6 de Enero. Epifanía del Señor
En la entrada
de esta Misa la Iglesia llama nuestra atención: «Mirad que llega el Señor del
Señorío: en la mano tiene el reino y la potestad y el imperio» (Mal 3,1; 1
Cro 19,12).
En la oración colecta
(Gregoriano) pedimos al Señor, que en este día reveló a su Hijo Unigénito
por medio de una estrella a los pueblos gentiles, conceda a los que ya lo
conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de
su gloria.
En el ofertorio
(Gregoriano) se pide al Señor que mire los dones de su Iglesia que no son oro,
incienso y mirra, sino Jesucristo, su Hijo, que en estos misterios se
manifiesta, se inmola y se da en comida.
La comunión
remite el texto de Mt 2,2: «Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos
con regalos a adorarlo». Y en la postcomunión (del Misal anterior,
procedente del Gelasiano) pedimos que la luz del Señor nos disponga y nos guíe
siempre para que aceptemos con fe pura y vivamos con amor sincero el misterio
del que hemos participado.
Navidad nos
trajo la nueva Luz, el Sol de justicia, Jesucristo, que hoy, en la Epifanía, se
manifiesta con nuevo resplandor para iluminar al mundo con su Luz y derramar
sobre él los tesoros de su redención.
–Isaías
60,1-6: La gloria del Señor amanece sobre ti. La universalidad
redentora del Emmanuel y su Nueva Alianza de salvación exigen una nueva Jerusalén.
Es la Iglesia, con su capacidad salvadora de judíos y gentiles. La Iglesia es
para todos los hombres elegidos del Padre. «¡Jerusalén, Iglesia, levántate!
¡Alégrate y salta de gozo!» Así hemos de entender la profecía de Isaías. Y
la Iglesia, obediente, canta jubilosa. Se diría que no se cansa de contemplar
la gloria del Señor. Es como si la trasladaran a las delicias del Tabor y, cual
otro Pedro y compañeros, exclamara: «Señor, ¡qué bien se está aquí!» (Mt
17,4). Su corazón se desborda de santa alegría.
Rara es la
ocasión en que el mundo moderno proporciona un gozo a la Iglesia, mientras que
los disgustos que le causan son frecuentes. Sin embargo, ella desborda de alegría
por la presencia de su Señor, por la celebración de sus misterios, por la
gracia de sus sacramentos.
–Sí, Iglesia
Santa, «la gloria del Señor resplandece sobre ti». Por eso cantamos con el
Salmo 71: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la
tierra… Porque él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía
protector. Él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los
pobres».
–Efesios
3,2-3.5-6: Ahora ha sido
revelado que también los gentiles son coherederos. Por un designio del amor
universal del Padre también los paganos están llamados a la revelación evangélica
en Cristo Jesús. En el Antiguo Testamento se había revelado por la promesa
hecha a Abrahán que “en su descendencia serían bendecidas todas las naciones
de la tierra” (Gén 12,3). Pero la forma en que se iba a realizar aquella
bendición no había sido desvelada.
En la plenitud
de los tiempos, San Pablo descubre a la luz de cuanto Jesucristo le revela, que
el camino elegido por Dios no ha sido salvar solamente por la descendencia biológica
de Abraham, sino incorporando los gentiles a la Iglesia, Cuerpo místico, en
igualdad con los judíos. Este es el «misterio», el plan de Dios tal como se
ha dado a conocer en la misión que Cristo confió a sus apóstoles. Ésta es la
gran misericordia de Dios: su redención universal, su Reino benéfico, que se
extiende a toda la humanidad. Demos gracias a Dios por ello.
–Mateo
2,1-12: Venimos de Oriente para adorar al Rey. Los Magos fueron
las primicias de este llamamiento a los gentiles para ser incorporados a la fe
en Cristo Jesús. Ellos representan también hoy a los que aún no conocen el
Evangelio de Jesucristo. Oigamos a San León Magno:
«Habiendo celebrado hace poco el fausto día en que la Virgen santísima, conservando su virginidad, dio al mundo al Salvador del género humano, la celebración de la venerada festividad de la Epifanía nos trae una prolongación de nuestro gozo, para que, uniéndose los misterios de estas solemnidades santísimas, no se entibie ni el vigor de nuestra alegría ni el fervor de nuestra fe.
