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Domingo 28 del Tiempo Ordinario C - Los 10 leprosos - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación


A su disposición 
Exégesis primera lectura: A. Gil Modrego

Exégesis Segunda lectura

Exégsis Evangelio: Alois Stöger - El samaritano agradecido Lc.17,11-19)

Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - El paso augusto de Dios

Santos Padres: San Agustín - Los falsos colores del cuerpo y del alma

Santos Padres: San Agustín II - Jesús viene a salvar y a curar a los leprosos (1 Tim 1,15-16; Lc 17,12-19)

Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La virtud del agradecimiento

Aplicación: Benedicto XVI - Dos grados de curación

Aplicación: San Claudio de la Colombière - “Se echó rostro en tierra, a los pies de Jesús, dándole gracias”

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El agradecimiento Lc 17, 11-19

Directorio Homilético: Vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario

Ejemplos

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo

Exégesis  primera lectura: A. GIL MODREGO

* Introducción: La escuela deuteronomista que recopiló los relatos de Eliseo no pretendió presentarnos una biografía de este profeta, simplemente se contentó con plasmar en su escrito el eco, la fama que este hombre de Dios dejó entre los habitantes de su pueblo. Historia y leyenda se mezclan sin que podamos deslindarlos con claridad; pero lo importante es dejar patente que Dios actúa a través de sus profetas.

* Texto: La curación de Naamán (5,1-27) es uno de los relatos milagrosos  del ciclo de Eliseo. Los contrastes son muy frecuentes a lo largo de este capítulo: orgullo de Naamán enfermo (v.11) y su humildad después de la curación (v.15); desprendimiento de Eliseo (v.16) y afán avaricioso de su siervo (vs.20ss); al comienzo Naamán es el enfermo, al final lo será el siervo de Eliseo.

Primer cuadro: vs.1-5a. La paz reina entre Israel y Siria, pero no es estable (v.2). El general sirio Naamán tiene una enfermedad cutánea (no se trata de lepra, ya que en este caso debería estar apartado de la sociedad, Lv.15,5). Los médicos y magos sirios no han podido hacer nada; sin embargo una pobre esclava le sugiere confiarse a los cuidados de un profeta hebreo. ¡No es poco el aceptar el consejo de una esclava y acudir a un profeta extranjero! Es el eterno mensaje bíblico de que en la debilidad radica la fuerza. Dios escoge lo débil para confundir al poderoso.

Segundo cuadro: vs.5b-8. El rey de Israel, al recibir el mensaje del sirio, se indigna y cree que es un mero pretexto para declararle guerra. El no es un Dios para poder curar la enfermedad. Eliseo le increpa y desea el encuentro con Naamán para que éste pueda descubrir al verdadero Dios. El poderoso rey de Israel no ha encontrado a Dios porque desprecia al profeta.

Tercer cuadro: vs.9-12. A este descubrimiento de Dios no se llega a través de la grandeza: Naamán llega con todo su boato y el profeta ni siquiera le recibe sino que le envía un mensajero con el encargo de lavarse en el río Jordán. Se trata de un test puesto por el profeta a la fe de Naamán, pero el mandatario sirio no lo entiende sino que cree que el profeta le insulta premeditadamente. Naamán, tampoco ha encontrado a Dios ya que no ha descubierto aún al profeta. Le considera socialmente inferior, y debería salir a recibirle. ¡Qué ironía la del autor! ¡Cómo si Dios tuviera en cuenta las clases sociales! Tampoco Naamán podrá encontrar a Dios a trav��s de un mero ritual: invocación de Dios+tocar la parte enferma. Dios está por encima de todo rito religioso.

Cuarto cuadro: vs.13.20a. El Naamán furioso y orgulloso sólo encontrará la salvación al aceptar la palabra del profeta a través de la insinuación de unos siervos (nuevamente aparece esta clase social como en el cuadro primero). Así obtiene su curación y, lo que es más importante, ha encontrado a Dios (v.15: "ahora reconozco que no hay más Dios en toda la tierra que el de Israel").

Termina el relato con la no aceptación de dones por parte del profeta (tampoco con ellos se encuentra a Dios) y que sirve para contraponer la actitud de Eliseo a la de su siervo (quinto cuadro).

* Reflexión: Y la Iglesia enferma, jerarquía y pueblo, ¿qué medios utiliza para encontrarse con Dios? ¿La voz del pueblo sencillo que insinúa o la de los poderosos con sus riquezas, rituales y grandilocuencias? También sería irónico que no nos encontráramos con el Médico y Pastor.
(A. GIL MODREGO DABAR/89/50)

 

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Exégesis de la segunda lectura

Esta lectura pertenece a la primera parte de la carta en la que Pablo exhorta a Timoteo a la fidelidad. Los falsos maestros habían sembrado en la comunidad cristiana de Timoteo una confusión tanto más peligrosa cuanto mayor era también la persecución que padecían los fieles por parte del mundo pagano.

Pablo presenta brevemente el contenido del evangelio, y ofrece después a Timoteo su propio ejemplo de fidelidad a Cristo. Señala igualmente que esta fidelidad al evangelio y a Cristo no es posible sin aceptar el riesgo del sufrimiento y aun de la misma muerte. Pero el que muere con Cristo, resucitará con él y por él.

En estos primeros versículos, Pablo utiliza posiblemente una fórmula o símbolo de la fe. La muerte y resurrección de Jesucristo, el Señor, y su descendencia de David según la carne, constituyen el núcleo del mensaje evangélico predicado por Pablo.

La fe, como memoria de Jesucristo, no es sólo la aceptación de un mensaje, sino también la aceptación del mismo Cristo. Por la fe habita Cristo en el corazón de los creyentes y se constituye en principio de la nueva vida. Es Cristo el que ha de vivir en nosotros.

Por amor al evangelio está Pablo encarcelado como si fuera un criminal. Pero el evangelio, que es palabra de Dios, no está encadenado y se extiende por todo el mundo (cf.Flp 1,12-14). Es el evangelio la "buena noticia" que se p0ublica en las plazas y se predica desde las azoteas, pero también el "rumor" de los acontecimientos de Jesús que se dice al oído y se propaga de boca en boca sin que nadie pueda controlarlo.

El apóstol, a quien no le dejan ir predicando por calles y plazas, sigue dando testimonio del evangelio con sus cadenas. Sus padecimientos pertenecen igualmente a su misión apostólica y son tan elocuentes como sus palabras. Además, estos padecimientos por Cristo fructifican en beneficio de todos los creyentes. Pablo alude al misterio de la solidaridad entre todos los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf.Col 1,24). Es muy probable que estos versículos provengan de un himno bautismal. En ellos se afirma, de una parte, la fe de que cuantos padecen y mueren con Cristo resucitarán con él; de otra, se amonesta a cuantos niegan a Cristo y no quieren seguir su misma suerte. Es decir, Jesús cumplirá aquella palabra: "A quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,33.cf.2 Pe 2,1). Según otra posible interpretación, Cristo mostraría su fidelidad a sus discípulos amándolos no obstante sus infidelidades.
(EUCARISTÍA 1989/47)

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Exégsis: Alois Stöger - El samaritano agradecido Lc.17,11-19)

11 Y mientras él iba de camino a Jerusalén, atravesaba por Samaria y Galilea.

Jesús va de camino; una vez más vuelve a recordarse la marcha (Rom_9:51; Rom_13:22). La meta de la marcha es Jerusalén. El camino va por Samaría y Galilea. Jesús venía de Galilea, pasaba por Samaría y continuaba hacia Jerusalén. Sólo quien, como Lucas, mira hacia atrás al camino, puede escribir así: Por Samaría y Galilea. La marcha y la acción están tan dominadas por Jerusalén, que sólo desde aquí se puede ver el camino. Sólo en función de Jerusalén, donde aguarda la elevación de Jesús, puede comprenderse su camino, su marcha y su acción.[1]

El relato había comenzado con un hecho acontecido en Samaría; otro hecho que trae a la memoria a Samaría inicia la última parte de la marcha. Samaría es el puente por el que la palabra de Dios va de Galilea a Jerusalén, y por el que va de Jerusalén a los gentiles. El encargo del Resucitado era de este tenor: «Seréis testigos míos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaría, y hasta en los confines de la tierra» (Hec_1:8). En el camino de Jesús está diseñado el camino de su Iglesia; su camino es fruto de los caminos de Jesús.

