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Semana del Miércoles de Ceniza - año litúrgico patrístico

 

 

MANUEL GARRIDO BONAÑO, O.S.B.
Comentarios para cada día de la Cuaresma

Miércoles de Ceniza - Jueves después de Ceniza - Viernes después de Ceniza - Sábado después de Ceniza

 

Miércoles de Ceniza

Entrada: «Te compadeces de todos, Señor, y no odias  nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y los perdonas, porque Tú eres nuestro Dios y Señor» (Sap 11,24-25,27).

Colecta (del Misal anterior, y antes del Veronense, Gelasiano y Gregoriano): «Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal».

Comunión: «El que medita la Ley del Señor da fruto en su sazón» (Sal 1,2-3).

Postcomunión: «Señor, estos sacramentos que hemos recibido hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males».

Joel 2,12-18: Rasgad los corazones, no las vestiduras. Es éste un llamamiento del profeta Joel al pueblo de Dios para una celebración comunitaria de la penitencia. La respuesta de Dios a este ayuno la presenta el profeta como una vuelta a la era paradisíaca. La penitencia, el ayuno y los ritos de purificación harán que el pueblo, en el día del juicio, entre en la era definitiva de la felicidad.

A las condiciones de un ayuno agradable a Dios, que sea a un tiempo comunitario e interior, le añade el profeta su dimensión escatológica. Por él se llegará a la futura felicidad y a la vida eterna con Dios.

–Para que Dios perdone es menester que exista el reconocimiento de la culpa y el consiguiente arrepentimiento. Hacemos nuestra esa actitud espiritual con el Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.

«Contra ti, contra ti solo pequé. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza».

2 Corintios 5,20–6,2: Dejaos reconciliar con Dios. Ahora es tiempo de gracia. Cristo es ante todo el Reconciliador, el Príncipe de la paz. Los Apóstoles y los ministros sagrados continúan su obra en el sacramento de la penitencia. Comenta San Agustín:

«No tendría validez la exhortación a la reconciliación, si no fuéramos enemigos. Así pues, todo el mundo era enemigo del Salvador y amigo del que lo tenía cautivo; con otras palabras, era enemigo de Dios y amigo del diablo. También el género humano en su totalidad estaba encorvado hasta tocar la tierra.

«Comprendiendo ya quiénes son esos enemigos, el salmista levanta su voz contra ellos, y dice a Dios: “han encorvado mi alma” (Sal 56,7). El diablo y sus ángeles han encorvado las almas de los hombres hasta la tierra, es decir, hasta el punto que, inclinados a todo lo temporal y terreno, no buscan ya las cosas celestiales. Esto es, en efecto, lo que dice el Señor de esa mujer a la que Satanás tenía atada desde hacía dieciocho años, y a la que convenía ya librar de esa cadena, y en sábado precisamente. ¿Quiénes miraban con malos ojos a la que se erguía, sino los encorvados? Encorvados porque, no entendiendo los preceptos mismos de Dios, los miraban con corazón terrenal» (Sermón 162,B).

La cruz de ceniza, que hoy nos impone la Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a emprender una vida de penitencia: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). Es la misma llamada que ya escuchamos al profeta Joel: «Convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro».

Mateo 6,1-6.16-18: Tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará. Comenta San Agustín:

«Ciertos hombres hacen el bien y temen ser vistos, y ponen todo su afán en encubrir sus buenas obras. Buscan la ocasión en que nadie los vea. Entonces dan algo en limosna con el temor de chocar con aquel precepto: «guardaos de realizar vuestra justicia para ser vistos por ellos» (Mt 6,1). Pero el Señor no mandó que se ocultasen las obras buenas, sino que prohibió que se pensase solo en la alabanza humana al hacerlas –«para ser vistos por los hombres»–; que fuera ése el fruto que buscaran únicamente, sin desear ningún otro bien superior y celestial.

«Si lo hicieran solo para ser alabados, caerían bajo la prohibición del Señor. Guardaos, pues, de buscar ese fruto: el ser vistos por los hombres. Y, sin embargo, manda: «vean vuestras buenas obras» (Mt 5,16). Una cosa es  buscar en la buena acción tu propia alabanza, y otra buscar en el bien obrar la alabanza de Dios. Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la alabanza de los hombres; cuando buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos así para no ser vistos por los hombres, es decir, obremos de tal manera que no busquemos la recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de tal manera que quienes nos vean y nos imiten glorifiquen a Dios. Y caigamos en la cuenta de que si él no nos hubiera hecho así, nada seríamos» (Sermón 338,3-4).

 

Jueves después de Ceniza

Entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23)

Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano): «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a su fin».

Comunión: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).

Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».

