sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de los labios que confiesan
su Nombre”[299]. En su
Carta a los Romanos, el mismo Apóstol nos dice, resaltándolo de manera
especial, que ofrezcamos a Dios el sacrificio místico de nuestros cuerpos tras
los sacrificios de la Antigua Ley, que eran regulados por cuatro decretos. El
primero era que la víctima debía ser algo consagrado a Dios, por lo que era
ilegítimo darle algún uso profano. El segundo era que la víctima debía ser una
creatura viviente, como una oveja, una cabra o un ternero. El tercero, que
debía ser sagrado, es decir, limpio, pues los judíos consideraban algunos
animales limpios y otros no. Ovejas, bueyes, cabras, tórtolas, gorriones y
palomas eran limpios, mientras que el caballo, el león, el zorro, el águila, el
cuervo, entre otros, no eran limpios. El cuarto, que la víctima debía ser
quemada, y despedir un olor de suavidad. Todas estas cosas enumera el Apóstol.
“Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis
vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, tal será
vuestro culto espiritual”[300].
Como entiendo al Apóstol, no nos está exhortando a ofrecer un sacrificio
estrictamente hablando, como si quisiese que nuestros cuerpos fuesen muertos y
quemados, como los cuerpos de las ovejas al ser ofrecidas en sacrificio, sino
ofrecer un sacrificio místico y razonable, un sacrificio que es similar, pero
no igual, espiritual y no corporal. El Apóstol por tanto nos exhorta a la
imitación de Cristo ya que Él ofreció en la Cruz para beneficio nuestro el
Sacrificio de su Cuerpo en una muerte real y verdadera, para que, por honor
suyo, ofrezcamos nuestros cuerpos como víctimas vivas, santas y perfectas, una
víctima que es agradable a Dios, y que es de manera espiritual muerta y
quemada. Daremos ahora algunas
palabras de explicación en relación a los cuatro decretos que regulan los
sacrificios judíos. En primer lugar, nuestros cuerpos deben ser víctimas
consagradas a Dios, que debemos usar para el honor de Dios. Pues no debemos
mirar a nuestros cuerpos como propiedad nuestra, sino como propiedad de Dios, a
quien estamos consagrados por el Bautismo, y que nos ha comprado en gran
precio, como dice el Apóstol a los Corintios. Ni seamos tampoco meras víctimas,
sino víctimas vivas por la vida de la gracia y el Espíritu Santo. Pues aquellos
muertos por el pecado no son víctimas de Dios, sino del demonio, que mata
nuestras almas y se regocija en su destrucción. Nuestro Dios, que siempre fue y
es la fuente de la vida, no le habría ofrecido a Él fétidos despojos que no son
aptos para nada sino para ser arrojados a las bestias. En segundo lugar,
debemos tener mucho cuidado en preservar esta vida de nuestras almas para que
podamos ofrecer nuestro “culto espiritual”. Ni es suficiente para la víctima
estar viva. Debe ser también santa. Un “sacrificio viviente” y “santo”, dice
San Pablo. La oblación de víctimas limpias fue un sacrificio santo. Como hemos
dicho antes, algunos cuadrúpedos eran limpios, como las ovejas, cabras y
bueyes, y algunas aves eran limpias, como las tórtolas, gorriones y palomas. La
primera clase de animales significan la vida activa, la última la
contemplativa. Consecuentemente, si aquellos que llevan una vida activa entre
los fieles desean ofrecerse a sí mismos como víctimas santas a Dios, deben
imitar la simplicidad y la mansedumbre del cordero, que no conoce venganza, la
laboriosidad y la seriedad del buey, que no busca reposo, ni corre vanamente de
aquí para allá, sino soporta su carga y arrastra su arado y trabaja asiduamente
en el cultivo de la tierra, y finalmente, la agilidad de la cabra al trepar las
montańas y su rapidez en detectar objetos desde lejos. No deben descansar
satisfechos con solo ser mansos, ni realizando ciertas tareas. Deben alzar sus
corazones por la oración frecuente y contemplar las cosas que están arriba.
Pues żcómo pueden realizar sus acciones por la gloria de Dios y hacerlas
ascender como incienso de sacrificio ante Él, si raramente o nunca piensan en
Dios, ni lo buscan, y no están por medio de la meditación ardiendo con su Amor?
La vida activa del cristiano no debe estar completamente separada de la
contemplativa, así como la contemplativa no debe estar enteramente separada de
la activa. Aquellos que no siguen el ejemplo de los bueyes y corderos y cabras
en su trabajo continuo y útil por su Seńor, sino que desean y buscan su
propia comodidad temporal, no pueden ofrecer a Dios una víctima santa. Se parecen
más a bestias feroces y carnívoras, como lobos, perros, osos, y cuervos, que
hacen de su estómago un dios, y siguen las huellas del “león rugiente” que
“ronda buscando a quién devorar”[301].
Aquellos cristianos que siguen una vida contemplativa y buscan ofrecerse como
víctimas vivas y santas a Dios deben imitar la soledad de la tórtola, la pureza
de la paloma, la prudencia del gorrión. La soledad de la tórtola es aplicable
principalmente a los monjes y ermitańos, que no tienen comunicación con el
mundo y están enteramente dedicados a la contemplación de Dios y cantando sus
alabanzas. La pureza y la fecundidad de la paloma es necesaria para los obispos
y sacerdotes, que se relacionan con los hombres y han de engendrar y criar
hijos espirituales, y será difícil para ellos imitar tal pureza y fecundidad a
menos que frecuentemente vuelen hacia su país celestial por la contemplación, y
por la caridad condescender a socorrer las necesidades de los hombres. Hay el
peligro de que se abandonen enteramente a la contemplación y no engendren hijos
espirituales, o de volverse tan llenos de trabajo que se contaminen con deseos
mundanos, y mientras están ansiosos por salvar las almas de los demás, se
conviertan ellos --que Dios lo impida-- en náufragos. La prudencia del gorrión
es necesaria tanto para los contemplativos como para aquellos que se entregan a
las tareas activas del ministerio. Hay tanto gorriones de cerca como gorriones
de casa. Los gorriones de cerca muestran mucho cuidado en evitar las redes y
las trampas puestas para ellos, y los gorriones de casa, que viven próximos al
hombre, nunca se convierten en amigos del hombre, y con dificultad son
capturados. Así los cristianos, y de manera especial los sacerdotes y monjes,
deben imitar la prudencia del gorrión para evitar caer en las redes y trampas
puestas para ellos por el diablo, y cuando tratan con hombres, lo hacen solo
para beneficio del prójimo, evitando cualquier familiaridad con él,
especialmente con las mujeres, escapando de conversaciones vanas, declinando
invitaciones, y no estando presentes en actuaciones o teatros. El último decreto en
relación a los sacrificios era que la víctima fuera no sólo viva y santa, sino
también agradable, esto es, dar un suavísimo olor, de acuerdo a lo que dice la
Escritura: “Y el Seńor aspiró un suave aroma”[302], y “Cristo se entregó por nosotros como
oblación y víctima de suave aroma”[303].
Era necesario que la víctima, para poder desprender este aroma tan agradable a
Dios, esté tanto muerta como quemada. Esto tiene lugar en el sacrificio místico
y razonable del cual estamos hablando, cuando la concupiscencia de la carne es
completamente subyugada y abrasada por el fuego de la caridad. Nada más eficaz,
veloz y perfecto para mortificar la concupiscencia de la carne que un sincero
amor de Dios. Pues Él es el Rey y Seńor de todos los afectos de nuestro
corazón, y todos nuestros afectos son gobernados por Él y dependen de Él, sea
aquellos de temor o esperanza, de deseo u odio, o ira, o cualquier otra
inquietud de mente. Ahora bien, el amor rinde nada más que un amor más fuerte,
y consecuentemente, cuando el amor Divino posee completamente el corazón del
hombre y lo enciende en llamas, todos los deseos carnales se rinden a él, y
siendo completamente subyugados, no nos ocasionan ninguna inquietud. Y por
tanto, ardientes aspiraciones y oraciones fervorosas ascienden de nuestros
corazones como incienso ante el trono de Dios. Este es el sacrificio que Dios
pide de nosotros, y al que el Apóstol nos exhorta a estar los más prontamente
preparados para ofrecer. San Pablo usa un
argumento muy fuerte para persuadirnos de ello, así como es en sí mismo duro y
lleno de dificultad. Su argumento es expresado en estas palabras: “Os exhorto,
pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos
como una víctima viva”[304].
En el texto griego encontramos la palabra "misericordias" usada en
vez de "misericordia". żQué y cuántas son las misericordias de
Dios por las que el Apóstol nos exhorta? En primer lugar está la creación, por
la que fuimos hechos algo mientras que antes éramos nada. En segundo lugar,
aunque Dios Todopoderoso no tenía necesidad de nuestro servicio, nos ha hecho
siervos suyos, porque desea que hagamos algo por lo que pueda recompensarnos.
En tercer lugar, nos hizo a su imagen, y nos hizo capaces de conocerlo y
amarlo. En cuarto lugar, nos hizo, a través de Cristo, sus hijos adoptivos y
coherederos de su Hijo Unigénito. En quinto lugar, nos hizo miembros de su
Esposa, de aquella Iglesia de la cual Él es la Cabeza. Por último, se ofreció a
sí mismo en la Cruz, “como oblación y víctima de suave aroma”[305], para redimirnos de la esclavitud y
lavarnos de nuestra iniquidad, “para que pueda presentar a Él una Iglesia
gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga”[306]. Estas son las misericordias de Dios por
las que el Apóstol nos exhorta, como si dijera: “el Seńor ha derramado
tantas gracias sobre ustedes, que ni las merecen, ni las han pedido, ży
aún tienen como cosa difícil el ofrecerse a sí mismos a Dios como víctimas
vivas, santas y razonables? En verdad, lejos de ser difícil, debería parecer,
para cualquiera que atentamente considera todas las circunstancias, fácil y
ligero y agradable y placentero servir a tan buen Dios con nuestro corazón
entero a través de todo tiempo, y tras el ejemplo de Cristo, ofrecernos a
nosotros enteramente a Él como una víctima, una oblación, y un holocausto en
olor de suavidad. [297] 1Pe 2,5. [298] Rom 12,1. [299] Hb 13,15. [300] Rom 12,1. [301] 1Pe 5,8. [302] Gén 8,21. [303]
Ef 5,2. [304]
Rom 12,1. [305]
Ef 5,2. [306]
Ef 5,27. Un cuarto fruto puede
ser cosechado de una cuarta explicación de la palabra “todo está cumplido”.
