Domingo 25 del Tiempo Ordinario C - 'No pueden servir a Dios y al dinero' - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Hijos de este mundo (Lc.16,1 – 17,10)
Comentario Teológico a la 1era Lectura: A Gil Modrego - Codiciosos y
explotadores
Comentario Teológico a la 2a Lectura: J. M. Vernet - La oración universal
Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - Uso del dinero
Santos Padres: San Ambrosio - El servidor infiel (Lc 16,1-13)
Aplicación: P. Leonardo Castellani - El administrador pícaro (Lc.16, 1-13)
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - No se puede servir a Dios y al dinero
Aplicación:
Benedicto XVI - No podéis servir a Dios y al dinero
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo I
Exégesis: Alois Stöger - Hijos de este mundo (Lc.16,1 – 17,10)
El pecado no impide salvarse, supuesto que se efectúe la conversión ¿Cuáles
son, pues, los obstáculos para salvarse? Esta sección parece dar la
respuesta a esta pregunta. Se divide en dos subsecciones de análoga
estructura: 16,1-18 y 16,19-17,10. Cada subsección comienza con un relato
seguido de aplicaciones. La primera subsección se cierra con palabras
dirigidas a los fariseos, que exigen un cumplimiento radical de la ley
(16,14-18); la segunda termina con palabras dirigidas a los apóstoles
relativas a la fe (17,5-10). El primero de los dos relatos muestra cómo
puede el hombre servirse de sus bienes para la salvación, la segunda muestra
cómo con los mismos puede acarrearse la ruina. En cada uno de los dos
aparecen tres figuras. En la primera el terrateniente, el administrador y
los deudores; en la segunda el rico, el pobre y Abraham. En la primera, el
administrador da, y de esta manera se prepara un porvenir; en la segunda, el
rico no da, y así se acarrea la ruina.
La propiedad y el hecho de tomar esposa impidieron a los invitados acudir al
gran banquete a la hora señalada. El seguimiento radical de Jesús es
renuncia a la propiedad y a la familia (14,25-34). Sin embargo, no a todos
se exige este seguimiento radical. De todos modos, sin renunciar a algo es
imposible ser verdadero discípulo de Cristo. Esta nueva sección doctrinal
puede llevar por título: Hijos de este mundo (16,8), ya que se trata de la
cuestión: ¿Cómo puede el discípulo de Jesús -cuyos pensamientos deben estar
en lo alto, donde reina Cristo (Col_3:1)- defenderse contra los asaltos del
mundo, que quiere apartarlo totalmente? «Todo lo que hay en el mundo -los
deseos de la carne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia (la
ilusión de creer que toda salvación depende solamente del hombre) no
proviene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn_2:16). A estas tres
cosas se opone el orden en la administración de los propios bienes (los dos
relatos con sus aplicaciones), la nueva ordenación de la ley del matrimonio
(Lc.16:18), la humildad (Lc.17:10). Una composición análoga se halla también
en Mateo (Mt.19:2-20). Allí tenemos el mismo problema, la misma manera de
tratarlo y la misma conclusión: La salvación es don de Dios, al que el
hombre no tiene derecho alguno, aun cuando haya cumplido con lo exterior; en
ambos casos se emplea diferente material de tradición.
a) El administrador infiel (Lc/16/01-13)
1a Decía también a los discípulos:…
En presencia de los fariseos y de los escribas (Lc.15:2) se habla del gozo
de Dios por el retorno y conversión de los pecadores. Los publicanos y los
pecadores oyen esta buena nueva. Están presentes también muchos que marchan
con Jesús. Ahora se dirige Jesús a los discípulos, a los que están resueltos
a aceptar su palabra y a seguirla. También éstos tienen necesidad de
instrucción que les ponga en claro lo que es necesario para alcanzar la
gloria que se halla al final de la marcha.
1b Había un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue
denunciado ante su dueño como malversador de sus bienes. 2 Lo llamó, pues, y
le dijo: ¿Qué es lo que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu gestión,
porque ya no podrás seguir administrando mis bienes.
El rico es terrateniente, probablemente extranjero. Explota sus bienes por
medio de un administrador nativo, que está autorizado a obrar con gran
margen de autonomía, pero que tiene que rendir cuentas al dueño. A este
administrador lo han denunciado -con razón o sin ella- ante su señor como
malversador de sus bienes. Para el señor es esta denuncia más que razón
suficiente para pedirle cuentas al administrador. Hay que entregar
documentos, recibos, facturas, pues entonces no se conocía una contabilidad
en regla. Al mismo tiempo se notifica su cese al administrador. La pregunta
que le dirige el dueño da claramente a entender que está muy disgustado y
que ha decidido despedirlo. Al administrador se le presenta una situación
nada halagüeña.