12 Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia, 13 y levantaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! 14 Cuando él los vio, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.

También ahora va el camino de ciudad en ciudad y de aldea en aldea (Mat_13:22). La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y hacen olvidar los odios nacionales entre judíos y samaritanos (Mat_9:53; Jua_4:4-9). A los leprosos les estaba permitido entrar en aldeas, pero no en ciudades amuralladas, no digamos en la santa ciudad de Jerusalén. «El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vestiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá clamando: ¡Inmundo, inmundo! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es inmundo y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev_13:45 s).

Jesús es llamado Maestro. Hasta ahora sólo le habían hablado así los apóstoles, subyugados por su poder (Lc_5:5; Lc_9:49), llenos de asombro por su gloria (Lc_9:33), o cuando esperaban ayuda en su desamparo (Lc_8:24). A esta interpelación añaden los leprosos una invocación implorando misericordia.

Jesús es maestro de la ley, lleno de poder y de misericordia. En él ha amanecido el reino de Dios, que se revela en poder y misericordia a todos los hombres.

A los leprosos dirige Jesús la instrucción de cumplir la ley relativa a la purificación de la lepra, todavía antes de que hayan quedado limpios. «Esta será la ley del leproso para el día de su purificación» (Lev_14:2). En la obediencia a la ley, que les indica Jesús, hallarán salvación los leprosos. El que oye a Moisés y a los profetas, se salva (Lc_16:29). También el samaritano, que es un extraño para los judíos, halla la salvación por este camino. Por Jesús viene de los judíos al samaritano la salud (Jua_4:22).

15 Entonces uno de ellos, al verse curado, volvió atrás, glorificando a Dios a grandes voces, 16 y se postró ante los pies de Jesús, para darle las gracias. Precisamente éste era samaritano.

Probablemente se efectúa la curación mientras los leprosos estaban todavía en camino hacia el sacerdote. Uno de los curados regresa de inmediato. Glorifica a Dios alabándolo y dándole gracias. Dios actúa por Jesús. El curado pronuncia su alabanza de Dios delante de Jesús, postrándose a sus pies. Dios causa la salvación por Jesús. La gracia de Dios apareció en él. Esto se reconoce mediante la acción de gracias.

La proximidad de Dios causa profunda emoción. Quien experimenta la proximidad de Dios clama a grandes voces: los demonios (Jua_4:33; Jua_8:28), el pueblo a la entrada de Jesús en Jerusalén (Jua_19:37), Jesús mismo al morir (Jua_23:23; cf. Hec_7:60). Igualmente se postra de hinojos ante Jesús quien rinde homenaje a Dios presente en él: el padre de la hija moribunda (Lc_8:41); el leproso que implora su curación (Lc_5:12). En Jesús se hace visible el poder y la misericordia de Dios. Jesús es la epifanía de Dios. En él está presente el reino de Dios.

El curado que vuelve a Jesús es un samaritano. Como el samaritano compasivo estaba en el camino del Evangelio y del reino de Dios con sus buenos servicios llenos de compasión, así también lo está este samaritano por medio de su gratitud. La sencillez y los nobles sentimientos humanos son un camino hacia la salvación si van unidos a la fe en la palabra de Jesús, en la que se encierran la ley y los profetas. La palabra da fruto si se acoge en un «corazón noble y generoso» (Lc_8:15). En el samaritano se diseña el camino del Evangelio hacia los paganos.

17 Y Jesús replicó: ¿Pues no han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? 9 Luego le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.

Jesús había esperado que volvieran todos y dieran gloria a Dios, por él. Por él vienen las gracias de Dios, por él se da gloria a Dios. «No hay salvación en otro hombre» (Hec_4:12). Sólo el extranjero regresa. El samaritano, que, como extranjero, no cuenta entre los hijos de Israel, no osa formular exigencias a Dios. Lo que recibe lo toma como presente de la gracia de Dios y da gracias. Los judíos no dan gracias porque son judíos y consideran como debidos los dones de Dios. Reciben del enviado de Dios lo que, según ellos, les corresponde. Les falta la actitud fundamental necesaria para recibir la salvación. En el extranjero se hallan actitudes que facilitan el acceso a ella: gratitud, alabanza, confesión de la propia pobreza delante de Dios. El camino de la salvación está abierto a todos, incluso a los extranjeros, a los pecadores, a los gentiles. Lo que salva es la fe, la decisión y entrega a la palabra de Jesús y a la acción salvífica de Dios a través de él.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)

[1] Las palabras «por Samaria y Galilea» crean desde antiguo dificultades para su explicación, como lo muestran la tradición manuscrita y las tentativas de explicación. «Por Samaria y Galilea» se explica con frecuencia: «entre Samaria y Galilea», por la zona limítrofe de estas dos fajas de tierra (cf. Mar_10:1; Mat_19:1). Hay quien, haciendo historia, lo explica así: «Jesús, viniendo del oeste, caminaría algún tiempo siguiendo la línea divisoria entre Galilea y Samaría, para llegar al Jordán; río abajo iba el camino directo hacia Jerusalén» (F. ZEHRER).

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Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - El paso augusto de Dios

El evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón de San Bernardo, el XLIII. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el Salvador o Salud-Dador -que esto significa Salvador­- curó a los leprosos, uno de ellos dio la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la ingratitud de los otros nueve. El gran exégeta Maldonado dice: “el que quiera interpretaciones alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo”; la interpretación literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno de tantos entre los milagros que hizo Nuestro Señor… La gratitud y la ingratitud todos saben lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer, Jesucristo le dijo: “Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros nueve judíos si hubieran venido; porque fe aquí (pistis en griego) significa simplemente confianza, fiarse de alguno, que es el significado primitivo de esa palabra, dice Maldonado. Y ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo: “Vayan a mostrarse a los sacerdotes”, que era lo que el Levítico, capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados; ellos se pusieron en camino confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron sanos…
No hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas… Listo.
En cualquier trozo del Evangelio hay una enseñanza profunda: sucede sin embargo que no la vemos: no somos capaces de desentrañarla a veces.
Lástima que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con él.
–¡Che, andaluz! –le diría–. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados ¿fueron todos al sacerdote, recibieron su certificado que los restituía a la vida social, y entonces el Samaritano volvió a dar gracias a Cristo, y los demás se fueron a sus casas? ¿No es así?
–¡No! De ninguna manera. El Evangelio no dice eso…
–¡Qué lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar: menos trabajo para mí.

