Cuaresma
La Cuaresma es el
período litúrgico que prepara a los cristianos para la celebración de las
fiestas de la Pascua. Tenía lugar esta preparación, en un principio, solo desde
el Viernes Santo a la Vigilia Pascual: «dies in quibus est ablatus Sponsus»
(los días en que se nos quitó el Esposo). Luego se alargó a una semana y más
tarde algo más.
Como tiempo litúrgico
normal, la Cuaresma comienza en el siglo IV, en toda la Iglesia, sin que
precediera para ello una orden o mandato especial. Ya en ese período se tenía
en cuenta de modo especial a los catecúmenos, que habían de recibir el bautismo
en la Vigilia Pascual, y a los penitentes, que serían reconciliados el Jueves
Santo por la mañana.
La Sacrosanctum
Concilium del Vaticano II dice a este respecto:
«Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los
fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la oración,
para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la
preparación del bautismo y mediante la penitencia, dese particular relieve en
la liturgia y en la catequesis litúrgica al doble carácter de este tiempo» (nº
109).
En este tiempo, según
las normas de la Iglesia, pueden realizarse diversos ejercicios, o bien
paralitúrgicos o bien piadosos, como el Via crucis, a los que el pueblo
fiel está muy sensibilizado.
En un principio la
Cuaresma comenzaba con el primer Domingo de ese período litúrgico. Luego, como
en los domingos no se ayunaba, se añadieron unos días más, y así surgió el Miércoles de Ceniza, en el
que se imponía la ceniza y el sayal a los penitentes públicos; después esta
costumbre se extendió a todos.
Con motivo de la
reforma litúrgica del Vaticano II, se pretendió suprimir la celebración del
Miércoles de Ceniza y comenzar la Cuaresma por el Domingo, dejando al criterio
de los sacerdotes el imponer la ceniza a los fieles el lunes siguiente.
Pero Pablo VI decidió
que se mantuviese la disciplina tradicional del Miércoles de Ceniza, y él daba
ejemplo recibiendo todos los años devotísimamente la ceniza en su cabeza. Los
Pontífices siguientes han continuado con esa misma práctica.
Miércoles de Ceniza
Entrada: «Te compadeces de todos, Señor, y no
odias nada de lo que has hecho; cierras
los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y los perdonas,
porque Tú eres nuestro Dios y Señor» (Sap 11,24-25,27).
Colecta (del Misal anterior, y antes del Veronense,
Gelasiano y Gregoriano):
«Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos
mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos
días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal».
Comunión: «El que medita la Ley del Señor da fruto
en su sazón» (Sal 1,2-3).
Postcomunión: «Señor, estos sacramentos que hemos
recibido hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio
saludable de todos nuestros males».
–Joel 2,12-18:
Rasgad los corazones, no las vestiduras. Es éste un llamamiento del
profeta Joel al pueblo de Dios para una celebración comunitaria de la
penitencia. La respuesta de Dios a este ayuno la presenta el profeta como una
vuelta a la era paradisíaca. La penitencia, el ayuno y los ritos de
purificación harán que el pueblo, en el día del juicio, entre en la era
definitiva de la felicidad.
A las condiciones de
un ayuno agradable a Dios, que sea a un tiempo comunitario e interior, le añade
el profeta su dimensión escatológica. Por él se llegará a la futura felicidad y
a la vida eterna con Dios.
–Para que Dios
perdone es menester que exista el reconocimiento de la culpa y el consiguiente
arrepentimiento. Hacemos nuestra esa actitud espiritual con el Salmo 50:
«Misericordia, Dios mío, hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi
pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.
«Contra ti, contra ti
solo pequé. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con
espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo
espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu
generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza».
–2 Corintios
5,20–6,2: Dejaos reconciliar con Dios. Ahora es tiempo de
gracia. Cristo es ante todo el Reconciliador, el Príncipe de la paz. Los
Apóstoles y los ministros sagrados continúan su obra en el sacramento de la
penitencia. Comenta San Agustín:
«No tendría validez la exhortación a la
reconciliación, si no fuéramos enemigos. Así pues, todo el mundo era enemigo
del Salvador y amigo del que lo tenía cautivo; con otras palabras, era enemigo
de Dios y amigo del diablo. También el género humano en su totalidad estaba
encorvado hasta tocar la tierra.
«Comprendiendo ya quiénes son esos enemigos, el
salmista levanta su voz contra ellos, y dice a Dios: “han encorvado mi alma”
(Sal 56,7). El diablo y sus ángeles han encorvado las almas de los hombres
hasta la tierra, es decir, hasta el punto que, inclinados a todo lo temporal y
terreno, no buscan ya las cosas celestiales. Esto es, en efecto, lo que dice el
Señor de esa mujer a la que Satanás tenía atada desde hacía dieciocho años, y a
la que convenía ya librar de esa cadena, y en sábado precisamente. ¿Quiénes
miraban con malos ojos a la que se erguía, sino los encorvados? Encorvados
porque, no entendiendo los preceptos mismos de Dios, los miraban con corazón
terrenal» (Sermón 162,B).
La cruz de ceniza,
que hoy nos impone la Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a
emprender una vida de penitencia: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15).
«Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). Es la misma
llamada que ya escuchamos al profeta Joel: «Convertíos a mí de todo corazón con
ayuno, con llanto, con luto. Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras:
convertíos al Señor Dios vuestro».
–Mateo
6,1-6.16-18: Tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará.
Comenta San Agustín:
«Ciertos hombres hacen el bien y temen ser
vistos, y ponen todo su afán en encubrir sus buenas obras. Buscan la ocasión en
que nadie los vea. Entonces dan algo en limosna con el temor de chocar con
aquel precepto: «guardaos de realizar vuestra justicia para ser vistos por
ellos» (Mt 6,1). Pero el Señor no mandó que se ocultasen las obras buenas, sino
que prohibió que se pensase solo en la alabanza humana al hacerlas –«para ser
vistos por los hombres»–; que fuera ése el fruto que buscaran únicamente, sin
desear ningún otro bien superior y celestial.
«Si lo hicieran solo para ser alabados, caerían
bajo la prohibición del Señor. Guardaos, pues, de buscar ese fruto: el ser
vistos por los hombres. Y, sin embargo, manda: «vean vuestras buenas obras» (Mt
5,16). Una cosa es buscar en la buena
acción tu propia alabanza, y otra buscar en el bien obrar la alabanza de Dios.
Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la alabanza de los hombres; cuando
buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos así para no
ser vistos por los hombres, es decir, obremos de tal manera que no busquemos la
recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de tal manera que quienes
nos vean y nos imiten glorifiquen a Dios. Y caigamos en la cuenta de que si él
no nos hubiera hecho así, nada seríamos» (Sermón 338,3-4).
Jueves después de Ceniza
Entrada: «Cuando invoqué al Señor, Él escuchó mi
voz, rescató mi alma de la guerra que me hacían. Encomienda a Dios tus afanes,
que Él te sustentará» (cf. Sal 54,17-20.23)
Colecta (del Misal anterior, antes Gregoriano):
«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que
nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti como a
su fin».
Comunión: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).
Postcomunión: «Favorecidos con el don del Cielo te
pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga viva realidad en
nosotros y nos alcance la salvación».
–Deuteronomio
30,15-20: Pongo delante de ti la bendición y la maldición. Ante
el hombre se alzan dos caminos: el de la felicidad, en el caso de que acate los
mandamientos de Dios, y el de la desgracia, si no quiere obedecer. Hemos de
elegir uno u otro. La presentación de esta alternativa nos evoca la
amonestación de Cristo a caminar por la senda estrecha, que lleva a la vida, y
rechazar la ancha, que conduce a la perdición.
¿Por qué no
adelantamos en nuestra vida espiritual, después de tanto tiempo como llevamos practicándola? Porque
no somos consecuentes con el camino elegido. No terminamos de ser seguidores de
Cristo, según sus enseñanzas. Nos sigue atrayendo todavía el otro camino,
ancho, venturoso, pero que lleva a la perdición.
El apóstol San Pablo
nos amonesta enérgicamente: «Caminad en espíritu, y no satisfagáis los deseos
de vuestra carne. Bien claras son las obras de la carne: fornicación,
inmundicia, impudicia, lujuria, enemistades, disputas, envidias, ira, riñas,
disensiones, herejías, homicidios, embriagueces, glotonerías. Los que practican
tales cosas no pueden entrar en el reino de Dios. Los frutos del espíritu son:
caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, afabilidad,
bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley» (Gál 5,16-23).
«Caminad en
espíritu». A esto tiende la práctica penitencial de la Cuaresma. Su misión
consiste en libertar la naturaleza humana de la esclavitud de la sensualidad y
de las pasiones, para someterla al dominio de la gracia y de la vida del
Espíritu. Siempre hemos de estar en actitud de conversión. San Clemente Romano
dice:
«Recorramos todos los tiempos, y aprendamos
cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a
los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia, y los que le
escucharon se salvaron. Lo mismo Jonás... De la penitencia hablaron, inspirados
por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el
mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia...
Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e, implorando con
súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su benevolencia y
convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas, las envidias,
que conducen a la muerte» (Carta a los Corintios 7,4-8–8,5-9).
–La
Cuaresma es tiempo de renovación cristiana, de reemprender el camino iniciado
por nuestro bautismo, de dar, en el seguimiento de Cristo, un nuevo paso a una
mayor perfección cristiana. Eso es precisamente el Misterio Pascual, iniciado
en nosotros y a cuya celebración anual nos preparamos.
Encaja perfectamente
el Salmo 1 a la lectura anterior: «Dichoso el hombre que no sigue
el camino de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta
en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su
ley día y noche. Dichoso el hombre que ha puestos su confianza en el Señor.
Será como un árbol, plantado al borde de la acequia; da fruto en su sazón, no
se marchitan sus hojas. Cuanto emprende tiene buen fin... No así los impíos, no
así: serán paja que arrebata el viento...»
–Lucas 9,22-25: El que pierda su vida por mi causa la salvará. El
verdadero discípulo de Cristo ha de cargar con su cruz cada día, siguiéndolo.
La Cuaresma prepara al cristiano a
revivir el misterio de la cruz. Morir a uno mismo es requisito para
vivir la vida de la gracia santificante. Es seguir la senda que conduce a la
vida eterna. Así exhorta San León Magno:
«Es necesario, amadísimos, para adherirnos
inseparablemente a este misterio [el de la cruz de Cristo] hacer los mayores
esfuerzos del alma y del cuerpo; porque, si es malo permanecer ajeno a la
solemnidad pascual, es aún peor asociarse a la comunidad de los fieles sin
haber participado antes en los sufrimientos de Cristo. El Señor ha dicho:
“quien no toma su cruz y me sigue no es digno de Mí” (Mt 10,38).
«Y añade San Pablo: “si participamos en sus
sufrimientos, también participaremos en su Reino” (Rom 8,17; 1 Tim 2,12). Así,
pues, el mejor modo de honrar la pasión, muerte y resurrección de Cristo es
sufrir, morir y resucitar con Él... Por eso, cuando alguien se da cuenta que sobrepasa
los límites de las disciplina cristiana y que sus deseos van hacia lo que le
haría desviar del camino recto, que recurra a la cruz del Señor y clave en ella
lo que le lleva a la perdición» (Sermón 70,19 de la Pasión 4).
Viernes después de Ceniza
Entrada: «Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme» (Sal 29,11).
Colecta (del misal anterior y antes en Gelasiano y
Gregoriano): «Confírmanos, Señor, en el espíritu de penitencia con que
hemos empezado la Cuaresma; y que la austeridad exterior que practicamos vaya
siempre acompañada por la sinceridad de corazón».
Comunión: «Señor, enséñame tus caminos e instrúyeme
en tus sendas» (Sal 24,4).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor Todopoderoso, que la
participación en tus sacramentos nos purifique de todos nuestros pecados y nos
disponga a recibir los dones de tu bondad».
–Isaías 58,1-9:
¿Es ése el ayuno que el Señor desea? El ayuno no solo ha de consistir en
comer menos, sino también y principalmente en no cometer pecados y hacer actos
de caridad. Esto es constante en los profetas y también en las enseñanzas de
Cristo (cf. Mt 6,1-6.16-18; 25,34-40). Dice San León Magno:
«No hay cosa más útil que unir los ayunos
santos y razonables con la limosna. Ésta, bajo la única denominación de
misericordia, contiene muchas y laudables acciones de piedad; de modo que,
aunque las situaciones de fortuna sean desiguales, pueden ser iguales las
disposiciones de ánimo de todos los fieles. Porque el amor que debemos tanto a
Dios como a los hombres no se ve nunca impedido hasta tal punto que no pueda
querer lo que es bueno...
«El que se compadece caritativamente de quienes
sufren cualquier calamidad es bienaventurado no solo en virtud de su
benevolencia, sino por el bien de la paz. Las realizaciones del amor pueden ser
muy diversas, y así, en razón de la misma diversidad, todos los buenos
cristianos pueden ejercitarse en ellas, no solo los ricos y pudientes, sino
incluso los de posición media y aun los pobres. De este modo, quienes son
desiguales por su capacidad de hacer la limosna, son semejantes en el amor y en
el afecto con que la hacen» (Sermón 6 de Cuaresma 1-2).
Y San Agustín:
«Vuestros ayunos no sean como los que condena
el profeta (Is 58,5). Él fustiga el ayuno de la gente pendenciera; aprueba el
de los piadosos; condena a quienes aprietan y busca a quien aflojan; acusa a
los cizañeros, aprecia a los pacificadores. Éste es el motivo por el que en
estos días refrenáis vuestros deseos de cosas lícitas, para no sucumbir ante lo
ilícito. De esta forma, nuestra oración, hecha con humildad y caridad, con
ayuno y limosnas, templanza y perdón, practicando el bien y no devolviendo mal
por mal..., busca la paz y la consigue» (Sermón 206,3).
–El ayuno que Dios
nos concede hacer consiste en una total conversión en obras buenas, y no solo
en palabras y ritos externos. Por no haber ayudado así en muchas ocasiones,
hemos de confesar nuestra culpa con gran arrepentimiento: el Salmo 50,
que ya comentamos el Miércoles pasado, expresa nuestra súplica de perdón. Dice
San León Magno:
«Porque es propio de la festividad pascual que
toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que renacen en
el santo bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se encuentran
ya en el número de los hijos adoptivos. Pues, si bien los hombres renacen a la
vida nueva principalmente por el bautismo, como a todos nos es necesario
renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay
quien no tenga que ser mejor en la escala de la perfección, debemos esforzarnos
para que nadie se encuentre bajo el efecto de viejos vicios el día de la
Redención» (Sermón 6 de Cuaresma,1-2).
–Mateo
9,14-15: Llegará un día en que se lleven al Esposo y entonces
ayunarán. El ayuno está relacionado con el tiempo de la espera. Jesús mismo
ha ayunado en el desierto, resumiendo en Sí la larga preparación de la
humanidad en la instauración del Reino. Cuando comienza el ministerio público,
Jesús puede decir con toda razón que el Reino ya está allí, que ha llegado el
Esposo, que sus discípulos no han de ayunar mientras Él viva.
El ayuno del
Viernes Santo responde de modo especial
a estas palabras de Jesús: es el ayuno en el día en que Jesús, muerto en la
Cruz, es arrebatado de entre los suyos.
En nuestros días
esperamos la venida definitiva del Esposo, al final de los tiempos, en la
plenitud del Reino. La evocación de los misterios redentores del Señor es
preparada como lo hicieron sus se-guidores. En los primeros tiempos, sólo el
Viernes y Sábado Santos. Más tarde, se alargó a una semana y, posteriormente, a
los cuarenta días de la Cuaresma.
En esta preparación
se intensifican las prácticas ascéticas de ayuno, abstinencia y otras
penitencias. La abstinencia actual de los viernes de Cuaresma es por tanto la
preparación para la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y
Resurrección del Señor, y también actitud de espera de la llegada gloriosa de
Jesucristo y la instauración de su Reino en el fin del mundo.
Sábado después de Ceniza
Entrada: «Respóndenos, Señor, con la bondad de tu
gracia; por tu gran compasión, vuélvete hacia nosotros, Señor» (Sal 68,17).
Colecta (del misal anterior y antes del
Gregoriano): «Dios todopoderoso y eterno, mira compasivo nuestra
debilidad y extiende sobre nosotros tu mano poderosa».
Comunión: Misericordia quiero, y no sacrificio –dice
el Señor–; que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt
9,13)
Postcomunión: Alimentados con el pan de vida, te
pedimos, Señor, que cuanto hemos vivido y celebrado como misterio en esta
Eucaristía, lo recibamos en el Cielo como plenitud de salvación.
–Isaías
58,9-14: Cuando partas tu pan con el hambriento, brillará tu luz en
las tinieblas. El profeta recoge algunas formas de proceder que manifiestan
una auténtica penitencia, fuente de luz y de alegría para quienes la practican.
Con las obras de
caridad hacia los demás hombres, nuestros hermanos, el cristiano sale, por la
abnegación, de su egoísmo, y ésta es la mejor conversión, la penitencia que
agrada a Dios. No son sólo obras de caridad las materiales, como la limosna, la
ayuda en la enfermedad y la ancianidad, sino todas las que derivan del amor,
como la disponibilidad, el servicio y la entrega. Dice San Gregorio
Nacian-ceno:
«No consintamos, hermanos, en administrar de
mala manera lo que, por don divino, se nos ha concedido... No nos dediquemos a
acumular y guardar dinero, mientras otros tienen que luchar en medio de la
pobreza...
«Imitemos aquella suprema y primordial ley de
Dios que hace llover sobre justos y
pecadores, y hace salir igualmente el sol para todos; que pone la tierra, las
fuentes, los ríos y los bosques a disposición de todos sus habitantes; el aire
se lo entrega a las aves y el agua a los que viven en ella, y a todos da con
abundancia los subsidios para su existencia, sin que haya autoridad de nadie
que los detenga, ni ley que los circunscriba, ni fronteras que los separen; se
lo entregó todo en común, con amplitud y abundancia y sin deficiencia alguna.
Así enaltece la uniforme dignidad de la naturaleza con la igualdad de sus dones
y pone de manifiesto las riquezas de su benignidad» (Sermón 14, sobre el
amor a los pobres, 23-25).
–El mismo Señor que
nos invita a la conversión de nuestras obras nos promete, a cambio, ser nuestro
Pastor. Con el Salmo 85 nos sentimos pobres y desamparados; por
eso acudimos a Dios. Él nos enseña el camino del bien obrar, del que nos ha
hablado el profeta Isaías en la lectura anterior; caminando por él,
alcanzaremos la meta final de la Patria eterna:
«Enséñame, Señor, tu
camino, para que siga tu verdad. Inclina tu oído, Señor, es-cúchame, que soy un
pobre desamparado, protege mi vida, que soy un fiel tuyo, salva a tu siervo,
que confía en Ti. Tú eres mi Dios; piedad de mí, Señor, que Ti te estoy
llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia
Ti. Porque Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que
te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.»
–Lucas 5,27-32:
No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan.
En el evangelio de este día Jesús invita explícitamente a la conversión al
publicano Leví. El Señor nos llama constantemente, pero de modo especial en
estos días de Cuaresma, a la con-versión, a un progreso mayor en nuestra vida
espiritual. Ante Dios todos somos pecadores y todos necesitamos convertirnos.
Comenta San Agustín:
«La voz del Señor llama a los pecadores para
que dejen de serlo, no sea que piensen los hombres que el Señor amó a los
pecadores y opten por estar siempre en pecado, para que Cristo los ame. Cristo
ama a los pecadores, como el médico al enfermo: con vistas a eliminar la fiebre
y a sanarlo. No es su deseo que esté siempre enfermo, para tener siempre a
quien visitar; lo que quiere es sanarlo.
«Por tanto, el Señor no vino a llamar a los
justos, sino a los pecadores, para justificar al impío... ¿No te llevará a la
plenitud angélica desde la cercana condición humana, quien te transformó en lo
contrario de lo que eras? Por tanto, cuando comiences a ser justo, comienzas ya
a imitar la vida angélica, ya que cuando eras impío estabas alejado de la vida
de ellos. Presenta la fe, te haces justo y te sometes a Dios, tú que
blasfemabas, y, aunque estabas vuelto hacia las criaturas, deseas ya al
Creador» (Sermón 97 A,1).
1ª Semana de Cuaresma
Domingo
Entrada: «Me invocará y le escucharé, lo defenderé;
lo saciaré de largos días» (Sal 90,15-16).
Colecta (Gelasiano): «Al celebrar un año más la
santa Cuaresma concédenos, Dios todopoderoso, avanzar en la inteligencia del
misterio de Cristo, y vivirlo en su plenitud».
Ofertorio (del misal anterior, y antes del Gelasiano
y Gregoriano): «Te rogamos, Señor, que nos prepares dignamente para ofrecer
este sacrificio con el que inauguramos la celebración de la Pascua»
Comunión: «No solo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), o bien «El Señor te cubrirá
con sus plumas, bajo sus alas te refugiarás» (Sal 90,4).
Postcomunión (composición nueva con elementos del Misal de Bobbio, siglo VII y
pasajes evangélicos –Mt 4,4; Jn 6,51–): «Después de recibir el pan del
Cielo que alimenta la fe, consolida la esperanza y fortalece el amor, te
rogamos, Dios nuestro, que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y
verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu
boca».
Ciclo A
El mayor obstáculo
para vivir una Cuaresma cristiana es el orgullo del hombre, siempre dispuesto a desentenderse de Dios
y de su voluntad amorosa, para autodi-vinizarse y determinar por sí mismo la
ley del bien y del mal. La liturgia de hoy nos enseña a tomar el camino recto.
–Génesis
2,7-5–3,1-7: Creación y pecado de nuestros primeros padres. Fuimos creados, por amor de Dios, para
glorificar al Creador a través de las cosas creadas. Pero el pecado original,
la soberbia de Adán y Eva, trajo la degradación de la naturaleza humana.
Comenta San Agustín:
«Se pasó por alto la amenaza de Dios y se
prestó atención a la promesa del diablo. Pero la amenaza de Dios resultó ser
verdadera y falso el engaño del diablo. ¿De qué le sirvió –os pregunto– de qué
le sirvió a la mujer decir: “la serpiente me indujo”, y al varón: “la mujer que
me diste como compañera me dio y comí“? ¿Acaso les valió la excusa y evitaron
la condena?» (Sermón 224).
–Seguimos pidiendo
perdón al Señor con el Salmo 50, que ya comentamos el miércoles
de Ceniza.
–Romanos
5,12-19: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Para
regenerarnos, el amor de Dios nos ofreció la redención en Cristo, el nuevo
Adán. Todos hemos de convertirnos a Cristo para nuestra salvación. Comenta San
Agustín:
«Ved lo que nos dio a beber el hombre, ved lo
que bebimos de aquel progenitor, que apenas pudimos digerir. Si esto nos vino
por medio del hombre, ¿qué nos llegó a través del Hijo del Hombre? (Rom
5,12-19)... Por aquél el pecado, por Cristo la justicia. Por tanto, todos los
pecadores pertenecemos al hombre y todos los justos al Hijo del Hombre (Sermón
255,4). Como dice el Señor por el profeta Isaías: «Vuestra salvación está
en convertiros y en tener calma; vuestra fuerza está en confiar y en estar
tranquilos. Pero el Señor espera para apiadarse, aguanta para compadecerse;
porque el Señor es un Dios recto: dichosos los que esperan en Él» (Is
30,15.18).
–Mateo 4,1-11:
Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado. Jesús no sólo es el
Salvador, en quien podemos confiar, sino también el modelo que nos enseña a
vencer en nosotros mismos toda tentación degradante. San Agustín dice:
«Nuestra vida en medio de esta peregrinación no
puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a
través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede
ser coronado si no ha vencido, ni
vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y de
tentaciones...
« Cristo nos incluyó en Sí mismo cuando quiso
verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se
dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero
en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de
Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él
para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti los honores; en
definitiva, de ti para Él la tentación y de Él para ti la victoria. Si hemos
sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo.
«¿Te fijas en que Cristo fue tentado y no te
fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en Él, reconócete también
vencedor en Él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado
no te habría aleccionado para la victoria, cuando tú fueras tentado» (Comentario
sobre los Salmos, salmo 60,2-3).
Ciclo B
Toda la historia de
la salvación evidencia el designio divino de purificarnos de nuestros pecados y
entablar con nosotros una alianza de salvación y de santidad. La penitencia
cuaresmal tiene su origen en el ejemplo personal de Cristo, quien, no obstante
su absoluta santidad personal y para invitarnos personalmente con su ejemplo,
consagró cuarenta días íntegros a la oración, al ayuno y a la ascética
penitencial. Hemos de estar persuadidos de que tenemos necesidad de penitencia,
si no queremos anular en nosotros el fruto del sacrificio redentor del
Calvario.