«Para la salvación de todos los hombres convenía que la infancia del Mediador entre Dios y los hombres se manifestase al mundo entero aun cuando se hallaba encerrada en una pequeña aldea. Aunque el Señor eligió al pueblo de Israel, y en ese pueblo a una familia señalada, de la cual tomase nuestra humanidad, con todo, no quiso que su nacimiento estuviera oculto en la pequeñez de este lugar en el que había nacido, sino que, como nació para todos, quiso también comunicar a todos la noticia de su nacimiento.
«Por eso apareció a los tres Magos de Oriente una estrella de nueva luminosidad, más clara y más brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significación una cosa tan maravillosa. El que había dado tal signo al mundo, iluminó la inteligencia de los que la contemplaban; hizo que le buscaran los que no lo conocían y quiso Él mismo ser hallado por los que le buscaban.
«Tres hombres emprenden el camino guiados por esta luz celestial. Fija la mirada en el astro que les precede y siguiendo la ruta que les indica, son conducidos por el esplendor de la gracia al conocimiento de la verdad…
«Pero al anuncio de que un príncipe de los judíos ha nacido, se alarma Herodes, suponiendo un sucesor. Maquinando el asesinato del autor de la salvación, promete hipócritamente su homenaje. ¡Feliz él si hubiese imitado la fe de los Magos y hubiese puesto al servicio de la religión los planes que proyectaba al servicio del engaño! ¡Oh ciega impiedad de una estúpida emulación, piensas entorpecer con tu furor el designio divino! El Señor del mundo no busca un reino temporal, Él es quien lo da eterno…
«Los Magos realizan sus deseos, y llegan, conducidos por la estrella, hasta el Niño, el Señor Jesucristo. En la carne adoran al Verbo; en la infancia, a la Sabiduría; en la debilidad a la Omnipotencia; en la realidad de un hombre, al Señor de la majestad. Y, para manifestar exteriormente el misterio que ellos creen y entienden, atestiguan por los dones lo que ellos creen en el corazón. A Dios le ofrecen el incienso; al Hombre, la mirra y al Rey, el oro, sabiendo que honran en la unidad las naturalezas divina y humana. (I Homilía para la solemnidad de Epifanía).
Entradas y colectas después de la Epifanía
Lunes
Entrada:
«Un día santo amaneció para nosotros. Venid, pueblos, adorad al Señor,
porque una gran Luz ha descendido sobre la tierra». Colecta (Gelasiano):
«Te pedimos, Señor, que tu divina luz ilumine nuestros corazones; con ella
avanzaremos a través de las tinieblas del mundo, hasta llegar a la patria,
donde todo es eterna claridad».
Martes
Entrada:
«Bendito el que viene en el nombre del Señor. El Señor es Dios. Él nos
ilumina» (Sal 117,26-27). Colecta (Gelasiano):
«Señor, Dios nuestro, cuyo Hijo asumió la realidad de nuestra carne para
manifestársenos; concédenos, te rogamos, poder transformarnos internamente a
imagen de aquel que en su humanidad era igual a nosotros».
Miércoles
Entrada:«El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una Luz grande; habitaban tierras de
sombras y una luz les brilló» (Is 9, 2). Colecta (Gelasiano): «Señor,
luz radiante de todas las naciones, concede a los pueblos de la tierra una paz
estable, e ilumina nuestros corazones con aquella luz espléndida que condujo a
los Magos al conocimiento de tu Hijo».
Jueves
Entrada:
«En el principio y antes de los siglos la Palabra era Dios, y se ha dignado
nacer como Salvador del mundo» (Jn 1,1). Colecta (Gelasiano): «Dios
todopoderoso, tú que ha revelado a todas las naciones, por medio de tu Hijo,
que tú eres el Señor; concede a tu pueblo descubrir el misterio profundo de
Cristo Salvador, y llegar, en virtud de este misterio, a gozar de la luz de tu
gloria».
Viernes
Entrada:
«En las tinieblas brilla como una Luz el Señor, justo, clemente y compasivo»
(Sal 111,4). Colecta (Gelasiano): «Dios
todopoderoso, tú que has anunciado a los Magos, por medio de una estrella, el
nacimiento de nuestro Salvador, manifiéstanos siempre este misterio y haz que
sus frutos crezcan en nuestros corazones».
Sábado
Entrada:
«Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos el ser
hijos por adopción» (Gal 4,4-5). Colecta (Gelasiano): «Dios
todopoderoso y eterno, que nos has hecho renacer a una vida nueva por medio de
su Hijo, concédenos que la gracia nos modele a imagen de Cristo, en quien
nuestra naturaleza mortal se une a tu naturaleza divina».