–El Evangelio dice expresamente que apenas se sintió curado, el Samaritano volvió grupas y vino a “magnificar a Dios con grandes voces”; de los demás no dice dónde fueron; pero es más que probable que fueron a presentarse a los Sacerdotes, como la Ley se los mandaba, y como a ellos les convenía tremendamente; porque has de saber que –diría Maldonado con su gran erudición– por la ley de Moisés –y muy prudente ley higiénicamente hablando– los leprosos eran separados (que es como todavía se dice “leproso” en lengua alemana Aussaetzige), eran denominados impuros y debían gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando alguien se les acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en grupitos para ayudarse unos a otros los pobres –cosas todas que se ven en este evangelio– y para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse –pues la lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra– debían ser reconocidos y testificados por los sacerdotes… De modo que es claro lo que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y adonde además los había mandado el mismo Cristo…, me diría Maldonado.

–Por lo tanto –habría de decirle yo– si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las gracias. Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado en condenar de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le diesen las gracias a Él antes de cumplir con la Ley. Los que estaban allí debieron de haberse asombrado; y uno de ellos podía haberle dicho: “No te apresures, Maestro, en reprender a los otros; al contrario, éste es el que parece merecer reproche, porque ha obrado impulsivamente, irrefrenablemente…”.

–Yo soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo mejor que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mi se me ha aparecido dos veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de la Compañía de Jesús. Tú eres un pobre cura, que no se sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de una nación ignorante y chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que ni hablemos más –me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era bastante vivo de genio.

Por suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del Evangelio, yo tengo el derecho de asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué. Platón es profundo, San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo que dice el seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas. Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma; Jesucristo no hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero …

La conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres; una nota que resuena en todo el Evangelio continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.

Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. Delante de Él todo lo demás desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en Él –la cual no fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento– sino también a otra divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del cuerpo. Porque lo que hizo este forastero al volver a Cristo, no fue gritarle como antes desde lejos “¡Maestro!”, sino tirarse en el suelo con el rostro ante sus pies, postrarse panza a tierra, que es el gesto que en Oriente significa la adoración de la Divinidad. Por lo tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te ha salvado”, cuerpo y alma.

Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo ensenó Cristo? Eso lo dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”, dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.

Esa palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El que ama a su padre y a su madre más que a Mi, no es digno de mí”.
“El que deja por Mi, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes”…
“Os perseguirán por Mi nombre”…
“Os darán la muerte por causa Mía”…
“Deja todo lo que tienes y sígueme”…
“Deja a los muertos que entierren a los muertos”…
“La vida eterna es conocerme a Mi”… Y así sucesivamente.

De manera que en este evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado –lo cual no le quita nada al buen Maldonado– que es la eterna paradoja de la fe; y en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada –como en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos– lo que constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del cristianismo; que es una cosa sumamente simple por otro lado: “Dieu premier serví”, como decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el Excluyente, el Celoso; y… Cristo es Dios.

Mas si pide de nosotros gratitud –o si quieren llamarla correspondencia–, no es porque El la necesite sino porque nosotros la necesitamos. La ingratitud seca la fuente de las mercedes, y hace imposible a veces los beneficios; como podemos constatar a veces en nuestra pequeña experiencia que a pesar de desearlo no podemos hacer bien a alguna persona; porque por su falta de disposición, no recibirá bien el bien; de modo que lo convertirá en mal.

–¿Por qué no viene usted más a visitarme?
–Porque no le puedo hacer ningún bien.
–¿Y por qué no me puede hacer ningún bien?
–Porque una vez le hice un bien… y usted me tomó por sonso.

Dios a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como cosas que nos son debidas; lo cual es tomarlo a Dios por sonso.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 144-150)

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Santos Padres: San Agustín - Los falsos colores del cuerpo y del alma

“En los leprosos que el Señor curó diciéndoles: id y mostraos a los Sacerdotes, muy amados hermanos míos, muchas cosas se ofrecen, que justamente los que me oyen podrán preguntar: no solo podrán preguntar, porque el número de los enfermos fueron diez, mas también querrán saber, por qué razón sólo uno se halló que volviese a dar gracias al Señor por la merced que había recibido.

Estas dos dudas son de poca importancia, y siendo bien resueltas, o no tanto, podrá el que pregunta, contentarse sin que se detenga mucho su intención en la inteligencia del Santo Evangelio.

Otra duda hay, a mi ver, que más mueve el deseo del saber, y es, ¿por qué el Señor los envió a los Sacerdotes, para que yendo por el camino fuesen curados y limpiados? No hallamos que el Señor haya enviado a los Sacerdotes hombre alguno de estos, a quienes curaba de enfermedades corporales, sino solamente a los leprosos; y así leemos en otro lugar del Santo Evangelio, que el Señor envió otro leproso que había curado, diciéndoles: ve y muéstrate a los Sacerdotes, y ofrece por ti sacrificio, el cual Moisés mandó en testimonio para ellos. Podemos también preguntar, ¿qué tal fue la limpieza espiritual de aquellos que el Santo Evangelio condena por desagradecidos? Fácil cosa es, ver que un hombre está curado en cuanto al cuerpo, y que ya no tiene lepra como solía: mas no tener limpieza en el alma, no se puede así conocer.

Y según lo que en este milagro se cuenta, se podrá decir que el ingrato no está curado en el alma. Digo pues que es menester examinar, qué es lo que esta lepra significa: notad pues, que los que el Santo Evangelio cuenta haber sido curados, no dice, fueron sanados, sino fueron limpiados.


El daño de la lepra, es defecto, o vicio que se muestra fuera en el color de la piel, más que en lo interior de la salud, o virtud de los miembros; y así, a mi ver, podríamos entender por los leprosos, los que no teniendo verdadera ciencia, o noticia de la fe católica como conviene, van publicando diversas doctrinas llenas de error. No sabe esconder su ignorancia y defectos, antes la publican y sacan a luz con título de muy sana y santa doctrina, usando de vanas palabras, a fin de coger vanagloria con ellas. Y tened por cierto que no hay doctrina tan falsa, que no mezcle consigo algunas verdades: mezcladas pues las verdades con los errores, y mentiras, muestran una confusión de colores inciertos, como en el cuero del hombre leproso se muestran también inciertos y falsos colores.

Sabed pues, que a los tales maestros de errores, es menester que los aparten de la Iglesia; y si es posible que estén muy lejos de ella, y que desde lejos den voces y pidan misericordia a la Iglesia, como vemos que estos leprosos la pedían al Señor: pues dice el Santo Evangelio que de lejos alzaron la voz diciendo: Jesús Maestro ten misericordia de nosotros. v.13

Y advertid que para pedirle medicina corporal le llaman Maestro, cosa que no hallo que alguno pidiendo remedio corporal jamás la haya dicho, y por esto me cuadra muy bien que esta lepra denota la falsa doctrina, la cual tiene necesidad de buen Maestro que la cure. No creo yo que ningún Católico dude, que el sacerdocio de los judíos fue figura del sacerdocio real que hoy está en la santa iglesia, en el cual son consagrados todos los que pertenecen al cuerpo místico de Jesucristo que es el verdadero y Supremo Príncipe de los Sacerdotes; y así ahora los Sacerdotes son ungidos, cosa que entonces solamente se daba a los Reyes y a los Sacerdotes; y cuando el glorioso Apóstol San Pedro, escribiendo al pueblo cristiano en su Epístola Canónica lo llama sacerdocio real, declaró manifiestamente que entrambos nombres convenían al sacerdocio cristiano.