–Génesis 9,8-15:
Pacto de Dios con Noé, liberado de las aguas del diluvio. Tras el
castigo purificador del diluvio, Dios volvió a proclamar su designio de alianza
y salvación sobre la comunidad nuevamente regenerada y misteriosamente
seleccionada entre la humanidad pecadora: «Donde abundó el pecado, sobreabun-dó
la gracia» (Rom 5,20).
Esta es la idea que parece enseñarnos la
lectura del diluvio. El pecado lleva siempre a la destrucción; pero Dios
también está siempre dispuesto a recrear al hombre, a renovarlo de modo que
continúe viviendo en la justicia y santidad. Por eso Dios se une a la humanidad
con un pacto, la alianza, empeño que Dios tiene en favor de los hombres.
Dios está cerca, como
amigo que cuida del destino del hombre y desea su plena realización. Donde existió
el pecado y la muerte, ahora brilla el arco iris en el cielo, signo del Sol del
Amor divino, que no cesará jamás de querer bien al hombre. Éste volverá una y
otra vez al pecado, pero Dios se compadecerá siempre, perdonando y
robusteciendo con su gracia el alma del hombre, para que progrese en santidad y
en justicia. Para el pecador arrepentido hay siempre una esperanza de
salvación. La celebración cuaresmal nos lo confirma en esta bella liturgia.
–Lo expresamos con el Salmo 32:
«La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor
están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar
sus vidas de la muerte y redimirlos en el tiempo de hambre. Nosotros aguardamos
al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga
sobre nosotros como lo esperamos de Ti».
–1
Pedro 3,18-22: Aquello fue un símbolo del bautismo que ahora os
salva. Por la muerte redentora de Cristo las aguas bautismales son, en los
planes de Dios, el medio sacramental que nos limpia de nuestros pecados y nos
incorpora a la Iglesia, arca definitiva de salvación.
Podemos resumir la
lectura anterior con esta afirmación: donde la mirada humana no ve más que el
desfallecimiento del hombre, allí la visión cristiana toma el poder y la acción
vivificadora de Dios, y actúa como Cristo, que aceptó la muerte en lugar de los
pecadores, para salvarlos, alcanzando así su propia glorificación. La fe hace
comprender que todos los con-dicionamientos y limitaciones humanas alcanzan un
valor positivo cuando el hombre los acepta por amor a Dios, transformándolos,
con la gracia divina, en gestos constructivos y salvíficos para sí y para los
demás, a ejemplo de Cristo.
–Marcos
1,12-15: Era tentado por Satanás y los ángeles le servían. La
conversión evangélica personal y la penitencia reformadora de nuestras vidas
son tan imprescindibles, que sin ellas no puede haber salvación para nosotros.
El aval de nuestra conversión es el Corazón del Hijo Redentor. Comenta San
Agustín:
«En el combate hasta la muerte está la victoria
plena y gloriosa. En efecto, las primeras tentaciones propuestas a nuestro
Señor, el Rey de los mártires, fueron duras;
en el pan, la concupiscencia de la carne; en la promesa de reinos, la
ambición mundana, y en la curiosidad de la prueba, la concupiscencia de los
ojos. Todas estas cosas pertenecen al mundo, pero son cosas dulces, no crueles.
«Mirad ahora al Rey de los mártires
presentándonos ejemplos de cómo hemos de combatir y ayudando
misericordiosamente a los combatientes. ¿Por qué permitió ser tentado, sino
para enseñarnos a resistir al tentador? Si el mundo te promete el placer
carnal, respóndele: “más deleitable es Dios”. Si te promete honores y dignidades
seculares, respóndele: “el Reino de Dios es más excelso que todo”. Si te
promete curiosidades superfluas y condenables, respóndele: “sólo la Verdad de
Dios no se equivoca”» (Sermón 384,5).
Ciclo
C
La oración es el
primer paso para la renovación santificadora de las prácticas cuaresmales. Es
también la primera lección que Cristo nos ofreció en su vida pública. Sus
cuarenta días de oración, en diálogo entrañable con el Padre, fortalecido con
el Espíritu Santo, constituyen el ejemplo a seguir en este santo tiempo de
Cuaresma. Si queremos tomar en serio nuestra vocación y condición cristianas,
si queremos salir victoriosos de la tentación, debemos orar como Cristo hizo en
el desierto.
–Deuteronomio
26,4-10: Profesión de fe del pueblo escogido. Con la ofrenda
anual de las primicias, Israel evocaba el acontecimiento más evidente de toda
la historia de la salvación: que es siempre el amor de Dios el que toma la
iniciativa para librarnos de toda esclavitud. En la ofrenda de las primicias el
israelita declara la motivación de su gesto ofertorial: el recuerdo de las intervenciones de Dios en
favor de sus padres y de todo el pueblo, que culminan con la entrega de la
Tierra Prometida.
Nosotros tenemos
muchos motivos, más aún que los antiguos israelitas, para alabar a Dios y
ofrecerle toda nuestra vida: Él nos creó, pero más aún nos redimió, en prueba
de su amor inmenso y gratuito, que está suscitando siempre nuestra
correspondencia de amor, de adoración, de entrega total. Todo cuanto tenemos es
de Él, y nosotros, llenos de amor, se lo devolvemos, con toda nuestra voluntad,
libremente. Igual que el pueblo de Israel, y con mayor razón, nosotros, que
vivimos en la época de la técnica, del progreso y del bienestar, debemos
ofrecer a Dios nuestras cosas, y, sobre todo, nuestras vidas.
–Con el Salmo
90 tenemos la seguridad de que Dios nos ayuda y nos pone al amparo de
Cristo en la tentación, según la lectura evangélica de hoy: «Tú que
habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al
Señor: Refugio mío, Dios mío, confío en Ti. No se te acercará la desgracia, ni
la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que
te guarden en tus caminos. Te llevarán
en su palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides
y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí; lo librarás; lo
protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en
la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré».
–Romanos 10,
8-13: Profesión de fe del que cree en Jesucristo. Por la fe en
Cristo nos es posible a todos los hombres la regeneración y la reconciliación
con Dios entre nosotros mismos. San Agustín comenta este pasaje:
«Creamos en Cristo crucificado, pero resucitado
al tercer día. Esta fe, la fe por la cual creemos que Cristo resucitó de entre
los muertos es la que nos distingue de los paganos... El Apóstol dice: “Pues si
crees en tu corazón que Jesús es el Señor y confiesas con tu boca que Dios lo
resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). Creed en vuestro
corazón... Pero sea vuestra fe la de los cristianos, no la de los demonios...
«Pregunta a un pagano si fue crucificado
Cristo. Te responderá: “Ciertamente”. Pregúntale si resucitó y te lo negará.
Pregunta a un judío si fue crucificado Cristo y te confesará el crimen de sus
antepasados. Pregúntale, sin embargo, si resucitó de entre los muertos; lo
negará, se reirá y te acusará. Somos diferentes... Si nos distinguimos en la
fe, distingámonos, de igual manera, en las costumbres, en las obras,
inflamándonos la caridad» (Sermón 234,3).
–Lucas 4,1-13:
Jesús fue conducido por el Espíritu en el desierto y tentado por el diablo.
El naturalismo de la vida, las ambiciones del corazón y el orgullo idolátrico
son las tres tentaciones que nos acechan a diario y que Cristo Jesús nos enseñó
a superar con su propio ejemplo redentor.
San Agustín afirma
que el diablo se sirvió de la Escritura para tentar a Cristo y el Señor también
le respondió con la Escritura (cf. Sermón 313 E,4). En todo tiempo,
como individuos y como colectividad, estamos sujetos a la tentación de
servirnos del poder, del prestigio, de la organización, del privilegio, de las
riquezas..., para imponernos a los demás y subyugarlos.
Hemos de estar alerta
y superar todas las dificultades que se nos presentan en nuestro caminar hacia
Dios, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, tan apropiado para la revisión de
vida, para cambiar de mentalidad, para el dolor de nuestros pecados .
Lunes
Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos
en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3).
Colecta (del misal anterior, y antes del Gregoriano
y Gelasiano): «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con
la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en
nosotros sus mejores frutos».
Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez
que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34).
Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios
nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así,
restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la
plenitud de tu salvación».
–Levítico
19,1-2.11-18: Juzgarás con justicia a tu prójimo. Dios dio al
pueblo elegido un código de santidad y de justicia: «Seréis santos porque yo,
vuestro Dios, soy santo». Muchas prescripciones del Antiguo Testamento siguen
siendo válidas para nosotros, como las de esta lectura; hemos de cumplirlas con
mayor razón que los antiguos, porque tenemos la perfección y la ayuda
sobrenatural contenida en el Nuevo Testamento.
El concepto de santidad es del todo
transcendente, único, distante. No podemos llegar jamás a la santidad de Dios.
Él es absolutamente Otro, Separado, Único. Pero hemos de acercarnos lo más
posible para tratar con Él. Cristo vino a enseñarnos el camino más seguro para
ello, que es el amor. Este amor no es cosa nuestra, sino que ha sido infundido
por Dios mismo en nuestra alma: «El amor de Dios ha sido derramado en vuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).
Este amor se
manifiesta en nuestras relaciones con los demás hombres, como se indica en esta
misma lectura y es un signo de la santidad, como aparece en Dios mismo, según
el profeta Oseas: «No ejecutaré el ardor de mi cólera, porque yo soy Dios y no
hombre; en medio de ti, Yo el Santo» (11,9). La tendencia a la santidad ha de
ser nuestra tarea principal. Dice Casiano:
«Este debe ser nuestro principal objetivo y el
designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente
unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande
que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de
considerarlo como un daño positivo» (Colaciones 1).
Y San Agustín:
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
–El Señor quiere que
no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella
nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la
santidad.
Para esto nos resulta
utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son
espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el
precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son
rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor
son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y
llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío».
–Mateo 25,31-46:
Lo que hiciste a uno de estos mis hermanos, conmigo lo hiciste. El gran
signo de la verdadera santidad es el amor a Dios y al prójimo. Es tan trascendental
ver al Señor en el prójimo, que nuestro encuentro definitivo con Él versará
sobre la manera en que lo hemos vivido a través del prójimo. Es lo que dice San
Juan de la Cruz: «en el atardecer de nuestra vida seremos examinados sobre el
amor». En nuestro caminar hacia Dios en este mundo, el incumplimiento de este
precepto nos hace caminar en tinieblas y nos imposibilita la participación en
la celebración del Sacramento del Amor. Comenta San Agustín:
«Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los
que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”,
sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no
les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me
disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los
segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la
derecha o a la izquierda» (Sermón 204,10).
En otro lugar dice:
«Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie
que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y
no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que
te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de
comer... (Sermón 86,3).
Martes
Entrada: Señor, Tú has sido nuestro refugio de
generación en generación. Desde siempre y por siempre Tú eres Dios (Sal
89,1-2).
Colecta (del misal anterior, y antes del
Gregoriano): Señor, mira con amor a tu familia, y a los que moderan su
cuerpo con la penitencia, aviva en su espíritu el deseo de poseerte.
Comunión: Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor
mío; Tú, que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi
oración (Sal 4,2).
Postcomunión: Que esta Eucaristía nos ayude, Señor, a
vencer nuestro apego a los bienes de la tierra y a desear los bienes del Cielo.
–Isaías
55,10-11: Mi palabra no volverá a Mí vacía, sino que hará mi
voluntad. Hemos de recibir la palabra de Dios con generosidad y colaborar
con ella para que dé fruto abundante de santidad en nosotros y en los demás.
Vino, primero por los profetas, luego por el Bautista y, finalmente, por el
mismo Cristo: «Muchas veces y en muchas ocasiones habló Dios a nuestros Padres
por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su
Hijo»: (Heb 1,1). Así comenta San Asterio, obispo de Amasea:
«Si pensáis emular a Dios, puesto que habéis
sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos, que
con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de
Cristo...
«Pensad en los tesoros de su benignidad, pues
habiendo de venir como hombre a los hombres, envió previamente a Juan como
heraldo y ejemplo de penitencia y, por delante de Juan, envió a todos los
profetas, para que indujeran a los hombres a convertirse, a volver al buen
camino y a vivir una vida fecunda.
«Luego se presentó Él mismo y clamaba con su
propia voz: “Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os
aliviaré”. ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto
perdón de sus pecados, y los libró en un instante de sus ansiedades. La palabra
los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en
el agua, el hombre nuevo floreció por la gracia. ¿Y qué ocurrió a continuación?
El que había sido enemigo se convirtió en amigo, el extraño resultó ser hijo,
el profano vino a ser sagrado y piadoso» (Homilía 13).
En este tiempo
cuaresmal hemos de leer con más frecuencia la Sagrada Escritura y escuchar en
los sermones y pláticas el mensaje de Dios a nuestra alma y ponerlo en
práctica. Así la Palabra de Dios no volverá a Él vacía.
–Con el Salmo
33 invocamos al Señor en nuestra pobreza y angustia, pues Él es siempre
rico y generoso para los que lo invocan con fe: «Proclamad conmigo la
grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me
respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes,
vuestro rostros no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo
escucha y lo salva de sus angustias. Los ojos del Señor miran a los justos, sus
oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores para
borra de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra
de sus angustias; el Señor está cerca de los abatidos».
–Mateo 6,7-15:
Vosotros rezad así. La oración ocupa un puesto privilegiado en la
Cuaresma. Tenemos necesidad de orar. El Señor nos dio ejemplos de oración y nos
enseñó el modo de hacerlo. Pasaba las noches en oración, nos dice el Evangelio.
Oigamos a San Cipriano:
«Los preceptos evangélicos, queridos hermanos,
no son otra cosa que las enseñanzas divinas, fundamentos que edifican la
esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, garantía para
la obtención de la salvación: ellos instruyen en la tierra a las mentes dóciles
de los creyentes y los conducen a los reinos celestiales...
«El Hijo de Dios, entre todos los demás
saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la
salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, Él mismo nos
instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos
enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo
demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigirnos al Padre
con la misma oración que el Hijo nos enseñó.
«...¿pues qué oración más espiritual puede
haber que la que nos fue dada por
Cristo, por quien nos fue enviado también el Espíritu Santo, y qué plegaria más
verdadera ante el Padre que la que brotó de los labios del Hijo, que es la
Verdad?... Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro Maestro, nos
enseñó. A Dios le resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus
mismas palabras, la misma oración de Cristo, que llega a sus oídos» (Tratado
sobre el Padrenuestro 1-3).
Miércoles
Entrada: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu
misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti no quedan defraudados.
Salva, oh Dios, a Israel de todos tus peligros» (Sal 24,6.3.22).
Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a
Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia,
transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras».
Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con
júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12).
Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a
tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros
fuente de vida eterna».
–Jonás 3,1-10: Los
habitantes de Nínive se arrepintieron de su mala conducta. Es una lectura
con gran valor teológico sobre el perdón de los pecados. Gran contraste entre
Israel, el pueblo elegido, que no escucha a los profetas y es castigado, y
Nínive, ciudad pagana, que escucha a Jonás y hace penitencia, obteniendo el
per-dón de sus pecados. Escuchemos a San Clemente Romano:
«Fijemos con atención nuestra mirada en la
sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su
Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la
penitencia para todo el mundo.
«Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo
el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los
que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo
escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su
ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a
fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la
penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros
de la gracia de Dios.
«Y el mismo Señor de todas las cosas habló
también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que
no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella
hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi
pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como
púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís:
`Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
«Queriendo, pues, el Señor que todos los que Él
ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad»
(Carta a los Corintios 7,4–8,3).
–Una vez más
utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de
Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados.
Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad
vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y
misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal...
Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf.
Joel)
Dios quiere la
penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la
contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de
la virtud de caridad.
–Lucas 11,29-32:
A esta generación no se le dará otro signo que el de Jonás. A lo largo
de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta
San Agustín:
«Jonás anunció no la misericordia, sino la ira,
que era inminente... Solamente amenazó
con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza
en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó.
Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente,
parece haber dicho algo que fue falso;
pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta.
Nínive, en efecto, fue derruida.
«Prestad atención a lo que era Nínive y ved que
fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían,
bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a
la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así
era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el
cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra
Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de
antes» (Sermón 361,2).
Jueves
Entrada: «Señor, escucha mis palabras, atiende a
mis gemidos, haz caso de mis gritos de súplica. Rey mío y Dios mío» (Sal 5,2-3)
Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre
el bien, y, pues sin Ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos
siempre según tu voluntad».
Comunión: «Quien pide, recibe; quien busca,
encuentra; y al que llama, se le abre» (Mt 7,8).
Postcomunión: «Señor, Dios nuestro, concédenos que este
sacramento, garantía de nuestra salvación, sea nuestro auxilio en esta vida y
nos alcance los bienes de la vida futura».
–Ester
14,3-5,12-14: No tengo otro defensor que tú. La súplica de
Ester, en un momento de gran peligro, es modelo para la oración cristiana.
Comienza confesando la soberanía única, exclusiva, de Dios sobre todo lo que
existe. Luego apela a su misericordia, según la cual eligió a Israel como
heredad suya; finalmente, pide la protección de Dios en momento tan difícil
para ella y para su pueblo. Comenta San Juan Crisóstomo:
«El mismo bien está en la plegaria y en el
diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los
ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma
dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto,
que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un
tiempo concreto o a unas horas determinadas,
sino que se prolonga día y noche sin interrupción.
«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a
Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también
cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las
útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo
y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran
condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento
dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la
abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.
«La oración es luz del alma, verdadero
conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se
eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el
alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza
visible» (Homilía 6, sobre la oración).
–Con
el Salmo 137 expresamos la confianza y seguridad que tenemos en
Dios cuando nos dirigimos a Él en la oración: «Te doy gracias, Señor, de todo
corazón, delante de los ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre. Por tu misericordia y lealtad. Cuando te invoqué me
escuchaste, acreciste el valor de mi alma. Extiendes tu brazo contra la ira de
mi enemigo. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es
eterna, no abandones la obra de tus manos».
Sigue diciendo San Juan Crisóstomo:
«Pues la oración se presenta ante Dios como
venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus
afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no
otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de
semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y
un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un
deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma» (ibid.).
–Mateo 7,7-12: Quien pide, recibe. Jesús invita a sus discípulos a practicar la
oración. La eficacia de la oración se funda en la condición paternal del Padre
«que está en los cielos». Seguimos con San Juan Crisóstomo:
«Cuando quieres reconstruir en ti aquella
morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la
humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con
la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de
todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a
fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si
fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si
poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma» (ibid.).
El Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables, ya que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, como
dice San Pablo.
Viernes
Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y
sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis
pecados» (Sal 24,17-18).
Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Que tu
pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las
penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la
renovación espiritual de tus fieles».
Comunión: «No me complazco en la muerte del pecador
–dice el Señor– sino en que se convierta y viva» (Ez 33,11).
Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve,
y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con
el misterio que nos salva».
–Ezequiel
18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se
convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso
se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en
este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la
conversión personal del corazón a Dios.
Pero
podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe
restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro
alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe
retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón».
A
la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la
mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia...
realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras.
El
cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana
apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios
y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de
mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más
cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente
Romano:
«Seamos humildes, deponiendo toda jactancia,
ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que
hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos
otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos
nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los
magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los
Corintios 19,2).
–Dios no quiere la
muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre
posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por
nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo
129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor,
escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas
cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el
perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su
palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del
Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de
todos sus delitos».
Reconozcámonos y
sintámonos íntimamente unidos e identificados con nuestros hermanos y hermanas
en Cristo, y pidamos todos por cada uno y cada uno por todos.
–Mateo 5,20-26:
Vete primero a reconciliarte con tu hermano. El arrepentimiento del
cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La
Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la
reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la
Eucaristía, sacramento del Amor.
Esta doctrina pasó
desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más
antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero.
Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno
lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice:
«Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del
Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de
todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el
espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los
que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos,
reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais
mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom
12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz...
«Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de
los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los
otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto
que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros
mismos para alcanzar la clemencia divina» (Sermón 6,3 de Cuaresma).
Sábado
Entrada: «La Ley del Señór es perfecta y es
descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante» (Sal
18,8).
Colecta (Veronense): «Dios, Padre eterno,
vuelve hacia Ti nuestros corazones, para que, consagrados a tu servicio, no
busquemos sino a Ti, lo único necesario, y nos entreguemos a la práctica de las
obras de misericordia».
Comunión: «Sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Postcomunión: «Asiste, Señor, con tu ayuda continua, a
los que alimentas con la Eucaristía; y a cuantos has iluminado con el don de tu
palabra, acompáñales siempre con el consuelo de tu gracia».
–Deuteronomio
26,16-19: Serás un pueblo consagrado al Señor tu Dios. Para esto
es necesario cumplir en todo momento la ley del Señor, su voluntad. Dios exigió
a su pueblo elegido, por la alianza, la fidelidad, la adhesión total cuyo signo
es la obediencia a sus mandatos. La recompensa a esa fidelidad era precisamente
ser el pueblo santo del Señor.
La alianza es una
realidad siempre actual. No se trata de vivir dentro de la economía antigua;
pero el pasado nos sirve para definir mejor el presente, puesto que las
maravillas pasadas no cesan de renovarse en la actualidad.
En cada uno de los
fieles vuelve a activarse el drama del desierto, con sus beneficios y sus
murmuraciones, sus bendiciones y sus alternativas; a cada uno le corresponde,
por tanto escoger entre amar a Dios y obedecerle o desobedecerle y olvidarle. La recompensa prometida por Dios a
quienes le sirven y le obedecen es la vida feliz y la gloria. Así pues, la ley
no es tanto una serie de preceptos cuanto una actitud religiosa: «Yo seré para
ti tu Dios y tú serás para Mí mi pueblo».
El cristiano no puede dar razón de su fe sino
poniendo de manifiesto en su comportamiento presente la referencia a un
acontecimiento original, que es la gratuidad de la elección de Dios en
Jesucristo, lugar de la nueva alianza y cumplimiento de la promesa. San Ireneo
dice:
«Quienes se hallan en la luz no son los que
iluminan a la luz, sino que es ésta la que los ilumina a ellos; ellos no dan
nada a la luz sino que reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella.
Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no
le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; Él,
en cambio, otorga la vida, la incorrupción, la gloria eterna a los que le
siguen y le sirven» (Contra las herejías 4,14,1).
–Dios nos pide que
guardemos sus preceptos, que sigamos sus caminos, pues ello redunda en bien
nuestro. Así nos lo confirma el Salmo 118: «Dichoso el que, con
vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que, guardando sus
preceptos, lo busca de todo corazón. Tú promulgas tus decretos, para que se
observen exactamente; ojalá esté firme
mi camino, para cumplir tus consignas. Te alabaré con sincero corazón, cuando
aprenda tus justos mandamientos; quiero guardar tus leyes exactamente, Tú no me
abandones».
San Ireneo continúa
diciendo:
«Ni nos mandó que lo siguiéramos porque
necesitase de nuestro servicio, sino para salvarnos a nosotros mismos. Porque
seguir al Salvador equivale a
participar de la salvación y seguir a la luz es lo mismo que quedar
iluminado... Por eso Él requiere de los hombres que lo sirvan, para beneficiar
a los que perseveran en su servicio, ya que Dios es bueno y misericordioso.
Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla
indigente de la comunión con Dios.» (Ibid.)
–Mateo 5,43-48:
Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La ley suprema
de Dios, que ya vimos se encuentra en el Antiguo Testamento: «sed santos como santo
soy yo» se confirma aún más en el Nuevo Testamento, con Jesucristo, que nos
dice que imitemos a nuestro Padre celestial, que es perfecto. La perfección de
la caridad se manifiesta ante todo en el amor a los enemigos. Comenta San
Agustín:
«Comprende las circunstancias y sé prudente.
¿Cuántos blasfeman contra tu Dios? Oyéndolo tú, ¿no lo oye Él? Lo sabes tú, y
¿lo ignora Él? Y con todo hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y
hace llover sobre los justos e injustos (Mt 5,45). Muestra su paciencia,
difiriendo el ejercicio de su poder. Reconoce tú también las circunstancias y
no dejes que los ojos se enciendan enojados... Tienes algo que hacer. Evita los
altercados y dedícate a la oración. No devuelvas insulto por insulto, antes
bien ora por quien te insulta. Ya que le quieres, habla a Dios por él... Abre
tú los ojos a la luz; tú, envuelto en tinieblas, reconoce al hermano que está
fuera de ellas... Ante el Padre tenemos una sola voz: “Padre nuestro que estás
en los cielos...” ¿Por qué no tener también una misma paz?» (Sermón 357,4).
2ª Semana de Cuaresma
Domingo
Entrada: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”.
Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro» (Sal 26,8-9). «Recuerda,
Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en Ti
no quedan defraudados, mientras el fracaso malogra a los traidores. Salva, oh
Dios, a Israel, de todos sus peligros» (Sal 24,6.3.22).
Colecta (nueva composición, inspirada en la antigua
liturgia hispánica o mozá-rabe): «Señor, Padre santo, tú que nos has
mandado escuchar a tu Hijo, el Predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu
Palabra; así, con mirada limpia, contemplaremos gozosos la gloria de tu
rostro».
