Domingos y Ferias del Tiempo Ordinario semanas 27ª-34ª: Año Litúrgico Patrístico A-B-C
Iglesia del Hogar: Preparando en Familia
Catequesis preparatoria para los niños
Domingo y Catecismo
- Semana 27
- Semana 28
- Semana 29
- Semana 30
- Semana 31
- Semana 32
- Semana 33
- Semana 34
Domingos: Ciclo A - Ciclo B - Ciclo C
Entre semana: Lunes -
Martes - Miércoles -
Jueves - Viernes -
Sábado
Domingo
Entrada: «En tu poder, Señor, está todo; nadie puede resistir a tu decisión. Tú creaste el cielo y la tierra y las maravillas todas que hay bajo el cielo. Tú eres dueño del universo» (Est 13,9-11).
Colecta (del Misal anterior, antes en el Gelasiano y Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir».
Ofertorio (compuesta con textos del Veronense): «Recibe, Señor, la oblación que tú has instituido, y por estos santos misterios que celebramos para darte gracias, santifica a los que tú mismo has redimido».
Comunión: «Bueno es el Señor para el que espera en Él, para el alma que le busca» (Lam 3,25) o: «El Pan es uno, y así nosotros, aunque seamos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque comemos todos del mismo Pan y bebemos del mismo Cáliz» (1 Cor 10,17).
Postcomunión (compuesta con un texto del Sermón 63 de San León Magno): «Concédenos, Señor todopoderoso, que de tal manera saciemos nuestra hambre y nuestra sed en estos sacramentos, que nos transformemos en lo que hemos recibido».
La viña del Señor es aludida en las lecturas primera y tercera. San Pablo invita a los cristianos a vivir intensamente bajo la mirada de Dios y a cultivar todas las virtudes.
En esta celebración se nos invita a examinar humildemente nuestra vida cristiana y a considerar sinceramente los frutos de santidad que ha logrado en nosotros la gracia de Cristo.
–Isaías 5,1-7: La viña del Señor de los ejércitos es la Casa de Israel. El cántico de Isaías contra la viña estéril, a pesar de ser tan cuidada por el Señor, es anuncio de la reprobación del «Israel de la carne» (Rom 9,30ss), que se resiste a la voluntad de Dios. San Basilio comenta:
«Él no cesa en toda ocasión de explicar esta analogía de las almas humanas con la viña. “Mi amigo, dice, tenía una viña... Yo planté una viña”... (Is 5,1; Mt 21,33). Son evidentemente las almas de los hombres a los que llama su viña; aquellas que Él ha rodeado de una cerca, la seguridad que dan sus preceptos y la guarda de sus ángeles... Y después, como una empalizada plantada a nuestro alrededor, en primer término a los apóstoles, en segundo lugar a los profetas y luego a los doctores. Por los ejemplos de los hombres santos antiguos ha elevado nuestros pensamientos a lo alto, sin dejar que caigan por tierra ni sean pisoteados. Quiere que los abrazos de la caridad, como los sarmientos de la vid, nos unan al prójimo y nos hagan descansar en él, a fin de que nuestros continuos esfuerzos hacia el cielo, como sarmientos trepadores, se eleven hasta las cimas más elevadas. Nos manda que nos dejemos labrar. Un alma está escardada cuando echa de sí las preocupaciones mundanas, que son un peso para nuestro corazón. Consecuentemente, quien echa de sí el amor carnal, el apego a las riquezas, y tiene como odioso y despreciable el deseo apasionado de esta gloria miserable, está como labrado y respira libre del peso vano de los pensamientos terrenos»... (Homilía 5,6 sobre el Hexamerón).
–El Salmo 79 medita el mismo tema: «Sacaste, Señor, una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles y la trasplantaste. Extendió sus sarmientos en el mar y sus brotes hasta el Gran Río. ¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?» Es necesario el arrepentimiento y la petición de perdón: «Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa. No nos alejaremos de ti, danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios de los Ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve».
–Filipenses 4,6-9: El Dios de la paz estará con vosotros. El Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, ha de evidenciar su amorosa fidelidad a Cristo y a su Evangelio por la santidad de vida de sus miembros. San Agustín escribe:
«Pero a ciertas horas sustraemos la atención a las preocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entregamos al negocio de orar; y nos excitamos con las mismas palabras de la oración a atender mejor el bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia. Por lo cual dijo el mismo Apóstol: “vuestras peticiones sean patentes a Dios” (Flp 4,6). Eso no hay que entenderlo como si tales peticiones tuvieran que mostrarse a Dios, pues ya las conocía antes de que se formulasen; han de mostrarse a nosotros en presencia de Dios por la perseverancia, y no ante los hombres por la jactancia» (Carta 130, a Proba 18).
San Jerónimo comenta:
«También la paz será obra de la justicia; “aquella paz que, según el apóstol, supera todo sentido” (Flp 4,7). Y el culto de la justicia, el silencio, para que adores al Señor no con muchas palabras de los judíos, sino en la brevedad de la fe; y descansen seguros con la paz eterna y sus riquezas esté en sus tabernáculos» (Comentario sobre el profeta Isaías).
–Mateo 21,33-43: Arrendará la vi��a a otros labradores. La parábola de los viña-dores presuntuosos es una condenación evangélica de todo engreimiento, que siempre es estéril, rebelde y presuntuoso ante los designios divinos de salvación, realizados en el misterio de Cristo Redentor. Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«Y justamente se les propuso una parábola, fue porque ellos mismos pronunciaran su sentencia. Lo mismo sucedió con David, cuando él mismo sentenció en la parábola del profeta Natán (2 Re 12,6). Mas considerad, os ruego, cuán justa es la sentencia aun por el solo hecho de que los mismos que han de ser castigados se condenan a sí mismos. Luego, para hacerles ver que no solo la justicia pedía su castigo, sino que de antiguo lo había predicho la gracia del Espíritu Santo, y era, por lo mismo, sentencia de Dios, el Señor les alega la profecía y vivamente los reprende diciendo: ‘‘¿Nunca habéis leído que la piedra que los constructores rechazaron?’’... Modos todos de manifestarles que ellos, por su incredulidad, habían de ser rechazados e introducidas en su lugar las naciones» (Homilía 68,2 sobre San Mateo).
El autor de la Carta a los Hebreos nos muestra a Cristo como el Redentor que vino a salvar a los hombres y a unirlos en una sola raza, para conducirlos a Dios. Y las lecturas primera y tercera tratan del tema del matrimonio cristiano. Nos manifiestan la original decisión divina de diferenciar al ser humano en hombre y en mujer, para asociarlos así, de modo connatural y maravilloso, a la obra creadora en la propagación de la vida humana en el tiempo y para la eternidad.
–Génesis 2,18-24: Serán los dos una sola carne. Hombre y mujer tienen, según el designio divino, la misma dignidad de hijos de Dios. La Sagrada Escritura re-vela a todos un conjunto de profundas verdades que no fueron descubiertas ni por la especulación filosófica, antigua o moderna, ni por las religiosidades paganas. El autor sagrado enseña en el nombre de Dios la perfecta igualdad del hombre y de la mujer, la superioridad de los mismos al mundo animal, y su unión íntima en el matrimonio, en el que las más profundas exigencias naturales se purifican y perfeccionan en un amor que vincula para siempre.
–El Salmo 127 es un canto a la felicidad doméstica de quien teme al Señor: «Dichoso el que teme al Señor y sigue su camino. Comerás del fruto de tu trabajo... Tu mujer como parra fecunda... Tus hijos como renuevos de olivo... Que te bendiga el Señor desde Sión, que veas a los hijos de tus hijos. Paz a Israel».
–Hebreos 2,9-11: El Santificador y los santificados proceden todos del mismo. Cristo Jesús, Hijo de Dios, hecho hombre, es quien ha llevado a su auténtica dignidad al ser humano: destinándolo a la eternidad y regenerándolo con su sangre redentora. El autor de la Carta quiere demostrar que la altísima dignidad de los cristianos, pues su Cabeza, Cristo Jesús, ha recibido una doble gloria: fue anunciado por los profetas y ha renovado en el hombre su dignidad perdida, según el Salmo 8, elevándolo a una excelsa condición divina. Por tanto, todos los hombres, pasados, presentes y futuros tienen relación con Él. Y por eso mismo, entre Jesús y nosotros hay un común destino, que solo con Él y por Él podemos alcanzar.
–Marcos 10,2-6: Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. La obra redentora de Cristo Jesús tuvo que rescatar también la institución matrimonial de la profunda degradación a que había sido llevada por el pecado de los hombres. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por la misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos, fue elevada por Cristo en los bautizados a la dignidad de sacramento. Y así escribe Tertuliano:
«No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica. En la tierra no debe los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu.
«Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una y el espíritu es uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también Él presente, y donde está Él el Maligno no puede entrar» (A su esposa 2,8).
Las lecturas primera y tercera nos hablan del valor de la fe. San Pablo nos exhorta a ser valientes para testimoniar a Cristo. Vivir de la fe es más que haber aceptado un mensaje doctrinal o que profesar una ideología religiosa, acatando unos principios doctrinales, éticos o morales. La fe cristiana es ante todo una entrega personal a Dios, en respuesta a la persona y a la palabra viva de Cristo Jesús, el Hijo de Dios, que se hace hombre para hacer a los hombres hijos de Dios. La vida para los creyentes, como para San Pablo, no tiene sentido si no está centrada realmente en Cristo y marcada siempre por su evangelio.
–Habacuc 1,2-3;2,24: El justo vivirá de la fe. Al final de la vida, el hombre será juzgado por el Señor. Y mientras el incrédulo se hace cada vez más digno de reprobación por su fatuidad interior, el justo se santifica cada día más por su vida de fe y su fidelidad al Espíritu Santo. Comenta San Agustín:
«Si dijéramos que carecemos en absoluto de justicia, negaríamos los dones de Dios. Si carecemos en absoluto de justicia, carecemos también de la fe, y si no tenemos fe, ni siquiera somos cristianos. Si tenemos fe, algo de justicia poseemos. ¿Quieres conocer la medida de ese algo? “El justo vive por la fe” (Hab 2,3). El justo, digo, vive por la fe, puesto que cree lo que no ve» (Sermón 158,4).
La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. Para llegar a la fe y permanecer en ella es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del alma y concede a todos facilidad para aceptar y creer la verdad.
–Escuchad la voz del Señor, exhorta el Salmo 94: «No endurezcáis el corazón, como en Meribá, como el día de Masá en el desierto». Dios es el Señor, y nosotros somos su pueblo. Él habla a nuestro corazón.
–2 Timoteo 1,6-8.13-14: No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor. La fortaleza se ve muchas veces puesta a prueba, y la caridad y la prudencia son los signos del verdadero creyente en Cristo. La fe no ha de reducirse a una forma de conocimiento abstracto, sino que es esencialmente una actitud de vida, que incluye el testimonio de Cristo a través del ejemplo y de la práctica. Así San Pablo, San Timoteo y tantos otros cristianos, auxiliados por la gracia divina, guardaron intacto el depósito de la fe, y confesaron a Cristo entre los hombres y entre los creyentes por la palabra y la obra. Solo así la verdad evangélica es proclamada eficazmente y penetra en el corazón de los hombres para convencerlos, transformarlos y vivificarlos. La fe actúa de este modo en toda su plenitud, guardando su luminosa simplicidad. Enseña San Hilario:
«La fe tiene por objeto verdades simples y puras, y Dios no nos llama a la vida bienaventurada con cuestiones difíciles, ni se sirve de artificios de elocuencia para atraernos, sino que ha reducido el camino de la eternidad a unos conocimientos breves, claros y fáciles de concebir» (Sobre los Salmos lib.10,5).
Y San Ambrosio:
«Creyó Abrahán a Dios, y esto se le contó por justicia, porque no buscó la razón, sino que creyó con la fe más obediente: lo que importa es que la fe preceda a la razón, no parezca que para creer a Dios le pedimos la razón como si fuera un hombre; porque sería indignidad dar fe al testimonio de un hombre en lo que nos dice de otro, y no creer a los oráculos de un Dios, cuando habla de Sí mismo» (Sobre Abrahán15,7).
–Lucas 17,5-10: Si tuvierais fe. La fe genuina lleva al cristiano a una actitud permanente de responsabilidad amorosa y de servicio caritativo, avalada por la confianza humilde y filial ante el Padre. El don fundamental de la salvación es la fe, pero entendida rectamente a la luz de la Palabra de Dios, es decir, como una fuerza interior que proviene de lo alto y que lo transforma todo, con tal que el hombre sepa acogerla con humilde disponibilidad. Escribe San Ambrosio:
«En este pasaje se nos exhorta a la fe, queriéndonos enseñar que hasta las cosas más sólidas pueden ser vencidas por la fe. Porque de la fe surge la caridad, la esperanza y de nuevo, haciendo una especie de círculo cerrado, unas son causas y fundamentos de las otras» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VIII, 30).
Años impares
–Jonás 1,1-2, 21-11: Se levantó Jonás para huir lejos del Señor. Las misiones del Señor se han de secundar inmediatamente, pues de lo contrario nos exponemos a nuestra perdición, a no ser que volvamos a Él por el arrepentimiento. La predicación misionera ha de ir acompañada de muchas virtudes y de una gran coherencia con la propia vida, identificando ante todo nuestra voluntad con la voluntad divina. No podemos ocultar la verdad, ni refugiarnos en falsos irenismos, sino que, al estilo de los Apóstoles, hemos de afirmarla en las palabras y en los hechos en su significado pascual. Y lo pascual siempre supone un paso de la muerte a la vida. El fruto primero de toda acción misionera es siempre la metanoia, el arrepentimiento, la conversión, como en el primer Pentecostés de la historia cristiana: «¿Qué tenemos que hacer?... Convertíos y bautizaos» (Hch 2,37-38). San Gregorio Magno dice:
«La palabra divina, así como es digna de la atención de los prudentes, por los misterios que encierra, así también es el consuelo de las almas sencillas. Con lo exterior alimenta a los pequeñuelos; con lo más secreto admira y eleva los entendimientos sublimes. Es como un río que en unas partes va somero y en otras muy profundo, en el que pasa el cordero y nada el elefante» (Morales sobre Job 4,1).
–Del mismo Jonás 2 se toma el Salmo responsorial: «Sacaste mi vida de la fosa, Señor. En mi aflicción clamé al Señor y me atendió, desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor. Me arrojaste a lo profundo en alta mar, me rodeaban las olas, tus corrientes y tu oleaje pasaban sobre mí. Yo dije: “me has arrojado de tu presencia, quién pudiera ver de nuevo tu santo templo”. Cuando se me acababan las fuerzas me acordé del Señor; llegó hasta ti mi oración, hasta tu santo templo». El Señor escucha la oración de los humildes. En todo momento hay que orar al Señor con entera confianza.
Años pares
–Gálatas 1,6-1: Vocación peculiar de Pablo para la predicación del Evangelio. El mismo Señor lo instruyó, y conformó su doctrina con la de los apóstoles y jerarcas de la Iglesia. El Evangelio de Jesucristo no puede, no debe, ser falsificado. San Juan Crisóstomo comenta:
«Observa con cuánta firmeza sostiene [San Pablo] que es discípulo de Cristo, sin mediación humana, sino porque Él mismo lo ha considerado merecedor de revelarle todo conocimiento. ¿Y cómo probarás a los incrédulos que Dios te ha revelado por Sí mismo y sin mediar nadie aquellos inefables misterios? Con la vida pasada, contesta. Si Dios no fuera el autor de la revelación, no habría tenido una conversión tan repentina. Los instruidos por hombres, cuando sostienen tenaz y radicalmente opiniones contrarias, precisan de tiempo y mucho ingenio para ser persuadidos. En cambio, es evidente que el que cambia así de repente y permanece verdaderamente sobrio en la cumbre misma de la locura, en tanto que ha alcanzado la visión y la enseñanza divina, ha vuelto repentinamente a un estado de salud perfecta» (Comentario a la Carta a los Gálatas 1,8).
–Con el Salmo 110 damos gracias al Señor por todas las maravillas que ha hecho en la historia de la salvación, sobre todo por Cristo y por su prolongación en la Iglesia. Todos, congregados en la asamblea litúrgica, alabamos al Señor, porque son grandes todas sus obras y dignas de estudio para los que la aman. Justicia y Verdad son las obras del Señor, todos sus preceptos merecen ser escuchados y observados, pues son estables para siempre jamás y se han de cumplir con verdad y rectitud. Él nos redimió, y ratificó para siempre su alianza. Su nombre es santo y sagrado. Por eso merece una alabanza continua y llena de fervor.
–Lucas 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo? Según Orígenes, desde las primeras generaciones cristianas se ha identificado el Buen Samaritano con el propio Jesucristo que
«una vez llegado junto al hombre medio muerto y habiéndole visto bañado en sangre, tuvo piedad de él y se abajó hasta hacerse su prójimo» (Comentario a San Lucas 3,5)
Así comenta San Ambrosio:
«Puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas, amémosle, viendo en Él a nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo; pues nada hay tan próximo a los miembros como la Cabeza. Y amemos también al que es imitador de Cristo y a todo aquel que se asocia al sufrimiento de su Cuerpo» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,84).
Años impares
–Jonás 3,1-10: Conversión de los ninivitas y compasión del Señor que les otorgó el perdón. Comenta San Agustín:
«Desde la profundidad gritaron los ninivitas y encontraron el perdón. Y la amenaza del profeta quedó anulada con más facilidad por la humillación de la penitencia. Aquí dirás: ‘‘yo estoy ya bautizado en Cristo, momento en que se perdonaron todos mis pecados, y que después a los ojos de Dios me he hecho cual perro horrible, que vuelve a su vómito. ¿Adónde huiré de su espíritu? ¿Adónde huiré de su presencia?’’ ¿Adónde, hermano, sino mediante el arrepentimiento, irás a la misericordia de Aquél, cuyo poder habías despreciado al pasar? Nadie puede huir efectivamente de Él a no ser huyendo hacia Él, huyendo de su severidad a su bondad?» (Sermón 351,12).
–Con razón se ha traído aquí el Salmo 129, aludido por San Agustín en el comentario anterior. «Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz, esté tus oídos atentos a la voz de mi súplica... De ti viene el perdón y tú infundes respeto. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Él redimió a Israel de todos sus delitos». Y nos redimió también a todos nosotros con su muerte en la Cruz. Esa redención se nos aplica siempre que, arrepentidos, nos llegamos al sacramento de la penitencia y a la Sagrada Eucaristía.
Años pares
–Gálatas 1,13-24: Recuerda San Pablo los comienzos de su vocación. Dios lo llamó para que se convirtiera en miembro y apóstol de la Iglesia, cuando perseguía a ésta encarnizadamente. San Juan Crisóstomo, gran admirador del Apóstol, comenta:
«¿Existe un alma más humilde que ésta? Si se refería a lo que le acusaba, a su persecución y devastación de la Iglesia, hablaba de ello con una crítica rotunda de su vida pasada; en cambio, no se detiene en detalles de lo que ahora manifiesta su gloria. Si hubiera querido, habría podido relatar con amplitud todas sus acciones, sin embargo, no dice nada de éstas, antes al contrario, atraviesa un mar infinito con una sola palabra y dice: “vine a las regiones de Siria y Cilicia... Y alababan a Dios por causa mía». Observa también en este punto ese afán de ser humilde y con qué cuidado lo observa. No dijo: “me admiraban, me alababan, estaban asombrados”... sino que subraya que todo era producto de la gracia. Dice, en efecto: “glorificaban a Dios por mí”» (Comentario a la Carta a los Gálatas 1,11).
–Con el Salmo 138 proclamamos: «Guíame, Señor, por el camino eterno». El Señor sondeó a Pablo y lo conoció, lo conoció en su persecución a la Iglesia, seguía sus pasos, desde lejos penetraba sus pensamientos, distinguía su camino y su descanso, todas sus sendas le eran familiares. Él lo formó, formó su corazón, conocía hasta el fondo de su alma... Por eso Pablo pudo dar gracias al Señor porque lo escogió portentosamente, porque sus obras son admirables. También nosotros podemos decir lo mismo. El Señor nos guía, nos llena de sus dones. Sigámosle, pues, y démosle gracias.
–Lucas 10,38-42: Marta lo recibió en su casa. María escogió la mejor parte. Comenta San Agustín:
«Marta, entregada al servicio, se ocupaba de los quehaceres de la casa; en efecto, dio hospitalidad al Señor y a sus discípulos. Se esmeraba con preocupación, sin duda piadosa, para que los santos no experimentasen en su casa molestia alguna. Mientras ella estaba ocupada en este servicio, su hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras. Marta interpeló al Señor... Y el Señor respondió: “una sola cosa es necesaria. María eligió la mejor parte que no le será quitada”. Buena es la tuya, pero mejor la de ella. Buena es la tuya, pues bueno es desvelarse en beneficio de los santos, pero la suya es aún mejor... En definitiva lo que tú elegiste pasa... María eligió la contemplación, escogió vivir de la Palabra... La misma Palabra es la vida. Es esa la única cosa: contemplar las delicias del Señor, cosa imposible en la noche de este siglo» (Sermón 169,17).
Es bien claro el pensamiento de San Agustín. La contemplación absoluta no es de este siglo; mientras estamos en él hemos de alternar la acción y la contemplación, el ora et labora benedictino. Los activos necesitan de la contemplación y los contemplativos de la acción pro modulo nostro.
Años impares
–Jonás 4,1-11: El Señor es siempre compasivo y misericordioso, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Y eso ha de ser gran aliciente para nuestra vida espiritual. No hemos de encerrarnos en los estrechos límites de nuestro pueblo, ciudad u orden religiosa, sino que hemos de estar abiertos al mundo entero, como lo está la redención de Jesucristo. Muchas veces los pueblos cristianos recientes dan ejemplo a las cristiandades de abolengo, de mucho siglos de vida evangélica, como los ninivitas dieron ejemplo a los judíos de su época. Jonás constituye el libro de la Buena Nueva para las naciones, y les anuncia el amor de Dios. El verdadero universalismo mira al mismo tiempo al centro y a los extremos.
–Con el Salmo 85 decimos: «Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti. El Señor es bueno y clemente, rico en misericordia con los que le invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica. Todos los pueblos vendrá a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre; grande eres tú, y haces maravillas, tú eres el único Dios».
Es éste un programa perfecto de vida religiosa. Siempre hemos de tener sentimientos de humildad, de gran devoción y de entrega a Dios. Él es el único Señor; en Él hemos de poner nuestra confianza, esperando siempre en su infinita misericordia para con nosotros y para con todos los hombres.
Años pares
–Gálatas 2,1-2.7-14: Reconocieron el don que Pablo había recibido. Pablo es un modelo para todos. No obstante sus altísimos carismas, fue a encontrarse con los principales de la Iglesia: Pedro, Santiago y Juan, que aprobaron su modo de actuar. El incidente de Antioquía nos muestra por un lado la santa libertad de expresión para anunciar el Evangelio, según la doctrina de Cristo, y la humildad del jerarca de la Iglesia para recibir la corrección. Comenta San Juan Crisóstomo:
«Pablo hace el reproche y Pedro lo acepta, para que, viendo los discípulos que el maestro es acusado y calla, rectifiquen ellos cuando sea preciso con más facilidad. Si no hubiera sucedido así, y Pablo hubiera exhortado a abandonar la ley, no habría conseguido nada. Ahora bien, con un violento reproche, infunde un temor mayor a los discípulos de Pedro. Y si Pedro, después de escucharle, le hubiese replicado, con razón se le podría haber reprendido, ya que habría echado a perder este plan. Pero no, mientras el uno hace reproches y el otro permanece en silencio, un gran temor se apodera de los fieles de procedencia judaica, ya que Pablo trata con mucha dureza a Pedro» (Comentario a la Carta a los Gálatas 2,11-12).
–Con el Salmo 116 decimos: «Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre». Éste es el sentido de universalidad de la Iglesia, como lo quiso Cristo: «id al mundo entero y proclamad el Evangelio».
–Lucas 11,1-4: Señor, enséñanos a orar. El lugar de la oración en la vida de la Iglesia es de máxima importancia. San Agustín comenta:
«Hemos hallado un Padre en el cielo, veamos cómo hemos de vivir en la tierra. Quien ha hallado tal Padre debe vivir de manera tal que sea digno de llegar a su herencia. Todos juntos decimos: “¡Padre nuestro!” ¡Cuánta bondad! Así lo dice el emperador, lo dice el mendigo, lo dice tanto el siervo como su señor. Unos y otros dicen: “Padre nuestro, que estás en los cielos”. Reconozcan, pues, que son hermanos, cuando tienen un mismo Padre. No considere el señor indigno de su persona el tener como hermano a su siervo, a quien quiso tener como hermanos Cristo Jesús» (Sermón 58).
San Efrén dice:
«Jamás ceséis de orar: arrodillaos, cuando podáis, y cuando no, invocad a Dios de corazón, por la noche, por la mañana y al mediodía. Si tenéis cuidado de orar antes de poneros al trabajo, y si al levantaros empezáis por ofrecer a Dios vuestra oración, como las primicias de vuestras acciones, estad persuadidos de que el pecado no hallará entrada en vuestra alma» (Sobre la Oración 5).
Y San Basilio:
«Orarás sin intermisión si tu oración no se reduce a solas palabras, sino que todo el método de tu vida es conforme a la divina voluntad, de tal modo, que puede y merezca tu vida llamarse una continua oración» (Homilía sobre el martirio 5).
Años impares
–Malaquías 3,13-4,2: Mirad que llega el día, ardiente como un horno. El profeta censura los abusos de su época, en especial todos los referentes al culto. Si los impíos parece que triunfan al presente, el día del Señor pondrá de manifiesto la separación de los malos y los buenos. Para éstos brillará el Sol de justicia. El fuego del juicio viene a ser un castigo sin remedio, verdadero fuego de ira, cuando cae sobre el pecador endurecido. La revelación expresa lo que puede ser la existencia de una criatura que se niega a dejarse purificar por el fuego divino, pero queda abrasada por él. Jesucristo adoptó el lenguaje clásico del Antiguo Testamento y así aparece también en todo el Nuevo Testamento. Es de fe que existe el infierno, que es eterno y que descienden inmediatamente a él las almas de los que mueren en pecado mortal. Al menos quince veces se enseña esto en los Evangelios. San Agustín dice:
«Se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno... Y no se extinguirá la muerte, sino que será muerte sempiterna, y el alma no podrá vivir sin Dios, ni librarse de los dolores muriendo» (La ciudad de Dios 11,21,3).
Y en el Martirio de San Policarpo (10) se dice:
«A los mártires les parecía frío el fuego de los verdugos, porque tenían ante los ojos el fuego aquel que es eterno y nunca se extinguirá... Me amenazas con un fuego que solo abrasa una hora y se extingue pronto; porque tú no conoces el fuego del juicio futuro y el eterno castigo que espera a los ateos».
–Esa misma suerte del impío y del justo es contemplada en el Salmo 1: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la Ley del Señor. Será como un árbol plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento, porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
Años pares
–Gálatas 3,1-5: Dios da el Espíritu a los que creen. En la fe tuvieron lugar las manifestaciones del Espíritu Santo, y no en la Ley. Es bien explícito San Pablo: los fieles recibieron el Espíritu, no por la Ley, sino porque creyeron en el Evangelio que él, como Apóstol de Jesucristo, les anunció. Así pasaron de ser carnales a ser espirituales. Pero no siempre los cristianos vivimos la vida grandiosa de la fe. Comenta sobre esto San Juan Crisóstomo:
«Con el paso del tiempo, es necesario que progreséis, mas no solo no habéis avanzado, sino que habéis retrocedido. Los que comienzan con lo que tiene poca relevancia, avanzan y llegan a algo más importante; vosotros, en cambio, que habéis comenzado por lo sublime, habéis llegado a su contrario. Si hubierais empezado por lo carnal, forzoso habría sido que avanzarais hacia lo espiritual; ahora bien, después de haber comenzado por lo espiritual, habéis acabado en lo carnal... Tuvisteis en vuestras manos la verdad y, sin embargo, caísteis en la apariencia de la verdad; mirasteis el sol y, no obstante, buscáis la luz; tras el alimento sólido, tomáis la leche... Es el mismo caso que si uno de los más valerosos estrategas, después de obtener innumerables trofeos y victorias, se expusiera al desprecio reservado a los desertores y entregara su cuerpo a los que desearan imprimir en él la marca del deshonor» (Comentario a la Carta a los Gálatas 3,2).
–Los versos del Benedictus (Lc, 69-70.71-72.73-75) sirven hoy de Salmo responsorial: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado a su pueblo. Nos ha suscitado una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza, y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días».
–Lucas 11,5-13: Parábola del amigo importuno. Partiendo de ella, San Ambrosio encarece la vocación de todos los cristianos a la oración continua:
«Este es el pasaje del que se desprende el precepto de que hemos de “orar en cada momento”, no solo de día, sino también de noche; en efecto, ves que éste que a media noche va a pedir tres panes a su amigo y persevera en esa demanda instantemente, no es defraudado en lo que pide... Haciendo caso, pues, de la Escritura, pidamos el perdón de nuestros pecados con continuas oraciones, día y noche; pues si hombre tan santo y que estaba tan ocupado en el gobierno del reino alababa al Señor “siete veces al día” (Sal 118,164), pronto siempre a ofrecer sacrificios matutinos y vespertinos, ¿qué hemos de hacer nosotros que debemos rezar más que él, puesto que, por la fragilidad de nuestra carne y espíritu, pecamos con más frecuencia, para que no falte a nuestro ser, para su alimento, “el pan que robustece el corazón del hombre” (Sal 103,15), a nosotros que estamos cansados ya del camino, muy fatigados del transcurrir de este mundo y hastiados de las cosas de la vida?» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. VII, 87).
Años impares
–Joel 1,13-15-2,1-2: Está cerca el día del Señor. Somos invitados a la penitencia para aplacar al Señor. El día del Señor será terrible, como no lo hubo jamás. Para el creyente no es la historia un comienzo perpetuo. La historia conoce un progreso marcado por las visitas de Dios a sus tiempos, en días, horas, momentos privilegiados. El Señor vino, viene sin cesar, vendrá, vendrá para juzgar al mundo y salvar a los creyentes. Los profetas nos hablan del día terrible, el fin del mundo, como también es anunciado en el Nuevo Testamento. Es también el día que marcará el triunfo definitivo de Dios por su Hijo Jesucristo. El tiempo que aún queda hasta el día del Señor debe emplearse en hacer fructificar los «talentos», en socorrer a los demás, en hacer el bien a todos. Por eso dice San Pablo: «mientras tenemos tiempo, practiquemos el bien» (Gal 6,10; cf. Col 4,5; Ef 5,16).
–El Salmo 9 nos ayuda a meditar la lectura anterior: «El Señor juzgará el orbe con justicia... Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío y borraste para siempre su apellido. Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron; su pie quedó prendido en la red que escondieron. Dios está sentado por siempre en el trono que ha colocado para juzgar. Él juzgará el orbe con justicia y regirá las naciones con rectitud». Tenemos confianza en la misericordia del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Por eso damos gracias al Señor, de todo corazón, proclamando todas sus maravillas, nos alegramos y exultamos con el Señor y tocamos en honor del nombre del Altísimo.
Años pares
–Gálatas 3,7-14: Los que tienen fe reciben la bendición del Señor. La justificación de Dios se recibe por obra de la fe. San Pablo recurre siempre al hecho fundamental de la redención humana: el misterio pascual del Señor. De la Cruz a la Luz. Considera San Juan Crisóstomo:
«Pretende [el Apóstol] señalar que la ley no reclama solo fe, sino también obras, en tanto que la gracia salva y justifica por la fe. ¿Ves cómo demostró que los que confiaron en la ley, por la imposibilidad de cumplirla, estuvieron sujetos a la maldición y cómo la fe tiene el poder de justificar? Lo había afirmado y demostrado anteriormente con mucha fuerza. La ley no pudo conducir al hombre a la justificación, por lo que la fe aportó un remedio no pequeño, es decir, gracias a ella fue posible lo que no lo era por la ley. “El justo vivirá gracias a la fe”, desconfiando de que la salvación venga a través de la ley, y puesto que Abrahán fue justificado por la fe, es evidente que la fuerza de la fe es grande» (Comentario a la Carta a los Gálatas 3,7-14).
–Con el Salmo 110 damos gracias al Señor de todo corazón, en la asamblea litúrgica con todos los hermanos en la fe, pues son grandes las obras del Señor y dignas de alabanza por todos los que hemos sido librados del pecado y de la muerte. Si en el Antiguo Testamento se admiraba el esplendor y la belleza de las obras de Dios y su generosidad, mucho más hemos de admirarnos nosotros, pues las maravillas de su piedad para con nosotros son aún mayores. Él alimentó a los israelitas con el maná en el desierto, pero a nosotros con el Cuerpo y Sangre de Jesús en la eucaristía, donde muestra mucho más su fuerza y su amor. Ella es verdadera bendición y preciosa herencia.
–Lucas 11,15-20: Jesús expulsó a los demonios. Esto es signo de la venida del Reino de Dios. Cristo rebate con gran fuerza a sus opositores. Y San Ambrosio comenta:
«Aquellos que no ponen su esperanza en Cristo, sino que creen que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan ser súbditos de un reino eterno. Lo cual se aplica al pueblo judío, que en esta clase de males piden la ayuda de un demonio para echar a otro. Pero ¿cómo puede permanecer en pie un reino dividido, cuando se ha perdido la fe?... Resulta una gran insensatez, unida a un furor sacrílego, el hecho de que, habiéndose encarnado el Hijo de Dios para desterrar a los espíritus inmundos y habiendo dado también a los hombres el poder de destruir esos malos espíritus, despojándoles de su botín, que es la señal ordinaria de los vencedores, algunos invoquen en su favor la ayuda y la defensa del poder diabólico, cuando precisamente los demonios son arrojados por el dedo de Dios o, como dice Mateo, con el Espíritu de Dios (12,28)» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,91-92).
Años impares
–Joel 3, 12-21: Mano a la hoz. Madura está la mies. Esta descripción poética del juicio final y del Día del Señor, muestra como precedente el tiempo jubiloso de la restauración de Israel, «cuando el Señor habitará en Sión». Cada día de Yahvé va precedido de las profecías de una destrucción o de una catástrofe cósmica. El Dios que viene irradia una santidad tal que todo lo que es impuro, idolátrico, será necesariamente aniquilado. El día de Yahvé supone que el creyente espera que Dios intervenga en la vida de los hombres en momentos privilegiados, a lo largo de una historia de salvación, y de modo especial al fin de los tiempos. Esto es para nosotros una gran revelación. No sabemos ni el día ni la hora. Por eso mismo, siempre hemos de estar dispuestos y vigilantes para recibir al Señor con toda pureza del corazón, destruyendo todo lo que en nuestra vida es impuro, idolátrico, opuesto a la santidad de Dios.
–El Salmo 96 nos asegura: el Señor está rodeado de tiniebla y de nube, «justicia y derecho sostienen su trono, los montes se derriten como cera, ante el dueño de toda la tierra. Los cielos pregonan su justicia y todos los pueblo proclaman su gloria. El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Amanece la luz para el justo y la alegría para los rectos del corazón. Alegraos justos con el Señor, celebrad su santo nombre». Así hemos de esperar el «día del Señor», en cualquier momento. Así ha de ser nuestra vida.
Años pares
–Gálatas 3,22-29: Todos somos hijos de Dios por la fe. La ley estaba destinada a preparar a los hombres para la venida de Cristo. Una vez llegado Éste, tiene que desaparecer. Dice San Juan Crisóstomo:
«¡Qué grande es la fuerza de la fe y cómo la manifiesta [el Apóstol] a lo largo de su discurso! Demostr�� en primer lugar que la fe los convertía en hijos del patriarca: entended que los nacidos de la fe son hijos de Abrahán. Y señala ahora que también los hace hijos de Dios: “todos sois hijos de Dios por la fe en Jesucristo”. Por la fe, no por la ley. Se refiere a una realidad sublime y maravillosa, por lo que habla también de la circunstancia de esa adopción como hijos. “Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo”. ¿Por qué no dijo: cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis nacido de Dios? –pues ésta era, sin duda, la consecuencia lógica de ser hijos de Dios–. Porque recalca la misma idea de una forma más efectiva. Si Cristo es Hijo de Dios y tú te has revestido de Él, teniendo al Hijo en ti mismo y haciéndote semejante a Él, alcanzaste una total conexión y ser uno con Él» (Comentario a la Carta a los Gálatas 3,22-29.
–Con el Salmo 104 decimos: «El Señor se acuerda de su alianza eternamente. Cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas; gloriaos de su nombre santo, que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro. Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca. ¡Estirpe de Abrahán su siervo, hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, Él gobierna toda la tierra».
–Lucas 11,21-28: Dichosa la Virgen María, que fue la Madre del Señor, escuchó su palabra y la cumplió perfectamente en su vida. Ella fue la elegida por Dios para darnos al Autor de la Vida. Ella fue fidedigna en el cumplimiento de la Palabra de Dios: «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38). Ella estuvo, como ningún otro ser humano, unida indisoluble-mente a la persona y a la obra de Cristo. Para esto Dios la colmó de sus gracias y dones, y Ella correspondió con toda su generosidad a esa prerrogativa especialísima de Dios. Es nuestra Madre en la vida de la gracia. Aclamémosla, pues, invoquémosla, imitémosla. Predica San Agustín en un sermón:
«¿Acaso no hacía la voluntad del Padre la Virgen María, que en la fe creyó, en la fe concibió, elegida para que de ella nos naciera la salvación entre los hombres, creada por Cristo antes de que Cristo fuese en ella creado? Hizo sin duda Santa María la voluntad del Padre; por eso es más para María ser discípula de Cristo que ser Madre de Cristo. Más dicha le aporta el haber sido discípula de Cristo que el haber sido su Madre. Por eso era María bienaventurada, pues antes de dar a luz llevó en su seno al Maestro... Por eso era bienaventurada María, porque oyó la Palabra de Dios y la guardó; guardó la verdad en su mente mejor que la carne en su seno» (Sermón 72,A,7).
