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Presentación del Señor en el templo (2 de febrero): Preparemos con los comentarios de sabios y santos la acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Eucaristía Festiva

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Exégesis: P. José A. Marcone, I.V.E. - La presentación de Jesús en el Templo (Lc.2,22-38)

Santos Padres: San Agustín - Lc 2,22-35: La piadosa senectud reconoció a la divina infancia

Santos Padres: San Ambrosio - La presentación del Señor

Comentario Teológico: San Juan Pablo II - El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo

Aplicación: Mons. Fulton Sheen - La presentación en el templo

Aplicación: Benedicto XVI - Presentación del Señor

Aplicación: San Juan Pablo II - Presentación del Señor

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Comentarios a Las Lecturas del Domingo

Exégesis: P. José A. Marcone, I.V.E. - La presentación de Jesús en el Templo (Lc.2,22-38)

El día 2 de febrero del 749 U.c., a los cuarenta días de nacer, el Niño Jesús cumplió un decreto de la Ley de Moisés: todo niño primogénito debía ser presentado en el Templo de Jerusalén. En el AT, en la Ley de Moisés, Yahveh había determinado que el primer varón que una mujer daba a luz, es decir, el primogénito, pertenecía totalmente a Yahveh y debía ser consagrado a Él de una manera solemne; si fuera posible en el Templo (Ex.13,1ss). En esa misma ceremonia se realizaba la purificación de la mujer por haber dado a luz (Lev.12,2-8; 5,7), porque el parto era considerado como una contaminación. "La purificación sólo obligaba a la madre; pero había que rescatar al hijo. Lucas observa cuidadosamente que los padres de Jesús, como los de Juan, cumplieron todas las prescripciones de la Ley. No era obligada la presentación del niño en el santuario, pero podía hacerse (cf. Núm.18,15), y al parecer la gente piadosa lo estimaba conveniente (1Sam.1,24-28). Lucas centra su relato, en este primer acto cultual de Jesús, en la Ciudad santa, a la que atribuye gran importancia como lugar del
acontecimiento pascual y punto de partida de la misión cristiana (cf. 2,38; Hech.1,4)".[1]

"La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13, 2. 12-13. 15; Lv 12, 6-8; Nm 18, 15).

Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto". [2]
Esta ceremonia se realizaba cuarenta días después del nacimiento. Entonces había que presentar como sacrificio un cordero de un año en holocausto por el niño primogénito (cf. Lev.12,6) y una tórtola o una paloma por la 'contaminación' del parto, para que la mujer quedase purificada. Pero los que eran muy pobres y no podían ofrecer un cordero por el niño recién nacido, debían ofrecer una tórtola o una paloma. En el relato de San Lucas (2,24) se dice que José y María ofrecieron en esa ceremonia dos tórtolas o dos palomas: quiere decir que eran pobres y no podían ofrecer un cordero por el niño; ofrecieron una paloma por María y otra paloma por el Niño.

El libro del Éxodo dice textualmente: "Conságrame todo primogénito, todo lo que abre el seno materno entre los israelitas. Ya sean hombres o animales, míos son todos. (...) Rescatarás también todo primogénito de entre tus hijos" (Éx.13,2.13). En este texto del libro del Éxodo vemos que son dos los motivos por los cuales se pide que el primogénito sea presentado en el Templo y se ofrezca un cordero en holocausto. En primer lugar, para consagrarlo a Dios, expresando de esa manera la pertenencia absoluta a Dios, y esto se dice en el versículo de Éx.13,2. En segundo lugar, para rescatarlo o redimirlo, y esto se dice en el versículo de Éx.13,13. Éste rito tiene su origen, tal como lo narra el libro del Éxodo, en el hecho de que la noche en que el pueblo israelita salió de Egipto, el ángel exterminador acabó con todos los primogénitos egipcios, pero no tocó a los primogénitos israelitas, que de esta manera fueron salvados y redimidos. El rito de la presentación en el Templo y del ofrecimiento del sacrificio actualizaba y revivía aquel hecho, y de esa manera se significaba que ese primogénito que se presentaba pertenecía sólo a Dios y había sido rescatado por la sangre del cordero la noche de Pascua en Egipto.

Pero es curioso que en el texto de San Lucas que recuerda la presentación del Niño Jesús en el templo se hace mención al versículo de Éx.13,2, donde se expresa la pertenencia y la consagración absoluta del primogénito a Dios, y no se hace mención alguna al versículo de Éx.13,13, donde se dice que el primogénito es rescatado.[3] De esta manera, San Lucas, con un delicado recurso literario, hace notar que Jesucristo, que es verdadero Dios, está totalmente consagrado a Dios por su unión hipostática, pero no necesita ser rescatado o redimido, ya que Él es la causa de toda redención.