Ofertorio: «Te pedimos, Señor, que esta oblación
borre todos nuestros pecados, santifique los cuerpos y las almas de tus siervos
y nos prepare a celebrar dignamente las fiestas pascuales»
Comunión: «Éste es mi Hijo, el Amado, mi Predilecto.
Escuchadle» (Mt 17,5).
Postcomunión (del Gelasiano): «Te damos gracias,
Señor, porque al darnos en este sacramento el Cuerpo glorioso de tu Hijo, nos
haces partícipes ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino».
Ciclo A
Con su
Transfiguración en el Tabor, quiso Cristo adelantarnos lo que después nos
evidenciaría con su gloriosa Resurrección, una vez consumado el misterio
redentor del Calvario.
–Génesis 12,1-4:
Vocación de Abrahán, padre del pueblo de Dios». La fe hace posible la
salvación de los hombres. Pero la fe no es simple filosofía religiosa, sino
fidelidad personal al designio de Dios, que nos traza el camino de salvación,
como lo hizo con Abrahán, padre y modelo de los creyentes. Comenta San Agustín:
«Se ha realizado en Cristo la promesa que hizo
a Abrahán cuando le dijo: “En tu descendencia serán benditas todas las gentes ”
(Gén 12,3). De poner los ojos en sí mismo, ¿Cómo lo hubiera creído? Era un
hombre solo y viejo, y su mujer estéril y de edad avanzada... No existía base
alguna en absoluto donde apoyar la esperanza; mirando, empero, a quien le hacía
la promesa, lo creía, aun sin ver el camino. He ahí cumplido ante nosotros lo
que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no vemos, por lo que
viendo estamos» (Sermón 130,3).
–Con el Salmo
32 decimos: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo
esperamos en Ti. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son
leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra».
–2 Timoteo
1,8-10: Dios nos llama e ilumina. No por nuestros méritos, sino
por la obra de Jesucristo, Dios mismo realiza la salvación del verdadero
creyente. La iniciativa es siempre de Dios; sólo es nuestra la respuesta
responsable, coherente y llena de amor. El testimonio del que trata el Apóstol
no es tanto doctrinal cuanto vital.
La presencia escondida de Cristo se hace
visible y transparente no por sabias disquisiciones teológicas, sino por
auténticos comportamientos prácticos. Cristo se hace presente en la comunidad
cuando existen hombres que piensan y, sobre todo, que actúan como Él.
Cristiano es no el
que habla como Cristo, sino el que vive como Él. La gratuidad del don salvífico
no atenúa la colaboración del hombre. El designio de Dios avanza en el mundo
con la actuación de las causas segundas. Dios obra por el hombre que se somete
a su plan de salvación en Cristo.
De ahí nuestra gran
responsabilidad en la obra de la redención, no únicamente de nosotros, sino de
todo el mundo. Es el gran misterio de que hablaba Pío XII en la encíclica Mystici
Corporis: Dios quiere realizar la salvación de los hombres por medio
de otros hombres ¡Una dignidad grande y una grande responsabilidad!
–Mateo 17,1-7:
Su rostro resplandeció como el sol. Aunque la necesidad de la cruz puede escandalizarnos, la filiación
divina de Cristo Jesús es suficiente garantía que nos alienta a vivir en serio
el misterio del Calvario para nuestra salvación. Comenta San León Magno:
«Para que adquiriesen los apóstoles una
inquebrantable fortaleza y no temblasen ante la aspereza de la cruz, para que
no se avergonzasen de la pasión de Cristo, ni tuviesen por denigrante el
padecer lo mismo, ya que podrían con los suplicios de la tortura ganar la
gloria del reino, tomó a Pedro, a Santiago y al hermano de éste, Juan, y,
subiendo con ellos a un monte elevado, les manifestó el esplendor de su gloria.
«Aunque admitían en Él la majestad divina, con
todo desconocían el poder oculto de su cuerpo. Por eso les había prometido
anteriormente que no gustarían la muerte algunos de sus discípulos antes de ver
al Hijo del Hombre venir en su realeza, es decir, en la majestuosa claridad que
pensaba manifestar como perteneciente a la naturaleza humana que había asumido.
«Porque aquella otra visión inefable e
inaccesible de su dignidad, que se reserva en la vida eterna para los limpios
de corazón, de ninguna manera podían verla. Si no queremos vivir como si
hubiéramos renunciado a nuestra identidad cristiana es preciso que toda nuestra
vida esté alentada por la gloria de Cristo» (Sermón 51,2).
Ciclo B
El acontecimiento de
la Transfiguración del Señor es más necesario para nosotros que para Él mismo.
Su finalidad fue proclamar ante sus apóstoles privilegiados la condición divina
de Jesús, compatible con el anuncio de la Pasión que les acababa de hacer.
Para nosotros, nos recuerda que nuestra
vocación cristiana es, ante todo, vocación de santidad, esto es, vocación de
ser transfigurados en Cristo, por el único camino que es posible alcanzar esa
transformación de nuestra vida: el camino de la cruz, de la abnegación,
renuncia a uno mismo y colaborar con la gracia divina en una verdadera
renovación sobrenatural de cada instante.
–Génesis
22,1-2.9-10.13.15-18: Dios manda a Abrahán que sacrifique a su hijo
Isaac. Abraham es en la historia de la salvación el modelo exacto del
creyente, que vive fiándose de la palabra de Dios, obedeciéndole también en los
momentos de prueba, como cuando le pide el sacrificio de su hijo Isaac. Comenta
San Agustín:
«Justo es, hermanos, que confiemos en Dios, aun
antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede engañar,
fiaron en Él nuestros padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe digna de ser
alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y creyó cuando le hizo la
promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido tanto, aún no confiamos
en Él...
«Abrahán confió inmediatamente en Dios, y la
tierra no se le dio a él personalmente, sino que la reservó para su
posteridad... Nuestro Señor Jesucristo se convirtió en posteridad de Abrahán. Lo que encontramos prometido a Abrahán, lo
vemos cumplido en nosotros» (Sermón 113,A,10).
–Con
el Salmo 115 aclamamos: «Caminaré en presencia del Señor, en el
país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: “Qué desgraciado soy”. Mucho le
cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, soy tu siervo, siervo tuyo,
hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de
alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en presencia
de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti,
Jerusalén». Caminemos siempre en presencia del Señor con una fe viva y por el
verdadero Camino, que es Cristo, Señor nuestro.
–Romanos
8,31-34: Dios no perdonó a su propio Hijo. En Cristo Jesús, el
Hijo Unigénito del Padre, sacrificado por nuestra salvación, tenemos la
absoluta evidencia del amor que el Padre nos tiene (Jn 3,16). El Corazón de
Jesucristo es la revelación de ese inmenso amor. Comentando este pasaje
paulino, San Agustín dice:
«Si Dios no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo
no iba a darnos todo con Él? Cristo sufrió la Pasión: muramos al pecado. Cristo
resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apague
aquí nuestro corazón, antes bien, sígale al cielo. Nuestra Cabeza pendió del
madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro:
sepultados con Él, olvidemos el pecado. Está sentado en el cielo: transfiramos
nuestros deseos a las cosas sublimes. Ha de venir como Juez: no llevemos el
mismo yugo que los infieles... Pondrá a los malos a la izquierda y a los buenos
a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras. Su Reino no tendrá fin: no
temamos en absoluto el fin de esta vida» (Sermón 229 D,1)
–Marcos
9,1-9: Este es mi Hijo amado. Aceptemos la oferta que nos hace
el Padre. Escuchémoslo y sigamos sus enseñanzas. Así es como seremos verdaderos cristianos. Comenta San León Magno:
«Este es mi Hijo. No nos separe la divinidad,
ni nos divida el poder, ni nos diferencie la eternidad. Este es mi Hijo, no
adoptivo, sino propio; no creado por otro, sino engendrado por Mí mismo; ni
pertenece a otra naturaleza semejante a la mía, sino que, nacido de mi
sustancia, es igual a Mí mismo. Este es
mi Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas y sin Él nada se hizo (Jn 1,3)...
«Escuchad sin vacilación alguna a Aquél en
quien yo me complazco, pues es la Verdad y la Vida (Jn 14,16), mi Poder y mi
Sabiduría (1 Cor 1,24). Escuchad al que ha anunciado los misterios de la ley y
ha cantado la voz de los profetas. Escuchadle, que ha redimido al mundo con su
sangre, ha atado al diablo y le ha arrebatado sus armas (Mt 12,29), que ha roto
la cédula de condena (Col 2,14) y el pacto de la prevaricación. Escuchadle, que
abre el camino del cielo y, por el suplicio de la cruz, os prepara la escala
para subir al Reino» (Sermón 51)
Ciclo C
Los textos bíblicos y
litúrgicos de esta celebración nos presentan al Hijo muy amado del Padre,
garantía segura de nuestra fe y de nuestra salvación. Por su Transfiguración
nos preanuncia lo que sería después de su Resurrección y Ascensión a los cielos.
Sólo Él tiene poder para renovar nuestro interior por la gracia san-tificante,
como verdaderos hijos de Dios. Por el camino de la Cruz llegaremos al reino de
la Luz.
–Génesis
15,5-12.17-18: Alianza de Dios con Abrahán, que en la historia
de la salvación es un modelo ejemplarísimo para los creyentes. Por su fe, se
fió incondicionalmente de Dios y comprometió toda su vida. Comenta San Agustín:
«Si uno puede degenerar por las costumbres, de
idéntica manera puede uno hacerse hijo por ellas. Así, a nosotros, hermanos, se
nos llamó hijos de Abrahán, sin haberlo conocido personalmente y sin tener de
él la descendencia carnal. ¿Cómo, pues, somos hijos de Abrahán? No en la carne,
sino en la fe. “Creyó Abrahán a Dios y le fue reputado como justicia” (Gén 15,16).
«Si, pues, Abrahán fue justo por creer, todos
los que después de él imitaron la fe de Abrahán se hicieron hijos de él. Los
judíos, nacidos de él según la carne, no siguieron su fe y se degeneraron;
imitándolo nosotros, aunque nacidos de gente extranjera, conseguimos lo que ellos perdieron por su degeneración»
(Sermón 305,A,3).
–Con el Salmo
26 proclamamos: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El
Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Escúchame, Señor, que
te llamo, ten piedad, respóndeme. Digo en mi corazón: “Busca su Rostro”. Tu
Rostro buscaré, Señor, no me escondas tu Rostro; no rechaces con ira a tu
siervo, que Tú eres mi auxilio. Espero gozar de la dicha del Señor en el país
de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».
Comenta San Agustín:
«Él me ilumina; apártense las tinieblas. Él me
salva, desaparezca la flaqueza. Caminando seguro en la Luz, ¿a quién temeré? No
otorga Dios una salvación que pueda ser quebrantada por algo; ni una Luz que
pueda ser oscurecida por alguien. El
Señor salva, nosotros somos salvados. Luego, si Él ilumina y nosotros somos
iluminados, si Él salva y nosotros somos salvados, sin Él somos tinieblas y
flaqueza» (Sermón 243,6).
–Filipenses
3,17-4,1: Cristo nos transformará según el modelo de su Cuerpo
glorioso. También nosotros hemos sido elegidos por Dios. La Cruz de Cristo
es el signo eficaz que el Padre nos ha ofrecido para transformarnos en hijos
suyos, según el modelo del Corazón del Hijo muy amado. Dice el Apóstol que
somos conciudadanos del cielo. ¿Cómo es posible esto viviendo en la tierra? San
Agustín lo explica:
«¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la
tierra, de modo que, gracias a la fe, la esperanza y la caridad con las que nos
unimos con Cristo descansemos ya con Él en el cielo? Mientras Él está allí,
sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya
con Él allí. Él está con nosotros por su divinidad, su poder y su amor;
nosotros, en cambio, aunque no podamos
llevarlo a cabo como Él por su divinidad, sí que podemos por su amor hacia
Él...
«Bajó, pues, del cielo por su misericordia,
pero ya no subió el solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la
gracia. Así, pues, Cristo descendió Él solo, pero ya no subió Él solo; no es
que queramos confundir la dignidad de
la Cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el Cuerpo
pide que éste no sea separado de su Cabeza» (Sermón 98,1-2).
–Lucas 9,28-36:
Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió. La Transfiguración
adelantó momentáneamente el misterio de la Resurrección pascual. Nos garantiza
el poder del Hijo muy amado para renovar nuestra vida y reconciliarnos con el
Padre. Comenta San León Magno:
«De tal modo manifiesta el Señor su gloria ante
los testigos elegidos y con tal resplandor hace brillar su forma corporal, común a los demás mortales, que semeja su
rostro el fulgor del sol e iguala el vestido la blancura de la nieve.
Fundamenta también la esperanza de la Santa Iglesia, que reconoce en la
Transfiguración del Cuerpo místico de Cristo la transformación con que va a ser
agraciada, ya que puede prometerse a cada miembro la participación en la gloria
que con anterioridad resplandece en la Cabeza» (Sermón 51, sobre la
Transfiguración, 3).
Es necesario que
llenemos toda nuestra vida del ansia permanente de la perfección, pues hemos
sido llamados a la santidad y a esto nos lleva nuestra identidad de creyentes
en Cristo. Hemos de sacrificar toda frivolidad, pereza, mediocridad... para
asemejarnos a la imagen de Cristo, resplandeciente de verdad y santidad.
Lunes
Entrada: «Sálvame, Señor, ten misericordia de mí.
Mi pie se mantiene en el camino llano. En la asamblea bendeciré al Señor» (Sal
25,11-12).
Colecta (del
Gelasiano y Gregoriano): «Señor, Padre santo, que, para nuestro bien
espiritual nos mandaste dominar nuestro cuerpo mediante la austeridad; ayúdanos
a librarnos de la seducción del pecado, y a entregarnos al cumplimiento filial
de tu santa Ley».
Comunión: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, dice el Señor»
(Lc 6,36).
Postcomunión: «Señor, que esta comunión nos limpie de pecado, y nos
haga partícipes de las alegrías del cielo».
–Daniel 9,4-10: Nosotros hemos pecado, nos hemos
apartado de tus mandamientos. En la plegaria de Daniel se reconoce la
malicia del pecado con gran sinceridad. Reflexionemos sobre nuestros pecados,
en este tiempo de penitencia cuaresmal. De una parte, el amor y la misericordia
de Dios; de otra, nuestras caídas e infidelidades. ¿No debiera Él abandonarnos?
¿No lo hemos merecido? ¿Y no parece a veces que Dios deja también abandonada,
en su alocado camino, a nuestra generación infiel? Bien merecido lo tenemos.
¿Quién puede salvarnos? Solamente la penitencia, el recogimiento,
la conversión. Todos los profetas reclaman, en nombre de Dios, la conversión:
«Convertíos a Mí de todo corazón con ayunos, llanto y lágrimas de penitencia...
arrepentíos y convertíos de los delitos que habéis perpetrado y estrenad un
corazón nuevo y un espíritu nuevo; y así no moriréis, casa de Israel. Pues no
quiero la muerte de nadie... arrepentíos y viviréis» (Ez 18,30-32).
«Convertíos a Mí... y yo me convertiré a vosotros... No seáis como
vuestros padres, a quienes predicaban los antiguos profetas. Así dice el Señor:
Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas obras» (Za 1,3-4). «Buscad al Señor, mientras se le encuentra,
invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal
sus placeres; que regrese al Señor y Él tendrá piedad. Nuestro Dios es rico en
perdón» (Is 55,6-7).
–El
Salmo 78 nos enseña a reconocer sinceramente nuestros pecados y
nos abre a la misericordia de Dios:
«Señor, no nos trates
como merecen nuestros pecados. No recuerdes contra nosotros las culpas de
nuestros padres; que tu compasión nos alcance pronto, pues estamos agotados.
Socórrenos, Dios Salvador nuestro, por el honor de tu nombre. Llegue a tu presencia el gemido del cautivo, con tu
brazo poderoso salva a los condenados a muerte. Mientras nosotros, pueblo tuyo,
ovejas de tu rebaño, te daremos gracias siempre, cantaremos tus alabanzas de
generación en generación».
¿Quién puede
salvarnos? La conversión a la ley y a los mandamientos del señor. La ley del
Señor es intachable. Ella encamina y reconforta a las almas.
–Lucas
6,36-38: Perdonad y seréis perdonados. Esta es la actitud del
verdadero discípulo de Cristo. La grandeza del hombre, la realización auténtica
de su ser, consiste en ser imagen de Dios, acercándose a su modelo, Cristo. La
misericordia de Dios es necesaria para juzgar como Él, superando todas las
medidas humanas. Comenta San Agustín:
«Ved, hermanos, que la cosa está clara y que la
amonestación es útil... Todo hombre, al mismo tiempo que es deudor ante Dios,
tiene a su hermano por deudor... Por esto el Dios justo estableció que, así
como te comportes con tu deudor, se comportará Él contigo... Respecto al
perdón, tú no solo quieres que se te perdone tu pecado, sino que también tienes
a quién perdonar... Por tanto, si queremos que se nos perdone a nosotros, hemos
de estar dispuestos a perdonar todas las culpas que se cometan contra
nosotros...» (Sermón 83,2-4).
Resida en el alma
amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite
perdón quien ofendió; concédalo quien lo recibió. Así observaremos el precepto
del Señor.
Martes
Entrada: «Da luz a mis ojos, para que no duerma en
la muerte; para que no diga mi enemigo: “Le he podido”» (Sal 12,4-5).
Colecta (del misal anterior, y antes, del
Gelasiano): «Señor, vela con amor continuo sobre tu Iglesia; y, pues sin
tu ayuda no puede sostenerse lo que se cimienta en la debilidad humana, protege
a tu Iglesia en el peligro y mantenla en el camino de la salvación».
Comunión: «Proclamo todas tus maravillas, me alegro
y exulto contigo y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo» (Sal 9,2-3).
Postcomunión: «Te rogamos, Señor, que esta Eucaristía
nos ayude a vivir más santamente, y nos obtenga tu ayuda constantemente».
–Isaías
1,10.16-20: Aprended a obrar bien, buscad la justicia. La mejor
penitencia es apartarse del pecado y obrar el bien. Comenta San Agustín:
«Mostrad que sois un cuerpo digno de la Cabeza... Tal Cabeza no puede sino tener un
cuerpo adecuado a ella» (Sermón 341,13).
Lactancio dice que la
caridad cristiana es la verdadera justicia:
«Da preferentemente a éste de quien nada
esperas. ¿Por qué eliges las personas? ¿Por qué examinas los miembros? Has de
estimar como hombre a todo el que por esto te pide, porque te considera hombre.
Expulsa aquellas sombras y apariencias de justicia y adopta la verdadera y
tangible. Da copiosamente a los ciegos, enfermos, cojos, desvalidos , a quienes
a no ser que se les socorra fallecerán. Son inútiles a los hombres, pero útiles
a Dios, quien conserva su vida, quien les da el espíritu, quien los juzga
dignos de la luz. Protégelos en cuanto esté de tu mano y sustenta con humanidad
la vida de los hombres para que no mueran.
«Quien puede socorrer a los que están a punto
de perecer, si no lo hace los mata. Uno, pues, es el oficio cierto y verdadero
de la liberalidad y de la justicia: alimentar a los indigentes y a los
impedidos» (Inst. Divinas 6,11).
Así lo afirma también
San Ambrosio:
«La misericordia es parte de la justicia, de
modo que si quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según
aquello: “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia permanece eternamente”(Sal
111,9). Además, porque es injusto que el que es completamente igual a ti no sea
ayudado por su semejante» (Sermón 8 sobre el Salmo 118,22).
–La justicia, la
misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. «No
todo el que dice: ”Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos» (Mt 7,21).
Lo que ha de cambiar en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde
proceden nuestros actos. Con el Salmo 49 proclamamos esta verdad:
«Al que sigue buen
camino le haré ver la salvación de Dios. No te reprocho tus sacrificios, pues
siempre están tus holo-caustos ante Mí. Pero no aceptaré un becerro de tu casa,
ni un cabrito de tus rebaños. ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre
en la boca mi alianza, tú que detestas mis mandatos? Eso haces ¿y me voy a
callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que ofrece
acción de gracias ése me honra; al que sigue buen camino, le haré ver la
salvación de Dios»
–Mateo 23,1-12:
Ellos no hacen lo que dicen. Debemos dar buen ejemplo no solo con las
palabras, sino principalmente con las obras. Lo contrario es el fariseísmo, la
hipocresía de los escribas y los jefes de la Sinagoga, que Cristo condena en
esta lectura evangélica.
Esta actitud consiste
esencialmente en utilizar las prerrogativas propias de la condición de
representante de Dios, para, con pretexto de tributarle culto, procurar el
propio interés y honra, engañando a los fieles. Las mismas prácticas y gestos
religiosos quedan despojadas de su auténtico sentido, ante el deseo desordenado
de hacerse notar. Además, el hipócrita pone su ciencia teológica al servicio de
su egoísmo, aprovechando su erudición para escoger, entre la casuística de los
preceptos, aquellos que le a él le reportan beneficio y cargando a otros con
mandamientos de los que ellos mismos se consideran dispensados.
Es un mal gravísimo.
Pero es también una tentación para todos, si no fundamentamos nuestras obras en
la humildad de corazón y de un amor sincero a Dios y al prójimo. En todo
momento hemos de dar a Dios un culto adecuado, el que exige su propio ser y sus
obras de amor.
Miércoles
Entrada: «No me abandones, Señor, Dios mío, no te
quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación» (Sal 37,22-23).
Colecta (del Gelasiano): «Señor, guarda a tu
familia en el camino del bien, que tú le señalaste; y haz que, protegida por tu
mano en sus necesidades temporales, tienda con mayor libertad hacia los bienes
eternos».
Comunión: «El Hijo del Hombre no ha venido para que
le sirvan, sino para dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20,28).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor Dios nuestro, que esta
Eucaristía, prenda de inmortalidad, sea para nosotros causa de salvación
eterna».
–Jeremías 18,18-20: ¡Venid y le heriremos!
Jeremías se lamenta de las maquinaciones de sus enemigos que traman
aniquilarlo. Es una figura de Cristo en su pasión y en su muerte. Los príncipes
de los sacerdotes y los fariseos se reúnen en gran consejo y determinan: «hay
que hacer desaparecer a Jesús, el Nazareno»; se apoderan de Jesús en el huerto;
le ultrajan e insultan mientras Él se desangra en la cruz y ruega al Padre por
ellos: «Perdónalos. No saben lo que hacen».
¡Sus enemigos! Pero, ¿no nos situamos también nosotros muchas veces
entre las filas de sus perseguidores y enemigos? ¿No es cada pecado un
desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus bienes y promesas?
¡Con cuánta frecuencia en la vida del cristiano se oponen a Cristo y a sus mandatos
las pasiones, los planes y miras humanas! Pidamos al Señor que nos ilumine,
para que a la luz de su pasión reconozcamos la malicia y la odiosidad de
nuestros pecados e infidelidades. San Agustín dice:
«La pasión de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de
paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gloria de Dios el corazón de los
fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se
contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso
morir por mano de los hombres, que Él mismo había creado? Grande es lo que el Señor nos promete para
el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que celebramos recordando lo que ha
hecho por nosotros» (Sermón 3).
–Con el Salmo 30 pedimos al Señor una liberación de
las fuerzas del Mal, que tiende sus redes para perjudicarnos: «Sálvame, Señor,
por tu misericordia de la red que me han tendido, porque Tú eres mi amparo. A
tus manos encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás. Oigo el cuchicheo
de la gente y todo me da miedo; se conjuran contra mí y traman quitarme la
vida. Pero, yo confío en Ti, Señor, te digo: “Tú eres mi Dios. En tus ma-nos
están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen”».
–Mateo
20 17-28: Le condenarán a muerte. Por tercera vez en el
Evangelio, Jesucristo anuncia su pasión, que ya se perfila en el horizonte. A
la petición de la madre de los hijos del Zebedeo, Cristo res-ponde con un
mensaje claro: Él no ha venido a ser servido, sino a servir; sus discípulos han
de seguir sus huellas. Él es el auténtico Siervo de Yahvé. Comenta San Agustín:
«Cosa grande es el conocimiento de Cristo
crucificado. ¡Cuántas cosas encierra en su interior ese tesoro! ¡Cristo
crucificado! Tal es el tesoro escondido de la sabiduría y de la ciencia. No os
engañéis, pues, bajo el pretexto de la sabiduría. Juntaos ante la envoltura y
orad para que se os desenvuelva.
«¡Necio filósofo de este mundo! Eso que buscas
es nada... ¿De qué aprovecha que tengas sed, si desprecias la fuente?... ¿Y
cuál es su precepto sino que creamos en Él y nos amemos mutuamente? ¿Creer en
quién? En Cristo crucificado. Este es su mandato: que creamos en Cristo
crucificado... Pero donde está la humildad, está también la majestad; donde la
debilidad, allí el poder; donde la muerte, allí también la vida. Si quieres
llegar a la segunda parte, no desprecies la primera» (Sermón 160,3-4).