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y tú infundes respeto» (Sal 129,3-4).
Colecta (del Misal anterior y antes del Gregoriano): «Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos siempre dispuestos a obrar siempre el bien».
Ofertorio (del Misal anterior y antes del Gregoriano): «Con estas ofrendas, Señor, recibe las súplicas de tus hijos, para que esta Eucaristía, celebrada con amor, nos lleve a la gloria del cielo».
Comunión: «Los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada» (Sal 33,11) o: «Cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2).
Postcomunión (del Veronense y del Gelasiano): «Dios soberano, te pedimos humildemente que, así como nos alimentas con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina».
El Reino de Dios es presentado como un banquete de bodas (lecturas primera y tercera). Para San Pablo, Cristo es toda su vida, Lo único que cuenta para él es Cristo, en quien lo puede todo. Hemos de meditar seriamente sobre nuestra postura personal ante el llamamiento amoroso y vinculante de Dios a cada uno de nosotros. No basta haber sido invitado, llamado a entrar en el Reino. Hemos de responder con toda fidelidad a esta llamada, hasta quedar transformados interior y externamente según el Corazón de Jesucristo, y recibir plenamente la salvación que Él nos ofrece.
–Isaías 25,6-10: El Señor preparará un festín y enjugará las lágrimas de todos los rostros. El banquete descrito por el profeta aparece como una celebración de la entronización de Yahvé. Y en el fondo de este texto está presente la idea del banquete con que se concluye el sacrificio ritual de acción de gracias. Yahvé prepara a sus convidados una alegre participación al sacrificio de acción de gracias, en señal de perfecta comunión. La abundancia y la exquisitez de los alimentos y bebidas es símbolo de la plenitud de los bienes celestes y de la alegría de la comunión divina. En general el banquete es en todas partes el signo característico de la amistad, de la protección divina y de la bienaventuranza celestial. La comunión perfecta con Dios realiza tal cambio en la presente condición humana que hace desaparecer de ella sus propias características: las tribulaciones, las pruebas y el mal. Encontramos aquí el ápice del mensaje escatológico del Antiguo Testamento. La esperanza de Israel está fundada en la fidelidad a Dios. Todo esto se realiza plenamente en el Nuevo Testamento con la Sagrada Eucaristía.
–Cantamos el Salmo 22 y con él expresamos nuestros anhelos: habitaremos en la Casa del Señor por años sin término... «Preparas una mesa ante mí, me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa». Lo principal es en esto que la bondad y la misericordia del Señor nos acompaña todos los días de nuestra vida, y luego en la gloria eterna.
–Filipenses 4,12-14.19-20: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Padre nos ha dado una garantía de salvación: la gracia de Cristo, capaz de transformar nuestras vidas en el tiempo y para la eternidad. Escribe Orígenes:
«Cuando Dios permite al tentador que nos persiga, dándole poder para ello, somos perseguidos; mas cuando Dios no quiere que suframos persecución, gozamos maravillosamente de paz, aun en medio de un mundo que nos aborrece, y tenemos buen ánimo, confiados en Aquel que dijo: “tened buen ánimo; yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Y, realmente, Él venció al mundo, y por ello el mundo solo tiene fuerza en la medida que quiere su vencedor, que recibió del Padre la victoria sobre el mundo, y gracias a esa victoria nosotros tenemos buen ánimo. Mas, si Dios quiere que de nuevo luchemos y combatamos por nuestra religión, acérquense los contrarios, y les diremos: “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13)» (Contra Celso 8,70).
–Mateo 22,1-14: Convidad a todos los que encontréis. El verdadero riesgo de nuestra vida está en nuestra actitud ante la salvación que Dios nos ofrece: o aceptación fiel y agradecida o repulsa indigna del llamamiento divino. Comenta San Agustín:
«Todos los bautizados conocen cuál es la boda del Hijo del Rey y cuál el banquete. La mesa del Señor está dispuesta para todo el que quiera participar de ella. A nadie se le prohíbe acercarse, pero lo importante es el modo de hacerlo. Las sagradas Escrituras nos enseñan que no son dos los banquetes del Señor; sino uno, al que vienen buenos y malos. Todos los que rechazaron la invitación fueron malos, pero no todos los que entraron fueron buenos. Me dirijo a vosotros que, siendo buenos, os sentáis en este banquete, vosotros los que prestáis atención a aquellas palabras: “quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación”. Me dirijo a todos los que sois así, es decir, buenos, para que no busquéis buenos fuera del banquete y toleréis a los malos dentro [los donatistas]... Poneos el vestido nupcial. Me dirijo a vosotros, los que todavía no lo tenéis [catecúmenos, penitentes]. Ya estáis dentro, ya os acercáis al banquete, pero aún no tenéis el vestido digno del esposo... Amad al Señor y en Él aprended a amaros a vosotros» (Sermón 90).
En nuestro vivir de cada día nos estamos jugando nuestra salvación eterna. Estamos llamados al banquete nupcial, llevemos el vestido de fiesta que, para San Agustín, no es otro que el de la caridad.
Elegir la Sabiduría, la que ha de ser preferida a todo lo demás, es seguir a Cristo, desprendidos de todo (lecturas primera y tercera). La revelación divina nos hace posible la Sabiduría salvadora, que supera los riesgos de nuestra ignorancia y nuestras posibles cegueras materialistas ante nuestro destino eterno. Nuestra vocación de eternidad bienaventurada procede de la iniciativa divina. A nosotros nos queda siempre la responsabilidad de responder, aceptando con fidelidad y amor el camino de la salvación.
–Sabiduría 7,7-11: En comparación de la Sabiduría tuve en nada la riqueza. Habiéndosenos revelado la Sabiduría de Dios de muchas formas y maneras, últimamente se nos ha manifestado plenamente en el Hijo divino encarnado (Heb 1,2; 1 Cor 1,24).
La superioridad de la Sabiduría sobre todos los bienes del orden material es absoluta. Supera el poder, la salud, la belleza, todos los tesoros de oro y plata y piedras preciosas. Posee una luz que no conoce el ocaso. Es, por lo mismo, un don que viene del cielo que vale más que cualquier otro don, porque es conferido por el mismo Dios. Pidiendo la Sabiduría no pierde nada Salomón, porque con ella el Señor le concede también la riqueza, el poder y la gloria.
Cristo dirá más tarde: «buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo de-más se os dará por añadidura» (Mt 6,33). La sabiduría del hombre tiene una fuente divina. Dios la puede comunicar a quien quiere, porque Él mismo es el Sabio por excelencia. Roguemos a Dios que nos conceda esa Sabiduría que conduce a la vida eterna.
–Pedimos al Señor con el Salmo 89 que nos sacie de su misericordia, para que toda nuestra vida sea alegría y júbilo. Que Él nos enseñe a calcular nuestros días, para que adquiramos un corazón sensato; que veamos su acción y su gloria; que baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.
–Hebreos 4,12-13: La Palabra de Dios juzga los deseos y las intenciones del corazón. El Corazón de Jesucristo es la última Palabra salvadora del Padre. Dios nos ha hablado, al fin, por su Hijo (Heb 1,2; Jn 1,14). Dice San Justino:
«La palabra de su verdad es más abrasadora y más luminosa que la potencia del sol, y penetra hasta las profundidades del corazón y de la inteligencia» (Diálogo con Trifón 121,2).
Oigamos a San Agustín:
«Tienes la esperanza de las cosas futuras y el consuelo de las presentes. No te dejes, pues, seducir por quien quiere apartarte de ellas. Sea quien sea que quiera apartarte de esa esperanza, sea tu padre, tu madre, tu suegra, tu esposa o tu amigo, no te apartes de ella y te servirá de provecho como espada de dos filos. La separación que ella te ocasiona es útil, mientras que la unión que tú procuras te es dañina» (Comentario al Salmo 149, 1).
Y Teodoreto de Ciro:
«El Apóstol de Dios escribió esto no solo por sus lectores, sino también por todos nosotros. Conviene, por tanto, que consideremos aquel juicio divino y nos llenemos de temor y de temblor y guardemos los preceptos de Dios con diligencia y esperemos el descanso prometido que alcanzaremos en Cristo» (Sobre la Carta a los Hebreos4,12-13).
–Marcos 10,17-30: Vende lo que tienes y sígueme. Cristo nos llama, pero nosotros podemos rechazar su voz, queriendo seguir nuestros planes. Somos un riesgo para nuestra salvación. Tres partes tiene esta lectura: a) encuentro del joven rico con Cristo, que se ve rechazado porque el joven está apegado a sus riquezas; b) reflexión de Cristo sobre las riquezas; c) el Maestro, partiendo de una pregunta de Pedro, promete bienes espirituales a los que renuncian a todo por seguirle.
Para Cristo la riqueza no solo puede ser un peligro, sino también un impedimento para alcanzar el Reino de Dios. Despojarse de ellas es siempre un consejo que hace más libre para poder caminar más expeditamente, siguiendo sus huellas, y llegar así a ser un verdadero discípulo suyo. En sí las riquezas no son malas, pero pueden usarse malamente. Ahí está el mal, para quien no ha sido llamado a una mayor interioridad espiritual y religiosa. En la libertad de corazón, ante el atractivo de las criaturas, está la verdadera Sabiduría, por amor a la cual se prefiere, si es preciso, perderlo todo. Teniendo a Dios, lo tenemos todo, y podemos colaborar con Él en orden a nuestra salvación y la salvación de los demás. Comenta San Agustín:
«Si amas la vida y temes la muerte, este mismo temor es un constante invierno. Y cuando más nos punza el temor de la muerte es cuando todo va bien. Por eso, creo que para aquel rico a quien causaban satisfacción sus riquezas –pues tenía muchas y muchas posesiones– el temor de la muerte era una llamada continua, y en medio de sus delicias se consumía. Pensaba en que tendría que dejar todos aquellos bienes. Los había acumulado sin saber para quién; deseaba algo eterno... Tenía su gozo en esas riquezas; por eso preguntaba al Señor qué tenía que hacer de bueno para conseguir la vida eterna; deseaba dejar unos placeres para conseguir otros, y temía abandonar aquellos en los que entonces encontraba su gozo. Por eso se alejó triste, volviendo a sus tesoros terrenos» (Sermón 38,7).
Aquel joven pudo ser un apóstol de Cristo. Pero hoy no sabemos ni siquiera su nombre.
Las lecturas primera y tercera ponen de relieve la grandeza de alma de dos hombres que no pertenecen al pueblo de Dios: un sirio y un samaritano, que padecieron la lepra. Y San Pablo en la segunda lectura se presenta como testigo de Cristo resucitado, que le concede participar de su triunfo por haber compartido su pasión con el sufrimiento.
La actitud primera que hace posible en nosotros una vida de fe, esperanza y caridad, es la gratitud teológica, que es también una virtud evangélica. Somos verdaderos creyentes si respondemos a Dios con todo nuestro ser, haciendo de la vida un testimonio de fidelidad agradecida al llamamiento de Dios.
–2 Reyes 5,14-17: Volvió Naamán a Eliseo y alabó al Señor. La bondad del Señor no conoce barreras étnicas o religiosas. La gratitud del general sirio Naamán hizo de él un creyente, redimiéndolo de su condición pagana.
No podemos olvidar a muchos hermanos nuestros que padecen esta enfermedad, no obstante los progresos de la medicina, por otras circunstancias higiénicas, culturales y sociales. Existen en el mundo actual unos catorce millones de leprosos que pidan nuestra cooperación y ayuda.
La lepra ha sido siempre símbolo del pecado. Las enfermedades morales son una ruptura con nuestra conciencia y con la comunidad eclesial. El Jordán ha sido también símbolo del bautismo. Es el río de la prueba querida por Dios. San Juan Bautista bautizó en el Jordán. Cristo mismo fue allí bautizado. El bautismo es el sacramento de la purificación en la economía de la salvación.
–El Salmo 97 nos lleva a cantar al Señor que revela su justicia a las naciones, como lo hizo con Naamán: «Cantemos al Señor un cántico nuevo. Ha hecho maravillas». Las hizo a Naamán el sirio y las ha hecho a millones de hombres y mujeres y las seguirá haciendo con el bautismo. Esta es la gran victoria del Señor. «Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de Israel y de todo el mundo. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios».
–2 Timoteo 2,8-13: Si perseveramos, reinaremos con Cristo. El continuo recuerdo agradecido del amor con que Cristo se ha inmolado por nosotros constituye la vivencia más entrañable y segura de la fe cristiana. A lo largo de la historia de la Iglesia son muchos los pastores de almas que han sufrido persecución por ser fieles a su misión, pero ellos nada temieron, como no temió San Juan Crisóstomo cuando tuvo que ir al destierro por cumplir con su deber de patriarca de Constantinopla. Así lo expuso en su Homilía de despedida de sus fieles:
«Para mí, los males de este mundo son despreciables y sus bienes son irrisorios. No temo la pobreza ni ambiciono la riqueza; no temo la muerte ni ansío vivir sino para vuestro provecho».
–Lucas 17,11-19: ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? La ingratitud y el olvido ante Jesucristo evidencian en nosotros una fe formalista, que puede llevarnos a olvidar que su Corazón es también sensible a la gratitud o a la ingratitud de los hombres. Comenta San Agustín:
«No perdáis la esperanza. Si estáis enfermos, acercaos a Él y recibid la curación... Los que estáis sanos dadle gracias y los que estáis enfermos corred a Él para que os sane... Retened esto y perseverad en ello. Que nadie cambie; que nadie sea leproso. La doctrina inconstante, que cambia de color, simboliza la lepra de la mente. También ésta la limpia Cristo. Quizá pensaste distintamente en algún punto, reflexionaste y cambiaste para mejor tu opinión, y de este modo lo que era variado, pasó a ser de un único color. No te lo atribuyas, no sea que te halles entre los nueve que no le dieron gracias. Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; él, extranjero, y simbolizaba a los pueblos extraños. A Él, por tanto, le debemos la existencia, la vida y la inteligencia; a Él debemos el ser hombres, el haber vivido bien y el haber entendido con rectitud» (Sermón 176,6).
La acción de gracias que realizamos en la Eucaristía debe prolongarse a toda nuestra vida. En gratitud permanente hemos de vivir la fe y transmitirla por todos los medios que esté a nuestro alcance.
Años impares
–Romanos 1,1-7: Por Cristo recibió Pablo el don de hacer que los gentiles respondan a la fe. Los Padres insisten siempre en lo esencial de la fe cristiana. Así San Ignacio de Antioquía:
«Yo glorifico a Jesucristo, Dios, que es quien hasta tal punto os ha hecho sabios; pues muy bien me di cuenta de cuán apercibidos estáis de fe inconmovible, bien así como si estuvierais clavados en carne y espíritu sobre la cruz de Cristo, y qué afianzados en la caridad por la sangre del mismo Jesucristo. Y es que os vi llenos de certidumbre en lo tocante a nuestro Señor, el cual es, con toda verdad, “del linaje de David, según la carne” (Rom 1,2-3), Hijo de Dios según la voluntad y poder de Dios, nacido verdaderamente de una Virgen, bautizado por Juan, para que por Él fuera cumplida toda justicia (Mt 3,15)» (Carta a los fieles de Esmirna 1,1).
–El Salmo 112 es una invitación a la alabanza divina. El Señor es el Dios trascendente que sobrepasa en grandeza a todos los pueblos, y su trono se eleva sobre todo lo creado. Pero esa trascendencia divina es misericordiosa y se abaja hasta los humildes para salvarlos. Por eso lo alabamos más intensamente. Su nombre es bendecido ahora y por siempre. «De la salida del sol hasta el ocaso alabado sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. Él se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre el cielo. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar el cielo y la tierra?» El Señor, verdaderamente, levantó del polvo al desvalido, alzó de la basura al pobre, que es toda la humanidad, con la evangelización de su Hijo, que se prolongó en los Apóstoles y en toda la Iglesia.
Años pares
–Gálatas 4,22-24.26-27.31–5,1: Somos hijos de la libre. La Iglesia de Jesucristo está simbolizada en Sara. Fuente de libertad humana es la redención realizada por Jesucristo, que nos libró del pecado, de la muerte y del Maligno. San Juan Crisóstomo comenta:
«¿Dónde está la figura de Sara? La Jerusalén de arriba es libre. Por lo tanto, los nacidos de ésta no son esclavos. Agar era la figura de la Jerusalén terrestre, lo que resulta evidente por el monte que lleva su mismo nombre [el Sinaí]. La Iglesia, en cambio, es figura de la Jerusalén celeste. El Apóstol, sin embargo, no se detiene en las prefiguraciones, sino que presenta a Isaías como prueba de sus palabras. Así, después de haber dicho que la Jerusalén de arriba es nuestra madre y tras denominar de este modo a la Iglesia, cita al profeta que emite el mismo juicio que él (Is 54,1)...
«Vuelve una y otra vez a esos argumentos deseoso de demostrar que lo sucedido no era reciente, sino que estaba dispuesto desde el principio, desde hace mucho tiempo. ¿Cómo no va a ser absurdo que personas escogidas desde hace tanto tiempo y que han obtenido la libertad, voluntariamente se sometan al yugo de la esclavitud? Apunta con estas palabras otro motivo que les persuada a permanecer en la recta doctrina» (Comentario a la Carta a los Gálatas 4,22-24. 26-27).
–El Salmo 112 es como un Magníficat. Dios descendió hasta la Virgen María. De Ella nació el Redentor, sin perder nada de sus trascendencia o de su divinidad, para hacer la obra excelentísima de elevar hasta Él a la pobre humanidad, esclava del pecado, del Maligno y de la muerte. Todo esto nos hace elevar a Dios la más excelente de las alabanzas, unidos a Cristo, el Señor, por los inmensos beneficios que nos ha otorgado.
–Lucas 11,29-32: El signo de Jonás. Los paganos se levantarán contra los contemporáneos de Jesús, que no quisieron creer en Él. Escribe San Ambrosio:
«Este es el contenido del misterio. Por lo demás, el signo de Jonás, puesto como tipo de la pasión del Señor, nos atestigua la gravedad de los pecados cometidos por los judíos. Podemos, por tanto, darnos cuenta a la vez del oráculo de la majestad y de su signo de la bondad, pues el ejemplo de los ninivitas anuncia el castigo y al mismo tiempo ofrece el remedio. Por eso, aun los judíos pueden esperar el perdón, si quieren hacer penitencia» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,97).
El verdadero creyente, sin despreciar la función que desempeñan los milagros, no se fija tanto en ellos cuanto en la misma persona de Jesucristo, en el que ve la manifiesta intervención de Dios en la historia de los hombres. Cristo muerto y resucitado. Ésa es la realidad del signo dado por Cristo en la plenitud de los tiempos.
Años impares
–Romanos 1,16-25: Conociendo a Dios, no le han dado los hombres la gloria que merecía. Por la creación se puede conocer a Dios; pero los hombres dan culto a la criatura, en vez de darlo al Creador. Comenta San Agustín:
«Los sabios gentiles, los más excelentes entre ellos, investigaron la naturaleza, y por las obras conocieron al Creador. No escucharon a los profetas, ni recibieron la ley, pero Dios les hablaba, en cierto modo sin palabras, mediante las obras del mundo hecho por Él. La belleza del mundo los invitaba a buscar al Artífice de las cosas; nunca pudieron pensar que el cielo y la tierra existieron sin haberlo hecho nadie... ¿Por qué son inexcusables? Porque “conociendo a Dios, no lo glorificaron”... Cual si fuesen grandes sabios, convirtieron en dioses propios a animales mudos e irracionales... Ve hasta dónde llegaron. Grande fue la altura adonde los condujo su búsqueda, pero idéntica fue la profundidad donde los sumergió su caída: el hundimiento es tanto más grande cuanto mayor es la altura desde que se cae» (Sermón 241,1-3).
–Escogiendo el Salmo 18 como responsorial, se nos invita a glorificar a Dios por medio de las criaturas: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos; el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». Los santos descubren en la creaci��n las huellas de Dios de una forma inefable, hasta tal punto que por ella se elevan a una contemplación mística. La creación es para ellos como un libro abierto, que proclama sin cesar la gloria de Dios.
Años pares
–Gálatas 4,31-5,6: Lo que vale es la fe activa por la caridad. Hay que guardar la libertad que nos ha ganado Cristo. Comenta San Agustín este pasaje paulino:
«Distingamos cuál es nuestra fe... ¿Qué clase de fe hemos de tener? La que obra por el amor y espera lo que Dios promete. Nada más exacto, nada más perfecto que esta definición. Hay, pues, tres cosas. Es preciso que aquel en quien existe la fe, que obra por amor, espere lo que Dios promete. Compañera de la fe es, pues, la esperanza. La esperanza es, por tanto, necesaria mientras no vemos lo que creemos, no sea que al no verlo desfallezcamos de desesperación. Nos entristece el no ver, pero nos consuela el esperar. Existe, pues la esperanza y es compañera de la fe. Y después la caridad, el amor, por el que deseamos, por el intentamos alcanzar la meta, por el que nos enardecemos y por el que sentimos hambre y sed» (Sermón 53,11).
–El Salmo 118 nos ayuda a meditar: «Señor, que me alcance tu favor, tu salvación, según tu promesa. No quites de mi boca las palabras sinceras, porque yo espero en tus mandamientos. Cumpliré sin cesar tu voluntad, por siempre jamás. Andaré por un camino ancho, buscando tus decretos. Serán mi delicia tus mandatos, que tanto amo. Levantaré mis manos hacia ti, recitando tus mandatos». Y el mayor de todos es la caridad.
–Lucas 11,37-41: Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo. No alcanzamos la santidad con solo prácticas externas, sino por una verdadera transformación interior. Comenta San Agustín:
«El Señor Jesús, hablando de los fariseos, advertía a sus discípulos que no creyesen que la justicia se hallaba en la limpieza del cuerpo. Los fariseos se lavaban todos los días antes de cualquier comida, como si el lavado diario pudiera limpiar el corazón... Este pedir una conciencia buena lo rechazaban los fariseos y por ello lavaban lo exterior, permaneciendo interiormente en la iniquidad... Se ha alabado la limosna; practicadla y experimentadla... ¿Qué significa hacer limosnas? Practicar la misericordia... Comienza por ti... Tu alma mendiga ante tus puertas; entra en tu conciencia. Si vives mal, si vives como un infiel, entra en tu conciencia y allí encontrarás a tu alma pidiendo limosna... Tu primera limosna sea para ella» (Sermón 106,4).
Años impares
–Romanos 2,1-11: Cada cual habrá de responder por su obras. Dios juzga a todos, tanto a los judíos como a los paganos. San Gregorio Magno dice:
«Todo pecador debe reflexionar atentamente, a fin de que, quien ha sido enviado a levantar a los caídos, no caiga él mismo con ellos en la obra perversa y le hiera esta sentencia de San Pablo que dice: “en lo que condenas a otro te condenas a ti mismo” (Rom 2,1)» (Homilía 1,9, sobre Ezequiel).
Y San Agustín:
«Dos son los peligros: uno, el que oímos de boca del profeta y otro el que avisó el Apóstol. En efecto, contra quienes perecen por desesperación, cual si fueran gladiadores destinados a morir de espada, anhelando placeres y viviendo en la maldad y despreciando sus almas como ya condenadas sin remisión, repiten lo que ellos se dicen: “nuestras maldades pesan sobre nosotros y nos consumimos en nuestros pecados. ¿Cómo podremos vivir?” (Ez 33,10). Pero otra cosa es lo que dice el Apóstol: “¿o es que despreciáis las riquezas de su bondad, misericordia y longanimidad?” (Rom 2,4)» (Sermón 339,3).
–Con el estribillo: «tú, Señor, pagas a cada uno según sus obras», cantamos el Salmo 61: «Solo en Dios descansa mi alma, porque de Él viene la salvación; solo Él es mi Roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré. Descansa solo en Dios, alma mía, porque Él es mi esperanza; solo Él es mi Roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré. Pueblo suyo, confiad en Él, desahogad ante Él vuestro corazón, que Dios es nuestro refugio». Magnífica revelación que, en su aparente simplicidad, sería capaz de renovar la vida del hombre y del mundo: que el Todo-poderoso es bueno, y que el Todo-bondad es poderoso. Por eso, hemos de tener confianza absoluta en Él.
Años pares
–Gálatas 5,18-25: Los que son de Cristo han crucificado las pasiones de su carne. Comenta San Agustín:
«Júzguese el hombre espontáneamente respecto a estas cosas [las que señala San Pablo en Gal 5,19-21], mientras aún le es posible, y mejore sus costumbres, no sea que cuando ya no pueda hacerlo, sea juzgado por el Señor, aunque no quiera. Y aunque él mismo profiera contra sí la sustancia de una medicina durísima, pero medicina siempre, preséntese a los obispos, a los que administran las llaves de la Iglesia. Y como quien comienza ya a ser un buen hijo, guardando el orden de los miembros maternos, recibe la medida de la satisfacción de los ministros de los sacramentos. Así, ofreciendo con devoción y súplica el sacrificio de un corazón contrito, cumple lo que solo le servirá a él personalmente para recibir la salud, y que también servirá de ejemplo para los otros» (Sermón 351, 9).
–Con el Salmo 1 decimos: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores... Será como un árbol al borde de la acequia, da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así, serán paja que arrebata el viento, porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
–Lucas 11,42-46: Condenaciones a los fariseos. Comenta San Ambrosio:
«Todo este pasaje resulta de una gran belleza y nos invita a buscar la sencillez, mientras condena las cosas superfluas y terrenas de los judíos, los cuales, precisamente por juzgar las cosas de la Ley según la letra, no sin razón son comparados a la copa de vidrio y del plato, modelo de fragilidad; ellos observan aquellas cosas que para nosotros no son de utilidad alguna y, sin embargo, descuidan aquellas otras en las que está puesto el fruto de nuestra esperanza; y por eso cometen un gran pecado por despreciar aquello que es más perfecto... Condena este pasaje en pocas palabras las numerosas deficiencias de aquellos que aplican todo su esmero en pagar los diezmos, aun de los frutos más insignificantes, y no tienen cuidado alguno con respecto al juicio futuro y carecen del más elemental amor a Dios» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,102).
Años impares
–Romanos 3,21-30: Justificación por la fe. No es el cumplimiento de las obras de la ley lo que merece, tanto para los paganos cuanto para los judíos, el don gratuito de la justificación, sino la fe en Cristo. Así lo predica San Juan Crisóstomo:
«También la primera venida [de Cristo] fue por causa de la justicia. ¿Cómo? Antes de la primera venida estaba la ley natural, los profetas, la ley escrita, la doctrina, miles de promesas, signos, castigos y otras muchas cosas de las que había que pedir cuenta. Y, con todo, como era clemente, no examina, sino que manifiesta en todo su misericordia. Si hubiera examinado, todos habrían sido condenados, pues “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3,23)» (Homilía 28,1, sobre el Evangelio de San Juan).
–Con el Salmo 129 decimos: «Del Señor viene la salvación, la misericordia, la redención copiosa». El pecador arrepentido grita desde lo hondo al Señor y Él lo escucha, están sus oídos atentos a la voz de su súplica. Pero el pecador piensa: «si el Señor lleva cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir? Pero el Señor es misericordioso, de Él procede el perdón y así infunde respeto», más aún, amor intenso. Esperemos en el Señor, esperemos en su Palabra, aguardemos al Señor.
Años pares
–Efesios 1,1-10: Fuimos elegidos en la persona de Cristo antes de crear el mundo. Gratitud inmensa de San Pablo por cuanto ha obrado el Señor en favor de los cristianos: su elección, su predestinación, su redención. Dios «nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos». San Agustín exhorta al agradecimiento:
«Quien hace el bien con sus manos, alaba al Señor, y quien lo confiesa con la boca, alaba al Señor. Alábale con la boca, y alábale con las obras» (Comentario al Salmo 91,2).
Y San Juan Crisóstomo:
«Si Dios nos ha honrado con una infinidad de beneficios, es gracias a su amor y no al valor de nuestros méritos. Nuestro fervor y nuestra fuerza, nuestra fe y nuestra unidad son fruto de la benevolencia de Dios y de nuestra correspondencia a su bondad... Ved que Pablo no dice que esta gracia nos ha sido dada sin ningún fin, sino que nos ha sido dada para hacernos agradables y amables a sus ojos, una vez purificados de nuestro pecados... Desgarradas estaban todas las cosas celestiales de las terrestres, no tenían cabeza... Y puso como única Cabeza de todas las cosas, de los ángeles y de los hombres, a Cristo según la carne. Esto es, dio un solo principio a los ángeles y a los hombres...; pues se hará la unidad, la precisa y perfecta unión, cuando todas las cosas, teniendo un vínculo necesario que procede de lo alto, sean reunidas bajo una sola Cabeza» (Comentario a la Carta a los Efesios 1,1-10).
–El Salmo 97 canta al Señor porque ha hecho maravillas con nosotros. «El Señor da a conocer su victoria, su santo brazo... Se acordó de su misericordia, de su fidelidad» en favor no solo de la casa de Israel, sino de todo el mundo. «Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios». Por eso aclamamos al Señor, gritamos, vitoreamos... Suenen los instrumentos, con clarines y trompetas, aclamemos al Rey y Señor. Él nos ha elegido en la persona de Cristo antes de crear el mundo. Ha hecho maravillas. Hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Todo esto eclipsa las maravillas del Antiguo Testamento.
–Lucas 11,47-54: Jesucristo hace un gran reproche: se le pedirá cuenta a esta generación. Lo dice con ocasión de que los escribas y fariseos acrecientan su oposición. Y comenta San Ambrosio:
«En realidad este pasaje resulta una condenación perfecta de la superstición de los judíos, los cuales, construyendo los sepulcros de sus profetas, condenaban los hechos de sus padres, y atraían sobre sí mismos la sentencia de condenación. En efecto, con la edificación de los sepulcros de los profetas pregonaban el crimen de aquellos que los habían matado, e imitando sus acciones, se declaraban herederos de la iniquidad paterna» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucaslib.VII,106).
Años impares
–Romanos 4,1-8: La fe de Abrahán, modelo de la fe del cristiano. Abrahán fue tenido por justo en razón de su fe, don gratuito de Dios. Comenta San Agustín:
«Contra quienes dicen que Dios es bueno y misericordioso, y que no dejará que se pierda muchedumbre tan grande, salvando a unos pocos..., contra éstos dice el Apóstol: “¿ignoras que la paciencia de Dios es para llevarte a la penitencia? Tú, en cambio, de acuerdo con la dureza e impenitencia de tu corazón, te atesoras ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que recompensará a cada uno según sus obras” (Rom 2,4-6)» (Sermón 339,3).
–El Salmo 31 nos hace ver esa justicia de Dios: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien Dios no le apunta su delito». Hemos pecado, Señor, lo reconocemos, no hemos encubierto nuestro delito. Confesamos nuestra culpa y tú nos has perdonado. Todo esto es un motivo grande para la alabanza divina, para gozar en el Señor y aclamarlo con un corazón agradecido.
Años pares
–Efesios 1,11-14: Somos marcados con el Espíritu Santo. El Apóstol contempla, como una nueva bendición divina, la realización concreta en la historia del misterio que es fruto de la Redención de Jesucristo. Enseña San Basilio:
«Por Jesucristo se nos da la recuperación del paraíso, el ascenso al reino de los cielos, la vuelta a la adopción de hijos, la confianza de llamar Padre al mismo Dios, el hacernos consortes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la Luz, el participar de la gloria del cielo; en una palabra, [por Cristo] encontramos una total plenitud de bendición tanto en este mundo como en el venidero... Si la prenda es así, ¿cómo será el estado final? Y si tan grande es el comienzo, ¿cómo será la consumación de todo?» (Sobre el Espíritu Santo 15,36).
–Con el Salmo 32 cantamos alborozados que somos el pueblo que el Señor se escogió como heredad. Todos juntos, judíos y gentiles. Dios no niega a nadie la salvación. Aclamemos al Señor con la cítara, toquemos en su honor el arpa de diez cuerdas. «La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que Él se escogió como heredad». Dichoso, pues, el mundo, pues Dios quiere hacerse Padre de todos, y a todos vino a salvar Jesucristo, que nos ama entrañablemente.
–Lucas 12,1-7: Ni de un gorrión se olvida Dios. La Providencia divina todo lo dirige, hasta lo mínimo, con sabiduría y amor. Comenta San Ambrosio:
«El Señor inspira una disposición de simplicidad, y robustece el valor del alma, ya que la fe sola titubea. Él la fortifica con realidades humildes; porque si Dios no se olvida de las aves, ¿cómo podrá olvidarse de los hombres? Y si la majestad de Dios es tan grande y tan eterna que ni uno solo de los pájaros, ni el número de los cabellos de nuestra cabeza no existe sin conocerlo Dios, ¡qué indigno resulta creer que este Señor, que atiende con solicitud a lo más pequeño, no se acuerde de los corazones de sus fieles o los desprecie!» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,109 y 111).
Años impares
–Romanos 4,13-16.18: Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza. La promesa hecha a Abrahán fue por su fe. Por eso llegó a convertirse en padre de muchas naciones, es decir, de todos los cristianos, tanto procedentes del judaísmo, cuanto de la gentilidad. La Ley no se dio hasta varios siglos más tarde. Dice San Juan Crisóstomo:
«Abrahán creyó y esperó contra toda esperanza; esto es, contra toda esperanza humana, puso en Dios su esperanza, y ésta todo lo puede y todo lo vence» (Libro IV sobre los que se escandalizan).
Y en otro lugar: «Si deseamos tener bien radicada la fe, es necesario que sea puro nuestro modo de vivir: éste mantiene el espíritu que da toda la fuerza a la fe. Verdaderamente, es imposible que no vaciles en la fe si tu vida es impura. No hay duda de los que hablan de la fatalidad, burlándose, y no creen a las saludables palabras acerca de la resurrección, se precipitan en este abismo de incredulidad por su mala conducta y depravadas costumbres» (Sermón 6 sobre el terremoto, 16).
–El Salmo 104 nos ayuda a decir: «Él se acuerda de su alianza eternamente. ¡Estirpe de Abrahán, su siervo, hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios. Él gobierna toda la tierra... Se acuerda de la palabra dada, por mil generaciones, de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac... Porque se acordaba de la palabra sagrada dada a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo». Todo esto nos atañe también a nosotros. Somos los herederos de las promesas hechas a Abrahán... somos descendientes suyos por la fe. «Si sois de Cristo, sois descendientes de Abrahán según la promesa» (Gal 3,29).
Años pares
–Efesios 1,15-23: Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo místico. Seamos iluminados con la Luz de Dios para conocer lo más profundamente posible la obra que Dios ha llevado a cabo en nuestro favor. Comenta San Agustín:
«Volvamos los ojos a nosotros mismos y consideremos que nosotros somos su Cuerpo y Él es nosotros; porque si nosotros no fuéramos Él, no sería verdad lo que dijo: “lo que hicisteis a uno de estos mis pequeñuelos a Mí lo hicisteis” (Mt 25,40). Si nosotros no fuéramos Él no sería verdadero lo de “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4). Luego nosotros somos Él, porque somos sus miembros, porque somos su Cuerpo, por ser Él nuestra Cabeza; por ser el Cristo total: la Cabeza y el Cuerpo (Ef 1,22)» (Sermón 133,8).
–Dios dio a Cristo el mando de todas las obras de sus manos. El hombre ha llegado a ser en Cristo el verdadero señor del universo. Todo fue creado por Él y para Él. Con el Salmo 8 cantamos al Señor, Dueño nuestro, y le decimos: «¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los cielos; de la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos». Esto es el hombre, y más aún con la gracia de Jesucristo y en Jesucristo, que es su Cabeza y nosotros su Cuerpo.
–Lucas 12,8-12: El Espíritu Santo os enseñará lo que tenéis que decir. Hemos de proclamar con plena confianza nuestra fe ante quienes nos acusan. No tenemos por qué temer a nadie, pues el mismo Espíritu Santo nos enseñará lo que tenemos que decir. Así ha sucedido siempre en la Iglesia, como nos lo muestra la historia de las persecuciones en todos los tiempos. Él nos ilumina y no debemos eclipsar esa luz con nuestro amor propio, con la autosuficiencia, con la vanidad y el orgullo, sino que debemos, con toda humildad y sencillez, esperar el momento de la gracia de Dios en nuestras almas que, ciertamente, llegará con todo su esplendor. Oigamos a San Agustín:
«Con todo, tengo que deciros, hermanos míos, lo siguiente: quienquiera que seas, comienza a vivir cristianamente, y mira si no te lo echan en cara, precisamente aquellos cristianos que solo lo son de nombre, pero no cristianos por su vida y costumbres. Nadie se da cuenta de ello, sino quien ha tenido que experimentarlo. Así, pues, fíjate, considera lo que oyes. ¿Quieres vivir como cristiano? ¿Quieres seguir los pasos de tu Señor? Se te echa en cara eso mismo, comienzas a avergonzarte y te echas atrás. Has perdido el camino... Si quieres caminar por el camino del Señor, pon tu esperanza en Dios, incluso en presencia de los hombres, es decir, no te avergüences de tu esperanza» (Comentario al Salmo 30,11,7).