Pues si es verdad, como muy ciertamente es, que Dios por los méritos de Cristo
nos ha librado de la servidumbre del diablo, y nos ha colocado en el reino de
su amado Hijo, preguntemos, y no desistamos en nuestra indagación hasta que hayamos
encontrado alguna razón, por qué tanta gente prefiere la esclavitud del enemigo
de la humanidad, en vez del servicio a Cristo, nuestro amabilísimo Seńor,
y escoger el arder para siempre en las llamas del infierno con Satanás, en vez
de reinar felicísimos en la gloria eterna con Nuestro Seńor Jesucristo. La
única razón que hallo es que el servicio a Cristo empieza con la Cruz. Es
necesario crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias. Esta trago
amargo, este cáliz de hiel, naturalmente produce nausea en el hombre frágil, y
es muchas veces la única razón por la cual el preferiría ser esclavo de sus
pasiones que ser Seńor de ellas por tal remedio. Un hombre sin razón,
ciertamente, o más aún no un hombre sino una bestia, pues un hombre despojado
de su razón es tal, puede ser gobernado por sus deseos y apetitos. Pero como el
hombre es dotado de razón, ciertamente sabe o debería saber que aquel que es
mandado crucificar su carne con sus vicios y concupiscencias debe insistir en
guardar este precepto, particularmente al ser asistido por la gracia de Dios
para hacer tal, y que Nuestro Seńor, como buen doctor, prepara de tal
manera esta amarga poción en orden a que pueda ser bebida sin dificultad. Más
aún, si alguno de nosotros individualmente fuera la primera persona a la que
estas palabras fuesen dirigidas “Toma tu cruz y sígueme”, tal vez tendríamos
una excusa para dudar y desconfiar de nuestras fuerzas, y no atrevernos a poner
nuestras manos sobre una cruz que consideramos incapaces de cargar. Pero como
no solamente hombres, sino incluso nińos de tierna edad han valientemente
tomado la Cruz de Cristo, la han cargado pacientemente, y han crucificado su
carne con sus vicios y concupiscencias, żpor qué habremos de temer?
żPor qué habremos de dudar? San Agustín fue vencido por este argumento, y
de una vez dominó sus concupiscencias carnales que por ańos había
considerado inconquistables. Puso delante de los ojos de su alma a tantos
hombres y mujeres que habían llevado vidas castas, y se dijo a sí mismo:
“żPor qué no puedes hacer lo que tantos de ambos sexos han hecho confiando
no en su propia fuerza, sino en el Seńor su Dios?”. Lo que ha sido dicho
de la concupiscencia de la carne, puede ser dicho con igual fuerza de la
concupiscencia de los ojos, que es la avaricia y el orgullo de la vida. No hay
vicio que con la asistencia de Dios no pueda ser superado, y no hay razón para
temer que Dios se rehusará a ayudarnos. San León dice: “Dios Todopoderoso
insiste con justicia que guardemos sus mandamientos pues el nos previene con su
gracia”. Miserables y locas y necias son, pues, aquellas almas que prefieren
llevar cinco yugos de bueyes bajo el mando de Satanás, y con trabajo y pena ser
esclavos de sus sentidos, y finalmente ser torturados para siempre con su
líder, el diablo, en las llamas del infierno, que someterse al yugo de Cristo,
que es dulce y ligero, y hallar descanso para sus almas en esta vida, y en la
próxima vida una corona eterna con su Rey en interminable gloria. Un quinto fruto puede
ser recogido de esta palabra, pues podemos aplicarla a la edificación de la
Iglesia que fue perfeccionada en la Cruz, como otra Eva formada de la costilla
de otro Adán. Y este misterio debería enseńarnos a amar la Cruz, honrar la
Cruz, y estar estrechamente unidos a la Cruz. żPues quién no ama el lugar
de nacimiento de su madre? Todos los fieles tienen una extraordinaria
veneración por el sagrado hogar de Loreto, porque es el lugar de nacimiento de
la Virgen Madre de Dios, y ahí en su vientre virginal Ella concibió a
Jesucristo Nuestro Seńor, como el ángel anunció a San José: “Porque lo
engendrado en Ella es del Espíritu Santo”[307]. Así la Santa Iglesia Católica Romana,
consiente del lugar de su nacimiento, tiene a la Cruz plantada en todo lugar, y
en todo lugar exhibida. Somos enseńados a hacerla sobre nosotros mismos,
la vemos en las iglesias y casas. La Iglesia no confiere ningún sacramento sin
la Cruz, no bendice nada sin el signo de la Cruz, y nosotros, los hijos de la
Iglesia, manifestamos nuestro amor a la Cruz cuando pacientemente sobrellevamos
las adversidades por amor a nuestro Dios crucificado. Esto es gloriarse en la Cruz.
Esto es hacer lo que dijo el Apóstol: “Ellos marcharon de la presencia del
Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el
Nombre de Jesús”[308].
San Pablo simplemente nos da a entender lo que el quiere decir por glorificarse
en la Cruz cuando dice: “Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que
la tribulación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud
probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”[309]. Y nuevamente en su
Carta a los Gálatas: “Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro
Seńor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un
crucificado para el mundo”[310].
Esto es ciertamente el triunfo de la Cruz, cuando el mundo con sus pompas y
placeres está muerto para el alma cristiana que ama a Cristo crucificado, y el
alma está muerta para el mundo al amar las tribulaciones y el desprecio que el
mundo odia, y odiando los placeres de la carne, y el aplauso vacío de hombres a
los que ama el mundo. De esta manera el verdadero siervo de Dios rinde tan
perfectamente que también puede decirse de él: “está concluido”. [307] Mt 1,20. [308] Hch 5,41. [309] Rom. 5,3-5. [310] Gál 6,14. El último fruto en ser
cosechado de la consideración de esta palabra ha de ser recogido de la
perseverancia que Nuestro Seńor exhibió en la Cruz. Somos enseńados
por esta palabra “todo está cumplido” cómo Nuestro Seńor perfeccionó tanto
la obra de su Pasión desde el principio hasta el fin que nada le faltaba: “Las
obras de Dios son perfectas”[311].
Y como Dios Padre completó la obra de la creación en el sexto día y descansó el
séptimo, así el Hijo de Dios completó la obra de nuestra redención en el sexto
día y descansó en el sueńo de la muerte el séptimo. En vano los judíos lo
provocaban: “Si Él es el Rey de Israel que baje de la Cruz y creeremos en Él”[312]. Con mayor verdad
exclamaba San Bernardo: “Porque es el Rey de Israel, no abandonará el emblema
de su realeza. No nos dará una excusa para fallar en nuestra perseverancia, que
sola es coronada: no hará torpes las lenguas de los predicadores, ni mudos los
labios de aquellos que consuelan a los débiles, ni vacías las palabras de
aquellos cuyo deber es decir a todos: no abandonen su cruz, pues sin duda cada
alma individual hubiera respondido si pudiese: He abandonado mi cruz, porque
Cristo desertó primero de la suya”. Cristo perseveró en su Cruz incluso hasta
su muerte, para perfeccionar tanto su obra que nada le faltase, y dejarnos
ejemplo de perseverancia en todo sentido digno de nuestra admiración. Es fácil
ciertamente permanecer en lugares que nos acomodan, o perseverar en tareas que
nos agradan, pero es muy difícil quedarse en el puesto de uno cuando hay tanto
dolor a ser aliviado, o continuar en una ocupación en la que hay tanta ansiedad
ligada a ella. Pero si pudiésemos entender la razón que indujo a Nuestro
Seńor a perseverar en la Cruz, deberíamos estar completamente convencidos
que tenemos que cargar nuestra cruz con constancia, y de ser necesario,
cargarla con coraje incluso hasta nuestra muerte. Si fijamos los ojos solamente
en la Cruz no podemos sino llenarnos de horror a la vista de tal instrumento de
muerte. Pero si fijamos nuestros ojos en Él que nos exhorta a cargar la Cruz, y
en el lugar al que la Cruz nos llevará, y en el fruto que la Cruz produce en
nosotros, entonces, en vez de aparecer llena de dificultades y obstáculos, será
fácil y agradable perseverar en llevarla, e incluso permanecer con constancia
clavada en ella. żEntonces por qué
Cristo perseveró tanto colgado de su Cruz incluso hasta la muerte sin un
lamento o una murmuración? La primera razón es el amor que tenía por su Padre:
“La copa que me ha dado el Padre, żno la he de beber?”[313]. Cristo amó a su Padre y el Padre amó a su
Hijo Unigénito con un amor igualmente inefable. Y cuando vio el cáliz del
sufrimiento ofrecido a Él por su todo-bueno y todo-amoroso Padre en tal manera
que Él no pudo concluir sino que era ofrecido a Él por la mejor de las razones,
no nos ha de maravillar que tomara hasta los residuos con la mayor prontitud.
El Padre había hecho una fiesta de bodas para su Hijo, y le había dado por
Esposa la Iglesia, ciertamente desfigurada y deformada, pero que Él había de
limpiar amorosamente en el bańo de su preciosa Sangre y hacerla hermosa,
“sin mancha ni arruga”[314].