Deuteronomio 30,15-20: Pongo delante de ti la bendición y la maldición. Ante el hombre se alzan dos caminos: el de la felicidad, en el caso de que acate los mandamientos de Dios, y el de la desgracia, si no quiere obedecer. Hemos de elegir uno u otro. La presentación de esta alternativa nos evoca la amonestación de Cristo a caminar por la senda estrecha, que lleva a la vida, y rechazar la ancha, que conduce a la perdición.

¿Por qué no adelantamos en nuestra vida espiritual, después de tanto tiempo como llevamos practicándola? Porque no somos consecuentes con el camino elegido. No terminamos de ser seguidores de Cristo, según sus enseñanzas. Nos sigue atrayendo todavía el otro camino, ancho, venturoso, pero que lleva a la perdición.

El apóstol San Pablo nos amonesta enérgicamente: «Caminad en espíritu, y no satisfagáis los deseos de vuestra carne. Bien claras son las obras de la carne: fornicación, inmundicia, impudicia, lujuria, enemistades, disputas, envidias, ira, riñas, disensiones, herejías, homicidios, embriagueces, glotonerías. Los que practican tales cosas no pueden entrar en el reino de Dios. Los frutos del espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley» (Gál 5,16-23).

«Caminad en espíritu». A esto tiende la práctica penitencial de la Cuaresma. Su misión consiste en libertar la naturaleza humana de la esclavitud de la sensualidad y de las pasiones, para someterla al dominio de la gracia y de la vida del Espíritu. Siempre hemos de estar en actitud de conversión. San Clemente Romano dice:

«Recorramos todos los tiempos, y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia, y los que le escucharon se salvaron. Lo mismo Jonás... De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia... Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e, implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas, las envidias, que conducen a la muerte» (Carta a los Corintios7,4-8–8,5-9).

–La Cuaresma es tiempo de renovación cristiana, de reemprender el camino iniciado por nuestro bautismo, de dar, en el seguimiento de Cristo, un nuevo paso a una mayor perfección cristiana. Eso es precisamente el Misterio Pascual, iniciado en nosotros y a cuya celebración anual nos preparamos.

Encaja perfectamente el Salmo 1 a la lectura anterior: «Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Dichoso el hombre que ha puestos su confianza en el Señor. Será como un árbol, plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas. Cuanto emprende tiene buen fin... No así los impíos, no así: serán paja que arrebata el viento...»

Lucas  9,22-25: El que pierda  su vida por mi causa la salvará. El verdadero discípulo de Cristo ha de cargar con su cruz cada día, siguiéndolo. La Cuaresma prepara al cristiano a  revivir el misterio de la cruz. Morir a uno mismo es requisito para vivir la vida de la gracia santificante. Es seguir la senda que conduce a la vida eterna. Así exhorta San León Magno:

«Es necesario, amadísimos, para adherirnos inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38).

«Y añade San Pablo: “si participamos en sus sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así, pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella lo que le lleva a la perdición» (Sermón 70,19 de la Pasión 4).

 

Viernes después de Ceniza

Entrada: «Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme» (Sal 29,11).

Colecta (del misal anterior y antes en Gelasiano y Gregoriano):«Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya siempre acompañada por la sinceridad de corazón».

Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4).

Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos disponga a recibir los dones de tu bondad».

Isaías 58,1-9: ¿Es ése el ayuno que el Señor desea? El ayuno no solo ha de consistir en comer menos, sino también y principalmente en no cometer pecados y hacer actos de caridad. Esto es constante en los profetas y también en las enseñanzas de Cristo (cf. Mt 6,1-6.16-18; 25,34-40). Dice San León Magno:

«No hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que, aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda querer lo que es bueno...

«El que se compadece caritativamente de quienes sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en el afecto con que la hacen» (Sermón 6 de Cuaresma 1-2).

Y San Agustín:

«Vuestros ayunos no sean como los que condena el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal por mal..., busca la paz y la consigue» (Sermón 206,3).

–El ayuno que Dios nos concede hacer consiste en una total conversión en obras buenas, y no solo en palabras y ritos externos. Por no haber ayudado así en muchas ocasiones, hemos de confesar nuestra culpa con gran arrepentimiento: el Salmo 50, que ya comentamos el Miércoles pasado, expresa nuestra súplica de perdón. Dice San León Magno:

«Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la Redención» (Sermón 6 de Cuaresma,1-2).

Mateo 9,14-15: Llegará un día en que se lleven al Esposo y entonces ayunarán. El ayuno está relacionado con el tiempo de la espera. Jesús mismo ha ayunado en el desierto, resumiendo en Sí la larga preparación de la humanidad en la instauración del Reino. Cuando comienza el ministerio público, Jesús puede decir con toda razón que el Reino ya está allí, que ha llegado el Esposo, que sus discípulos no han de ayunar mientras Él viva.