Los otros defectos y vicios secretos del alma, que son enfermedades o indisposiciones de ella, como la lepra lo es del cuerpo, el Señor las corrige y sana secreta y espiritualmente: lo que toca a la doctrina falsa de los errados maestros, es menester que se cure con la santa doctrina de la Iglesia, enseñándolos y exhortándolos para que dejen el error y tomen la verdad, y así les quite el color malo de leprosos que por fuera tenían; porque esta cura del mal que es notorio, pertenece a la Santa Iglesia y a los buenos ministros de ella; y así el glorioso San Pablo, luego que oyó la voz del Señor que le dijo: ¿por qué me persigues? yo soy Jesús al que tú persigues, fue enviado a Ananías para que fuese bautizado, y con el alto Sacramento de nuestra fe, que el Sacerdote Ananías le comunicó, fuese lavado, y con su doctrina enseñado, y así tomase buen color.

No lo envió el Señor al Sacerdote Ananías, porque él por sí mismo no le pudiera muy bien limpiar, porque en fin lo que el Sacerdote y el Sacramento y la Iglesia hacen, el mismo Señor lo hace; mas quiso que así se hiciese, para que el Colegio Católico de los Cristianos, viendo que así se administra en la Santa Iglesia, tome tal ejemplo y confirmación que todos tengan buen color.

Con esto concuerda lo que el glorioso Apóstol San Pablo escribe diciendo: después de esto yo subí a Jerusalén con Bernabé, y llevé también conmigo a Tito, y subí, porque así me fue revelado que lo hiciese, y así declaré el Evangelio que ahora predico a los Gentiles; y esto, porque no corrí, ni corro ahora en vano; y poco después dice: habiendo conocido claramente Pedro, y Diego, y Juan, la gracia que por el Señor me había sido dada, mostrándose ellos como columnas, me dieron sus manos derechas a mí y a Bernabé, para que les fuésemos compañeros en la santa predicación.

Esta manera de concordia mostraba ser nuestra doctrina toda una, sin haber alguna diferencia o diversidad en ella. Así lo confirma el mismo Apóstol, cuando escribiendo a los de Corinto, les dice: yo os ruego hermanos por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos os conforméis en decir y querer una misma cosa.

Hallamos en los actos de los Apóstoles, que cuando el Ángel habló a Cornelio notificándole como sus limosnas y oraciones habían sido aceptas a Dios; más que con todo eso era menester, para que conociese la unidad y conformidad de la doctrina cristiana, que fuese a dar la obediencia, y se presentase con sus compañeros al Apóstol San Pedro; fue a decirle a él y a los otros: id y mostraos a los Sacerdotes; y así yendo a él, fueron limpiados, porque ya había venido a ellos el Apóstol San Pedro; mas por cuanto aún no habían recibido el Sacramento del Bautismo, decimos que no habían ido espiritualmente a mostrarse a los Sacerdotes: bien es verdad, que se conocía que estaban limpios, porque el Espíritu Santo había venido sobre ellos, y les había sido comunicado el don de lenguas.

Siendo todo esto verdad, como la Santa Escritura nos lo enseña, muy fácilmente podemos ver, que en la Santa Iglesia se alcanza esta sanidad, tomando la doctrina limpia que ella nos enseña, para limpiar la lepra de los errores que en nosotros puede haber; y para que conformándonos con la verdad católica sepamos diferenciar el Criador de la criatura; y así se conozca en nosotros que somos limpiados de la diversidad de las mentiras y errores como de una grave lepra.

Es menester con todo esto que volvamos a dar gracias al Señor nuestro libertador que así nos ha curado, so pena de ser ingratos y soberbios, y tales que se puedan decir contra nosotros las palabras que el Apóstol dijo condenando a otros: estos malos y desagradecidos, habiendo conocido a Dios no le honraron ni glorificaron como a Dios, ni le dieron las gracias que le eran debidas.

En decir el Apóstol que aquellos habían conocido a Dios, notifica que habían sido limpiados de la lepra; pero luego los acusa de desagradecidos y los tales quedarán como imperfectos dentro del número de nueve que no alcanzan a diez, que es número perfecto.

Notad que si añadís uno a nueve, cumpliréis el número de diez, y así hacéis una manera de unidad, o unión tan conforme y tan unida, que no podéis pasar adelante, si no volvéis sobre uno; y esta regla hallaréis cuanto más quisieres multiplicar.

Y así decimos, que nueve han menester uno que se junte con ellos, para que los junte, y traiga la unión que tienen siendo diez; y el uno solo, para tener unión, no tiene necesidad de los nueve, que ya por sí se la tiene.

Por tanto, mirad que los nueve por su ingratitud fueron reprobados después de limpios, y fueron apartados de la unión en que está la perfección; y el uno que volvió a dar gracias, fue constituido en unidad con la santa Iglesia, y confirmado en la limpieza que había cobrado, y loado por tal; y estos nueve que eran Judíos, perdieron por su soberbia el reino del cielo, que es de los humildes, y donde más reina y resplandece la unión.

Y este Samaritano, que quiere decir guardador, volvió a dar gracias y reconocer al Señor la merced que había recibido, cantando las palabras que el Real Profeta dice: Señor, yo guardaré mi fortaleza para tu servicio.

Humillándose a su Rey y dándole gracias, guardó con devoción humilde la unidad, de la cual goza por la merced de Jesucristo, que vive y reina para siempre jamás. Amén.
(FUENTE: “Homiliario o colección de homilías o sermones de los más excelentes santos padres y doctores de la Iglesia, sobre los evangelios que se cantan en las principales festividades y tiempos del año. Recopiladas por el doctor Alcuino, maestro del emperador Carlo Magno. Traducidas al castellano por el bachiller Juan de Molina. Tomo tercero. Oficina de Don Benito Cano. 1795. Págs. 358-362.)

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Santos Padres: San Agustín - Jesús viene a salvar y a curar a los leprosos (1 Tim 1,15-16; Lc 17,12-19)

1. Escuchad con atención, hermanos, lo que el Señor se digne advertirnos a través de las divinas lecturas. Quien da es él; yo sólo sirvo. Acabamos de escuchar la primera lectura, tomada del Apóstol: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo. Pero he conseguido misericordia para que Cristo mostrase en mí toda su longanimidad para enseñanza de quienes han de creer en él para la vida eterna. Esto lo hemos escuchado en la lectura del Apóstol. Luego hemos cantado el salmo y nos hemos exhortado mutuamente al decir a una sola voz y con corazón unánime: Venid, adorémosle, postrémonos en su presencia y lloremos ante el Señor que nos hizo, y allí acerquémonos a su rostro con alabanzas y aclamémosle con salmos. A continuación, la lectura del Evangelio nos mostró a los diez leprosos que habían sido curados y al único de ellos, un extranjero, que se volvió a dar las gracias a quien lo había limpiado. En la medida que el tiempo nos lo permita, comentemos estas tres lecturas diciendo un poco de cada una, esforzándonos, dentro de nuestras posibilidades y con la ayuda de Dios, en no detenernos en ninguna de ellas tanto que impida considerar las otras dos.