Jueves
Entrada:
«Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos.
Mira si mi camino se desvía, guíame por el camino recto» (Sal 138,23-24).
Colecta (del
misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, tú que amas
la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia Ti nuestros
corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes
en la fe y eficaces en el bien obrar».
Comunión: «Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del
Señor» (Sal 118,1).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que el fruto de este
santo sacrificio persevere en nosotros, y se manifieste siempre en nuestras
obras»
–Jeremías
17,5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en
el Señor. La oposición entre las dos actitudes que son fuente de desgracia
o de felicidad, nos dispone a contemplar las dos figuras de la parábola
evangélica: el rico Epulón y el pobre Lázaro. Comenta San Agustín:
«El hombre se perdió por primera vez a causa
del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado a sí mismo y hubiese
antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se
hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Dios.
«Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer
hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no
amándote. Pues, para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol:
“habrá hombres amantes de sí mismos”...
“amantes del dinero”. Ya estáis viendo que te encuentras fuera... ¿Por
qué vas fuera?... Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste».
San Agustín evoca la parábola del hijo pródigo;
« Vuelto a sí se dirige al Padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues,
había salido de sí y de aquél que le había dado el ser, al volver a sí para ir
al Padre, niégase a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí,
advierta que es hombre y escuche el dicho profético: “¡Maldito todo el que pone
su esperanza en el hombre!” (Jer 17,5). Sea guía de sí mismo, pero no
hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios» (Sermón 96,2).
–El Salmo 1
es una meditación sobre el destino de los buenos y de los malos. El tema de los
caminos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, en la vida de la Iglesia
primitiva, como en la Didajé, es muy expresivo de las diferentes
actitudes humanas.
–Lucas 16,19-31:
Tú recibiste bienes en vida y Lázaro a su vez males; por eso encuentra aquí
consuelo mientras tú padeces. El juicio de Dios supondrá la inversión de
acá abajo. El rico Epulón y el pobre Lázaro son las dos posturas en la vida que
se cambian en el juicio de Dios.
Hemos de atender a la
voz de Dios, pues sólo en ellas encontramos el camino seguro para recibir el
premio en la otra vida. Dios ha hablado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento,
y sigue hablando en la Iglesia, a través de la Tradición, el Magisterio, los
dogmas y los sacramentos. San Agustín destaca el destino final de quienes
siguen uno u otro camino:
«Ved a uno y a otro, al que vive en el placer y
al que vive en el dolor: el rico vivía entre placeres y el pobre entre dolores;
el primero banqueteaba, el segundo sufría; aquél era tratado con respeto por la
familia que lo rodeaba, éste era lamido por los perros; aquél se volvía más
duro en sus banquetes, éste ni con las migajas podía alimentarse.
«Pasó el placer, pasó la necesidad; pasaron los
bienes del rico y los males del pobre; al rico le vinieron males y al pobre
bienes. Lo pasado pasó para siempre; lo que vino después nunca disminuyó. El
rico ardía en los infiernos; el pobre se alegraba en el seno de Abrahán. Primeramente había deseado el pobre una
migaja de la mesa del rico; luego deseó el rico una gota del dedo del pobre. La
penuria de éste acabó en la saciedad; el placer de aquél terminó en el dolor
sin fin» (Sermón 339,5).
Viernes
Entrada:
«A Ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado; sácame de la red que me
han tendido, porque tú eres mi amparo» (Sal 30,2.5).
Colecta
(del misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Concédenos,
Dios Todopoderoso, que, purificados por la penitencia cuaresmal, lleguemos a
las fiestas de Pascua con perfecto espíritu de conversión».
Comunión: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados» (1 Jn 4,10).
Postcomunión: «Señor, después de recibir la prenda de la eterna
salvación, haz que, de tal modo la deseemos y busquemos, que podamos
conseguirla por tu mi-sericordia».
–Génesis
37,3-4.12-13.17-28: ¡Ahí viene el soñador! ¡Venid, matémosle! El
episodio de José es figura de Cristo, rechazado por los hombres y glorificado
por Dios. La esclavitud a la que fue entregado José por sus hermanos es
condenada con estas palabras de San Gregorio Ni-seno:
«Ahora bien, el que se apropia lo que es de
Dios, atribuyendo a su linaje tal poder que se tenga a sí mismo por dueño de
los hombres y mujeres, ¿qué otra cosa hace que traspasar por la soberbia de la
Naturaleza, mirándose a sí mismo como cosa distinta de aquellos sobre los que
manda? He poseído esclavos y esclavas. Condenas a servidumbre al hombre cuya
naturaleza es libre e independiente, y te opones a la ley de Dios, trastornando
la ley que Él estableció sobre la naturaleza.
«Y es así que el que fue creado para ser dueño
de la tierra, y destinado por su Hacedor para mandar, a ése lo metes tú bajo el
yugo de la servidumbre, como si quisieras contravenir e impugnar la ordenación
de Dios. Tú has olvidado cuáles son los límites de tu autoridad, que no se
extienden más allá del dominio de los irracionales. Imperen, dice la Escritura,
sobre los volátiles, sobre los peces y los cuadrúpedos (Gén 1,26)... Pues, si
Dios no esclaviza al libre, ¿quién osará poner su propio poder por encima del
poder de Dios?» (Homilía 4, sobre el Eclesiastés).
Además, la acción de
los hermanos de José tuvo mayor maldad aún, pues eran hermanos y obraron por
envidia, para eliminarlo, después de haber pretendido ase-sinarlo.
–El
Salmo 104 es un canto a la bondad de los planes de Dios: José,
liberado de la esclavitud, se convierte en su día en salvador de su pueblo. El
cumplimiento ine-xorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la perversidad
de sus hermanos.
El Señor actuó
conduciendo la historia y lo hace hoy también, a pesar de los pecados de los
hombres: «Llamó al hambre sobre aquella tierra: cortando el sustento de pan;
por delante había enviado a un hombre, a José, vendido como esclavo. Le
trabaron los pies con grillos, le metieron al cuello la argolla, hasta que se
cumplió su predicción y la palabra del Señor lo acreditó. El rey lo mandó
desatar, el Señor de pueblos le abrió la prisión, lo nombró administrador de su
casa, señor de todas sus posesiones».
–Mateo
21,33-43.45-46: Este es el heredero. Venid, matémosle. La
parábola de los viñadores, encierra la predicción de la pasión y muerte de
Cristo. Después de haber enviado a mensajeros, como los profetas, que fueron
aniquilados, envió a su propio Hijo, al que también mataron. La parábola es
también fundamento de la vocación del pueblo gentil al reino de Dios. San
Agustín así lo explica:
«Se plantó la viña, es decir, la ley dada en
los corazones de los judíos. Fueron enviados los profetas a buscar el fruto, o
sea, la rectitud de vida. Estos profetas recibieron afrentas y hasta la muerte.
Fue enviado también Cristo, el Hijo único del Padre de familia; y no solo
dieron muerte al heredero, sino que también, por ello, perdieron la heredad. Su
perversa decisión les produjo el efecto contrario. Para poseerla le dieron
muerte, y por haberle dado muerte, la perdieron» (Sermón 87,3).
Nuestro Señor toma
sobre sí nuestros pecados, los expía y suplica desde la cruz, con lágrimas de
sangre, para nosotros y en nuestro lugar, el perdón y la gracia.
Merecemos el castigo
de Dios por no haber recibido generosamente sus dones y por no habernos
comportado como lo exige la vocación a la que hemos sido llamados, por nuestros
pecados y nuestras iniquidades. Supliquemos
al Señor que aparte su ira y su furor de nosotros. ¡Cuántos pecados,
cuántas iniquidades se cometen diariamente en el mundo! ¿Qué sería de todos
nosotros si el Señor no fuera nuestro Redentor y Salvador?
Sábado
Entrada: «El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso
con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9).
Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor,
Dios nuestro que, por medio de los sacramentos, nos permites participar de los
bienes de tu Reino ya en nuestra vida mortal: dirígenos tú mismo en el camino
de la vida, para que lleguemos a alcanzar la luz en la que habitas con tus
santos».
Comunión: «Deberías alegrarte, hijo, porque este
hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado»
(Lc 15,32).
Postcomunión: «Señor, que la gracia de tus sacramentos
llegue a lo más hondo de nuestro corazón y nos comunique su fuerza divina».
–Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará
al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la
misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación
del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina, pasión
y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, la
realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la acción de Dios
en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las ovejas de su heredad,
a las que habitan apartadas en la maleza».
Por amor a las ovejas
instituyó el sacramento de la penitencia, que arroja a lo profundo del mar
nuestros pecados, que, más aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz
por nosotros. ¿Pudo hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del
Crucificado y el recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos
en un amor agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para
siempre el pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima
Eucaristía, en la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra
alma.
Para el Buen Pastor,
preocupado inmen-samente por la profunda debilidad y malicia de los hombres, no
bastan ni su generoso y desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su
entrega total en la Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de
purificación del pecado, de curación de las heridas causadas por él, de
fortalecimiento frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la
Penitencia.
–Siempre que hay
conversión hay perdón, porque el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere
la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre
arrepentido vuelve, siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura
por sus hijos.
Lo vemos en el Salmo
102: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al
Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides
sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él
rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No está siempre
acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros
pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la
tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos»
–Lucas
15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso.
Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran canto
al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador, lección
oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín invita a
tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:
«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como
aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo
pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre,
suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: “Y volvió a
sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos
si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me levantaré... e iré a casa
de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí
mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré: `He pecado contra el cielo y
contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo´» (Sermón 330,3).
Y el padre lo perdonó
y lo agasajó. Se nos perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El
Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de
la Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:
«No temamos haber despilfarrado el patrimonio
de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar
al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye;
pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y
no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de
los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará
a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará
un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el
anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado,
pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin
embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un
banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).
3ª Semana de Cuaresma
Domingo
Entrada: «Tengo los ojos puestos en el Señor,
porque Él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que
estoy solo y afligido» (Sal 24,15-16). O
bien: «Cuando os haga ver mi santidad, os reuniré de todos los países;
derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará; de todas vuestras
inmundicias e idolatrías os he de purificar. Y os infundiré un espíritu nuevo»
(Ez 36,23-26)
Colecta (del Gelasiano): «Señor, Padre de
misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la
limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor a tu pueblo penitente y
restaura con tu misericordia a los que estamos hun-didos bajo el peso de
nuestras culpas».
Ofertorio (del misal anterior y, antes, del Gelasiano
y Gregoriano): «Te pedimos, Señor, que la celebración de esta eucaristía
perdone nuestras deudas y nos ayude a perdonar a nuestros deudores».
Comunión: «El que beba del agua que yo le daré –dice
el Señor– no tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él
en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,13-14). O bien:
«Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar
sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío.
Dichosos los que viven en tu casa alabándote por siempre» (Sal 83,4-5).
Postcomunión (del Veronense): «Alimentados ya en
la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos,
Señor, que se haga realidad en nuestra vida futura lo que hemos recibido en
este sacramento».
Ciclo
A
El agua, símbolo
bíblico del don vivi-ficante del Espíritu Santo, signo de vida en la conciencia
humana y en la historia de la salvación, constituye el tema litúrgico de este
Domingo, en el que se tienen de modo especial
se tiene presentes a los catecúmenos, que se preparan para ser
bautizados en la Vigilia Pascual.
–Éxodo 17,3-7:
Danos agua para beber. El agua viva que Moisés dio misteriosamente a su
pueblo, sediento en el desierto, era signo de la Providencia divina. Comenta
San Agustín:
«Bebieron la misma bebida que nosotros, pues la
Roca era Cristo. Bebieron, pues, bebida espiritual, la que se tomaba por la fe,
no la que se bebía con el cuerpo. Oísteis que era la misma bebida: la Roca era
Cristo... fue golpeada la roca misma con el madero para que saliera agua, pues
fue golpeada con una vara ¿Por qué con madera y no con hierro, sino porque la
Cruz fue acercada a Cristo para darnos a beber la gracia?
«Así pues, el mismo alimento y la misma bebida,
mas esto sólo para los que entienden y creen. Para los que no entienden, allí
no había más que maná y agua, alimento para el hambriento y bebida para el
sediento. Entonces Cristo tenía que venir aún; ahora, Cristo ya ha venido...
distintas palabras, pero el mismo Cristo» (Sermón 352,3)
–«Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos en su presencia dándole
gracias. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el
desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque
habían visto mis obras» (Salmo 94).
–Romanos
5,1-2.5-8: El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones
por el Espíritu Santo que se os ha dado. En la Nueva Ley, Cristo es la
garantía de nuestra fe y de la vida divina que, por el don del Espíritu Santo,
se derrama en nuestros corazones. San
Agustín comenta este pasaje paulino:
«¡Admirable bondad de Dios, que nos otorga un
don igual a Él mismo! Su don es el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son un Dios único: la Trinidad. Y ¿qué bien nos trajo el
Espíritu Santo? Óyeselo al Apóstol: El “Amor de Dios que ha sido derramado en
nuestros corazones”. ¿De dónde, oh mendigo, te vino ese amor de Dios descendido
en tu corazón? ¿Cómo ha podido este amor divino ser derramado en el corazón de
un hombre?
«“Llevamos este tesoro en vasos de barro, dice
el Apóstol”. ¿Por qué en vasos de barro? Para que resalte la fuerza de Dios. Y,
por último dice: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”, y,
para que no se atribuya nadie a sí mismo el amar a Dios, añade: “por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado”.
«Luego, para que tú ames a Dios es necesario
que Dios more en ti, que su amor venga de Él y vuelva de ti a Él; o sea, que
recibas su moción, ponga en ti su fuego, te ilumine y levante su Amor» (Sermón
128,4).
–Juan 4,5-42: Un surtidor de agua que salte hasta la
vida eterna. El encuentro personal con el Corazón de Cristo, por la fe y el
amor, es la base misma de los sacramentos, signos de la acción de Dios que nos
salva en su Hijo Redentor. También San Agustín contempla el pasaje evangélico
de la samaritana, al hablar de los encuentros redentores personales de Jesús en
el Evangelio:
«Les propuso la parábola de dos personas
deudoras de un mismo acreedor. También Jesús deseaba a Simón, que le había
invitado a comer su pan. Tenía Él mismo hambre de aquél que le alimentaba... Es
lo mismo que dijo a la samaritana: “Tengo sed”. ¿Qué quiere decir “tengo sed”?
Quiere decir: “Anhelo tu fe”» (Sermón 99,3).
El encuentro de Jesús
con la samaritana marcó la vida y la conciencia de aquella mujer, para
transformarla y redimirla. Nosotros también tenemos que ser marcados por la
Eucaristía que celebramos y recibimos.
Ciclo B
No podemos reducir
nuestra celebración cuaresmal en una meras prácticas devocionales. «No todo el
que dice: “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7,21). Hemos de
identificar nuestra voluntad con la de Dios. A esto deben conducirnos nuestras
prácticas cuaresmales. La fidelidad filial con que Jesucristo cumplió la
voluntad del Padre, hasta el sacrificio real de su vida, su actitud de
obediencia incondicional, constituyen el ejemplo de vida impresionante que
debemos imitar, como discípulos suyos.
–Éxodo 20,1-17:
La ley fue dada por Moisés. Dios se eligió un pueblo para realizar con
él una alianza de amor y salvación. La ley mosaica fue la manifestación
paternal de su amor, en forma de mandatos divinos que dignificasen la vida de sus
hijos. Son diez los preceptos, pero se reducen a dos, como dice San Agustín:
«Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es
mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú. Los
preceptos son dos, por tanto: “ama a Dios” y “ama al prójimo”; tres en cambio
los objetos del amor... pues no se diría “y al prójimo como a ti mismo”, si no
te amas a ti mismo.
«Si son tres los objetos del amor, ¿por qué,
pues, son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadle. Dios no consideró necesario
exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame a sí mismo.
Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a
tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de
amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Para que no te pierdas en ti
mismo, ama a Dios con todo tu ser, pues en Él te encontrarás a ti» (Sermón
179 A, 3-4).
–Con el Salmo
18 decimos: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el
precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son
rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor
son verdaderos y enteramente justos».
–1 Corintios
1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los
hombres, pero sabiduría de Dios para los llamados. Jesús no vino a abrogar
la ley, sino a perfeccionarla con el amor (Mt 5,17). El misterio de la Cruz es
la mejor prueba de su amor total al Padre y a los hombres, sus hermanos. San
Agustín dice:
«Los sabios de este mundo nos insultan a
propósito de la Cruz de Cristo y dicen: “¿Qué corazón tenéis que adoráis a un
Dios crucificado?” “¿Qué corazón tenemos?”... Ciertamente, no el vuestro. La
sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. No tenemos, pues, un corazón como
el vuestro. Decid lo que queráis. Vosotros no podéis ver a Jesús, porque os
avergonzáis de subir al árbol, como hizo Zaqueo; suba el humilde a la Cruz...
y, para no avergonzarte de la Cruz de Cristo, ponla en tu frente...» (Sermón 174,3).
–Juan 2,13-25:
Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Jesús hubo de
enfrentarse personalmente con el fariseísmo puritano, que trataba de conjugar
la piedad legalista con sus propios intereses egoístas y materiales. Comenta
San Agustín:
«¿Para qué quiso Salomón que el templo fuese
levantado? Para que fuese prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era
una sombra; llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido
por Salomón y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel
templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba.
«El verdadero templo, que es el cuerpo del
Señor, se derrumbó; pero luego se levantó, y de tal manera que en modo alguno
podrá derrumbarse de nuevo. “Destruid este templo y yo lo levantaré en tres
días”, había dicho el Señor respecto a su cuerpo. Así pues, el templo de Dios
es el cuerpo de Cristo... Quien dijo: “vuestros cuerpos son miembros de
Cristo”, ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra Cabeza, que
es Cristo, constituyen en conjunto el
único templo de Dios?» (Sermón 217).
Ciclo C
La imagen de la
Iglesia como pueblo de Dios en peregrinación penitencial hacia la Pascua
salvadora (Lumen Gentium 8), cobra en esta celebración litúrgica una
gran fuerza renovadora de nuestra conciencia. La Cuaresma es siempre un tiempo
fuerte de conversión, de revisión de vida, de reconciliación evangélica con
Dios y con todos nuestros hermanos. El Concilio Vaticano II ha subrayado esta
condición permanente e irrenunciable de la Iglesia y de cada uno de sus
miembros:
«Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado,
no conoció el pecado, sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo,
la Iglesia encierra en su propio seno pecadores; y, siendo al mismo tiempo
santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la
penitencia y de la renovación» (ibid.).
–Éxodo 3,1-8.
13-15: «Yo soy» me envía a vosotros. La vocación de Moisés significa en la historia de la salvación el
comienzo de la liberación providencial del pueblo de Dios; el principio del
camino de salvación, que es siempre una iniciativa gratuita de Dios. San
Agustín explica el nombre bajo el que Dios se presenta a su pueblo, «Yo soy».
«Romped los ídolos
de vuestros corazones, prestad atención a lo que se dijo a Moisés cuando
preguntó cuál era el nombre de Dios: “Yo soy el que soy”. Todo cuanto es, en
comparación con Él, es como si no fuera. Lo que realmente es desconoce
cualquier clase de mutación. Todo lo que cambia y es inestable y durante cierto
tiempo no cesa de sufrir mutaciones, fue y será; pero no lo incluye dentro de
aquel es.
«Dios es cambio,
carece de fue y será. Lo que fue, ya no es; lo que será, aún no
es y lo que llega para luego desaparecer, será para no ser. Pensad, si podéis,
esas palabras: “Yo soy el que soy”. No os turbéis con pensamientos caprichosos
y pasajeros. Paraos en el es, permaneced en El mismo que es.
¿Adónde vais? Permaneced, para que también vosotros podáis ser» (Sermón
223,a,5).
–Con el Salmo 102 decimos: «Bendice, alma mía, al
Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía al Señor, y no
olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus
enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura».
–1 Corintios 10,1-6.10-12: La vida del pueblo de
Israel en el desierto se escribió para ejemplo nuestro. El designio divino
de salvación, iniciado con la mediación de Moisés, culminaría en la obra
redentora de Cristo. En Él nosotros hemos sido elegidos; pero no podemos ser
los engreídos.
Los sacramentos no
garantizan en absoluto la salvación si no corresponde a la gracia recibida la
libertad de los beneficiarios; no hay en ellos nada de magia, sino el encuentro
entre dos libertades, la de Dios y la nuestra. Desvincular la recepción de los
sacramentos de la fe o de la conducta moral, equivale a recaer en las faltas
del pueblo de Israel en el desierto, experimentando inmediatamente el mismo
fracaso que ellos conocieron.
El obrar de Dios es siempre una inmensa garantía, pues Él no puede
engañarse ni engañarnos, pero la salvación que nos ofrece no es nunca
automática. No basta con recibir los gestos de la gracia de Dios; es preciso
además la respuesta de la fe y la
conversión, que ajuste permanentemente nuestra mirada con la suya.
–Lucas 13,1-9: Si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera. Dios tiene derecho a reclamar de nosotros una fidelidad cada vez más
profunda. Por eso siempre necesitamos de conversión sincera y de renovación
santificadora y también la Iglesia nos propone la conversión, no solo en el
momento de recibir la fe, si-no a lo largo de toda la vida. Esta llamada se
hace especialmente apremiante cuando hemos pecado y en determinados tiempos
litúrgicos, como Adviento y Cuaresma.
La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de
vida incompatible con las enseñanzas del Evangelio, y la vuelta sincera a Dios.
No basta solo el propósito de cambiar de vida, sino que es necesario el dolor
por haber ofendido a Dios. Este cambio de vida y de mentalidad parte siempre de
la fe, de la llamada continua de Dios, Padre misericordioso. San Máximo de
Turín dice:
«Nada hay tan
grato y querido por Dios, como el hecho de que los hombres se conviertan a Él
con sincero arrepentimiento» (Carta 4).
Lunes
Entrada:
«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y carne retozan
por el Dios vivo» (Sal 83,3).
Colecta (del
misal anterior y, antes, del Gregoriano y Gelasiano): «Señor, purifica y
protege a tu Iglesia con misericordia continua y, pues sin tu ayuda no puede
mantener su firmeza, que tu protección la dirija y la sostenga siempre».
Comunión: «Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con
nosotros» (Sal 116,1-2).
Postcomunión: «Que la comunión en tu sacramento, Señor, nos
purifique de nuestras culpas y nos conceda la unidad».
–2 Reyes
5,1-15: La curación de Naamán el sirio se ha considerado en el tiempo
de Cuaresma como prefiguración de la llamada a todas las naciones a la fe y al
bautismo.
El camino que sigue Naamán hasta el rito que le cura indica el
camino de todo candidato a los sacramentos, que no son válidos si no se reciben
en el interior de un diálogo entre Dios que se revela y el hombre que obedece y
se adhiere a Él por la fe. Pero esto no elimina la eficacia del sacramento, que
obra independientemente de nuestra voluntad. San Hipólito dice del Bautismo:
«El que se sumerge
en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo, niega al
enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja
de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del
bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia, y, lo que es
más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de
Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).
Y San Ildefonso de Toledo:
«Nunca deja de
bautizar el que no cesa de purificar; y así, hasta el fin de los siglos. Cristo
es el que bautiza, porque siempre es Él quien purifica. Por tanto, que el
hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por
tan gran maestro. El maestro es Cristo y la eficacia de este sacramento reside
no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro que es Cristo» (Tratado
sobre el Bautismo).
En el bautismo, junto a la dignidad de los hijos de Dios, recibimos
la gracia y la llamada a la santidad, que nos permite ser consecuentes y no
perder la dignidad recibida.
–Con el Salmo 41 clamamos: «Mi alma tiene sed del
Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Como busca la cierva
corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío. Envía tu luz y tu
verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu
morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; y que te dé
gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío».
Israel pierde el Reino de Dios y sus riquezas. En cambio, los
paganos llegan a obtener la salvación, que también se nos ofrece a nosotros en
la santa Iglesia. Pero a condición de que creamos, de que nos sometamos
humildemente a las enseñanzas y mandamientos de Cristo y de su Igle-sia, de que
ambicionemos la salvación. Con tal de que, reconociendo sinceramente nuestra
indignidad y nuestra incapacidad, nos volvamos hacia el Señor, llenos de
confianza en Él e invocando su auxilio.
–Lucas 4,24-30: Jesús ha sido enviado para la
salvación de todos los hombres, no solo para la de los judíos. A ellos vino
primero, pero «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11): los
hombres de Nazaret únicamente quieren que su conciudadano Jesús realice los
milagros que ha hecho en Cafarnaún.
No podemos buscar a Cristo para servirnos de Él a nuestro antojo.
De Él lo esperamos todo y de modo especial la salvación, pero hemos colaborar,
con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos tiene. En la
liturgia de este día, nosotros somos el pagano Naamán. Corramos al gran
profeta, a Cristo, pues estamos enfermos del alma y necesitamos una curación
que sólo Cristo nos puede dar.