3 El administrador dijo entonces para sí: ¿Qué voy u hacer, ahora que mi
señor me quita la administración? Para cavar, ya no tengo fuerzas; pedir
limosna, me da vergüenza. 4 Ya sé lo que tengo que hacer, para que, cuando
quede destituido de la administración, las gentes me reciban en sus casas.
El diálogo que entabla el administrador consigo mismo revela el apuro en que
se halla. Ha perdido el buen nombre. No puede ni pensar en «una buena
colocación». Para trabajos pesados le faltan ya las fuerzas, el decoro no le
permite mendigar. Se pone a considerar como el que quería construir la torre
y como el rey amenazado por una guerra. Decide «perdonar», y así le darán
buen trato a él. ¿Qué hay que hacer para asegurarse el porvenir? La gran
cuestión en la peregrinación de la vida.
Al administrador no le atormentan escrúpulos de conciencia. Todavía tiene en
la mano la posibilidad de crearse amigos que le queden obligados, que le
ofrezcan albergue. Todavía es administrador, que puede negociar con lo que
se le había confiado. Sólo le preocupa salvar su existencia futura.
No pierde un minuto; el momento crítico impone una acción rápida. La
proclamación del tiempo final pone el sello a la parábola.
5 Y llamando uno por uno a los deudores de su señor, preguntó al
primero: ¿Cuánto debes a mi señor? 6 éste contestó: Cien medidas de aceite.
Entonces le dijo él: Pues toma tu recibo, siéntate ahí y escribe en seguida
que son cincuenta. 7 Después preguntó a otro: Y tú, ¿cuánto debes? éste
contestó: Cien medidas de trigo. él le dice: Toma tu recibo y escribe que
son ochenta.
Los deudores son mayoristas, que tienen facturas atrasadas. En la parábola
sólo se presenta a dos deudores. El trigo y el aceite eran los principales
productos de la tierra en Palestina. Cien medidas (bat, en el texto
original) de aceite eran la cosecha de 140-160 olivos, una cantidad de unos
365 litros. Cien medidas (cor) de trigo se pueden cosechar poco más o menos
en 42 hectáreas de tierra, es decir, unos 360 hectolitros. Al primero le
rebaja el administrador el 50% de la deuda, al segundo el 20%. En cuanto al
valor, la suma es bastante parecida, unos 500 denarios. El denario de plata
era el jornal ordinario de un trabajador del campo (Mat_20:2-13). El estilo
narrativo oriental tiene preferencia por los grandes números. Dado que el
administrador quiere asegurarse un largo porvenir, no puede contentarse con
poco, tiene que atreverse a mucho.
8 Y alabó el señor al administrador infiel, por haber obrado con tanta
sensatez. Pues los hijos de este mundo son más sensatos en el trato con los
suyos que los hijos de la luz.
¿Quién es el señor que alaba al administrador? ¿El terrateniente? ¿Será éste
tan poco egoísta, será capaz de tanto humorismo que se permita alabar la
sagacidad del administrador infiel? El señor es Jesús (7,6; 11,39). Ahora
bien, ¿cómo puede Jesús alabar por su sagacidad a este estafador tan
redomado y tan ladino? La narración no es una historia, sino una parábola,
¿Dónde está su quid, su moraleja?
El objeto de la alabanza no es la taimada pillería y la desvergüenza del
estafador, sino la audacia y la resolución con que se saca partido del
presente con vistas al futuro; no lo es el fraude en cuanto tal, sino la
ponderada previsión para el futuro, mientras todavía hay tiempo. Al
administrador se le llama administrador «infiel», administrador fraudulento,
injusto, sin conciencia. Las parábolas tratan de despertar la atención, de
forzar a plantearse problemas.
Es sensato el discípulo que cuenta con que el Señor ha de venir y ha de
pedir cuentas (12,42-46), el que no vive sencillamente al día, sino que
conoce el imperativo del momento, el que procede con valor y decisión a fin
de poder triunfar al fin, el que perdona a fin de poderse asegurar el
porvenir. La parábola es un llamamiento escatológico: sé prevenido, y en
esta última hora piensa en tu futuro de1 tiempo final.