Cristo por su lado amó carińosamente a la Esposa dada a Él por su Padre, y
no dudó en derramar su Sangre para hacerla hermosa y atractiva. Si Jacob sudó
por siete ańos alimentando a los rebańos de Labán, sufrió el calor y
el frío y la falta de sueńo para poder casarse con Raquel, y si estos
siete ańos de trabajos pasaron tan rápidamente que “parecieron sino pocos
días dada la grandeza de su amor”[315],
y otros siete ańos parecieron igualmente cortos, no debe sorprendernos que
el Hijo de Dios deseó ser colgado de la Cruz por tres horas por su Esposa, la
Iglesia, que había de ser madre de tantos miles de santos y de tantos hijos de
Dios. Más aún, al beber al amargo cáliz de su Pasión, Cristo estaba llevado no
sólo por su Amor al Padre y a su Esposa, sino también por la exaltada gloria y
la ilimitada y eterna alegría que iba a asegurar por medio de su Cruz. “Se
humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo
cual Dios lo exaltó, y le dio el Nombre que está sobre todo nombre: para que al
Nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y en los
abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Seńor para gloria de
Dios Padre”[316]. Al ejemplo que Cristo
nos ha puesto, ańadamos también el ejemplo que los Apóstoles manifiestan
para que imitemos. San Pablo en su Carta a los Romanos, luego de enumerar sus
propias cruces y las de sus compańeros, pregunta: “żQuién nos
separará del amor de Cristo? żLa tribulación? żLa angustia? żLa
persecución? żEl hambre? żLa desnudez? żLos peligros? żLa
espada? Como dice la Escritura: por Tu causa somos muertos todo el día,
tratados como ovejas destinadas al matadero”. Y contesta su propia pregunta:
“Pero en todo esto vencemos gracias a Aquel que nos amó”[317]. No debemos preocuparnos del sufrimiento
que las cruces significan si deseamos permanecer firmes en sobrellevarlas, sino
alentarnos a nosotros mismos por el amor de aquel Dios que tanto nos amó que
entregó a su único Hijo por nuestro rescate; o incluso manteniendo fijos
nuestros ojos en Aquel Hijo de Dios que nos amó y “se dio a sí mismo por nosotros”[318]. En su Carta a los
Corintios, el mismo Apóstol dice: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de
gozo en todas nuestras tribulaciones”[319].
żCuándo surgió esta consolación y este gozo que lo hace, por así decirlo,
impasible en toda aflicción? Él nos da la respuesta: “la leve tribulación de un
momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna”[320]. Por tanto la
contemplación de la corona que lo aguardaba, y el pensamiento que siempre
guardó ante él, valía por todos las pruebas de esta vida momentánea y trivial.
“żQué persecución --clama San Cipriano-- puede prevalecer ante tales
pensamientos?”[321]. Como
segundo modelo tomaremos la conducta de San Andrés, que no miró la cruz en la
que iba a ser colgado por dos días como una horca, sino que la abrazó como a un
amigo, y cuando los espectadores de su ejecución querían bajarlo, de ninguna
manera lo consentía, pues deseaba permanecer unido a la cruz incluso hasta su
muerte. Y ésta no es la acción de una persona loca o necia, sino de un apóstol
iluminado y de un hombre lleno del Espíritu Santo. Todos los cristianos
pueden aprender del ejemplo de Cristo y sus apóstoles cómo comportarse cuando
no pueden descender de su cruz, esto es, cuando no se pueden liberar de alguna
aflicción particular o no pueden sufrir sin pecar. En primer lugar, la vida de
cada religioso ligado por los votos de pobreza, castidad y obediencia, es
comparada al martirio del cual no debe huir. Si un esposo está casado a una
esposa irascible, áspera y mal humorada, o una esposa está casada a un hombre
cuyo temperamento y carácter no es en lo más mínimo menos difícil de tratar,
como San Agustín, en sus “Confesiones”, nos asegura era la disposición de su
padre, el esposo de Santa Mónica, entonces la cruz debe ser valientemente
cargada, pues la unión es indisoluble. Los esclavos que han perdido su
libertad, prisioneros condenados a servicio perpetuo, enfermos que sufren de
una enfermedad incurable, los pobres que son tentados a asegurar el alivio
momentáneo robando, todos y cada uno han de dirigir sus pensamientos, no a la
cruz que cargan, sino a Aquel que ha puesto la cruz sobre ellos, si desean
perseverar cargándola con paz interior, y desean ganarse la inmensa recompensa
que es prometida a ellos en el cielo cuando sus sufrimientos acaben. Sin duda
es Dios quien nos aflige con las cruces, y Él es nuestro amadísimo Padre, y sin
su participación ni la tristeza ni la alegría pueden tener lugar en nosotros.
Sin duda, también, cualquier cosa que nos pase por voluntad suya es lo mejor
para nosotros, y ha de ser tan agradable para nosotros como para llevarnos a
decir con Cristo: “El Cáliz que me ha dado el Padre żno lo voy a beber?”[322]; y con el Apóstol:
“Pero en todo eso vencemos gracias a Aquel que nos amo”[323]. En consecuencia, aquellos que no pueden
dejar de lado su cruz sin pecar deben considerar, no su presente sufrimiento,
sino la corona que les aguarda, y cuya posesión más que compensará todas las
aflicciones, todos los dolores de esta vida. “Porque estimo que los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con lo gloria que se ha de
manifestar en nosotros”[324],
fue lo que dijo San Pablo de sí mismo, y el juicio que hizo sobre Moisés fue:
“prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar el efímero goce
del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio
de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa”[325]. Para consolación de
aquellos que son forzados a cargar la pesada carga de la cruz a lo largo de
muchos ańos, no estará fuera de lugar relatar brevemente la historia de
dos almas que no perseveraron, y encontraron esperándolos una cruz más pesada y
eterna. Cuando Judas el traidor empezó a reflexionar sobre lo detestable y
enorme de su traición, se sintió incapaz de soportar la vergüenza y la
confusión de encontrarse nuevamente con alguno de los apóstoles o discípulos de
Cristo, y se colgó a sí mismo con una soga. Lejos de escapar de la vergüenza
que temía, solo cambió una cruz por otra más pesada. Pues su confusión será aún
mayor cuando, el día del Juicio Final, tendrá que pararse delante de todos los
ángeles y hombres, no sólo como el traidor convicto de su Seńor, sino como
un asesino de sí mismo. Que necedad fue de su parte evitar una breve vergüenza
delante del entonces pequeńo rebańo de Cristo, quienes hubieran sido
mansos y buenos con él, como su Seńor, y lo hubiesen confiado a la
misericordia de su Redentor, y no tener que sufrir la infamia y la ignominia
que ha de sufrir cuando esté delante a la vista de todas las creaturas como un
traidor a su Dios y un suicida. El otro ejemplo es tomada del panegírico de San
Basilio sobre los cuarenta mártires. En la persecución del emperador Licinio,
cuarenta soldados fueron condenados a muerte por su firme creencia en Cristo.
Fueron ordenados ser expuestos desnudos durante la noche en un lago congelado,
y ganar su corona por la lenta agonía de ser congelados a muerte. Al lado del
lago congelado se tenía preparado un bańo caliente, al cual cualquiera que
negara su fe tenía la libertad de introducirse. Treintinueve de los mártires
dirigieron sus pensamientos a la felicidad eterna que los esperaba, sin
importarles su sufrimiento actual, que pronto acabaría, perseverando con
facilidad en su fe, mereciendo recibir de las manos de Jesucristo su corona de
gloria eterna. Pero uno ponderó y consideró sus tormentos, no pudo perseverar,
y se lanzó al bańo caliente. Mientras la sangre empezó correr nuevamente a
través de sus miembros congelados, expiró su alma, que, marcada con la desgracia
de ser un traidor a su Dios, descendió directamente a los eternos tormentos del
infierno. Buscando evadir la muerte, este infeliz desdichado la halló,
cambiando una transitoria y comparativamente ligera cruz por una insoportable y
eterna. Los imitadores de estos dos hombres miserables pueden ser hallados
entre aquellos que abandonan su vida religiosa, que alejan de sí el yugo que es
suave y la carga que es ligera, y cuando menos lo esperan, se encuentran atados
como esclavos del yugo más pesado de sus numerosos apetitos que nunca
satisfacen, y aplastados bajo la vejante carga de innumerables pecados.
Aquellos que se niegan a cargar la Cruz de Cristo están obligados a cargar las
ataduras y cadenas de Satanás. [311] Dt 32,24. [312] Mt 27,42. [313] Jn 18,11. [314] Ef 5,27. [315] Gén 29,20. [316] Flp 2,8-11. [317] Rom 8,35-37. [318] Tit 2,14. [319] 2Cor 7,4. [320] 2Cor 4,17. [321] Cyprian., Lib. de Exhort. Martyr. [322] Jn 18,11. [323] Rom 8,37. [324] Rom 8,18. [325] Hb 11,25-26. CAPÍTULO XIX Hemos llegado a la
última palabra que Nuestro Seńor pronunció. En el momento de la muerte de
Jesús, “dando un fuerte grito, dijo, "Padre, en tus manos encomiendo mi
Espíritu"”[326].
Explicaremos cada palabra separadamente. “Padre”. Merecidamente llama a Dios su
Padre, pues Él era un Hijo que había sido obediente a su Padre incluso hasta la
muerte, y era propio que su último deseo, que con seguridad iba a ser
escuchado, sea precedido por tan dulce nombre. “En tus manos”. En las Sagradas
Escrituras las manos de Dios significan la inteligencia y la voluntad de Dios,
o en otras palabras, su sabiduría y poder, o también, la inteligencia de Dios
que conoce todas las cosas, y la voluntad de Dios que puede hacer todas las
cosas. Con estos dos atributos como manos, Dios hace todas las cosas, y no
necesita ningún instrumento en el cumplimiento de su voluntad. San León dice:
“La voluntad de Dios es su omnipotencia”[327]. En consecuencia, con Dios querer es
hacer. “Todo cuanto quiso lo ha hecho”[328].
“Te encomiendo”. Entrego a tu cuidado mi Vida, con la seguridad de que me será
devuelta cuando venga el tiempo de mi resurrección. “Mi espíritu”. Hay
diversidad de opinión en cuanto al significado de esta palabra. Ordinariamente
la palabra espíritu es sinónimo de alma, que es la forma substancial del
cuerpo, pero puede significar también la vida misma, pues respirar es el signo
de la vida. Aquellos que respiran viven, y mueren los que dejan de respirar. Si
por la palabra Espíritu entendemos aquí el alma de Cristo, debemos guardarnos
de pensar que su alma, en el momento de la separación del cuerpo, estaba en
peligro. Estamos acostumbrados a encomendar con muchas oraciones y ansiedades
las almas de los agonizantes, porque están a punto de aparecer delante del
tribunal de un Juez estricto para recibir su recompensa o castigo por sus
pensamientos, palabras y hechos. El alma de Cristo no estaba en tal necesidad,
porque disfrutaba de la Visión Beatífica desde el tiempo de su creación, estaba
unida hipostáticamente a la persona del Hijo de Dios, y podía incluso ser
llamada el Alma de Dios, y también porque dejaba el cuerpo victoriosa y
triunfante, objeto de terror para los demonios, y no un alma a ser asustada por
ellos. Si la palabra "espíritu" es entonces tomada como sinónimo de
alma, el sentido de estas palabras de Nuestro Seńor “Te encomiendo mi
Espíritu” es que el Alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo
estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza,
hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del Libro de la
Sabiduría: “Las almas de los justos
están en las manos de Dios”[329].