En el momento en que José y María cumplen este rito en el Templo de Jerusalén se acerca al Niño un anciano que estaba lleno del Espíritu Santo, el anciano Simeón.[41 Éste hombre de Dios, inspirado por el Espíritu Santo profetiza dos cosas sobre Cristo: en primer lugar, que la salvación traída por Él no era solamente para el pueblo judío sino también para los gentiles, es decir, para aquellos que no eran judíos y tenían una religión distinta a la religión hebrea. Y en segundo lugar, profetiza que ese Niño encontrará una gran resistencia entre la gente de su propio pueblo y que la Virgen María participará intensamente de los sufrimientos de su Hijo. En efecto, a María le dice: "¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!" (Lc.2,35).

"Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: "Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones" (Lc 2, 34-35).

"No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será "atravesado por una espada", compartiendo los [5] sufrimientos de su Hijo".

Juan Pablo II Magno ha sido el Pontífice que ha instituido el 2 de febrero, Fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, como el día del religioso, es decir, día de la persona consagrada, de aquella persona, varón o mujer, que ha dedicado totalmente su vida a Dios a través de los tres votos: castidad, pobreza y obediencia. Hay una estrecha relación entre el misterio de la Presentación de Jesús en el Templo y la vida consagrada. Decíamos que eran dos las características principales expresadas en el misterio de la Presentación: la consagración y pertenencia total a Dios, y la entrega en sacrificio para rescatar y redimir a los hombres.

Respecto al primer aspecto, dicen las Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado: "La profesión religiosa es una verdadera consagración, por la cual el religioso es algo sagrado, destinado al culto divino, propiedad de [6] Dios".

Respecto al segundo aspecto, dicen las mismas Constituciones: "La profesión religiosa constituye un verdadero holocausto de sí mismo, ya que en virtud de los votos se entrega a Dios todo lo propio, sin reservarse nada: por el voto de castidad, el bien propio del cuerpo; por el voto de pobreza, las cosas exteriores; y los bienes del alma por el voto de obediencia".[7] Y también: "La profesión de los votos equivale en cierto modo al martirio, puesto que el religioso posee la misma voluntad que el mártir: ambos aceptan su muerte a este mundo para unirse plenamente a Cristo y formar parte de su reino: 'aunque falte la ocasión de la persecución, sin embargo la paz tiene su martirio: porque aunque no sometamos a las carnes con el hierro, sin embargo destrozamos en el alma [81 con la espada espiritual a los deseos carnales' (San Gregorio Magno)".


[1] Osty, E., en Biblia de Jerusalén, nota a Lc. 2,22.
[2] B. JUAN PABlO II, El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo, Audiencia General del día miércoles 20 de junio de 1990, nº 2.
[3] Dice un conocido exégeta: "Respecto a Jesús no se hace referencia a ningún rescate. Él es llevado a la casa de Dios y permanece consagrado al Señor. En cuanto Hijo de Dios, proviene de modo del todo singular de Dios y pertenece de modo singular a Él. En cuanto consagrado completamente a Dios, es salvación y gloria de Israel y luz para todos los pueblos" (Stock, k., Gesù, la bontà di Dio, Edizioni AdP, Roma, 1991, p. 37).
[4] También forma parte del cuadro de la Presentación del Niño en el Templo una mujer anciana y viuda, la profetisa Ana, que reconoce en el Niño al Mesías y alababa a Dios y lo anunciaba al pueblo (cf. Lc.2,36-38).
[5] B. JUAN PABlO II, El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo, ídem, nº 6.
[6] Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado, nº 52.
[7] Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado, nº 51.
[8] Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado, nº 50.


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Santos Padres: San Agustín - Lc 2,22-35: La piadosa senectud reconoció a la divina infancia

Cantad al Señor el cántico nuevo. Frente al cántico viejo, el testamento nuevo, porque el primer testamento es el viejo; el hombre nuevo para deponer al viejo. Despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestíos del nuevo, que fue creado según Dios en justicia y santidad verdadera (Col 3,9.10; Ef 4,22-24).

Por lo tanto, cantad al Señor el cántico nuevo; cantad al Señor toda la tierra. Cantad y edificad; cantad y cantad bien. Anunciad el día del día, su salvación; anunciad el día del día (Sal 95,1.2), su Cristo. Pues ¿cuál es su salvación sino su Cristo? Esta salvación es la que pedíamos en el salmo: Muéstranos Señor tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84,8). Esta salvación deseaban los antiguos justos, de los que decía el Señor a sus discípulos: Muchos quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no pudieron. Y danos tu salvación (Lc 10,24). Esto dijeron aquellos justos: Danos tu salvación, es decir, que veamos a tu Cristo, mientras vivimos en esta carne. Veamos en la carne a quien nos libre de la carne; llegue la carne que purifica la carne; sufra la carne y redima al alma y a la carne.