Lo que hoy encontramos en Cristo y en su Iglesia es solamente el
comienzo de nuestra salvación, cuya plenitud nos aguarda en la otra vida, en la
verdadera Pascua. Y así como el pueblo escogido perdió la salvación, por no
creer en Cristo, también a nosotros nos puede ocurrir los mismo. Sólo la fe, la
sumisión a Cristo y a su Iglesia nos pueden salvar. Comenta San Ambrosio:
«La envidia, que convierte al amor en odio
cruel, traiciona a los compatriotas. Al mismo tiempo, ese dardo de estas
palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial, si
no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su
poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos» (Comentario a
San Lucas IV, 46)
Martes
Entrada: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios
mío; inclina el oído y escucha mis
palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas
escóndeme» (Sal 16,6.8).
Colecta (del misal anterior y, antes, del
Gregoriano y Gelasiano): «Señor, que tu gracia no nos abandone, para
que, entregados plenamente a tu servicio, sintamos sobre nosotros tu protección
continua».
Comunión: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda y hospedarse en tu monte santo? El que procede honradamente y practica
la justicia» (Sal 14,1-2).
Postcomunión: «La participación en este Sacramento
acreciente nuestra vida cristiana, expíe nuestros pecados y nos otorgue tu
protección».
–Daniel
3,25.34-43: Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu
humilde. «Un corazón contrito y humillado el Señor no lo desprecia» (Sal
50,19). El sacrificio más agradable a Dios es el de la contrición y la
humildad. Esta verdad, que ya aparecía en el Antiguo Testamento, como vemos en
la oración de Azarías que recoge la lectura de hoy, adquiere mayor relevancia
incluso en las enseñanzas de Cristo, la vida de la Virgen María, y la doctrina
de los Padres y del Magisterio de la Iglesia. Casiano dice:
«La verdadera paciencia y tranquilidad del alma
solo puede adquirirse y consolidarse con una profunda humildad de corazón. La
virtud que mana de esta fuente no tiene necesidad del retiro de una celda, ni
del refugio de la soledad. En realidad, no le falta un apoyo exterior cuando
está interiormente sostenida por la humildad, que es su madre y guardiana. Por
otra parte, si nos sentimos airados cuando se nos provoca, es indicio de que
los cimientos de la humildad no son estables» (Colaciones 18,13).
«Nadie puede alcanzar la santidad si no es a
través de una verdadera humildad, ante todo para con sus hermanos. Pero también
debe tenerla para con Dios, persuadido de que, si Él no lo protege y ayuda en
cada instante, le es absolutamente imposible obtener la santidad a la que
aspira y hacia la cual corre» (Instituciones 12,23).
La humildad y la
caridad son las ruedas maestras; todas
las demás giran a su alrededor: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humilde, que éste sea hoy y siempre nuestro sacrificio, y
que sea agradable en tu presencia» (Dan 3,40).
–Un corazón contrito
y humillado Dios no lo desprecia. Este es el sentido de la oración de Azarías.
No te acuerdes de nuestros pecados, porque tu ternura y tu misericordia son
eternas.
Con la confianza de
que Dios enseña su camino a los humildes, decimos con el Salmo 24:
«Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad;
enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y
tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad,
Señor. El Señor es bueno y recto, enseña el camino a los pecadores, hace
caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes».
–Mateo 18,21-35: El Padre no os perdonará si cada cual no
perdona de corazón a su hermano. El perdón supone correspondencia.
Es una enseñanza clara en el Evangelio. San Agustín explica este evangelio:
«No te hastíes de perdonar siempre al que se
arrepiente. Si no fueras tú también deudor, impunemente podrías ser un severo
acreedor. Pero tú que eres también deudor, y lo eres de quien no tiene deuda
alguna, si tienes un deudor, pon atención a lo que haces con él. Lo mismo hará
Dios contigo... Si te alegras cuando se te perdona, teme el no perdonar por tu
parte.
«El mismo Salvador manifestó cuán grande debe
ser tu temor, al proponer en el Evangelio la parábola de aquel siervo a quien
su señor le pidió cuentas y le encontró deudor de cien mil talentos... ¡Cómo
hemos de temer, hermanos míos, si tenemos fe, si creemos en el Evangelio, si no
creemos que el Señor es mentiroso! Temamos, prestemos atención... perdonemos.
¿Pierdes acaso algo de aquello que perdonas? Otorgas perdón» (Sermón 114
A,2).
«Perdonad y se os
perdonará, dad y se os dará» (Lc 6,37-38). No pensamos que recibiremos lo que
damos. Damos cosas mortales, recibiremos inmortales; damos cosas temporales,
recibiremos eternas; damos cosas terrenas, recibiremos celestes. Recibiremos la
recompensa de nuestro mismo Señor.
Miércoles
Entrada: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que
ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
Colecta (nueva redacción, con elementos del
Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido
cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que
te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la
plegaria».
Comunión: «Me enseñarás el sendero de la vida, me
saciarás de gozo en tu presencia» (Sal 15,11).
Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del
cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos
alcanzar las promesas eternas».
–Deuteronomio
4,1.5-9: Guardad los preceptos y cumplidlos. La Ley es expresión
de la voluntad divina y forma parte de la alianza. La observancia de la Ley ha
de producir dos efectos en los gentiles: el reconocimiento de la sublimidad de
la Ley y la constatación de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Las grandes maravillas
realizadas por Dios en favor de Israel debieron ser motivos para ser fieles al
Señor. Pero la historia de la salvación nos manifiesta lo contrario: el pueblo
de Dios fue ingrato e infiel al Señor muchas veces. Fue ingrato al Señor.
¿Y nosotros? En
realidad, Dios ha realizado aún mayores portentos con nosotros, por la
Encarnación de su Hijo, la Redención, la institución de la Iglesia, la
Eucaristía y los demás sacramentos... También nosotros hemos recibido los
mandamientos y preceptos de Dios para que los cumplamos. Esos preceptos y
mandatos son santos, sabios e inviolables, como el mismo Dios. Son frutos de la
bondad, de la sabiduría, de la justicia y de la santidad de Dios. ¿Puede haber
para nosotros algo mejor, más razonable, más santo, más poderoso y más dichoso
que la santa voluntad de Dios, expresada en sus mandamientos? Tal vez muchas
veces hemos dejado de cumplirlos.
Hoy, en esta
celebración cuaresmal volvamos a escoger de nuevo el camino de los divinos
preceptos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todas tus fuerzas. Y a tu prójimo como a ti mismo»
No seamos como los
escribas y fariseos del tiempo de Jesucristo. Ellos cumplían, en apariencia,
los mandatos de Dios, interpretando la letra según su interés. Digamos y
cumplamos nosotros lo que Jesús dijo: «Mi comida consiste en hacer siempre la
voluntad del que me envió» (Jn 4,34). Debemos morir a la propia voluntad, para
vivir entera y ciegamente confiados en la santa voluntad de Dios, entregados
totalmente a su beneplácito, al gobierno y Providencia de Dios y llevando,
según sus mandamientos, una conducta intachable. Esta es la esencia de la vida
cristiana. ¿Pensamos así? ¿Vivimos así?
–Si Dios nos ha dado
mandamientos y leyes es para que vivamos y nos salvemos. Por eso, los preceptos
del Señor son la alegría del hombre, que se ve distinguido y privilegiado con
ellos. De ahí brota el deseo de una fidelidad sincera, que manifestamos con el Salmo
147: «Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión, que ha reforzado
los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Él envía
su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz, manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos a
Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos».
–Mateo 5,17-19:
Quien cumpla los mandamientos y los enseñe será grande en el Reino de los
cielos. La santa Cuaresma es un tiempo adecuado para examinar nuestra vida
entera, para una revisión de vida en el cumplimiento de los mandatos de Dios.
Cristo vino a vivificar la ley y a perfeccionarla. Él fue modelo en el
cumplimiento de la voluntad divina. Dice San Bernardo:
«Y ya que en la voluntad de Dios está la vida,
no podemos dudar lo más mínimo de que nada encontraremos que nos sea más útil y
provechoso que aquello que concuerda con el querer divino, vida de nuestra
alma. Procuremos con solicitud no desviarnos en lo más mínimo de la voluntad de
Dios» (Sermón 5).
No se haga mi
voluntad, sino la tuya, dijo el Señor (Mc 14,36; cf. Mt 26,33-46; Lc
22,40-46). Y comenta San León Magno:
«Esta voz de la Cabeza es la salvación de todo
el Cuerpo; esta voz enseña a todos los fieles, enciende a los confesores,
corona a los mártires» (Sermón 58).
Jueves
Entrada: «Yo soy la salvación del pueblo –dice el
Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre
su Señor».
Colecta (del Gregoriano): «Te pedimos
humildemente, que a medida que se acerca la fiesta de nuestra salvación, vaya
creciendo en intensidad nuestra entrega, para celebrar dignamente el misterio
pascual».
Comunión: «Tú promulgas tus decretos para que se
observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas».
Postcomunión: «Presta benigno tu ayuda, Señór, a quienes
alimentas con tus sacramentos, para que consigamos tu salvación en la
celebración de estos misterios y en la vida cotidiana».
–Jeremías
7,23-28: Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios.
El profeta Jeremías clama contra la incredulidad de sus contemporáneos. No
escuchan la voz de Dios que desea realizar plenamente la alianza entre Él y su
pueblo. La actuación del profeta será, una vez más, inútil. Por eso, la ruina
de la nación es inminente y, por la bondad de Dios, se salvará un resto que
permanece fiel. Es un adelanto de lo que sucederá con la venida del Verbo
encarnado. Y, ¿solamente en aquel tiempo? ¡Cuánta infidelidad también en
nuestros días en muchos que son y se llaman cristianos, pero que actúan como
paganos!
Este tiempo litúrgico
es muy adecuado para reflexionar y corregir las infidelidades con respecto a
Dios y a su mensaje de salvación. Allí donde vive y obra el verdadero espíritu
de Cuaresma, afluye al alma, a raudales, la vida divina de la gracia, de las
virtudes y de las buenas obras.
El cristiano se
convierte en coedificador del Reino de Dios, en piedra viva, que ayuda a
levantar todo el edificio: primero en su propia persona y después junto con sus
semejantes. Su práctica cuaresmal aprovecha a todos, derramando sobre ellos
luz, gracia, arrepentimiento. Con su ejemplo, su oración y sus méritos colabora
en la salvación y santificación de sus hermanos. ¡Qué responsabilidad, pues, la
nuestra si no aprovechamos este tiempo de gracia, que es la Cuaresma! ¡Qué
perjuicio para nosotros mismos y para los demás! No podemos ser indiferentes a
la salvación de los hombres, que son hermanos nuestros.
–El gran pecado de
Israel fue cerrar sus oídos a la palabra del Señor. También este peligro nos
acecha a nosotros. Por eso el Salmo 90 nos advierte: «Ojalá
escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón. Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole
gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios y nosotros su
pueblo, el rebaño que Él guía. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como
el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me
tentaron, aunque habían visto mis obras».
–Lucas 11,14-23:
El que no está conmigo está contra Mí. Lo mismo que en tiempos de
Jeremías, la incredulidad y la infidelidad fue el signo de los contemporáneos
de Jesús. Su ejemplo, su palabra, sus milagros son manifestaciones palpables
del origen divino de su ser. Pero el corazón de aquellos hombres estuvo
endurecido y lo consideraron aliado del demonio. ¡Qué perversidad y qué gran
misterio! ¿Y nosotros? San Gregorio Magno dice:
«Volvimos la espalda ante el rostro de Aquel
cuyas palabras despreciamos, cuyos preceptos conculcamos; pero aun estando a
nuestra espalda nos vuelve a llamar Él, que se ve despreciado y clama por medio
de sus preceptos y nos espera con paciencia» (Hom. sobre los Evangelios
16).
¡Unidos siempre a
Cristo! En Él encontramos nuestra salvación. Digamos con San Gregorio Nacianceno:
«Quédate con nosotros, porque nos rodean en el
alma las tinieblas y solo Tú, oh Cristo, eres la Luz. Tú puedes calmar nuestra
ansia que nos consume» (Carta 212).
Oremos intensamente.
Hagamos penitencia en este tiempo de preparación para la Pascua, a fin de que
nos renovemos en Cristo Jesús. Comenta San Ambrosio:
«Todo reino dividido será desolado. El porqué
de esta afirmación es el mostrar que su reino es indivisible y perpetuo, puesto
que se le acusaba de echar los demonios en nombre de Beelzebú, príncipe de los
demonios... Aquellos, pues, que no ponen en Cristo su esperanza, sino que creen
que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan
ser súbditos de un reino eterno» (Comentario
a San Lucas VII, 91).
Viernes
Entrada:
«No tienes igual entre los dioses, Señor: Grande eres tú, y haces maravillas,
tú eres el único Dios» (Sal 85,8.10).
Colecta (Veronense,
Gregoriano y Gelasiano): «Infunde, Señor, tu gracia en nuestros
corazones, para que sepamos do-minar nuestro egoismo y secundar las
inspiraciones que nos vienen del Cielo».
Comunión: «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale
más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33).
Postcomunión: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre
íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo
que ahora recibimos en la Eucaristía».
–Oseas
14,2-10: No volveremos a llamar Dios a las obras de nuestras manos.
El profeta invita a Israel a la conversión: «Perdona del todo la iniquidad,
recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios». Destruido por su iniquidad,
Israel se convierte por fin con palabras sinceras y no hipócritas. Reconoce que
no lo salvarán alianzas humanas, dioses falsificados ni holocaustos vacíos,
sino la primacía del amor en la fidelidad a la alianza con su Dios. Se
vislumbra entonces una felicidad paradisíaca.
Pero la misma
conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las
palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su
gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor.
En efecto, Oseas ha
transformado el sentimiento de culpabilidad de sus compatriotas. Para él, la
falta no consiste en la violación de las tradiciones ancestrales y sacrales, de
las que uno se libra por medio de ritos penitenciales, sino en la resistencia a
encontrar a Dios en la vida ordinaria. El pecado es la negación a ver a Dios en
la historia de cada día, de cada
momento. Por eso, la conversión a la que invita el profeta es un acto
interior, por el que el hombre hace callar su orgullo aceptando que el
acontecimiento en que vive es iniciativa de Dios con respecto a él y gracia de
su benevolencia. La conversión ha de ser la actitud fundamental del cristiano.
No hay momento más precioso para pedir a Dios la conversión que la Santa Misa.
–El Señor es el
único Dios. Ni las obras de nuestras manos, ni nada fuera de Él puede ser Dios
para nosotros. Todo pecado es fundamentalmente una idolatría y, por tanto, una
defección de la alianza, una infidelidad.
Con el Salmo 80 lo proclamamos sinceramente: «Oigo un
lenguaje desconocido: retiré los hombros de la carga, y sus manos dejaron la
espuerta. Clamaste en la aflicción y te libré. Te respondí oculto entre los
truenos, te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. Escucha, pueblo mío, doy
testimonio contra ti, ojalá me escuchases, Israel. No tendrás un dios extraño,
no adorarás un dios extranjero. Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de
Egipto. Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino: Te
alimentaría con flor de harina, te saciaría con miel silvestre».
–Marcos
12,28-34: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás.
Al Señor le agrada la misericordia y no los sacrificios: prefiere la sinceridad
del corazón a las prácticas meramente externas. La Ley de Cristo es el amor a
Dios y al prójimo. San Bernardo dice:
«El amor, basta
por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se
identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni
tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque
amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio
y origen, con tal de que vuelva siempre su fuente y sea una continua emanación
de la misma» (Sermón 83).
Esa fuente no es otra que Dios. Constantemente encontramos en
nuestra vida ocasiones para manifestar nuestro amor a Dios y al prójimo. No
debemos esperar ocasiones extraordinarias para amar. Hemos de aprender a amar
en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo
bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos
difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo.
Sábado
Entrada: «Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides
sus beneficios. Él perdona todas tus culpas» (Sal 102,2-3).
Colecta (Veronense y Gelasiano): «Llenos de
alegría al celebrar un año más la Cuaresma, te pedimos, Señor, vivir los
sacramentos pascuales y sentir en nosotros el gozo de su eficacia».
Comunión: «El publicano, quedándose atrás, se
golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”» (Lc
18,13).
Postcomunión: «Concédenos, Dios de misericordia, venerar
con sincero respeto, la Santa Eucaristía que nos alimenta, y recibirla siempre
con un profundo espíritu de fe».
–Oseas 6,1-6:
Quiero misericordia y no sacrificios. Dios quiere misericordia y no
sacrificios de animales, su conocimiento y no holocaustos. El profeta invita a
la penitencia y a una vuelta sincera a Dios, pero el pueblo es inconstante.
¡Cuántas liturgias en las que los que asisten a ellas nada experimentan, de las
que salen sin haber encontrado a Dios, sin haberle conocido un poco más! ¡Qué
negligentes somos a veces los sacerdotes y los laicos a la hora de participar
en los santos misterios!
Comenta San Agustín:
«Presta atención a lo que dice la Escritura:
“Quiero la misericordia antes que el sacrificio” (Os 6,6). No ofrezcas un
sacrificio que no vaya acompañado de la misericordia, porque no se te
perdonarán los pecados. Quizá digas: “Carezco de pecados”. Aunque te muevas con
cuidado, mientras vives corporalmente en este mundo, te encuentras en medio de
tribulaciones y estrecheces y has de pasar por innumerables tentaciones: no
podrás vivir sin pecado. Es cierto que Dios te dice: “No te intranquilice tu
pecado”... si nada debes, sé duro en exigir; pero si eres deudor, congratúlate,
más bien, de tener un deudor en quien puedas hacer lo que se hará en ti» (Sermón
386,1).
–Puede haber una
conversión que no sea auténtica. Es necesario que cambie el corazón. A veces
tenemos el peligro de quedarnos en meras fórmulas y ritualis-mos externos. El Salmo
50, que comentamos el Miércoles de Ceniza, es siempre una llamada
fuerte a la auténtica penitencia.
–Lucas 18,9-14:
El publicano bajó a casa justificado y el fariseo no. En oposición a la
soberbia y suficiencia del fariseo que se jactaba de sus propias obras, la
humildad del publicano constituye el auténtico culto espiritual de la
penitencia del corazón, de la interioridad del culto que agrada al Señor. El
publicano recibió de Dios la justificación a causa de su humilde
arrepentimiento. San Agustín dice:
«El Señor es excelso y dirige su mirada a las
cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en
cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún
modo las desconoce.
«Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco
decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo;
para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia
arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a
quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se
reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano,
escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha
ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo
justificado, más que aquel fariseo”» (Sermón 115,2).
4ª Semana de
Cuaresma
Domingo
Entrada: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella
todos los que la amáis, alegraos de su alegría los que por ella llevasteis
luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos» (Is 66,10-11).
Colecta (del misal anterior y antes del Gregoriano):
«Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu palabra hecha carne, haz
que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa a celebrar
las fiestas pascuales».
Ofertorio (del Veronense y del Sacra-mentario de
Bérgamo): «Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones
que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos
misterios con fe verdadera y a saber ofrecértelos por la salvación del mundo»
Comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me
lavé y veo, y he empezado a creer en Dios (Jn 9,11). O bien: «Deberías
alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba
perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,32). O bien: «Jerusalén está fundada como
ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la
costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor» (Sal 121,3-4).
Postcomunión (Veronense y Gelasiano): «Señor
Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro
espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean
dignos de Ti, y aprendamos a amarte de todo corazón».
Ciclo A
En esta celebración,
la Iglesia alegra nuestras almas con el pregón gozoso de la cercanía de Pascua,
en el que se proclaman el don de la fe en Cristo y el sacramento del bautismo
como misterios de Luz, que iluminan nuestras vidas en el tiempo, redimiéndonos
de las tinieblas del pecado.
–1 Samuel
16,6-7.10-13: David es ungido rey de Israel. Los juicios de Dios
son distintos de los juicios humanos. Éstos se agotan con la luz de sus
apariencias, mientras que Dios ilumina verdaderamente las realidades del
corazón y elige a los suyos por propia iniciativa. La vocación es el
llamamiento que Dios hace al hombre que ha escogido y destinado a una misión
especial en la historia de la salvación. La llamada de Dios ha de tener una correspondencia generosa y absoluta. Es
la respuesta a la que se refiere San Agustín:
«¿Quiénes son los rectos de corazón? Los que
quieren lo que Dios quiere... No quieras torcer la voluntad de Dios» (Comentario
al Salmo 93).
–Con el Salmo
22 proclamamos: «El Señor es mi Pastor, nada me falta. En verdes praderas
me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me
guía por el sendero justo».
–Efesios 5,8-14:
Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. La vocación
cristiana, sellada en nuestro bautismo, nos libra de las tinieblas,
transformándonos en hijos de la luz. San Agustín comenta este pasaje paulino:
«Pensad en las tinieblas de éstos [los
neófitos], antes de acercarse al perdón de los pecados. Las tinieblas, pues,
estaban sobre el abismo antes de que les fueran perdonados sus pecados. Pero el
Espíritu del Señor se cernía sobre las aguas. Descendieron ellos a las aguas;
sobre las aguas se cernía el Espíritu de Dios; fueron expulsadas las tinieblas
de los pecados; estos son el día que hizo el Señor. A este día dice el Apóstol:
“Fuisteis en otro tiempo tinieblas, ahora, en cambio, sois luz en el Señor”.
¿Dijo acaso: “Fuisteis tinieblas en el Señor”? Tinieblas en vosotros mismos,
luz en el Señor. Dios llamó a la luz día porque por su gracia se hace cuanto se
hace. Ellos pudieron ser tinieblas por sí mismos; pero no hubieran podido
convertirse en luz de no haberlo hecho el Señor. Este es el día que hizo el
Señor: el Señor lo hizo y no el día mismo» (Sermón 258,2).
–Juan 9,1-41: Fue,
se lavó y volvió con vista. La fe es un don de Dios, que ilumina a los
creyentes. La increencia es la ceguera, que mantiene a los hombres en su
condición original de hijos de las tinieblas. San Agustín explica este pasaje
evangélico:
«Porque el Señor abre los ojos al ciego.
Quedaremos iluminados, hermanos, si tenemos el colirio de la fe... También
nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán y necesitamos que el Señor nos
ilumine» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 34,8-9).
Por el contacto
amoroso de Jesús desapareció la ceguera natural del ciego de nacimiento. Por el
contacto eucarístico, el Corazón de Cristo sigue iluminando desde lo más íntimo
de nuestro ser, toda nuestra vida. «El que me sigue no anda en tinieblas, dice
el Señor» (Jn 8,12).
Hijos de la luz por
el bautismo y la Eucaristía, toda nuestra conducta debe ser transparencia de
nuestra condición de hijos de Dios y testimonio viviente de santidad en Cristo.
«Brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras obras y glorifiquen
al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
Ciclo
B
Toda la historia de
la salvación evidencia un enfrentamiento ininterrumpido entre el misterio de
las tinieblas y el misterio de la luz, disputándose la vida de los hombres. El
misterio de la luz lo integra el designio amoroso de Dios, que nos ofrece la
salvación y la santidad; su palabra, que nos ilumina; su gracia que nos
santifica. El misterio de las tinieblas son las reacciones rebeldes de la
inteligencia y de la voluntad humana al servicio del pecado, que nos ciega, que
nos degrada y nos con-vierte en hijos de ira (Ef 2,3).
No podemos permanecer
pasivos, irresponsables o indefinidos. A nosotros nos toca optar con decisión
por la fidelidad a la gracia o permanecer paganamente degradados por las tinieblas
del pecado.
–2 Crónicas
36,14-16.19-23: La ira y la misericordia del Señor se manifestaron
en el exilio y en la liberación del pueblo. El final del segundo libro de
las Crónicas contiene una meditación profunda de la historia del pueblo de
Israel que, con su rebeldía y pecados, provoca el castigo divino. El Señor
abate su soberbia y luego le regenera por la misericordia.
La caída de
Jerusalén, la destrucción del templo y
la abolición de la dinastía davídica han sido permitidas por Dios. Ya Jeremías y
el Levítico las habían previsto.
Pero estas calamidades no significan que Dios haya puesto punto
final a sus designios de amor para con Israel. Él suscita a Ciro y le inspira
una política de benevolencia con respecto a los judíos, quienes construirán de
nuevo el Templo, de modo que Dios pueda estar presente en medio de su pueblo.
El pueblo elegido pasa, por lo mismo, de un régimen dinástico a una teocracia
absoluta: Dios mismo se establecerá en adelante en Sión para gobernar a su
pueblo.
Pero tampoco el pueblo elegido será fiel y por eso vendrán nuevas
destrucciones y purificaciones, hasta la venida de Cristo, que establece
definitivamente el Reino de Dios en el mundo, cuya plenitud tendrá lugar en la
Jerusalén celeste, en la llamada visión
de paz.
–La Iglesia es la continuadora de Cristo en el mundo. Esto debe de
estimularnos a ser fieles a Cristo y a extender su Reino por doquier.