Sin embargo, el sentido comúnmente aceptado de la palabra en este pasaje es la
vida del cuerpo. Con esta interpretación la palabra puede ser entonces
ampliada. Entrego ahora mi aliento de vida, y mientras dejo de respirar, dejo
de vivir. Pero este aliento, esta vida, te la confío a Ti, Padre mío, para que
en breve puedas nuevamente restituirla a mi cuerpo. Nada de lo que guardas
perece. En Tí todas las cosas viven. Con una palabra llamas a la existencias
cosas que no eran, y con una palabra das la vida a aquellos que no la tenían. Podemos entender que
esta es la verdadera interpretación de la palabra del salmo 30, uno de los
versículos que Nuestro Seńor cita: “Sácame de la red que me han tendido,
que tú eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi espíritu”[330]. En este versículo, el profeta claramente
significa "vida" por la palabra "espíritu", pues pide a
Dios preservar su vida, y no sufrir muerte por sus enemigos. Si consideramos el
contexto en el Evangelio, está claro que éste es el sentido que Nuestro
Seńor quería darle. Pues luego de haber dicho “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu”, el Evangelista ańade: “Y diciendo esto expiró”[331]. Ahora bien, expirar
es lo mismo que cesar de respirar, característica sólo de los que viven. No
puede ser dicho del alma, que es la forma substancial del cuerpo, como puede
ser dicho del aire que inhalamos, que lo respiramos mientras vivimos, y que
dejamos de respirarlo tan pronto morimos. Finalmente, nuestra interpretación es
asegurada por las palabras de San Pablo: “El cual habiendo ofrecido en los días
de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía
salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente”[332]. Algunos autores refieren este pasaje a la
oración de Nuestro Seńor en el huerto: “Abba, Padre, todo es posible para
ti, aparta de mí este cáliz”[333].
Pero esto es incorrecto, pues Nuestro Seńor en aquella ocasión ni oró con
un fuerte grito, ni fue escuchada su oración, y Él mismo no quería ser
escuchado para ser librado de la muerte. Oró para que el cáliz de su Pasión
fuera apartado de Él para mostrar su natural rechazo a la muerte, y para
aprobar que realmente era hombre cuya naturaleza es temer su llegada. Y luego
de esta oración ańadió: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”[334]. En consecuencia, la
oración en el Huerto no era la oración a la que alude el Apóstol en su Carta a
los Hebreos. Otros, refieren este texto de San Pablo a la oración que Cristo hizo
en la Cruz por aquellos que lo estaban crucificando. “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen”[335].
En aquella ocasión, sin embargo, Nuestro Seńor no oró con un fuerte grito,
y no oró por sí mismo, ni tampoco oró para ser librado de la muerte, siendo
ambas de estas cosas mencionadas claramente por el Apóstol como el fin de la
oración de Nuestro Seńor. Queda entonces que las palabras de San Pablo se
deben referir a la oración hecha por Cristo al morir: “Padre, en tus manos
encomiendo mi Espíritu”[336].
Esta plegaria, dice San Lucas, la hizo con fuerte voz: “Y Jesús, dando un
fuerte grito, dijo”. Las palabras tanto de San Pablo como San Lucas concuerdan
con esta interpretación. Más aún, como dice San Pablo, Nuestro Seńor oró
para ser salvado de la muerte, y esto no puede significar que oró para ser
salvado de la muerte en la Cruz, pues en ese caso su plegaria no fue escuchada,
y el Apóstol nos asegura que fue escuchada. El verdadero significado es que Él
oró para no ser devorado por la muerte, sino solamente para probar la muerte y
luego regresar a la vida. Esta es la explicación evidente de estas palabras:
“Habiendo ofrecido ruegos y súplicas con poderoso clamor de lágrimas al que
podía salvarle de la muerte”[337].
Nuestro Seńor no podía sino saber que Él iba a morir ya que estaba tan
cerca de la muerte, y deseó ser librado de la muerte sólo en el sentido de no
ser cautivo de la muerte. En otras palabras, oró por su pronta resurrección, y
su oración fue rápidamente concedida, pues se alzó triunfante el tercer día.
Esta interpretación del pasaje de San Pablo prueba más allá de toda duda que
cuando el Seńor dijo: “En tus manos encomiendo mi Espíritu”, la palabra
"espíritu" es sinónimo de vida y no de alma. Nuestro Seńor no
estaba ansioso por su Alma, pues la sabía segura, pues gozaba ya de la Visión
Beatífica, y había visto a su Dios cara a cara desde el momento de su creación,
pero estaba ansioso por su cuerpo, sabiendo con anticipación que pronto estaría
privado de vida, y oró para que su cuerpo no esté largo tiempo en el sueńo
de la muerte. Esta oración fue tiernamente escuchada y concedida
abundantemente. [326] Lc 23,46. [327] Serm. ii. "De Nativ." [328] Sal 113,3. [329] Sab 3,1. [330] Sal 30,5-6. [331] Lc 23,46. [332] Hb 5,7. [333] Mc 14,36. [334] Mc 14,36. [335] Lc 23,34. [336] Lc 23,46. [337] Hb 5,7. De acuerdo a la práctica
que hasta ahora hemos seguido, recogeremos algunos frutos de la consideración
de la última palabra dicha por Cristo en la Cruz, y de su muerte que sucedió
inmediatamente. Y primero mostraremos la sabiduría, el poder, y la infinita
caridad de Dios desde la misma circunstancia que parece acompańada de
tanta debilidad e insensatez. Su fuerza es claramente manifestada en esto: que
Nuestro Seńor murió mientras gritaba con fuerte voz. De esto concluimos
que si hubiese sido su voluntad no habría tenido que morir, pero murió porque
así quiso. Como regla, las personas a punto de morir pierden gradualmente su
fuerza y su voz, y en el último instante no son capaces de articular palabra. Y
así, no fue sin razón que el Centurión, al escuchar grito tan fuerte proferido
de los labios de Cristo, que había perdido casi hasta la última gota de su
sangre, exclamó: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”[338]. Cristo es un Seńor
poderoso, tanto que mostró su fuerza incluso en su muerte, no solo al gritar
fuertemente con sus últimas fuerzas, sino también al hacer temblar la tierra,
quebrando las rocas en pedazos, abriendo tumbas, y rasgando el velo del Templo.
Sabemos, por autoridad de San Marcos, que todas estas cosas ocurrieron en la
muerte de Cristo, y todos y cada uno de estos eventos tiene su significado
oculto, en el que es manifestada su Divina sabiduría. El terremoto y el
quebrarse de las rocas manifestó que su Muerte y Pasión moverían a muchos
hombres a arrepentirse, y suavizaría los corazones más duros. San Lucas da esta
interpretación a estos misteriosos presagios, pues luego de mencionarlos,
ańade que lo judíos se volvieron tras haber presenciado la Crucifixión
“golpeándose el pecho”[339].
El abrirse de las tumbas prefiguró la gloriosa resurrección de los muertos, que
fue uno de los resultados de la muerte de Cristo. El rasgado del velo del
Templo, por lo cual el Santo de los Santos podía ser visto, fue prenda de que
el Cielo sería abierto por los méritos de su Muerte y Pasión, y que todos los
predestinados verían entonces a Dios cara a cara. Ni tampoco fue su sabiduría
manifestada solamente en estos signos y maravillas. Fue manifestada también
produciendo vida de la muerte, como fue prefigurado por Moisés al producir agua
de la roca[340], y por el
símil en el que Cristo se compara a sí mismo como a un grano de trigo[341]. Pues así como es
necesario para el grano morir para dar fruto, así por su Muerte en la Cruz
Cristo enriqueció por la vida de gracia innumerables multitudes de todas las
naciones. San Pedro expresa la misma idea cuando habla de Jesucristo como
“devorando la muerte para que fuésemos herederos de la vida eterna”[342]. Como si dijera: el
primer hombre probó el fruto prohibido y sujetó su posteridad a la muerte; el
Segundo Hombre probó la amarga fruta de la muerte, y todos los que renacen en
Él reciben la vida eterna. Finalmente, su sabiduría fue manifestada en el modo
de su Muerte, pues desde ese momento la Cruz, a lo que no había habido nada más
ignominioso y desgraciado, se convirtió en emblema tan digno y glorioso que
incluso los reyes lo consideran un honor usarlo como ornamento. En su adoración
de la Cruz, la Iglesia canta: “Suaves son los clavos, y suave la madera, que
soporta un peso tan suave y bueno”. San Andrés, al mirar la
cruz en la que iba a ser crucificado, exclamó: “Salve, preciosa cruz, que has
sido adornada por los preciosos miembros de mi Seńor. Largo tiempo te he
deseado, ardientemente te he buscado, ininterrumpidamente te he amado, y ahora
te encuentro lista para recibir mi anhelante alma. Seguro y lleno de alegría
vengo a ti, recíbeme pues en tu abrazo, ya que soy discípulo de Cristo mi
Seńor, que me redimió al colgar de ti”. Qué decir ahora de la
infinita caridad de Dios. Previamente a su muerte Nuestro Seńor dijo:
“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”[343]. Cristo literalmente dio su vida, pues
nadie podía privarlo de ella en contra de su voluntad. “Nadie me la quita, yo
la doy voluntariamente”[344].
Un hombre no puede mostrar mayor amor por su amigos que dando la vida por
ellos, puesto que nada es más precioso o querido que la vida, ya que es el
fundamento de toda felicidad. “Pues żde qué le servirá al hombre ganar el
mundo entero, si pierde su alma?”[345],
esto es, su vida. Cada uno instintivamente rechaza con todas sus fuerzas un
ataque en contra de su vida. Leemos en Job: “Piel por piel, todo lo que el
hombre posee lo da por su vida”[346].