2. El Apóstol nos presenta la ciencia del agradecimiento. Recordad lo que hemos oído en la lectura evangélica: cómo el Señor Jesús alaba al agradecido, reprueba a los ingratos, limpios en la piel, pero leprosos en el corazón. ¿Qué dice el Apóstol? Es palabra fiel y digna de todo crédito. ¿De qué palabra se trata? Que Jesucristo vino al mundo. ¿Para qué? Para salvar a los pecadores. ¿Qué dices de ti? El primero de los cuales soy yo. Quien dice: «No soy pecador» o «No lo fui» es ingrato para con el Salvador. No hay hombre de esta masa de los mortales que proceden de Adán, no hay absolutamente ninguno, que no esté enfermo; ninguno está sano sin la gracia de Cristo. ¿Por qué miras a los niños? También ellos están enfermos en Adán, pues también son llevados a la Iglesia; y si no pueden correr hacia allí con sus propios pies, corren con los de otros para ser sanados. La madre Iglesia pone a su disposición los pies de otros para que lleguen, el corazón de otros para que crean, la lengua de otros para que hagan la profesión de fe; para que, como están enfermos a consecuencia del pecado de otros, así también, cuando hay otros sanos, se salven por la confesión que éstos hacen en su nombre. Que nadie susurre a vuestros oídos doctrinas extrañas. Así lo pensó y lo mantuvo siempre la Iglesia, así lo recibió de la fe de los antepasados y así lo conservará con constancia hasta el final. La razón: porque no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. ¿Qué necesidad tiene el niño de Cristo, si no está enfermo? Si está sano, ¿por qué busca al médico mediante aquellos que lo aman? Si se dice que cuando son llevados a la Iglesia carecen absolutamente del pecado original y, no obstante, vienen a Cristo, ¿por qué no se les indica en la Iglesia a quienes lo llevan: «Quitad de aquí a estos inocentes; no tienen necesidad de médico los sanos, sino los pecadores; Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores»? Nunca se ha dicho tal cosa y nunca se dirá. Hermanos, que cada cual hable lo que pueda en favor de quien no puede hablar por sí. Con gran solicitud se encomienda a los obispos el patrimonio de los huérfanos; ¡cuánto más la gracia de los niños! El obispo protege al huérfano para que no sea oprimido por los extraños tras la muerte de sus padres. Grite con mayor vehemencia por el niño al que teme den muerte sus padres; clame con el Apóstol: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores y no por alguna otra causa. Quien se acerca a Cristo es porque tiene algo que necesita curación; quien nada tiene, tampoco tiene razón para ser presentado al médico. Elijan los padres una de estas dos cosas: o confesar que sus hijos reciben la curación del pecado, o dejar de presentarlos al médico, pues equivale a querer presentarle una persona sana. « ¿Qué le presentas?» — «Un bautizando». — « ¿Quién es ése?» — «Un niño». — « ¿A quién lo presentas?» — «A Cristo». — « ¿A aquel precisamente que vino al mundo?» — «Así es», dice. — « ¿A qué vino al mundo?» — «A salvar a los pecadores». — «Entonces, el que presentas, ¿tiene algo de qué ser sanado?» — «Si respondes que sí, con tu confesión lo haces desaparecer; si contestas que no, con tu negación lo mantienes».

3. A salvar a los pecadores, dijo, el primero de los cuales soy yo. ¿No hubo pecadores antes de Pablo? Es indudable que los hubo; antes que nadie el mismo Adán; la tierra estaba llena de pecadores cuando fue destruida por el diluvio; y después ¡cuántos no hubo! ¿Cómo, pues, es cierto que el primero soy yo? Dijo que él era el primero no por el orden cronológico, sino por la magnitud del pecado. Consideró la gravedad de su culpa y por ello dijo ser el primer pecador. De idéntica manera se dice entre los abogados, por ejemplo: «Este es el primero»; no porque haya comenzado a ejercer la profesión antes que los demás, sino porque ha superado a los otros en el tiempo que lleva ejerciéndola. Díganos, pues, el Apóstol en otro lugar por qué es el primero de los pecadores: Yo, dice, soy el último de los apóstoles y no soy digno de ser llamado así, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Ningún perseguidor fue más cruel; en consecuencia, él es el primero entre los pecadores.

4. Pero, dice, he alcanzado misericordia. Y expone por qué la ha alcanzado: A fin de que Jesucristo mostrara en mí toda su longanimidad, para instrucción de quienes han de creer en él para la vida eterna. Cristo, dice, que iba a conceder el perdón a los pecadores, incluso a sus enemigos, que se convirtieron a él, comenzó eligiéndome a mí, el enemigo más cruel, para que una vez sanado yo, nadie pierda la esperanza para los demás. Esto es lo que hacen los médicos: cuando llegan a un lugar en que nadie los conoce, eligen primero para curar casos desesperados; de esta forma, a la vez que ejercen en ellos la misericordia, hacen publicidad de su ciencia, para que unos a otros se digan en aquel lugar: «Vete a tal médico; ten confianza, que te sanará». Y a la pregunta: « ¡Que me va a sanar! ¿No ves la enfermedad que padezco?», escuchará esta respuesta: «También yo he conocido una situación parecida; lo que tú padeces también lo padecí yo». De modo semejante dice Pablo a todo enfermo que está a punto de perder la esperanza: «Quien me curó a mí, me envió a ti, diciéndome: 'Acércate a aquella persona sin esperanza y cuéntale lo que tuviste, lo que curé en ti y la rapidez con que lo hice. Te llamé desde el cielo; con una palabra te herí y postré en tierra, con otra te levanté y elegí, con una tercera te llené y te envié y con una cuarta te liberé y te coroné. Ve, dilo a los enfermos, grítalo a los desesperados: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores'. ¿Por qué teméis? ¿Por qué os asustáis? El primero de los cuales soy yo. Yo, yo que os hablo; yo sano, a vosotros enfermos; yo, que estoy en pie, a vosotros caídos; yo ya seguro, a vosotros sin esperanza. Pues he alcanzado misericordia a fin de que Jesucristo mostrara en mí toda su longanimidad. Soportó mucho tiempo mi enfermedad y de esta forma la hizo desaparecer; como médico bueno toleró con paciencia al demente, me soportó aunque le hería a él y me concedió el ser herido en favor suyo. Mostró, dijo, toda su longanimidad en mí, para instrucción de quienes han de creer en él para la vida eterna».

5. No perdáis, pues, la esperanza. Si estáis enfermos, acercaos a él y recibid la curación; si estáis ciegos, acercaos a él y sed iluminados. Los que estáis sanos, dadle gracias, y los que estáis enfermos corred a él para que os sane; decid todos: Venid, adorémosle, postrémonos ante él y lloremos en presencia del Señor, que nos hizo no sólo hombres, sino también hombres salvados. Pues si él nos hizo hombres y la salvación, en cambio, fue obra nuestra, algo hicimos nosotros mejor que él. En efecto, mejor es un hombre salvado que un cualquiera. Si, pues, Dios te hizo hombre y tú te hiciste bueno, tu obra es superior. No te pongas por encima de Dios; sométete a él, adórale, póstrate ante él, confiesa a quien te hizo, pues nadie re-crea sino quien crea, ni nadie re-hace sino quien hizo. Esto mismo se dice en otro salmo: Él nos hizo y no nosotros mismos. Ciertamente, cuando él te hizo nada podías hacer tú; pero ahora que ya existes, también tú puedes hacer algo: correr hacia el médico, que está en todas partes, e implorarle. Y para que le implores, ha despertado tu corazón; don suyo es el que puedas implorarle: Dios es, dice, quien obra en nosotros el querer y el obrar según la buena voluntad, pues para que tuvieras buena voluntad, te precedió su llamada. Clama: Dios mío; su misericordia me prevendrá. Su misericordia te previene para que existas, sientas, escuches y consientas. Te previene en todo; prevén también tú en algo su ira. « ¿En qué, dices, en qué?» Confiesa que todo el bien que tienes procede de Dios y de ti todo el mal. No le desprecies alabándote a ti en tus bienes, ni le acuses en tus males excusándote a ti: en esto consiste la auténtica confesión. El que con tantos bienes te previene, vendrá a ti e inspeccionará sus dones y tus males; examinará el uso que has hecho de sus bienes. Por tanto, dado que él te previene con todos estos dones, ve en qué puedes tú prevenir al que ha de llegar; escucha el salmo: Prevengamos su rostro con la confesión. Prevengamos su rostro: antes de que venga, hagámosle propicio; aplaquémosle antes de que se haga presente. Tienes, en efecto, un sacerdote a través del cual puedes aplacar a tu Dios: el mismo que con relación a ti es Dios con el Padre, es hombre por ti. Así, previniendo su rostro en la confesión, exultarás de gozo con los salmos. Exulta con el salmo: previniendo su rostro con la confesión, acúsate; exultando con las palabras del salmo, alábale. Acusándote a ti y alabando a quien te hizo, cuando venga quien murió por ti, te vivificará.