7 de enero
–1 Juan
3,22–4,6: Examinad si los espíritus vienen de Dios. De nuevo
nos habla San Juan del «anticristo» y de los falsos profetas: son aquellos que
niegan la fe de la Iglesia. A ellos se oponen los creyentes, los que confiesan
que Jesucristo es el Verbo de Dios encarnado.
La comunidad de
vida que existe entre Dios y nosotros hace que nuestra oración sea siempre oída.
Comenta San Agustín:
«El Espíritu Santo nos ha mandado que “no demos fe a cualquier espíritu” y nos indica también el porqué de este mandato (1 Jn 4,1-3). Por tanto, quien desprecia este mandato y piensa que ha de “creer a todo espíritu”, necesariamente irá a caer en manos de los falsos profetas y, lo que es peor, blasfemará contra los auténticos…
«He escuchado el precepto de Juan, mejor, del Señor por boca de Juan: “no deis fe a cualquier espíritu”. Lo acepto y así quiero actuar. Continúa diciendo: “antes bien, examinad los espíritus para ver si proceden de Dios”. ¿Cómo hacerlo? No te preocupes… “En esto se conoce el espíritu que procede de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo vino en la carne, procede de Dios”…
«Alejad, pues, de vuestros oídos a cualquier charlatán, predicador, escritor o murmurador que niegue la venida en carne de Jesucristo. Por tanto, expulsad de vuestras casas, de vuestros oídos y de vuestros corazones a los maniqueos, quienes abiertamente niegan que Jesucristo vino en la carne. Su espíritu, por tanto, no procede de Dios» (Sermón 182,2).
Fácil
es para nosotros caer en el engaño. El Espíritu no es algo que poseemos. Él
nos posee y dirige. El Espíritu nos lleva a aceptar el misterio de Jesucristo.
El Espíritu nos hace fuertes. Nuestra confianza no se apoya, pues, en nosotros.
Ser de Jesús es aceptar su voz, hecha audible en la Iglesia hoy día. Todo
cristiano debe ser una radiante epifanía, es decir, manifestación del
Señor, ha de ser un vivo destello de la fulgente y divina Luz de Cristo. La
Epifanía es un claro anticipo de la futura aparición del Señor ante los ojos
de toda la humanidad.
–El
reino inaugurado con el nacimiento de Cristo se extiende a todo el mundo, a
todos los hombres, lo quieran éstos o no lo quieran. A través de este Reino
serán defendidos los humildes y socorridos los pobres. Que todos los hombres,
por tanto, reconozcan humildemente la soberanía suprema de Cristo y de su
mensaje salvador y redentor.
Hagámoslo
así nosotros cantando con el Salmo 2: «Voy a proclamar el
decreto del Señor. Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado
hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de
la tierra”. Y ahora, reyes, sed sensatos, escarmentad los que regís la
tierra: servid al Señor con temor». Recibamos nosotros fielmente el Reino de
Cristo, que es un reino de paz, de justicia, de amor y de gracia.
–Mateo
4,12-17.23-25: Está
cerca el Reino de los cielos. En los días que siguen a la solemnidad de
Epifanía la lectura evangélica nos presenta diversas manifestaciones de
Jesucristo. El comienzo de su predicación en Galilea ha sido visto por el
Evangelista como el cumplimiento de lo que dijo el profeta Isaías: «El pueblo
que habitaba en tinieblas vió una luz grande; a los que habitaban en sombra de
muerte una luz les brilló» (Is 9,1ss). Nosotros hemos de iluminar también,
como nos dice San León Magno:
«Sabemos que esto se ha realizado por el hecho de que los tres Magos, llamados desde un país lejano, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de esta estrella nos invita a imitar su obediencia y a hacernos también, en la medida de nuestras posibilidades, los servidores de esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo. Cualquiera que vive piadosamente y castamente en la Iglesia, que saborea las cosas de lo alto y no las de la tierra, es, en cierto modo, semejante a esta luz celeste. Mientras conserva en sí mismo el resplandor de una vida santa, muestra a muchos, como una estrella, el camino que conduce a Dios. Animados por este celo, debéis aplicaros, amadísimos, a ser útiles los unos para con los otros, a fin de brillar como los hijos de la luz en el reino de Dios, al que se llega por la fe recta y las buenas obras» (Sobre la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, Homilía 3ª, 5).