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a la niña de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme» (Sal 16,6.8).
Colecta (del Gelasiano y Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón».
Ofertorio (del Veronense): «Concédenos, Señor, ofrecerte estos dones con un corazón libre, para que tu gracia pueda purificarnos en estos misterios que ahora celebramos».
Comunión: «Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (Sal 32,18-19), o bien: «El Hijo del Hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).
Postcomunión (del Veronense y del Gregoriano): «La participación frecuente en la Eucaristía nos sea provechosa, Señor, para que disfrutemos de tus beneficios en la tierra y crezca nuestro conocimiento de los bienes del cielo».
El poder temporal de los hombres está o debe estar al servicio del Señor. De Él viene la autoridad y la debemos respetar (lecturas primera y tercera). San Pablo agradece al Señor la gracia de estar al servicio de la fe, la esperanza y la caridad.
El verdadero cristiano, ante cualquier situación conflictiva, sabe adoptar un actitud de testimonio integral: trascendente, temporal y solidario a un mismo tiempo. ¡En su convivencia con los hermanos en el tiempo hay en él siempre una esperanza responsable hacia la eternidad!
–Isaías 45,1.4-6: Llevó de la mano a Ciro para doblegar ante Él las naciones. La Providencia salvífica de Dios hace que la misma autoridad humana, aun la pagana o increyente, pueda servir a sus planes de salvación sobre sus elegidos. Dios está siempre por encima de la historia, rigiendo misteriosamente los destinos de la humanidad. Dios se sirve del poder humano para castigar y para salvar. Para lo primero emplea a Nabucodonosor, que lleva los israelitas al destierro; y para darles la libertad se sirve ahora de Ciro, rey de Persia.
El pueblo de Dios no ha sido elegido para la guerra, sino que está destinado a una obra de paz. Sobre los intereses humanos está la voluntad suprema de Dios. Con el retorno de Babilonia se abre para los israelitas uno de los períodos más intensos de su vida espiritual, durante el cual se ponen las bases para la historia futura del pueblo elegido. Por eso se aclama la grandeza de Dios, que es el Todo Otro.
–Lo hacemos también nosotros con el Salmo 95: «Aclamad la gloria y el poder del Señor. Cantemos al Señor un cántico nuevo... Contemos a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas la naciones... Los dioses de los gentiles son apariencia. Sólo Él hizo el cielo y cuanto existe. Familias de los pueblos, aclamad al Señor... Postraos ante el Señor en el atrio sagrado».
–1 Tesalonicenses 1,1-5: Recordamos vuestra fe, esperanza y caridad. Por la fe viva y la esperanza filial, bajo la acción del Espíritu Santo, los cristianos están llamados a ser en el mundo testigos auténticos del Misterio de Cristo, el Salvador. Y es que la fe se ha de reflejar en el comportamiento, porque «la fe sin obras está muerta», como dice Santiago (2,26). Es la enseñanza de San Juan Crisóstomo:
«La creencia y la fe se prueban por las obras; no diciendo que se cree, sino con acciones reales, cumplidas con perseverancia y con un corazón encendido de amor» (Homilía sobre I Tes. 1,1-5).
La Evangelización es obra del Espíritu Santo. El Espíritu del primer Pentecostés de la historia cristiana sigue vivificando la vida de la Iglesia y alentando a los apóstoles y misioneros, para que encuentren en Dios Padre y en Cristo su principio generador y su ambiente vital, a fin de vivir en la fe, la esperanza y la caridad.
En todo esto reconocemos que la llamada al Cristianismo es siempre una elección que Dios hace y un don que Él otorga. Eso nos muestra la solicitud particularísima de Dios por la salvación de todos los hombres que, de suyo, ningún mérito tienen para alcanzarla. Colaboremos, pues, fielmente con la gracia de Dios.
–Mateo 22,15-21: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El cristiano, peregrino de Dios hacia la eternidad, es ante las estructuras humanas un testigo consciente de la Providencia del Padre, que rige la vida humana mediante la condición solidaria y jerarquizada de los propios hombres. El cristiano, dando culto solo a Dios, ha de perfeccionar por la gracia en sí mismo la imagen divina. Comenta San Agustín:
«Adorando la imagen del hombre que hizo el Artífice, quebrantas la imagen de Dios, que Dios imprimió en ti mismo. Por tanto, cuando te llame para que vuelvas, quiere devolverte aquella imagen que tú, estropeándola con la ambición terrena, perdiste y oscureciste.
«De aquí procede, hermanos, el que Dios busque su imagen en nosotros. Esto fue lo que recordó a aquellos judíos que le presentaron una moneda... Conoció que le tentaban; conoció, por así decir, la verdad de la falsedad, y con pocas palabras dejó al descubierto la mentira procedente de la boca de los mentirosos. No emitió la sentencia contra ellos por su boca, sino que dejó que ellos mismos la emitieran contra sí... Como el César busca su imagen en su moneda, así Dios busca la suya en tu alma. “Da al César, dice, lo que es del César”. ¿Qué te pide el César? Su imagen. ¿Qué te pide Dios? Su imagen. Pero la del César está en la moneda, la de Dios está en ti. Si alguna vez pierdes una moneda, lloras porque perdiste la imagen del César; ¿y no lloras cuando, adorando un ídolo, sabes que estás destrozando la imagen de Dios que hay en ti?» (Sermón 113,A,7-8).
Compartir los sufrimientos de Cristo para compartir su triunfo. No ser servido, sino servir. Todo esto fue profetizado en el Siervo doliente de Isaías. Jesús, Sumo Sacerdote, intercede por nosotros. Sigue sirviendo a los hombres desde el cielo. La Sagrada Eucaristía es la reactualización sacramental del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, inmolado solidariamente por la salvación de todos los hombres. La Iglesia continúa su obra evangelizadora en un inmenso servicio a la humanidad. No obstante hoy hay más de cuatro mil millones de hombres que aún no conocen a Cristo.
–Isaías 53,10-11: Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años. El cuarto cántico de Isaías sobre el Siervo de Dios nos presenta la semblanza de Jesucristo, machacado por nuestras maldades, reparador de los pecados de todos. Nos hace contemplar la soledad doliente del Siervo. Pero no está en realidad solo, porque sobre Él desciende la voluntad del Señor. No lo está tampoco, en cuanto que se hace solidario con los demás. En su dolorosa soledad se une a los hombres. El Siervo será el hombre de la alianza. Con esta idea se comprende mejor el valor de la suerte del Siervo y el sentido positivo de su ofrenda sacrificial. La alianza es un acontecimiento de encuentro lacerante entre Dios y el hombre, entre el Santo y el pecador rebelde, para salvar a éste de su pecado, de su rebeldía.
–Con el Salmo 32 pedimos que la misericordia del Señor venga sobre nosotros como lo esperamos de Él. Y confesamos con gozo que los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
–Hebreos 4,14-16: Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia. Cristo es el único y eterno Sacerdote, glorificador del Padre y Salvador de todos los hombres. Él es el Mediador perfecto. Escribe Teodoreto de Ciro:
«Los que habían creído sufrían por aquel entonces una gran tempestad de tentaciones; por eso el Apóstol los consuela, enseñando que nuestro Sumo Pontífice no solo conoce en cuanto Dios la debilidad de nuestra naturaleza, sino también en cuanto hombre experimentó nuestros sufrimientos, aunque estaba exento de pecado. Como conoce bien nuestra debilidad, puede concedernos la ayuda que necesitamos, y al juzgarnos dictará sus sentencia teniendo en cuenta esa debilidad» (Comentario a la Carta a los Hebreos 4,14-16).
–Marcos 10,35-45: El Hijo del Hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos. Hemos de vivir en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se inmoló en reparación de nuestros pecados (cf. Gal 2,20). Jesucristo libera al hombre entregándose por él. Los cristianos estamos llamados a participar en su actitud oblacional con el servicio recíproco y el testimonio, incluso con nuestra propia vida. Así lo han hecho multitud de hermanos nuestros y lo siguen haciendo.
La semblanza mesiánica del Corazón redentor de Jesucristo es presentada como servicio victimal, reparador de los pecados de los hombres. Es la dimensión kenótica (humillación, obediencia, victimación redentora) del Misterio Pascual.
Contemplemos la vivencia sacerdotal profunda del Verbo encarnado: su genuina misión irrenunciable y la razón de ser del mismo misterio de la Encarnación en carne pasible y sacrificable.
Hemos sido beneficiados por el sacrificio de Cristo. Somos nosotros los que hemos de irradiarlo en todas partes, a toda criatura. Existen millones de hermanos nuestros que no lo conocen aún. No puede esto dejarnos indiferentes, sino que con nuestra oración, con nuestra palabra, con nuestra propia vida y con nuestros sacrificios hemos de proclamarlo en todo momento.
–Marcos 10,35-45: Petición de los hijos del Zebedeo. Comenta San Agustín:
«Escuchaste en el Evangelio a los hijos del Zebedeo. Buscaban un lugar privilegiado, al pedir que uno de ellos se sentase a la derecha de tan gran Padre y el otro a la izquierda. Privilegiado, sin duda y muy privilegiado era el lugar que buscaban; pero, dado que descuidaban el por dónde, el Señor retrae su atención del adónde querían llegar, para que la detengan en el por dónde han de caminar. ¿Qué les responde a quienes buscaban lugar tan privilegiado? “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?” ¿Qué cáliz sino el de la pasión, el de la humildad, bebiendo el cual y haciendo suya nuestra debilidad, dice al Padre: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz”? Él se pone en lugar de quienes rehusaban beber ese cáliz y buscaban el lugar privilegiado... Buscáis a Cristo glorificado; acercaos a Él crucificado... Ésta es la doctrina cristiana, el precepto y la recomendación de la humildad: “no gloriarse a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6,14)» (Sermón 160,5).
La oración perseverante alcanza todo lo que necesitamos (lecturas primera y tercera). La fe que recibimos en el bautismo ha de ser alimentada con la lectura de la Palabra de Dios. Así estaremos siempre dispuestos a irradiarla por todas partes (segunda lectura).
La oración, como permanente vivencia de la confianza y esperanza en Dios, nuestro Padre, es el modo más auténtico de vivir nuestro quehacer cotidiano conforme a su Voluntad divina y nuestro destino de salvación. La medida de la fidelidad a Dios se da en el cristiano, ante todo, por la constancia y la hondura de su vida de oración filial.
–Éxodo 17,8-13: La oración de Moisés obtuvo la victoria. La protección divina nos es siempre necesaria, pues sin ella de poco vale el propio esfuerzo humano. La oración constante es la que garantiza el sentido cristiano de nuestra vida y de nuestra lucha por la salvación. Moisés aparece en la Escritura como el gran intercesor. Dice Orígenes:
«Estas son las dos obras del pontífice: aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas frecuentemente, y enseñar al pueblo. Pero que enseñe las cosas que él aprende de Dios, no las de su propio parecer, ni las opiniones humanas, sino las que enseña el Espíritu Santo. Es precisamente lo que hace Moisés: él no va a la guerra, no lucha contra los enemigos. ¿Qué hace? Ora; y mientras él ora, vence el pueblo. Si se cansa y baja las manos, el pueblo es vencido y huye (Ex 17,8-14). Ore, pues, incesantemente el sacerdote de la Iglesia, para que el pueblo que le está encomendado venza a los enemigos invisibles, los amalecitas, los demonios que atacan a los que quieren vivir piadosamente en Cristo» (Homilía 8,6, sobre el Levítico).
–Con el Salmo 120 continuamos el mismo tema de la oración: «El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra. Levante mis ojos a los montes. No permitirá el Señor que resbale mi pie; Él no duerme, ni reposa. Es el guardián de Israel [de la Iglesia, de cada alma cristiana]. El Señor nos guarda en su sombra, está a nuestra derecha. Nos protege de día y de noche, nos guarda de todo mal ahora y siempre». Por eso acudimos a Él con toda confianza y vivimos en la paz.
–2 Timoteo 3,14-4,2: El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena. La oración meditada de la Palabra de Dios nos ayuda en nuestra vida de creyentes y nos mantiene en tensión evangélica para el testimonio cristiano. San Vicente de Lerin enseña:
«La naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la que ha sido recibido de los padres, y que, además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca, sino que más bien somos nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca» (Conmonitorio 5).
San Gregorio Magno enseña:
«Quien se prepara para pronunciar una predicación verdadera, es preciso que tome de las sagradas Escrituras los argumentos, para que todo lo que hable se fundamente en la autoridad divina» (Morales sobre Job 18,26). Y
«¿Qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura?... Estudia, pues, por favor, y medita cada día las palabras de tu Creador. Aprende lo que es el corazón de Dios, penetrando en las palabras de ese Dios, para que anheles con más ardor las realidades eternas y tu alma se encienda en deseos más vivos de los gozos celestiales» (Carta a Teodoro, médico, 5,31).
«Lee muy a menudo las divinas Escrituras, o, por decirlo mejor, que nunca la lectura sagrada se te caiga de las manos. Aprende lo que has de enseñar, mantén firme la palabra de fe que es conforme a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y convencer a los contradictores» (Carta a Nepociano 7).
–Lucas 18,1-8: Dios hará justicia al elegido, que clama a Él. La perseverancia en la oración es la mejor garantía para mantener nuestra fe viva y esperanzada para el día del Señor. Comenta San Agustín:
«La lectura del santo Evangelio nos impulsa a orar y a creer, y a no apoyarnos en nosotros mismos, sino en el Señor. ¿Qué mejor exhortación a la oración que el que se nos haya propuesto esta parábola sobre el juez inicuo?... Si, pues, escuchó quien no soportaba el que se le suplicara ¿de qué manera escuchará quien nos exhorta a que oremos?...
«Si la fe flaquea, la oración perece. ¿Quién hay que ore si no cree? Por esto el bienaventurado Apóstol, exhortando a orar, decía: “cualquiera que invoque el nombre del Señor será salvo”. Y para mostrar que la fe es la fuente de la oración y que no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua, añade: “¿y cómo van a invocar a Aquel de quien no oyeron?” (Rom 10,13-14). Creamos, pues, para poder orar. Y para que no decaiga la fe, mediante la cual oramos, oremos. De la fe fluye la oración, y la oración que fluye suplica firmeza para la misma fe» (Sermón 115,1).
Hemos de vivir en una oración perseverante, si no queremos frustrar los frutos de las celebraciones litúrgicas. Hemos de orar por nosotros, por la Iglesia y por todo el mundo.
Años impares
–Romanos 4,20-25: La fe de Abrahán en Dios es modelo para los cristianos. Esa fe le valió ser tenido por Dios como justo. También los cristianos somos justificados por la fe. San Pablo elabora una teología de la fe, basado en la fe de Abrahán, en la que ve un tercer elemento: la resurrección de Cristo, o más exactamente la fe en Aquel que ha resucitado a Jesús. Imposible creer en la resurrección sin el acto previo de confianza y seguridad en el que realiza esos portentos.
«Cristo no será conducido como oveja al matadero en favor de los demonios, como lo fue en favor de los hombres; ni se dirá para salvación de ellos: “no perdonó a su propio Hijo” (Is 53,4). Porque los demonios tampoco exclamarán jamás: “fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación” (Rom 4,25). Pues Pablo escribe con toda claridad: “yo os trasmití según las Escrituras” (1 Cor 15,3), e invoca el testimonio de éstas para afirmar por autoridad de ellas lo que es oscuro» (Carta Pascual de San Teófilo, en las Cartas de San Jerónimo 96,10).
–De nuevo hallamos el Benedictus, como salmo responsorial: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado a su pueblo». Nos ha suscitado una fuerza de salvación que «nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días».
Años pares
–Efesios 2,1-10: Nos ha hecho revivir con Cristo y nos ha sentado en el cielo con Él. Por el don gratuito de la misericordia divina los cristianos, de cualquier origen que sean, judío o no, se ven libres de sus pecados y reciben la vida en Cristo al participar de su resurrección. Oigamos a San Agustín:
«El Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ha de estar a la derecha, es decir, en la bienaventuranza, como dice el Apóstol: “con Él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos”. Aunque nuestro cuerpo no esté allá todavía, ya tenemos allá la esperanza» (Sobre la lucha cristiana26).
Y San Zósimo escribe:
«Por Jesucristo renacemos espiritualmente, pues por Él somos crucificados al mundo. Por su muerte se rompe aquella cédula de muerte, introducida en nosotros por Adán y transmitida a toda alma; aquella sentencia cuya pena nos grava por descendencia, a la que no hay absolutamente nadie de los nacidos que no esté ligado, antes de ser liberado por el Bautismo» (Carta Tractoria 231).
Años impares
–Romanos 5,12.15.17-19.20-21: Por el pecado de uno entró la muerte en el mundo. San Pablo compara a Cristo con Adán. Éste sumió al género humano en la muerte por obra de su pecado. Cristo, por el contrario, es la fuente de la gracia, de la justicia y de la vida para todos los hombres. Escribe Tertuliano:
«Dice el Señor que vino “para salvar lo que había perecido” (Mt 18,11). ¿Qué piensas que era lo que había perecido? El hombre, sin lugar a duda. ¿Todo hombre o parte de él? Ciertamente todo, ya que la transgresión, que fue causa de la muerte del hombre, fue cometida tanto por el impulso del alma con su concupiscencia como por la acción de la carne con su placer. Con ellos se escribió contra todo el hombre el veredicto de culpabilidad, por el que luego tuvo que pagar justamente la pena de muerte.
«Así, pues, también el hombre entero será salvado, ya que el hombre entero cometió el delito... Sería indigno de Dios que devolviera la salud a la mitad del hombre, por decirlo así; vendría a ser menos que los mismos gobernantes de este mundo, que siempre conceden indulto en forma total. ¿Habrá que admitir que el diablo es más fuerte para el mal del hombre, al lograr destrozarlo totalmente, mientras que Dios es más débil, ya que no lo restaura en su totalidad? Pero dice el Apóstol: “donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20)» (La resurrección de la carne 34).
–Oramos en el Salmo 39 con las palabras referidas a Cristo en la Carta a los Hebreos: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy –como está escrito en el libro– para hacer tu voluntad». Cristo fue el cumplimiento personificado de la Voluntad del Padre. Para cumplir la Voluntad del Padre murió en la cruz y de este modo logró expiar y reparar el pecado de la humanidad. Los demás sacrificios quedaron abolidos. Solo el suyo pudo salvar al hombre. Por eso proclamamos su salvación ante la gran asamblea: «Grande es el Señor». Todos buscamos en Él la salvación y en Él nos alegramos.
Años pares
–Efesios 2,12-22: Él es nuestra paz: Ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Gentiles y judíos son uno en Cristo, y Él es la piedra angular de la Iglesia. Escribe San Ireneo:
«Allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia» (Contra las herejías 3,24).
Y San Agustín dice:
«Estos dos pueblos, cual paredes que traen distinta dirección, estaban muy lejos el uno del otro, hasta que fueron conducidos a la piedra angular: Cristo, como ángulo; en Él quedan unidos entre sí» (Sermón 331,1). Y también:
«Si Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma. Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Sermón 187). Y en otra ocasión:
«La Iglesia vacilará si su fundamento vacila; pero ¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos» (Comentario al Salmo 103).
–Con el Salmo 84 decimos: «Dios anuncia la paz a su pueblo. Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos».
–Lucas 12,35-38: Dichosos nosotros si el Señor, cuando vuelva, nos encuentra en vela. No sabemos la hora justa de ese momento. El cristiano, al igual que el padre de familia avisado o que el buen servidor, no debe dejarse vencer por el sueño, debe velar, es decir, estar en guardia y apercibido para recibir al Señor. La vigilancia caracteriza por tanto la actitud del discípulo que espera y aguarda el retorno de Jesucristo; consiste ante todo en mantenerse en estado de alerta espiritual, y por lo mismo exige el despego de los placeres y de los bienes terrestres. Como es imprevisible la hora de la parusía, hay que estar preparados para el caso en que se haga esperar. Esta vigilancia ha de ejercerse día tras día en la lucha contra el Maligno; por eso hay que orar y ser sobrios. Dichosos los que están siempre dispuestos a recibir la venida del Señor.
Años impares
–Romanos 6,12-18: Desde el Bautismo, que nos ha unido al Misterio Pascual del Señor, hemos de estar siempre muertos al pecado y vivos para Dios. Ha habido un cambio radical: de esclavos del pecado hemos venido a ser servidores de la justicia. Comenta San Agustín:
«Niégate a entregar armas a la concupiscencia y brillará tu victoria. Lucha, esfuérzate: ningún atleta recibe la corona sin sudor. Vives en estado de competición, participas en un combate... Si la carne despierta la pasión, ordena el espíritu en la castidad; si la carne incita a la ira, imponga tu espíritu la misericordia. Si, envuelto en este combate, no pones a disposición de la concupiscencia rebelde tus miembros, los que fueron en otro tiempo armas de iniquidad al servicio del pecado, se convierten ahora en armas de justicia al servicio de Dios» (Sermón 163,A,1).
Hemos de ofrecernos a Dios enteros, como hombres que han vuelto a la vida. Por eso todo hemos de emplearlo en servicio del bien.
–Con el Salmo 123 proclamamos que «tenemos nuestro auxilio en el nombre del Señor». Por nosotros solos nada podemos, pero con el Señor tenemos la victoria segura: «Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos asaltaban los hombres», las fuerzas del mal, las pasiones, la concupiscencia... «nos hubieran tragado vivos, tanto ardía su ira contra nosotros, nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello... Bendito el Señor que nos ayudó. Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió y escapamos... Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra».
Años pares
–Efesios 3,2-12: Gracias a Cristo, también los gentiles son herederos de la promesa. San Pablo, con gran humildad, afirma que es el último de los apóstoles, pero que ha recibido el gran privilegio de revelar el misterio de la vocación de los gentiles a la herencia divina, lo mismo que los judíos. Benedicto XV escribió en 1917:
«El fin que los predicadores deben proponerse está claramente indicado por San Pablo: “Somos embajadores de Cristo” (2 Cor 5,20). Todo predicador debe hacer propias estas palabras. Mas, si son embajadores de Cristo en el ejercicio de su misión, tienen la obligación de atenerse estrictamente a la voluntad manifestada por Cristo, cuando les confirió el encargo, y no pueden proponerse finalidades diversas de las que Él mismo se propuso mientras habitó en esta tierra... Por lo tanto, los predicadores han de proseguir estas metas: difundir la verdad enseñada por Dios, despertar y acrecentar la vida sobrenatural en quienes los escuchan. En resumen: buscar la salvación de las almas, promover la gloria de Dios» (encíclica Humani generis).
San Jerónimo enseña:
«Durante los siglos pasados estas riquezas de su bondad estuvieron ocultas en Dios, que es el Creador de todas las cosas. ¿Dónde están Marción y Valentín y todos los herejes que afirman que uno es el Creador del mundo, esto es, de lo visible, y otro distinto el Creador de lo invisible?... Pero “el Misterio escondido durante siglos” puede entenderse de otra manera, en el sentido de que lo ignoraron los propios siglos, es decir, todas las criaturas espirituales y racionales que existieron en esos siglos» (Comentario a la Carta a los Efesios 2,3,8-9).
–Con el texto de Isaías 12 proclamamos, como salmo responsorial: «Sacaréis aguas con gozo de la fuente de la salvación. Él es mi Dios y Salvador; confiaré y no temeré; porque mi fuerza y mi poder es el Señor, Él fue mi salvador... Dad gracias al Señor, invocad su nombre; contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso. Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra, gritad jubilosos, habitantes de Sión: ¡qué grande es en medio de ti el Santo de Israel!». Él nos ha llamado a la vida grandiosa de la gracia.
–Lucas 12,39-48: La vigilancia es propia del pueblo cristiano, y especialmente de sus responsables. Cristo enseña que el tiempo presente se nos ha concedido para hacer méritos con respecto a la vida eterna. Escuchemos a San Gregorio Magno:
«La misma cualidad de la condición humana nuestra cuánto es más excelente que todas las otras cosas, porque la razón dada al hombre afirma cuánto excede la naturaleza racional a todas las cosas que carecen de vida, de sentido y de razón. Mas, porque cerramos los ojos a las cosas interiores e invisibles, y nos apacentamos de las visibles, honramos muchas veces al hombre no por aquello que él es, sino por lo que puede, y venimos a caer en la acepción de personas, no por las mismas personas, sino por las cosas que ellas tienen... Mas el Dios todopoderoso examina la vida de los hombres por la sola cualidad de los merecimientos; y muchas veces da mayor pena por donde dio estas cosas mayores, en razón del ministerio y oficio, según la misma Verdad da testimonio diciendo: “al que mucho se le ha dado, mucho se le exigirá” (Lc 12,48)» (Morales sobre Job 25,1).
Años impares
–Romanos 6,19-23: Convertíos en siervos de Dios. La esclavitud del pecado acaba en la muerte; pero la sumisión a la justicia de Dios produce la santidad y lleva a la vida eterna. Comenta San Agustín:
«“Despojaos del hombre viejo para revestiros del nuevo”. El Señor establece un pacto con vosotros. Habéis vivido para el mundo, os habéis entregado a la carne y a la sangre, habéis llevado la imagen del hombre terreno... Llevad en adelante la de Aquel que procede del cielo: es Palabra humana, puesto que “la Palabra se hizo carne”, y “como pusisteis vuestros cuerpos como armas de iniquidad al servicio del pecado, así ahora debéis exponerlos como armas de justicia al servicio de Dios” (Rom 6,19). Para vuestra ruina, vuestro enemigo se arma con vuestros dardos; para vuestra salvación, ármese a su vez vuestro Protector con vuestros miembros» (Sermón 216,2,).
–«Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor», rezamos con el Salmo 1, dichoso el que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la Ley del Señor y medita su Ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así, serán paja que arrebata el viento, porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
Años pares
–Efesios 3,14-21: Ora el Apóstol pidiendo que Cristo habite por la fe en nuestros corazones. Comenta San Agustín:
«Ya ves lo que dice el Apóstol: “Cristo habita por la fe en vuestros corazones” (Ef 3,17). Según su presencia hermosa y divina, está siempre con el Padre; en cambio, según la presencia de la fe, está en todos los cristianos. Por eso fluctúas, porque Cristo está dormido, es decir, no logras vencer aquellos deseos que se levantan con el soplo de los que persuaden al mal, porque tu fe está dormida. ¿Qué significa que tu fe está dormida? Que está apagada. ¿Qué quiere decir que está apagada? Que te olvidaste de ella. ¿Qué es despertar en ti a Cristo? Despertar la fe, recordar lo que has creído. Haz memoria, pues, de tu fe, despierta a Cristo. Tu misma fe dará orden a las olas que te turban y a los vientos de quienes te persuaden el mal» (Sermón 361,7).
–Cantemos con el Salmo 32 a la misericordia del Señor, que llena la tierra: «Aclamad, justos, al Señor que merece la alabanza de los buenos; dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas. La palabra del Señor es sincera, todas sus acciones son leales. El Señor ama la justicia y el derecho. El plan del Señor subsiste por siempre; sus proyectos de edad en edad». Él nos eligió como heredad suya desde antes de la creación. Alabemos al Señor, démosle gracias.
–Lucas 12,49-55: Cristo vino a inflamar al mundo con el fuego de su amor. Cristo, enviado por el Padre, vino al mundo para incendiar a la humanidad en el fuego divino del Espíritu Santo. Comenta San Ambrosio:
«No es un fuego que destruya los bienes, sino ése que hace germinar la buena voluntad y enriquece los vasos de oro de la Casa del Señor... Ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, suscitados por los placeres mundanos, los cuales deben perecer como obra de la carne... El fuego del Señor es una luz eterna y con ese fuego es con el que se encienden las lámparas de los que esperan la llegada del Señor... Es el fuego que ilumina los íntimo del corazón... Con ese fuego nos infunde la devoción, consuma en nosotros la perfección... Con su presencia arroja luz sobre los misterios» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,132-133).
Años impares
–Romanos 7,18-25: En el interior del hombre luchan el pecado y la gracia. En su interior se produce la guerra permanente entre el hombre viejo y carnal y el hombre nuevo y espiritual. San Agustín comenta:
«Es completamente justo que al hombre que no quiso obedecer a su Señor no le obedezca su carne. Sirve tú a quien te es superior, para que te sirva tu inferior. Despreciaste al Superior, y eres atormentado ahora por tu inferior. Ésta es, pues, la ley del pecado; ésta es también la ley de la muerte. Por el pecado vino la muerte... ¿Cómo te libró la ley del espíritu de vida? Primero de todo te concedió el perdón de los pecados. De esa ley se dice en el Salmo [118,29]: “ten piedad de mí según tu ley”. Es la ley de la misericordia, la ley de la fe, no la de las obras [o ley mosaica]» (Sermón 152).
Como puede verse esa lectura paulina describe la condición del hombre abandonado a sí mismo (antiguo Adán), y la del hombre a quien Cristo (nuevo Adán) vuelve a orientar hacia Dios.
–Unos versos del Salmo 118 nos ayudan a meditar sobre la lectura anterior: «Instrúyeme, Señor, en tus leyes. Enséñame a gustar y a comprender, porque me fío de tus mandatos. Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus leyes. Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo. Cuando me alcance tu compasión viviré, y mis delicias serán tu voluntad. Jamás olvidaré tus decretos, pues con ellos me diste vida. Soy tuyo, sálvame, que yo consulto tus leyes».
Años pares
–Efesios 4,1-6: Un solo cuerpo, un solo Señor, una fe, un bautismo. El Apóstol exhorta a la unidad: un solo Cuerpo de Cristo, un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe y un solo Dios. San Agustín comenta:
«“Un solo Cuerpo, dice el apóstol Pablo, un solo Cuerpo y un solo Espíritu” (Ef 4,4). Considerad nuestros miembros. El cuerpo consta de muchos miembros, y una sola alma da vigor a todos ellos. Ved que, gracias al alma humana por la que yo soy hombre, se mantienen unidos todos los miembros... Pues bien, lo que es nuestro espíritu o nuestra alma respecto a nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo respecto a los miembros de Cristo, el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Para demostrar cómo lo que es la vida divina la que funda no solo la unidad de la humanidad toda, sino también la de cada persona, San Pablo establece una relación entre cada una de las virtudes teologales y cada una de las personas de la Santísima Trinidad: el Espíritu alimenta la esperanza, Cristo llama a la fe y el Padre está en todos para hacer nacer en ellos el amor y la comunión» (Sermón 268).
–Buscamos la presencia del Señor y con el Salmo 23 cantamos: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes; Él la fundó sobre los mares; Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos. Éste recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación». Así es como formamos un solo Cuerpo, por la gracia de Cristo, recibida en el bautismo.
–Lucas 12,54-59: Conozcamos los signos de los tiempos en las palabras de Cristo. Entendamos todas las cosas de la vida a la luz de su palabra. Comenta San Agustín:
«Reciba cada uno con prudencia las amonestaciones del preceptor para no desaprovechar el tiempo de la misericordia del Salvador, que se otorga en esta época de perdón para el género humano. Al hombre se le perdona para que se convierta y no haya nadie así a quien condenar. Ignoro si el fin del mundo encontrará a alguien de nosotros aquí. Quizá no. Pero el fin del mundo está cerca para cada uno de nosotros, puesto que somos mortales. Caminamos en medio de caídas... Oigamos al Señor y hagamos lo que nos manda» (Sermón 109,1-2).
Años impares
–Romanos 8,1-11: El Espíritu habita en nosotros. El hombre nuevo ha quedado libre del pecado y de la muerte por la ley del Espíritu, que hace nacer en él una vida nueva. Esto no lo podía hacer la ley judaica, pero sí la obra de Dios por su Hijo bienamado. Comenta San Agustín:
«“No hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8,1). Aunque experimenten los deseos de la carne, a los que no dan consentimiento, y aunque existe en sus miembros la ley que se opone a la ley de su mente, intentando cautivarle, con todo no hay condenación para quienes están en Cristo Jesús, porque mediante la gracia del bautismo y el baño de regeneración quedaron liberados de la culpa con que habían nacido y de cualquier anterior consentimiento a los malos deseos. Sea que se trate de torpezas, sea que se trate de crímenes o de malos pensamientos o de malas palabras, todo se destruye en aquella fuente a la que entraste siendo siervo y de la que saliste siendo libre. No hay condenación ahora, pero sí la hubo antes. La condenación pasó de un hombre a todos. He aquí el mal de la generación y el bien de la regeneración... Lucha en la libertad, pero estate atento a no ser vencido y a no caer de nuevo en la servidumbre. Te fatigas en la lucha, pero gozarás en el triunfo» (Sermón 152,3).
–Con el Salmo 23 meditamos y cantamos las maravillas que el Señor ha hecho con nosotros por el bautismo: «del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes. Él la fundó sobre los mares, Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón».
Es lo que hizo el bautismo en nosotros. Por eso confiamos en el Señor, no en los ídolos, es decir, en dinero, fama, honores, poder, placer... Hemos recibido la bendición del Señor. Él nos ha justos con su amor misericordioso. Busquemos siempre al Señor, vengamos a su presencia. En Él encontraremos nuestra paz y nuestra felicidad.
Años pares
–Efesios 4,7-16: Cristo es nuestra Cabeza. Él está a la derecha del Padre, y di-funde sus gracias y carismas en su Cuerpo místico para edificarlo, y hacerlo crecer y llegar a la plenitud. Dice Orígenes:
«Escuchad, pastores de las Iglesias, pastores de Dios, que siempre un ángel desciende del cielo y os anuncia que “os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo, el Señor” (Lc 2,11). Porque los pastores de las Iglesias no podrán guardar el rebaño por ellos mismos, si no viene el Pastor. Falla su pastoreo si Cristo no apacienta con ellos y lo guarda con ellos. Leemos en el Apóstol: “somos cooperadores de Dios” (1 Cor 3,9). El pastor bueno, que imita al Buen Pastor, es cooperador de Dios y de Cristo; y por eso mismo es un buen pastor aquel que, unido al mejor de los pastores, apacienta el rebaño. “Dios puso en la Iglesia apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores para la perfección de los santos” (1 Cor 12, 28; cf. Ef 4, 11-12)» (Homilía sobre el Evangelio de San Lucas 12,2).
–Con el Salmo 21 vamos, llenos de alegría a la Casa del Señor, a la Iglesia, a la asamblea litúrgica... «Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada, como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor», y todos los pueblos unen su voz en la misma plegaria por la acción del Espíritu. Dóciles a su acción, con un solo corazón y una sola alma, alabamos el nombre del Señor y celebramos la Santa Eucaristía, sacrificio y alimento que da vida y nos une con todos los hermanos y con Cristo, nuestra Cabeza.
–Lucas 13,1-9: Si no nos convertimos de todo corazón, pereceremos. Nos lo avisa Jesús en la parábola de la higuera infructuosa. Y así lo comenta San Ambrosio:
«¿Qué querrá significar el Señor al usar con tanta frecuencia en su evangelio la parábola de la higuera? En otro lugar ya has visto cómo, al mandato del Señor, se secó el verdor de este árbol (Mt 21,19). De aquí has de concluir que el Creador de todas las cosas puede mandar que las diversas especies de árboles se sequen o tomen verdor en un instante. En otro pasaje Él recuerda que la llegada del estío suele conocerse porque surgen en el árbol retoños nuevos y brotan hojas (Mt 24,32). En estos dos textos hay figurada la vanagloria que perseguía el pueblo judío y que desapareció como una flor, cuando vino el Señor, porque permanecía infructuosa en obras, y lo mismo que con la venida del estío se recolectan los frutos maduros de la tierra toda, así también, en el día del juicio, se podrá contemplar la plenitud de la Iglesia, en la que creerán los mismos judíos» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,160).
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4).
Colecta (del Misal anterior, retocada con textos del Veronense y del Gelasiano): «Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos».
Ofertorio (del Veronense y del Sacramentario de Bérgamo): «Vuelve tu mirada, Señor, sobre las ofrendas que te presentamos, para que nuestra celebración sea para tu gloria y tu alabanza».
Comunión: «Que podamos celebrar tu victoria y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes» (Sal 19,6); o bien: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5,2).
Postcomunión (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Lleva a su término en nosotros, Señor, lo que significan estos sacramentos, para que un día poseamos plenamente lo que celebramos ahora en estos ritos sagrados».
Toda la ley descansa en el amor a Dios y al prójimo. Es lo que nos proclaman las lecturas primera y tercera. San Pablo en la segunda lectura nos invita a acoger la Palabra de Dios y a difundirla en torno de nosotros con la alegría del Espíritu Santo, y esperando siempre la segunda venida del Señor.
En la revisión de nuestra vida cristianas tiene especial relieve en este Domingo 30 del Tiempo Ordinario el tema de la caridad, como signo de nuestra identidad y de nuestra fidelidad al Evangelio, como mandato peculiar del Señor y como vínculo eclesial que nos une a Cristo y a los hermanos.
–Éxodo 22,21-27: Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá contra vosotros mi cólera. La autenticidad de nuestra fidelidad a Dios no se mide solo por la piedad; se evidencia, además, en nuestra responsabilidad o irresponsabilidad frente a la indigencia cotidiana o la debilidad de nuestro prójimo.
El texto normativo de la primera lectura se comprende mejor a la luz de la palabra evangélica, que sintetiza la legislación bíblica en un solo mandamiento referido a Dios y al prójimo.
La legislación bíblica tiene su fundamento en la actitud de bondad de Yahvé y en su constante predisposición magnánima, benévola y clemente, que Israel y todos nosotros hemos de hacer patente en toda nuestra conducta.