Como una acusación suenan las palabras de Jesús cuando declara: Los hijos de
este mundo son más sensatos que los hijos de la luz. «Este mundo» está bajo
la influencia y el dominio de Satán, príncipe (Jua_12:31) y dios de este
mundo (2Co_4:4). Los hijos de este mundo sólo se dejan guiar por los
principios y los intereses de los hombres distanciados de Dios. No se
preocupan de Dios y de su voluntad, ni de sus promesas y amenazas para el
futuro. Para ellos la vida no tiene más objeto que este mundo. Se ponen bajo
el influjo de Satán y constituyen su séquito y su reino. En cambio, los
hijos de la luz se dejan guiar por la luz en su modo de pensar y de obrar.
«Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz»
(Jua_12:36). Luz es Dios (1Jn_1:5), luz es Cristo (Jua_8:12), luz es la
gloria de Dios (Mat_17:2). Los cristianos son hijos de la luz. «Todos
vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de
las tinieblas» (1Te_5:5). «En otro tiempo erais tinieblas; mas ahora, luz en
el Señor» (Ef S,8). El administrador infiel es un hijo de este mundo. Se
deja guiar por el cuidado de su existencia terrena. Con valor, con
resolución y sin escrúpulos aprovecha lo que le puede proporcionar ventaja
para su vida de la tierra. Los hijos de la luz tienen ojos que ven lo que es
la vida, el hombre, el mundo delante de Dios. En la fe en la palabra de Dios
reconocen el mundo futuro que se descubre tras el presente, el reino de Dios
con todas sus promesas, la vida eterna. En cambio, los hijos de la luz,
comparados con los hijos de este mundo, son irresolutos y flojos en su
acción cuando se trata de cuidar de su espléndido futuro. Jesús tiene razón
de quejarse. No en todos los sentidos son los hijos de este mundo más
sensatos que los hijos de la luz. Son más sensatos… en el trato con los
suyos, con la generación que es la suya, en la esfera de los asuntos de la
tierra, en la vida económica y de los negocios, dondequiera que se trate de
procurarse una vida vivible. En una cosa no son sagaces: su mirada no se
extiende más allá de lo de la tierra, no reconocen el mundo futuro. Sagaz,
tal como lo entiende Cristo, sólo es aquel que no se sumerge de tal modo en
la existencia terrena que olvide que se acerca el reino de Dios. Es sagaz
«el criado a quien su señor, al volver, lo encuentra haciendo así» (es
decir, dedicado fielmente a su servicio) (1Te_12:42 ss).
9 Y yo os digo: mediante el Mamón injusto procuraos amigos, para que,
cuando éste deje de existir, os reciban en las tiendas eternas.
El administrador infiel se aprovecha de los bienes que administra para
hacerse amigos que se interesen por él cuando ya no pueda ser administrador.
El discípulo de Cristo debe también, como el administrador, procurar, con
sus bienes, ganar amigos que intervengan en su favor a la hora de la muerte,
en la cual los bienes de la tierra pierden su valor (Lc.12:20). Gana amigos,
con sus bienes, el que los emplea para hacer limosnas. «Vended vuestros
bienes para darlos en limosna. Haceos de bolsas que no se desgastan, de un
tesoro inagotable en los cielos, donde no hay ladrón que se acerque ni
polilla que corroa» (Lc.12:33). Las limosnas y las obras de caridad son
intercesores cerca de Dios, hacen al hombre digno de ver la faz de Dios y
dan participación en el mundo futuro. Así se pensaba en el pueblo de Jesús.
La riqueza se llama Mammón («lo que es seguro y da seguridad») (…). Los
hombres creen que con el dinero y los bienes pueden asegurar su existencia
(Lc.12:15 s). Pero la riqueza no cumple lo que promete. Jesús la llama
«Mamón injusto» también (Lc.16:11). Con frecuencia su adquisición y su
empleo van acompañados de injusticia. «Entre el comprar y el vender se
incrusta el pecado» (Eco_27:2). Para adquirir las posesiones y para
aumentarlas se perjudica al otro. El que confía en las posesiones se hace su
esclavo y no puede ya servir a Dios (Mat_6:24), incurre en «injusticia», en
pecado.
Dios recibe en las tiendas o tabernáculos eternos a los que practican el
bien. «En casa del Padre celestial hay muchas moradas» (Jua_14:2). Cuando
habla Jesús de la vida del más allá se expresa con frecuencia en el lenguaje
de su ambiente, en el que también se decía: «Vi otra visión: las moradas de
los justos y los lugares de reposo de los santos. Aquí vi yo con mis propios
ojos sus moradas con sus ángeles justos y sus lugares de reposo con los
santos, y éstos imploraban, intercedían y oraban por los hombres» (Henoc
39,4s).