Cristo
tiene que reinar. Él dirá más tarde: «Se me ha dado todo poder en los cielos
y en la tierra» (Mt 28,18). «Todas las cosas están sometidas a Él» (Heb
2,8; cft. 1 Cor 15,24-25). En el obelisco de la plaza de San Pedro del
Vaticano están grabadas estas palabras: Christus vincit, Christus regnat,
Christus imperat. En virtud de este poder absoluto que Él posee, establece
su reino sobre la tierra, esto es, funda la Iglesia. Todo, pues, ha de ir sometiéndose
a Jesucristo, Rey pacífico y lleno de misericordia.
8 de enero
–1 Juan
4,7-1: Dios es Amor. Es Él quien nos ha amado primero y quien
envió a su Hijo, Jesucristo, por amor, para que fuese el Redentor de los
hombres. Oigamos a San Agustín:
«Dice San Juan: “Pasaron las tinieblas, ahora brille la luz”. Y a continuación añade: “Quien piensa ser luz y odia a su hermano está en las tinieblas” (1 Jn 2,8.9). Quizá haya quien piense que tales tinieblas son idénticas a las que sufren los encarcelados. ¡Ojalá fuesen como ésas! Y, con todo, nadie quiere verse en medio de ellas. En las tinieblas de la cárcel no es posible ver con los ojos, pero sí se puede contemplar a Dios amando a los hermanos (1 Jn 4,7)…
«Quien odia a su hermano camina, sale, entra, se mueve sin el peso de las cadenas y sin verse recluido en ninguna cárcel. No obstante, está aprisionado por la culpa. No pienses que está libre de la cárcel: su cárcel es su propio corazón» (Sermón 211,2).
El amor proviene de Dios como de su fuente, por eso «el que ama ha
nacido de Dios» (1 Jn 4,7). Es hijo de Dios, animado por la gracia. El amor
fraterno es un efecto de nuestro nacimiento sobrenatural. Dios, al hacernos partícipes
de su vida, nos ha hecho también partícipes de su inmensa caridad divina.
–Con el Salmo
77 cantamos el Reinado de Jesucristo: «Que todos los pueblos te sirvan,
Señor. Dios mío, confía tu juicio al rey para que rija a tu pueblo con
justicia, a tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz y los collados
justicia. Que Él defienda a los humildes del pueblo, y socorra al hijo del
pobre. Que en sus días florezca la justicia, y la paz hasta que falte la luna.
Que domine de mar a mar, del gran río al confín de la tierra».
¡Cristo es
Rey! Su reino es la creación entera. La nota de su reinado es el Amor. Es el
signo de su pertenencia a él: «en esto conocerán que sois mis discípulos:
si os amáis unos a los otros» (Jn 13,35). «Un mandamiento nuevo os
doy: que os améis como Yo os he amado» (13,34).
–Marcos
6,34-44: Jesús se manifiesta como profeta y taumaturgo en la
multiplicación de los panes y de los peces. El poder salvador de Cristo se
manifiesta en el alimento de vida que da a todos los hombres, que estamos como
ovejas sin pastor. Por eso la multiplicación de panes y peces es signo de la
sobreabundante vida divina que se nos da por Cristo. Oigamos a San Agustín:
«Gran milagro es, amadísimos, hartar a la muchedumbre con cinco panes y dos peces, gran milagro, en verdad. Pero el hecho no es tan de admirar si pensamos en el Hacedor. Quien multiplica los panes entre las manos de los repartidores, ¿no multiplica las semillas que germinan en la tierra y de unos granos llena los graneros? Lo que sucede es que como este portento se renueva todos los años a nadie le sorprende; pero no es la insignificancia del hecho el motivo de no admirarlo, sino la frecuencia con que se repite.
«Al hacer estas cosas, habla el Señor a los entendimientos, no tanto con palabras, como por medio de obras… Él es el Pan que bajó del cielo; un pan, sin embargo, que crece sin mengua. Se le puede sumir, pero no se le puede consumir. Este Pan estaba ya figurado en el maná. Porque ¿quién, sino Cristo, es el Pan del cielo?... Para que comiera el hombre el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Pues bien, ya que se nos ha dado una prenda tan valiosa, corramos a tomar posesión de nuestra herencia» (Sermón 130).
9 de enero
–1 Juan
4,11-18: Si nos amamos unos a los otros, Dios permanece en nosotros.