Persecuciones no faltarán, pero las puertas del infierno no prevalecerán. Con
el Salmo 136 decimos con los israelitas deportados: «Si me olvido
de ti, Jerusalén [Iglesia Santa, Jerusalén celeste], que se me paralice la mano
derecha».
–Efesios 2,4-10: Muertos por el pecado, por pura
gracia estáis salvados. El misterio de la Cruz, signo definitivo de la
salvación, es también una prueba amorosa de amor salvífico del Padre sobre
nosotros. Por eso comenta San Agustín:
«¿Qué tienes,
pues, que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no
lo hubieras recibido? Pues si Abrahán se glorió, de la fe se glorió. ¿Cuál es
la fe plena y perfecta? La que cree que todos nuestros bienes proceden de Dios»
(Sermón 168,3).
Casiano manifiesta muchas veces que tenemos necesidad de la gracia
para hacer el bien:
«Si de una parte
todos estos ejercicios son indispensables para la perfección, de otra son del
todo ineficaces para llegar a ella sin el concurso de la gracia» (Instituciones
12,11). «El principio de nuestra conversión y de nuestra fe, así como la
paciencia en sufrir, son dones de Dios... La gracia de Dios no ha hecho bastante
con haberos otorgado las primicias de nuestra salvación; hace falta que su
misericordia vaya obrando cada día su plena eclosión mediante esa misma gracia»
(Colaciones 3,14).
–Juan 3,14-21:
Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por Él. Como hijos de
las tinieblas, todos los hombres éramos seres mordidos por el pecado para la
muerte y la condenación. Por el misterio de la Cruz el Padre nos regenera de
nuevo para la luz y la vida de hijos. Comenta San Agustín:
«Cómo es que te parecía que los hombres
pecadores no podrían hacerse miembros de Cristo, es decir, de quien no tuvo
pecado alguno? Te impulsaba a ello la mordedura de la serpiente. Pero a causa
del pecado, es decir, del veneno de la serpiente, fue crucificado Cristo y
derramó su sangre para el perdón de los pecados.
«Moisés levantó la serpiente en el desierto
para que sanasen quienes en el mismo
desierto eran mordidos por las serpientes, mandándoles mirarla, y quien lo
hacía quedaba curado. Del mismo modo, conviene que sea levantado el Hijo del
Hombre, para que todo el que cree en Él, que lo contemple levantado, que no se
avergüence de su crucifixión, que se gloríe en la Cruz de Cristo, no perezca,
sino que tenga la vida eterna. ¿Como no morirá? Creyendo en Él. ¿De qué manera
no perecerá? Mirando al levantado. De otra forma hubiera perecido» (Sermón
294,11).
Ciclo C
La liturgia de este
domingo proclama un esperanzador y gozoso pregón pas-cual. Pascua significa, en
la historia de la salvación, para el pueblo de Dios y para cada uno de nosotros,
la urgencia de vida nueva, la responsabilidad de nuevas criaturas,
reconciliadas con el Padre por el sacrificio redentor de su Hijo. Para esta
vida nueva nos prepara la intensa purificación interior y exterior que nos
proporciona la celebración cuaresmal. Es preciso intensificar seriamente el
proceso personal de conversión, de purificación, porque así lo requiere la
celebración litúrgica del misterio pascual de Cristo, al que Él mismo nos
incorpora.
–Josué 5,9-12:
El pueblo de Dios celebra la Pascua antes de entrar en la tierra prometida.
Tras cuarenta años de peregrinación, el pueblo de Israel entró en la tierra de
salvación. Allí celebró por vez primera la Pascua, como inauguración de una
vida nueva y libre. Comenta San Ata-nasio:
«Vemos, hermanos míos, cómo vamos pasando de
una fiesta a otra. Ahora ha llegado el tiempo en que todo vuelve a comenzar, el
anuncio de la Pascua venerable, en la que el Señor fue inmolado. Nosotros nos
alimentamos... y deleitamos siempre nuestra alma con la sangre preciosa de
Cristo, como de una fuente; y, con todo, siempre estamos sedientos de esa
sangre, siempre sentimos un ardiente deseo de recibirla.
«Pero nuestro Salvador está siempre a
disposición de los sedientos y, por su benignidad, atrae a la celebración del
gran día a los que tienen sus entrañas sedientas, según aquellas palabras
suyas: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”... Siempre que lo pedimos, se
nos concede acceso al Salvador. El fruto espiritual de esta fiesta no queda
limitado a un tiempo determinado, ni su radiante esplendor conoce el ocaso ,
sino que está siempre a punto, para iluminar las mentes que así lo desean» (Carta
5,1-2).
–Con
el Salmo 33 decimos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bendigo
a Dios en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría
en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren»
–2
Corintios 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo.
Para nosotros la Pascua definitiva ha sido Cristo Jesús (1 Cor 5,7). Nos exige
una nueva vida de santidad: muerte al pecado y al hombre viejo, para vivir
auténticamente como hijos de Dios. Comenta San Agustín:
«Cuando nuestra
esperanza llegue a su meta, habrá llegado también a la suya nuestra
justificación. Y, antes de completarla, el Señor mostró en su carne, con la que
resucitó y subió al Padre, lo que nosotros hemos de esperar, para que viésemos
en la Cabeza lo que ha de suceder en los miembros... El mundo es convencido de
pecado en aquellos que no creen en Cristo, y de justicia en los que resucitan
en los miembros de Cristo. De donde se ha dicho: “A fin de que nosotros
viniésemos a ser justicia de Dios en Él”. Si somos justicia, lo somos en Él, el
Cristo total... el que va al Padre, y esa justicia alcanza entonces la plenitud
de su perfección» (Sermón, 144,6).
–Lucas 15,1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba
muerto y ha revivido. Tras la degradación por el pecado, solo la penitencia
y el retorno a la fidelidad a Dios nos pueden garantizar la verdadera
reconciliación santificadora con el Padre. La parábola del hijo pródigo, bien
se podría llamar también la parábola del Padre misericordioso, como explica San
Gregorio Magno:
«He aquí que llamo
a todos los que se han manchado, deseo abrazarlos... No perdamos este tiempo de
misericordia [la Cuaresma], que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios
de tanta piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados,
y nos prepara el seno de su clemencia para cuando volvamos a Él. Al pensar cada
uno en la deuda que le abruma, sepa que Dios le aguarda, sin despreciarle ni
exasperarse. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva... Ved cuán grande
es el seno de la piedad y considerad que tenéis abierto el regazo de su
misericordia» (Homilía sobre los Evangelios 33).
Lunes
Entrada:
«Yo confío en el Señor. Tu misericordia sea mi gozo y mi alegría. Te has fijado
en mi aflicción» (Sal 30,7-8).
Colecta (del
misal anterior y antes del Gregoriano): «Oh Dios, que renuevas el mundo por
medio de sacramentos divinos: concede a tu Iglesia la ayuda de estos auxilios
del cielo sin que le falten los necesarios de la tierra».
Comunión: «Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos
y que guardéis y cumpláis mis mandatos, dice el Señor» (Ez 36,27).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos misterios nos renueven,
nos llenen de vida y nos santifiquen, para que alcancemos, por ellos, los
premios eternos».
–Isaías
65,17-21: Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva. El
profeta anuncia la salvación como una nueva creación, tan sublime y maravillosa
que hará olvidarse de la primera. En la esperanza escatológica todo se
convierte en alegría, porque su fuente es Dios. No habrá en la nueva creación
dolor ni llanto, pues su gozo es el mismo Dios, su creador. La salvación llena
de gozo al pueblo y Dios se goza con él. San Gregorio de Nisa dice:
«“Porque el Reino de
Dios está en medio de vosotros”. Quizás quiera esto... manifestar la alegría
que se produce en nuestras almas por el Espíritu Santo; imagen y el testimonio
de la constante alegría que disfrutan las almas de los santos en la otra vida»
(Homilía sobre las Bienaven-turanzas 5).
Casiano
también habla de la alegría de la vida nueva en Cristo:
«Si tenemos fija la
mirada en las cosas de la eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de
este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos
inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el
infortunio, ni nos llenará de soberbia la prosperidad, porque consideraremos
ambas cosas como caducas y transitorias» (Instit. 9).
Y
San Agustín:
«Entonces será la
alegría plena y perfecta, entonces el gozo completo, cuando ya no tendremos por
alimento la leche de la esperanza, sino el manjar sólido de la posesión. Con
todo, también ahora, antes de que nosotros lleguemos a esta posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es
poca la alegría de la esperanza que ha de convertirse luego en posesión» (Sermón
21).
La
alegría cristiana es de naturaleza especial. Es capaz de subsistir en medio de
todas las pruebas: «se fueron contentos de la presencia del Sanedrín, porque
habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
–El
perdón es como una nueva creación; el pecador perdonado vive alegre, pues se le
ofrecen nuevas posibilidades de vida. Por eso el alma se dilata al alabar a
Dios, fuente de perdón y de misericordia.
Así
lo proclamamos con el Salmo 29: «Te ensalzaré Señor, porque me
has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi
vida del abismo, me hiciste revivir, cuando bajaba a la fosa. Tañed para el
Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo. Su cólera dura un instante,
su bondad de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el
júbilo. Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor socórreme. Cambiaste mi luto
en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre».
–Juan
4,43-54: Anda, tu hijo está curado. Jesús muestra su gloria en
Caná, por segunda vez, curando al hijo de un funcionario real que tiene fe en
su palabra. Por medio de milagros, da comienzo a una nueva era que trae consigo
la alegría. San Agustín dice:
«Con ser tan grande el
prodigio que realizó en Caná, no creyó en Él nadie, a excepción de sus
discípulos. A esta ciudad de Galilea vuelve ahora por segunda vez Jesús. [Un
cortesano le pide que vaya a su casa para que cure a su hijo]. Quien así pedía
¿es que aún no creía? ... El Señor, a la petición del Régulo, contesta de esta
manera: “Si no veis señales y prodigios no creéis”. Recrimina a este hombre por
su tibieza o frialdad o por su total falta de fe; pero desea probar con la
curación de su hijo cómo era Cristo, quién era y cuán grande su poder. Hemos
oído la palabra del que ruega, mas no vemos el corazón del que desconfía; pero
lo testifica quien oyó su palabra y vio su corazón...
«[Y creyó él y toda su
familia]. Ahora me dirijo al pueblo de Dios: tantos y tantos como hemos creído,
¿qué signos hemos visto? Luego lo que entonces acontecía era como un presagio
de lo que ahora acontece... nosotros hemos asentido a Él y por el Evangelio
creímos en Cristo, sin haber visto ni exigido milagro alguno» (Tratado 16
sobre el Evangelio de San Juan).
Martes
Entrada:
«Sedientos, acudid por agua –dice el Señor– venid los que no tenéis dinero y
bebed con alegría» (cf. Is 55,1).
Colecta (del
Veronense, Gelasiano y Sermón 47 de San
León Magno): «Te pedimos, Señor, que las prácticas santas de esta
Cuaresma dispongan el corazón de tus fieles para celebrar dignamente el
misterio pascual y anunciar a todos los hombres la grandeza de tu salvación».
Comunión: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace
recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas» (Sal 22,1-2).
Postcomunión: «Purifícanos, Señor, y renuévanos de tal modo con tus
santos sacramentos que también nuestro cuerpo encuentre en ellos fuerzas para
la vida pre-sente y el germen de su vida inmortal».
–Ezequiel 47,1-9.12: Por debajo del umbral del
templo manaba agua e iba bajando; a cuantos toquen este agua los salvará.
Es una prefiguración del agua que salió del costado de Cristo en la Cruz por la
lanzada del soldado, como símbolo del Espíritu Santo que brota del Resucitado,
y también del agua purificadora del bautismo.
Este pasaje es muy importante para San Juan (7,37; 21,8-11; 19,34;
Ap 21,22-32). Cristo resucitado, en efecto, es el centro del culto de la nueva
humanidad. Su santidad es de tal naturaleza que justifica a todos los hombres
que participan en ella; su victoria sobre el pecado y la muerte está a punto de
hacerse tan definitiva que cualquier hombre puede estar seguro de resucitar a
la vida de la gracia y de haber sido justificado de su pecado.
Nosotros estamos
bautizados, somos hijos de Dios, herederos del cielo. Seamos fieles a nuestro
bautismo, para que podamos oir un día estas palabras: «Venid, benditos de mi
Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo» (Mt
25,34).
–El profeta Ezequiel
nos ha hablado de aguas salvíficas, de las acequias que corren alegrando la
ciudad de Dios, que simbolizan a las aguas bautismales que, limpiándonos del
pecado, nos han dado la alegría de la salvación. El agua que corre es signo de
la especial protección de Dios en el Antiguo Testamento, en el Nuevo y en la
vida de la Iglesia.
El Salmo 45 reconoce
esta predilección y cuidado: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y
los montes se desplomen en el mar. El correr de las acequias alegra la ciudad
de Dios, el Altísimo consagra su morada. Teniendo a Dios en medio no va-cila,
Dios la socorre al despuntar la aurora. El Señor de los ejércitos está con
nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Ja-cob. Venid a ver las obras del
Señor, las maravillas que hace en la tierra».
–Juan 5,1-3.
5-16: Al momento el hombre quedó sano. Jesús cura en Jerusalén a
un paralítico en sábado. Controversia entre los judíos. En el sábado se puede
hacer el bien, aunque aquellos contemporáneos de Jesús no lo consideraron así.
Además, Dios está por encima del sábado y Cristo es Dios. Comenta San Agus-tín:
«No debe nadie extrañarse de que Dios haga
milagros; lo extraño sería que los hiciera el hombre. Más gozo y admiración nos
debe producir el haberse hecho hombre Nuestro Señor Jesucristo que las obras
divinas que, como Dios, hizo entre los hombres. Y más valor tiene el haber
curado los vicios de las almas que curar las enfermedades del cuerpo.
«Pero el alma no conocía quien era el que la
había de curar, porque tenía los ojos de la carne para ver los hechos
corporales, pero no los ojos de un corazón limpio para ver a Dios que en ellos
estaba. El Señor realiza obras que ella podía ver para curar aquello por lo que
no podía ver. Entró en un lugar donde yacía una gran multitud de enfermos,
ciegos, cojos y paralíticos... y curó a uno solo, cuando podía curar a todos
con una sola palabra... Este enfermo que Él sana simboliza al hombre que abraza
la fe, cuyos pecados venía a perdonar y cuyas enfermedades venía a curar» (Tratado
17 sobre el Evangelio de San Juan).
Miércoles
Entrada: «Mi oración se dirige hacia ti, Dios mío,
el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude»
(Sal 68,14).
Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano
y Gregoriano): «Señor, Dios nuestro, que concedes a los justos el premio
de sus méritos, y a los pecadores que hacen penitencia les perdonas sus
pecados, ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de nuestras
culpas, tu paz y tu perdón».
Comunión: «Dios no mandó a su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17).
Postcomunión: «No permitas, Señor, que estos sacramentos
que hemos recibido sean causa de condenación para nosotros, pues los
instituiste como auxilios de nuestra salvación».
–Isaías 49,8-15:
Ha constituido alianza con el pueblo para restaurar el país. Dios
anuncia a Israel exiliado en Babilonia el regreso a la patria, confirmando el
amor misericordioso e indestructible del Señor para con su pueblo.
Ese amor
misericordioso se realiza mucho más expresivamente en la venida de Jesucristo,
en el perdón de los pecados por el sacramento del bautismo y de la penitencia.
La liturgia cuaresmal en favor de los catecúmenos y de los penitentes nos anima
a preparamos para la comunión pascual y la renovación de las promesas de
nuestro bautismo. San Agustín predica:
«La penitencia purifica el alma, eleva el
pensamiento, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y humillado,
disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y
enciende la verdadera luz de la castidad». (Sermón 73).
–El profeta Isaías ha
cantado gozoso la salvación que viene de Dios. La salvación ha sido posible
porque el Señor es clemente y misericordioso, fiel a sus promesas, a pesar de
las infidelidades de Israel, de nuestras propias infidelidades. Pero hemos de
invocarle sinceramente.
Por eso decimos con el Salmo 144:
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. El
Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es fiel
a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que
van a caer, endereza a los que ya se doblan. El Señor es justo en todos sus
caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo
invocan, de los que lo invocan sinceramente».
–Juan 5,17-30:
Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el
Hijo del Hombre da vida a los que quiere. Él comunica al alma, muerta por
el pecado, la vida, pues precisamente ha venido para esto. La resurrección
corporal es un signo de la otra más honda y necesaria. La da por el bautismo y
por la penitencia. Comenta San Agustín:
«No se enfurecían porque dijera que Dios era su
Padre, sino porque le decía Padre de manera muy distinta de como se lo dicen
los hombres. Mirad cómo los judíos ven lo que los arrianos no quieren ver. Los
arrianos dicen que el Hijo no es igual al Padre, y de aquí la herejía que
aflige a la Iglesia. Ved cómo hasta los mismos ciegos y los mismos que mataron
a Cristo entendieron el sentido de las palabras de Cristo. No vieron que Él era
Cristo ni que era Hijo de Dios; sino que vieron en aquellas palabras que Hijo
de Dios tenía que ser igual a Dios. No era Él quien se hacía igual a Dios. Era
Dios quien lo había engendrado igual a Él. Si se hubiera hecho Él igual a Dios,
esta usurpación le habría hecho caer; pues aquel que se quiso hacer igual a
Dios, no siéndolo, cayó y de ángel se hizo diablo y dio a beber al hombre esta
soberbia, que fue la que le derribó» (Tratado 17,16, sobre el Evangelio
de San Juan).
Jueves
Entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor.
Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4).
Colecta (del Gelasiano y del Sacramen-tario de
Bérgamo): «Padre lleno de amor, te pedimos que, purificados por la
penitencia y por la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a tus
mandamientos, para llegar bien dispuestos a las fiestas de Pascua».
Comunión: «Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré
en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, dice el Señor» (Jer
31,33).
Postcomunión: «Que esta comunión, Señor, nos purifique
de todas nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio
quienes están agobiados por el peso de su conciencia».
–Éxodo 32,7-14: Arrepiéntete
de la amenaza contra tu pueblo. Moisés intercede ante Dios que quiere
castigar a su pueblo por haber sido infiel a la alianza, y obtiene el perdón.
Dios, que es misericordioso y fiel, perdona la infidelidad de su pueblo por la
intercesión de Moisés. En esa gran misericordia se manifiesta de forma máxima
su omnipotencia, dice Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, 2-2 30,4).
Casiano explica que la misericordia de Dios perdona y mueve a conversión:
«En ocasiones Dios no desdeña visitarnos con su
gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro
corazón... Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de
pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma
santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la
ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con
clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que ese
toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos
paraliza» (Colaciones, 4).
San Gregorio Magno
ensalza la misericordia de Dios:
«¡Qué grande es la misericordia de nuestro
Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero Él nos llama amigos. ¡Qué
grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!» (Homilía 27 sobre
los Evangelios). «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera
cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).
–El pueblo pecó
adorando a un becerro. La historia de Israel es la historia de su infidelidad a
la alianza. Pero Moisés intercede y Dios, rico en misericordia, vuelve a
perdonar. El Señor es fiel para siempre.
–Proclamamos esto con
el Salmo 105: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo
de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba. Se
olvidaron de Dios, su salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas
en el país de Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero
Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a Él, para apartar su cólera
del exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo». Y Dios perdona a
su pueblo.
–Juan 5,31-47:
Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza, será vuestro acusador. Juan
Bautista había dado testimonio acerca de Jesús. También las Escrituras daban
testimonio sobre Él. Pero ahora es Dios mismo quien atestigüe la verdad de las
palabras de Jesús, mediante las obras que las acompañan. San Agustín dice:
«¿Por qué creéis que en las Escrituras está la
vida eterna? Preguntadle a ellas de quién dan testimonio y veréis cuál es la
vida eterna. Por defender a Moisés ellos quieren repudiar a Cristo, diciendo
que se opone a las instituciones y preceptos de Moisés.
«Pero Jesús los deja convictos de su error,
sirviéndose como de otra antorcha... Moisés dio testimonio de Cristo, Juan dio
testimonio de Cristo y los profetas y apóstoles dieron también testimonio de
Cristo... Y Él mismo, por encima de todos estos testimonios, pone el testimonio
de sus obras. Y Dios da testimonio de su Hijo de otra manera: muestra a su Hijo
por su Hijo mismo, y por su Hijo se muestra a Sí mismo. El hombre que logre
llegar a Él no tendrá ya necesidad de antorcha y, avanzando en lo profundo,
edificará sobre roca viva» (Tratado 23 sobre el Evangelio de San Juan,
2-4).
Viernes
Entrada: «Oh Dios, sálvame por tu Nombre, sal por
mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras» (Sal
53,3-4).
Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Tú que
en nuestra fragilidad nos ayudas con medios abundantes, concédenos recibir con
alegría la salvación que nos otorgas, y manifestarla a los hombres con nuestra
propia vida».
Comunión: «Por Cristo, por su sangre, hemos recibido
la redención, el perdón de los pecados; el tesoro de su gracia ha sido un
derroche para con nosotros» (Ef 1,7).
Postcomunión: «Señor, así como en la vida humana nos
renovamos sin cesar, haz que, abandonado el pecado que envejece nuestro
espíritu, nos renovemos ahora por su gracia».
–Sabiduría 2,1.
12-22: Lo condenaremos a muerte ignominiosa. La conjura de los
impíos contra el justo se verifica en la Pasión de Cristo. En los labios de los
enemigos de Cristo al pie de la Cruz se volverán a escuchar palabras
semejantes. El impío detesta el reproche permanente que la vida del justo
constituya para su vida depravada. El impío quisiera ver suprimido al justo y
hace todo lo que puede para llevarlo a cabo.
Su furor satánico le lleva a intentar demostrar que es vana la confianza filial que el justo tiene
en Dios, puesto que ni siquiera Él podrá librarlo de sus manos homicidas. En el
fondo es un alegato ateísta.
Así se hizo con
Cristo: «Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo, para que no perezca
toda la nación». Así habló el sumo sacerdote Caifás. Desde ese día determinaron
quitar la vida a Jesús. Sólo una breve semana y realizarán su plan nefando.
Sobornarán al traidor Judas. Se apoderarán de Jesús en el Huerto de los Olivos
y seguirán todos los pasos de la Pasión que meditaremos en días sucesivos,
sobre todo en la Semana Santa.
–El justo ha de sufrir mucho a causa de los malos. En la lectura
primera vemos el modo de pensar y de actuar de éstos. Pero es Dios el que vence
y es su protección lo que cuenta. Vivamos con la confianza puesta en Dios. Así
lo expresamos con el Salmo 33: «El Señor se enfrenta con los
malhechores para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo
escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos. Aunque el justo sufra muchos males, de todos los libra el
Señor. Él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará. El Señor redime
a sus siervos, no será castigado quien se acoge a Él».
–Juan
7,1-2.10.25-30: Intentaban apresarlo, pero aún no había llegado su
hora. Continúan las controversias judías contra Jesús que proclama en el
templo, como Enviado del Padre, su mensaje profético. Jesús sabe muy todo lo
que va a sucederle. Gracias a la visión continua de Dios, de que goza su alma,
conoce exactamente, ve y palpa todo lo que le espera: la traición de Judas, la
negación de Pedro, las humillaciones y
dolores indecibles...
También nos vio a
nosotros. ¿No es cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su
doctrina, de sus bienes y promesas? ¡Con cuánta frecuencia se oponen a Cristo y
a sus mandatos, las pasiones, los planes y miras humanas en la vida del hombre
y del cristiano! Hemos de pedir luces de lo alto para examinar nuestra vida,
hacer una auténtica revisión de vida, arrepentirnos de nuestros desvíos y
pecados. De este modo nos prepararemos a las fiestas de Pascua con toda
sinceridad de corazón y comenzaremos una vida nueva, llena de todas las virtudes.
Sábado
Entrada: «Me cercaban olas mortales, torrentes destructores me
aterraban, me envolvían las redes del abismo; en el peligro invoque al Señor;
desde su templo Él escuchó mi voz» (Sal 17,5-7).
Colecta (del misal anterior y, antes, del
Gelasiano): «Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor,
ya que sin tu ayuda no podemos complacerte».
Comunión: «Hemos sido rescatados a precio de la
sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,19).
Postcomunión: «Que tus santos misterios nos purifiquen,
Señor, y que por su acción eficaz nos vuelvan agradables a tus ojos».
–Jeremías
11,18-20: Yo era como un cordero manso llevado al matadero. Las
persecuciones sufridas por Jeremías profeta le convierten en una imagen de
Cristo durante su Pasión. Su dolor es símbolo del de Cristo, a cuya Pasión
aplica la Iglesia en su liturgia la imagen del árbol derribado en pleno vigor.
Pero en el profeta aún no se ve la imagen plena del amor para con los enemigos,
que Cristo enseñó con su palabra y su ejemplo. Prevalece la confianza y la
imagen emocionante del cordero manso, llevado al matadero que ha inspirado el
canto del Siervo de Dios en Isaías (53,6-7) y le ha hecho símbolo de la Pasión
del Cordero de Dios (Mt 26,63; Jn 1,29; Hch 8,32).