El ayuno del Viernes  Santo responde de modo especial a estas palabras de Jesús: es el ayuno en el día en que Jesús, muerto en la Cruz, es arrebatado de entre los suyos.

En nuestros días esperamos la venida definitiva del Esposo, al final de los tiempos, en la plenitud del Reino. La evocación de los misterios redentores del Señor es preparada como lo hicieron sus se-guidores. En los primeros tiempos, sólo el Viernes y Sábado Santos. Más tarde, se alargó a una semana y, posteriormente, a los cuarenta días de la Cuaresma.

En esta preparación se intensifican las prácticas ascéticas de ayuno, abstinencia y otras penitencias. La abstinencia actual de los viernes de Cuaresma es por tanto la preparación para la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, y también actitud de espera de la llegada gloriosa de Jesucristo y la instauración de su Reino en el fin del mundo. 

 

Sábado después de Ceniza

Entrada: «Respóndenos, Señor, con la bondad de tu gracia; por tu gran compasión, vuélvete hacia nosotros, Señor» (Sal 68,17).

Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, mira compasivo nuestra debilidad y extiende sobre nosotros tu mano poderosa».

Comunión: Misericordia quiero, y no sacrificio –dice el Señor–; que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13)

Postcomunión: Alimentados con el pan de vida, te pedimos, Señor, que cuanto hemos vivido y celebrado como misterio en esta Eucaristía, lo recibamos en el Cielo como plenitud de salvación.

Isaías 58,9-14: Cuando partas tu pan con el hambriento, brillará tu luz en las tinieblas. El profeta recoge algunas formas de proceder que manifiestan una auténtica penitencia, fuente de luz y de alegría para quienes la practican.

Con las obras de caridad hacia los demás hombres, nuestros hermanos, el cristiano sale, por la abnegación, de su egoísmo, y ésta es la mejor conversión, la penitencia que agrada a Dios. No son sólo obras de caridad las materiales, como la limosna, la ayuda en la enfermedad y la ancianidad, sino todas las que derivan del amor, como la disponibilidad, el servicio y la entrega. Dice San Gregorio Nacian-ceno:

«No consintamos, hermanos, en administrar de mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido... No nos dediquemos a acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la pobreza...

«Imitemos aquella suprema y primordial ley de Dios que hace llover sobre justos y pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; que pone la tierra, las fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes; el aire se lo entrega a las aves y el agua a los que viven en ella, y a todos da con abundancia los subsidios para su existencia, sin que haya autoridad de nadie que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni fronteras que los separen; se lo entregó todo en común, con amplitud y abundancia y sin deficiencia alguna. Así enaltece la uniforme dignidad de la naturaleza con la igualdad de sus dones y pone de manifiesto las riquezas de su benignidad» (Sermón 14, sobre el amor a los pobres, 23-25).

–El mismo Señor que nos invita a la conversión de nuestras obras nos promete, a cambio, ser nuestro Pastor. Con el Salmo 85 nos sentimos pobres y desamparados; por eso acudimos a Dios. Él nos enseña el camino del bien obrar, del que nos ha hablado el profeta Isaías en la lectura anterior; caminando por él, alcanzaremos la meta final de la Patria eterna:

«Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad. Inclina tu oído, Señor, es-cúchame, que soy un pobre desamparado, protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo, que confía en Ti. Tú eres mi Dios; piedad de mí, Señor, que Ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti. Porque Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.»

Lucas 5,27-32: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. En el evangelio de este día Jesús invita explícitamente a la conversión al publicano Leví. El Señor nos llama constantemente, pero de modo especial en estos días de Cuaresma, a la con-versión, a un progreso mayor en nuestra vida espiritual. Ante Dios todos somos pecadores y todos necesitamos convertirnos. Comenta San Agustín:

«La voz del Señor llama a los pecadores para que dejen de serlo, no sea que piensen los hombres que el Señor amó a los pecadores y opten por estar siempre en pecado, para que Cristo los ame. Cristo ama a los pecadores, como el médico al enfermo: con vistas a eliminar la fiebre y a sanarlo. No es su deseo que esté siempre enfermo, para tener siempre a quien visitar; lo que quiere es sanarlo.

«Por tanto, el Señor no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, para justificar al impío... ¿No te llevará a la plenitud angélica desde la cercana condición humana, quien te transformó en lo contrario de lo que eras? Por tanto, cuando comiences a ser justo, comienzas ya a imitar la vida angélica, ya que cuando eras impío estabas alejado de la vida de ellos. Presenta la fe, te haces justo y te sometes a Dios, tú que blasfemabas, y, aunque estabas vuelto hacia las criaturas, deseas ya al Creador» (Sermón 97 A,1).

 

 


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