–Con el Salmo 17 decimos al Señor con todo el corazón: «Yo te amo, tú eres mi fortaleza, mi Roca, mi alcázar, mi baluarte, mi peña, mi refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte». Por eso lo invocamos y lo alabamos con todo entusiasmo: «viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador».
–1 Tesalonicenses 1,5-10: Abandonasteis los ídolos para servir a Dios, esperando la vuelta de su Hijo. Por la auténtica caridad cristiana el creyente tiene que testificar su fe evangélica ante Dios y ante el prójimo. San Juan Crisóstomo, poniéndose en lugar de San Pablo, dice:
«Es verdad que os he predicado el Evangelio para obedecer un mandato de Dios, ¡pero os amo con un amor tan grande que habría deseado poder morir por vosotros! Tal es el modelo acabado de un amor sincero y auténtico. El cristiano que ama a su prójimo debe estar animado por esos sentimientos. Que no espere a que se le pida entregar su vida por su hermano; antes bien ha de ofrecerla él mismo» (Homilía 2 sobre San Pablo, 3).
–Mateo 22,34-40: Amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo. El Evangelio ha fundido en uno los dos mandamientos supremos. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, ni se puede amar cristianamente al prójimo sin verdadero amor a Dios. Santa Catalina de Siena decía: «Ahí está tu prójimo, manifiéstale el amor que tienes a Dios». Ante una casuística rabínica, muy compleja, y una innecesaria multiplicación de prescripciones, Jesucristo simplifica y sintetiza el comportamiento del hombre en el amor a Dios y al prójimo.
El amor al prójimo no está desvinculado de las situaciones reales de la vida humana. Amar a Dios y al prójimo con todo el corazón significa amar con la totalidad de nuestra persona y de nuestra actividad, y dentro de la comunidad de la que formamos parte. San Agustín comenta este pasaje evangélico:
«Un ala es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Pero no te quedes con un ala; pues si crees tener un ala sola, no tienes ninguna. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. “Si no amas a tu hermano a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves?” (1 Jn 4,20). Busca, pues, otra ala, y así volarás, así te despegarás de la codicia de lo terreno y fijarás tu amor en lo celeste. Y mientras te apoyas en ambas alas, tendrás arriba el corazón, para que el corazón elevado arrastre arriba a su carne a su debido tiempo» (Sermón 68,13).
La curación del ciego de Jericó, relatada en el Evangelio de hoy, ha sugerido el pasaje de Jeremías de la primera lectura. La segunda lectura nos expone el sacerdocio de Jesucristo, que siempre intercede por nosotros. Él es el gran Mediador entre Dios y los hombres.
El don de la fe que, por amorosa iniciativa divina, hemos recibido puede ofrecernos la luz sobrenatural suficiente para superar la ceguera angustiante del hombre viejo y carnal. Siempre para la existencia humana será más trágica la ceguera naturalista o autosuficiente del hombre privado de la fe cristiana, que la misma ceguera material de los cuerpos.
–Jeremías 31,7-9: Congregaré a ciegos y cojos. En la historia de la salvación, solo a la luz de la fe y de la Revelación puede el hombre descubrir los designios amorosos de Dios en los acontecimientos de la vida.
El anuncio de la inminente liberación está formulado por el profeta con una invitación litúrgica a celebrar y alabar al Señor, porque ha cumplido su obra a favor del pueblo elegido. La felicidad de Israel proviene únicamente de la bondad y omnipotencia de su Dios tanto en el pasado como en el futuro. A Él va dirigida toda la alabanza y toda gloria. La Biblia es un inmenso coro de cantos de exultación y de gratitud por las continuas intervenciones salvíficas de Yahvé. El profeta es el primero en verlo y celebrarlo: «Gritad de alegría... regocijaos, proclamad, alabad y decid: “el Señor ha salvado a su pueblo”». Él es un Padre para Israel, para la Iglesia, para cada uno de nosotros.
–Por eso seguimos exultando con el Salmo 125: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar, la boca se nos llenaba de risa, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: “el Señor ha estado grande con ellos”». Así es. Por eso en la liturgia cristiana siempre cantamos con alegría al Señor.
–Hebreos 5,1-6: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Jesús, Testigo del Padre y Pontífice y Mediador de nuestra salvación, es quien elige de entre sus discípulos aquellos que deben participar especialmente de su sacerdocio ministerial. Escribe San Juan Crisóstomo:
«Al preguntar a Pedro si le ama, no se lo pregunta porque necesite conocer el amor de su discípulo, sino porque quiere mostrar el exceso de su propio amor. Y así al decir: “¿quién es el siervo fiel y prudente?” no lo dice como ignorando quién es, sino para enseñarnos la singularidad de este hecho y la grandeza del oficio. Mira si es grande, mirando su recompensa: por él lo constituye sobre todos sus bienes, y concluye que, moralmente, el sacerdote debe sobresalir por su santidad» (Sobre el Sacerdocio 2,1-2).
–Marcos 10,46-52: Señor, que veamos, como el ciego de Jericó. Para ver y reconocer a Cristo, necesitamos que Él nos ilumine. Cristo es «el autor de nuestra fe» (Heb 12,2). El conocimiento de Jesús por la fe obra la salvación completa del hombre, le muestra la Verdad única que ha de seguir, le libera de la ceguera interior y exterior, y si así Él lo quiere, le otorga como complemento la misma vista física. La omnipotencia divina está siempre dispuesta a favorecer a quien se deja conducir por la fe verdadera, suscitada por el Espíritu. La fe auténtica, que proviene de lo alto, produce un genuino testimonio y no permite que sean desviados los que creen en la verdad de Cristo crucificado y resucitado. San Cirilo de Alejandría comenta:
«Cuando admitimos la fe, no por eso excluimos la razón; por el contrario, procuramos con ella adquirir algún conocimiento, aunque oscuro, de los misterios; pero con justo motivo preferimos la fe a la razón, porque la fe es la que precede, y la razón no hace más que seguirla, según este lugar de la Escritura: “si no creéis, no conoceréis”. A la verdad, si no sentáis los fundamentos de la fe, excluyendo toda duda, jamás podréis levantar el edificio fundado sobre el conocimiento de Jesucristo, y por consiguiente, no podréis llegar a ser hombres espirituales» (Comentario al Evangelio de San Juan 20,2).
Dios escucha la oración de los humildes (lecturas primera y tercera). San Pablo nos transmite su último mensaje antes del martirio: todos le han abandonado, pero él permanece en el Señor, que lo colmará de su fuerza. Dios, que resiste a los soberbios de corazón, derrama su gracia sobre los pobres de espíritu y los humildes de corazón. Por eso, la postura más verdadera del alma ante Dios es siempre la de una consciente humildad o actitud de indigencia orante. Cualquier autosuficiencia personal o colectiva es, por sí misma, antievangélica y, en definitiva, esencialmente antirreligiosa.
–Eclesiástico 35,15-17.20: Los gritos de los pobres atraviesan las nubes. La preferencia del Señor se inclina a los débiles e indefensos. Esto, que ya estaba anunciado como signo del tiempo mesiánico, se cumple en la persona de Jesucristo. Él mismo lo aduce como signo acreditador de su venida (Mt 11,5; Lc 8,19). También Él viene y vive en la pobreza. Los pobres son evangelizados y son llamados dichosos en la nueva economía de la gracia (Lc 6,10): ellos forman la primitiva Iglesia (Sant 2,1). El Señor consuela a los humildes y les da su gracia (2 Cor 7,6), oye la oración y los gemidos de los humildes (Sal 11,6), y justifica al que ora con humildad (evangelio de hoy).
–Frente a la injusticia humana que explota al pobre, Dios se constituye en juez de apelación en favor del oprimido. Así cantamos en el Salmo 33: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha». Bendigamos al Señor en todo momento, su alabanza esté siempre en nuestra boca, pues «el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos».
–2 Timoteo 4,6-8.16-18: Ahora me aguarda la corona merecida. Como San Pablo, el corazón humilde y esperanzado ante los dones divinos posee siempre la invencible confianza de una fidelidad amorosa de Dios, que le salvará. Comenta San Agustín:
«Veía Pablo la inminencia de su pasión; la veía, pero no la temía. ¿Por qué no la temía? Porque antes había dicho: “deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,23). Nadie dice que va a comer, que va a disfrutar de un gran banquete, con tanto gozo, como él dice que va a padecer. “Estoy a punto de ser inmolado”. ¿Qué significa estar a punto de ser inmolado? Que será un sacrificio para Dios. “Me encuentro seguro: arriba tengo al sacerdote que me ofrecerá a Dios. Tengo como sacerdote al mismo que antes fue víctima por mí”» (Sermón 298, 3).
–Lucas 18,9-14: El publicano bajó a su casa justificado, pero el fariseo, no. La soberbia humana, enmarcada en falsas piedades, hace al hombre repulsivo ante el Padre y temerario en sus propios juicios despiadados sobre los demás.
La oración del fariseo tiene algunas perfecciones externas: se hace en el templo, en la actitud acostumbrada por los judíos, ofreciendo una acción de gracias, etc., pero es rechazada porque le falta lo principal. No busca en Dios lo que únicamente se debe a Dios: la salvación. Da gracias porque se cree justo, no como los demás hombres, que son injustos y pecadores...
La oración del publicano es todo lo contrario: pide a Dios lo que solo Él puede dar, la salvación. No solo en el templo y ante el altar es preciso vivir en profundidad la actitud humilde del cristiano consciente ante Dios. También en nuestra vida diaria y en nuestras relaciones con los demás podemos pecar de ser engreídos y presumidos. Solo viviendo siempre en la humildad se hace nuestra vida íntegramente auténtica ante Dios y ante los hombres, nuestros hermanos.
Años impares
–Romanos 8,12-17: Somos hijos adoptivos de Dios, por eso clamamos: ¡Abba! ¡Padre!. Hemos de vivir no según la carne, sino según el Espíritu. Por el Espíritu somos hijos de Dios y lo invocamos como Padre nuestro. El mismo Cristo nos enseña a orar así: «Padre nuestro, que estás en el cielo»... San Agustín comenta este pasaje de San Pablo y dice:
«Por lo tanto, hermanos –ésta es la exhortación recibida hoy–, “no somos deudores de la carne para vivir conforme a la carne”. Para esto hemos sido auxiliados, para esto recibimos el Espíritu de Dios, para esto pedimos el auxilio día a día en nuestras fatigas. La ley tiene bajo sí a quienes amenaza si no cumplen lo que ordena; éstos están bajo la ley, no bajo la gracia. Buena es la ley para quien haga buen uso de ella, esto es, para quien reconozca a través de ella la propia enfermedad y busque el auxilio divino para lograr la salud. Porque, como ya dije y ha de repetirse siempre, si la ley pudiese vivificar, la justicia procedería, ciertamente, de la ley. Entonces ni se buscaría un Salvador, ni hubiese venido Cristo, ni hubiese buscado con su sangre la oveja perdida» (Sermón 156,3).
–Con el Salmo 67 proclamamos que «nuestro Dios es un Dios que salva. Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian; en cambio, los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría... Bendito sea el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación... Nos hace escapar de la muerte». En realidad todo esto lo ha realizado plenamente entre nosotros por Jesucristo, su Hijo bien amado, que padeció y murió en la Cruz para redimirnos.
Años pares
–Efesios 4,32–5,8: Vivid en el amor, como Cristo. San Pablo nos exhorta a que pongamos en práctica el amor a imitación de Cristo. Debemos evitar a toda costa las obras impías que se realizan en el mundo pagano. Comenta San Agustín:
«Nuestro mismo Dios nos exhorta a que le imitemos a Él... El que, ciertamente, no tenía pecado alguno, murió por nosotros y derramó su sangre para que lográramos el perdón. Él recibió por nosotros lo que no le era debido, para librarnos de la deuda. Ni Él debía morir, ni nosotros vivir. ¿Por qué? Porque éramos pecadores. Ni a Él le correspondía la muerte, ni a nosotros la vida. Tomó para sí lo que no le correspondía; y nos dio lo que no se nos debía. Mas, puesto que se habla del perdón de los pecados, para que no juzguéis que es mucho para vosotros imitar a Cristo, escuchad lo que dice el Apóstol: “perdonándoos mutuamente... Sed, pues, imitadores de Dios” (Col 3,13; Ef 4, 32), Son palabras del Apóstol, no mías. ¿Es acaso de soberbios imitar a Dios?... “Como hijos amadísimos”. Tú te llamas hijo. Si rechazas la imitación de Dios, ¿cómo aspiras a obtener la herencia?» (Sermón 34,2).
–«Seamos imitadores de Dios, como hijos queridos». Este es el estribillo del Salmo 1: «Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia... No así los impíos, no así... El camino de los impíos acaba mal».
–Lucas 13,10-17: Una curación en sábado escandaliza a los hipócritas, pero el pueblo sencillo se llena de júbilo. La bondad de Jesús se aparta de todo formalismo y de todo legalismo. La ley solo ha de servir para ayudar al amor. Ésta es la gran Ley. El mismo Jesucristo reduce toda la ley amor a Dios y al prójimo. Él vino a dar cumplimiento a la ley. Solo el pueblo sencillo y humilde puede apreciar esos gestos y esa doctrina sublime. Los soberbios, los autosuficientes, quedan vacíos. Son los más humildes los que mejor reciben la sanación y la salvación de Cristo, son ellos los que se atreven a pedírsela y a esperarla de su bondad. Escribe San Jerónimo:
«¿Por qué andas encorvado y pegado a la tierra y estás hundido en el cieno? Aquella mujer a la que Satanás mantuvo atada durante dieciocho años, tan pronto como fue curada por el Salvador, se irguió y empezó a mirar al cielo (Lc 13, 11ss)» (Carta 147,9, a Sabiniano, diácono).
Años impares
–Romanos 8,18-25: Los hijos de Dios viven aguardando la gloria que se manifestará en ellos. Y mantienen esta esperanza en medio de los sufrimientos del mundo presente. San Agustín comenta:
«¡Cuán fácilmente se tolera cualquier adversidad temporal para evitar la pena eterna, para lograr la paz eterna! Con razón el Vaso de Elección [San Pablo] dijo con inmensa alegría: “no corresponden los padecimientos temporales a la gloria futura que se revelará en nosotros” (Rom 8,18). Ya ves por qué es suave aquel yugo y la carga ligera. Si es difícil para los pocos que le eligen, es fácil para todos los que le aman. Dice el salmista: “según tus mandatos, yo me he mantenido en la senda establecida” (Sal 16,4). Esos caminos que son duros para los trabajadores, son suaves para los amadores. Por eso la dispensación de la divina providencia hizo de modo que el hombre interior, que se renueva día a día, ya no viva bajo la ley, sino bajo la gracia... Tiene ahora la facilidad de la fe simple, de la esperanza buena y de la santa caridad» (Sermón 70).
–Con el Salmo 125 decimos: «El Señor ha estado grande con nosotros. Cambió nuestra suerte»... Nos ha dado su gracia, su yugo es suave y su carga ligera. Parece un sueño, pero es una gran realidad. Él ha sufrido por nosotros. Nos ha dado ejemplo y nos ayuda con su gracia misericordiosa... Hemos sembrado con lágrimas, pero cosechamos entre cantares. Grande y hermoso es participar en los sufrimientos de Cristo, para luego participar también en la gloria de su triunfo.
Años pares
–Efesios 5,21-23: El matrimonio cristiano, símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia. El deseo de San Pablo de que el amor de Cristo para con la humanidad se dé en el amor de los esposos cristianos está perfectamente justificado; eso es precisamente lo que constituye el contenido del sacramento del matrimonio. Juan Pablo II el 22-XI-1981 dice:
«Creando al hombre “varón y mujer” (Gen 1,27), Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana» (encíclica Familiaris consortio).
Cuando San Pablo exhorta a la esposa a estar sometida al esposo lo hace pensando en la fidelidad amorosa y obediente de la Iglesia respecto de su esposo Jesucristo. Y de modo semejante al marido le exige que ame a su esposa, continuando el amor de Cristo, que se entrega hasta la muerte por amor a la Iglesia.
–«Dichosos los que temen al Señor», decimos en el Salmo 127. Él justo sigue el camino del Señor, su mujer es como parra fecunda en medio de su casa; sus hijos, como renuevos de olivo alrededor de su mesa. Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor. El Señor lo bendice desde Sión, y él ve la prosperidad de Jerusalén todos los día de su vida. Ésta es la maravilla de la vida cristiana, en la Santa Madre Iglesia, que reúne a todos sus hijos en el banquete eucarístico. Es la bendición de la paz familiar, tan quebrantada en nuestros días...
–Lucas 13,18-21: El Reino de Dios es como el grano de mostaza, y como la levadura. El reino glorioso del futuro está ahora en los corazones humildes de los creyentes. Es un misterio el crecimiento del reino de Dios en este mundo. Nos fijamos en el crecimiento externo que, ciertamente existe, según las estadísticas, pero no nos fijamos en el crecimiento interior o de profundidad, es decir, en la vida interior, en la santidad, que también existe, aunque no resulta tan manifiesta, salvo cuando hay una beatificación o canonización... San Ambrosio escribe:
«Si tanto al reino de los cielos como a la fe se les compara al grano de mostaza, no se puede dudar que la fe es el reino de los cielos, y el reino de los cielos es una realidad que en nada difiere de la fe. Por tanto, quien tiene la fe posee el reino de los cielos, reino que “está dentro de nosotros”, como está dentro de nosotros la fe... Por eso hemos de desear que la Santa Iglesia, que está figurada por esta mujer del Evangelio y que tiene en su poder esa harina que somos nosotros mismos, esconda en el interior de nuestra alma a Jesús, nuestro Señor, hasta que el colorido de la divina sabiduría penetre en los rincones más secretos de nuestro espíritu» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucaslib.VII,177 y 182).
Años impares
–Romanos 8,26-30: A los que aman a Dios todo les sirve para el bien. El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra debilidad y nos asiste en la oración, mientras aguardamos la gloria futura. Enseña San Juan Crisóstomo:
«La oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras; a la oración que es un don de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: “nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu Santo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26). El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma. Quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor; es como un fuego ardiente que inflama el alma» (Homilía 6 sobre la oración).
–Con el Salmo 12 manifestamos al Señor nuestra confianza plena en su misericordia. Por eso decimos: «Atiende y respóndeme, Señor Dios mío, da luz a mis ojos, para que no me duerma en la muerte»; para que no diga nuestro enemigo infernal: “le he podido” ni se alegre de nuestro fracaso; porque nosotros, Señor, confiamos en tu bondad misericordiosa. Alegra nuestro corazón con tu auxilio. Te cantamos y te alabamos, Señor, por el bien que nos has hecho.
Años pares
–Efesios 6,1-9: Todos, padres e hijos, siervos y amos, sirvamos al Señor. Comenta San Agustín:
«De ningún modo se atreverán el padre o la madre a pedir que se les prefiera a Dios. Yo no digo que se les anteponga, pero ni siquiera que se les compare... Dios te ha dicho: “Honra a tu padre y a tu madre”. Lo reconozco, Dios me lo ha dicho... Ama, dice, a los padres, pero no más que a mí (Mt 10,37)... Ama ordenadamente, para que seas ordenado. Distribuye las cosas en sus pesos e importancia. Ama al padre y a la madre, aunque tienes a Alguien a quien has de amar más que al padre y a la madre. Si los amas a ellos más, serás condenado, y si no los amas, serás condenado. Ofrezcamos el honor a los padres, pero prefiramos a nuestro Creador, al que hemos de amar más en el temor, amor, obediencia, honor, fe y deseo» (Sermón 65, A,8).
Esto que se dice con respecto al amor a los padres, se ha de aplicar igualmente al amor de los padres a los hijos, y al amor entre hermanos y amigos, socios y compañeros.
–Con el Salmo 144 proclamamos: «El Señor es fiel a sus palabras. Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado, pues tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad. El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan». San Agustín afirma que lo único que manda la Sagrada Escritura es amar, primero y sobre todo a Dios, y luego al prójimo por amor a Dios.
–Lucas 13,22-30: Todos están llamados a participar en el Reino de Dios. Podemos pensar que la sentencia de Jesús, acerca de que el Reino iba a ser rechazado por muchos judíos y recibido en cambio por los gentiles, fue ante todo un aviso para sus contemporáneos, que no comprendían los signos de los tiempos y que no se percataban del alcance decisivo del misterio de Jesucristo. No se daban cuenta los judíos de que estaban en la plenitud de los tiempos, no reconocían en Jesús el Mesías esperado, y no entendían por eso que entre la Antigua Alianza y la Nueva que se les ofrecía se daba una perfecta continuidad maravillosa. Oigamos a San Ambrosio:
«El que construye debe poner unos buenos cimientos. Este sólido fundamento es la fe, este buen “fundamento son los apóstoles y los profetas” (Ef 2,10), porque nuestra fe surge de los dos Testamentos, no faltando a la verdad el que dice que la medida de la fe perfecta está en ambos, ya que el mismo Señor dice: “si creyerais en Moisés, creeríais también en mí” (Jn 5,46), puesto que el Señor habló por Moisés. Y resulta exacto decir que la perfecta medida está en uno y en otro, porque Él ha cumplido ambos y porque la fe de los dos es la misma, puesto que el que habla y la respuesta tienen el mismo sentido» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,189).
Años impares
–Romanos 8,31-39: Nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo. San Pablo entona un himno a la esperanza cristiana: Dios nos ha entregado a su Hijo y ha realizado en Él su plan de amor. En adelante, pues, ya no habrá nada que nos pueda separar de este amor divino. San Agustín comenta este pasaje paulino:
«Si Dios está con nosotros ¿quién estará contra nosotros? En favor de quien está Dios lo mostró el bienaventurado Pablo más arriba al decir: “a los que predestinó los llamó, a los que llamó los justificó, y a los que justificó los glorificó”... El favor de Dios hacia nosotros se manifestó en que nos predestinó, nos llamó, nos justificó y nos glorificó. Nos predestinó antes de que existiéramos, nos llamó cuando estábamos alejados de Él, nos justificó cuando éramos pecadores y nos glorificó siendo mortales. Quien quiera hacer la guerra a los predestinados, llamados, justificados y glorificados por Dios, prepárese y piense si podrá luchar contra Dios... ¿Quién podrá vencer al Todopoderoso? “Quienquiera luchar contra Él se dañará a sí mismo” (Hch 9,5)... Quien da patadas contra el aguijón ¿no se dañará a sí mismo?» (Sermón 158).
–Con palabras del Salmo 108 pedimos al Señor que nos salve por su bondad: Señor, trátanos bien por tu nombre, líbranos con la ternura de tu bondad, pues somos pobres desvalidos y llevamos el corazón traspasado. Socórrenos, Señor, Dios mío, sálvanos por tu bondad. «Reconozcan que aquí está tu mano, que eres tú, Señor, quien lo ha hecho». Demos gracias al Señor con todo nuestro corazón, celebrémoslo en medio de la asamblea litúrgica, porque se ha puesto a la derecha del pobre para salvar de los enemigos su vida, nuestra vida.
Años pares
–Efesios 6,10-20: Nuestra vida es una lucha. Hemos de tomar la armadura completa que Dios nos da para luchar contra el Maligno: la fe, la salvación, el Espíritu, la palabra de Dios, la oración... Comenta San Agustín:
«Nos exhorta el Apóstol a que oremos no contra el hombre malo, sino contra el diablo que actúa juntamente con él. Y a que hagamos lo posible para que el diablo sea expulsado y el hombre liberado. Es lo mismo que si en una batalla uno viene armado y a caballo contra otro del bando contrario; éste no se aira contra el caballo, sino contra el jinete, y lo que pretende, en la medida de sus posibilidades, es hacer huir al jinete y quedarse con el caballo. De modo idéntico ha de actuarse con los hombres malos; se ha de trabajar con todas las fuerzas, no contra ellos, sino contra el diablo que los instiga, de modo que éste sea vencido y sea liberado aquel infeliz que él comenzaba a poseer» (Sermón 167,A).
–Con el Salmo 143 bendecimos al Señor, que es nuestra Roca, que adiestra nuestras manos para el combate, nuestros dedos para la pelea en las continuas luchas contra las fuerzas del mal, en las que está en juego nuestro crecimiento espiritual. Tenemos confianza en el Señor. Él es nuestro bienhechor, nuestro alcázar, nuestro baluarte, donde estamos a salvo; nuestro escudo y nuestro refugio, que nos auxilia en todo. Por eso nuestra alabanza se eleva constantemente hasta Él, pues nos da la victoria sobre nuestros enemigos.
–Lucas 13,31-35: Jesús anuncia de nuevo su Pasión. Morirá en Jerusalén en cumplimiento de las Escrituras. En esta ocasión, se lamenta profundamente por la suerte que va a correr la ciudad santa. Y se afirma en la determinación de subir a Jerusalén, dispuesto a morir.
En tres ocasiones ha anunciado su Pasión y Resurrección (Mc 8,31-33; 9,31-32; 10,32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén». Jesús recuerda el martirio de los profetas, que habían sido muertos en Jerusalén (Mt 23,37). Sin embargo, persiste y llama todavía a Jerusalén para que se reúna en torno a Él.
Es inefable el amor de Jesucristo por su tierra. ¡Cuánto debió sufrir su Corazón al ver que Israel se alejaba de Él, que le preparaba el martirio, que muchos se perderían, que no era fiel a su condición de Pueblo elegido! Lloró sobre Jerusalén a su vista: ¡si la Ciudad Santa hubiera conocido el mensaje de paz! También Jesús llora sobre nosotros cuando no acogemos fielmente su mensaje de salvación, sino que lo rechazamos con el pecado...
Años impares
–Romanos 9,1-5: San Pablo quiere ser un proscrito para el bien de sus hermanos. Aborda San Pablo el doloroso problema de la incredulidad del pueblo judío ante el mensaje de Cristo. Luego de haber manifestado la gran angustia que le produce tal hecho, el Apóstol está dispuesto a renunciar, si de algo valiera, a todos los dones divinos por la salvación del pueblo, del que él mismo forma parte. San Juan Crisóstomo escribe:
«Acaso te parezca por encima de tus fuerzas el imitar a Dios. A la verdad, para quien vive vigilante, ello no es difícil. Pero, en fin, si te parece superior a tus fuerzas, yo te pondré ejemplos de hombres como tú. Ahí está José..., ahí está Moisés... Ahí está Pablo que, no obstante, no poder contar cuánto sufrió de parte de los judíos, aún pedía “ser anatema por su salvación” (Rom 9,3)... Ahí está Esteban... Considerando también estos ejemplos, desechemos de nosotros toda ira, a fin de que también a nosotros nos perdone Dios nuestros pecados» (Homilía 61,5, sobre el Evangelio de San Mateo).
–Con el Salmo 147 evocamos la grandeza de Jerusalén en el plan divino de la salvación: «Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba al Señor tu Dios, Sión, que ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos».
Y, sin embargo, «vino a los suyos y los suyos lo rechazaron» (Jn 1,11). Un gran misterio que puede repetirse siempre que no somos fieles a los mandatos del Señor, a sus gracias, a sus dones, y no correspondemos a su amor.
Años pares
–Filipenses 1,1-11: El que ha inaugurado entre vosotros una gran empresa la llevará a su fin. San Pablo tiene gran amor a los fieles de Filipos por su perseverancia en una vida conforme al Evangelio. El acrecentamiento de la caridad entre los filipenses es el objeto de la acción de gracias de San Pablo. Esa caridad la entiende en el sentido pleno del amor a Dios y al prójimo. Y ese adecentamiento se manifiesta en el conocimiento del misterio de Dios, no meramente especulativo, sino experimental y amoroso.
Todo esto permite a los cristianos presentarse en el día del Señor sin fallos y llenos de justicia, pero en Jesucristo. Todo esto conecta con la enseñanza de Cristo, que también habló del crecimiento de la semilla que se hace espiga, crecimiento lento y sin que se note, tan propio del Reino de Dios. Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«Mira cómo les enseña a ser modestos. Una vez que les ha puesto de manifiesto una obra importante, para que no reaccionen a lo humano, inmediatamente les enseña a atribuir a Cristo tanto las cosas pasadas como las futuras. ¿Cómo? No les dice: “estoy convencido de que lo que habéis empezado lo terminaréis”. ¿Qué les dice entonces? “Confío que el que ha comenzado en vosotros la obra buena la termine”. Ni tampoco les priva de las cosas que han hecho bien: sino que les dice: “me alegro con vuestra unión”, a saber, la que vosotros mismo habéis conseguido; pero no les dice que las obras buenas son solamente de ellos, sino que han sido precedidas por Dios» (Comentario a la Carta a los Filipenses 1,1,6).
–Con el Salmo 110 damos gracias a Dios por el bien que hace en nosotros con la gracia, con su mensaje de paz y de felicidad. Grandes son las obras del Señor, pero ninguna como la que realiza en las almas con su gracia santificante. Damos gracias a Dios con todo nuestro corazón en la asamblea litúrgica y fuera de ella, con nuestros labios y con nuestra conducta irreprochable. Esplendor y belleza son sus obras en la vida de los Santos, su generosidad dura por siempre, Él hace maravillas memorables. El Señor es piadoso y clemente. Nos alimenta físicamente y espiritualmente con la Eucaristía. Ha mostrado su poder misericordioso en perdonarnos y en haceros coherederos con Cristo de su gloria.
–Lucas 14,1-6: Cristo manifiesta una vez más el valor de las obras de caridad. Éstas se han de hacer siempre, sea el día que sea, sábado o domingo. Lo que preside siempre en Cristo es el amor y no los errados juicios de un legalismo absurdo, como el que padecían los judíos de su tiempo. San Ambrosio dice que
«Cura a un hidrópico en quien un flujo vehemente del cuerpo dificultaba las operaciones del alma y extinguía el vigor del espíritu. Cristo actúa siempre lleno de bondad, que ha sido distinguida por la misma palabra divina al definirla como un ejercicio para con los pobres y débiles, ya que ser misericordioso con los que nos van a devolver el beneficio es una actitud propia de la avaricia. Ésta ha de ser siempre nuestra conducta con los demás: un amor desinteresado, solo mirando hacer el bien por amor de Dios, para su gloria y bien de las almas» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.V,36).
Años impares
–Romanos 11,1-2.11-12.25-29: Dios no ha desechado a su pueblo, pues quiere la salvación de todos los hombres. Aguarda siempre, con gran paciencia, y procura siempre la conversión de todos los hombres, sean los que sean. Su misma muerte ha de iluminar a los que lo matan. Comenta San Agustín:
«¡Oh misteriosa ceguera! Es la ceguera que sobrevino a una parte de Israel; porque para que Cristo fuese crucificado y entrase en la luz del Evangelio la gentilidad del mundo, le dio a una parte de Israel esta ceguera (Rom 11,25). Todo el día estaba enfermo de ceguera, pero vino Él y vino para que vean los que no ven y los que ven quedan ciegos. Fue ignorado por los judíos, fue crucificado por los judíos; y con su propia sangre hizo un colirio para los ciegos. Cada vez más obstinado, más ciego cada vez, los que se jactaban de ver la luz crucificaron a la Luz ¡Qué ceguedad tan grande! Pero la Luz crucificada iluminó a los ciegos» (Sermón 136).
Iluminó a todos los ciegos: paganos y judíos.
–El Señor no rechaza a su pueblo, decimos en el Salmo 93: «Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley, dándole descanso tras los años duros». El Señor quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de su verdad. Todos: paganos y judíos. Él no abandona a su heredad; el justo, sea quien sea, obtendrá su derecho, y un porvenir los rectos de corazón. Los primeros santos de la Iglesia fueron judíos. El Señor nos auxilia, su misericordia nos sostiene. Hemos de orar y de trabajar por la conversión de todos los hombres. La misericordia de Dios es infinita.
Años pares
–Filipenses 1,18-26: La vida nuestra es siempre Cristo, y es una ganancia morir en su gracia. Que Cristo sea siempre predicado, aunque se haga en contra de nosotros. El Apóstol no busca su gloria. Él está apasionado por Cristo y quiere por encima de todo que el Señor sea dado a conocer del modo que sea. Es mejor que esta predicación sea hecha por los que son pastores, pero no desdeña a los mercenarios. Comenta San Agustín:
«El Pastor anuncia el Evangelio de Cristo sinceramente, el mercenario lo anuncia con segunda intención, buscando cosa distinta; mas al fin, si uno anuncia a Cristo, el otro también. Este mismo Pastor [Pablo] quiso tener mercenarios, los cuales hacen el bien donde pueden y son útiles en la medida en que pueden: “el caso es que Cristo sea anunciado”... Para otros menesteres y negocios envía un mercenario, pero otras veces es mercenario un pastor..., porque pastores hay pocos, mientras los mercenarios abundan» (Sermón 131,11).
San Ambrosio comenta el deseo de Pablo, que quiere ya desfallecer del todo, y estar con Cristo:
«Esta disolución ¿qué otra cosa es, sino que el cuerpo se destruya y descanse, mientras el alma se dirija a la paz y sea libre, si es piadosa, puesto que está destinada a “estar con Cristo”?» (Sobre el bien de la muerte 3,8)
–Con el Salmo 21 decimos: «Mi alma tiene sed del Dios vivo. Como busca la cierva corrientes de agua así mi alma te busca a ti, Dios mío. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?»... Es lo que añoraba el apóstol san Pablo. También lo añoraron San Martín de Tours y tantos otros Santos... Pero, por el bien de las almas no rehusaban quedarse aquí en la tierra todo el tiempo que fuera necesario.
En la asamblea litúrgica tenemos un anticipo de la gloria futura, del encuentro definitivo con el Señor. «Recuerdo cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la Casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta».
–Lucas 14,1.7-11: Valor de la humildad. Aquellos que buscan los primeros puestos en los banquetes se verán frustrados. Jesucristo enseña la humildad: los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos. Comenta San Agustín:
«Hay personas castas, o bien humildes o bien soberbias. Los soberbios no se prometan el Reino de Dios. La castidad conduce al lugar más destacado, pero quien se exalta será humillado. ¿Por qué buscas, con ansia de destacar, si el lugar más elevado que puedes alcanzar lo conseguirás manteniéndote en la humildad? Si te elevas, Dios te abate; si te abates, Dios te eleva. La afirmación es del Señor. Y nada se le puede añadir ni quitar» (Sermón 354,8).
Sigamos el ejemplo del Señor: Él «se anonadó, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2,8). Seguir el ejemplo de la Virgen, pues «el Señor miró la humillación de su esclava» (Lc 1,48). Sigamos el ejemplo de los santos.
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 37,22-23).
Colecta (del Misal anterior y antes en el Gregoriano, con retoques del Veronense y Gelasiano): «Señor de poder y de misericordia, que has querido hacer digno y agradable por favor tuyo el servicio de tus fieles, concédenos caminar sin tropiezos hacia los bienes que nos prometes».
Ofertorio (compuesta con un texto del Sermón 91 de San León Magno): «Que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura, y para nosotros una generosa efusión de tu misericordia».
Comunión: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia» (Sal 15,11). O bien: «El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6,58).
Postcomunión (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Te rogamos, Señor, que aumente en nosotros la acción de tu poder, para que, alimentados con estos sacramentos, tu gracia nos disponga a recibir las promesas con que los enriqueces».
La actitud del soberbio es siempre repugnante y hace repulsiva la religiosidad y la misma fe que profesamos. La soberbia puede adoptar forma de engreimiento personal, forma de irresponsabilidad, de autoritarismo, de intransigencia... Todo esto separa de Dios, que es el Todo Otro. Ante Dios no hay más superioridad humana que la de la verdad, la sinceridad y la humildad, avaladas por la virtud de la caridad.
–Malaquías 1,14-2,2.8-10: Os apartasteis del camino y habéis hecho tropezar a muchos en la ley. Aun el sacerdocio, en Israel, y cualquier autoridad religiosa sobre el pueblo de Dios merecen la reprobación divina, si no testifican la verdad y el amor de Dios a su pueblo. Es necesario dar buen ejemplo. Para todos es urgente la coherencia entre fe y vida. Así dice San Agustín:
«¿Qué pensar de los que se adornan con un nombre y no lo son? ¿De qué sirve el nombre si no se corresponde con la realidad? Así, muchos se llaman cristianos, pero no son hallados tales en la realidad, porque no son lo que dicen en la vida, en las costumbres, en la esperanza, en la caridad» (Trat. sobre I Juan 4,4).
Y también: «¿Queréis alabar a Dios? Vivid de acuerdo con lo que pronuncian vuestros labios. Vosotros mismos seréis la mejor alabanza que podéis tributarle, si es buena vuestra conducta» (Sermón 34).
–Con el Salmo 130 pedimos al Señor que guarde nuestra alma en la paz y en la humildad, siempre junto a Él: «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espero en el Señor ahora y por siempre».
–1 Tesalonicenses 2,7-9.13: Deseábamos no sólo entregaros el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas. El verdadero amor cristiano, por lo que tiene de humilde servicio a los demás, constituye la mejor garantía de nuestra autenticidad cristiana en la Iglesia. San Juan Crisóstomo, se pone en lugar de San Pablo y dice:
«“Es verdad que os he predicado el Evangelio para obedecer un mandato de Dios. ¡Pero os amo con un amor tan grande que hubiera deseado morir por vosotros!” Pues bien, ése es el modelo acabado de un amor sincero y auténtico. El cristiano que ama a su prójimo debe estar animado por estos sentimientos. Que no espere a que se le pida entregar su vida por su hermano, antes bien debe ofrecerla él mismo» (Homilía sobre I Tes 2).