Oigamos a San Juan
Crisóstomo:
«La sangre derramada por Cristo reproduce en
nosotros la imagen del rey: no permite que se malogre la nobleza del alma;
riega el alma con profusión, y le inspira el amor a la virtud. Esta sangre hace
huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta sangre ha lavado a todo el
mundo y ha facilitado el camino del cielo» (Homilía 45, sobre el Evangelio
de San Juan).
Y San León Magno
dice:
«Efectivamente, la encarnación del Verbo, lo
mismo que la muerte y resurrección de Cristo, ha venido a ser la salvación de
todos los fieles, y la sangre del único justo nos ha dado, a nosotros que la
creemos derramada para la
reconciliación del mundo, lo que concedió a nuestros padres, que
igualmente creyeron que sería derramada» (Sermón 15, sobre la Pasión).
–El Salmo 7
es muy apropiado para la lectura anterior, pues expresa la súplica del Justo
por antonomasia, condenado injustamente. El Padre lo deja morir para mostrar su
extremada misericordia y su amor para con los hombres, a quienes redime del
pecado, conduciéndolos a la gloria eterna: «Señor, Dios mío, A Ti me acojo,
líbrame de mis enemigos y perseguidores y sálvame, que no me atrapen como
leones y me desgarren sin remedio. Júzgame, Señor, según mi justicia, según la
inocencia que hay en mí. Cese la maldad de los culpables y apoya Tú al
inocente, Tú que sondeas el corazón y las entrañas, Tú, el Dios justo. Mi
escudo es Dios que salva a los rectos de corazón. Dios es un juez justo. Dios
amenaza cada día»
–Juan 7,40-53:
¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? Ante las nuevas afirmaciones de
Jesús, las discusiones de sus enemigos se hacen más vivas. En su desprecio al
pueblo, los fariseos rechazan a los que creen en Jesús e increpan a Nicodemo,
porque siendo fariseo defendía a Jesús.
Jesús es el signo de
contradicción en el mundo: divide a los hombres y a sus opiniones con su sola
presencia. Obliga a todos a definirse, tanto en su época pales-tinense como
también ahora. El Perseguido, en su apariencia humilde de galileo, es Señor de
su destino y del destino de todos. Sus perseguidores tendrán que ex-clamar,
como hizo un día Juliano el Apóstata: «¡Venciste, Galileo!» Pero a nosotros nos
conviene gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, según expresión
paulina. San Juan Crisóstomo nos exhorta a confesar a Cristo crucificado:
«Oigan esto cuantos se avergüenzan de la Pasión
y de la Cruz de Cristo. Porque si el Príncipe de los Apóstoles, aun antes de
entender claramente este misterio, fue llamado Satanás por haberse avergonzado
de él, ¿qué perdón pueden tener aquellos que, después de tan manifiesta
demostración, niegan la economía de la Cruz? Porque si el que así fue
proclamado bienaventurado, si el que tan gloriosa confesión hizo, tal palabra
hubo de oir, considerar lo que habrán de sufrir los que, después de todo eso,
destruyen y anulan el misterio de la Cruz» (Homilía sobre San Mateo 54).
5ª Semana de
Cuaresma
Domingo
Entrada: «Hazme justicia, oh Dios, defiende mi
causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado. Tú eres mi
Dios y protector» (Sal 42,1-2).
Colecta (inspirada en la antigua liturgia hispana, llamada también mozárabe): «Te rogamos,
Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude para que vivamos siempre de aquel
mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del
mundo».
Ofertorio (Gelasiano): «Escúchanos, Dios
Todopoderoso, tú que nos has iniciado en la fe cristiana, y purifícanos por la
acción de este sacrificio»
Comunión: «El que está vivo y cree en Mí, no morirá
para siempre» (Jn 11,26). O bien: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo
te condeno. Anda, y en adelante, no peques más» (Jn 8,10-11). O bien: «Os
aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24-25).
Postcomunión (Veronense): «Te pedimos, Dios
Todopoderoso, que nos cuentes siempre entre los miembros de Cristo, en cuyo
Cuerpo y Sangre hemos comulgado».
Ciclo A
Las lecturas de hoy
nos recuerdan nuestra vocación de resucitados en Cristo. También en este
domingo tenía lugar el escrutinio o examen selectivo de los cate-cúmenos que se
preparaban para recibir el bautismo en la Vigilia Pascual. Rea-vivemos con
ellos nuestra fe cristiana.
–Ezequiel
37,12-14: Os infundiré mi espíritu y viviréis. La salvación
divina es proclamada por el profeta Ezequiel como una iniciativa de Dios, que
infunde nueva vida a un pueblo aniquilado y sin capacidad propia para regenerarse.
Orígenes compara el bautismo de los cristianos con el paso del Jordán:
«Cuando llegues a la fuente del bautismo,
entonces también tú, por ministerio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y
entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el sucesor de
Moisés, y será tu guía en el nuevo camino» (Homilía sobre el libro de
Josué).
–Con el Salmo
129 proclamamos: «Desde lo hondo a Ti grito, Señor; Señor, escucha mi
voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Del Señor viene la
misericordia, la redención copiosa».
–Romanos 8,8-11:
El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros.
La vocación cristiana comporta el paso de la muerte y del pecado a la vida
divina, bajo la acción santificadora del Espíritu renovador. «Quien no tiene el
Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8,8). San Juan Crisóstomo hace una
penetrante observación:
«Si Cristo vive en el cristiano, allí está
también el Espíritu divino, la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Donde no
está este Espíritu, allí reina de verdad la muerte, y con ella la ira de Dios,
el rechazo de las leyes, la separación de Cristo, el destierro de este
huésped... Pero, cuando se tiene en sí al Espíritu, ¿qué bienes nos pueden
faltar? Con el Espíritu se pertenece a Cristo, se le posee, se compite en honor
con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de
una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza
rápidamente por el camino de la virtud. Esto es lo que Pablo llama dar muerte a
la carne» (Homilía 13 sobre Romanos).
–Juan 11,1-45:
Yo soy la resurrección y la vida. Jesús es la resurrección y la vida
para los cuerpos, mediante su poder vi-vificante frente a la muerte; para las
almas, mediante su poder de seducción frente al pecado. Comenta San Ambrosio:
«Vendrá
Cristo a tu sepultura y cuando vea llorar por ti a Marta, la mujer del buen
servicio, y a María, la que escuchaba
atentamente la Palabra de Dios, como la Santa Iglesia que ha escogido para sí
la mejor parte, se volverá a misericordia. Cuando a la hora de tu muerte vea
las lágrimas de tantas gentes, preguntará: ¿Dónde lo habéis puesto? Es
decir, ¿ en qué lugar de los reos está? ¿en qué orden de los penitentes? Veré
al que lloráis, para moverme por su sus propias lágrimas, veré si está muerto
al pecado aquel cuyo perdón pedís. Así, pues, viendo el Señor Jesús el agobio
del pecador no puede menos de derramar lágrimas; no puede soportar que llore
sola la Iglesia. Se compadece de su Amada y dice al difunto: Sal fuera... Manifiesta tu propio pecado y serás
justificado» (La penitencia 2,7,54-57).
Ciclo B
La liturgia
cuaresmal, preparación para el misterio pascual, se encuentra en su momento más
intenso. Hemos de disponernos a vivir la Pasíon, Muerte y Resurrección de Jesús
profundamente, aden-trándonos en el misterio de su Corazón. Él es el Hijo de
Dios hecho hombre, en condición victimal solidaria por nuestros pecados. A
profundizar en este conocimiento interno de Cristo Paciente, Muerto y
Resucitado apunta la pedagogía litúr-gica de esta quinta semana de Cuaresma.
–Jeremías
31,31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré el pecado. La
Antigua Alianza preparaba al creyente para el misterio de Cristo, pero solo la
Nueva Alianza santificaría interiormente al pecador. Dios forma a su pueblo,
por los profetas, en la esperanza de la salvación, en la espera de una alianza
nueva y eterna destinada a todos los hombres (Is 2,2-4), que será grabada en
sus corazones (Jer 31,31-34; Hb 10,16).
Los profetas anuncian
una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus
infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is
49,5-6; 53,11). Serán, sobre todo, los pobres y los humildes del Señor quienes
mantendrán esta esperanza. El anuncio de Jeremías se perfecciona en Cristo. Él
es la Palabra definitiva del Padre. No habrá otra Palabra más elocuente que
ésta.
–Con el Salmo
50 decimos: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Misericordia, Dios mío,
por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi
delito, limpia mi pecado...»
–Hebreos 5,7-9:
Aprendió a obedecer y se ha convertido en centro de salvación eterna.
Jesús, autor de la Nueva Alianza por su Sacerdocio y su inmolación, es el único
que puede renovarnos, hasta convertirnos realmente en hijos de Dios. San Juan
Crisóstomo:
«Cuando el Apóstol habla de estas súplicas y
del clamor de Jesús no quiere hablar de las peticiones que hizo para Sí mismo,
sino para los que creerían en Él. Y puesto que los hebreos no tenían todavía la
elevada concepción de Cristo que hubieran debido poseer, San Pablo dice que fue
escuchado, como el mismo Señor dijo a sus discípulos para consolarlos: “Si me
amaseis, os alegraríais de que fuera al Padre, porque el Padre es mayor que
yo”... Eran tan grande el respeto y la piedad del Hijo que Dios Padre no pudo
menos que tener en cuenta sus súplicas, salvando a su Hijo y salvando también a
todos los que le obedecen» (Homilía 11, sobre Hebreos).
–Juan 12,20-33:
Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto. Por la
humillación victimal de Cristo Jesús se ha hecho posible la glorificación
perfecta del Padre y la santificación real del creyente. Comenta San Agustín:
«Pero el precio de estas muertes [la de los
mártires] es la muerte de uno solo. ¡Cuántas muertes compró muriendo Aquél que
de no haber muerto, no hubiera hecho que se multiplicara el grano de trigo.
Oísteis las palabras que dijo al acercarse su pasión, es decir, al acercarse
nuestra redención: “Si el grano de trigo caído en tierra, no muere, permanece
solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12 24-25). En la Cruz realizó un gran
negocio; allí fue abierto el saco que contenía nuestro precio: cuando la lanza
del que lo hería abrió el costado, brotó de Él el precio de todo el orbe» (Sermón
329,1).
Sólo una
compenetración plena, viva y amorosa, con el misterio del Amor que llevó a
Cristo hasta la Cruz por nosotros, puede redimirnos de una piedad frívola en la
celebración litúrgica de estos días.
Ciclo C
El proceso de
conversión cuaresmal apunta a su fin. La liturgia de este domingo proclama la
finalidad positiva y santi-ficadora de la verdadera renovación pascual y de la
genuina reconciliación cristiana. No se trata solo avivar el arrepentimiento
por nuestra vida, marcada por el pecado, de detestar y superar el pecado.
La conversión cristiana no puede cifrarse
simplemente en la purificación religiosa del pecado, a estilo hindú o budista.
Tiene que apuntar a una nueva vida en Cristo, a una cristificación real de todo
nuestro ser. La Pascua cristiana no es solo muerte al hombre viejo y al pecado.
Es esencialmente una verdadera resurrección con Cristo, para vivir una vida
nueva, empeñada en la santidad que solo en Él, con Él y por Él es posible para
nosotros.
–Isaías 43,16-21: Mirad que realizo algo nuevo y
daré bebida a mi pueblo. Isaías proclama la liberación mesiánica como un
nuevo éxodo, como una nueva obra de Dios, para dar vida a su pueblo. San Gregorio de Nisa dice:
«Nuestra
naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser
resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien; era necesario que se nos
devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz;
estando cautivos, esperábamos un Salvador; prisioneros, un socorro; esclavos,
un Libertador» (Or. Catech. 15).
Y ese libertador vino, no por nuestros méritos, sino solo por el
infinito amor de Dios. Libérrimamente realizó Cristo la Redención.. «Porque
tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él
no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
–Con el Salmo 125 proclamamos: «El Señor ha
estado grande con nosotros y estamos alegres... cuando el Señor cambió la
suerte de Sión nos parecía soñar; la boca se nos llenaba de risas, la lengua de
cantares...»
–Filipenses 3,8-14: Todo lo estimo pérdida
comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte. Para el
cristiano, como para Pablo, la conversión a Cristo deberá significar una total
renuncia al pasado, para alcanzar a vivir una vida nueva en Cristo, por Cristo
y con Cristo. Este desprendimiento ha sido vivido por todos los santos, desde
los tiempos apostólicos hasta nuestros días, y lo será siempre. San Ignacio de
Antioquia habla de la muerte, del desasimiento, para poder resucitar a la vida
nueva:
«No os doy yo
mandatos, como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un
condenado a muerte... Pero si logro sufrir el martirio, entonces seré liberto
de Jesucristo y resucitaré libre con Él. Ahora, en medio de mis cadenas es
cuando aprendo a no desear nada» (Carta a los Romanos 3,1-2).
–Juan 8,1,11: El que esté sin pecado que tire la
primera piedra. La renovación pascual es necesaria para todos. Cualquier
puritanismo condenatorio de la conducta ajena está más del lado de los fariseos
inmi-sericordes que del Evangelio. Todos necesitamos la conversión a una vida
nueva. San Gregorio Magno dice:
«He aquí que llama
a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han
abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no
menospreciemos los remedios de tanta piedad, que el Señor nos brinda. Su
benignidad llama a los extraviados, y nos prepara, cuando volvamos a Él, el
seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios
le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con
Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante, por
lo menos después de su caída... Ved cuán grande es el regazo de su piedad y
considerad que tiene abierto el regazo de su misericordia» (Homilía 33 sobre
los Evangelios).
Lunes
Entrada:
«Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día»
(Sal 55,2)
Colecta (del
Sermón 61 de San León Magno): «Señor, Dios nuestro, cuyo amor nos enriquece sin
medida con toda bendición: haz que, abandonando nuestra vida caduca, fruto del
pecado, nos preparemos como hombres nuevos, a tomar parte en la gloria de tu
Reino».
Comunión: «Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda y,
en adelante, no peques» (Jn 8,10-11). O bien: «Yo soy la luz del mundo –dice el
Señor–. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida» (Jn 8,12).
Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que estos sacramentos
que nos fortalecen, sean siempre para nosotros fuente de perdón y, siguiendo
las huellas de Cristo, nos lleven a Ti, que eres nuestra vida».
–Daniel
13,1-9.15-17. 19-30.33-62: Tengo que morir siendo inocente. La lectura es del conocido episodio de
Susana, liberada por el joven Daniel, que descubre la trama de los verdaderos
culpables. Es una prefiguración de la salvación por el acto redentor de Cristo.
El Antiguo Testamento era el Testamento de la justicia: el pecado, al menos
ciertos pecados, habían de ser expiados por la muerte del pecador.
El Nuevo Testamento,
por el contrario, es el Testamento de la gracia. En él no se mata al pecador,
sino que se le salva por la penitencia. Se le da fuerza para resistir a las
pasiones y al pecado y para elevarse hasta la vida de las virtudes y de la
santidad. San Jerónimo anima al pecador:
«No dudéis del perdón, pues, por grande que
sean vuestras culpas, la magnitud de la misericordia divina perdonará, sin
duda, al enormidad de vuestros muchos pecados» (Coment. al profeta Joel
3,5).
Y el beato Isaac de
Stella:
«La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y
Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar
al que se arrepiente, es decir, a aquél a quien Cristo ha tocado ya con su gracia.
Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecado a quien desprecia a la
Iglesia» (Sermón 11).
–Dios permite las
pruebas del justo, hasta tal extremo que a veces parece que se ha olvidado de
él. Es necesario esperar en Dios contra toda esperanza, como Abrahán. El
auxilio divino llega siempre en el momento preciso, como en el caso de Susana y
en tantos otros. Con el Salmo 22 proclamamos: «El Señor es mi
Pastor: nada me puede faltar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque Tú, Dios mío, vas conmigo... Tu bondad, Señor y tu misericordia me
acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años
sin términos».
–Si el Evangelio es Juan
8,1-11, véase el Domingo anterior Ciclo C. Si es Juan 8,12-20:
Yo soy la luz del mundo. En El Antiguo Testamento ya se veía al Mesías
como luz del mundo, puesto que viene a
revelar la Verdad de Dios. El tema de la luz es amplísimo en la Escritura. La
primera palabra de Dios en el Génesis es: «Hágase la luz» y al final del
Apocalipsis se canta a Cristo como «Estrella luciente de la mañana». Dios es
Luz indeficiente. Y la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es «Luz de
Luz», según decimos en el Credo. Clemente de Alejandría, a fines del siglo II,
invoca a Cristo como Luz del mundo, con estas palabras:
«¡Salve, Luz! Desde el cielo brilló una Luz
sobre nosotros, que estábamos sumidos en la oscuridad y encerrados en la sombra
de la muerte; Luz más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo. Esa
Luz es la vida eterna, y todo el que de ella participa, vive, deja el puesto al
día del Señor. El universo se ha convertido en luz indefectible y el Occidente
se ha transformado en Oriente. Esto es lo que quiere decir la nueva creación;
porque el Sol de justicia que atraviesa en la carroza el universo entero,
imitando a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres (Mt 5,45) y
derrama el rocío de la Verdad» (Protréptico 11,88,114).
Martes
Entrada: «Espera en el Señor, sé valiente, ten
ánimo, espera en el Señor» (Sal 26,14).
Colecta (del misal anterior y antes, del
Gelasiano): «Concédenos, Señor, perseverar en el fiel cumplimiento de tu santa
voluntad, para que en nuestros días crezca en santidad y en número el pueblo
dedicado a tu servicio».
Comunión: «Cuando Yo sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia Mí, dice el Señor» (Jn 12, 32).
Postcomunión: «Concédenos, Dios Todopoderoso, que,
participando asiduamente en tus divinos misterios, merezcamos alcanzar los
dones del Cielo».
–Números 21,4-9:
Los mordidos de serpiente quedarán sanos si miran a la serpiente de bronce...
Esta lectura nos permite ver el poder y fecundidad de la Cruz. «Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del
Hombre para que todo el que cree en Él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15).
San León Magno dice:
«¡Oh
admirable poder de la Cruz!... En ella se encuentra el tribunal del
Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia
ti, Señor, a fin de que el culto de todas las naciones del orbe celebrara
mediante un sacramento pleno y manifiesto, lo que realizaban en el templo de
Judea como sombra y figura... Porque tu Cruz es fuente de toda bendición, el
origen de toda gracia; por ella, los creyentes reciben de la debilidad, la
fuerza; del oprobio, la gloria; y de la muerte, la vida» (Sermón 8
sobre la Pasión).
Y San Teodoro
Estudita:
«La Cruz no encierra en sí mezcla del bien y
del mal como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable,
tanto para la vista cuantos para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que
engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el
Edén, no que hace salir de él...» (Disertación sobre la adoración de la Cruz).
–El autor del Salmo
101 es un pobre gravemente enfermo, pero que no ha perdido la confianza
de ser salvado de su enfermedad, pues conoce las frecuentes visitas de Dios a
su pueblo.
Por profundo que sea
nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los levantó al
signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo, nuestra salvación,
en la Cruz. El Señor nos librará, aunque por nuestros pecados nos sintamos
condenados a muerte: «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue
hasta ti, no me escondas tu rostro el
día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco, escúchame en
seguida... Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se
ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a
los condenados a muerte».
–Juan 8,21-30:
Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que soy yo. Jesús anuncia su
pasión con expresiones veladas. Hay que creer en Cristo para escapar de la
muerte eterna. La respuesta definitiva será la exaltación de Jesucristo. San
Germán de Constantinopla contempla la Cruz y la obediencia de Cristo:
«A raíz de que Cristo se humilló a sí mismo y
se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,8), la
Cruz viene a ser el leño de obediencia, ilumina la mente, fortalece el corazón
y nos hace participar del fruto de la vida perdurable. El fruto de la
obediencia hace desaparecer el fruto de la desobediencia. El fruto pecaminoso
ocasionaba estar alejado de Dios, permanecer
lejos del árbol de la vida y hallarse sometido a la sentencia condenatoria
que dice: “volverá a la tierra de donde fuiste formado” (Gén 3,19). El fruto de
la obediencia, en cambio, proporciona familiaridad con Dios, dando cumplimiento
a estas palabras de Cristo: Cuando yo sea levantado en alto atraeré a todos a
Mí (Jn 12,32). Esta promesa es verdad muy apetecible» (Sobre la Adoración de
la Cruz).
Miércoles
Entrada: «Dios me libró de mis enemigos, me levantó
sobre los que resistían y me salvó del hombre cruel» (Sal 17,48-49s).
Colecta (del
misal anterior y, antes, del Veronense y Gelasiano): «Ilumina, Señor, el
corazón de tus fieles, purificado por las penitencias de Cuaresma; y Tú que nos
infundes el piadoso deseo de servirte, escucha paternalmente nuestras
súplicas».
Comunión: «Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya
sangre hemos recibido la Redención, el perdón de los pecados» (Col 1,13-14)
Postcomunión: «Dios Todopoderoso: el sacramento que acabamos de
recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro
espíritu y nos asegure tu constante protección».
–Daniel 3,14-20.91-92.95: Dios envió a un ángel a
librar a sus siervos. Los tres jóvenes aceptan morir en el horno antes que
renegar de su fe en un solo Dios verdadero. Pero son librados de las llamas, al
igual que un día Cristo será rescatado de la muerte.
Los que se mantienen fieles al Señor, no obstante la persecución,
triunfan de un modo o de otro. Toda persecución es una prueba del justo, de su
fe en el poder de Dios.. Pertenece al misterio de la lucha del mal contra el
bien, del vicio contra la virtud. Revela el juicio de Dios en cuanto que
anuncia el juicio escatológico y el advenimiento del Reino. El justo obra libremente por amor a Dios.
Dice San Jerónimo:
«Él, que promete
estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, manifiesta que
ellos habrán de vencer siempre, y que Él nunca se habrá de separar de los que
creen» (Com. al Evangelio de S. Mateo 21,3).
Y Orígenes:
«El Señor nos
libra del mal no cuando el enemigo deja de presentarnos batalla valiéndose de
sus mil artes, sino cuando vencemos arrostrando valientemente las
circunstancias» (Tratado sobre la oración 30).
Todo es figura de Cristo en su Pasión. El fuego no toca a sus
siervos. Los enemigos se imaginan haber aniquilado a Jesús. Pero Dios destruye
sus esperanzas y planes. El condenado, el vencido, se levanta glorioso al
tercer día de entre los muertos.
–La Iglesia desde sus
primeras persecuciones vio en los tres jóvenes arrojados al horno de Babilonia
su propia imagen: los jóvenes perseguidos, castigados, condenados a muerte,
perseveran en la alabanza divina y son protegidos por una brisa suave que los
inmuniza del fuego mortal.
También la Iglesia,
en medio de sus persecuciones continúa alabando al Señor con el Cántico
de Daniel: «A Ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres, Señor,
Dios de nuestros padres... Bendito tu nombre santo y glorioso. Bendito eres en
el templo de tu santa gloria. Bendito sobre el trono de tu reino. Bendito eres
Tú, que sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito eres en la
bóveda del cielo. A Ti gloria y alabanza por los siglos».
–Juan 8,31-42:
Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Únicamente el Hijo
de Dios revela la verdad que libera de la esclavitud del pecado. Ser hijos de
Abrahán no es cuestión de raza, sino de ser, como él, justo y creyente. Ser
hijos de Abrahán es, en concreto, ser hijos de Dios por la fe en Cristo. Al no
creer, los judíos manifiestan que no son sino hijos del diablo. La presunción
de ser hijos de Abrahán es tan infundada como la de ser libres cuando se es
esclavo del pecado. San Agustín dice:
«Eres,
al mismo tiempo, siervo y libre, dice San Agustín: siervo porque fuiste hecho,
libre porque eres amado de Aquel que te hizo, y también porque amas a tu
Hacedor» (Coment. al Salmo 99,7).
La libertad que
Cristo nos ha otorgado consiste ante todo en la liberación del pecado (Rom
6,14-18) y en consecuencia, de la muerte eterna, y del dominio del demonio; nos
hace hijos de Dios y hermanos de los demás hombres (Col 1,19-22). Esta libertad
inicial, adquirida en el bautismo, ha de ser desarrollada luego con la ayuda de
la gracia.
Jueves
Entrada: «Cristo es mediador de una alianza nueva;
en ella ha habido una muerte; y así los llamados pueden recibir la promesa de
la vida eterna» (Heb 9,15).
Colecta (Veronense): «Escucha nuestras
súplicas, Señor, y mira con amor a los que han puesto su esperanza en tu
misericordia; límpialos de todos sus pecados, para que perseveren en una vida
santa y lleguen de este modo a heredar tus promesas».
Comunión: «Dios no perdonó a su perdonó a su propio
Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Con Él nos lo ha dado todo»
(Rom 8,28).