Hasta ahora, sin embargo, hemos visto este hecho en una manera general.
Descenderemos ahora a lo particular. De muchos modos, y de inefable manera,
Cristo mostró su amor hacia toda la raza humana, y hacia cada individuo, al
morir en la Cruz. En primer lugar, su vida era la más preciosa de todas las
vidas, puesto que era la vida del Hombre-Dios, la vida del más poderoso de los
reyes, la vida del más sabio de los doctores, la vida del mejor de los hombres.
En segundo lugar, Él dio su vida por sus enemigos, por los pecadores, por los
desdichados ingratos. Más aún, dio su vida para que al precio de su misma
Sangre estos pecadores, estos desdichados ingratos, puedan ser arrebatados de
las llamas del infierno. Y finalmente, dio su vida para hacer a estos enemigos,
estos pecadores, estos desdichados ingratos, sus hermanos y co-herederos y
conjuntamente poseedores con Él de la alegría eterna en el Reino de los Cielos.
żPodrá haber una sola alma tan endurecida e ingrata para no amar a
Jesucristo con todo su corazón? Oh Dios, convierte a Ti nuestros corazones de
piedra, y no sólo nuestros corazones, sino los corazones de todos los
cristianos, los corazones de todos los hombres, incluso los corazones de los
infieles que nunca te han conocido, y de los ateos que te han negado. [338] Mt 27,54. [339] Lc 23,48. [340] Núm 20,11. [341] Jn 12,24. [342] 1Pe 3,22. [343] Jn 15,13. [344] Jn 10,18. [345] Mt 16,26. [346] Job 2,4. Otro y muy provecho
fruto sería cosechado de la consideración de esta palabra si pudiésemos
hacernos el hábito de repetirnos continuamente la oración que Cristo nuestro
Seńor nos enseńó en la Cruz con su último aliento: “En tus manos
encomiendo mi Espíritu”[347].
Nuestro Seńor no tenía necesidad como nosotros para hacer tal oración. Él
era el Hijo de Dios. Nosotros somos siervos y pecadores, y en consecuencia
nuestra Santa Madre y Seńora, la Iglesia, nos enseńa a hacer
constante uso de esta plegaria, y repetir no sólo la parte que usó nuestro
Seńor, sino entera, como la hallamos en los Salmos de David: “En tus manos
encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Seńor, Dios de la verdad”[348]. Nuestro Seńor
omitió la última parte del versículo porque Él era el Redentor y no uno a ser
redimido, pero aquel que ha sido redimido con su preciosa Sangre no debe
omitirlo. Más aún, Cristo, como el Hijo Unigénito de Dios, oró a su Padre.
Nosotros, por otro lado, oramos a Cristo como nuestro Redentor, y en
consecuencia no decimos “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, sino “en
tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tú me has redimido, Seńor,
Dios de la verdad”. El proto-mártir San Esteban fue el primero en usar esta
oración cuando en el momento de su muerte exclamó: “Seńor Jesús, recibe mi
espíritu”[349]. Nuestra Santa Madre
Iglesia nos enseńa a hacer uso de esta jaculatoria en tres distintas
ocasiones. Nos enseńa a decirla diariamente al comienzo de las completas,
como aquellos que recitan el Oficio Divino pueden confirmarlo. En segundo
lugar, cuando nos acercamos a la Sagrada Eucaristía, luego del “Domine non sum
dignus”, el sacerdote dice primero para sí mismo y luego para los otros que
comulgan: “En tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu”. Finalmente, al
momento de la muerte, recomienda a todos los fieles imitar a su Seńor al
morir en el uso de esta plegaria. No hay duda de que somos ordenados a usar
este versículo en las Completas, porque esa parte del Oficio Divino es rezada
al final del día, y San Basilio en sus reglas explica cuán fácil es al llegar
la oscuridad, y empieza la noche, encomendar nuestro espíritu a Dios, para que
si súbitamente nos coge la muerte, no seamos hallados desprevenidos. La razón
por la que debemos usar la misma jaculatoria en el momento en que recibimos la
Sagrada Eucaristía es clara, pues el recibir la Sagrada Eucaristía es riesgoso
y a la vez tan necesario, que no podemos ni acercarnos con mucha frecuencia ni
abstenernos sin peligro: “Quien coma el pan o beba la copa del Seńor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Nuestro Seńor”,
y “come y bebe su propio castigo”[350].
Y aquel que no recibe el Cuerpo de Cristo Nuestro Seńor no recibe el pan
de vida, incluso la vida misma. Así que estamos rodeados de peligros como
hombres hambrientos, inseguros de si la comida que es ofrecida está envenenada
o no. Con miedo y temblor hemos entonces de exclamar: Seńor, no soy digno
de que entres bajo mi techo, a menos que Tu en Tu bondad me hagas digno, y por
tanto di solo una palabra y mi alma será sanada. Pero como no tengo razón para
dudar si Tu te dignarías curar mis heridas, encomiendo mi espíritu a tus manos,
para que llegado el momento, tu puedas estar cerca y asistir a mi alma, a la
que has redimido con tu preciosa Sangre. Si algunos cristianos
pensaran seriamente en estas cosas, no estarían tan prontos a recibir el
sacerdocio con el objeto de ganarse la vida con los estipendios que reciben de
las misas. Tales sacerdotes no están tan ansiosos de acercarse a este gran
Sacrificio con una preparación adecuada, como lo están para obtener el fin que
se proponen, que es asegurar la comida para sus cuerpos, y no para sus almas.
Hay también otros que, asistentes a los palacios de prelados y príncipes, se
aproximan a este gran misterio a través del respeto humano, por miedo a que por
accidente incurran en desagradar a sus seńores al no comulgar a las horas
regularmente constituidas. żQué ha de hacerse entonces? żEs más
ventajoso acercarse con poca frecuencia a este Banquete Divino? Ciertamente no.
Mucho mejor es acercarse frecuentemente pero con la debida preparación, pues,
como dice San Cirilo, mientras menos nos aproximamos menos estamos preparados
para recibir el mana celestial. La llegada de la muerte
es un tiempo cuando nos es necesario repetir con gran ardor una y otra vez la
plegaria: “en tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tu me has
redimido, Seńor, Dios de la verdad”. Pues si nuestra alma al dejar nuestro
cuerpo cae en las manos de Satanás, no hay esperanza de salvación. Si por el
contrario, cae en las manos paternales de Dios, no hay más causa alguna para
temer el poder del enemigo. Consecuentemente con intenso dolor, con verdadera y
perfecta contrición, con confianza ilimitada en la misericordia de nuestro
Dios, debemos en el momento temido clamar una y otra vez: “En tus manos,
Seńor, encomiendo mi espíritu”. Y en ese último momento, aquellos que
durante la vida pensaron poco en Dios son más severamente tentados a la desesperanza,
porque no tienen ahora mayor tiempo para arrepentirse. Deben alzar ahora el
escudo de la fe, recordando que está escrito: “La maldad del malvado no le hará
sucumbir el día en que se aparte de su maldad”[351], y el yelmo de la esperanza, confiando en
la bondad y la compasión de Dios, y repitiendo continuamente “En tus manos,
Seńor, encomiendo mi espíritu”, ni fallar en ańadir aquella parte de
la plegaria que es el fundamento de nuestra esperanza: “pues Tu me has redimido,
Seńor, Dios de verdad”. żQuién puede devolver a Jesús la sangre
inocente que ha derramado por nosotros? żQuien puede pagar de vuelta el
rescate con el que nos ha comprado? San Agustín, en el libro noveno de sus
Confesiones, nos alienta a poner confianza ilimitada en nuestro Redentor,
porque la obra de nuestra redención, una vez realizada, nunca será inútil o
inválida, a menos que le pongamos a su efecto una barrera impenetrable por
nuestra desesperanza y falta de penitencia. [347] Lc 23,46. [348] Sal 30,6. [349] Hch 7,58. [350] 1Cor 11,27.29. [351] Ez 33,12. El tercer fruto en ser
recogido es el siguiente. Al acercarse la muerte debemos confiar no tanto en
las limosnas, ayunos, y oraciones de nuestros parientes y amigos. Muchos,
durante la vida, se olvidan todo acerca de sus almas, y no piensan en nada más
y no hacen nada más que amontonar dinero para que sus hijos y nietos puedan
abundar en riquezas. Cuando se aproxima la muerte empiezan por primera vez a
pensar en sus propias almas, y como han dejado toda su substancia mundana a sus
parientes, les encomiendan también sus almas para que sean asistidas por sus
limosnas, oraciones, el sacrificio de la Misa, y otras obras buenas. El ejemplo
de Cristo no nos enseńa a actuar de esta manera. Él encomendó su Espíritu no
a sus parientes, sino a su Padre. San Pedro no dice que actuemos de esta
manera, sino que “encomendemos” nuestras “almas al Creador haciendo el bien”[352]. No encuentro falta en
aquellos que ordenan o buscan o desean que se hagan caridades y que sea
ofrecido el Santo Sacrificio por el reposo de sus almas, pero culpo a aquellos
que ponen excesiva confianza en las oraciones de sus hijos y parientes, pues la
experiencia enseńa que los muertos son prontamente olvidados. Lamento
también que en asunto de tal importancia como es la salvación eterna los
cristianos no obren por sí mismos, no hagan ellos mismos sus limosnas, y se
aseguren amistades por quienes, de acuerdo al Evangelio, puedan ser recibidos
“en eternas moradas”[353].