–Mateo 23,1-12: No hacen lo que dicen. El Evangelio de Jesús es diáfano: «el que se exalta, será humillado... y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12). Podemos decir, en síntesis, que todo el mensaje bíblico de este Domingo es: «una vida para Dios». Una vida orientada a la glorificación de Dios, no a conseguir la propia gloria. Dice San Juan Crisóstomo:
«¿Quién es más manso, quien más bueno que el Señor? Es tentado por los fariseos, y sus trampas se rompen... Y sin embargo, por respeto al sacerdocio, por la dignidad de su nombre, exhorta al pueblo a sometérseles en consideración no de sus obras, sino de su doctrina... Mientras ellos dilatan innecesariamente sus filacterias y agrandan las franjas para obtener la alabanza de los hombres, les reprocha que pretendan los primeros lugares en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se den en público a la gula, a buscar la gloria y hacerse llamar por los hombres Maestros» (Comentario al Evangelio de Mateo 23,3 y 7).
Las lecturas primera y tercera nos hablan del amor a Dios y al prójimo. En la segunda lectura se nos expone la supremacía del sacerdocio de Cristo sobre el del Antiguo Testamento: es un sacerdocio santo y eterno. Nuestro amor a Dios sobre todas las cosas y, por amor a Dios, el amor a nuestros hermanos, constituyen insoslayablemente el signo fundamental de nuestra autenticidad cristiana.
–Deuteronomio 6,2-6: Escucha, Israel: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón. Toda la historia de la salvación es fruto de una iniciativa de amor divino, que nos exige, a su vez, una correspondencia plena de amor filial. El tema del amor de Dios es en el Antiguo Testamento fundamental, y en el Deuteronomio, concretamente, es característico y hasta exclusivo. Oigamos a San León Magno, que trata del hambre y sed que hemos de tener de Dios:
«Ninguna cosa temporal apetece esta hambre, ni ninguna cosa terrena anhela esta sed, sino que desea saciarse del bien de la justicia y, de modo oculto a la mirada de todos, desea llenarse del mismo Señor. Dichoso aquel que ambiciona esta comida y está ávida de esta bebida, pues no la desearía si no hubiese gustado ya esta suavidad. Al escuchar al espíritu profético, que le dice: “gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 33,9), recibe ya una porción de la dulzura celestial, y se inflama del amor del casto placer, de modo que, abandonando todas las cosas temporales, anhela con todo su afecto comer y beber la justicia, y abraza la verdad del primer mandamiento, que dice: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (DDT 6,5; Mt 22, 37); porque amar la justicia no es otra cosa que amar a Dios. Y, puesto que al amor de Dios se une el cuidado del prójimo, a este deseo se añade la virtud de la misericordia» (Sermón 95).
–Con el Salmo 17 confesamos ese ardiente amor al Señor: «Yo te amo, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, mi peña, mi refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte». Él es todo eso para nosotros, y por eso lo alabamos y le damos gracias.
–Hebreos 7,23-28: Como Cristo permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no acaba. Como Hijo muy amado, el Corazón de Jesucristo, Sacerdote y Mediador, nos enseñó el amor al Padre y a nosotros, sus hermanos, hasta el sacrificio total de sí mismo. Enseña San Fulgencio de Ruspe:
«Él es quien en sí mismo posee todo lo que es necesario para que se efectúe la redención, es decir, Él mismo es el sacerdote y el sacrificio. Él mismo, Dios y el templo, es el sacerdocio por cuyo medio nos reconciliamos; el sacrificio que nos reconcilia; el templo en que nos reconciliamos; el Dios con quien nos hemos reconciliado. Ten, pues, como absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempo del Antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea en el tiempo del Testamento Nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica, no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del Pan y el Vino, con fe y caridad” (Sobre la fe 22).
–Marcos 12,28-34: Éste es el primer mandamiento. El segundo le es semejante. Como Hombre de Dios, el Corazón de Jesucristo nos ha enseñado la síntesis integradora del amor a Dios, evidenciado en el amor semejante a nuestros hermanos. Con dos testimonios del Antiguo Testamento (Dt 6,4-5; Lev 19-18), Jesucristo propone su revelación sobre el amor, presentando el amor como el fundamento de toda su revelación y como el camino esencial de su Evangelio. El precepto del amor resume todos los preceptos, porque «el amor es la plenitud de la ley» (Rom 13,9-10).
El Evangelio es esencialmente revelación de la caridad. En él se proclama todo el dinamismo de la caridad salvífica del misterio de la Encarnación del Verbo. En su origen: caridad trinitaria (Padre, Jn 3,16; Hijo, Gal 2,20; Espíritu Santo, Rom 5,5). En su dinamismo interno: urgencia suprema de la caridad (el mayor y primer mandamiento; Mt 22,38). En sus urgencias concomitantes (un mandamiento nuevo; Jn 13,34-35).
Las lecturas primera y tercera nos proclaman hoy la misericordia de Dios con los pecadores. La segunda lectura nos exhorta a que nos atengamos a la fe. El tiempo nos ofrece la oportunidad del amor misericordioso de Dios, que llama al hombre a la conversión y la espera, urgiéndole a diario para que se santifique.
–Sabiduría 11,23-12,2: Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres. El tiempo es para el hombre un índice de su limitaciones como criatura y un don del amor misericordioso de Dios, que le espera para la conversión y la salvación. Tenemos aquí una enseñanza teológica, muy rica y profunda, de la omnipotencia y misericordia divinas, que de un modo paradójico, pero divinamente armónico, cooperan a hacer siempre más concreto y vivo entre los hombres el don salvífico divino, no obstante los límites y la falta de correspondencia de las criaturas.
El texto de la Sabiduría nos abre el corazón a una gran confianza y a un sano optimismo: nos lleva a ver en Dios no un dueño tiránico, siempre dispuesto a exigir y castigar, sino un Padre misericordioso que en todo y por todo busca siempre el bien de los hombres, elevados a la dignidad de hijos suyos.
–Por eso ensalzamos a Dios, nuestro Rey, con el Salmo 144. Bendecimos su nombre por siempre jamás; día tras días lo bendecimos y lo alabamos, porque es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. Es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Esto nos mueve a procurar que todos se unan a nosotros para proclamar la gloria de su reinado y manifestar sus maravillas. El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones, sostiene a los que van a caer y endereza a los que ya se doblan.
–2 Tesalonicenses 1,11–2,2: Que Jesús, nuestro Señor, sea vuestra gloria y que vosotros seáis la gloria de El. El Apóstol eleva oraciones a Dios para que su predicación pueda dar fruto en sus oyentes. San Agustín escribe:
«Quien pretende enseñar la palabra de Dios debe hacer cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo, y en la medida en que lo logra, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzara a hablar, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó» (Sobre la doctrina cristiana 4,15-32).
–Lucas 19,1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Cristo Jesús busca al hombre pecador: continúa a diario su misión de llamar, buscar y salvar al hombre, mediante la conversión y la nueva vida de santidad que El le ofrece. Y atraído por su gracia, el hombre pecador, como Zaqueo, busca a Jesús. San Agustín comenta:
«Reconoce a Cristo, que está lleno de gracia. Él quiere derramar sobre ti aquello de que está lleno y te dice: “busca mis dones, olvida tus méritos, pues si yo buscase tus méritos, no llegarías a mis dones. No te envanezcas, sé pequeño, sé Zaqueo”. Pero vas a decir: “si soy como Zaqueo, no podré ver a Jesús a causa de la muchedumbre”. No te entristezcas, sube al árbol del que Jesús estuvo colgado por ti y lo verás... Pon ahora los ojos en mi Zaqueo, mírale, te suplico, queriendo ver a Jesús en medio de la muchedumbre, sin conseguirlo. Él era humilde, mientras que la turba era soberbia; y la misma turba, como suele ser frecuente, se convertía en impedimento para ver bien al Señor. Él se levantó sobre la muchedumbre y vio a Jesús sin que ella se lo impidiera.
«En efecto, a los humildes, a los que siguen el camino de la humildad, a los que dejan en manos de Dios las injurias recibidas y no piden venganza para sus enemigos, a ésos los insulta la turba y le dice: “¡inútil, que eres incapaz de vengarte!” La turba te impide ver a Jesús; la turba que se gloría y exulta de gozo cuando ha podido vengarse, impide la visión de quien, pendiente de un madero, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”... El Señor que había recibido a Zaqueo en su corazón, se dignó ser recibido por él... Y “llegó la salvación a aquella casa”» (Sermón 174,3).
Años impares
–Romanos 11,29-36: Dios tiene misericordia de todos. La incredulidad temporal de los judíos no es sino una etapa histórica misteriosa, que precede a su conversión final y a la instauración definitiva del Reino de Dios. También ellos, dice el Apóstol, «alcanzarán misericordia». Y entonces, unidos en la fe judíos y gentiles, «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). Mientras tanto, todo es gracia, gracia de Dios gratuitamente concedida. Comenta San Agustín:
«¿Qué hemos dado a Dios, si todo lo que tenemos y somos lo recibimos de Él? Nada le hemos dado. En este sentido, no podemos considerar a Dios como deudor, según dice el Apóstol (Rom 11,34-35)... El único título que tenemos para exigir algo a nuestro Señor es decirle: “cumple lo que prometiste, puesto que hicimos lo que mandaste, aunque también esto es obra tuya, pues ayudaste a quien se esforzaba”.. ¿Qué diste a Dios, cuando ni siquiera existías para poder dárselo? ¿Qué hizo Dios cuando predestinó a quien no existía?... Demos gracias a Dios, porque cuando no existíamos nos predestinó, porque alejados, nos llamó y porque siendo pecadores nos justificó» (Sermón152,2-3).
–Con el Salmo 68 decimos: «Que me escuche, Señor, tu gran bondad. Soy un pobre malherido, tu salvación me levante, Dios mío. Alabaré el nombre de Dios con cantos, proclamaré su grandeza con acción de gracias. Miradlo los humildes y alegraos, buscad al Señor y vivirá vuestro corazón, que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. El Señor nos salvará»... Él nos prepara una ciudad celeste en la gloria, la habitaremos en posesión por su infinita misericordia, la estirpe de sus siervos la heredará, los que aman su nombre vivirán en ella.
Años pares
–Filipenses 2,1-4: Manteneos unánimes, con un mismo pensar y un mismo sentir. Esto es lo que quería el Apóstol. Es una invitación a vivir en el amor fraterno, en unidad y en humildad. Cristo nos ha dado ejemplo en su encarnación, en su vida entera, en su pasión y muerte, en la cruz. Comenta San Agustín:
«Pensad en la unidad, hermanos míos, y ved que si os agrada la multitud es por la unidad que existe en ella... Engrandeced al Señor conmigo y ensalcemos su nombre todos juntos. Una sola cosa es necesaria: aquella unidad celeste, la unidad por la que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola cosa. Ved cómo se nos recomienda la unidad... Las tres Personas no son tres dioses, ni tres omnipotentes, sino un solo Dios omnipotente. La misma Trinidad es un solo Dios, porque “una sola cosa es necesaria”. Y la consecución de esta única cosa nos lleva el tener los muchos “un solo corazón”» (Sermón 103,4).
–Con el Salmo 130 proclamamos: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi corazón. Yo acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y por siempre».
–Lucas 14,12-14: No hagamos el bien buscando sobre todo el agradecimiento. Obremos por amor, generosamente, buscando el bien de nuestros hermanos. Comenta San Agustín:
El Señor «te mostró con quién tienes que ser generoso..., con los necesitados, que no tienen nada que devolverte. ¿Pierdes con eso acaso? Se te recompensará cuando se recompense a los justos... Cuando Él nos lo devuelva, ¿quién nos lo quitará?... Cuando aún éramos pecadores, nos donó la muerte de Cristo; ahora que vivimos justamente, ¿nos va a decepcionar? Pero Cristo no murió por los justos, sino por los impíos. Si a los malvados les dio la muerte de su Hijo, ¿qué reservará para los justos?... El mismo Hijo, pero en cuanto Dios, como objeto de gozo, no en cuanto hombre, sometido a la muerte. Ved a lo que nos llama Dios. Mas de la misma manera que te fijas en el destino, dígnate mirar también el camino, dígnate mirar también el cómo» (Sermón 339,6).
Años impares
–Romanos 12,5-16: Cada uno ha de entregarse al servicio de los demás. Cada miembro de la Iglesia ha de cumplir su propia misión, procurando el bien de todos por la vida de oración y el ejercicio de la caridad. Oigamos a San Agustín:
«Dice el Apóstol: “llenos de gozo en la esperanza”. Así, pues, nuestro gozo actual es gozo en la esperanza, aún no en la realidad... Si los compañeros de peregrinación gozan de esta manera en el camino, ¡cuál será su gozo en la Patria! Los mártires lucharon en esta vida, luchando caminaron, y caminando aclamaron. En efecto, quienes aman, caminan, pues hacia Dios no se corre con pasos, sino con el afecto. Hay tres clases de hombres detestables: el que se para, el que da marcha atrás y el que se sale del camino. Que nuestro caminar se vea libre y protegido, con la ayuda de Dios, de estos tres tipos de mal» (Sermón306,B,1).
–Con el Salmo 130 decimos: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre». Éste es el camino de la infancia espiritual, libre de preocupaciones altaneras, dócil a las inspiraciones de Dios, como quien sabe que camina de su mano, más seguro que conducido por la más cariñosa de las madres.
Años pares
–Filipenses 2,5-11: Cristo se anonadó. Y por eso fue exaltado. La exhortación a la humildad se fundamenta en el ejemplo de Cristo: aun siendo Hijo de Dios, no hizo valer su calidad de semejanza, de igualdad, con el mismo Dios, sino que tomó la condición humana, haciéndose obediente hasta la muerte. Dice San Clemente Romano:
«El cetro de la majestad de Dios, Jesucristo, nuestro Señor, no vino rodeado de orgullo y aparatosidad, aun cuando lo hubiera podido hacer, sino en la humildad» (Funk I,107).
San Agustín comenta:
«Quien todavía no puede ver lo que ha de mostrarle el Señor, no busque el ver antes de creer, sino más bien crea primero, para que pueda sanar el ojo con que ha de ver. A estos ojos serviles [el Señor] se manifiesta solo en la forma de siervo... Y, puesto que no existía la posibilidad de verlo como Dios y sí como hombre, el que era Dios se hizo hombre, para que aquello que se veía sanase la causa de que no se viera» (Sermón 88,4).
Se anonadó el Hijo divino, es decir, el Infinito se hizo igual a cero. Se anonadó, haciéndose hombre, y más aún, muriendo por nosotros en la Cruz. Ejemplo inmenso de humildad. Por eso Dios lo exaltó. Imitémoslo.
–Con el Salmo 21 decimos que el Señor es nuestra alabanza en la gran asamblea. Cumpliremos nuestros votos delante de los fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan; viva su corazón para siempre. Recordarán al Señor y volverán a Él hasta de los confines del orbe. En su presencia se postrarán las familias de los pueblos, porque del Señor es el Reino.
Él gobierna los pueblos. Ante Él se postrarán las cenizas de las tumbas... Hablarán del Señor a la generación futura, todo lo que hizo el Señor en su misericordia, anonadándose por nosotros. Pero Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre del Señor toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y todos proclamemos que Jesucristo es el Señor (cf. Flp 2,6-11).
–Lucas 14,15-24: Los invitados más distinguidos, fueron descorteses, y no quisieron venir. Entonces el padre de familia convocó a toda clase de gente. La Iglesia es el lugar de la reunión universal realizada por Cristo. Comenta San Agustín:
«Dejemos de lado las excusas vanas y perversas, y acerquémonos a la cena que nos saciará interiormente. No nos lo impida la soberbia altanera, no nos engría o sujete y aparte de Dios la ilícita curiosidad; la sensualidad de la carne no nos aleje del placer del corazón. Acerquémonos y saciémonos. ¿Quiénes se acercaron sino los mendigos, los débiles, los cojos y los ciegos? No vinieron los ricos, los sanos... Vengan, pues, los mendigos... vengan los débiles.... vengan los cojos..., vengan los ciegos... Éstos vinieron en hora buena, pues los primeros invitados fueron reprobados debido a sus excusas» (Sermón112,8).
Años impares
–Romanos 13, 8-10: Amar es cumplir la ley entera. El Apóstol nos exhorta al amor. Toda la ley se cumple en el amor, participando del amor de Jesús. San Agustín comenta:
«Ama a Dios y ama al prójimo como a ti mismo. Veo que al amar a Dios te amas a ti mismo. La caridad es la raíz de todas las obras buenas... La plenitud de la ley es la caridad. No voy a tardar en decirlo: quien peca contra la caridad, se hace reo de todos los preceptos. En efecto, quien daña a la raíz misma, ¿a qué parte del árbol no daña? ¿Qué hacer, pues? Quien peca contra la caridad se hace reo de todos los preceptos. Esto es absolutamente cierto, pero distinto es el modo como peca contra ella el ladrón, el adúltero, el homicida, el sacrílego y el blasfemo. Todos pecan contra la misma caridad, puesto que donde existe la caridad plena y perfecta no puede haber pecado. Es ella misma la que crece en nosotros para llegar un día a la perfección y a tal perfección que no admita ya adicción alguna» (Sermón 179,A,5).
–Con el Salmo 111 decimos: «Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta y administra rectamente sus asuntos, reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad». Por eso decía San Roberto Belarmino que vale más un grano de caridad que cien arrobas de razón. Solo el que ama es fuerte y es capaz de hacer todas las obras buenas que el mundo necesita.
Años pares
–Filipenses 2,12-18: Es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar. El Señor, viviendo en nosotros, nos hace posible caminar hacia la salvación con una vida ejemplar, y ser luz en medio de las tinieblas de este mundo. Así en el día del juicio podremos gozar de su gozo eterno. En la Carta a Diogneto leemos:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes... Mas, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (Diogneto V-VI).
–Con el Salmo 26 proclamamos: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscaré; habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, gozar de la dulzura del Señor, contemplando su rostro. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida»... Esperaré en el Señor con gran valor y confianza. Él es mi salvación y mi alegría. Él es mi Luz, la luz que debo irradiar en mi vida.
–Lucas 14,23-35: Renunciamos a todo, para venir a ser discípulos del Señor. El Señor creó todo para nosotros. Todo es bueno: «todas las cosas son para nosotros», para nuestro provecho, para nuestra utilidad, pero «nosotros somos de Cristo, y Cristo de Dios». Usemos todas las cosas del mundo presente de tal modo que no nos incapacitemos para las eternas. No pongamos todo nuestro interés en las cosas de este mundo. Guardemos el corazón en una santa indiferencia. Oigamos a Casiano:
«No vayamos a creer que aquellos que han sido elevados en este mundo a las cumbres de las riquezas, del poderío y de los honores hayan alcanzado con ello el bien por excelencia, pues éste consiste únicamente en la virtud. Esas otras cosas son indiferentes. Son útiles, son provechosas para los justos que usan de ellas con recta intención y para cumplir sus menesteres ineludibles, pues brindan la ocasión para hacer obras buenas y para producir frutos para la vida eterna. Son, en cambio, lesivas y dañinas para aquellos que abusan de ellas, encontrando en ellas ocasión de pecado y de muerte» (Colaciones 66,3).
Años impares
–Romanos 14,7-12: En la vida y en la muerte somos del Señor. Pertenecemos al Señor y para Él vivimos y morimos. Unos y otros hagamos todo lo posible por conformar nuestra vida con la voluntad divina, y colaboremos fielmente con la gracia de Dios. Entreguemos a Dios nuestra vida, como Cristo la entregó para salvarnos. San Cirilo de Alejandría escribe:
«Se ha dicho que Cristo tuvo hambre, que soportó la fatiga de largas caminatas, la ansiedad, el terror, la tristeza, la agonía y la muerte en la cruz. Sin ser obligado por nadie, libremente se entregó por nosotros, para ser Señor de vivos y muertos (Rom 14,9). Con su propia carne ha pagado así un rescate justo por la carne de todos; y con su alma ha llevado a cabo la redención de todas las almas. Y si Él ha vuelto a tomar su vida, es porque, como Dios, Él es viviente por naturaleza» (Sobre la Encarnación del Unigénito).
–Con el Salmo 26 digamos: «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la Casa del Señor todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su rostro. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida», es decir, en la gloria eterna. Para esto vivamos aquí en la presencia del Señor, identificados con su voluntad divina, llenos de amor e irradiándolo por doquier.
Años pares
–Filipenses 3,3-8: Sólo Cristo ha de ser nuestro tesoro. Todo lo demás es pérdida. San Pablo sacrificó todos los títulos de gloria por ganar a Cristo. Y en Cristo lo encontró todo: verdad, vida, camino, alimento, roca, luz, amor... todo. Así hemos de hacer también nosotros. San Ambrosio dice:
«Por Él anhela quien repite sus palabras y las medita en su interior. Hablemos, pues, siempre de El. Si hablamos de sabiduría, Él es la sabiduría; si de virtud, Él es la virtud; si de justicia, Él es la justicia; si de paz, Él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, Él es todo eso» (Comentario al Salmo 36).
Y San Bernardino de Siena:
«Todo lo tenemos en Cristo: es refugio de los penitentes, bandera de los que combaten, medicina de los que desfallecen, consuelo de los que sufren, honor de los creyentes, esplendor de los evangelizadores, mérito de los que trabajan, satisfacción de los que oran, deleite de los contemplativos, gloria de los que triunfan» (Sermón49).
–En esa misma perspectiva, con el Salmo 104 proclamamos «que se alegren en el Señor los que lo buscan». Recurramos al Señor y a su poder, busquemos constantemente su rostro, recordemos las maravillas que hizo y hace constantemente en nuestra alma, sus prodigios, las sentencias de su boca. El Señor es nuestro Dios. Él gobierna toda la tierra. Creamos en su amor y correspondámosle también con un gran amor. Él todo lo merece. Sin Él nada somos. Con Él todo lo podemos, todo lo tenemos.
–Lucas 15,1-10: La gran alegría del cielo por un pecador que se convierte. La infinita bondad de Dios se nos revela en las parábolas de la misericordia. Todos nosotros somos llamados a la experiencia espiritual de la gran misericordia divina, pero no según nuestros modos y criterios, sino según los modos y criterios de Dios. Comenta San Ambrosio:
En estas parábolas «¿quién es este padre, este pastor y esta mujer? ¿Acaso no representan a Dios Padre, a Cristo y a la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra como Madre, sin cesar te busca, y el Padre te vuelve a vestir. El primero por obra de su misericordia, la segunda cuidándote y el tercero reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: el Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está siempre la misma misericordia, aunque la gracia varía según nuestros méritos» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,208).
Años impares
–Romanos 15,14-21: Que nuestra ofrenda agrade a Dios. El ministerio apostólico aparece bajo este aspecto en un sentido muy determinado. Este ministerio es como una liturgia y quien lo ejerce actúa como un sacerdote. El Apóstol predica la palabra y manifiesta la presencia de Cristo resucitado en el corazón, en los acontecimientos y en las cosas. Es sacerdote no como un especialista de ritos, como los sacerdotes del templo de Jerusalén, sino porque al revelar el sentido pascual de todas las cosas, ayuda a sus oyentes a tomar actitudes de fe, de conversión y de compromiso, y ése es el contenido de los sacrificios espirituales de la Nueva Alianza, unidos a la sagrada Eucaristía, que actualiza sacramentalmente el sacrificio redentor del Calvario.
Todas estas realidades del mundo de la gracia son ya una maravilla, pero aún han de perfeccionarse y llegar a plenitud en la gloria. Escribe Orígenes:
«No nos equivoquemos, porque si Pablo y los que son como él se llaman perfectos en comparación con los demás, sin embargo, nadie entre los hombres puede llamarse o ser perfecto con aquella ciencia sublime o aquella perfección propia de los que habitan en el cielo» (Comentario a la Carta a los Romanos 10,10).
–Con el Salmo 97 pedimos al Señor que revele a las naciones su victoria. «Cantemos al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas, su diestra le ha dado la victoria, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel [de la Iglesia, de cada uno de nosotros]. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad».
Años pares
–Filipenses 3,17–4,1: Aguardamos al Señor. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa. Cristo nos transforma por su palabra, y aún más por su ejemplo. También nosotros ayudamos a los demás con nuestra palabra, pero aún más con nuestra vida. Comenta San Juan Crisóstomo:
«No hay mejor enseñanza que el ejemplo del Maestro... Hablad, pues, con sabiduría, instruid con toda la elocuencia posible; pero sabed que vuestro ejemplo causará una impronta más fuerte y decisiva... Cuando vuestras obras sean consecuentes con vuestras palabras, no habrá entonces nada que se os pueda objetar» (Homilía sobre Flp 3).
No seamos enemigos de la Cruz de Cristo, nos advierte San Pablo, que ya en su tiempo encontró fieles que no respondían verdaderamente a la vocación cristiana por miedo a la Cruz. Sigamos fielmente las enseñanzas de Cristo, el gran Maestro que nos dio doctrina admirable y un ejemplo cabal. Vivamos eso mismo que Él nos enseñó y vivió.
–La Casa del Señor a la que nos encaminamos es la gloria futura, la Jerusalén celeste, llamada visión de paz. Y así con el Salmo 121 decimos: «Qué alegría, cuando me dijeron “vamos a la Casa del Señor”. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Allí suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor»... En la Jerusalén celeste nos aguarda Dios, nuestro Señor, justo y misericordioso. Y en este caminar hacia el cielo no podemos dejar que nos dominen las fuerzas del mal, sino que hemos de superar todas las dificultades con la gracia del Señor.
–Lucas 16,1-8: Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. La astucia del mundo ha de ser superada con valentía y generosidad, no con habilidades arteras, sino con la gran fuerza del cristianismo, que es el amor. Hemos de colaborar con el Salvador con gran diligencia, sin desgana y pe-reza. Comenta San Agustín:
«¿Por qué propuso el Señor esta parábola? No le agradó aquel siervo fraudulento, que defraudó a su amo y sustrajo cosas que no eran suyas. Además las hurtó a escondidas, y le causó daño preparándose un lugar de descanso y tranquilidad para cuando tuviera que abandonar la administración. ¿Por qué propuso el Señor esta parábola? No porque el siervo aquel hubiera cometido un fraude, siendo previsor para el futuro, sino para que se avergüence el cristiano que carece de determinación viendo alabado el ingenio de un fraudulento. En efecto, dice: “los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz”. Ellos comenten fraudes mirando al futuro. ¿Mirando a qué vida tomó precauciones aquel mayordomo? Mirando a aquella vida a la que tendría que pasar cuando se lo mandaren. Y si él se preocupó por la vida que tiene un fin, ¿tú no te preocuparás por tu vida eterna?» (Sermón359,10).
Años impares
–Romanos 16,3-9.16.22-27: El misterio de Dios. La revelación del misterio está en el centro de la doxología con que se termina esta Carta. En el apostolado paulino este misterio es el acceso de los gentiles a la revelación. Este misterio es concebido por la Sabiduría divina, que examina el origen de la historia más allá de los siglos. Es el misterio que antes estaba oculto en el tiempo, pero que se manifiesta por Jesucristo, que muere por todos los hombres. Él es el Salvador de todos, el Redentor que con tanta fuerza fue proclamado al mundo por San Pablo.
La Sabiduría de Dios realizó este misterio en la Cruz de Jesucristo. Y los Apóstoles son los testigos de ese misterio y sus principales realizadores. Todos los discípulos de Cristo, judíos o gentiles, se acogen entre sí en la caridad fraterna, y realizan en sí mismos el misterio de Dios, escondido durante siglos, y ya revelado y realizado en el tiempo. Es el dinamismo admirable del Misterio Pascual, que actúa en todos los pueblos y culturas, formando una maravillosa y nueva Hermandad, la de los hijos de Dios. Dice Orígenes:
«Los que ayudaban y eran hospitalarios se encontraban en todos los hermanos creyentes, no sólo entre los que provenían de los judíos, sino también en los creyentes que provenían de la gentilidad. En efecto, la hospitalidad era muy estimada no sólo por Dios, sino también por los hombres» (Comentario a la Carta a los Romanos 10,18).
–Bendecimos al Señor con el Salmo 144 por los muchos beneficios que hemos recibido de Él, y le bendecimos sobre todo por haber sido llamados a la salvación. Lo bendecimos por siempre jamás, pues Él es nuestro Dios y nuestro Rey. «Grande es el Señor, y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza. Una generación pondera tus obras a la otra y le cuenta tus hazañas, alaban los pueblos la gloria de tu majestad, y yo repito tus maravillas». Queremos y pedimos que todas las criaturas den gracias al Señor, que le bendigan sus fieles, que proclamen la gloria de su reinado, que hablen de sus hazañas. La Iglesia se extiende por doquier y sigue pujante en la santidad de sus fieles, como lo muestran hoy las muchas beatificaciones y canonizaciones de que somos testigos.
Años pares
–Filipenses 4,10-19: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Los fieles de Filipos corresponden al santo Apóstol con sus dones y San Pablo lo agradece. Ellos piden, reciben y dan generosamente. San Juan Crisóstomo dice:
«Cuando tú más recibes, más se alegra Él y más dispuesto está a seguir dándote. Dios tiene por propia riqueza nuestra salvación. Y su gloria está en dar copiosa merced a cuantos le piden» (Homilía 22, sobre San Mateo).
Y San Ireneo:
«La razón por la que Dios desea que los hombres le sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio; pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios. En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios» (Contra las herejías 4,13).
–Por eso decimos con el Salmo 111: «Dichoso el que teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo... Su corazón está seguro, sin temor, reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad». Es gran don poder dar, y todos podemos dar, a nuestros hermanos una oración, una sonrisa, un servicio, un signo de amabilidad, de dulzura...
–Lucas 16,9-15: No podemos servir a dos señores. O damos culto a Dios, o damos culto a las riquezas, sean éstas las que fueren: dinero, placer, poder... Dice San Gregorio Magno:
«Son engañosas las riquezas, porque no pueden permanecer siempre con nosotros; son engañosas porque no pueden satisfacer las necesidades de nuestro corazón. Las riquezas verdaderas son únicamente las que nos hacen ricos en las virtudes» (Homilía 15, sobre los Evangelios).
Y San Basilio:
«Tus riquezas tendrás que dejarlas aquí, lo quieras o no; por el contrario la gloria que hayas adquirido con tus buenas obras la llevarás hasta el Señor» (Sobre la caridad). Y en otro lugar: «La virtud es la única de las riquezas que es inamovible y que persiste en vida y muerte» (Discurso a los jóvenes).
San Ambrosio escribe:
«¿Quién hasta ahora se ha justificado con las riquezas? ¿Quién se ha hecho humilde con el poder, misericordioso con la nobleza de su nacimiento, casto con la hermosura? La verdad es que todas estas prendas temporales más bien son peligrosas, para hacernos caer en la culpa, que útiles para ayudarnos en el camino de la virtud» (Comentario al Salmo 1,39).
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor» (Sal 87,3).
Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad».
Ofertorio (del Misal anterior): «Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te presentamos, para que, al celebrar el misterio de la pasión de tu Hijo, gocemos de sus frutos en nuestro corazón».
Comunión: «El Señor es mi Pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas» (Sal 22,1-2). O bien: «Los discípulos conocieron al Señor Jesús al partir el pan» (Lc 24,35).
Postcomunión (del Gelasiano, Gregoriano y Misal de Paris de 1738): «Alimentados con esta eucaristía, te hacemos presente, Señor, nuestra acción de gracias, implorando de tu misericordia que el Espíritu Santo mantenga siempre vivo el amor a la verdad en quienes han recibido la fuerza de lo alto».
En la primera lectura se nos exhorta a consagrar las jornadas y las vigilias de la noche a buscar la Sabiduría que procede de Dios. El Evangelio nos manda que estemos vigilantes y atentos, siempre preparados para la venida del Señor. Y San Pablo en la segunda lectura nos afirma que todos aquellos que hayan creído en Jesús entrarán, cuando Él vuelva, en el mundo de la resurrección, donde vivirán para siempre en su Reino.
La Iglesia, según el Vaticano II, es «el sacramento universal de salvación» (LG 1). Pero la salvación de los hombres, que es una invitación gratuita y amorosa de iniciativa divina, está siempre condicionada por la respuesta de los mismos hombres ante el llamamiento de Dios. Por eso necesitamos preocuparnos más del gran problema de nuestra vida: la santificación y la salvación. De ahí la necesidad urgente de una vigilancia constante.
–Sabiduría 6,13-17: Encuentran la Sabiduría los que la buscan. Por Sabiduría entendemos aquí el designio amoroso de Dios de poner a nuestro alcance su invitación generosa de salvación, que es encontrada por los que la buscan sinceramente. La salvación del Dios es un tema hondamente arraigado en la Sagrada Escritura: Dios salva a los hombres, Cristo es nuestro Salvador. El Evangelio aporta la salvación a todo creyente. Es, por lo mismo, un término clave en el lenguaje bíblico, pero su proceso de elaboración ha sido lento. Toda la historia de Israel es una «historia de salvación» que llega a su culmen en Cristo Jesús, que precisamente significa: «Dios salva». En Él Dios re-capitula toda la historia de la salvación en favor de los hombres.
Dios salva del pecado. Solo Dios puede perdonarlo, absolverlo, eliminarlo. Por eso es por lo que Israel, tomando más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar otra salvación que la que viene de invocar el nombre de Dios Redentor. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo, hecho hombre para la redención universal y definitiva del pecado. Él es «el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
–Por eso con el Salmo 62 decimos que nuestra alma está sedienta de Dios. Nuestra carne tiene ansia de Él, como tierra reseca, agostada y sin agua. Solo Él puede salvarnos. Su gracia vale más que la vida, solo en Él podemos encontrar la saciedad de nuestra alma. Él es nuestro auxilio y «a la sombra de sus alas» cantamos con júbilo.
–1 Tesalonicenses 4,12-37: A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él. Hemos sido creados y redimidos para la eternidad. Toda nuestra vida temporal lleva en sí una responsabilidad permanente para el «día» del encuentro con el que ha de venir.
El punto central de esta lectura es la unión constante con el Señor. Nuestra fe en el retorno del Señor ha de ir a lo esencial: «¡estaremos siempre con Él!» Ésta ha de ser nuestra alegría constante, nuestra gran solicitud: no separarnos de Cristo. Y lo único que nos aparta de Él es el pecado. De ahí la gran vigilancia que hemos de tener para no dejarnos atrapar por el pecado. Con la gracia divina nosotros siempre podemos salir victoriosos en las dificultades y tentaciones que podamos encontrar en nuestro camino hacia el Padre. La Iglesia, «Sacramento universal de salvación», con todos los medios que tiene, es la gran ayuda que nosotros tenemos y necesitamos.
La esperanza firme en la vida eterna, lograda por la misericordia de Dios, que es fiel a sus promesas, da a los cristianos paz en la vida y paz en la muerte. Oigamos a San Agustín:
«Nos amonesta el Apóstol a “no entristecernos” por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, “como hacen los que no tienen esperanza” en la resurrección e incorrupción eterna. También la costumbre de la Escritura los denomina en verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos la esperanza de que hemos de volver al estado de vigilia. Por ello canta también en el salmo: “¿acaso no volverá a levantarse el que duerme?’’ (Sal 40,9). Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Pero la muerte no habría llegado al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena» (Sermón 172,1).
–Mateo 25,1-13: ¡Que llega el Esposo, salid a su encuentro! La vigilancia responsable o la irresponsabilidad paralizante son dos modos de vivir la fe cristiana ante el misterio de la salvación. Pero su desenlace final es irreversible. La salvación no se improvisa.
La vocación cristiana es irrenunciable-mente una vivencia profunda, personal y colectiva de la esperanza escatológica. Sin estas vivencias careceremos del sentido auténtico de la misión redentora de Cristo. El santo temor de Dios nos libra de la presunción vana ante la salvación y nos comunica la confianza filial, que quita de nosotros toda desesperanza paralizante. Es en el tiempo y en nuestro quehacer diario donde hemos de ser y permanecer vigilantes, esperando el retorno del Señor con las lámparas encendidas, alimentadas con el aceite de nuestras buenas obras. La eternidad nos la jugamos a diario en este tiempo que Dios nos concede para colaborar con su gracia divina realizando bajo su influjo obras buenas y salvíficas. Oigamos a San Agustín:
«Aquellas vírgenes simbolizan a las almas. En realidad no son solo cinco, pues simbolizan a muchas. Y además, ese número de cinco comprende tanto varones como mujeres, pues ambos sexos están representados por una mujer, es decir, por la Iglesia. A ambos sexos, esto es, a la Iglesia, se la llama Virgen (2 Cor 11,2). Y si pocos poseen la virginidad de la carne, todos deben poseer la virginidad del corazón...
«¿Y quiénes son las vírgenes necias? También ellas son cinco. Son las almas que conservan la continencia de la carne, evitando toda corrupción, procedente de los sentidos... Evitan ciertamente la corrupción, venga de donde venga, pero no presentan el bien que hacen a los ojos de Dios en la propia conciencia, sino que intentan agradar con él a los hombres, siguiendo el parecer ajeno... Evidentemente no llevan el aceite consigo... Las necias encienden ciertamente sus lámparas; parece que lucen sus obras, pero decaen en su llama y se apagan, porque no se alimentan del aceite interior... Faltarán las obras a las vírgenes necias, por no tener el aceite de la buena conciencia» (Comentario al Salmo 147,10-11).
La primera y tercera lecturas nos ponen de relieve la generosidad de una pobre viuda; con la primera el profeta Elías obra un milagro, y la segunda merece el elogio del Señor. En la segunda lectura se compara el culto del sacerdocio de Aarón y el de Cristo, que lo aventaja plenamente.