Y danos tu salvación. Con este deseo vivía aquel santo anciano Simeón; con este deseo, repito, aquel santo anciano y lleno de méritos divinos Simeón decía también: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. A este deseo y a estas preces recibió como respuesta que no gustaría la muerte hasta que no viera al Cristo del Señor. Nació Cristo. Uno llegaba y otro estaba a punto de irse; pero éste no quería hacerlo hasta que no llegara aquél. La senectud cumplida le echaba fuera, mas la piedad sincera le retenía. Pero cuando llegó aquél, cuando nació, cuando vio que su madre le llevaba en brazos, la piadosa senectud reconoció a la divina infancia, la tomó en sus brazos y dijo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación (Lc 2,26-30). He aquí por qué decía: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 84,8). Se cumplió el deseo del anciano cuando el mundo declina hacia la vejez. Quien encontró al mundo envejecido vino en persona al hombre anciano. Por lo tanto, si encontró al mundo envejecido, escuche éste: Cantad al Señor el cántico nuevo; cantad al Señor toda la tierra. Desaparezca la vetustez, resurja la novedad.
(San Agustín, Sermón 163,4)

 

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Santos Padres: San Ambrosio - PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO

56. Qué es ser presentado en Jerusalén al Señor, yo lo diría si no lo hubiera dicho ya en mis comentarios sobre Isaías. Cir­cuncidado de los vicios, ha sido juzgado digno de la mirada del Señor; pues los ojos del Señor reposan sobre los justos (Sal 33, 16). Observa que todo el conjunto de la ley antigua ha sido figura del porvenir —pues la misma circuncisión es figura de la puri­ficación de los pecados—; mas como, inclinada por la apetencia al pecado, la debilidad humana, cuerpo y alma, está enlazada por lazos inextricables de vicios, el día octavo, asignado para la cir­cuncisión, figuraba que la purificación de todas las faltas debía cumplirse en el tiempo de la resurrección. Este es el sentido del texto: Todo varón que abre el seno materno será llamado santo para el Señor (Ex 13, 12): estas palabras de la Ley prome­tían e1 fruto de la Virgen, verdaderamente santo, porque era sin tacha. Por lo demás, que Él es el que la Ley designa, lo mani­fiestan las mismas palabras repetidas por el ángel: El niño que nacerá de ti será llamado santo, Hijo de Dios (Lc 1, 35). Pues nin­gún comercio humano ha podido penetrar el misterio del seno virginal, sino que una semilla sin tacha ha sido depositada en sus entrañas inmaculadas por el Espíritu Santo; efectivamente, el único de entre los nacidos de mujer que es perfectamente santo es el Señor Jesús, que no padeció los contagios de la corrup­ción terrena por la novedad de su parto inmaculado y fue apar­tado por su majestad celeste.

57. Pues, si nos atenemos a la letra, ¿cómo es santo todo varón, cuando no se nos oculta que muchos fueron grandes pe­cadores? ¿Acaso es santo Acab? ¿Acaso santos los falsos pro­fetas a los que por la oración de Elías los consumió un fuego devorador que descendió del cielo? (1 R 18). Más he aquí al Santo en quien se va a cumplir el misterio del que las santas prescripciones de la Ley habían indicado la figura, ya que sólo Él debía conceder a la Iglesia, santa y virgen, el dar a luz de su seno entreabierto, por una fecundidad sin mancha, al pueblo de Dios. Sólo El abre, pues, el seno maternal, ¿y qué hay de extraño en ello? El que había dicho al profeta: Antes de que te formare en las entrañas de tu madre, yo te conocí, y en su seno mismo yo te santifiqué (Jr 1, 5). El que santifica otro seno para que nazca el profeta, El mismo es el que abre el seno de su Madre para salir inmaculado.

58. Y he aquí que había un hombre en Jerusalén por nom­bre Simeón. Y era este hombre justo y temeroso de Dios, que aguardaba la consolación de Israel. No sólo los ángeles y los pro­fetas, los pastores y los parientes, sino también los ancianos y los justos aportan su testimonio en el nacimiento del Señor. Toda edad, uno y otro sexo, los acontecimientos milagrosos dan fe: una Virgen engendra, una estéril da a luz, un mudo habla, Isabel profetiza, el mago adora, el niño encerrado en el seno materno salta de gozo, una viuda da gracias y un justo espera. Con razón se le llama justo, pues no aguardaba su propia gracia, sino la del pueblo, deseando por su parte ser librado de los lazos de este cuerpo frágil, pero esperando ver al Mesías prometido; pues él sabía que eran dichosos los ojos que lo verían (Lc 10, 23).