Finalmente, reprendo severamente a aquellos que no obedecen al Príncipe de los
Apóstoles, que nos ordena encomendar nuestras almas al fiel Creador, no solo
por nuestras palabras, sino por nuestras buenas obras. Las obras que nos serán
ventajosas en presencia de Dios son aquellas que nos hacen eficaz y
verdaderamente cristianos piadosos. Escuchemos las voces del Cielo que
resonaban en los oídos de San Juan: “Y oí una voz que decía desde el cielo:
escribe: dichosos los muertos que mueren en el Seńor. Desde ahora, dice el
Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompańan”[354]. Por tanto, las buenas
obras que son hechas mientras vivimos, y no las que son hechas para nosotros
por nuestros hijos y parientes luego de nuestra muerte, son las buenas obras
que nos acompańarán. Particularmente si no son solamente buenas en sí
mismas, sino, como lo expresa San Pedro --no sin cierto significado oculto--,
cuando están bien hechas. Muchos pueden enumerar cantidades de buenas obras que
han hecho, muchos sermones, Misas diarias, el rezo del Oficio Divino por
ańos, el ayuno anual de Cuaresma, frecuentes limosnas. Pero cuando todas
estas son pesadas en la escala Divina, y hay un escrutinio rígido para determinar
si han sido hechas bien, con intención justa, con la debida devoción, en el
lugar y tiempo adecuados, con un corazón lleno de gratitud hacia Dios... Oh,
żcuántas cosas que parecían meritorias se volverán en detrimento nuestro?
żCuántas cosas que al juicio de los hombres aparecían como oro y plata y
piedras preciosas, serán halladas de madera y paja y rastrojo, buenas solo para
la fogata? Esta consideración me alarma no poco, y mientras más cercano me
encuentro a la muerte, pues el Apóstol me advierte “lo anticuado y viejo está a
punto de cesar”[355], más
claramente veo la necesidad de seguir el consejo de San Juan Crisóstomo. Aquel
santo doctor nos dice que no pensemos mucho en nuestras buenas obras, porque si
son realmente buenas, estos es, bien realizadas, están ya escritas en el Libro
de la Vida, y no hay peligro de que seamos defraudados de nuestros justos
méritos; y nos alienta a pensar más bien en nuestras acciones malas, y luchar
para expiarlas con corazón contrito y espíritu humilde, con muchas lágrimas y
un serio arrepentimiento[356].
Aquellos que siguen este consejo pueden exclamar con gran confianza en el
momento de su muerte: “En tus manos, Seńor, encomiendo mi espíritu, Tu me
has redimido, Seńor, Dios de la verdad”. [352] 1Pe 4,19. [353] Lc 14,9. [354] Ap 14,13. [355] Hb 8,13. [356] Hom. xxxviii. "Ad Popul.
Antioch." Sigue un cuarto fruto en
ser recogido de la alegre manera en que la plegaria de Jesucristo fue
escuchada, lo cual nos debería animar a un mayor fervor al encomendar nuestros
espíritus a Dios. Con gran verdad nos dice el Apóstol que Nuestro Seńor
Jesucristo “fue escuchado por su reverencia”[357]. Nuestro Seńor oró a
su Padre, como hemos mostrado antes, por la pronta resurrección de su Cuerpo.
Su plegaria fue concedida, pues la resurrección no fue prolongada más allá de
lo necesario para establecer el hecho de que el Cuerpo de Nuestro Seńor
estuvo realmente separado de su alma. A menos que pudiese ser probado que su
Cuerpo había sido realmente privado de vida, la resurrección y la estructura de
la fe cristiana construida sobre ese misterio caerían a tierra. Cristo hubiese
tenido que permanecer en la tumba por lo menos cuarenta horas para realizar el
signo del profeta Jonás, de quien Él mismo dijo que prefiguraba su propia
muerte. Para que la resurrección de Cristo pudiese ser acelerada lo más
posible, y que fuese evidente que su plegaria había sido escuchada, los tres
días y las tres noches que Jonás pasó en el estómago de la ballena, fueron, en
relación a la resurrección de Cristo, reducidos a un día entero y partes de dos
días. Así que el tiempo que estuvo el cuerpo de Nuestro Seńor en el
sepulcro no son propiamente, más que por una figura del lenguaje, tres días y
tres noches. Dios Padre no sólo oyó la oración de Cristo acelerando el tiempo
de su resurrección, sino al dar a su cuerpo muerto una vida incomparablemente
mejor que la que tenía antes. Antes de su muerte, Cristo era mortal. La vida
que le fue restituida era inmortal. Antes de su muerte la vida de Cristo era
pasible, y sujeta al hambre y la sed, a la fatiga y a las heridas. La vida que
le fue restituida era impasible. Antes de su muerte la vida de Cristo era
corpórea, la vida que le fue restituida era espiritual, y el cuerpo estaba tan
sujeto al espíritu que en un abrir y cerrar de ojos podía llevarse a donde el
alma quisiese. El Apóstol da la razón por la cual la oración de Cristo fue tan
prontamente concedida al decir que “fue escuchado por su reverencia”. La
palabra griega conlleva la idea de un temor reverencial que era una cualidad
distintiva del respeto que sentía Cristo por su Padre. Así, Isaías al enumerar
los dones del Espíritu Santo que adornarían el alma de Cristo dice: “Reposará
sobre él el espíritu del Seńor, espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y será lleno
del espíritu del temor de Dios”[358].
Mientras el alma de Cristo se llenaba de temor reverencial por su Padre,
proporcionalmente el Padre se llenaba de complacencia en su Hijo: “Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco”[359].
Y como el Hijo reverenció al Padre, el Padre escuchó su oración y le concedió
lo que pedía. Se sigue que si queremos
ser escuchados por nuestro Padre Celestial, y que sean concedidas nuestras
oraciones, debemos imitar a Cristo al aproximarnos a nuestro Padre que está en
el cielo con gran reverencia, prefiriendo su honor a todo lo demás. Entonces
sucederá que nuestras peticiones serán escuchadas, y especialmente aquella de
la que depende nuestro lote en la eternidad; que al acercarse la muerte Dios
preserve nuestras almas, que han sido encomendadas a su cuidado, del león
rugiente que está rondando listo para recibir su presa. Que nadie piense, sin
embargo, que la reverencia a Dios es mostrada meramente en genuflexiones, en
descubrirnos la cabeza, y tales seńales externas de adoración y honor. En
adición a esto, el temor reverencial implica un gran temor de ofender la Divina
Majestad, un íntimo y continuo horror del pecado, no por miedo al castigo, sino
por amor a Dios. Fue provisto con este temor reverencial que no se atrevía ni
siquiera pensar de pecar en contra de Dios: “Dichoso el hombre que teme a
Yahveh, que en sus mandamientos mucho se complace”[360]. Tal hombre verdaderamente teme a Dios, y
puede por eso ser llamado dichoso, pues se esfuerza por cumplir todos sus
mandamientos. La santa viuda Judit “era muy estimada de todos, porque temía
mucho al Seńor”[361].
Ella era tanto joven como rica, pero nunca cedió ni se entregó a una situación
de pecado. Se mantuvo con sus sirvientas apartada en su habitación, y “llevaba
ceńido un sayal, y ayunaba todos los días de su vida a excepción de los
sábados, novilunios y fiestas de la casa de Israel”[362]. Observen con cuanto celo, incluso bajo la
antigua ley, que permitía mayor libertad que el Evangelio, una mujer joven y
rica evitó los pecados de la carne, y por ninguna razón más que “porque temía
mucho al Seńor”. Las Sagrada Escritura menciona lo mismo del santo Job,
quien hizo un pacto con sus ojos para no mirar virgen alguna, estos es, no
miraría a una virgen por miedo de que alguna sombra de pensamiento impuro
cruzara su mente. żPor qué el Santo Job tomó tales precauciones? “Hice un
pacto con mis ojos para ni siquiera pensar en una virgen. Porque żqué
parte tendría Dios en mí desde arriba y qué herencia el Omnipotente desde las
alturas?”[363]. Lo que
significa que si algún pensamiento impuro lo manchase, no tendría más la
herencia de Dios, ni Dios sería su parte. Si quisiera mencionar los ejemplos de
los santos del Nuevo Testamento, nunca acabaría. Este es, pues, el temor
reverencial de los santos. Si estuviésemos llenos del mismo temor, no habría
nada que no obtendríamos fácilmente de nuestro Padre Celestial. [357] Hb 5,7 [358] Is 11,2-3. [359] Mt 17,5. [360] Sal 111,1. [361] Jdt 8,8. [362] Jdt 8,6. [363] Job 31,1-2. El último fruto es
cosechado de la consideración de la obediencia mostrada por Cristo en sus
últimas palabras y en su muerte en la Cruz. Las palabras del Apóstol: “Se
humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz”[364], reciben su completa
realización cuando Nuestro Seńor expiró con estas palabras en sus labios:
“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Para poder recoger el fruto más
precioso del árbol de la Santa Cruz debemos esforzarnos por examinar todo lo
que pueda ser dicho de la obediencia de Cristo. El, el Seńor y Patrón de
toda virtud, tuvo hacia su Padre Celestial una obediencia tan pronta y perfecta
como para hacer imposible imaginar o concebir algo mayor. En primer lugar, la
obediencia de Cristo a su Padre empezó con su concepción y continuó
ininterrumpidamente hasta su muerte. La vida de Nuestro Seńor Jesucristo
fue un perpetuo acto de obediencia. El alma de Cristo disfrutó desde el momento
de su creación el ejercicio de su libre voluntad, estando llena de gracia y
sabiduría, y en consecuencia, aun cuando estaba encerrado en el vientre de su
Madre, era capaz de practicar la virtud de la obediencia. El salmista, hablando
en la persona de Cristo, dice: “En el principio del libro está escrito de mí
que debo hacer tu voluntad. Dios mío, lo he deseado y tu ley está arraigada en
medio de mi corazón”[365].