San Juan ratifica el lazo indisoluble que existe entre la verdad y la caridad.
El camino para la posesión de Dios, garantizada por la presencia de su Espíritu,
consiste en creer que Jesús es el Hijo de Dios, en creer también en el amor de
Dios, y en manifestar nuestro amor a nuestros hermanos, todos los hombres. Amar
como Dios nos ha amado. El amor de Dios es la fuente y el modelo del amor a los
hermanos.
Al amar a
nuestros hermanos, amamos a Dios, pues tanto ellos como nosotros hemos nacido de
Dios. La alegría de amar a nuestros hermanos es una experiencia del amor con
que Dios nos ama. El amor hace a Dios presente entre nosotros. Este amor tiene
como fruto la seguridad, la confianza plena en Dios, pues por él estamos unidos
a Dios, que en Cristo se entregó por nosotros. Comenta San Agustín:
«La fe no puede obrar bien si no es por el amor. Ésta es la fe de los fieles, distinta de la de los demonios, pues “también los demonios creen, pero tiemblan” (Sant 2,19). Ésa es la fe digna de alabanza, ésa la verdadera fe de la gracia, la que obra por amor. ¿Acaso podemos a nosotros mismos otorgarnos el poseer el amor y el poder obrar rectamente a partir de él, siendo así que está escrito: “la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado” (Rom 5,5)?.
«La caridad, hasta tal punto es don de Dios, que se la llama Dios, según dice el Apóstol San Juan: “Dios es caridad y quien permanece en la caridad, permanece en Dios” (1 Jn 4,16)» (Sermón 156,5).
«Os he dicho qué debéis temer y qué debéis apetecer. Buscad la caridad: penetre en vosotros la caridad. Dadle entrada, temiendo pecar; dad entrada al amor que hace que no pequéis; dad entrada al amor por el que vivís bien. Cuando la caridad entra, el temor comienza a salir. Cuanto más dentro esté ella, tanto menos será el temor. Cuando ella está totalmente dentro, no habrá temor alguno. Entre, pues, la caridad y expulse el temor (cfr. 1 Jn 4,18). Pero la caridad no entra sola, sin compañía; lleva consigo su propio temor; es ella quien lo introduce; pero se trata de un temor que dura siempre… Es el temor que teme ofender y desagradar a Dios» (Sermón 161,9).
–Supliquemos
con el Salmo 71 a Dios Padre que dé al Mesías, su Hijo bien
amado, un reino universal, para que reine en el mundo la justicia, y la protección
de los pobres, pues los otros reyes nunca conseguirán ese reino: «Dios mío,
confía tu juicio al Rey, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes
con rectitud. Que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributos, que los
reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones, porque Él librará al pobre
que clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se apiadará del pobre y
del indigente y salvará la vida de los pobres. Que todos los pueblos te sirvan,
Señor».
Cristo,
Rey de las almas: Él es quien inspira todos nuestros impulsos y movimientos
hacia el bien. Él ilumina el entendimiento con su Luz y lo somete poderosamente
a su Verdad, con el yugo de la fe. Él domina las conciencias y dicta leyes,
recompensa y castiga. Él sujeta las voluntades a su Ley y las hace regirse por
ella. Pero sobre todo impera en las almas por su infinito amor.
–Marcos
6,45-52: Vieron a Jesús andar sobre el lago. El episodio
manifiesta el poder de Cristo sobre las fuerzas de la naturaleza y, manifestando
ese poder, Jesucristo se revela como Dios. Es al mismo tiempo un signo de su
poder salvador.
Todo
esto es bello y admirable; pero no podemos olvidar lo que dice también esta
lectura: «Se retiró al monte a orar» ¡Qué inefables son estas palabras! No
sabemos cómo era la oración de Jesús, pero deberían ser unos coloquios
inefables con el Padre. Aunque Cristo nunca reveló su intimidad con el Padre,
nos comunicó su espíritu de oración al enseñarnos el padre nuestro...
¡Qué gran misterio insondable el de la oración de Jesucristo!... Orígenes
dice:
«Si Jesús practica la oración ¿quién de nosotros será negligente en ella? Dice, en efecto, San Marcos: “Y a la mañana, mucho antes del amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto y allí oraba” (Marcos 1,35). San Lucas: “Y acaeció que, hallándose Él orando en cierto lugar, así que acabó, le dirigió la palabra uno de sus discípulos” (Lc 11,1); y en otro lugar: “pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12). Y San Juan describe la oración de Cristo cuando dice: “Esto dijo Jesús y, levantando sus ojos al cielo, añadió: Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique”» (Jn 17,1) (Tratado sobre la oración 15).