6. Retened esto y perseverad en ello. Que nadie cambie; que nadie sea leproso. La doctrina inconstante, que cambia de color, simboliza la lepra de la mente; también ésta la limpia Cristo. Quizá pensaste distintamente en algún punto, reflexionaste y cambiaste para mejor tu opinión, y de este modo lo que era variado pasó a ser de un único color. No te lo atribuyas, no sea que te halles entre los nueve que no le dieron las gracias. Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; él, extranjero, y simbolizaba a los pueblos extraños; aquel número entregó a Cristo el diezmo. A él, por tanto, le debemos la existencia, la vida y la inteligencia; a él debemos el ser hombres, el haber vivido bien y el haber entendido con rectitud. Nuestro no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Así, pues, vosotros, sobre todo quienes entendéis lo que oís: que es preciso curarse de la enfermedad, elevad a lo alto vuestro corazón purificado de la variedad y dad gracias a Dios.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 176, 1-6, BAC Madrid 1983, 717-24)

 

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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La virtud del agradecimiento

Nos relata el evangelio el milagro que Cristo realizara en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación. En concordancia con el evangelio, la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, nos trajo el recuerdo de otro milagro semejante, el del sirio Naamán, también él leproso, también él extranjero, que se vio libre de su mácula, sumergiéndose en las aguas del Jordán.

Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio, enfermos realmente dignos de lástima, todos nosotros tenemos algo de leprosos, todos nosotros debemos repetir cada día, y lo decimos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.

Los beneficios de Dios

Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Buena es hoy la ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios. Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Verbo, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina,- la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de atañernos personalmente.

“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular, me tuvo presente, me curó en los leprosos, cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní, clavado en la cruz se ofreció por mí de manera personal, al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza pensó concretamente en el agua de mi bautismo (así como en el Antiguo Testamento, cuando Naamán se bañaba en las aguas del Jordán estaba preanunciado el bautismo cristiano), pensó en el agua de mi bautismo y en la sangre de mi Eucaristía. A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales: la familia que nos dio, esta patria generosa que nos regaló, las cualidades peculiares con que nos dotó… Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.

Generosidad suya es que, siendo pecadores, hayamos sido llamados a recibir la justificación; generosidad suya es que, una vez rehabilitados, nos haya sostenido con su poder para perseverar hasta el fin; generosidad suya será que este mismo cuerpo que hoy es tan precario, resucite un día; generosidad suya, que seamos coronados después de la resurrección; generosidad suya será que en el cielo podamos alabarlo sin desfallecer. Si queremos practicar la gratitud con Dios, hagamos cada tanto un recorrido de la lista de los beneficios que de Él hemos recibido, beneficios de creación, de redención, de dones particulares. Nunca olvidarnos, nunca perder la memoria. Estamos en la casa del Señor, en su santa Iglesia. Recordemos dónde yacíamos, de dónde se nos ha recobrado, de nuestra lepra original. Dios nos buscaba aun cuando nosotros le habíamos vuelto las espaldas.

La gratitud

De los diez leprosos, nueve no supieron agradecer. No hay cosa peor que la ingratitud. Escribe Chesterton que el ateo mide su abismo cuando siente que tiene que dar gracias por algo y no sabe a quién dirigirse. Nosotros sabemos a quién, pero con facilidad dejamos de hacerlo. “Se hartaron en sus pastos, dice el Señor por boca de Oseas, y por eso me olvidaron”. Dios nos da el pasto, nosotros lo aprovechamos pero olvidamos al benefactor. Para pedir somos fáciles; no tanto para dar gracias. Pero la petición del que no sabe agradecer mueve poco el corazón de Dios. “La esperanza del ingrato se derrite como el hielo”, dice la Escritura. Somos capaces de organizar grandes actos, aun públicos, para pedir favores. Pocas veces se organizan actos de agradecimiento. “Los restantes, ¿dónde están?”, preguntó Jesús al leproso agradecido. Qué desproporción: de nueve a uno; es la desproporción misma de nuestras ingratitudes.

Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto. San Pablo nos lo recomendó de manera reiterada: “Todo cuanto hacéis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él”; “ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”; “porque todo lo que Dios ha creado es bueno y nada es despreciable si se lo recibe con acción de gracias”. Hagamos de nuestros días una acción de gracias ininterrumpida. Cuando Dios nos obsequia, cuando nos consuela, cuando nos prueba, e incluso cuando nos niega lo que le pedimos, aun entonces, digamos con el Apóstol: “Doy continuas gracias por todas las cosas a Dios nuestro Padre por nuestro Señor Jesucristo”.

Dios nos ofrece sus dones. Y nosotros no tenemos otra cosa que devolverle que nuestras gracias, el reconocimiento de sus propios dones. Con no disimulada ironía decía San Agustín: “Devuélvele algo de lo tuyo, si puedes; pero no, no lo hagas, no devuelvas nada tuyo; Dios no lo quiere. Si devolvieses algo de lo tuyo, devolverías sólo pecados. Todo lo que tienes lo has recibido de Él; lo único tuyo es el pecado. No quiere que le des nada tuyo, quiere lo que es suyo. Si devuelves al Señor las semillas de tu tierra le devolverás lo que Él sembró, si le das espinas le ofreces cosa tuya”. No nos queda, pues, sino darle gracias por sus gracias, alabarlo por sus dones. A Dios le agrada que lo alabemos, no para ensalzarse Él, sino para que aprovechemos nosotros. Lo que recoge no es para sí, sino para ti. Y además, dando gracias por los dones que recibes, te harás digno de mayores beneficios.

Aprendamos entonces a dar gracias. No siempre es fácil, ya que supone salir de nuestro egoísmo, de nuestra oración interesada. Pongámonos para ello en la escuela de la liturgia. Allí se nos enseñará a orar como la Santísima Virgen: “Mi alma engrandece al Señor”; allí se nos enseñará a aclamar con desinterés: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”; allí se nos enseñará a decir: “Por tu inmensa gloria te damos gracias”; no sólo por tus favores, sino por lo que eres en ti mismo, porque eres grande, porque eres glorioso. El entero Sacrificio de la Misa es una sublime acción de gracias, una elevada contemplación admirativa. Uno de los textos que como sacerdote más me conmovían cuando celebraba mis primeras Misas es el que se decía antes de comulgar la Sangre de Cristo: “¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado? Tomaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor”.