La autenticidad de nuestra fe se mide siempre por la autenticidad cristiana de nuestras actitudes habituales ante Dios y ante los hombres. Más que las obras externas, aun religiosas, lo que importa ante todo es la profundidad interior y la sinceridad religiosa de nuestra postura íntima.
–1 Reyes 17,10-16: La viuda hizo un panecillo y se lo dio al profeta Elías. La verdadera religiosidad es la fidelidad a Dios y la generosidad sin medida del corazón, que supera humildemente todo egoísmo.
El Señor confía la misión de alimentar a su profeta no a una familia rica, sino a una pobre viuda, que está al límite de sus pocos recursos. Dios actúa siempre según su plan y se sirve de medios en los que los hombres no se atreverían a confiar, para que nadie se atribuya a sí mismo el éxito de la realidad.
De aquí la confianza que siempre hemos de tener en Dios, aunque nos veamos a veces en medio de circunstancias muy precarias. Él actúa por las causas segundas. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hemos de hacer cuanto esté de nuestra parte, aunque sea una cosa pequeña, como en el caso de la viuda, que entrega un poco de harina y un poco de aceite. Hemos de hacer lo que podemos, lo que Dios nos da hacer, pero ante todo hemos de poner enteramente nuestra confianza en Dios. No le faltó a aquella viuda pobre ni harina ni aceite en todo el tiempo de carestía.
–El Salmo 145 nos invita a la alabanza divina, pues «el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, libera a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda... El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad». Tengamos total confianza en Él.
–Hebreos 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. El Corazón de Cristo Jesús, Sacerdote y Víctima redentora, representa la más profunda vivencia religiosa del amor al Padre y de su amor victimal a los hombres. En la Pascua de Cristo encuentran su cumplimiento, «una vez para siempre», las aspiraciones hacia Dios del sacerdocio aaronítico y de sus propios ritos: el perdón del pecado. El acceso a Dios ha quedado ya abierto para siempre, y para siempre se ha realizado la reconciliación. No son necesarios ya otros sacrificios. El sacrificio de Cristo Redentor en el Calvario se reactualiza sacramentalmente en la sagrada Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Y Cristo en su segunda venida dará a todos los creyentes la plenitud de la salvación.
–Marcos 12,38-44: Esta pobre viuda ha echado más que nadie. La medida de nuestra religiosidad ante Dios y ante los hermanos no está en la materialidad de nuestra obra, sino en la generosidad o tacañería de nuestro espíritu.
Una mujer, pobre y viuda, en medio de una multitud que aparatosamente hace sus propias ofrendas en el tesoro del templo, deja caer en él algunos céntimos. El gesto es señalado por Jesús ante los apóstoles, ya que tal ofrenda, para esa viuda, en su gran pobreza, representa una verdadera y admirable privación. Lo que cuenta para Dios es la actitud interior del corazón. Esto vale más que muchas obras externas ruidosas y brillantes, que carecen de esa sinceridad y generosidad en lo interior. Dios se complace en aceptar el más pequeño acto interior de nuestro corazón como el tesoro más precioso que le pueda ofrecer el universo.
Esto ha de animarnos a la práctica continua de las virtudes cristianas y debe confortarnos en los momentos de angustia y dolor. Todo lo debemos al Señor y de todo hemos de darle continuas gracias. También hemos de agradecerle porque podemos hacer algún bien, pues a Él se lo debemos. El sentido religioso de nuestra existencia de hijos de Dios nos hace vivir siempre ante el Padre y ante los hombres «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5). Oigamos a San Agustín:
«Ignoro, hermanos, si puede encontrarse alguien a quien hayan aprovechado las riquezas. Quizá se diga: ¿no fueron de provecho para quienes usaron bien de ellas, alimentando a los hambrientos, vistiendo a los desnudos, hospedando a los peregrinos, redimiendo a los cautivos? Todo el que obra así, lo hace para que no le perjudiquen. ¿Qué le sucedería, si no poseyese esas riquezas con las que hace misericordia, siendo tal que se hallase dispuesto a hacerla, si se hallase en posesión de ellas? El Señor no se fija en que las riquezas sean o no grandes, sino en la piedad de la voluntad.
«¿Acaso los apóstoles eran ricos? Abandonaron solamente unas redes y una barquichuela, y siguieron al Señor. Mucho abandonó quien se despojó de la esperanza del siglo, como aquella viuda del Evangelio. Y el Señor la elogió... Si examinas los corazones de quienes dan, hallarás con frecuencia en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco uno generoso.. Si eres pobre, aunque sea poco lo que des, se te premiará como si hubieras dado mucho, como aquella viuda» (Sermón 105, A,1).
La primera y la tercera lecturas nos hablan de la resurrección. San Pablo, en la segunda, aparece abrumado por la perversidad de sus enemigos, pero confía en Cristo y exhorta a los cristianos a permanecer firmes aguardando el retorno del Señor. Los hermanos macabeos, San Pablo y Cristo nos enseñan a vivir una vida diametralmente opuesta a la de los hijos del materialismo, que malgastan su existencia humana sin más horizontes que el ansia de felicidad en la tierra y en el tiempo, siendo así, que estamos llamados por Dios a gozar eternamente en la gloria del cielo.
–2 Macabeos 7,1-2.9-14: El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna. Con el lenguaje infalsificable de su sangre los hermanos macabeos nos ofrecen un ejemplo de su fidelidad a Dios y de su esperanza ciertísima en la resurrección. En un mundo lleno de materialismo es necesario subrayar la fe en la resurrección, que constituye el centro de nuestra esperanza cristiana. El amor de Dios debe manifestarse en nuestro caminar terreno; mas nuestra mirada ha de estar fija en la gloriosa meta futura, que trasciende toda espera humana y queda dolorosamente escondida a los sabios de este mundo. San Pablo, en el punto culminante de su Carta a los Romanos, escribe: «los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que nos será revelada» (8,18). Hemos de mantener siempre viva esta dimensión escatológica de nuestra fe.
–Con el Salmo 16 decimos: «Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor», y le pedimos que escuche nuestra apelación, que preste oído a nuestra súplica, pues no hay engaño en nuestros labios, ni vacilación en nuestros pasos. Sabemos que el Señor, en su bondad misericordiosa, nos escucha e inclina su oído a nuestras palabras. A la sombra de sus alas nos escondemos y venimos a su presencia con nuestra apelación.
–2 Tesalonicenses 2,15–3,5: El Señor os dé fuerzas para toda clase de palabras y obras buenas. El verdadero creyente es el hombre que, consciente de su destino eterno, hace de su esperanza en la resurrección el móvil de toda su vida y de toda su conducta en el tiempo. Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«El Apóstol lo anima a ofrecer oraciones a Dios por él, pero no para que Dios le exima de los peligros que debe afrontar –pues éstos son consecuencia inevitable del ministerio que desempeña–, sino para que la palabra del Señor avance con rapidez y alcance la gloria» (Homilía sobre II Tes. 3,1).
–Lucas 20,27-38: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Estamos destinados, como criaturas nuevas en Cristo, a una nueva y definitiva vida con Cristo en Dios. Él es la Resurrección y la Vida (Jn 11,25). Comenta San Agustín:
«¿Es que creemos en vano en la resurrección de la carne? Si la carne y la sangre no poseerán el Reino de Dios, en vano creemos que nuestro Señor resucitó de entre los muertos con el mismo cuerpo con que nació y en el que fue crucificado, y que ascendió a los cielos en presencia de sus discípulos...
«El bienaventurado Pablo no quería que cayesen en el error de pensar que en el Reino de Dios, en la vida eterna, iban a hacer lo mismo que hacían en esta vida, es decir, de tomar mujer y de engendrar hijos. Estas son obras de la corrupción de la carne. No hemos de resucitar para tales cosas, como lo dejó claro el Señor en la lectura evangélica que hemos leído hace poco... Niega lo que pensaban los judíos y refuta los errores de los saduceos, puesto que los judíos creían, sí, que los muertos habían de resucitar, pero pensaban carnalmente, por lo que respecta a las obras para las que iban a resucitar. “Serán, dijo, semejantes a los ángeles”» (Sermón 362,18).
Años impares
–Sabiduría 1,17: La Sabiduría es un espíritu amigo de los hombres. El Espíritu del Señor llena la tierra. La Sabiduría consiste en buscar a Dios y huir del pecado. Está íntimamente ligada con el Espíritu de Dios, que instruye a cada fiel y llena el universo entero. El medio fundamental para alcanzar la bienaventuranza última es la Sabiduría, que el autor identifica con el Espíritu. Esta fuerza divina anima al hombre y al universo, al que confiere su cohesión y armonía, pero de distinto modo, ya que en el cosmos ese orden es mecánico y necesario, pero en el hombre se conjuga con su libertad y su voluntad de comunión con Dios. Se trata, pues, de una colaboración que reviste diversos aspectos, pero que implica una misma exigencia: ser conscientes de la presencia de Dios en el corazón y en las palabras, y dejarse llevar por Él sin resistirle.
A esto se llama amar la justicia, es decir, comulgar con la voluntad de Dios, tener un corazón sencillo, orientar la vida únicamente a la búsqueda de Dios. Esto significa también «prestar fe» a Dios, fiarse de Él, «tomar su mano», la mano que Dios tiende para conducirnos en medio de los acontecimientos. Y renunciar al pecado con la ayuda de su gracia.
–Pedimos al Señor con el Salmo 138 que nos guíe por el camino recto. «Señor, tú nos sondeas y nos conoces, desde lejos penetras nuestros pensamientos y distingues nuestros caminos y descansos. Todas nuestras sendas te son familiares... Tu saber, Señor, nos sobrepasa». Es sublime y no lo abarcamos. En todas partes estás, Señor. Estás en el cielo y en el abismo... en el confín de la tierra. Hagámonos conscientes de esa presencia continua de Dios. Todo lo llena el Señor, Él llena también nuestra vida, nuestras obras, nuestros pensamientos...
Años pares
–Tito 1,1-9: Guardemos el conocimiento de la verdad, según nuestra religión y la esperanza de la vida eterna. El Apóstol, al organizar la Iglesia en Creta, tiene como punto de mira «la esperanza de la vida eterna». Escribe San Juan Crisóstomo:
«¿Qué discurso podrá representar lo que luego [en el cielo] ha de seguirse: el placer, la dicha, el júbilo de la presencia y el trato con Cristo? No hay lengua que pueda explicar la bienaventuranza que goza, ni la ganancia de que es dueña, aquella alma que ha recuperado su propia nobleza y que puede en adelante contemplar a su Señor. Y no solo se goza de los bienes que tiene en sus manos, sino de saber con certidumbre que esos bienes no han de tener fin jamás» (A Teodoro1,13).
Señala también el Apóstol las virtudes que han de tener aquellos obispos y presbíteros que presiden la comunidad cristiana. Son las cualidades que resume el Concilio Vaticano II al decir: «abunden en todo bien espiritual y sean para todos un vivo testimonio de Dios» (LG41).
–El Salmo 23 nos indica quiénes son los que buscan al Señor: «El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos». Éstos recibirán la bendición del Señor, les hará justicia el Dios de salvación. Él los colmará de sus bienes, pues se han entregado a su amor, en el que siempre han creído, a pesar de las dificultades en que se han encontrado. Es una gran lección que todos hemos de aprender y vivir con plenitud. Ahí está nuestra verdadera felicidad.
–Lucas 17,1-4: Gravedad del escándalo y necesidad del perdón. Comenta San Agustín:
«Quien quiera que seas tú que tienes tu mente puesta en Cristo y deseas alcanzar lo que prometió, no sientas pereza en cumplir lo que ordenó. ¿Qué prometió? La vida eterna. ¿Y qué ordenó? Que concedas el perdón a tu hermano. Como si dijera: “tú, hombre, concede el perdón a otro hombre, para que también yo, Dios, me acerque a ti”. Pero, omitamos, o mejor, pasemos por alto aquellas otras promesas divinas más sublimes, según las cuales nuestro Creador nos ha de hacer iguales a sus ángeles, para que vivamos eternamente en Él, con Él y de Él; dejemos de lado por el momento todo esto. ¿No quieres recibir de tu Dios eso mismo que se te ordena otorgar a tu hermano? Dime que no quieres y no se lo des. ¿Qué significa esto sino que perdones a quien te lo pide, si tú mismo pides que se te perdone?... Aunque nada tengas de qué ser perdonado, debes perdonar, porque también perdona Dios, que nada tiene que haya de serle perdonado” (Sermón 114,1).
Años impares
–Sabiduría 2,23-3,9: Los insensatos pensaban que morían, pero ellos están en la paz. Dios creó al hombre para la inmortalidad. El pecado es obra del diablo. Las almas de los justos, que han tenido que sufrir pruebas en este mundo, resplandecerán en la luz inmortal, en el día del juicio. No se acaba todo con la muerte y aquel que busca el premio, ha de mirar y confiar en el Señor. Los justos disfrutarán de la retribución que esperaron, y los perseguidores se encontrarán delante de sus víctimas, que les perdonaron.
Solo Dios puede condenar. Podemos ir a la muerte con la confianza de que Dios es nuestro Padre, que quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Los que en Él confían conocerán la verdad y los fieles permanecerán con Él en el amor, porque sus elegidos encontrarán gracia y misericordia. Seremos examinados en el amor, y si aprobamos ese examen, moraremos perpetuamente en la mansión del Amor, porque «Dios es Amor».
–Con el Salmo 33 bendecimos al Señor en todo momento: su alabanza ha de estar siempre en nuestros labios, nuestra alma se gloría en el Señor, que los humildes lo escuchen y se alegren. Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus súplicas, pero Él se enfrenta con los malvados. Cuando uno suplica al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está con los atribulados, salva a los abatidos, que confían en Él.
Es momento de revisar nuestra vida: ¿nos olvidamos de Dios? ¿vivimos con Él? ¿vamos a veces al margen de Él o contra Él? Es momento también de orar por la conversión de los pecadores.
Años pares
–Tito 2,1-8.11-14: Llevemos una vida religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición de nuestro Dios y Salvador, Jesucristo. La educación de la fe urge desde que el hombre despierta a la novedad del cristianismo. Esta novedad debe iluminar todos los aspectos de la vida personal, familiar, comunitaria. Y solo desde la Cruz de Cristo, muriendo al hombre viejo, es como podemos vivir la vida nueva del Resucitado, que nos comunica la gracia divina.
En una época en la que el hedonismo, el consumismo, campea a sus anchas, hemos de manifestar con palabras y hechos que somos discípulos del Crucificado. No queremos ser educados por el mundo, sino que pretendemos educar al mundo en los principios de la fe vivificada por la doctrina y ejemplos de Cristo. Ésta es la misión que se ha de realizar en el mundo de hoy y de siempre. Sin esto escamoteamos una de las dimensiones fundamentales de la vida cristiana.
–Con el Salmo 36 proclamamos que el Señor es el que salva a los justos. En Él hemos de confiar, así es como haremos el bien en torno nuestro, así practicaremos la lealtad. El Señor ha de ser nuestra delicia. Él nos dará lo que pide nuestro corazón. Él vela por los días de los buenos, asegura los pasos de los hombres, y se complace en sus caminos, cuando siguen los principios y normas del Evangelio, las enseñanzas de la cruz de Cristo. Así es como nos apartaremos del mal y haremos el bien. Así es como se aniquilará en nosotros el amor propio, que es la fuente de todo mal. Así es como caminaremos por la mansedumbre y el fruto será poseer la tierra y heredar luego la gloria eterna.
–Lucas 17,7-10: Guardemos la humildad en todas nuestras acciones, a ejemplo de Cristo, de la Virgen y de los Santos. Somos unos pobres siervos; hemos hecho lo que teníamos que hacer. Comenta San Ambrosio:
«Vive en consecuencia con la convicción de que eres un siervo al que han encomendado muchos trabajos. No te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios –debes reconocer sí la gracia, pero no debes echar en olvido tu naturaleza–, ni ha de envanecerte el haber servido con fidelidad, ya que ése era tu deber. El sol realiza su labor, obedece también la luna, los ángeles sirven... Por tanto, no pretendamos nosotros alabarnos a nosotros mismos, ni nos anticipemos al juicio de Dios, ni nos adelantemos a la sentencia del juez, antes bien, esperemos a su día y a su juicio» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VIII,32).
No podemos, no debemos glorificarnos a nosotros mismos, sino que hemos de glorificar a Dios con nuestras palabras y con nuestras obras. Sin Él nada podríamos haber hecho.
Años impares
–Sabiduría 6,2-12: Aprendamos la Sabiduría, que es el arte de gobernar y dirigir nuestra propia vida. Es necesaria la sabiduría a los que rigen los pueblos, pero también a los que son regidos. Todo hombre tiene siempre algo que regir, si no a los demás, sí al menos a sí mismo. Toda autoridad viene de Dios. El ejercicio de la autoridad en la Sagrada Escritura aparece sometido a las exigencias imperiosas de la voluntad divina. La autoridad confiada por Dios no es absoluta: está limitada por las obligaciones morales.
Esto ha de cumplirse en los gobernantes de los países, en los padres con respecto a sus hijos, en los maestros con respecto a sus alumnos, en los patronos con respecto a sus empleados, etc. y también ha de realizarse en el dominio de uno mismo. Lo contrario a esto engendra en nosotros endiosamiento respecto a los demás y con respecto a nosotros mismo. Caemos así en una verdadera idolatría.
–Con el Salmo 81 decimos al Señor que juzgue la tierra. «Él protege al desvalido y al huérfano, hace justicia al humilde y al necesitado, defiende al pobre y al indigente, sacándolos de las manos del culpable». El Salmo da una sentencia precisa con respecto a los que gobiernan los pueblos, una sentencia que podemos aplicar a todos los que de algún modo ejercen autoridad, al menos sobre sí mismos. «Aunque seáis dioses e hijos del Altísimo todos, moriréis como cualquier hombre, caeréis, príncipes, como uno de tantos». Es una gran lección que todos hemos de aprender para gobernarnos como Dios quiere y para gobernar a los demás según la ley del Señor.
Años pares
–Tito 3,1-7: Estábamos descarriados, pero la misericordia del Señor nos ha vuelto al buen camino. Todos los hombres somos beneficiarios de la salvación de Cristo, Nuevo Adán, y recapitulador de la humanidad. Pero esta solidaridad de todos con Cristo hay que aplicarla a cada uno por la mediación sacramental de la Iglesia. El cristiano participa de esta sacramentalidad por ser miembro de la Iglesia; su vida en el mundo es juntamente una misión y una mediación.
Gracias a él la Iglesia puede estar presente en las múltiples redes de relaciones y de fraternidad que cubren toda la vida humana. Todos hemos de ser apóstoles en el propio ambiente en que vivimos. No puede, no debe, existir una disociación entre nuestra fe y nuestro comportamiento y actuación en cualquier estado, oficio, ocupación y empleo. Allí, en cada caso, en cada lugar hemos de testimoniar nuestra fe en Cristo, vivificándolo todo con ella. Y no nos desanimemos si nos rechazan o se vuelven incluso contra nosotros. Oigamos a San Agustín:
«Hablen contra mí lo que quieran. Nosotros amémosles, aunque no quieran. Conozco, hermanos, conozco lo que dicen sus lenguas. No nos enojemos por eso; hemos de soportarlos con paciencia... No niego que estuve envuelto en el error, en mi necedad y locura. Mas cuanto no niego mi pasado, tanto más alabo a Dios que me lo perdonó» (Comentario al Salmo 36,3).
Sigamos el ejemplo de San Agustín de perdonar las injurias, aunque éstas sean justificables por nuestra conducta pasada. Si estamos arrepentidos, Dios nos perdonó y esto es la que debe llenarnos de alegría.
–Con el Salmo 22 invocamos al Señor, nuestro Pastor. Con Él nada nos falta, nos hace recostar en verdes praderas, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas. Él nos guía por un sendero justo por el honor de su nombre. Aunque caminemos por cañadas oscuras, nada hemos de temer, porque Él va con nosotros, su vara y su cayado nos sosiegan. Enfrente de nuestros enemigos, prepara una mesa para nosotros, la Eucaristía, y nos unge con perfume exquisito. Su bondad y su misericordia nos acompañan todos los días de nuestra vida, y luego habitaremos por años sin término en la Casa del Señor, en la Jerusalén celestial. A esa vida eterna nos prepara la Eucaristía, comida de inmortalidad.
–Lucas 17,11-19: De los diez leprosos curados solo uno volvió a dar las gracias, y era un samaritano. La lepra aparece frecuentemente en la Biblia como símbolo del pecado. El milagro de Cristo supera el propio significado de una maravillosa curación. Nos lleva a considerar su gran obra de la sanación del pecado. Podemos parecernos a los nueve leprosos judíos, si no somos agradecidos; si comulgamos, pero no sabemos dar gracias. Parece que estamos replegados sobre nosotros mismos, sobre nuestro amor propio, y que no nos damos cuenta de los beneficios incontables que nos hace constantemente el Señor. Por eso es nuestra gratitud tan escasa. Hemos de dar gracias a Dios «siempre y en todo lugar», con una correspondencia continua de amor, y no solo con palabras, sino también con nuestra conducta y con nuestra vida.
Los primeros cristianos, conscientes del don recibido y animados por le ejemplaridad del Maestros divino, hacen de la acción de gracias la trama misma de su vida renovada. La abundancia de estas manifestaciones tiene algo sorprendente. Es notable que el mismo Señor no se muestra indiferente a la gratitud manifestada, sino que la reconoce con agrado, y lamenta la ingratitud de los otros.
Años impares
–Sabiduría 7,22–8,1: La Sabiduría es reflejo de la Luz eterna y espejo nítido de la actividad de Dios. En realidad la Sabiduría divina es el Verbo encarnado, Cristo (cf. 1 Cor 1,24). El texto marca los jalones de una teología de la Trinidad. Contempla, efectivamente, la Sabiduría divina en su trascendencia y a la vez en su inmanencia. De esta manera, el Dios único y Santo de Israel es al mismo tiempo el Dios que salva y que comparte su ser, comunicándolo por la vida de la gracia. Comenta San Agustín:
«Este Unigénito, que permanece todo entero junto al Padre, todo entero brilla en las tinieblas, todo entero está en el cielo, todo entero en la tierra, todo entero en la Virgen, todo entero en su cuerpo de Niño, y no de forma sucesiva, como si pasase de un lugar a otro... No se desparrama como el agua, ni cual tierra se le retira de un lado y se lleva a otro con fatiga. Cuando está todo entero en la tierra no abandona el cielo y, de la misma manera, cuando está en el cielo, tampoco se aleja de la tierra, pues “alcanza de un extremo a otro con fortaleza y dispone todas las cosas con suavidad” (Sab 8,1)» (Sermón277,13).
¡Oh beatísima Trinidad, nosotros te adoramos y te reverenciamos como Dios unitrino!
–Con el Salmo 118 decimos: «Tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo. Tu fidelidad de generación en generación, igual que fundaste la tierra y permanece. Por tu mandamiento subsisten hasta hoy, porque todo está a tu servicio. La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus leyes, que mi alma viva para alabarte, que tus mandamientos me auxilien».
Años pares
–Filemón 7-20: Todos somos hermanos en Cristo, y así hemos de acogernos recíprocamente. No es puro sentimentalismo. Es expresión de la caridad fraterna, en la que libres y esclavos se relacionan como hermanos en Cristo.
Así lo predica Pablo a Filemón, transmitiéndole una llamada de Dios, y considerándolo como «hijo» suyo, engendrado por él en el Evangelio. En efecto, la Palabra de Dios es eficaz y lleva consigo la vida y la fecundidad. Por lo tanto aquel que la transmite ejerce una especie de paternidad (1 Cor 4,14-21). Y cuando el Apóstol no se contenta con transmitir verbalmente la Palabra de Dios, sino que la vive en su propia persona hasta el sufrimiento, la Cruz y la prisión (Gal 4,19), manifiesta que su paternidad es verdadera, como la vida de Cristo fue el instrumento de la paternidad de Dios para con los hombres (1 Cor 4,15). Puede, por tanto, exigir a sus discípulos un afecto filial que él tiene sumo cuidado de atribuir a Dios, ya que su paternidad es simplemente vicaria (1 Tes 2,7-11). Por eso Pablo intercede ante su hijo Filemón en favor del esclavo Onésimo.
–Con el Salmo 145 consideramos dichoso a «quien auxilia el Dios de Jacob, que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos, que liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan. El Señor ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda». Por eso nosotros, como hijos suyos, le imitamos asistidos por su Espíritu, practicando todas las obras de caridad para con el prójimo.
–Lucas 17,20-25: El Reino de Dios está dentro de nosotros. Jesús enseña siempre la primacía de lo interior. Comenta San Ambrosio:
«“El Reino de Dios está dentro de nosotros” por la realidad de la gracia, no por la esclavitud del pecado. Por lo tanto, el que quiera ser libre, sea esclavo en el Señor (1 Cor 7,22), pues en la misma medida que participamos de esa esclavitud, en esa misma participamos del Reino. Por eso dijo: “el Reino de Dios está en medio de vosotros”. No quiso decir cuándo iba a venir, sino que anunció que el día del juicio tenía que venir de tal modo que producirá en todos un gran terror. Y ese día, ciertamente, se va acercando, aunque no determina el tiempo que tardará en llegar» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucaslib.VIII,33).
El hombre festeja su propio tiempo en la medida en que busca la eternidad de cada instante y la vive en la misma vida de Dios. No existe ningún día que haya que esperar más allá de la historia; cada día encierra en sí la eternidad para quien lo vive en unión con Dios, sobre todo en la celebración eucarística que reactualiza sacramentalmente el sacrificio redentor del Calvario.
Años impares
–Sabiduría 13,1-9: A través de la creación el hombre debe elevarse al conocimiento de Dios. San Pablo dice: «Desde la creación del mundo, se deja Dios ver a la inteligencia a través de sus obras, su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20). Oigamos a San Agustín:
«El libro de la Sabiduría [13,8-9] acusa a los que consumieron su tiempo y las ocupaciones de sus discusiones en estudiar y en cierto modo medir las criaturas: investigaron las órbitas de los astros, los intervalos de las estrellas, los caminos de los cuerpos celestes, hasta tal punto que, con ciertos cálculos lograron la ciencia de predecir los eclipses del sol, de la luna y, según predecían, se realizaban en el día y hora, en la intensidad y parte anunciada por ellos. ¡Gran habilidad! ¡Gran talento! Pero, cuando buscaban al Creador, que no estaba lejos de ellos, no lo hallaron. Si lo hubieran hallado lo tendrían consigo... ¿Por qué buscas una voz más fuerte? A ti te están clamando el cielo y la tierra: “Dios me hizo”» (Sermón 68,6).
–Con razón decimos en el Salmo 18: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la no-che a la noche se lo susurra. Sin que hablen sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». La gran Palabra de Dios, al alcance de todos, es la misma creación. Cristo mismo enseñó a descubrir el sentido de las palabras de Dios, que habla en las cosas más pequeñas de la naturaleza. San Juan de la Cruz dice:
«¡Oh bosques y espesuras plantadas por la mano del Amado! ¡Oh prado de verduras de flores esmaltado, decid si por vosotros ha pasado! Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de su hermosura».
Años pares
–2 Juan 4-9: Quien permanece en la doctrina, vive con el Padre y el Hijo. El amor es inseparable de la verdad. El amor a los hermanos y el servir a los hombres no serán solidarios del amor a Dios más que si el creyente mantiene su fe en Jesucristo, Dios y Hombre. La verdadera fe y la verdadera caridad son indisociables. Enseña San Cirilo de Jerusalén:
«Velad cuidadosamente no sea que el enemigo despoje a algunos desprevenidos y remisos; o que algún hereje pervierta alguna cosa de las que os han sido entregadas. Recibir la fe es como poner en el banco el dinero que os hemos entregado; Dios os pedirá cuenta de ese depósito» (Catequesis 5 sobre la fe y el símbolo).
–Con algunos versos del Salmo 118 llamamos dichoso al que camina en la voluntad del Señor, el que guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón. Por eso decimos al Señor sinceramente: «Te busco de todo corazón, no consientas que me desvíe de tus mandamientos. En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré jamás. Haz bien a tu siervo, y viviré y cumpliré tus palabras. Ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad».
–Lucas 17,26-37: Un día se manifestará el Hijo del Hombre. Es la doctrina escatológica del Evangelio, que nos hace mantenernos siempre alertas y preparados por la esperanza. Comenta San Agustín:
«Hermanos míos, muchos que no creen ni han oído la voz de los santos patriarcas serán hallados como se halló la multitud en tiempos de Noé: no se salvaron más que aquellos que entraron en el arca. Si reflexionasen y cambiasen sus caminos, alejándolos de la impiedad y se convirtieran a nuestro Señor, satisfarían por sus pecados y, acudiendo con lágrimas a su misericordia, con toda certeza no pecarían... Teman, pues, los hombres ser hallados así en el último día. Nosotros, hermanos, comportémonos de manera que cambiemos nuestros caminos alejándolos de la impiedad y enmendemos nuestras costumbres, para que aquel día nos encuentre preparados, puesto que, nunca miente quien dice que ha de venir. Cuídate de dudar de lo que es verdad» (Sermón 346,A).
Años impares
–Sabiduría 18,14-16; 19,6-9: El Paso del Mar Rojo. Aquel día la creación obedeció al Creador. La gran primavera de Israel es aquella en la que Dios lo libra del yugo egipcio, mediante una serie de intervenciones providenciales, la más asombrosa de las cuales se afirma en la plaga décima: el exterminio de los primogénitos de los egipcios. El Ángel exterminador «pasó» de largo por las casas de los hebreos, y el libro de la Sabiduría en la lectura de hoy lo expresa así: «un silencio lo envolvía todo y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra poderosa se abalanzó como paladín inexorable, desde el trono real de los cielos al país condenado».
Lo más importante en la celebración de la pascua judía es esto, la liberación, el “paso” de Yahvé, el «paso» del Mar Rojo... Y de modo semejante, en nuestra Pascua cristiana lo más decisivo es la liberación del pecado por el bautismo, el «paso» de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios.
–Con el Salmo 104 recordamos las maravillas del Señor. Le cantamos al son de instrumentos, hablamos de sus maravillas, nos gloriamos de su nombre santo... Y recordamos que «hirió de muerte a los primogénitos del país»... Sacó a su pueblo cargado de oro y plata, y entre sus tribus nadie tropezaba. Y todo esto lo hizo así el Señor «porque se acordaba de la palabra sagrada que había dado a su siervo Abrahán; sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo».
Años pares
–3 Juan 5-8: Debemos sostener a los hermanos, colaborando así a la propagación de la verdad. El problema de la remuneración de los predicadores es abordado más de una vez en el Nuevo Testamento. El ministro de la Palabra es un testigo de la gratuidad de Dios, por tanto debe reflejarla en su comportamiento. Pero no se pone en duda que el obrero del Evangelio «merece su salario». Él da gratuitamente la palabra de salvación y los que la reciben deben, en conciencia, dar gratuitamente a quienes les da gratuitamente tan precioso don.
San Pablo, en general, no quiso seguir esa pauta, y apenas aceptó algunas ayudas. Los apóstoles de la Palabra divina dan gratuitamente y solo gratuitamente han de recibir. La palabra que ellos proclaman mueve el agradecimiento de los fieles. Siempre ha sido así. Los fieles son agradecidos a quienes les entregan bienes espirituales que les ayudan a vivir la vida presente y a conseguir la vida eterna.
–Por eso decimos con el Salmo 111: «Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos... En su casa habrá riqueza y abundancia, su caridad es constante, sin falta. En las tinieblas brilla como luz, el que es justo, clemente, compasivo... Dichoso el que se apiada y presta y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo». Dios es providente. Él suscita en el hombre los buenos sentimientos para con los que dirigen sus pasos a la Casa de Dios, a una vida buena, santa y comprometida con el Evangelio.
–Lucas 18,1-8: Dios hará justicia a sus elegidos, que le suplican día y noche. Ésta es la maravillosa eficacia de la oración. Comenta San Agustín:
«¿Pensáis, hermanos, que no sabe Dios lo que os es necesario? Lo sabe y se adelanta a vuestros deseos, Él que conoce nuestra pobreza. Por eso, al enseñar la oración y exhortar a sus discípulos a que no hablen demasiado en la oración, les dice: “no empleéis muchas palabras”... (Mt 6,7-8). Si sabe nuestro Padre lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, ¿para qué las palabras aunque sean pocas?... Porque Él también dijo: “pedid y se os dará”. Y para que no pienses que se trata de algo incidentalmente dicho, añade: “buscad y hallaréis”. Y para que ni siquiera esto lo consideres como dicho de paso, advierte lo que añade, mira cómo concluye: “llamad y se os abrirá”... Él quiso, pues, que pidieras para recibir, que buscases para hallar y que llamases para entrar» (Sermón 80,2).
Debemos aceptar en nuestra oración los tiempos y plazos que Dios tenga determinado para todas las circunstancias de nuestra vida. Oremos sin descanso, sin decaimiento, constantemente. Oremos confiadamente, con humildad, a ejemplo de la Virgen, que conserva lo que ve en su Hijo, meditándolo en su corazón, y lo exalta en el Magníficat.
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
Domingo
Entrada: «Dice el Señor: tengo designios de paz y no de aflicción; me invocaréis y yo os escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé» (Jer 29,11.12.14).
Colecta (del Veronense): «Señor, Dios nuestro, concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero».
Ofertorio (del Misal anterior y antes del Gregoriano): «Concédenos, Señor, que esta ofrenda sea agradable a tus ojos, nos alcance la gracia de servirte con amor y nos consiga los gozos eternos».
Comunión: «Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio» (Sal 72,26); o bien: «Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y lo obtendréis» (Mc 11,23-24).
Postcomunión (del Veronense): «Ahora que hemos recibido el don sagrado de tu sacramento, humildemente te pedimos, Señor, que el memorial que tu Hijo nos mandó celebrar, aumente la caridad en todos nosotros».
Las lecturas primera y tercera exhortan al trabajo y a hacer fructificar los dones del Señor. La segunda lectura nos anima a estar vigilantes y a vivir con sobriedad, para esperar siempre la venida del Señor. La Iglesia quiere fijar nuestra mirada de creyentes en el «Día del Señor», el día del retorno definitivo de Cristo, al final de la historia y de los tiempos, para coronar su obra de salvación (Ef 1,10). No podemos, no debemos, prepararnos para la eternidad, relegando temerariamente esa preparación para el último instante de nuestra existencia terrena.
–Proverbios 31,10-13.19-20.30-31: Trabaja con la destreza de tus manos. Bajo el símil de la mujer prudente y amorosamente afanada en el bien de los suyos, la liturgia nos presenta los afanes de la Madre Iglesia para hacernos dignos de la salvación para el día del retorno de su Señor. ¿Cuál es la mujer ideal? ¿Cuál es el fundamento de su obras laudables y fructuosas? No su gracia exterior, ni su belleza física, cosas falaces y efímeras, sino el temor de Dios, esto es, su piedad religiosa, unida a su rectitud moral.
Es éste un ejemplo de cómo, a través de la fiel dedicación a los propios deberes, se puede vivir y realizar santamente la propia existencia. La vida, en cualquiera de sus honestas modalidades posibles, ha de ser vivida con un sentido de responsabilidad y de generosidad, sin cerrarnos en nosotros mismos, sino abriéndonos y dándonos a los demás.
–Con el Salmo 127 proclamamos dichoso al que teme al Señor y sigue sus caminos; comerá del fruto de su trabajo, será dichosos y le irá bien.
–1 Tesalonicenses 5,1-6: El día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Ante la esperanza en el que ha de venir, Cristo Jesús, el apóstol San Pablo lanza un grito de alerta: no nos durmamos en la inconsciencia de los que no tienen fe, sino mantengámonos vigilantes y vivamos sobriamente. Comenta San Agustín:
«Mantente en vela durante la noche para que no sufras la acción del ladrón. El sueño de la muerte vendrá quieras o no» (Sermón 93,8).
Los creyentes que, por el bautismo, han venido a ser hijos de la luz e hijos del día, no se encuentran en las tinieblas de las falsas seguridades y en la ceguera espiritual, sino en la luz de la vigilancia y de la sobriedad, esto es, en una preparación activa y lúcida. Ésta deberá consistir, además de la oración incesante, en el cumplimiento fiel de los deberes diarios y en la atención a la obra de Dios y su desarrollo histórico. De este modo no solo esperan, sino que salen al encuentro de su Señor con las lámparas encendidas.
–Mateo 25,14-30: Como has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu Señor. Desgraciados los hombres que, por inconsciencia o irresponsabilidad, habrán de presentarse ante Dios con las manos vacías. Comenta San Agustín:
«Da, pues, el dinero del Señor; mira por el prójimo... No pienses que basta con conservar íntegro lo recibido, no sea que te digan: “siervo malvado y perezoso, debías haber entregado mi dinero, para que yo, al volver, lo recobrase con intereses”; y no sea que se le quite lo que había recibido y sea arrojado a las tinieblas exteriores. Si los que pueden conservar íntegro todo lo que se les ha dado deben tener pena tan dura, ¿qué esperanza les queda a quienes lo malgastan de forma impía y pecaminosa?» (Sermón 351,4).
La frivolidad de vida y de obras pone al hombre en riesgo permanente de esterilidad escatológica: olvida insensatamente su condición radical de simple administrador de los bienes divinos, recibidos en usufructo y condicionados a una rendición final de cuentas.