10 de enero
–1
Juan 4,19–5,4: Quien
ama a Dios ame también a su hermano. San Juan vuelve de nuevo a los
temas fundamentales del amor y de la verdad. Nuestro amor a Dios se ha de
manifestar en el amor a los hermanos, es decir, a todos los hombres. Para nacer
de Dios es menester creer que Jesús es el Mesías y cumplir los mandamientos.
La verdad de nuestro ser cristiano, la autenticidad de nuestra vida se mide por
nuestra capacidad de morir, dando la vida. Separar el amor de Dios del amor del
prójimo nos conduce a una vida mentirosa, falsa y farisaica. Quien no es capaz
de amar a su hermano es imposible que ame a Dios. Oigamos a San Agustín:
«Un ala es: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero no te quedes con un ala; pues si crees tener una sola ala, no tienes ninguna: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Pero “si no amas a tu hermanos, a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios, a quien no ves?” (1 Jn 4,20). Busca, pues, la otra ala, y así podrás volar, así podrás despegarte de la codicia de lo terreno y fijarte en el amor de lo celeste. Y, mientras te apoyas en ambas alas, tendrás levantado el corazón, para que el corazón elevado arrastre arriba a su carne a su debido tiempo. Y no pienses que tardarás mucho en tener todas las plumas. Busca en las santas Escrituras múltiples preceptos de esta dilección, y con ellos se ejercita el que los lee y el que los escucha: pues de estos dos preceptos penden la ley y los profetas» (Sermón 68,13, probablemente en Hipona, hacia el 425).
En la santa Iglesia es donde encontraremos el auténtico amor de Cristo.
La gloria de Cristo brilla en la Iglesia. En torno a ella no reinan más que la
noche, el error, las tinieblas, la intranquilidad. En la Iglesia, en cambio,
luce el esplendente Sol de la Verdad, de la Vida y del Amor. Asociémonos al
gozo y a la tranquila esperanza de la Iglesia, que expresa y comunica en su
liturgia. Cuanto más nos unamos a la Iglesia en el dolor, más gozaremos con
ella en su inquebrantable confianza. Cristo vela por ella, la defiende y la
salva.
–En
Cristo la salvación ha alcanzado la plenitud de sentido. En Él se han cumplido
todas las profecías universalistas. Él ha sido, y es, la revelación para
todos los hombres. Todos los pueblos lo adorarán, porque a todos ha de llegar
su manifestación. Por eso cantamos con el Salmo 71: «Dios mío,
confía tu juicio al Rey, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes
con rectitud. Él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa
a sus ojos. Que recen a Él continuamente y lo bendigan todo el día. Su nombre
es eterno y su fama dura como el sol. Que Él sea la bendición de todos los
pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra».
¡Con qué
maravilloso esplendor brilla el poder del reinado de Cristo en las almas de los
santos! Ellos son realmente un triunfo de la omnipotente acción de la gracia de
Cristo.
–Lucas
4,14-22: Hoy se cumple esta Escritura. Una nueva epifanía, una
nueva manifestación del poder salvador de Cristo. Muestra que se cumple en Él
aquella profecía de Isaías: «el Espíritu del Señor sobre Mí»…
Efectivamente, Él es el Ungido del Señor por excelencia: Él habla a los
pobres, da libertad a los cautivos y oprimidos, da vista a los ciegos…
También hoy
sigue siendo el Señor la respuesta para todos los que sufren, para los
desvalidos, pobres y necesitados. Nosotros nos llamamos cristianos porque fuimos
ungidos en el bautismo y en la confirmación. Por Cristo somos cristianos. Por
ser sus discípulos somos miembros de su Cuerpo místico. Nuestra misión ante
el mundo ha de ser, pues, como la de Cristo: anunciar la Buena Nueva a todos los
hombres, pues todos están necesitados de la gracia divina.
Pero para esto,
esa Buena Nueva ha de ser clara y diáfana en nuestra propia vida, de modo que
toda ella sea imagen de Cristo, como Él, el Primogénito de todo lo creado, es
Imagen del Dios vivo. Todo ha sido creado por Él y en Él. Él es nuestro
fundamento. Él es nuestra Cabeza. El principio y el fin. De Él viene todo
cuanto necesitamos en lo material y en lo espiritual. Todos somos pobres y
desvalidos ante Él. Y Él viene en nuestra ayuda, pues es todo Amor y
Misericordia.