Postcomunión: «Después de haber recibido los dones de
nuestra salvación, te pedimos, Padre de misericordia, que este sacramento con
que ahora nos alimentas nos haga partícipes de la vida eterna».
–Génesis 17,3-9:
Serás padre de muchedumbre de pueblos. Dios promete a Abrahán que será
el comienzo de una dinastía, de una gran multitud, de una alianza y de la
tierra de promisión. Según la doctrina de San Pablo, los hombres son llamados
por la fe en Cristo a convertirse en hijos de Abrahán y en herederos de las
promesas. La teología de esta alianza es una fe inquebrantable en la voluntad
de Yahvé de establecer una alianza divina con un pueblo representado en
Abrahán.
A pesar de todas las
dificultades por parte del pueblo, que se aparta del recto camino establecido
por Dios, éste es fiel a la promesa. Dios no puede fallar. Todo se consumó
perfectamente en Cristo y en los que lo siguen, en su santa Iglesia. San
Ambrosio dice:
«Es cosa normal que, en medio de este mundo tan
agitado, la Iglesia del Señor, edificada sobre la piedra de los Apóstoles,
permanezca estable y se mantenga firme sobre esta base inquebrantable contra
los furiosos asaltos del mar (Mt 16,18). Está rodeada por las olas, pero no se
bambolea, y aunque los elementos de este mundo retumban con inmenso clamor,
ella, sin embargo, ofrece a los que se fatigan la gran seguridad de un puerto
de salvación» (Carta 2,1-2).
La descendencia de
Abrahán por Cristo permanece segura en la promesa de Dios. Él es fiel y se
acuerda de su alianza eternamente.
–Con el Salmo
104 meditamos la historia de la salvación y las promesas de Dios, que
tendrán su pleno cumplimiento en Cristo y sus seguidores. Por eso necesitamos
recordar que Dios tiene siempre presente su alianza.
Somos los verdaderos
hijos de Abrahán. El Señor es fiel a sus promesas, ¿por qué, pues, perder la
paz ante las dificultades que nos suceden? «Recurrid al Señor y a su poder,
buscad continuamente su Rostro. Recordad las maravillas que hizo, sus
prodigios, las sentencias de su boca. ¡Estirpe de Abrahán, su siervo, hijos
de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro
Dios, Él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente, de la
palabra dada por mil generaciones, de la alianza sellada con Abrahán, del
juramento hecho a Isaac»
–Juan 8,51-59:
Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo por ver mi día. Jesucristo da
cuenta de su existencia eterna: antes que naciera Abrahán ya existía Él. Esto
provoca una reacción adversa entre sus enemigos: por ser la Vida le quieren dar
muerte. Pero todavía no ha sonado la hora en el plan divino de la salvación y
Jesús se esconde. La venida de Cristo al mundo se ha realizado en un momento
determinado de la larga historia humana, y en un espacio concreto.
Los Santos Padres se
alegran al ver que en Cristo se cumplen todas las promesas de Dios. El enlace
entre el Israel antiguo y la Iglesia es visto por San Agustín de esta manera:
«Aquel pueblo no se acercó por eso, esto es,
por la soberbia. Se convirtieron en ramos naturales, pero tronchados del olivo,
es decir, del pueblo creado por los patriarcas; así se hicieron estériles en
virtud de su soberbia; y en el olivo fue injertado el acebuche. El acebuche es
el pueblo gentil. Así dice el Apóstol que el acebuche fue injertado en el
olivo, mientras que los ramos naturales fueron tronchados. Fueron cortados por
la soberbia e injertado el acebuche por la humildad» (Sermón 77,12).
Viernes
Entrada: «Piedad, Señor, que estoy en peligro;
líbrame de los enemigos que me persiguen. Señor, que no me avergüence de
haberte invocado» (Sal 30,10.16.18).
Colecta (del misal
anterior y, antes, del Veronense y Gregoriano): «Perdona las culpas de tu pueblo, Señór, y que tu
amor y tu bondad nos libren del poder del pecado, al que nos ha sometido
nuestra debilidad».
Comunión: «Jesús, cargado con nuestros pecados,
subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus
heridas nos han curado» (1Pe 2,24).
Postcomunión: «Este don que hemos recibido, Señor, nos
proteja siempre, y aleje de nosotros todo mal».
–Jeremías
20,10-13: El Señor está conmigo como fuerte soldado. El profeta
Jeremías es una figura de Jesucristo en su Pasión, como ya hemos recordado
varias veces. Fue perseguido, pero el Señor lo sostuvo. El profeta manifiesta
su dolor con un lenguaje similar al de muchos salmos, como el de la antífona de
entrada. Han intentado matarlo hasta sus propios familiares y vecinos. Pero él
confía firmemente en el Señor, en Él ha puesto su seguridad.
El cristiano, que
vive en la caridad de Cristo, ha de ir más lejos, seguro por el Amor de Dios
manifestado en su muerte. Sin temor a los que matan el cuerpo, pensará solo en
confesar a Dios ante los hombres con su fe y su conducta. (Mt. 10,26-33; Jn
10,38). Santo Tomás de Aquino dice:
«El Señor padeció de los gentiles y de los
judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que
acusaron a Pedro. Padeció también de los Príncipes y de sus ministros, y de la
plebe... Padeció de los parientes y conocidos, y de Pedro, que le negó. De otro
modo, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos
que lo abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra
Él; padeció en el honor y en la honra por las irrisiones y burlas que le
infligieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de sus vestidos; en el
alma, por la tristeza, el tedio, y el temor; en el cuerpo, por las heridas y
los azotes» (Suma Teológica 3, q.46, a.5).
–Con el Salmo 17 meditamos el dolor y las afrentas en
las persecuciones. Es como la oración de Cristo en su Pasión. Fue perseguido,
pero también triunfó. El cristiano puede recitar este salmo en sus
tribulaciones y dolores: «En el peligro invoqué al Señor y me escuchó. Yo te
amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Dios míos, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre
de mis enemigos. Me cercaban olas mortales; torrentes destructores, me
envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte. En el
peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios; desde su templo Él escuchó mi voz y
mi grito llegó a sus oídos»
–Juan 10,31-42: Intentaron detener a Jesús, pero
se escabulló de las manos. Ante sus adversarios, dispuestos a prenderle,
Jesús afirma su filiación divina. Él es Aquel a quien el Padre consagró y envió
al mundo. El Padre está en Él y Él en el Padre. El misterio de la Palabra hecha
carne ha de ser aceptado por la fe. ¡Los enemigos de Jesús! Pero, ¿no nos
ponemos también nosotros en las filas de los enemigos de Jesucristo? ¿No es
cada pecado un desprecio de Jesús, de sus preceptos, de su doctrina, de sus
bienes, de sus promesas, de su gracia divina...? Dice San Basilio:
«En esto consiste
precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de
las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien» (Regla monástica,
2,1).
Y Orígenes:
«Quien soporta la
tiranía del príncipe de este mundo por la libre aceptación del pecado, está
bajo el reino del pecado» (Tratado sobre la oración 25).
Sábado
Entrada:
«Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Soy un
gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal
21,20.7).
Colecta
(Gelasiano): «Señor, tú que realizas sin cesar la salvación de los
hombres, y concedes a tu pueblo en los días de Cuaresma gracias más abundantes,
dígnate mirar con amor a tus elegidos y concede tu auxilio protector a los
catecúmenos y a los bautizados».
Comunión: «Cristo fue entregado para reunir a los hijos de Dios dispersos»
(Jn 11,52).
Postcomunión: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos
alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su
naturaleza divina»
–Ezequiel 37,21-28: Los haré un solo pueblo.
El profeta Ezequiel asegura no solo el retorno de Israel a su tierra, sino
también su purificación. Los miembros del pueblo elegido se congregarán bajo el
báculo de un nuevo David, que reinará para siempre, luego de pactar una alianza
eterna.
Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su
pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia
mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven
los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice:
«Dios se deja ver
de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente.
Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienes bañados de tinieblas y no
pueden ver la luz del sol» (Libro I, 2,7).
Y San Agustín:
«Que tus obras
tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel» (Coment.
al Salmo 32).
–El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de
libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará
la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la
división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el
pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya
en los días de Babel a la humanidad entera.
Pero Dios reunirá
definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con
ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor,
anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo
guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató
de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán
hacia los bienes del Señor».
–Juan 11,45-56:
Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La
resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero
provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote,
sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será
el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San
Agustín:
«También por boca de hombres malos el espíritu
de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo
atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás solo
profetizó acerca de los judíos, en la cual estaban las ovejas de las cuales
dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de
Israel.
«Pero el evangelista sabía que había otras
ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que
hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según
la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas
suyas ni hijos de Dios» (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 49,27).
Semana Santa
Domingo de Ramos
Esta solemnidad se
celebraba ya en Jerusalén en el siglo IV, según lo refiere la peregrina Egeria
en su Diario. Y se hacía lo mismo que hizo el Señor en ese día. Luego se
extendió por toda la cristiandad.
Entrada: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que
viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!» (Mt
21,9).
Oraciones para la
bendición de los ramos: «Dios
Todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y a cuantos
vamos a acompañar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar
en la Jerusalén del cielo». O bien: «Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti
esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes
alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando
frutos abundantes»
Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y
Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, Tú quisiste que nuestro
Salvador se anonadase, haciéndose hombre y muriendo en la Cruz, para que todos
nosotros sigamos su ejemplo; concédenos que las enseñanzas de su Pasión nos
sirvan de testimonio y que un día participemos de su resurrección gloriosa».
Comunión: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar
sin que yo lo beba, hágase tu voluntad « (Mt 26,42).
Postcomunión: «Fortalecidos con tan santos misterios, te
dirigimos estas súplica, Señor: del mismo modo que la muerte de tu Hijo nos ha
hecho esperar lo que nuestra fe nos promete, que su resurrección nos alcance la
plena posesión de lo que anhelamos».
Comenta San Andrés de Creta:
«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos
al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que hoy vuelve de
Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa
Pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres...
Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su Pasión, e imitemos a
quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso,
ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos,
con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio
propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a
aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.
« Alegrémonos, pues, porque se nos ha
presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra
ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que
pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con Él... Repitamos cada
día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los
ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como Rey, en nombre del
Señor” (Sermón 9, sobre el Domingo de Ramos).
–Isaías 50,4-7:
No oculté el rostro a insultos y sé que no quedaré avergonzado. El
tercer canto de Isaías sobre el Siervo de Dios proclama la condición
obediencial de Cristo Jesús, que le lleva hasta ofrecerse victimalmente por
todos nosotros.
–Con el Salmo
21 clamamos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... Al
verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza».
–Filipenses
2,6-11: Se rebajó a Sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todo.
Esta obediencia redentora de Jesús ¡hasta la muerte y muerte de Cruz! ha hecho
posible para nosotros el gran Misterio de la Redención pascual.
–Pasión de
Cristo: Ciclo A: Mateo 26,14-27.66; Ciclo B: Marcos
14,1-15.47; Ciclo C: Lucas 22,14-23.56. La historia de la
Pasión del Señor nos invita a identificarnos con los sentimientos redentores de
Cristo Jesús. Toda ella es evi-dencia de su Amor glorificador del Padre y
salvador de todos los hombres. Oigamos a San Cipriano:
«Durante la misma Pasión, antes de que llegara
la crueldad de la muerte y la efusión de sangre, ¡cuántos insultos y cuántas
injurias escuchadas por su paciencia! Soportó pacientemente los salivazos de
quienes le insultaban, el mismo que pocos días antes había dado vista a un
ciego con su saliva (Jn 9,6); sufrió azotes aquél en cuyo nombre azotan hoy sus
servidores y ángeles al diablo; fue coronado de espinas el que corona a los
mártires con eternas flores; fue abofeteado con garfios en el rostro el que da las
verdaderas palmas al vencedor; despojado de su ropa terrena el que viste a
todos con la vestidura de la inmortalidad; mitigada con hiel la sed del que da
alimentos celestiales, y con vinagre el que propinó el licor de la salvación.
El inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia,
oprimida por testimonios falsos; juzgado el que ha de juzgar, y la Palabra de
Dios llevada al sacrificio sin despegar los labios... Todo lo soporta hasta el
fin con firmeza y perseverancia, para que se consuma en la paciencia total y
perfecta...» (Del bien de la paciencia, 7).
Lunes Santo
Entrada: «Pelea, Señor, contra los que me atacan;
guerrea contra los que me hacen guerra; empuña el escudo y la adarga, levántate
y ven en mi auxilio, Señor Dios, mi fuerte salvador» (Sal 34,1-2; Sal 139,8).
Colecta (del misal anterior y, antes, del
Gregoriano): «Dios Todopoderoso, mira la fragilidad de nuestra
naturaleza y, con la fuerza de la Pasión de tu Hijo, levanta nuestra débil
esperanza».
Comunión: «No me escondas tu rostro el día de la
desgracia. Inclina tu oído hacia mí cuando te invoco; escúchame enseguida» (Sal
131,3).
Postcomunión: «Ven Señor, y protege con amor solícito al
pueblo que has santificado en esta celebración, para que conserve siempre los
dones que ha recibido de tu misericordia».
–Isaías
42,1-7: No gritará ni voceará por las calles. El poema presenta
a un hombre, el Siervo de Yahvé, elegido por Él. Su espíritu lo consagra para
establecer el derecho entre los pueblos, que es la ley de Dios. El Siervo se
presenta humilde, sencillo, manso, delicado, pero en su actuación es firme,
tenaz, fiel hasta conseguir la aceptación de su mensaje. Dios lo guía
amorosamente, lo pone como alianza para las naciones, luz de los pueblos,
liberador de los oprimidos. Es bien clara la tradición eclesial de atribuir a
Jesucristo las cualidades del Siervo de Yahvé.
El Papa Juan Pablo II
decía
«Quizá una vez el Señor nos haya llamado con
sus palabras al propio Corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: mansedumbre
y humildad. Como si quisiera decir que solo por ese camino quiere conquistar al
hombre; que quiere ser el Rey de los corazones mediante la mansedumbre y la
humildad. Todo el misterio de su reinado está expresado en estas palabras. La
mansedumbre y la humildad encubren en cierto sentido, toda la riqueza del
Corazón del Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los Efesios. Pero,
también esa mansedumbre y humildad lo desvelan plenamente; y nos permiten
conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración» (Alocución
20-VI-79).
–En
el Salmo 26 tenemos un canto de confianza y seguridad en Dios,
aun en medio de las pruebas más duras. Por ello, es la oración del Siervo de
Yahvé, probado, sí, pero no abandonado. Es también la oración de los que
deseamos seguir a Cristo y aprender de
Él a ser manso y humilde de corazón: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Cuando
me asaltan los malvados para devorar mi carne, ellos, enemigos y adversario,
tropiezan y caen. Si un ejército acampa contra mí mi corazón no tiembla; si me
declaran la guerra, me siento tranquilo. Espero gozar de la dicha del Señor en
el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el
Señor».
–Juan
12,1-11: ¡Déjala! Tenía guardado este perfume para el día de mi
sepultura. Con ocasión de un banquete en casa del resucitado Lázaro, su
hermana María unge a Jesús los pies con perfume. Judas critica tal gesto, pero
Jesús ve en él un vaticinio de su embalsamamiento. Comenta San Agustín:
«Hemos oído el hecho; busquemos ahora su
significado. ¡Oh alma, cualquiera que seas! si quieres ser fiel, unge con María
los pies del Señor con precioso ungüento. Aquel ungüento significa justicia
–por eso pesaba una libra– y era de gran precio –pístico–. Esta palabra
no está desprovista de misterio, sino que está muy en consonancia con él. Pistis
en griego significa fe. Querías obrar la justicia; el justo vive de la fe.
Unge los pies de Jesús. Con tu buena vida sigue las huellas del Señor. Sécalos
con tus cabellos; si tienes cosas superfluas, repártelas a los pobres, y así
enjugas los pies del Señor... Tienes en qué emplear lo que te sobra; para ti
son cosas superfluas, mas son necesarias a los pies del Señor... La casa se
llenó de olor y el mundo se llena con la buena fama, porque la buena fama es un
olor agradable. Quienes bajo el nombre de cristianos viven mal, injurian a
Cristo...» (Trat. sobre el Evangelio de San Juan 50,6-7).
Martes Santo
Entrada: «No me entregues a la saña de mi
adversario, porque se levantan contra mí testigos falsos, que respiran
violencia» (Sal 26,12)
Colecta (del misal anterior y, antes, del
Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, concédenos participar tan
vivamente en las celebraciones de la Pasión del Señor que alcancemos tu
perdón».
Comunión: «Dios no perdonó a su propio Hijo, sino
que lo entregó a la muerte por nosotros» (Rom 8,32).
Postcomunión: «Señor, tú que nos has alimentado con el
cuerpo y la sangre de tu Hijo, concédenos que este mismo sacramento, que
sostiene nuestra vida temporal, nos lleve a participar de la vida eterna».
–Isaías 49,1-6:
Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín
de la tierra. El Siervo de Yahvé expone su propia misión. Ha sido llamado
para hablar en nombre de Dios. Su palabra es como espada penetrante que
discrimina los corazones. Dios está con él, lo protege, aunque la dureza de su
misión le obligue a lamentarse del silencio de Dios. Él es su recompensa...
Todo esto es una prefiguración de Cristo y de su obra redentora.
San Andrés de Creta
habla de Cristo como luz:
«La
Encarnación de Cristo es como el sol que penetra e ilumina las almas, las
cuales ya no permanecen a oscuras por causa de las tempestades de este mundo,
que les envanecen y aturden, o por efecto de la abundancia de las riquezas y de
las dotes y cualidades que les ofuscan y pervierten. La gloriosa Luz de Cristo
es Luz que de verdad ilumina. Cristo es en verdad “Luz de las naciones”, el
verdadero Siervo de Dios» (Versos Yámbicos).
–En el Salmo 70
encontramos como una especie de oración de un anciano abandonado, pero que no
ha perdido la esperanza en el auxilio de Dios. Es, por eso, la oración de la
Iglesia en la hora de la prueba y también de toda alma atribulada que busca en
medio de las tinieblas que la rodean la Luz esplendorosa de Cristo: «A
Ti, Señor, me acojo; no quede yo derrotado para siempre; Tú, que eres justo,
líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. Sé Tú mi Roca de
refugio, el Alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres Tú, Dios
mío, Líbrame de la mano perversa. Porque Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi
confianza, Señor, desde mi juventud... Mi boca cantará tu auxilio, y todo el
día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy canto
tus maravillas».
–Juan
13,21-33.36-58: Uno de vosotros me ha de entregar... No cantará el
gallo antes de que me hayas negado tres veces. Jesús anuncia la traición de
Judas y la negación de Pedro. Cuando sale el traidor subraya el evangelista que
era de noche. Es la hora del poder de las tinieblas. Pero también aquella en la
que el Padre glorificará al Hijo, puesto que para Jesús la gloria de la
resurrección es inseparable de la muerte en la Cruz... Comenta San Agustín:
«Uno de
vosotros me entregará. Uno de vosotros, en el número, no en el mérito; en
apariencia, no en la virtud; por la convivencia corporal, no por el vínculo
espiritual; compañero por adhesión del cuerpo, no por la unión del corazón;
que, por lo tanto, no es de vosotros, sino que ha de salir de vosotros... No
era, pues de ellos, Judas, porque, si de ellos hubiese sido, con ellos hubiera
permanecido...
«La flaqueza humana los hacía recelar a unos de
otros. Cada cual conocía su propia conciencia, pero desconocía la de su vecino;
cada uno estaba tan cierto de sí mismo como incierto de su vecino; cada uno
estaba tan cierto de sí mismo, como inciertos estaban los otros de cada uno y
cada uno de los otros...
«Era ya de noche. Y también el que salió era
noche. El día habló al día, esto es, Cristo a sus discípulos, y la noche
anunció a la noche de la sabiduría, esto es, Judas a los infieles judíos para
que viniesen a Él y, persiguiéndole, le prendiesen» (Tratado 612 y 62, sobre
el Evangelio de San Juan).
Miércoles Santo
Entrada: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble,
en el Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso Jesucristo es
Se-ñor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10.8.11).
Colecta (del misal
anterior y antes del Gregoriano):
«Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese
en la Cruz; concédenos alcanzar la gracia de la Resurrección».
Antífona para la comunión: «El Hijo del hombre no ha venido para que
le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28).
Postcomunión: «Dios Todopoderoso, concédenos creer y
sentir profundamente que, por la muerte temporal de tu Hijo, representada en
estos misterios santos, Tú nos has dado la vida eterna. El Hijo del hombre no
ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt
20,28).
–Isaías 50,4-9:
No oculté el rostro a insultos y salivazos. El Siervo de Yahvé es
capacitado por Dios para su misión de consolador de los afligidos. La Palabra
de Cristo, Siervo de Dios, devuelve al hombre la confianza en la salvación.
Prefi-guración de la Pasión de Cristo. Injustamente condenado, azotado sin
piedad y ultrajado con grandes desprecios, Jesús es el Siervo de Yahvé, que lleva
a cabo la obra de la redención anunciada por los profetas... San Juan Damasceno
dice:
«El justo es
encadenado porque resulta molesto. Los que esquilman el pueblo del Señor y
perturban los senderos de sus pies, celebran consejo contra sí mismos. ¡Ay de
sus almas! Recibieron males a causa de sus obras, dice Isaías. Lo que ya se ha
realizado ha sido para nuestro alivio y curación. Ofrezco mis espaldas a los
azotes y mis mejillas a las bofetadas y soporto el ultraje de los salivazos (Is
50, 6). Por eso aquel a quien ha modelado sus manos (Gén 2,7) no quedará
avergonzado ni ultrajado» (Homilía para el Sábado Santo, 23). ¡Cuánto se
traiciona, se azota, se calumnia y crucifica hoy día al Señor!
–El tema del Salmo
68 es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa de su celo
por Dios. Nosotros sabemos que ese justo es precisamente Jesucristo y, en su
debida proporción, también la Iglesia: «Señor, que tu bondad me escuche en el
día de tu favor. Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza me cubrió la cara.
Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre;
porque me devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen
sobre mí. La afrenta me destroza el corazón y desfallezco. Espero compasión y
no la hay; consoladores, y no los encuentro. En mi comida me echaron hiel, para
mi sed me dieron vinagre. Alabaré el nombre del Señor con cantos, proclamaré su
grandeza con acción de gracias. Miradlo los humildes y alegraos, buscad al
Señor y vivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia
a sus cautivos».
–Mateo 26,14-25:
El Hijo del Hombre se va como está escrito de Él; pero ¡ay del que va a
entregar al Hijo del Hombre. Después de la partida de Judas, los discípulos
fueron a preparar el banquete pascual, según las indicaciones de Jesús. Una vez
a la mesa con los doce, Jesús descubre los planes del discípulo que le va a
entregar. El camino que conduce a la traición, lleva también al Amigo a darse
por los suyos, como una nueva Pascua liberadora. San Andrés de Creta dice:
«El cenáculo adornado con tapices (Lc
22,12) te albergó a Ti y a tus comensales, y allí celebraste la Pascua y
realizaste los misterios, porque en ese lugar te habían preparado la Pascua los
discípulos por Ti enviados. El que todo lo sabe dijo a los apóstoles: Id a casa
de tal persona (Mt 26,18). Dichoso el que por la fe puede recibir al Señor,
preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo con devoción la cena...
Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos, expresaste místicamente tu
santa muerte, por la cual los que veneramos tus sagrados padecimientos somos
liberados de la corrupción. El que escribió en el Sinaí las tablas de la ley
comió la pascua antigua, la de la sombra y figuras, y se hizo a sí mismo Pascua
y mística hostia viviente...» (Triodon
del Miércoles Santo).
Indice
Cuaresma
Miércoles de
Ceniza, 3. –Jueves
después de Ceniza, 5. –Viernes después de Ceniza, 6. –Sábado
después de Ceniza, 7.
1ª Semana de
Cuaresma. –Domingo, 9. –Lunes,
13. –Martes, 14. –Miércoles, 15. –Jueves, 17. –Viernes, 18. –Sábado, .
2ª Semana de
Cuaresma. –Domingo, 21.
–Lunes, 24. –Martes, 26. –Miércoles, 27. –Jueves, 28. –Viernes, 29. –Sábado,
30.
3ª Semana de
Cuaresma. –Domingo, 32.
–Lunes, 35. –Martes, 37. –Miércoles, 38. –Jueves, 39. –Viernes, 40. –Sábado
4ª Semana de
Cuaresma. –Domingo, 43.
–Lunes, 46. –Martes, 48. –Miércoles, 49. –Jueves, 50. –Viernes, 51. –Sábado,
52.
5ª Semana de
Cuaresma. –Domingo, 53.
–Lunes, 56. –Martes, 57. –Miércoles, 58. –Jueves, 60. –Viernes, 61. –Sábado,
62.
Semana Santa
Domingo de Ramos, 63. –Lunes Santo, 64. – Martes Santo, 66. –Miércoles Santo,
67.