59. Ahora, dice, dejad partir a vuestro siervo. Considera a este justo, encerrado, por así decirlo, en la prisión de este cuerpo pesado y que desea librarse de él para comenzar a estar con Cris­to: pues es mucho mejor ser librado de él y estar con Cristo (Flp 1, 23). Mas el que quiere ser librado ha de venir al templo, ha de venir a Jerusalén, esperar al Ungido del Señor, recibir en sus manos la Palabra de Dios y como estrecharla en los brazos de su fe. Entonces él será liberado y no verá la muerte, habiendo visto la vida.

60. Considera qué abundancia de gracias ha derramado so­bre todos el nacimiento del Señor y cómo la profecía ha sido negada a los incrédulos (cf. 1 Co 14, 22), pero no a los justos. He aquí que Simeón profetiza que nuestro Señor Jesucristo ha venido para la ruina y resurrección de muchos, para hacer entre los justos e injustos el discernimiento de los méritos y, según el valor de nuestros actos, como juez verdadero y justo decretar suplicios y premios.

61. Y tu alma, dice, será atravesada por una espada. Ni la escritura ni la historia nos enseñan que María haya emigrado de esta vida padeciendo el martirio en su cuerpo; pues no el alma, sino el cuerpo es el que puede ser transverberado por una es­pada material. Esto nos muestra, pues, la sabiduría de María, que no ignora el misterio celeste; ya que la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y el espíritu, hasta las coyunturas y la médu­la, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hb 4, 12); pues todo en las almas está desnudo y descubierto para el Hijo, al cual no escapan los secretos de la conciencia.

62. De este modo, Simeón ha profetizado, y habían profeti­zado también una mujer casada y una virgen; debía de hacerlo también una viuda, para que no faltase ni el sexo ni el estado de vida. Por esto nos es presentada Ana: los méritos de su viudez y su conducta nos inducen a creer que fue considerada digna de anunciar que había venido el Redentor de todos. Habiendo des­crito sus méritos en otro lugar, cuando tratamos acerca de las viudas, no juzgamos oportuno repetirlo aquí, porque queremos exponer otras cosas. No sin razón se han mencionado los ochenta y cuatro años de su viudez; pues estas siete decenas y dos cuaren­tenas parecen indicar un número sagrado.
(San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, Libro 2, 56-62, BAC Madrid 1966, 118-21)




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Comentario Teológico: San Juan Pablo II - El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo

1. Según el evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la infancia de Jesús, la revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38). Es este el primero de una serie de acontecimientos en la vida de Cristo en que se pone de manifiesto el misterio de la Encarnación junto con la presencia operante del Espíritu Santo.

2. Escribe el evangelista que "cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor" (Lc 2, 22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13, 2. 12-13. 15; Lv 12, 6-8; Nm 18, 15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: "He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo" (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías.

3. Aquel hombre, que esperaba "la consolación de Israel", es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con "el que había de venir". En efecto, leemos que "estaba en él el Espíritu Santo", es decir, actuaba en él de modo habitual y "le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor" (Lc 2, 26).

Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, "movido por el Espíritu" (Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el niño Jesús, hijo de María, a Aquel que esperaba.

4. Lucas escribe que "cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, (Simeón) le tomó en brazos y bendijo a Dios" (Lc 2, 27-28).
En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el "Nunc dimittis", cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a "irse en paz", abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: "Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 30-32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.

5. El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la "profetisa Ana" que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, "no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones" (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era "profetisa" (cf. Ex 15, 20; Jc 4, 4; 2 R 22, 14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: "Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.

6. Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: "Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones" (Lc 2, 34-35).

No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será "atravesado por una espada", compartiendo los sufrimientos de su Hijo.

7. Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del "evangelio de la infancia de Jesús", descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: "Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él" (Lc 2, 33).

Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del "evangelio de la infancia de Jesús" ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo.
(BEATO JUAN PABLO II, Audiencia General del día miércoles 20 de junio de 1990)



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Aplicación: Mons. Fulton Sheen - La presentación en el templo

En Belén habíase encontrado en un exilio; en la circuncisión fue un salvador anticipado; ahora, en la presentación, se convertía en un signo de contradicción. Cuando Jesús fue circuncidado, María fue purificada, aunque Él no necesitaba lo primero, porque era Dios, y ella no necesitaba lo segundo, porque había sido concebida sin pecado.

El hecho del pecado en la naturaleza humana viene subrayado no sólo por la necesidad de sufrir dolor para expiarlo en la circuncisión, sino también por la necesidad de purificación. Desde que Israel había sido liberado de la tiranía de los egipcios, una vez el ángel exterminador hubo dado muerte a los primogénitos de aquéllos, los judíos consideraron siempre a sus hijos primogénitos como dedicados a Dios.