Pronto nos acercaremos a recibir esa Sangre de Jesús. Recordémosle entonces aquello que Dios profetizara por boca de Isaías: “Los que hagan la cosecha comerán, alabando al Señor; los que hagan la vendimia beberán el vino en los atrios de mi santuario”. Hoy se cumple esa promesa en la cosecha del Cuerpo de Cristo y en la vendimia de su Sangre. Que nunca olvidemos sus favores. Que permanezcamos siempre en acción de gracias para que toda nuestra vida no sea sino un permanente himno de alabanza, una eucaristía duradera. Él ha venido a la tierra para glorificar a su Padre en nombre de toda la humanidad; que continúe en nuestro interior esa eucaristía, para que cada vez nos hagamos dignos de mayores dones, y así, debidamente ejercitados durante nuestra vida terrena en la alabanza, podamos un día incorporarnos al coro de los ángeles en el ininterrumpido Sanctus de la eternidad. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Tal será el fin sin fin.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 280-285.

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Aplicación: Benedicto XVI - Dos grados de curación

Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.

Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.

Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios.
Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!

Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una “impureza contagiosa” que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.

Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz.
(Ángelus del Papa Benedicto XVI el día domingo 14 de octubre de 2007)

 
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Aplicación: San Claudio de la Colombière - “Se echó rostro en tierra, a los pies de Jesús, dándole gracias”

La meditación sobre el amor de Dios, me ha impresionado fuertemente considerando los bienes que recibo de Dios desde el primer momento de mi vida hasta hoy. ¡Cuánta bondad! ¡Cuánto desvelo! ¡Cuánta providencia para el cuerpo y para el alma! ¡Cuánta paciencia! ¡Cuánta dulzura!... Me parece que Dios me ha hecho penetrar y ver claramente esta verdad: primero, que él está en todas las criaturas; segundo, que todo lo que hay de bueno en ellas es él; tercero, que es él quien nos hace todo el bien que de ellas recibimos. Y me parece ver a este rey de gloria y majestad dedicado a calentar nuestras vestiduras, a refrescarnos con el aire, a alimentarnos con la comida, a alegrarnos con los sonidos y en los objetos agradables, a producir en mí todos los movimientos necesarios para vivir y actuar. ¡Qué maravilla!

¡Quién soy yo, oh Dios mío, para ser así servido por vos, en todo momento, con tanta asiduidad y en todas las cosas con tanto mimo y tanto amor! Y hace lo mismo con todas las demás criaturas; mas todo eso por mi, igual que un intendente celoso y vigilante que hace trabajar en todos los rincones del reino para su rey. Lo que es más admirable es que Dios hace esto mismo con todos los hombres, aunque nadie piense en ello, si no es alguna alma escogida, alguna alma santa. Es preciso que, al menos yo, piense en ello y sea agradecido.

Me imagino que, así como Dios quiere que el fin último de todos sus actos sea su gloria, así también hace todas estas cosas principalmente por amor de aquellos que piensan en ello y admiran así su bondad, le quedan reconocidos, y de ahí nace la ocasión para amarle: los demás reciben los mismos bienes como por casualidad o por suerte… Dios nos da incesantemente el ser, la vida, las acciones de todo cuanto en el universo hay creado.

Esta es su ocupación en la naturaleza; la nuestra debe ser la de recibir sin cesar lo que nos envía de todas partes y devolvérselo con acción de gracias, alabándole y reconociendo que él es el autor de todas las cosas. He prometido a Dios de hacer cuanto esté de mi parte.
(San Claudio de la Colombière (1641-1682), jesuita, Retiro de 1674, cuarta semana)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El agradecimiento Lc 17, 11-19

El leproso que vuelve a agradecer a Jesús la curación venía por el camino glorificando a Dios.
Debemos glorificar a Dios por sí mismo y por todos los medios que nos da para alcanzar la salud. Especialmente hay que glorificar a Dios por su enviado Jesús, autor de nuestra Salud.
En la primera lectura se nos narra que Naamán, el sirio, glorificó al Dios verdadero por causa de su enviado Eliseo que le dio el remedio a su lepra.
En el Evangelio el samaritano glorifica a Dios por Jesús.
Glorifican a Dios por su bondad. Están agradecidos ambos por la bondad de Dios que los ha curado.
La curación de la enfermedad es un beneficio que procede de la bondad de Dios y hay que agradecerlo. ¿Cómo agradecerlo? Viviendo en adelante como Dios quiere y cuidándonos para no caer nuevamente en la enfermedad.
La salud física es un don que hay que agradecer y mucho más la salud espiritual. ¡Qué poco agradecemos la misericordia de Dios en nuestra vida! ¡Qué poco gozamos su gracia! Nos acostumbramos a la gracia y recién nos damos cuenta de su valor cuando la perdemos.

Si valoramos la gracia y la felicidad que ella nos trae necesariamente la vamos a valorar en los demás y agradeceremos las gracias que nuestros hermanos reciben de Dios.
El agradecimiento dispone nuestra alma para nuevas gracias porque el Señor se complace en los agradecidos como escuchamos en el Evangelio. El leproso vino a agradecer su salud física y Jesús le concedió la salud espiritual también.

El agradecimiento es un signo de humildad. Van juntas en el Evangelio la glorificación de Dios, la postración y la acción de gracias. La glorificación de Dios es un deber que tenemos si somos siervos veraces. Es el reconocimiento externo de los beneficios que nos ha dado y principalmente el de nuestra existencia.

Los judíos por ser hijos, por ser del pueblo elegido, se creían con el derecho a recibir los beneficios de Dios y por eso no los agradecían. Es cierto que sobre los elegidos Dios tiene una providencia especial pero de allí a creerse con derechos ante Dios es tergiversar la realidad.

Dios es infinitamente libre y da sus dones a los que quiere. Bendice al que quiere. Él es infinitamente soberano para elegir al que quiera y nosotros no tenemos derecho de reclamar nada. ¿Cuándo se ha visto que la arcilla diga al alfarero cómo la debe formar? Dios es el Señor. Nosotros somos creaturas. Dios no necesita nada ni necesita de nadie porque Él es “el que es”, lo es todo. Dios no se ve obligado a actuar por ningún condicionamiento.

Lo que paso con Naamán, lo que pasó con los leprosos pasó contrariamente en Nazaret cuando Jesús visitó su patria. Se creían con derecho a reclamarle signos. Y Jesús no los hizo. ¿Por qué? Por su incredulidad. De hecho en aquella ocasión puso como ejemplo de beneficiarios de su bondad a Naamán, sirio, y a la viuda de Sarepta. Dos extranjeros, dos paganos.
Para hacerse beneficiario de la bondad de Dios hay que creer que Dios puede hacernos el beneficio que le pedimos. Dios o su representante. En el Evangelio, Jesús.

¿Cómo a Yahveh podré pagar
todo el bien que me ha hecho?

La copa de salvación levantaré,
e invocaré el nombre de Yahveh.

Cumpliré mis votos a Yahveh,
¡sí, en presencia de todo su pueblo!

Así lo hizo David, también Naamán que rebosante de salud invocaba únicamente a Yahvé después de ser curado.
Tengo que agradecer mi Salud glorificando a Dios con las palabras pero sobre todo con las obras. El leproso glorificaba a Dios por el camino pero también puso por obra el reconocimiento de sus labios al postrarse ante Jesús y agradecerle.

La mejor manera de agradecer es con las obras porque estas manifiestan el amor al benefactor. Porque debemos amar a nuestros benefactores. Las palabras son importantes pero más las obras. Las obras hablan mejor que las palabras y son un agradecimiento más auténtico. En las palabras pueden resbalar fácilmente otros intereses que llevan a pronunciar palabras mendaces.

La prontitud en el agradecimiento también tiene sus ventajas.
Primero, que no tenemos por qué dilatar algo bueno y que es una obligación moral, más bien, un acto de amor.

Segundo, porque dilatar el agradecimiento nos puede llevar a olvidarnos de dar gracias.