11 de enero
–1 Juan 5,5-6.8-13. El Espíritu, el agua y la sangre
dan testimonio. La fe es fuente de vida eterna. Esta fe se fundamenta en «el
agua y la sangre», en el Bautismo y en la Eucaristía, en la muerte y
resurrección de Cristo, que por los sacramentos de la iniciación cristiana
producen en nuestra alma la inhabitación de la Santísima Trinidad. Los que
creen en Cristo vencen al mundo, pues son hijos de Dios y poseen su fuerza. El
centro de la fe es Cristo Jesús. Él nos lleva al Padre por el Espíritu y nos
incorpora a su Iglesia para que vivamos por sus sacramentos. El agua y la
sangre, el Bautismo y la Eucaristía, son los signos de su entrega vivificante.
San Juan prueba con un triple testimonio que Jesucristo es verdaderamente
Hijo de Dios y que la fe en Él nos consigue la vida eterna. El Apóstol insiste
en la identidad del Jesús histórico con el Hijo de Dios. Esta verdad es
fundamental en la vida cristiana. Sólo el que cree en esta verdad de fe podrá
vencer al mundo. Jesucristo vino al mundo para cumplir la misión redentora que
el Padre le confió. El agua y la sangre son en Cristo los medios decisivos de
la salvación. San Juan los designa como los testimonios de Cristo. Y San Agustín
piensa que el Apóstol alude en ese texto al agua y a la sangre que salieron del
costado de Cristo para testificar la realidad de la naturaleza humana (Contra
Max. 2,22).
Otros autores dan diferentes explicaciones. Pero el simbolismo joánico
las abarca todas. Sometamos nuestra voluntad a Cristo, el Rey divino, a sus
mandamientos, a su ley, a su Evangelio, a la jerarquía de su Iglesia. Sometámonos
a su providencia, a sus decretos, a sus órdenes, a su beneplácito. Ante todos
los trabajos, deberes y responsabilidades; ante todas las fatigas, penas,
sacrificios y renuncias que Él exija de nosotros, no tengamos, a pesar de toda
resistencia de nuestra naturaleza caída, más que esta respuesta: «hágase tu
voluntad». El que ha conocido una vez a Cristo, el que se ha llenado de su Espíritu,
no puede por menos de convertirse en un hombre nuevo. No puede por menos
emprender «un nuevo camino», como los Magos.
–En el Antiguo Testamento habló Dios a Israel de diversos modos y en
distintos tiempos. En Cristo, la Palabra eterna de Dios, se hace manifestación
y revelación definitiva para todos los hombres. Los que aceptan esa Palabra
encarnada llegan a la vida eterna.
Con el Salmo 147 glorificamos al Señor: «Glorifica al Señor,
Jerusalén [la Iglesia santa, el
alma cristiana], que ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a
tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de
harina. Él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz. Anuncia su
palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel. Con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos».
Somos nosotros los que hemos recibido la plenitud de las promesas de Dios
por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, al cual seguimos y nos sometemos. ¡Éramos
paganos, hombres alejados de Dios, desconocedores de Cristo, privados de la vida
y de la filiación divina! Pero Cristo nos ha llamado a su vida y nos ha
salvado.
–Lucas 5,12-16. Al instante le dejó la lepra. La
Iglesia, en este tiempo de Epifanía, contempla otra nueva manifestación de
Cristo, que cura a un leproso y con ello proclama su divinidad. Las multitudes
acuden para oírle y recibir la curación. Pero, subraya el Evangelista: «el
solía retirarse a despoblado para orar». Qué maravillosos eran los diálogos
de Cristo con su Padre celestial. Él nos enseñó a orar con su palabra y con
su ejemplo.
Cristo vino a curarnos, sobre todo de la lepra del pecado. ¡Tanto amó
Dios al mundo, tanto me ama a mí!. En el Antiguo Testamento se consignan muchas
intervenciones de Dios con su pueblo elegido. En la plenitud de los tiempos, se
hace hombre su Hijo Unigénito y aparece personalmente en medio de nosotros. Ya
no es difícil poder encontrarle. Ya no es difícil tampoco dejarse hallar por
Él. Basta sólo querer. A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a
conseguir la salvación (cfr. Rom 8,28). Por eso nada será tan
ventajoso, tan beneficioso para nosotros como ponernos ciegamente en manos de la
Providencia divina, sometiéndonos totalmente a su divina voluntad. Toda nuestra
vida, cada uno de sus momentos, cooperan a nuestra salvación, conforme a lo
ordenado por la sabiduría y el amor divinos.