Cuarenta días después de su nacimiento, que era el término indicado para un hijo varón, según la ley de Moisés, Jesús fue llevado al templo. En el Éxodo se decretaba que el primogénito pertenecía a Dios. En el libro de los Números, la tribu de Leví fue segregada de las demás tribus para desempeñar la función sacerdotal, y esta dedicación sacerdotal se entendía como substitución del sacrificio del primogénito, rito que jamás fue practicado. Pero, cuando el divino Niño fue llevado al templo por María, la ley de la consagración del primogénito fue observada en todos sus detalles, ya que la dedicación de este Niño al Padre era absoluta y lo conduciría hasta la cruz.

Encontramos aquí otro ejemplo de cómo Dios en su forma humana compartió la pobreza de la humanidad. Las ofrendas tradicionales para la purificación eran un cordero y una tórtola si los padres eran ricos, y dos tórtolas o dos palomas si los padres eran pobres. Así, la madre que trajo al mundo al Cordero de Dios no tuvo ningún cordero que ofrecer... salvo el Cordero de Dios. Dios fue presentado al templo a la edad de cuarenta días. Unos treinta años más tarde, Él mismo reclamaría el templo y lo emplearía como símbolo de su propio cuerpo, en el que habitaba la plenitud de la Divinidad. Ahora no era solamente el primogénito de María el que era presentado, sino el primogénito del eterno Padre. Siendo el primogénito del Padre, era presentado ahora como el primogénito de una humanidad restaurada. Una nueva raza comenzaba por medio de Él.

El carácter del hombre llamado Simeón, que se encontraba en el templo y que tomó en sus manos al Niño, se describe de esta manera tan sencilla: Este hombre era justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel (Lc 2, 25). Habíale sido revelado por el Espíritu santo: Que no vería la muerte antes que viese al Cristo del Señor (Lc 2, 26).

Estas palabras parecen dar a entender que, tan pronto como uno ve a Cristo, el aguijón de la muerte desaparece. El anciano, tomando al Niño en sus brazos, exclamó con alegría: Ahora, oh Maestro, puedes, conforme a tu palabra, dejar que tu servidor se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, que tú has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para iluminar las naciones, y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 29-32).

Simeón era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la aparición de la Luz. Cuando la Luz por fin apareció, él se hallaba ya dispuesto a entonar su Nunc dimittis. En el Niño pobre, llevado por unos padres pobres que hacían una ofrenda pobre, Simeón descubrió la riqueza del mundo. Cuando este anciano tenía en sus manos al Niño, no era como el anciano de que nos habla Horacio. No miraba hacia atrás, sino hacia delante, y no sólo al futuro de su propio pueblo, sino al futuro de todos los gentiles de todas las tribus y naciones de la tierra. Un anciano que en el ocaso de su vida hablaba de la promesa de un nuevo día. Con los ojos de la fe había visto anteriormente al Mesías; ahora podía cerrar los ojos de la carne porque ya no había cosa más hermosa sobre la cual mirar. Algunas flores se abren sólo al atardecer. Lo que acababa de ver ahora era la "Salvación", no la salvación de las garras de la pobreza, sino la salvación de los lazos del pecado.

El himno de Simeón fue un acto de adoración. Hay tres actos de adoración descritos en los primeros años de la vida del divino niño. La adoración por parte de los pastores, la de Simeón y Ana, la profetisa, y la de los magos paganos. El cántico de Simeón fue como un ocaso en que una sombra anuncia una substancia real. Fue el primer himno entonado por un ser humano en la vida de Cristo. Simeón, aunque se dirigía a María y a José, no se dirigió directamente al Niño. No habría estado bien que hubiese dado su bendición al que era el Hijo del Altísimo. Bendijo a ellos, mas no bendijo al Niño.

Después de este himno de alabanza, se dirigió solamente a la madre; Simeón sabía que era ella, y no José, quien estaba relacionada directamente con el Infante que sostenía en sus brazos. Vio además que se cernían para ella graves dolores y amarguras, mas no para José. Simeón dijo así: He aquí que este Niño es puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para señal de contradicción (Lc 2, 34).