Tercero, porque el amor que no se obra se enfría. Y las obras de amor que nos proponemos en correspondencia a los beneficios divinos prontamente nos pueden llevar a no ponerlas nunca por obra y dejar pasar, en consecuencia, una buena oportunidad para crecer en el amor a Dios.

Y si no somos agradecidos con Dios probablemente no lo seamos con el prójimo. Porque así como no podemos decir que amamos a Dios sino amamos a nuestros hermanos lo mismo ocurre con el agradecimiento.

Y ese sentirnos con derecho nos hace olvidar muchas veces el agradecimiento. Tenemos que agradecer efectivamente a nuestros bienhechores principalmente rezando por ellos y brindándoles todos los beneficios espirituales y humanos que estén a nuestro alcance.

San Ignacio de Loyola nos presenta en sus Ejercicios una contemplación “para alcanzar amor”. Y para hacer brotar el amor en el alma le hace recordar todos los beneficios que ha recibido de su principal bienhechor que es Dios.

Recordar los beneficios recibidos nos hace reconocerlos, es decir, actualizar las cosas buenas que nos ha dado Dios y también los hombres.

Hay muchos beneficios que reconocemos haberlos recibido de Dios pero hay otros que nos ha concedido y que no reconocemos. Algunos porque no nos parecen beneficios siéndolos: cruces, desolaciones, sufrimientos, molestias; otros que nosotros no llegamos a alcanzar pero que la providencia de Dios nos hace y que conoceremos únicamente en el cielo. Algunos de ellos que llegan al corazón por ejemplo la paciencia que el Señor nos tiene por nuestros pecados, también la paciencia para esperarnos a que nos volvamos sinceramente a Él y también por lo tardo que somos para reconocer su amor.

“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único”. Dios nos ama aunque somos indignos, nos ama aunque somos pecadores. Y la mayor prueba de su amor la dio muriendo en la cruz por nosotros siendo aún pecadores. También nos amó quedándose en la Eucaristía.

Y cuando hemos reconocido cuanto ha manifestado Dios su amor para con nosotros a través de sus beneficios hay que recompensar de algún modo al bienhechor que es lo propio de la gratitud. San Ignacio dice que el mejor agradecimiento es dar de lo poco o mucho que uno tiene al bienhechor.

Dios quiere que le devolvamos amor por amor. Es el mejor agradecimiento. Y el amor está más en las obras que en las palabras.

Y la mejor manera de manifestar nuestro amor a Dios es cumpliendo su voluntad.

¿Qué implica cumplir su voluntad? Glorificarlo reconociéndolo Señor, agradecerle por nuestra Salud y humillarse cumpliendo su Palabra. Es lo que hizo el leproso cuando llegó ante Jesús.

¿Qué le podemos entregar a Dios por sus beneficios? Todo. ¿Podríamos dejar de entregarle algo y dejarlo para nosotros si todo lo que somos y tenemos nos lo ha dado Él? San Ignacio pone un hermoso ofrecimiento que es la respuesta agradecida a tantos bienes recibidos por Dios:

Toma, Señor y recibe, toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y mi voluntad, todo lo que soy y tengo. Tú me lo diste, a Ti, Señor lo devuelto, todo es tuyo, disponlo según tu voluntad. Dame tu amor y tu gracia que estas me bastan.

Sal 116, 12-14
Ejercicios Espirituales nº 230-237
Jn 3, 16
Ejercicios Espirituales nº 231
Ibíd.
Ejercicios Espirituales nº 234

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Directorio Homilético: Vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario


CEC 1503-1505, 2616: Cristo, el médico
CEC 543-550, 1151: los signos del Reino de Dios
CEC 224, 2637-2638: la acción de gracias
CEC 1010: el sentido cristiano de la muerte

Cristo, médico

1503 La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (cf Mt 4,24) son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su pueblo" (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús
no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: "Estuve enfermo y me visitasteis" (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.

1504 A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (cf Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos (cf Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (cf Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (cf Mc 1,41; 3,10; 6,56) "pues salía de él una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa "tocándonos" para sanarnos.

1505 Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora.

Jesús escucha la oración

2616 La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: "¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!" (Mt 9, 27) o "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: "¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!" Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: "Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!".

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: "Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis" ("Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros", Sal 85, 1; cf IGLH 7).

El anuncio del Reino de Dios

543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:

La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).

544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).

546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino(cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).


Los signos del Reino de Dios

547 Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23).

548 Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).

549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

550 La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").

1151 Signos asumidos por Cristo. En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la Creación para dar a conocer los misterios el Reino de Dios (cf. Lc 8,10). Realiza sus curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos (cf Jn 9,6; Mc 7,33-35; 8,22-25). Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza, sobre todo al Exodo y a la Pascua (cf Lc 9,31; 22,7-20), porque él mismo es el sentido de todos esos signos.

224 Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Unico, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4,7). "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 116,12).

IV LA ORACION DE ACCION DE GRACIAS

2637 La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.

2638 Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de San Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. "En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros" (1 Ts 5, 18). "Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias" (Col 4, 2).

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Ejemplos

San Francisco

Somos desagradecidos

Agradecido

Gratitud, hay que expresarla

Gratitud, es necesaria la . . .ante Dios

Agradecido
La virtud del agradecimiento es una de las virtudes más olvidadas. Cuesta caer en la cuenta. Vivimos confortablemente y no pensamos en los sudores de los que prepararon los materiales y construyeron la casa. Saboreamos los alimentos, y nos olvidamos de los que sembraron y segaron, de los que plantaron y regaron. Vemos un jubilado y nos olvidamos de lo que trabajó. "Nadie da gracias al cauce seco del río por su pasado".

Un anciano estaba plantando mangos en su jardín. Un vecino le preguntó: "¿Qué haces? ¿Esperas llegar a comer mangos de esos árboles?". "No, no pienso vivir tanto. Pero otros lo harán. Se me ocurrió el otro día que toda mi vida he disfrutado comiendo mangos plantados por otras personas, y así les muestro mi gratitud. En mi larga vida he recibido muchas cosas de los demás. Es justo que contribuya a que otros reciban algo de mí".

Gratitud, hay que expresarla
Un niño enfermo tenia muchos dolores. Su mamá le dijo: "Vamos a rezar juntos para que Dios te quite los dolores: "Por fin amainan los dolores y la mamá cansada se queda a descansar en el sillón. De repente el niño la llama y le dice: "Mamá, le hemos pedido que Dios me aquiete los dolores. Ahora hay que darles las gracias por habérmelas quitado".

Gratitud, es necesaria la . . .ante Dios
La víspera de un sábado el Rabí Baruc deambulaba en la casa y como de costumbre dio el saludo de la paz al ángel de la paz y luego la oración: "Reconozco mi deuda de gratitud ante Ti, Señor mi Dios y Dios de mis padres, por todos los beneficios que he recibido y que me concederás también en el futuro." Se interrumpió y dijo: ¿"Por qué agradecer ahora por lo del futuro? Cada vez cuando reciba la gracia daré gracias". Enseguida se contestó a sí mismo: "De repente me concederás un beneficio y no seré capaz de darte las gracias como corresponde por eso debe hacerlo ahora". Y comenzó a llorar. Su discípulo Rabí Moshe que había estado en un rincón sin ver visto se acercó y le dijo: "¿Porqué llora? La pregunta fue buena y la respuesta también". Rabí Baruc confesó: "He llorado porque pensaba: ¿Qué pecado cometeré para no ser capaz de dar gracias a Dios?"

(Cortesía: iveargentina.org et alii)Volver Arriba


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