1 de Enero. Santa María, Madre de Dios
En la entrada
de la solemnidad de la Madre de Dios cantamos a Nuestra Señora: «¡Salve,
Madre Santa! Virgen, Madre del Rey, que gobierna cielo y tierra por los siglos
de los siglos».
Oramos en la colecta
(del Misal anterior): Dios y Señor nuestro, que por la maternidad virginal de
María entregaste a los hombres los bienes de la salvación; concédenos
experimentar la intercesión de Aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo
Jesucristo, el autor de la vida».
El hecho
mariano está en la entraña misma de la fe cristiana. Es un hecho vinculado
irrenunciablemente a la realidad y a la misión personal del Verbo encarnado.
Por ello, al coronar la octava de Navidad, la liturgia
romana nos presenta hoy el misterio del Emmanuel en su marco más exacto:
el regazo maternal de María. La que hizo real la presencia del Hijo de Dios
encarnado, Príncipe de la paz, ha de ser reconocida por todos como la santa
Madre, Reina de la paz.
–Números
6,22-27: Invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré.
La bendición solemne del sacerdote al Pueblo de Israel era un signo de la
presencia amorosa de Dios entre los suyos. En la Nueva Alianza esta presencia se
nos ha hecho real y personal en Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. Éste
es el motivo central de la lectura.
El concepto bíblico
de la bendición implica una acción de Dios, que lleva al hombre a la
plenitud y a la felicidad. El Señor, bendiciendo al hombre, le concede las
condiciones del éxito en vida y en su trabajo. La bendición de Dios toca la
misma raíz de la actividad humana y la acompaña hasta el final.
Israel era un
pueblo bendito. La Iglesia es también un pueblo bendito. El cristiano,
perteneciendo a ese pueblo debe aparecer como un hombre bendito, un hombre que
se ha realizado y que es libre. La Iglesia se lo recuerda cuando al fin de la
celebración eucarística el sacerdote le da la bendición, tantas veces
menospreciada y recibida rutinariamente. Para acentuar el valor de las
bendiciones, la liturgia promovida por el concilio Vaticano II ha restablecido
en días determinados bendiciones más solemnes.
–Pedimos la
bendición de Dios con el Salmo 66: «El Señor tenga piedad y nos
bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra sus caminos, todos
los pueblos su salvación. Que canten de alegría las naciones, porque riges el
mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud, y gobiernas las naciones de
la tierra».
–Gálatas
4,4-7: Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer. Por cuanto el
Hijo de Dios se ha hecho hombre por María, todos podemos reconocernos hijos de
Dios en el ámbito amoroso de la Maternidad divina de María. El Hijo ha venido
a la tierra para una misión recibida del Padre, y en virtud de esa misión, Él
nos trae la salvación, que para los judíos significa la liberación de la ley
y para nosotros la elevación a la cualidad de hijos de Dios.
El Espíritu
vivificante del Hijo Resucitado es el principio dinámico de la filiación
adoptiva (Rom 1,3; 8.15-17). Esto nos da una convicción firmísima de que
verdaderamente Dios es nuestro Padre, y así nos atrevemos a invocarlo. San
Pablo nos recuerda la filiación mariana de Jesús, y nos invita a vivirla también
nosotros en el servicio de Dios, en la acogida de esa Palabra divina y en la
fidelidad a la misma.
–Lucas
2,16-21: Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse
los ocho días impusieron al niño por nombre Jesús. Desde el primer momento de
la Encarnación encontramos realmente a Jesús, nuestra paz y reconciliación,
en María, con María, por la
Virgen María.
La entrada de
Dios en nuestra historia es como un encuentro entre la miseria de los hombres y
la misericordia gloriosa de Dios. Y la Virgen María es un símbolo de la
Iglesia. Como ella, la Virgen toma la preciosa sangre sacrificial de Cristo y se
la ofrece a Dios sin descanso, todos los días y a todas las horas; se la ofrece
por la pobre, por la extraviada y pecadora humanidad, que siempre está en
guerra en algún lugar y para quien pide la paz.
La Iglesia sabe
que el Hijo de Dios vino al mundo y derramó su sangre por la salvación de los
hombres. Por eso la salvación constituye para ella su máxima y primordial
preocupación. La Iglesia quiere la paz entre los hombres y por eso acude con su
plegaria a la Madre del Príncipe de la paz, para que la otorgue ampliamente a
la humanidad. También en las letanías lauretanas invoca la Iglesia a la Virgen
María como Reina de la paz.