Se aproxima el fin del Año litúrgico, y las lecturas primera y tercera nos hablan del fin del mundo. La segunda lectura nos presenta a Cristo en cuanto Sumo Sacerdote glorificado junto a Dios, después de haber salvado a los hombres por su sacrificio en la Cruz. Al culminar el Año de la Iglesia se nos proponen temas escatológicos. Es preciso estar alerta. La vida temporal solo se vive una vez. «Está establecido que el hombre muera una sola vez, y después el juicio» (Heb 9,27). El misterio de Cristo se consumará para nosotros en la eternidad. Pero es en el tiempo cuando nos acecha a diario el riesgo de frustrar en nosotros sus designios y su obra de salvación.
–Daniel 12,1-3: En aquel tiempo se salvará tu pueblo. En nuestro destino eterno la iniciativa es siempre de Dios, que tiene fijado el momento, y de Cristo, que nos ha garantizado la resurrección para la eternidad. Pero su desenlace en bienaventuranza o condenación es también responsabilidad nuestra en el quehacer de cada día. Para todo mal –persecución, impiedad, pecado– existe un final. En él se actúa un juicio que es de salvación para algunos, los justos perseguidos, y de condena para otros, los impíos perseguidores. Salvación que es realizada en una resurrección gloriosa para los «sabios» y de ignominia para los «necios». Solo en el misterio de Dios se revelará el misterio de la grandeza y de la gloria de los justos. Pero, ¿quién se tiene a sí mismo por justo?
–Con el Salmo 15 imploramos «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. No me entregarás a la muerte ni me dejarás conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
–Hebreos 10,11-14.18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado a los que van siendo consagrados. El sacrificio del Corazón Redentor de Cristo y su sacerdocio mediador ante el Padre son la garantía de salvación que a todos los hombres se nos concede en el tiempo de gracia, cual es nuestra vida en el tiempo presente. Dice Teodoreto de Ciro:
«Alabemos nosotros al legislador de lo nuevo y de lo antiguo y, para que obtengamos de Él su auxilio, pidamos que, cuando cumplamos sus divinas leyes, alcancemos los bienes prometidos en Jesucristo nuestro Señor, para el cual es la gloria junto con el Padre y el Santísimo Espíritu ahora y siempre, por los siglos de los siglos, Amén» (Comentario a Heb. 13,25).
La irrepetibilidad del Sacrificio de Cristo, su capacidad de hacer perfectos a los hombres y su eficacia infinita para satisfacer al Padre, nos manifiesta su superioridad sobre los sacrificios del Antiguo Testamento, diariamente repetidos e incapaces para quitar el pecado. La Eucaristía que celebramos es memorial, reactualización sacramental del sacrificio redentor del Calvario. El mayor acto posible del culto. Con ella damos a Dios plena alabanza, plena acción de gracias, y le ofrecemos plena satisfacción y petición.
–Marcos 13,24-32: Reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos. Por cuanto no sabemos el tiempo ni la hora de nuestro encuentro definitivo para la eternidad, solo la esperanza responsable puede mantenernos en vigilancia amorosa para el «Día del Señor». Comenta San Agustín:
«Que nadie pretenda conocer el último día, es decir, cuándo ha de llegar. Pero estemos todos en vela mediante una vida recta, para que nuestro último día particular no nos halle desprevenidos, pues de la forma como haya dejado el hombre su último día, así se encontrará en el último del mundo. Serán las propias obras las que eleven u opriman a cada uno... ¿Quién ignora que es una pena tener que morir necesariamente y, lo que es peor, sin saber cuándo? La pena es cierta e incierta la hora; y, de las cosas humanas, solo de esta pena tenemos certeza absoluta» (Sermón 97,1-2).
Los temas escatológicos están tratados en la primera y segunda lectura. San Pablo exhorta a que las especulaciones sobre el fin del mundo no alejen a los cristianos de sus propios deberes cotidianos. El presente Domingo constituye un pregón litúrgico de la segunda venida del Señor al final de los tiempos, en su gloriosa condición de Juez de vivos y muertos.
–Malaquías 4,1-2: Os iluminará un Sol de justicia. Toda la revelación divina nos anuncia el «Día del Señor». Como el día del juicio definitivo e irresistible: «Venid, benditos de mi Padre... Apartaos, malditos»... Esta perspectiva escatológica solo se entiende y acepta por la fe. El «Día del Señor» es seguro, no solo como algo final, sino como una intervención constante que anuncia y prepara el Juicio último. Hay que esperarlo con fe, trabajando honradamente, en intensa oración, y cumpliendo nuestros propios deberes.
Esa fe en la segunda venida la alumbra a diario nuestro Señor Jesucristo, el «Sol de Justicia» o «Luz de lo alto», que ya hizo su primera venida. El Reino de Dios comienza con la presencia de Cristo, con su predicación, que lo anuncia, con su resurrección y con el envío del Espíritu Santo. Este Reino es salvación para todos los que lo acogen con fe y con amor.
–Por eso decimos con el Salmo 97: «El Señor llega para regir la tierra con justicia». Nos alegramos por ello. Tocamos instrumentos músicos y aclamamos al Rey y Señor. En Él tenemos toda nuestra confianza. Todo lo esperamos de Él.
–2 Tesalonicenses 3,7-12: El que no trabaja que no coma. La esperanza del «Día del Señor» no aliena al cristiano auténtico en su quehacer cotidiano en el tiempo, antes bien, le exige la santificación de sus trabajos en cada momento. El cristiano no huye del mundo. No desprecia el mundo, sino que lo ama, como cosa querida por Dios, pero tiene una reserva crítica porque el mal ha contaminado el mundo. De tal modo usemos las cosas temporales que no perdamos las eternas. Todo ha sido hecho para nosotros, pero nosotros somos de Cristo y Cristo de Dios. No quedemos, pues, cautivados por los bienes efímeros del mundo presente.
–Lucas 21,5-19: Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas. Ante la incertidumbre sobre el momento en que se verificará nuestro encuentro final con Cristo, solo la vigilante perseverancia es garantía de salvación. Comenta San Agustín:
«Ésta es la fe cristiana, católica y apostólica. Dad fe a Cristo, que dice: “no perecerá ni uno solo de vuestros cabellos” (Lc 21,18), y, una vez eliminada la incredulidad, considerad cuánto valéis. ¿Quién de nosotros puede ser despreciado por nuestro Redentor, si ni siquiera un solo cabello lo será? O ¿cómo vamos a dudar de que ha de dar la vida entera a nuestra carne y a nuestra alma, Aquel que por nosotros recibió alma y carne para morir, la entregó al momento de la muerte, y la volvió a recobrar para que desapareciese el temor a morir?» (Sermón214,12).
No seamos irresponsables ante la salvación de los demás, ni inconscientes de nuestra vocación de santidad en el tiempo. Recordemos siempre que se nos ha de juzgar al final por el bien que pudimos hacer e hicimos o por el bien que pudimos hacer y omitimos.
Años impares
–1 Macabeos 1,11-16.43-45.57-60: Apostasía en Israel y reacción en un grupo de fieles. A lo largo de la antigua historia de la salvación, la fidelidad divina se revela inmutable, y contrasta con la constante infidelidad del hombre. En la plenitud de los tiempos, Cristo, el testigo fiel de la verdad, comunica a los hombres la gracia de que está lleno, haciéndolos capaces de merecer la corona de vida, y de imitar su fidelidad hasta la muerte. Pero, también antes de Cristo se encontraron en Israel grupos elegidos de almas fieles, que prefirieron morir antes que quebrantar la ley, como se recuerda en esta lectura de hoy.
–Con algunos versos del Salmo 118 reafirmamos nuestra fidelidad a los mandamientos de Dios, y pedimos la liberación de los malvados: «Dame vida, Señor, y guardaré tus decretos. Sentí indignación ante los malvados, que abandonan tu voluntad. Los lazos de los malvados me envuelven, pero no olvido tu voluntad. Líbrame de la opresión de los hombres y guardaré tus decretos. Ya se acercan mis inicuos perseguidores, están lejos de tu voluntad. La justicia está lejos de los malvados, que no buscan tus leyes. Viendo a los renegados sentía asco, porque no guardan tus mandatos».
Años pares
–Apocalipsis 1,1-4; 2,1-5: No nos enfriemos en el amor. Cristo, autor de la Nueva Alianza, es el Primogénito de toda criatura, en cuanto que está por encima de todo otro poder celeste o terrestre. San Cesáreo de Arlés escribe:
«En realidad todo lo que parece decir [el Señor] a las siete Iglesias se aplica a la única Iglesia extendida por toda la tierra, porque en el número siete se hace referencia a toda la plenitud. Así, pues, mediante los ángeles designa a la Iglesia; y en los ángeles muestra las dos partes, es decir, a los buenos y a los malos. Por ello no solo alaba, sino que también increpa, de modo que la alabanza se dirige a los buenos y la increpación a los malos. Así el Señor en el Evangelio ha designado a todo un cuerpo de propósitos como un solo siervo bienaventurado y malvado, que cuando venga será dividido por el mismo Señor (Mt 24,51; Lc 12,46).
«¿Y cómo puede ser que un solo siervo sea dividido si, dividido, no puede vivir? Es que el único siervo significa todo el pueblo cristiano. Porque si el pueblo fuese enteramente bueno no sería dividido, pero como no solo contiene a los buenos sino también a los malos, por eso ha de ser dividido. Y los buenos oirán: “venid, benditos de mi Padre”...; pero los ladrones y los adúlteros, los que no han hecho misericordia, oirán: “apartáos de mí, malditos”... (Mt. 25, 34 y 41). Todo lo que en el Apocalipsis se dice a cada una de las iglesias, hermanos muy queridos, conviene a cada uno de los hombres que forman parte de la Iglesia única» (Comentario al Apocalipsis 2,5).
–Con el Salmo 1 decimos: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas, y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
–Lucas 18,35-43: Señor, que veamos. La obediencia amorosa de Cristo hasta entregar su vida inaugura en Él un Reino, que no es de este mundo. En toda su vida terrestre fue peregrino de la Jerusalén celestial. Así es también la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Ella peregrina en esta tierra continuamente en su afán cotidiano hasta la realización perfecta, más allá de la muerte. La Iglesia convoca a todo miembro suyo a ser un peregrino del Reino. Este peregrinar le lleva a dar su vida entera por la construcción del Reino. Ser peregrino del Reino es, en definitiva, seguir a Jesús, caminando iluminado por la luz de la fe. San Agustín se fija más en la curación del ciego:
«Gritaba el ciego cuando pasaba Jesús. Temía que pasara y no le curara. ¿Cómo gritaba? Hasta el punto de no callar, aunque la muchedumbre se lo ordenaba. Venció oponiéndose a ella, y voceando consiguió al Salvador. Al vocear la muchedumbre y prohibirle gritar, se paró Jesús, lo llamó y le dijo: “¿Qué quieres que haga?” Y él contestó: “Señor, que vea”. “Mira, tu fe te ha salvado”. Amad a Cristo. Desead la luz de Cristo. Si aquel ciego desea la luz corporal, ¡cuánto más debéis desear vosotros la del corazón! Gritemos ante Él no con la voz, sino con las costumbres. Vivamos santamente, despreciemos el mundo, consideremos como nulo todo lo que pasa» (Sermón 349,5).
Años impares
–2 Macabeos 6,18-31: Eleazar prefiere morir antes que desobedecer al Señor. El cristiano es un embajador del Señor, pero no es dueño del mensaje que transmite. Por eso su intransigencia para guardar la pureza del mensaje no se podrá tachar de fanatismo o de integrismo, sino de fidelidad a una misión debidamente aceptada. Esto le traerá a veces persecuciones, como a Jesucristo, a los Apóstoles y a todos los Santos, pero en esto está la alegría y el triunfo. Ya pasó el tiempo de juzgar las cosas con la oscura mentalidad humana. Hemos de tener el corazón siempre abierto a todos los pensamientos del Espíritu Santo, guardando la fortaleza y la simplicidad del corazón.
–Con el Salmo 3 expresamos nuestra confianza de que el Señor nos sostenga. En realidad son muchos los enemigos que se levantan contra nuestra vida espiritual, muchas fuerzas que se oponen a nuestra intimidad filial con Dios: mundo, demonio y carne. Y al vernos a veces tan abatidos, muchos creen y dicen que ya no nos protege Dios. Pero no es verdad. El Señor es nuestro escudo y nuestra gloria. Él mantiene alta nuestra cabeza, pues cuando lo invocamos, Él nos escucha des-de su monte santo. Podemos, pues, dormir tranquilos, pues el Señor nos sostiene y nos guarda.
Años pares
–Apocalipsis 3,1-6.14-22: Yo llamo, y si alguno me abre, entraré y comeremos juntos. Dos de las Iglesias aludidas en el Apocalipsis reciben reproche: una por su falta de cuidado y otra por su tibieza. Son deficiencias permanentes en unas u otras partes de la Iglesia. También en nuestros días. Los fundamentos habituales de la esperanza vacilan, y lo que era interpretado antes con un sentido puramente religioso, adquiere con frecuencia un valor y un sentido profanos. La fe entonces palidece. Dios parece que está ausente. Tenemos necesidad de que se nos despierte el sentido religioso y misterioso de los acontecimientos cotidianos y de los futuros escatológicos. Hemos de abrir las puertas de nuestro corazón a Cristo, tener gran intimidad con Él, corresponderle con un gran amor al que Él nos ha tenido y nos tiene.
–Con el Salmo 14 confesamos que aquel que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua, el que no hace mal al prójimo, ni difama a su vecino, el que ora por la conversión de los impíos y honra a los que temen al Señor, el que no es usurero, ni acepta soborno contra el inocente, ése nunca fallará, pues el Señor está con él y le sostiene con su fuerza.
–Lucas 19,1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. No viene solamente para hacerse amigo de la gente justa y buena. Comenta San Agustín:
«¿Acaso Zaqueo poseía justamente sus riquezas? Leed y ved. Era el jefe de los publicanos, es decir, aquel a quien se entregaban los tributos públicos. De ahí sacó sus riquezas. Había oprimido a muchos, a muchos se las había quitado, mucho había almacenado. Entró Cristo en su casa y le llegó la salvación, como así le dice el Señor: “hoy llegó la salvación a esta casa”. Contemplad ahora en qué consiste la salvación.
«Primeramente deseaba ver al Señor, y como era de estatura pequeña, la muchedumbre se lo impedía, por lo que él se subió a un sicómoro y vio lo que pasaba. Jesús lo miró y dijo: “Zaqueo, baja, conviene que yo me detenga en tu casa... Querías verme al pasar, pues hoy me encontrarás habitando en tu casa”. Entró en ella el Señor. Lleno de gozo dijo Zaqueo: “Daré a los pobres la mitad de mis bienes... Y si a alguno quité algo, le devolveré el cuádruplo”. Se infligió a sí mismo una condena, para no incurrir en la condenación. Por lo tanto, vosotros, con lo que tenéis que proceda del mal, haced el bien» (Sermón 113,3).
Años impares
–2 Macabeos 7,20-31: El Creador del universo os devolverá el aliento y la vida. Siete hermanos, junto con su madre, sufren el martirio por no abandonar la fe de Israel y romper con la Alianza. Comenta San Agustín:
«Uno solo es el Dios de los tres niños del horno de Babilonia y el de los Macabeos; a los primeros los libró del fuego, a los segundos los dejó morir en el tormento. ¿Cambió de parecer? ¿Amaba más a los primeros que a los segundos? Mayor fue la corona concedida a los Macabeos. Ciertamente aquellos escaparon del fuego, pero les estaba reservando los peligros de este mundo; para éstos, en cambio, acabaron en el fuego todos los peligros. No había tiempo ya para ninguna otra prueba; solo para la coronación. En consecuencia los Macabeos recibieron más.
«Sacudid vuestra fe, aplicad los ojos del corazón, no los de la carne. Tenéis, en efecto, otros ojos interiores; son obra del Señor, que abrió los ojos de nuestro corazón cuando os otorgó la fe. Preguntad a esos ojos quiénes recibieron más: los Macabeos o los tres niños. Pregunto a la fe. Si pregunto a los hombres, amantes de este mundo, dirán: “yo quisiera estar con aquellos tres niños”. Es la respuesta de un alma débil. Avergüénzate ante la madre de los Macabeos, pues ella prefirió que sus hijos muriesen, porque sabía que no morirían» (Sermón 286,6).
–Con el Salmo 16 oramos al Señor, haciendo nuestros los mismos sentimientos de los Macabeos, cuando por el martirio pasan de este mundo al otro: «Al despertar, Señor, me saciaré de tu semblante. Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mis súplicas, que en mis labios no hay engaño. Mis pies estuvieron firmes en mis caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme. Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante».
Años pares
–Apocalipsis 4,1-1: Santo es el Señor, soberano de todo, el que era y el que es. Juan, valiéndose de imágenes de los antiguos profetas de Israel –Isaías, Ezequiel y Daniel– contempla a Dios en su majestad real. El Señor está rodeado del mundo espiritual y de la Iglesia, simbolizada por los ancianos, que cantan eternamente su gloria. Explica San Cesáreo de Arlés:
«Los ancianos significan la Iglesia, como dice Isaías: “cuando Él sea glorificado en medio de sus ancianos” (24,23). Ahora bien, los veinticuatro ancianos son los prepósitos y los pueblos. En los doce Apóstoles se indica a los prepósitos y en los otros doce el resto de la Iglesia... De la Iglesia salen los herejes –relámpago y voces–, pues “salieron de entre nosotros” (1 Jn 2,19). Pero también hay en ese texto otro significado, a saber, que los rayos y voces indican la predicación de la Iglesia. En las voces reconoce las palabras, en los relámpagos los milagros... “El mar semejante al cristal” es la fuente del bautismo; “delante del trono” quiere decir, antes del juicio. Pero por trono se entiende a veces, el alma santa, tal como está escrito: “el alma del justo es la sede de la sabiduría” (Prov 12,23). Otras veces significa a la Iglesia, en la que Dios tiene su sede...
«Los ojos [de los animales] son los mandamientos de Dios, que tienen la facultad de ver el pasado y el futuro. En el primer animal, semejante a un león, se muestra la fortaleza de la Iglesia; en el novillo, la pasión de Cristo. En el tercer animal, que es semejante a un hombre, se representa la humildad de la Iglesia; porque ella no se jacta en absoluto con un sentimiento de orgullo, aun cuando posee la adopción filial. El cuarto animal representa a la Iglesia, semejante a un águila, es decir, volando libremente y elevada por encima de la tierra por dos alas, levantada por los dos Testamentos o por los dos mandamientos» (Comentario al Apocalipsis 4).
–Por eso alabamos a Dios con el Salmo 150, comenzando por el trisagio: «Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo. Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza, alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras, alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompetas y flautas, alabado con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor».
–Lucas 19,11-28: ¿Por qué no pusiste mi dinero en un banco? Hemos de hacer fructificar los dones que hemos recibido de Dios. Hemos de rendir cuentas de ellos al mismo Dios que nos los ha otorgado. Comenta San Agustín:
«Sabemos de qué modo amenaza aquella misericordiosa avaricia del Señor, que por doquier busca extraer ganancias de su dinero, y que dice a su siervo perezoso, que entorpece las ganancias del Señor: “siervo malvado, por tu boca te condenas”... Nosotros no hemos hecho otra cosa que dar el dinero del Señor, y Él será el exactor no solo de aquel criado, sino de todos nosotros. Cumplamos, pues, el oficio del que va delante dando, sin usurpar el del exactor» (Sermón 279,12).
Años impares
–1 Macabeos 2,15-29: Queremos vivir según la Alianza de nuestros padres. La resistencia de los judíos fieles, que sufren la persecución de los paganos, se concretiza en Matatías, el padre de los Macabeos. Él se rebela contra los oficiales encargados de obligar a la apostasía. Marca con su actitud fiel el comienzo del enfrentamiento armado. La adhesión a Dios vale más que todas las riquezas del mundo. Esto es lo que nos enseña la lectura de hoy. El poderoso mundo quiere comprar a Matatías, para que renuncie a sus principios religiosos y siga los paganos. Pero el precio del servicio de Dios es mucho mayor que todos los bienes de este mundo. San Ireneo dice:
«El servir a Dios en nada afecta a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión. Él es, por el contrario, quien da la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que le siguen y sirven, beneficiándolos por el hecho de seguirle y servirle, sin recibir de ellos beneficio alguno» (Contra las herejías 4).
Esto es lo que, arriesgando sus vidas y perdiéndola a veces, hicieron aquellos judíos piadosos para observar fielmente la ley santa del Señor.
–Con el Salmo 49 proclamamos la felicidad de ser fieles al Señor, como aquellos judíos piadosos de la lectura anterior: «Al que sigue buen camino le haré ver la salvación del Dios. El Dios de los dioses, el Señor habla: convoca la tierra de oriente a occidente. Desde Sión, la hermosa, Dios resplandece. “Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un sacrificio”. Proclame el cielo su justicia, Dios en persona va a juzgar. Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo, e invócame el día del peligro: yo te libraré, y tú me darás gloria».
Nosotros también nos vemos tentados como aquellos judíos perseguidos, que son para nosotros una gran ejemplo. También el mundo quiere que demos culto a muchos ídolos que pone en nuestro camino, como son el dinero, el poder, los honores, la fama, el placer...
Años pares
–Apocalipsis 5,1-10: El Cordero fue degollado y con su sangre nos ha comprado de toda nación. El Cordero que nos ha comprado con su sangre es Cristo, muerto y resucitado, el único que puede abrir el libro, esto es, el único que sabe hacer patentes los secretos de Dios sobre el porvenir de la Iglesia y del mundo. Escribe San Cesáreo de Arlés:
«“Cantan un cántico nuevo”, es decir, profieren públicamente su profesión de fe. Es verdaderamente una novedad el que el Hijo de Dios se haga hombre, muera, resucite y suba al cielo y conceda a los hombres la remisión de los pecados. Pues la cítara, es decir, una cuerda tensa sobre la madera, significa la carne de Cristo unida a la pasión; mas la copa representa la confesión y la propagación del nuevo sacerdocio. “La apertura de los sellos” es el desvelamiento del Antiguo Testamento» (Comentario al Apocalipsis 5).
–Con el Salmo 149 cantamos nosotros al Señor un cántico nuevo, y así resuena su alabanza en la asamblea de los fieles, se alegra Israel, la Iglesia, por su Creador y por su Redentor, los hijos de Sión y de la Iglesia por su Rey. «Alabemos su nombre con danzas, cantémosle con tambores y cítaras, porque el Señor ama a su pueblo». Dios nos entregó a su Unigénito para redimirnos, y Él adorna con la victoria a los humildes. Festejemos su gloria, cantemos jubilosos en la asamblea litúrgica, con vítores a Dios en la boca. Esto es un honor para todos sus fieles, para toda la Iglesia.
–Lucas 19,41-44: Jesús llora por su amada Jerusalén, que no ha comprendido su gran amor, y prevé los castigos que le vendrán. Es un gran misterio. Adoremos los designios del Señor. Es verdad que la Iglesia de Jesucristo es el Israel de los tiempos nuevos. Es verdad que los apóstoles eran todos judíos, así como la mayor parte de los miembros de las primeras comunidades cristianas. Pero también es cierto que el pueblo judío, tanto en sus representantes cuanto en sus instituciones, rechazaron la salvación mesiánica que les ofrecía el Señor, como herederos de las promesas. Es un misterio. Israel no entró en la conversión suprema que Jesucristo exigía de él para que fuera el gran instrumento de su misión universal. El pueblo judío rechazó a Jesucristo, y por eso Él llora. Orígenes dice:
«hay que ver ante todo la significación de sus lágrimas. Todas las bienaventuranzas de las que Jesús habló en el Evangelio las confiesa Él mismo con su ejemplo, y lo que enseñó lo prueba con su propio testimonio... Conforme a lo que ha dicho: “bienaventurados los que lloran” (Mt 5,5), Él lloró para plantar también el fundamento de esta bienaventuranza. Lloró sobre Jerusalén, diciendo: “si hubieras conocido también tú la visita de la paz”» (Comentario al Evangelio de San Lucas38,1-2).
También a nosotros nos puede pasar algo semejante si no sabemos discernir en las vicisitudes de nuestra vida lo que conduce a la paz, si no correspondemos con gran amor al inmenso amor que Cristo nos tuvo y nos tiene.
Años impares
–1 Macabeos 4,36-37.52-59: Celebran con alegría la consagración del altar, con ofrendas y holocaustos. Tras la victoria de los fieles resistentes, Judas Macabeo purifica el templo, y el pueblo celebra con júbilo su consagración. El templo de Jerusalén es el centro del culto a Yahvé. A él acude todo piadoso israelita de cualquier parte del país para contemplar el «rostro» de Dios, y es para los fieles objeto de un amor conmovedor. Por eso cuando el templo es profanado por el rey Antíoco, que instala en él un culto idolátrico pagano, los judíos se sublevan para defenderlo, y el primer objetivo de su guerra santa es justamente purificar el templo, para reanudar en él el culto tradicional. Cuando muere Cristo el velo de aquel antiguo templo venerable se rasga, para significar que el culto antiguo ha sido sustituido por otro culto más espiritual y perfecto: el de Cristo, el de la Iglesia. Con todo, al principio, los apóstoles simultaneaban su culto eucarístico con las oraciones en el templo. Pero en el año 70 sufre una completa destrucción, que significa en forma decisiva que su función ha terminado ya. Y nunca ha sido reconstruido.
–Alabamos al Señor con un cántico del libro 1 Crónicas 29: «Alabamos, Señor, tu nombre glorioso. Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel, por los siglos de los siglos. Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor y la majestad, porque tuyo es cuanto hay en cielo y tierra. Tú eres Rey y Soberano de todo: de ti viene la riqueza y la gloria. Tú eres el Señor del universo, en tu mano está el poder y la fuerza, tú engrandeces y confortas a todos».
Años pares
–Apocalipsis 10,8-11: La Palabra de Dios ha de ser primero asimilada y luego proclamada. Esto es lo que significa en ese lugar del Apocalipsis «comer el libro». La historia es el producto del encuentro de dos libertades: la de Dios y la del hombre. Y Dios tiene unos planes acerca de este encuentro, sobre todo desde que Jesucristo pronunció su «Sí» incondicional a la nueva Alianza. San Cesáreo de Arlés comenta:
«“En la boca” se entienden los cristianos buenos y espirituales; “en el vientre”, los carnales y lujuriosos. Por consiguiente, cuando se predica la palabra de Dios, ella es dulce para los espirituales, pero para los carnales –para los cuales, según el Apóstol, “su Dios es el vientre” (Flp 3,19)– la palabra es amarga y áspera» (Comentario al Apocalipsis10).
Las Escrituras consuelan, efectivamente, no porque ellas descubran de antemano la evolución de los acontecimientos previstos por Dios, sino porque ayudan a revelar el sentido profundo de la presencia de Dios en los acontecimientos que viven los hombres.
–Con unos versos del Salmo 118 decimos «¡qué dulce al paladar tu promesa, Señor! Mi alegría es el camino de tus preceptos, más que todas las riquezas. Tus preceptos son mi delicia, tus decretos son mis consejeros. Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata. Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca. Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón. Abro la boca y respiro, ansiando tus mandamientos».
–Lucas 19,45-48: Habéis convertido la Casa de Dios en una cueva de bandidos. Jesús se indigna ante la profanación del templo, que ha de ser «Casa de oración». Es una lección para nosotros. El respeto al templo ha de ser ahora mayor aún que entonces. Es ahora el lugar de la reactualización sacramental del sacrificio redentor del Calvario, y allí está Cristo realmente presente en el sagrario. Es el lugar de la oración y de la vida sacramental de la Iglesia. Dice San Ambrosio:
«Él expulsó a los cambistas. Pero, ¿de quién son figura estos tratantes sino de los que procuran enriquecerse con los tesoros del Señor, no tratando de distinguir lo que es un bien de lo que es un mal? El gran tesoro del Señor es la divina Escritura, ya que en el momento de partir Él, distribuyó los denarios entre sus servidores y les repartió los talentos (Mt 25, 14; Lc 19,13)... Si existe el tesoro de las Escrituras, es evidente que se puede hablar también de los intereses de la Escritura» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. IX,18).
«Las mesas de los cambistas caen por tierra para poner en su lugar la mesa del Señor [la Eucaristía], y es destrozada el ara con el fin de puedan surgir los altares» (ib. 20).
Años impares
–1 Macabeos 6,1-13: Muero de tristeza, por el daño que hice en Jerusalén. Antíoco Epifanes, el perseguidor, es atacado por una enfermedad, lejos de su país, y muere reconociendo que sufre el castigo de sus faltas. El pueblo de Dios a lo largo de su historia pasa por la experiencia de la persecución; ésta no perdona al Hijo de Dios, que ha venido a salvar al mundo, y es odiado por él. Todo culmina en su pasión y muerte en Cruz. También sus discípulos sufren persecución a lo largo de los siglos.
Pero, los perseguidos vencieron siempre, incluso cuando fue motivada la persecución por los pecados del pueblo. La historia muestra el fin de los perseguidores, unos convertidos, como es el caso de San Pablo, prodigio admirable al comienzo del cristianismo; otros despechados y doloridos por su fracaso, como es el caso de Juliano el Apóstata y de tantos otros. Confiemos siempre en el Señor. Pasan los hombres, pasan los perseguidores, pero Dios, Cristo y su Iglesia permanecen para siempre.
–Con el Salmo 9 cantamos al Señor que nos defiende de los enemigos: «Gozaré, Señor, de tu salvación. Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando todas tus maravillas. Me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre. Porque mis enemigos retrocedieron, cayeron y perecieron ante tu rostro. Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío y borraste para siempre su apellido. Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron, su pie quedó prendido en la red que escondieron. Él no olvida jamás al pobre, ni la esperanza del humilde perecerá».
Años pares
–Apocalipsis 11,4-12: Los dos testigos se oponen a los dos bestias. Habla el Apocalipsis de dos Bestias malignas y de dos testigos fieles de Cristo que les resisten y combaten. Comenta San Cesareo de Arlés:
«Éstos son los dos “que están”, no los que estarán. “Los dos candelabros” es la Iglesia, pero por causa del número de los dos Testamentos dijo dos; de igual modo que dijo cuatro ángeles para significar la Iglesia, aun cuando sean siete, siguiendo el número de los ángeles de la tierra, y así toda la Iglesia es representada por los siete candelabros, si bien enumera uno o más de uno según los lugares. Zacarías contempló un solo candelabro de siete brazos (4,2-14), y estos dos olivos, es decir, los dos Testamentos, vierten el aceite en el candelabro, es decir en la Iglesia. Así como en el mismo lugar tiene los siete ojos –la gracia septiforme del Espíritu Santo–, que están en la Iglesia y observan atentamente toda la tierra... Si alguno hiere o quisiera herir a la Iglesia, con las oraciones de su boca será consumido por el fuego divino, ya sea en el presente para su corrección, ya sea en el siglo futuro para su condenación» (Comentario al Apocalipsis 11).
–Con el Salmo 143 decimos: «Bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea. Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte donde me pongo a salvo; mi escudo, mi refugio, que me somete los pueblos. Dios mío, te cantaré un cántico nuevo, tocaré para ti el arpa de diez cuerdas; para ti que das la victoria a tu pueblo escogido y salvas a tus siervos». Tú salvas a la Iglesia, a todas las almas que en ti confían.
–Lucas 20,27-40: No es Dios de muertos, sino de vivos. En la enseñanza de este Evangelio, Jesús afirma la realidad maravillosa del mundo nuevo y reafirma la resurrección. Comenta San Ambrosio:
«Los saduceos, que eran la parte más detestable de los judíos, tientan al Señor con esta cuestión. Abiertamente Él les reprende entonces su malicia y, en un sentido místico, retuerce su posición, precisamente con la doctrina de una castidad ejemplar, tomando pie del problema que ellos le propusieron, ya que, según la letra, una mujer debería casarse, aun contra su voluntad, para que el hermanos del difunto le diese un heredero. De aquí el dicho “la letra mata” (2 Cor 3,6), como una propagadora de vicios, mientras que el Espíritu es el maestro de la castidad... Para la sinagoga la ley, literalmente tomada, es muerte, mientras que aceptada en sentido espiritual, la hace resucitar» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.IX, 37 y 39).
Recibiendo esa doctrina con verdadero espíritu de fe, vivamos de tal modo que tengamos una resurrección gloriosa.
Entre semana: Lunes - Martes - Miércoles - Jueves - Viernes - Sábado
- Asunción de la Virgen María
- Todos los Santos
- Jesucristo, Rey del universo Ciclo A - Ciclo B - Ciclo C
En lugar de este último domingo del tiempo ordinario, se celebra la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. (Vea más abajo)
Pero en las ferias de esta semana 34, se emplean las siguientes oraciones:
Entrada: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos, y a los que se convierten de corazón» (Sal 84,9).
Colecta: «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que, correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad».
Ofertorio: «Recibe, Señor, estos dones sagrados que nos mandaste consagrar a tu nombre, y para que ellos nos hagan gratos a tus ojos, concédenos obedecer siempre tus mandatos».
Comunión: «Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con nosotros» (Sal 116,1-2); o bien: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Postcomunión: «Dios todopoderoso, ya que nos has alegrado con la participación en tu sacramento, no permitas que nos separemos de ti».
Años impares
–Daniel 1,1-6.8-20: Excelencia de la ascesis cristiana. Para Daniel y los otros jóvenes judíos que estaban con él la vida en la corte dificultaba gravemente la fidelidad a la ley. Pero actuaron consecuentemente y Dios los premió, pues no solo les dotó de buen aspecto, sino que los colmó de toda clase de sabiduría, de forma que ante el rey quedaron por encima de los demás. Por ello el ascendiente de Daniel en la corte fue extraordinario. Dios premia siempre a quien es fiel a sus mandatos, y lo premia a veces ya en esta vida, pero con toda certeza en la otra.
En todo caso siempre el hombre fiel tiene la conciencia en paz, pues ha cumplido con su deber principal, que es obedecer a Dios. La vida ascética, bien llevada, nos conduce a los premios eternos, pero ya en esta vida los pregustamos, gozando de una mayor libertad de espíritu, la libertad propia de los hijos de Dios.
–El cántico de los tres jóvenes, en Daniel 3, nos sirve de Salmo responsorial: «Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres. Bendito tu nombre santo y glorioso. Bendito eres en el templo de tu santa gloria, Bendito eres sobre el trono de tu reino. Bendito eres tú que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito en la bóveda del cielo». Siempre hemos de cantar himnos de alabanza y de acción de gracias al Señor por el bien que constantemente hace a su Iglesia y a nosotros en particular.
Años pares
–Apocalipsis 14,1-3.4b-5: Llevar en la frente el nombre de Cristo y de su Padre. Cristo es descrito en el Apocalipsis rodeado de sus elegidos, los mártires, que cantan un cántico nuevo. San Cesáreo de Arlés explica:
«Nosotros entendemos aquí el nombre de Cristo y se muestra su semejanza que la Iglesia adora en verdad: la hostilidad de los herejes [que la Iglesia sufre] es semejante a la que sufrió Él; éstos son los que, persiguiendo espiritualmente a Cristo, sin embargo participan en la gloria del signo de la Cruz de Cristo. Por esto es por lo que se ha dicho que el nombre de la bestia es un número humano» (Comentario al Apocalipsis 14).
–Cantamos con el Salmo 23: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: Él la fundó sobre los mares, Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos. Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob».
El creyente que admira el poder, la grandeza y la sabiduría de Dios en la creación, no puede quedar silencioso. Ha de reconocer y agradecer abiertamente que en todas las criaturas resplandece la inmensa bondad de Dios. Ha de ver su presencia en toda la creación, y de modo especial en los templos, que son como recordatorios de la presencia de Dios entre los hombres, y sobre todo en el sagrario: Cristo está realmente presente en el sacramento de la Eucaristía.
–Lucas 21,1-4: La generosidad de los pobres: el óbolo de la pobre viuda. La viuda entrega de su indigencia. Suele decirse que «solo se da aquello que se tiene»; pero ella solo posee lo que ha dado. Oigamos a San Agustín:
«Mucho abandonó quien se despojó de la esperanza del siglo, como aquella pobre viuda, que depositó dos ochavos en el cepillo del templo. Según el Señor nadie echó más que ella... ¿Quién se dignó poner los ojos en ella? Sólo Aquel que al verla no miró si la mano estaba llena o no, sino el corazón... Nadie dio tanto como la que nada reservó para sí» (Sermón 105,A,1).
Años impares
–Daniel 2,31-45: Dios suscitará un Reino eterno. Interpreta Daniel el sueño de la estatua colosal, construida con diversos materiales. Su explicación muestra la historia como colisión de fuerzas simbolizadas en los diversos imperios, que se oponen a la instauración del Reino por excelencia, el Reino de Dios, el de Cristo, el de los Santos. La piedra que cae y destruye la estatua es para algunos el monoteísmo yavista, sublimado en Cristo, opuesto a la idolatría –la estatua– de los grandes imperios. Es un Reino nuevo, llamado a extenderse rápidamente sobre toda la tierra. Por lo mismo hay que dar a esa piedra un significado mesiánico, en su sentido pleno. Cristo es la piedra angular, que desecharon los constructores, pero que ha venido a ser el punto clave del Reino espiritual de Dios.