Fue como si toda la historia del divino Niño pasara ante los ojos del anciano. Todos los detalles de aquella profecía habían de cumplirse en la vida de aquella criatura. Aquí se aludía claramente a la cruz, en un momento en que los diminutos brazos del Infante ni siquiera eran todavía lo suficientemente robustos para extenderse y formar una cruz. El Niño crearía una terrible lucha entre el bien y el mal, arrancando la careta de los rostros de todos, provocando así un odio terrible. Sería inmediatamente piedra de escándalo, espada que separaría lo malo de lo bueno y piedra de toque que revelaría los motivos y disposiciones de los corazones humanos. Los hombres ya no serían los mismos en el momento en que hubieran oído su nombre y aprendido acerca de su vida. Se verían obligados o bien a aceptarle o a rechazarle. Sobre Él no podría haber nada semejante a un compromiso: sólo sería posible aceptarle o rechazarle, la resurrección o la muerte. Por su misma naturaleza, haría que los hombres revelaran sus respectivas actitudes secretas hacia Dios. Su misión sería no poner las almas a prueba, sino redimirlas; y, sin embargo, porque sus almas eran pecadoras, algunos hombres detestarían la venida de Él.

Desde entonces, su sino sería hallar oposición fanática de parte de la humanidad hasta la muerte misma, y ello envolvería a María en crueles sinsabores. El ángel le había dicho "Bendita tú entre las mujeres", y Simeón le estaba diciendo ahora que en su bienaventuranza sería Mater Dolorosa. Uno de los castigos del pecado original era que la mujer alumbraría a sus hijos con dolor; Simeón le decía que ella continuaría viviendo en el dolor de su Hijo. Si Él había de ser el Varón de Dolores, ella sería Madre de Dolores. Una Madona sin sufrimientos, junto a un Cristo sufriente, sería una Madona sin amor. Porque Cristo amó tanto a la humanidad, que quiso morir para expiar su culpa, quería también que su madre fuera envuelta en los pañales de sus propios sufrimientos.

Desde el momento en que hubo escuchado aquellas palabras de Simeón, ya nunca más volvería a levantar las manitas del Niño sin ver en ellas una sombra de los clavos; toda puesta de sol sería para ella una imagen teñida en sangre de la pasión de su Hijo. Simeón retiró la vaina que ocultaba el futuro a los ojos humanos e hizo que la acerada hoja del color del mundo brillara ante los ojos de María. Cada pulsación que advirtiera en las diminutas muñecas de su hijito sería para ella como el eco de un martillazo inminente. Si Él estaba siendo dedicado para la salvación mediante el sufrimiento, lo mismo cabía decir de ella. No bien acababa de ser botada al mar del mundo aquella joven vida, cuando ya Simeón, viejo marinero, hablaba de naufragios. Todavía ninguna copa de amargura procedente del Padre había rozado los labios del Niño, cuando una espada era mostrada ya a su Madre.

Cuanto más se acerca Cristo a un corázón, tanto más se hace éste conciente de la propia culpa; entonces pedirá clemencia y encontrará la paz, o, por el contrario, le volverá la espalda porque no se halla todavía preparado para renunciar a su condición de pecador. Así, Cristo separará a los buenos de los malos, el trigo de la paja. La reacción del hombre ante esta divina presencia constituirá la prueba: o bien provocará la oposición de las naturalezas egotistas, o, por el contrario, las galvanizará para regeneración y resurrección.

Simeón le estaba llamando prácticamente el "divino Perturbador", aquel que movería a los corazones humanos a declararse por el bien o por el mal. Una vez puestos delante de El, tendrían que decidirse por la luz o por las tinieblas. Delante de otro cualquiera podían ser "tolerantes"; pero su presencia los desenmascara para que se vea si son terreno fértil o roca estéril. No puede llegar a los corazones sin iluminarlos y dividirlos; una vez ante su presencia, un corazón descubre a la vez los propios pensamientos acerca del bien y acerca de Dios.

Esto jamás podría ser así si Él hubiera sido simplemente un maestro humanitario. Simeón lo sabía muy bien, y dijo a la Madre de nuestro Señor que su Hijo sufriría porque su vida estaría en oposición a las máximas complacientes con que la mayoría de los hombres gobiernan su vida. Actuaría de manera distinta según las almas, del mismo modo que el sol al iluminar la cera la ablanda y al iluminar el barro lo endurece. No hay diferencia en el sol, sino únicamente en los objetos que ilumina. Siendo la Luz del mundo, constituiría un gozo para los buenos y que aman la luz; pero sería como un proyector de exploración para los malos que prefiriesen vivir en las tinieblas. La simiente es la misma, pero el suelo es diferente, y cada suelo será juzgado conforme a la manera como reaccione la semilla. La voluntad de Cristo viene limitada por la libre reacción de cada alma en el sentido de aceptar o de rechazar. Esto es lo que quería decir Simeón con estas palabras: A fin de que sean manifestados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 35).

Una fábula oriental nos habla de un espejo mágico que permanecía límpido cuando las personas buenas se miraban en él, y se empañaba al reflejarse en él los malvados. Así, el dueño podía saber siempre cuál era el carácter de los que se servían del espejo. Simeón estaba diciendo a la Madre de Cristo que su Hijo sería como este espejo: los hombres le amarían o le odiarían según sus propias reacciones. Una luz que se proyecta sobre una sensible placa fotográfica deja impreso un cambio químico que ya no puede borrarse. Simeón estaba diciendo que la luz de aquel Niño marcaría sobre cada uno el sello indeleble de su presencia.