Estas palabras pueden ser simplificadas así: “En el principio del libro”, esto
es desde el principio hasta el fin de los textos inspirados de la Escritura,
está mostrado que fui elegido y enviado al mundo “para hacer tu voluntad. Dios
mío, lo he deseado” y libremente aceptado. He puesto “la ley”, tu mandamiento,
tu deseo, “en medio de mi corazón”, para meditar sobre él constantemente, para
obedecerlo puntual y prontamente. Las palabras mismas de Cristo significan
igual: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado, y llevar a cabo
su obra”[366]. Pues así
como un hombre no come de vez en cuando, a intervalos distantes uno del otro
durante su vida, sino que diariamente come y se goza en ello, así Cristo
Nuestro Seńor era firme en ser obediente a su Padre todos los días de su
vida. Era su alegría y su placer. “He bajado del cielo no para hacer mi propia
voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”[367]. Y nuevamente: “El que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo, porque hago siempre lo que le agrada a Él”[368]. Y puesto que la
obediencia es el más excelente de todos los sacrificios, como dijo Samuel a
Saúl[369], así cada
acción que Cristo realizó durante su vida fue un sacrificio agradabilísimo para
la Divina Majestad. La primera prerrogativa entonces de la obediencia de
Nuestro Seńor es que duró desde el momento de su Concepción hasta su
muerte en la Cruz. En segundo lugar, la
obediencia de Cristo no estaba limitada a un tipo de tarea particular, como
parece ser a veces el caso de otros hombres, sino que se extendió a todo lo que
le plugo al Padre Eterno ordenar. De esto vinieron muchas de las vicisitudes en
la vida de Nuestro Seńor. En un momento lo vemos en el desierto sin comer
ni beber, tal vez privándose incluso del sueńo, y viviendo con “con las
fieras”[370]. En otro
momento lo vemos mezclándose con los hombres, comiendo y bebiendo con ellos.
Luego viviendo en la oscuridad y el silencio en Nazaret. Ahora aparece ante el
mundo dotado de elocuencia y sabiduría, y obrando milagros. En una ocasión
ejerce su autoridad y bota del Templo a aquellos que lo estaban profanando al
negociar dentro de él. En otra ocasión se esconde, y como un hombre débil y sin
fuerza se aleja de la muchedumbre. Todas estas diferentes acciones requieren un
alma desprendida de sí, y devota a la voluntad de otra. A menos que previamente
hubiese dado el ejemplo de renunciar a todo lo que la naturaleza humana alaba,
no hubiera dicho a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se
niegue a sí mismo”[371],
que renuncie a su propia voluntad y a su propio juicio. A menos que estuviese
preparado para dar su vida con tanta prontitud que pareciese que en verdad la
odiaba, no habría alentado a sus discípulos con tales palabras como “Si alguno
viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer e hijos, hermanos y hermanas,
e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo”[372]. Esta renuncia de uno mismo, tan conspicua
en la personalidad de Nuestro Seńor, es la verdadera raíz y, como tal,
madre de la obediencia. Y aquellos que no están preparados para el sacrificio
personal nunca adquirirán la perfección de la obediencia. żCómo puede un
hombre obedecer prontamente la voluntad de otro si prefiere su propia voluntad
y juicio a la del otro? La vasta orbe del cielo obedece a las leyes de la
naturaleza tanto al amanecer como al ponerse. Los ángeles son obedientes a la
voluntad de Dios. No tienen voluntad propia opuesta a la de Dios, sino que
están felices unidos a Dios, y son uno en espíritu con Él. Y así canta el salmista:
“Bendigan al Seńor todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son
ejecutores de su palabra, para obedecer la voz de sus órdenes”[373]. En tercer lugar, la
obediencia de Cristo no fue solo infinita en su longitud y anchura, pero
proporcionalmente como por el sufrimiento fue humillada hasta lo más bajo, así
en cuanto a su recompensa será exaltada. La tercera característica entonces de
la obediencia de Cristo es que fue probada por el sufrimiento y las
humillaciones. Para cumplir la voluntad de su Padre Celestial, el nińo
Cristo, en completo uso de todas sus facultades, consintió en ser encerrado por
nueve meses en la oscura prisión del vientre de su Madre. Otros bebés no
sienten esta privación pues no tienen uso de razón, pero Cristo tenía uso de
razón, y debe haber temido el confinamiento en el estrecho vientre, incluso del
vientre de la que había escogido como Madre. A través de la obediencia a su
Padre, y por el amor que le tenía, superó a la muerte, y la Iglesia dice:
Cuando asumiste sobre Ti el liberar al hombre, no aborreciste el vientre de la
Virgen”. Nuevamente, nuestro querido Seńor necesitó no poca paciencia y
humildad para asumir las maneras y debilidades de un pequeńo, cuando no
solamente era más sabio que Salomón, sino que era el Hombre “en quien están
ocultos todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento”[374]. Consideren, más aún,
cuánto habrá sido su auto-control y mansedumbre, su paciencia y humildad, para
haber permanecido dieciocho ańos, desde los doce hasta los treinta,
escondido en una oscura casa en Nazaret, haber sido tenido como el hijo de un
carpintero, haber sido llamado carpintero, haber sido tomado como un hombre
ignorante y sin educación, cuando al mismo tiempo su sabiduría sobrepasaba la
de los ángeles y hombres juntos. Durante su vida pública, adquirió gran
renombre por su predicación y sus milagros, pero sufrió grandes necesidades y
soportó muchos reveses. “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo
nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde descansar la cabeza”[375]. Adolorido de pies y
fatigado, se sentaba al costado de un pozo. Y hubiese podido rodearse con
abundancia de todas las cosas, por el servicio de hombres o ángeles, de no
haber estado impedido por la obediencia que le debía a su Padre. żMe
detendré en las contradicciones que sufrió, en los insultos que soportó, en las
calumnias que fueron habladas en contra de Él, en sus heridas y en la corona de
espinas de su Pasión, en la ignominia de la Cruz misma? Su humilde obediencia
ha tomado tan honda raíz que solo podemos maravillarnos y admirarla. No podemos
imitarla perfectamente. Hay todavía una mayor
profundización a su obediencia. La obediencia de Cristo finalmente llegó a este
estado, en que con fuerte voz clamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu. Y diciendo esto, expiró”[376].
Parecería que el Hijo de Dios quisiese dirigirse a su Padre de esta manera:
“Este mandamiento he recibido de Ti, Padre mío”[377], dar mi vida para poder recibirla
nuevamente de tus manos. El tiempo ha llegado ahora para cumplir este último
mandamiento tuyo. Y aunque la separación de mi alma y mi cuerpo será una
separación dura, porque desde el momento de su creación han permanecido unidas
en gran paz y amor, y aunque la muerte encontró una entrada en este mundo a
través de la maldad del demonio, y la naturaleza humana se rebela contra la
muerte, aún así tus mandamientos están profundamente fijos en lo más íntimo de
mi corazón, y prevalecerán incluso sobre la muerte misma. Por tanto estoy
preparado para probar la amargura de la muerte, y tomar hasta lo último el
cáliz que has preparado para mí. Pero como es tu deseo que entregue mi vida de
tal manera que la reciba de nuevo de Ti, así, “en tus manos encomiendo mi
Espíritu”, para que puedas restaurármela como quieras. Y entonces, habiendo
recibido el permiso de su Padre para morir, inclinó la cabeza como
manifestación de su obediencia, y expiró. Su obediencia triunfó y prevaleció.
No sólo recibió su recompensa en la persona de Cristo, quien, porque su humilló
por debajo de todo, y obedeció todo por amor a su Padre, ascendió al cielo, y
desde su trono gobierna todo, sino que tiene su recompensa también en esto: que
todo el que imita a Cristo ascenderá a los cielos, será puesto como Seńor
sobre todos los bienes de su Seńor, y será partícipe de su dignidad real y
poseedor de su Reino para siempre. Por otro lado, la virtud de la obediencia ha
ganado tan manifiesta victoria sobre los espíritus rebeldes, desobedientes y
orgullosos, como para hacerlos temblar y huir a la vista de la Cruz de Cristo. Quien sea que desee
ganar la gloria del cielo, y encontrar verdadera paz y descanso para su alma,
debe imitar el ejemplo de Cristo. No sólo los religiosos que se han ligado a si
mismos por el voto de obediencia a su superior, quien representa a Dios, sino
todos los hombres que desean ser discípulos y hermanos de Cristo deben aspirar
a ganar esta victoria espiritual sobre sí mismos. De otro modo, estarán
miserablemente para siempre con los orgullosos demonios del infierno. Puesto
que la obediencia es un precepto divino, y ha sido impuesto sobre todos, es
necesario para todos. Para todos sin excepción fueron dirigidas las palabras de
Cristo: “Tomad sobre vosotros mi yugo”[378].
A todos los predicadores del Evangelio dice: “Obedeced a vuestros prelados y
someteos a ellos”[379]. A
todos los reyes dice Samuel: “żPues que prefiere el Seńor,
holocaustos y víctimas, o más bien que se obedezca la voz del Seńor? Mejor
es obedecer que sacrificar”[380].
Y para mostrar la grandeza del pecado de la desobediencia ańade: “Porque
como pecado de hechicería es la rebeldía” contra los mandamientos de Dios, o
los mandamientos de aquellos que ejercen el lugar de Dios. En consideración a
aquellos que voluntariamente se entregan a la práctica de la obediencia, y
someten su voluntad a la de su superior, diré unas pocas palabras de su feliz
estado de vida. El profeta Jeremías, inspirado por el Espíritu Santo, dice “Es
bueno para el hombre haber llevado el yugo desde su juventud. Se sentará
solitario y mantendrá su paz, porque aceptó llevar el yugo sobre sí”[381]. Cuán grande es la
alegría contenida en estas palabras “ˇEs bueno!”. Por el resto de la frase
podemos concluir que ellos abrazan todo lo que es útil, honorable, deseable, de
hecho, todo en lo que debe consistir la felicidad. El hombre que está acostumbrado
desde su juventud al yugo de la obediencia, será libre a lo largo de su vida
del aplastante yugo de los deseos carnales. San Agustín, en el libro octavo de
sus Confesiones, reconoce la dificultad que un alma, que por ańos ha
obedecido a la concupiscencia de la carne, debe experimentar al sacudir tal
yugo, y por otro lado habla de la facilidad y de la gloria que experimentamos
al cargar el yugo del Seńor si es que las trampas del vicio no han
atrapado al alma. Más aún, no es ganancia poco considerable obtener mérito por
cada acción en presencia de Dios. El hombre que no realiza ninguna acción por
su propio libre querer, sino que hace todo por obediencia a su superior, ofrece
a Dios en cada acción un sacrificio agradabilísimo a Él, pues como dice Samuel:
“Mejor es obedecer que sacrificar”[382].