–Sigue como Salmo responsorial el cántico de los tres jóvenes, en Daniel 3: «Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor; ángeles del Señor, bendecid al Señor; aguas del espacio, ejércitos del Señor, bendecid al Señor». Toda la naturaleza debe ser un canto de alabanza al Dios providente y eterno que, no obstante haberse manifestado a los patriarcas y profetas de Israel, sigue Altísimo y trascendente, sentado sobre querubines, que penetra con su mirada lo más profundo de los abismos. Su trono real es el firmamento de los cielos. Desde allí asiste majestuoso, desplegando su providencia sobre su pueblo y sobre los justos. Por eso toda la naturaleza, desde los ángeles hasta las bestias, y los mismos seres inanimados, deben alabarlo sin fin. Nosotros, los hombres cristianos, con mayor razón, pues tenemos más dones que los que recibieron los justos en el Antiguo Testamento: tenemos a Cristo, sus sacramentos, su Iglesia y su mensaje de santidad.
Años pares
–Apocalipsis 14,14-19: Llega la hora de la siega. Se acerca la venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, que ya en su primera venida logró la victoria sobre las fuerzas del mal. El juicio de Dios es tan grande y perfecto, tan justo y misericordioso, como Dios mismo. Comenta San Cesáreo de Arlés:
«Describe, pues, a la Iglesia en su gloria, que se hace blanca especialmente después de las llamas de la persecución. Tenía en su cabeza una corona de oro fino. Éstos son los ancianos con las coronas de oro. Y en su mano una hoz afilada. En efecto, esta hoz separa a los católicos de los herejes, a los santos de los pecadores, tal como dice el Señor de los segadores. Pero hay que pensar que el segador visto en la nube blanca es especialmente Cristo en persona. ¿Quién es el vendimiador que viene detrás de Él, si no es el mismo Cristo, pero en su cuerpo que es la Iglesia? Quizá no nos equivocamos si vemos en estos tres ángeles que salieron el triple sentido de las Escrituras: histórico, moral y espiritual; pero en cuanto a la hoz hay desacuerdo. Y arrojó al grande en el lagar de la cólera de Dios. No en el gran lagar, sino que Él arroja al mismo grande en el lagar, es decir, a todo orgulloso» (Comentario al Apocalipsis 14,14-19).
–Con el Salmo 95 aclamamos al Señor, que llega a regir la tierra. «Decid a los pueblos: “el Señor es Rey, Él afianzó el orbe y no se moverá; Él gobierna a los pueblos rectamente”. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra, regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad». En nuestro Señor Jesucristo confiamos, pues a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nos abandonamos a su inmensa misericordia y bondad.
–Lucas 21,5-11: No quedará piedra sobre piedra. Jesús anuncia la destrucción del templo de Jerusalén. Comenta San Ambrosio:
«Existe, sin embargo, otro templo, construido con piedras preciosas y adornado con ofrendas... Él hace referencia a la sinagoga de los judíos, cuya vieja construcción se disolvió cuando surgió la Iglesia. Pero en verdad, también en cada hombre existe un templo, que se derrumba cuando falla la fe y, especialmente, cuando se lleva hipócrita-mente el nombre de Cristo, sin que un afecto interior corresponda a tal nombre.
«Quizás sea ésta la exposición que mayores bienes me reporta a mí. Porque, ¿de qué me sirve saber el día del juicio? Y puesto que tengo conciencia de tantos pecados, ¿de qué me aprovecha el que Dios venga si no viene a mi alma ni a mi espíritu, si no vive en mí Cristo, ni Él habla en mí? Por esta razón Cristo debe venir a mí, su venida tiene que llevarse a cabo en mi persona. La segunda venida del Señor tendrá lugar al fin del mundo, cuando podamos decir: “el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14)” (Tratado Sobre el Evangelio de San Lucas lib. X, 6 y 7).
Años impares
–Daniel 5,1-6.13-14.16-17.23-28: Aparecieron unos dedos de mano escribiendo en el muro. El banquete de Baltasar le ofrece a Daniel una nueva oportunidad de mostrar su sabiduría, al descifrar la inscripción. El relato intenta convencer a los judíos y a nosotros de que los acontecimientos de la historia de los hombres son otros tantos eslabones, encadenados entre sí, que aceleran la llegada del fin. Existe, por tanto, una estrecha conexión entre la historia de los hombres y el designio de la salvación de Dios. La religión de los adivinos de Baltasar es incapaz de conocer el sentido y la finalidad de la historia, porque el dios que ellos adoran es caduco, no existe. Nadie puede competir con Dios, ni en ciencia ni en poder, y, sobre todo, nadie puede impunemente ofenderlo con actos sacrílegos.
–Sigue como canto responsorial Daniel 3, es decir, la alabanza a Dios de los tres jóvenes en el horno: «Sol y luna bendecid al Señor. Astros del cielo, lluvia y rocío, vientos todos, fuego y calor, fríos y heladas... bendecid al Señor». Él es digno de nuestras aclamaciones por las innumerables maravillas que ha realizado en la historia de la salvación, en nuestra historia presente, en nuestra propia alma, con infinita misericordia. Por eso merece toda nuestra correspondencia en el amor.
Años pares
–Apocalipsis 15,1-4: Cantaban el cántico de Moisés, el cántico del Cordero. Como los israelitas cantaron a Dios después de cruzar el mar Rojo, así también cantan los que han vencido en este mundo a la Bestia y han llegado al cielo. La Bestia es el enemigo sobre el que ellos han triunfado por el poder de Cristo. Y sus fieles, en el cielo, recordando sus pasadas calamidades, cantan gozosos un cántico de victoria, un himno de acción de gracias. Este canto es un eco de otras alabanzas que se encuentran en el Antiguo Testamento, en las que se canta la grandeza y santidad del Creador del mundo, así como la justicia omnipotente del Señor, que tiene en sus manos las riendas de la historia. Dice San Cesáreo de Arlés:
«Es el canto de uno y otro Testamento, que cantan éstos de los que acabamos de hablar... El templo, ya lo hemos dicho, significa la Iglesia» (Comentario al Apocalipsis 15,3).
–Unidos a ellos cantamos también nosotros con el Salmo 97: «Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios soberano de todo. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia; se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes. Ante el Señor que llega para regir la tierra. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud».
–Lucas 21,12-19: Todos os odiarán por causa de mi nombre, pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. En las persecuciones que sufrimos, de tal modo se cumplen las palabras de Cristo, que aquellas no destruyen nuestra esperanza, sino que la confirman.
El final de los tiempos vendrá precedido de una persecución violenta contra los discípulos de Jesús. Pero éstos recibirán del mismo Cristo una forma de expresarse y una sabiduría tales, que serán capaces de resistir hasta el martirio. Con su perseverancia salvarán sus almas. Comenta San Agustín:
«El que nos creó nos dio garantías aun sobre nuestros propios cabellos. Si Dios cuenta nuestros cabellos, ¡cuánto más contará nuestras costumbres! Ved que Dios no desprecia ni siquiera vuestras cosas más insignificantes. Si las despreciara, no las crearía. En efecto, Él creó nuestros cabellos, que tiene contados... ¿Por qué, pues, temes a un hombre, tú, hombre que te hallas en el seno de Dios? Procura no salir de tal seno. Cualquier cosa que sufras allí dentro te servirá de salvación, no de perdición» (Sermón 62,15).
Años impares
–Daniel 6,11-27: Dios envió a su ángel a cerrar las fauces de los leones. Daniel es condenado a ser arrojado vivo en el foso de los leones, pues a pesar de la prohibición real, tres veces al día, según la santa costumbre de Israel, eleva su oración al único Dios vivo y verdadero. Es preservado maravillosamente por el Señor, y el rey entonces proclama su fe en el verdadero Dios. La lectura de hoy señala la necesidad de la oración, su grandiosa eficacia, y el valor de su fiel asiduidad, cuando se eleva en los tres momentos tradicionales del sacrificio del templo. Una vez más comprobamos que la providencia de Dios está sobre todas las vicisitudes de la vida y, sobre todo, que nunca ha quedado desmentida la protección solícita con que guarda a sus siervos fieles.
–Con textos de Daniel 3 unimos de nuevo nuestra oración a la de los tres jóvenes: «Rocíos y nevadas, témpano y hielos, escarchas y nieves, noche y día, luz y tinieblas, rayos y nubes... bendecid al Señor. Bendiga la tierra al Señor». Sigamos también nosotros alabando al Señor por sus innumerables beneficios. Escribe San Bernardo:
«A quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios, con razón se le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre los muchos; así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes» (Sermón sobre el Salmo50).
Años pares
–Apocalipsis 18,1-2.21-23–19,1-3,9: Ha caído Babilonia, la gran ciudad. Los elegidos entonan en el cielo un cántico eterno. Babilonia, símbolo del imperio mundano hostil al Reino, está condenada a la destrucción. Y el Señor se mantiene fiel a sus designios de salvación sobre los hombres. Escribe San Cesáreo de Arlés:
«¿Es que las ruinas de una sola ciudad pueden contener todos los espíritus impuros y todo pájaro impuro, o aquel tiempo en que la misma ciudad cayese, el mundo entero sería abandonado a los espíritus y a los pájaros impuros y éstos habitarán en las ruinas de una sola ciudad? No existe ciudad alguna que solo contenga almas impuras, a no ser la ciudad del diablo, en la cual habita toda impureza en los hombres malos de toda la tierra. Los reyes que dijo que perseguían a Jerusalén son los hombres malos que persiguen a la Iglesia.
«Cada vez que oís nombrar a Babilonia, hermanos queridísimos, no entendáis una ciudad construida con piedras, porque “Babilonia” significa “confusión”, como se ha repetido varias veces; pero reconoced que con este nombre se designa a los hombres soberbios, ladrones, lujuriosos e impíos, recalcitrantes en sus pecados; por el contrario, cada vez que vosotros oyeseis el nombre de Jerusalén, que quiere decir visión de paz, entended por ella los hombres santos que pertenecen a Dios» (Comentario al Apocalipsis 18,1-3).
–Con el Salmo 99 aclamamos al Señor y convocamos la tierra entera a «servir al Señor con alegría, a entrar en su presencia con vítores. Pues el Señor es Dios. Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Entremos por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre. El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades». Correspondámosle con todo nuestro amor, asociémonos a la liturgia de los ángeles y santos. Cantemos jubilosos los salmos en nuestra liturgia cristiana, en la que hemos de participar con mente y corazón.
–Lucas 21,20-28: Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora. La profecía relativa al final de los tiempos augura primero el cerco de la ciudad santa por obra de los poderes paganos. Luego llegará la hora de los gentiles, en la que se desencadenará la persecución contra la Iglesia. Pero el triunfo es de Cristo y de su Iglesia. La misma historia de la Iglesia nos conforta en esta esperanza: ella sigue en pie y permanece, mientras que sus perseguidores perecieron y pasaron. Comenta San Ambrosio:
«De hecho, Jerusalén fue asediada y tomada por los ejércitos romanos, y por eso los judíos creyeron que se había cumplido entonces “la abominación de la desolación” (Mt 24,75; Dan 9,27), ya que los romanos arrojaron al templo la cabeza de un puerco, mofándose de las observancias rituales de los judíos. De ahí algo que yo no diría ni siquiera en estado de delirio. Y es que “la abominación de la desolación” es el execrable acontecimiento propio del anticristo, puesto que él, con sus funestos sacrilegios, mancha el santuario de las almas y, sentado, como sigue la narración en el templo, se quiere apropiar del trono del Dios omnipotente.
«Y en un sentido espiritual se nos previene muy atinadamente que debemos estar preparados, ya que él [el anticristo] desea poner la marca de su perfidia sobre el corazón de cada uno, y, falsificando las Escrituras, quiere hacer ver a través de éstas que él es Cristo. Y entonces es cuando llegará la desolación, puesto que muchos, cayendo en el error, se separarán de la verdadera religión» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. X, 15 y 16).
Años impares
–Daniel 7,2-14: Vi venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Las cuatro bestias simbolizan cuatro reinos o colectividades nacionales que se oponen al reino de los santos. Se anuncia el fin próximo de los grandes imperios terrestres, el último de los cuales, en particular, somete a una cruel tiranía al pueblo elegido, y se suscita la confianza de un Reino de Dios próximo, gracias a la misericordia de un Hijo del Hombre y del pueblo de los santos. Cristo se apropió de este título de «Hijo del Hombre» en su predicación, y aludió a su final aparición solemne en las nubes del cielo (Mt 16, 27; 24,10; 26,64; Mc 13,26; Lc 21,27; Ap 1,7; 14,14).
–Seguimos con el cántico de los tres jóvenes, de Daniel 3: Montes y cumbres, cuanto germina en la tierra, manantiales, mares y ríos, cetáceos y peces, aves del cielo, fieras y ganados... bendecid al Señor. Evoquemos cuanto se ha dicho sobre la alabanza divina y acción de gracias, y vivamos lo que describe Casiano:
«Cuando el alma recuerda los beneficios que antaño recibió de Dios y considera aquellas gracias de que le colma en el presente, cuando dirige su mirada hacia el porvenir sobre la infinita recompensa que prepara el Señor a quienes le aman, le da gracias en medio de indecibles transportes de alegría» (Colaciones 9).
Años pares
–Apocalipsis 20,1-4.11–21,2: Los muertos fueron juzgados según sus obras. Vi la nueva Jerusalén que descendía del cielo. Después de la victoria de Dios sobre los espíritus del mal, se hace alusión al juicio final, y aparecen los mártires como asesores de Cristo Juez. Luego, con el cielo nuevo y la tierra nueva, estalla la alegría eterna del universo renovado. El Apocalipsis anuncia para entonces mil años de perfecto reinado de Cristo. Y San Cesáreo de Arlés comenta:
«Estos mil años deben ser comprendidos como los años que van desde la venida de Nuestro Señor. Durante estos años el Señor prohíbe al diablo que extravíe a los pueblos que están destinados a la vida eterna, para que puedan reconciliarse con Dios aquellos a los que antes había extraviado... Solamente los soberbios e impíos serán seducidos, pero los humildes y verdaderos cristianos no serán seducidos. “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos” (Mt 20,16)... Por falsos profetas se entiende a los herejes o los falsos cristianos. En verdad, después del tiempo en que el Señor ha sufrido, la Bestia y los falsos profetas mueren y son enviados al fuego hasta que se cumplan los mil años desde la venida del Señor... La nueva Jerusalén... Ha dicho todo esto a propósito de la gloria que la Iglesia tendrá después de la resurrección» (Comentario al Apocalipsis 20-21).
–Con el Salmo 83 decimos: «Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo»... Anhelemos los altares del Señor de los ejércitos, nuestro Rey y nuestro Dios. Dichosos los que viven en su casa, alabándolo siempre. Dichosos los que encuentran en Él su fuerza y caminan de baluarte en baluarte. Confiando en el Amor que el Señor nos tiene, no hemos de temer nada, si también nosotros hemos correspondido con gran amor al que el Señor nos tiene.
–Lucas 21,29-33: Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios. La caída de Jerusalén fue un gran impulso providencial de Dios a su Iglesia, porque le ha obligado a abrirse decididamente a las naciones y a establecer un culto espiritual, liberado del particularismo del templo. Cada etapa de la evangelización del mundo, vinculada a cada etapa de la humanidad, es también un jalón en la historia de salvación que se consumará en la venida final de Cristo.
Cada conversión del corazón, mediante la cual el hombre se abre más y más a la acción del Espíritu del Resucitado, es una nueva manifestación de la venida de Cristo. Cada asamblea eucarística, reunida precisamente hasta que vuelva con pleno poder el Hijo del Hombre sobre la nube, es el jalón por excelencia de ese acontecimiento. Hemos de conocer los signos de los tiempos, como se conoce por los brotes de la higuera y de los árboles que la primavera está cerca.
Años impares
–Daniel 7,15-27: El poder real y el dominio será entregado al pueblo de los santos del Altísimo. No obstante las persecuciones del mundo, la victoria es de nuestro Señor. Al fin se les hará justicia a los fieles, ya que la irresistible Autoridad divina arrebatará el dominio al perseguidor y lo dará a los santos para siempre. El desquite de éstos será total, y llegará como fruto de una gran paciencia. Oigamos a San Cipriano:
«Esta virtud de la paciencia derrama sus frutos con profusión y exuberancia por todas partes. La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pesar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de la pasión, reprime el orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres... Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, y levanta en alto nuestra esperanza... Ella nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando la paciencia del Padre» (Tratado de la paciencia 20).
–Sigue como canto responsorial el de los tres jóvenes, en Daniel 3: «Hijos de los hombres, bendecid al Señor. Bendiga Israel al Señor. Sacerdotes del Señor, siervos del Señor, almas y espíritu justos, santos y humildes de corazón... bendecid al Señor». Así hemos de proceder en nuestros días, de modo que toda nuestra vida sea una alabanza continuada al Señor. Y cuando nuestros labios no puedan manifestar nuestro júbilo, que venga expresado en todo por nuestras obras, y que eleve nuestro pensamiento al Señor, alzando hacia Él constantemente breves oraciones o jaculatorias.
Años pares
–Apocalipsis 22,1-7: Ya no habrá más noche, porque el Señor irradiará luz sobre ellos. Se describe la gloria de la nueva Jerusalén. Dios unitrino y la misma humanidad de Cristo resplandecen en medio de la ciudad y son su única Luz. Comenta San Cesáreo de Arlés:
«El monte elevado, al cual San Juan dijo que había ascendido, representa el Espíritu. La ciudad de Jerusalén, que él dijo haber visto allí, es figura de la Iglesia; es la que el mismo Señor mostró en el Evangelio cuando dijo: “no puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte” (Mt 5,14). Y cuando dice que ella tiene una luz semejante a una piedra preciosísima, ved en ella la gloria de Cristo. En las doce puertas y en los doce ángeles reconoced a los apóstoles y a los profetas...
«Y puesto que esta ciudad que es descrita representa a la Iglesia, que está extendida por toda la tierra, se dice que ella tiene tres puertas en cada una de las cuatro partes a causa del misterio de la Trinidad. En la vara de oro mostró a los hombres de la Iglesia, frágiles en la carne, pero que tienen por fundamento una fe luminosa... Lo que dice de la ciudad de oro, el altar de oro y las copas de oro, se trata de la Iglesia por su recta fe. Y el recipiente muestra la pureza de esta fe»... (Comentario al Apocalipsis 22).
–Con el Salmo 94 decimos: «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva, entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Porque el Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses. Tiene en sus manos las simas de la tierra, son suyas las cumbres de los montes, suyo es el mar, porque Él lo hizo, la tierra firme que modelaron sus manos. Entremos, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía». Dejémonos guiar por Él y así llegaremos a la Jerusalén celeste, llamada visión de paz.
–Lucas 21,34-36: Vigilancia y oración son las actitudes necesarias para esperar la venida del Señor. Jesucristo nos anuncia en cada página del Evangelio un mensaje de esperanza. Cristo mismo es nuestra única esperanza. Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Él nos muestra cuál debe ser el objeto principal de nuestra esperanza: el tesoro de la herencia incorruptible, la felicidad suprema de la posesión eterna de Dios. Escribe San Basilio:
«El único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo» (Homilía 20 sobre la humildad).
Pero la esperanza no es posible, como dice San Agustín, si no hay amor (Sobre la fe, la esperanza y la caridad 117). Y en el atardecer de nuestra vida, como dice San Juan de la Cruz, seremos examinados sobre el AMOR.
15 de agosto, solemnidad
Entrada: «Una señal grandiosa apareció en el cielo: una Mujer con el sol por vestido, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). O : «Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de la Virgen María: de su Asunción, se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios».
Colecta (como la oración del ofertorio y la postcomunión, procede del Misal anterior, desde 1950): «Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a los cielos a la inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, concédenos, te rogamos, que aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo».
Ofertorio: «Llegue a tu presencia, Señor, nuestra humilde oblación, y por la intercesión de la Santísima Virgen María, que ha subido a los cielos, haz que nuestros corazones, abrasados en tu amor, vivan siempre orientados hacia ti».
Comunión: «Me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,48-49).
Postcomunión: «Después de recibir los sacramentos que nos salvan, te rogamos, Señor, que, por intercesión de la Virgen María, que ha subido a los cielos, lleguemos a la gloria de la resurrección».
En la Virgen María, asunta en cuerpo y alma a los cielos, se ha consumado plenamente el misterio Pascual de Cristo. Ella nos ha precedido en el tiempo como índice de la capacidad regenerante y glorificadora de la obra de Cristo sobre la naturaleza humana.
–Apocalipsis 11,19.12,1-6.10: Una Mujer vestida de sol, la luna por pedestal. María, Arca Nueva y Viva de la Nueva Alianza, realizadora de la presencia del Emmanuel en medio de su pueblo y entronizada, al fin, en la bienaventuranza. Ella es el signo plenamente logrado de la obra redentora de Cristo. Comenta San Germán de Constantinopla:
«Ya que por medio de ti, oh santísima Madre de Dios, han cobrado esplendor los cielos y la tierra, ¿acaso es posible que, con tu tránsito, dejas a los hombres privados de tu asistencia? En modo alguno podemos pensarlo. Puesto que cuando habitabas en el mundo no eras ajena a las costumbres celestiales, de igual modo, después de haber emigrado de entre nosotros, no te has distanciado en espíritu del tenor de vida de los seres humanos» (Homilía 1 sobre la Dormición, 13, 109-110).
–Con el Salmo 44 proclamamos: «De pie a tu derecha está la Reina enjoyada con oro de Ofir... Prendado está el Rey de tu belleza... Las traen entre alegría y algazara, van entrando en el palacio real»...
–1 Corintios 15,20-26: Primero resucita Cristo, como primicia, después todos los cristianos. La Asunción plena de María en cuerpo y alma a los cielos, triunfo pleno de la obra de Cristo en Ella, es también un índice consumado de nuestra vocación de resucitados para Cristo y para la eternidad. Comenta Modesto de Jerusalén:
«Finalmente, tal como correspondía a la gloriosísima Madre de Aquel que es dador de vida y de inmortalidad, le fue concedida la vida eterna y la participación en la incorruptibilidad de su Hijo: Cristo, en efecto, nuestro Dios y Salvador, la resucitó de la muerte, haciéndola subir del sepulcro y la elevó junto a Sí en los cielos del modo que solo Él conoce» (Sermón sobre la Dormición 14).
–Lucas 1,39-56: El Poderoso ha hecho obras grandes por mí: enaltece a los humildes. Grandes son las prerrogativas de la Virgen María, sobre todo su Maternidad divina, con todo lo que antecede y sigue a la misma. Escribe Antíoco Estratagio:
«Desde el tiempo en que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, gracias a su bondad para con nosotros, se dignó aparecer en el mundo, naciendo de la santa e inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, nos ha concedido el don de la fortaleza necesaria para combatir al diablo, a fin de que, para quien lo desea, resulte más fácil alcanzar la virtud de la virginidad a pesar de que su práctica sea ardua y laboriosa.
«A los que de veras aman a Dios se les otorga un feliz resultado y unos dones aún mayores, de acuerdo con su promesa. Nadie, sin embargo, puede alcanzar una virtud tan excelsa, si no tiene amor y si no posee la humildad debida, como lo atestigua Aquella que es totalmente inmaculada, la siempre alabada y gloriosísima Madre de Dios, al entonar su cántico de alabanza en el que dice: “mi alma engrandece al Señor”» (Homilía 21).
1 de Noviembre, solemnidad
Entrada: «Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día en honor de todos los Santos. Los ángeles se alegran en esta solemnidad y alaban a una al Hijos de Dios».
Colecta (del Misal anterior): «Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los Santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón».
Ofertorio (tomada del Misal de París de 1738): «Dígnate aceptar, Señor, las ofrendas que te presentamos en honor de todos los Santos, y haz que sintamos interceder por nuestra salvación a todos aquellos que ya gozan de la gloria de la inmortalidad».
Comunión: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,8-10).
Postcomunión (del Misal de París de 1738): «Señor, te proclamemos admirable y el solo Santo entre todos los Santos; por eso imploramos de tu misericordia que, realizando nuestra santidad por la participación en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos».
Hoy la Iglesia en su liturgia nos presenta un cuadro plástico de lo mejor de la humanidad redimida por Cristo: la Iglesia triunfante ya en la Jerusalén celeste. Son los Santos de todos los tiempos. También los Santos que solo Dios conoce. De ellos, algunos han sido proclamados oficialmente por la Iglesia y se les da culto; otros, la mayoría, nos son desconocidos, pero santos también y por eso hoy los veneramos a todos en una misma solemnidad. Son un ejemplo para nosotros y nuestros intercesores.
–Apocalipsis 7,2-4.9-14: Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. El destino eterno del hombre se libra a diario en la vida temporal, cualquiera que sea su raza, la condición y estado de cada hombre.
–1 Juan 3,1-3: Veremos a Dios tal cual es. La santidad cristiana es siempre una iniciativa del de Amor de Dios sobre el hombre, aunque queda bajo la responsabilidad de los propios hombres el secundar esa iniciativa y esa elección, respondiendo con amorosa conciencia de hijos de Dios.
–Mateo 5,1-12: Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Las bienaventuranzas evangélicas son el camino auténtico que Cristo nos ha garantizado con su vida y con su gracia para la santidad cristiana. Son la semblanza modélica del propio Corazón de Jesucristo.
La voluntad de Dios es nuestra santificación. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Dice San Agustín:
A Cristo «lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no solo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasados ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos. Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no solo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes, y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desestimar su vocación; Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de Él: Nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (Sermón 304).
Y San Cipriano:
«Pedimos y rogamos que nosotros que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial» (Tratado sobre la oración 11-12).
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo
Domingo de la Semana 34
La larga serie de los Domingos del Tiempo Ordinario, y todo el Año litúrgico, se concluye con la grandiosa solemnidad de Cristo Rey.
Entrada: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. A Él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Apoc 5,12.16).
Colecta (de nueva composición): «Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin».
Ofertorio (del Misal anterior): «Te ofrecemos, Señor, el sacrificio de la reconciliación de los hombres, pidiéndote humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos el don de la paz y de la unidad».
Prefacio: (del Misal anterior): «Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del Universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ungiéndolo con óleo de alegría, para que, ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y de la paz».
Comunión: «El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz» (Sal 28,10-11).
Postcomunión (de nueva composición): «Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir eternamente con él en el Reino del cielo».
El Evangelio nos presenta a Cristo en el juicio final separando las ovejas de las cabras. Las primeras a la derecha y las segundas a la izquierda. Esto ha motivado la elección del pasaje de Ezequiel sobre Dios Pastor que juzga a su rebaño. La segunda lectura nos habla de Cristo que devuelve a Dios Padre su Reino.
El reino de Cristo no es de este mundo (Jn 18, 36), pero se inicia o se rechaza aquí, cuando por la fe o la incredulidad aceptamos o rechazamos su mensaje de salvación.
–Ezequiel 34,11-12.15-17: A vosotros, ovejas mías, os voy a juzgar. La Realeza mesiánica del Corazón de Jesucristo, en su etapa de encarnación y de humillación redentora, se realizó por vía de amor y de sacrificio; como Buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas (Jn 10,11). El juicio del Señor se hará sobre los delitos, injusticia y opresión con respecto a las ovejas pobres y débiles por parte de las más fuertes y poderosas. Hacer justicia equivale a salvar las más débiles de la opresión por parte de las más poderosas. El Señor asume la defensa de estas ovejas humildes, rectifica lo tortuoso, asegurando la salvación.
–Consiguientemente se toma como canto responsorial el Salmo 22: «El Señor es mi Pastor, nada me puede faltar, en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombres. Prepara una mesa ante mí, en frente de mis enemigos, me unge la cabeza con perfume y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la Casa del Señor por años sin términos».
–1 Corintios 15,20-26.28: Devolverá el Reino a Dios Padre, para que Dios sea todo en todos. Con su sacrificio salvador nos brindó Jesús la posibilidad de librarnos de nuestros pecados y de sus degradantes consecuencias. Pío XI en la encíclica Quas primas, en la que instituyó en 1925 la solemnidad de Cristo Rey, dice:
«Es necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo. Es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos. Es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los afectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas y solo a Él estar unido. Es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como “armas de justicia” para Dios (Rom 6,13), deben servir para la interna santificación del alma».
El texto anterior de San Pablo en la Carta primera a los Corintios, en el que se contempla el Reinado de Cristo, es ampliamente comentado por los Padres, como puede apreciarse en la siguiente síntesis:
El Reino de Cristo se asentará y jamás llegará a su fin (Teodoreto de Ciro), porque Él comienza a reinar eternamente en todos los sentidos (San Jerónimo). El último enemigo, la muerte, será destruído (San Juan Crisóstomo). El sometimiento de Cristo al Padre significa que toda criatura aprenderá a someterse a Cristo, quien a su vez se somete voluntariamente al Padre (Ambrosiáster).
Del mismo modo que nosotros nos sometemos a la gloria de su Cuerpo reinante, el Señor somete a sí mismo todas las cosas (San Hilario de Poitiers). Algunos rechazaban el término «sometimiento» referido al Hijo, sin entender que el sometimiento del Hijo al Padre revela la bendición de nuestra madurez espiritual (Orígenes). Cuando las Escrituras dicen que el Hijo es menor que el Padre, se refieren a su condición de hombre. Pero cuando señalan que es igual al Padre, se refieren a su divinidad (San Agustín y San Gregorio Nacianceno).
El Señor hace suyas incluso nuestras adversidades, cargando con nuestros sufrimientos (San Basilio). Los Santos Padres trataron de responder tanto a las confusiones de los paganos, como a las exageraciones arrianas respecto al texto paulino aludido (Teodoreto de Ciro y Mario Victorino). San Pablo está pensando en la dispensación divina de la Encarnación cuando dice que el Hijo, que es verdadero Dios, se ha sometido voluntariamente al Padre (San Juan Crisóstomo). Es necesario que Él haga su reino tan evidente, para que sus enemigos no se atrevan a negar que Él reina (San Agustín). Cristo no deja de reinar cuando pone a todos sus enemigos bajo sus pies (San Gregorio Nacianceno y San Cirilo de Jerusalén).
La nueva vida que ahora comienza por medio de la fe, proseguirá mediante la esperanza, hasta que llegue un momento en que la muerte se vuelva victoria (San Agustín). Cuando seamos capaces de recibir a Dios, entonces «Dios será para nosotros todo en todas las cosas» (Orígenes). Dios será la consumación de todos nuestros deseos (San Agustín y Orígenes). Esta es madurez hacia la cual nos apresuramos (San Gregorio Nacianceno). Cuando todos los santos sean glorificados en el coro de todas las virtudes, y Dios sea todo para todo el mundo (San Jerónimo y San Agustín) (cf. La Biblia comentada por los Santos Padres, Ciudad Nueva, Madrid 2001, pg. 230).
–Mateo 25,31-46: Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros. Sobre nuestra existencia pesa un momento decisivo: el encuentro final con Cristo Rey, Señor de cielos y tierra. Él ha de juzgar nuestras vidas, con el modelo de su Amor... Y de este juicio dependerá nuestra suerte eterna. San Juan Crisóstomo dice:
«Ahora ha venido en deshonor, en injurias e ignominias; mas entonces se sentará en el trono de su gloria. Es que como la cruz estaba tan cerca y la cruz parecía el suplicio más ignominioso, de ahí que trate Él de levantar a sus oyentes y les ponga ante los ojos el tribunal, y delante del tribunal la tierra entera. Y no es éste el modo único por el que da tono de espanto a su palabra, sino el hecho de mostrarnos vacíos los cielos. Porque todos los ángeles -dice- vendrán en su acompañamiento, y también ellos dará testimonio de cuanto sirvieron, enviados por el Señor, en la salvación de los hombres. De todos modos ha de ser espantoso aquel día» (Homilía 79,1, sobre San Mateo).
El Reino de Cristo no es de este mundo (tercera lectura). Él es el Hijo del Hombre al que Daniel vio venir sobre las nubes investido con una realeza eterna y universal (primera lectura). San Juan en el Apocalipsis nos presenta a Cristo como príncipe de los reyes de la tierra (segunda lectura). Cristo es la razón de nuestra fe, el aval de nuestra esperanza y el centro de nuestra caridad. Coronamos el año litúrgico con una vivencia intensa del Reinado de Jesucristo.
–Daniel 7,13-14: Su poder es eterno. No cesará. La investidura real del Hijo del Hombre coronará la victoria de Dios y de su pueblo sobre las fuerzas del mal y congregará a todos los que han vivido en la fe de Cristo. Como Israel somos santos y reinaremos en la medida en que en que servimos a Dios. El Reino eterno de Dios destruirá las potencias adversas que actúan mediante el imperio del despotismos, de la agresividad, de la recíproca destrucción y de la idolatría. La entronización del Hijo del Hombre será para todos los pueblos, naciones y lenguas el quebrantamiento de toda esclavitud y un servicio que es fruición del Reino divino universal de la libertad.
–Con el Salmo 92 aclamamos al Señor que reina, vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder. Así está el orbe firme y no vacila. Su trono está firme desde siempre y Él es eterno. Sus mandatos son fieles y seguros, la santidad es el adorno de su casa por días sin términos.
–Apocalipsis 1,5-8: El príncipe de los reyes de la tierra nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes. La humanidad entera ha quedado emplazada para la Parusía: el retorno de Cristo Rey para juzgar a vivos y muertos. La realidad de Cristo, expresión perfecta de la acción del Dios del universo, es contemplada y celebrada en los momentos esenciales que abarcan el pasado, el presente y el futuro de la historia de la salvación. La realeza de Cristo converge hacia el Reino del Padre y en la realeza de Cristo viene realmente hasta nosotros el Reino del Padre.
–Juan 18,33-37: Tú lo dices: soy Rey. La realeza de Cristo está por encima de los criterios y moldes humanos. Es Reino de salvación. Reino de amor. La Cruz nos revela quién es el Padre y quién es Jesús, la comunicación interpersonal de amor que se difunde en el hombre. En la medida en que la Cruz es para nosotros palabra y verdad, la muerte de Cristo nos salva, la fe acoge su acto redentor y mediante esta fe de los hombres, Cristo puede reinar en ellos.
Testigos de la realeza de Jesucristo vivimos en la esperanza nuestra vocación de eternidad. Nuestro vivir de cada día no debe desmentir nuestra condición de elegidos para el Reino del Hijo muy amado del Padre. Pero esta realeza de Cristo hay que vivirla en la interioridad y en el amor.
El título de la Cruz: «Jesús nazareno, Rey de los judíos» (tercera lectura) evoca la unción de David como rey de Israel. Cristo descendiente de David. Pero Jesús es mucho más que Rey de los judíos; es, como indica San Pablo, «imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia y quien hizo la paz por la sangre de su Cruz» (segunda lectura).
–2 Samuel 5,1-3: Ungieron a David como rey. Históricamente David fue el rey «según el corazón de Dios», para el pueblo de Israel. Fue, al mismo tiempo, una figura de Cristo Rey para la humanidad rescatada. Dios, que conoce de antemano el destino de cada hombre y pueblo, había elegido a David como jefe de su pueblo. Samuel lo ungió rey. De pastor de ovejas pasó a ser pastor del pueblo elegido. Cristo, más aún, será el Ungido del Señor para ser el Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y ella le conocen a Él. Es el Buen Pastor que va en pos de la descarriada y da su vida por la salvación de la humanidad, a la que rescata del pecado. Es Rey de reyes y Señor de los que dominan.
–Jerusalén es la ciudad del rey David. La Iglesia, nueva Jerusalén, es la gran familia que salvó Cristo y reina sobre ella, por eso cantamos jubilosos con el Salmo 121: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor», vamos a la Iglesia, a la asamblea litúrgica.
–Colosenses 1,12-20: El Padre nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido. La razón suprema de la realeza del Corazón de Cristo está en su filiación divina. Dice San Juan Crisóstomo:
«Los beneficios recibidos son múltiples: además del propio don con el que nos gratifica, nos da también la virtud necesaria para recibirlo... Dios no solo nos ha honrado haciéndonos partícipes de la herencia, sino que nos ha hecho dignos de poseerla. Es doble, pues, el honor que recibimos de Dios: primero el puesto, y segundo el mérito de desempeñarlo bien» (Homilía sobre Colosenses 1,12).
Y más adelante dice él mismo:
«El Hijo de Dios no solamente ha creado todo, sino que Él conserva todo; de modo que si suspendiera un solo momento la acción de su voluntad soberana, todo volvería a la misma nada de la que Él ha sacado todo lo que existe... Por la palabra plenitud es necesario entender la divinidad de Jesucristo... La elección de esta expresión se ha hecho para indicar mejor que la esencia misma de la divinidad residía en Cristo» (ib. 17 y 19).
Y San Agustín:
«La Cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del padre. Y su Cuerpo es la Iglesia... Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles –porque todos los fieles son miembros de Cristo–, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su Cuerpo desde el cielo» (Comentario al Salmo 56,1).
–Lucas 23,35-43: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino. Toda la realeza salvífica del Corazón redentor de Cristo Jesús gira en torno al Calvario. Es la realeza que nos redime con su inmolación amorosa y nos salva con su resurrección pascual. Comenta San Agustín:
«Miremos la Cruz de Cristo. Allí estaba Cristo y allí estaban los ladrones. La pena era igual, pero diferente la causa. Un ladrón creyó, otro blasfemó. El Señor, como en un tribunal, hizo de juez para ambos; al que blasfemó lo mandó al infierno; al otro lo llevó consigo al Paraíso. Cristo en la Cruz es considerado Rey: “acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Cristo reinó desde la Cruz. La participación en la realeza de Cristo es consustancial a la vida cristiana, con tal que lo reconozcamos en medio de las tribulaciones, en su Cruz, como el buen ladrón» (Sermón 335,2).
En los tres ciclos se puede meditar también el texto siguiente de Orígenes:
«Sin duda, cuando pedimos que el reino de Dios venga a nosotros, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con las palabras del Evangelio: “vendremos a él y haremos morada en él”.
«Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a Él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino» (Tratado sobre la oración 25).