Simeón dijo también que el Niño revelaría las verdaderas disposiciones internas de las personas. Pondría a prueba los pensamientos de todos los que habrían de cruzarse en su camino. Pilato contemporizaría y luego vacilaría; Herodes se mofaría; Judas se inclinaría hacia una especie de ambiciosa seguridad social; Nicodemo se escabulliría entre las tinieblas en busca de la Luz; los publicanos se volverían honrados; puras, las prostitutas; los jóvenes ricos rechazarían la pobreza de El; los pródigos regresarían a sus hogares; Pedro se arrepentiría; un apóstol se ahorcaría. Desde aquel día hasta el de hoy sigue siendo blanco de contradicción. Era adecuado, por tanto, que muriese en un leño cuyo madero vertical contradijera a su madero horizontal. El madero vertical de la voluntad de Dios viene negado por el madero horizontal de la voluntad humana contradictoria. Así como la circuncisión apuntaba hacia el derramamiento de sangre, la purificación precedía su crucifixión.
Después de haber dicho que sería señal de contradicción, Simeón se volvió a la madre y añadió: A ti misma una espada te traspasará el alma (Lc 2, 35).

Le dijo que su Hijo sería rechazado por el mundo, y que con su crucifixión vendría la transfixión de ella. De la manera que Él quería la cruz para sí, quería también la espada del dolor para su Madre. Si escogió ser Varón de Dolores, eligió también para ella que fuera Madre de Dolores. Dios no siempre escatima a los buenos el sufrimiento. El Padre no perdonó al Hijo, y el Hijo no perdonó a la Madre. Con su pasión, ha de haber la compasión de ella. Un Cristo sin dolor, que no pagara libremente por la culpa humana, quedaría reducido al nivel de un guía ético; y una Madre que no compartiera sus sufrimientos, no sería digna del gran papel que tenía que desempeñar.

Simeón no sólo desenvainó una espada, sino que dijo también dónde la providencia tenía destinado que se blandiera. Posteriormente, aquel Niño habría de decir: "He venido a traer espada." Simeón dijo a María que sentiría su espada en su corazón cuando su Hijo estuviera colgando de la señal de contradicción, y ella estaría debajo, traspasada por la pena. La lanza que físicamente traspasaría el corazón de Cristo traspasaría también místicamente el corazón de María. El Niño había venido para morir, no para vivir, ya que su nombre era "Salvador".
(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1968, cap. 2, pp. 36-41)

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Aplicación: Benedicto XVI - Presentación del Señor

Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo "para presentarlo al Señor" (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala como "luz para alumbrar a las naciones" (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35).

Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación. Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos.

Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: "Lumen ad revelationem gentium!" (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.

La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, "los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente" (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada.

Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.

El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como "filocalia", amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. "La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos... Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo" (ib., 15).

En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. "En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia" (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.

En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. ""Faciem tuam, Domine, requiram": tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8... La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)... La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina" (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).

Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada "nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en "exégesis" viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica" (Verbum Domini, 83).

Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, "esplendor de la verdad". Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la "vida buena del Evangelio".

En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María: Oh María, Madre de la Iglesia, te encomiendo toda la vida consagrada, a fin de que tú le alcances la plenitud de la luz divina: que viva en la escucha de la Palabra de Dios, en la humildad del seguimiento de Jesús, tu hijo y nuestro Señor, en la acogida de la visita del Espíritu Santo, en la alegría cotidiana del Magníficat, para que la Iglesia sea edificada por la santidad de vida de estos hijos e hijas tuyos, en el mandamiento del amor. Amén
(Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica Vaticana martes 2 de febrero de 2011)

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Aplicación: San Juan Pablo II - Presentación del Señor

1. "Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor" (Lc 2, 22).
Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia revive hoy el misterio de la presentación de Jesús en el templo. Lo revive con el estupor de la Sagrada Familia de Nazaret, iluminada por la revelación plena de aquel "niño" que, como nos acaban de recordar la primera y la segunda lectura, es el juez escatológico prometido por los profetas (cf. Mal 3, 1-3), el "sumo sacerdote compasivo y fiel" que vino para "expiar los pecados del pueblo" (Hb 2, 17).

El niño, que María y José llevaron con emoción al templo, es el Verbo encarnado, el Redentor del hombre y de la historia.