San Gregorio da una razón para esto: “Al ofrecer víctimas --dice-- sacrificamos
la carne de otro. Por la obediencia nuestra propia voluntad es sacrificada”[383]. Y lo que es aún más
admirable en esto es que, incluso si un Superior peca al dar una orden, el
sujeto no sólo no peca, sino que incluso obtiene mérito por su obediencia
siempre y cuando lo ordenado no vaya en contra de la ley de Dios. El Profeta
continua: “Se sentará solitario y mantendrá su paz”. Estas palabras significan
que el hombre obediente reposa porque ha hallado paz para su alma. Aquel que ha
renunciado a su propia voluntad, y se ha entregado a sí mismo enteramente a
realizar la voluntad Divina que es manifestada a él a través de la voz de su
superior, nada desea, nada busca, no piensa de nada, nada anhela, sino que es
libre de todo cuidado ansioso, y “con María se sienta a los pies del Seńor
escuchando su voz”[384].
El solitario se sienta, tanto porque vive con aquellos que “no tienen sino un
solo corazón y una sola alma”[385],
y porque no ama nada con amor privado, individual, sino todo en Cristo y por
causa de Cristo. Es silente porque no pelea con nadie, disputa con nadie,
litiga con nadie. La razón de esta gran tranquilidad es porque “aceptó llevar
el yugo sobre sí”, y es trasladado de las filas de los hombres a las filas de
los ángeles. Hay muchos que se preocupan a si mismos por sí mismos, y actúan como
animales privados de razón. Buscan las cosas de este mundo, estiman solo
aquellas cosas que complacen los sentidos, alimentan sus deseos carnales, y son
avaros, impuros, glotones e intemperados. Otros llevan una vida puramente
humana, y se mantienen encerrados en sí mismos, como aquellos que se esfuerzan
por escudrińar los secretos de la naturaleza, o descansan satisfechos
dando preceptos de moral. Otros, se alzan sobre sí mismos, y con la especial
ayuda y asistencia de Dios llevan una vida que es más angelical que humana.
Estos abandonan todo lo que poseen en este mundo, y negando su propia voluntad,
pueden decir con el Apóstol: “Somos ciudadanos del cielo”[386]. Emulando la pureza, la contemplación, y
la obediencia de los ángeles, llevan una vida de ángeles en este mundo. Los
ángeles nunca son ensuciados con la mancha del pecado, “ven continuamente el
rostro de mi Padre que está en los cielos”[387], y liberados de todo lo demás, son
enteramente absortos en cumplir la voluntad de Dios. “Bendigan al Seńor
todos sus ángeles, poderosos en fortaleza, que son ejecutores de su palabra,
para obedecer la voz de sus órdenes”[388].
Esta es la felicidad de la vida religiosa. Aquellos que en la tierra imitan lo
mas posible la pureza y la obediencia de los ángeles, sin duda serán partícipes
de su gloria en el cielo, especialmente si siguen a Cristo, su Amo y
Seńor, quien “se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y
muerte de Cruz”[389], y
“siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia por las cosas que padeció”[390], esto es, aprendió por
su propia experiencia que la obediencia genuina es probada en el sufrimiento, y
en consecuencia su ejemplo nos enseńa no sólo obediencia, sino que el
fundamento de una verdadera y perfecta obediencia es la humildad y la
paciencia. No es prueba de que somos verdadera y perfectamente obedientes al
obedecer en cosas que son honorables y agradables. Tales órdenes no nos prueban
si es la virtud de la obediencia o algún otro motivo que nos mueve a actuar.
Pero un hombre que manifiesta prontitud y ardor en obedecer todo lo que es
humillante y laborioso, prueba que es un verdadero discípulo de Cristo, y ha
aprendido el significado de la verdadera y perfecta obediencia. San Gregorio hábilmente
nos enseńa lo que es necesario para la perfección de la obediencia en las
diferentes circunstancias. Dice: “algunas veces recibiremos ordenes agradables,
y en otros momentos desagradables. Es de la mayor importancia recordar que en
algunas circunstancias, si algo de amor propio se filtra en nuestra obediencia,
nuestra obediencia es nula. En otras circunstancias nuestra obediencia será en
proporción menos virtuosa en la medida que hay menor sacrificio personal. Por
ejemplo: un religioso es puesto en un puesto honorable. Es nombrado superior de
un monasterio. Ahora bien, si asume este oficio a través del motivo meramente
humano del gusto, estará juntamente falto de obediencia. Ese hombre no es
dirigido por obediencia, asumiendo tareas agradables es esclavo de su propia
ambición. De la misma manera, un religioso recibe alguna orden humillante si,
por ejemplo, cuando su amor propio lo lleva a aspirar a la superioridad, es
ordenado realizar algunos oficios que no conllevan ninguna distinción ni
dignidad, entonces disminuirá el mérito de su obediencia en proporción a lo que
falta en forzar su voluntad en desear el oficio, porque de mala gana y a fuerza
obedece en asunto que considera indigno de sus talentos o de su experiencia. La
obediencia invariablemente pierde algo de su perfección si el deseo por
ocupaciones bajas y humildes no acompańa de alguna manera u otra la obligación
forzada de asumirlas. En las órdenes, por tanto, que son repugnantes a la
naturaleza, ha de haber algo de sacrificio personal, y en las órdenes que son
agradables a la naturaleza no debe haber amor propio. En el primer caso la
obediencia será más meritoria mientras más cerca esté unida a la voluntad
divina mediante el deseo. En el segundo caso la obediencia será más perfecta
mientras más separada esté de cualquier anhelo de reconocimiento mundano.
Entenderemos mejor las diferentes seńales de la verdadera obediencia al
considerar dos acciones de dos santos que están ahora en el cielo[391]. Cuando Moisés estaba
pastando las ovejas en el desierto, fue llamado por el Seńor, quien le
habló a través de la boca de un ángel desde la zarza ardiendo, para llevar al
pueblo judío en su éxodo de la tierra de Egipto. En su humildad, Moisés dudó en
aceptar tan glorioso mando. “ˇPor favor, Seńor! --dijo-- Desde ayer y
antes de ayer yo no soy elocuente, y después que has hablado a tu siervo, me
hallo aun tartamudo y pesado de lengua”[392]. Deseó declinar el oficio mismo, y rogó para que pueda
ser dado a otro. “Te ruego, Seńor, que envíes al que has de enviar”[393]. ˇMirad! Arguye
su falta de elocuencia como una excusa al Autor y Dador del habla, para ser
exonerado de una labor que era honorable y llena de autoridad. San Pablo, como
dice a los Gálatas[394],
fue divinamente advertido de ir a Jerusalén. En el camino se encuentra con el
Profeta Ágabo, y se entera por él lo que tendrá que sufrir en Jerusalén.
“Ágabo, se acercó a nosotros, tomó el cinturón de Pablo, se ató sus pies y sus
manos y dijo: "esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en
Jerusalén al hombre de quien es este cinturón. Y le entregarán en manos de los
gentiles"”[395]. A
lo que San Pablo inmediatamente respondió: “Yo estoy dispuesto no sólo a ser
atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Seńor Jesús”[396]. Sin amilanarse por la
revelación que recibió acerca de los sufrimientos que le estaban reservados, se
dirigió a Jerusalén. Realmente anhelaba sufrir, aunque como hombre debe haber
sentido algo de miedo, pero este mismo miedo fue vencido, haciéndolo más
valerosos. El amor propio no encontró lugar en la honorable tarea que fue
impuesta a Moisés, pues tuvo que vencerse a sí mismo para asumir la guía del
pueblo judío. Voluntariamente se dirigió San Pablo hacia el encuentro de la
adversidad. Era consciente de las persecuciones que lo aguardaban, y su fervor
lo hacía anhelar aun cruces más pesadas. Uno deseó declinar el renombre y la
gloria de ser líder de una nación, incluso cuando Dios visiblemente lo llamaba.
El otro estaba preparado y deseoso para abrazar las penalidades y tribulaciones
por amor a Dios. Con el ejemplo de estos dos santos ante nosotros, debemos
decidirnos, si deseamos obtener la perfecta obediencia, a permitir que la
voluntad de nuestro superior solamente imponga sobre nosotros tareas
honorables, y a forzar nuestra propia voluntad a abrazar los oficios difíciles
y humillantes”[397].
Hasta aquí San Gregorio. Cristo nuestro Seńor, Seńor de todo, había
previamente aprobado por su conducta la doctrina aquí expuesta por San
Gregorio. Cuando sabía que la gente venía para llevarlo por la fuerza y hacerlo
su rey, “huyó al monte, solo”[398].
Pero cuando sabía que los judíos y soldados, con Judas a la cabeza, venían para
hacerlo prisionero y crucificarlo, de acuerdo al mandato que había recibido de
su Padre, de buena gana salió al encuentro de ellos, dejándose capturar y atar.
Cristo, por tanto, nuestro buen Seńor, nos ha dado un ejemplo de la
perfección de la obediencia, no solamente por su predicación y palabras, sino
por sus obras y en la verdad. Reverenció a su Padre con una obediencia fundada
en el sufrimiento y las humillaciones. La Pasión de Cristo exhibe el más
brillante ejemplo de la más exaltada y ennoblecida de las virtudes. Es un modelo
que siempre han de tener ante sus ojos aquellos que han sido llamados por Dios
para aspirar a la perfección de la obediencia y la imitación de Cristo. [364] Flp 2,8. [365] Sal 39,8-9. [366] Jn 4,34. [367] Jn 6,38. [368] Jn 8,29. [369] 1Sam 15,22. [370] Mc 1,13. [371] Mt 16,24. [372] Lc 14,26. [373] Sal 102,20. [374] Col 2,3. [375] Lc 9,58. [376] Lc 23,46. [377] Jn 10,18. [378] Mt 11,29. [379] Hb 13,17. [380] 1Sam 15,22-23. [381] Lam 3,27-28. [382] 1Sam 15,23. [383] "Lib. Mor." xxxv. c. x. [384] Lc 10,39. [385] Hch 4,32. [386] Flp 3,20. [387] Mt 18,10. [388] Sal 102,20. [389] Flp 2,8. [390] Hb 5,8. [391] Ex 3. [392] Ex 4,10. [393] Ex 4,13. [394] Gál 2,2. [395] Hch 21,11. [396] Hch 21,13. [397] "Lib. Mor." xxxv. c. x. [398]
Jn 6,15. Volver al Inicio del Documento |
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