12 de enero
–1 Juan
5,14-21: Dios escucha nuestras peticiones. San Juan recomienda la
oración en favor de los pecadores, pues Dios atiende nuestras súplicas, según
su voluntad. En nuestro difícil caminar por la vida tenemos nuestra seguridad
en Cristo por la oración. Lo que
nos da seguridad y firmeza es nuestra coincidencia con la voluntad del Padre.
Oremos, pues, por nosotros mismos, pues lo necesitamos; pero oremos también por
los demás. Oigamos a San Agustín:
«“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16), para que el mundo tenga vida. Si el Padre no nos hubiera entregado la vida, no tendríamos vida. El mismo Cristo, el Señor, es la Vida de la que dice el Evangelista San Juan: “Éste es el Dios verdadero y la vida eterna” (1 Jn 5,20)… Así, pues, la Vida murió, la Vida permaneció, la Vida resucitó y, dando muerte a la muerte, nos comunicó la Vida» (Sermón 265 B, 4-5, del año 396).
Los cristianos
sabemos que hemos nacido de Dios. Y, por tanto, pertenecemos a Dios. Formamos el
rebaño de Cristo, que, como Buen Pastor, guarda con todo cariño. Sin embargo,
a la comunidad de los fieles se opone el mundo tenebroso y rebelde a Cristo,
dirigido por Satanás. Frente a frente están Cristo y el diablo, los seguidores
de Cristo y los seguidores del diablo.
No podemos,
pues, cruzarnos de brazos. Hemos de trabajar valientemente para que todos los
que están en el bando del diablo pasen al reinado de Jesucristo. Hemos de
procurarlo en primer lugar con la oración, y también, en la medida de nuestras
posibilidades, con nuestras palabras y siempre con nuestro ejemplo. Todo cuanto
de sobrenatural tenemos lo debemos a Cristo, pero hemos de hacer partícipes a
los demás de esos dones. Cristo es Amor y es Vida eterna. Él es la Fuente de
donde brota nuestra vida. Él constituye nuestra esperanza para la vida eterna.
–«El Señor
ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes». El Señor ha nacido
para redimir a todos, pues todos somos pecadores. Por eso, con nuestros labios y
corazones, cantamos el Salmo 149: «Cantad al Señor un cántico
nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles, que se alegre Israel
[la Iglesia, el alma cristiana] por su Creador. Los hijos de Sión [de la
Iglesia] por su Rey. Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes. Que
los fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas, con vítores a Dios
en la boca».
El cristiano ha
de ser con su vida, con su conducta, con su palabra, con sus obras buenas, una
alabanza continua a Dios, una radiante epifanía, una clara manifestación del
Señor, esto es, un vivo destello de la fulgente y divina Luz, que es Cristo, el
Señor.
–Juan 3,22-30: El amigo del esposo se alegra con la
voz del esposo: «Él tiene que crecer y yo menguar». Juan Bautista rinde
un último homenaje a Jesús. Ha cumplido su misión, ha preparado el camino del
Señor. Muchas veces, unas quince, ha comentado San Agustín este pasaje evangélico:
«Todo lo que obra Dios en nosotros, lo obra sabiendo lo que hace. Nadie es mejor que Él, nadie más sabio, nadie más poderoso… Humillémonos, pues, en cuanto hombres y no nos gloriemos más que en el Señor, para que Él sea exaltado. Disminuyámonos a nosotros mismos, para que podamos crecer en Él. Fijaos en el hombre supremo [Juan Bautista], mayor que el cual no ha surgido otro entre los nacidos de mujer. ¿Qué dijo él de Cristo? “Conviene que Él crezca y que yo, en cambio, mengüe” (Jn 3,30). Crezca Dios, disminuya el hombre. ¿Y cómo crece el que ya es perfecto? ¿Qué le falta a Dios para que pueda crecer? Dios crece en ti, cuando tú lo conoces a Él. Considera, pues, la humildad del hombre y la excelsitud de Dios» (Sermón 293 D,5).