Hoy, conmemorando lo que sucedió aquel día en Jerusalén, somos invitados también nosotros a entrar en el templo para meditar en el misterio de Cristo, unigénito del Padre que, con su Encarnación y su Pascua, se ha convertido en el primogénito de la humanidad redimida.
Así, en esta fiesta se prolonga el tema de Cristo luz, que caracteriza las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía.

2. "Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 32).
Estas palabras proféticas las pronuncia el anciano Simeón, inspirado por Dios, cuando toma en brazos al niño Jesús. Al mismo tiempo, anuncia que el "Mesías del Señor" cumplirá su misión como "signo de contradicción" (Lc 2, 34). En cuanto a María, la Madre, también ella participará personalmente en la pasión de su Hijo divino (cf. Lc 2, 35).

Por tanto, en esta fiesta celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, y consagración de todos lo que siguen a Jesús por amor al Reino.

3. No faltan tampoco religiosos y religiosas que, en múltiples fronteras, viven su compromiso concreto por la justicia, trabajando entre los marginados, interviniendo en las raíces de los conflictos y contribuyendo así a edificar una paz fundamental y duradera. Dondequiera que la Iglesia está comprometida en la defensa y en la promoción del hombre y del bien común, allí también estáis vosotros, queridos consagrados y consagradas. Vosotros, que, para ser totalmente de Dios, sois también totalmente de los hermanos. Toda persona de buena voluntad os lo agradece mucho.

4. El icono de María, que contemplamos mientras ofrece a Jesús en el templo, prefigura el de la crucifixión, anticipando también su clave de lectura: Jesús, Hijo de Dios, signo de contradicción. En efecto, en el Calvario se realiza la oblación del Hijo y, junto con ella, la de la Madre. Una misma espada traspasa a ambos, a la Madre y al Hijo (cf. Lc 2, 35). El mismo dolor. El mismo amor.

A lo largo de este camino, la Mater Jesu se ha convertido en Mater Ecclesiae. Su peregrinación de fe y de consagración constituye el arquetipo de la de todo bautizado. Lo es, de modo singular, para cuantos abrazan la vida consagrada.

¡Cuán consolador es saber que María está a nuestro lado, como Madre y Maestra, en nuestro itinerario de consagración! No sólo nos acompaña en el plano simplemente afectivo, sino también, más profundamente, en el de la eficacia sobrenatural, confirmada por las Escrituras, la Tradición y el testimonio de los santos, muchos de los cuales siguieron a Cristo por la senda exigente de los consejos evangélicos.

Oh María, Madre de Cristo y Madre nuestra, te damos gracias por la solicitud con que nos acompañas a lo largo del camino de la vida, y te pedimos: preséntanos hoy nuevamente a Dios, nuestro único bien, para que nuestra vida, consumada por el Amor, sea sacrificio vivo, santo y agradable a él. Así sea.
(Homilía del beato Juan Pablo II el Sábado 2 de febrero de 2002 en la VI Jornada de la vida consagrada)

 


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Ejemplos

Donde cae el árbol
¿Cómo moriremos, mis hermanos? ¿Nos salvaremos o nos condenaremos? A esta terrible pregunta vamos a contestar con toda la autoridad de Dios.
El Libro del Eclesiástico nos da una señal, y dice así: "Si el árbol cayera hacia la parte del Sur o hacia la parte del Norte, en el lugar donde cayere allí se quedará para siempre".
Este árbol es cada uno de nosotros; con la muerte hemos de caer al Sur o al Norte, y allí nos quedaremos para siempre, porque de aquel momento depende la eternidad.
Pero, ¿Cómo podremos adivinar si caeremos a la derecha con los que se salvan o a la izquierda con los que se condenan? ¿No podremos saber hacia qué parte va a caer el árbol antes de cortarlo? Sí, dice San Bernardo; si quieres saber hacia qué parte va a caer el árbol mira hacia dónde se inclina con el peso de sus ramas. Si se inclina hacia la derecha, a la derecha ha de caer; y si el peso lo tiene inclinado hacia la izquierda, caerá hacia la izquierda.
Miremos hacia dónde se inclinan sus ramas. Si nuestras obras son de fe, de piedad, de temor de Dios, de obediencia a sus preceptos, de mortificación de las pasiones, de verdad, de justicia, de caridad, de frecuencia de los sacramentos, no dudemos que el árbol caerá a la derecha. Pero si nuestras obras son de liberalidad y soltura de vida, de ambición, de codicia, de odio, de venganza, de sensualidad, de soberbia, de envidia, de olvido de Dios, ¿cómo queremos que el árbol no caiga hacia la izquierda? Para que cayera a la derecha se necesitaría un vendaval fuerte de gracia que no es probable conceda Dios al que despreció sus gracias en la vida.
Entonces ya sabemos el secreto: ¿queremos morir bien?, debemos vivir bien ¡no hay otro remedio!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 391)

 

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