10 El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y el que es
infiel en lo poco, también lo es en lo mucho. 11 Si, pues, no habéis sido
fieles en el Mamón injusto, ¿quién os confiará el verdadero bien? 12 Y si no
habéis sido fieles en lo ajeno, ¿quién os dará lo nuestro?
Al administrador se le exige que sea fiel (1Sa_12:42; 1Co_4:2). El
administrador de la parábola no era fiel, sino injusto. Despilfarró los
bienes que le había confiado su señor y los utilizó para sus propios fines
con perjuicio de su dueño. El Señor no alaba la infidelidad del
administrador, como si tal proceder rufianesco fuera sensato. El que tiene
posesiones no es en todo caso más que administrador, puesto que el
propietario de nuestros bienes es Dios. Los bienes que nos han sido
encomendados deben administrarse fielmente, conforme a la voluntad de Dios.
Los bienes de la tierra no son el don supremo que Dios nos confía. Es
solamente lo poco, no mucho. Mucho es lo auténtico, en lo que podemos
basarnos y apoyarnos, lo venidero, la participación en el reino de Dios, la
vida nueva, eterna. Los bienes de la tierra son sólo poco; no pueden
asegurar verdaderamente la vida. No pueden impedir la muerte (12,22-31), ni
siquiera añadir lo más insignificante a la duración de la vida y a la
estatura (12,25). Sólo al que sabe administrar debidamente lo poco, se le
confía lo mucho. Si no sois fieles en lo pequeño, ¿quién os dará lo grande?
(cf. Mat_25:21). Dios da los futuros bienes celestiales sólo al que
administra fielmente los bienes de la tierra conforme a su voluntad. El
Mamón es lo ajeno; el reino de Dios, la nueva vida, es lo nuestro.[1]
Nosotros los hombres, que sólo existimos una vez, no confiamos lo nuestro, a
lo que está apegado nuestro corazón, y lo que nos es caro y precioso, a un
hombre que ni siquiera sabe administrar lo extraño, que no tiene profunda
relación con nosotros. Si Dios nos da su reino y participación en su vida,
nos da de lo suyo, en lo que él mismo, para hablar de Dios en términos
humanos, está interesado. El Mamón le es ajeno, no tiene con él ninguna
relación personal. Si nosotros no administramos fielmente lo ajeno, ¿cómo
nos confiará Dios lo nuestro, como él lo llama? Mediante la fidelidad en la
administración de los bienes terrenos se prueba al discípulo, para ver si es
apto para recibir los bienes del mundo futuro.
13 Ningún criado puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno
y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo.
No podéis servir a Dios y a Mamón.
El discurso sobre el reino y el capital se cierra con una palabra de
amonestación. El servicio de Dios y el culto a la riqueza son dos cosas
incompatibles. Dios y las riquezas reclaman al hombre entero. Cada uno por
su lado. Dios quiere ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Mat_10:27). Como muestra la
experiencia, también la riqueza absorbe al hombre entero. Dinero, propiedad,
ganancia encadenan al hombre, absorben sus fuerzas, lo dominan. ¿Cómo se
puede conciliar tal servicio a dos señores, cada uno de los cuales exige
entrega completa? ¿Puede un esclavo servir como esclavo a dos amos? Cada uno
de los dos amos puede a cada momento exigir un servicio total. Nadie es
capaz de prestar tal servicio simultáneo a dos señores. Las palabras de
Jesús tienen por imposible un compromiso doble: servir a Dios y servir a
Mamón; exigen una decisión; servir a Dios o servir a Mamón.
¿Qué elección se ha de hacer, qué decisión se ha de tomar? Dios es una
realidad que no admite concurrencia (competencia). El que se halla ante la
alternativa de decidirse por Dios o por el Mamón, debe decidir entre estas
dos cosas: amar a Dios u odiarlo, despreciarlo o adherirse a él. Ahora bien,
¿quién querrá postergar a Dios, despreciarlo, odiarlo? Las palabras de Jesús
invitan a reflexionar, causan inquietud, quitan la «bienaventuranza» de
poseer. En el poseer hay peligro de que esto quite al hombre la libertad de
seguir la llamada y la palabra de Dios: «Lo que cayó en zarzas son los que
oyeron; pero con las preocupaciones y las riquezas y los placeres de la
vida, se van ahogando y no llegan a madurar» (Lc.8:14).
Lo que Jesús dijo sobre la administración de los bienes y de las posesiones
halla eco y explicación en las palabras de la primera carta a Timoteo: «A
los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean altivos, ni pongan su
esperanza en cosa tan insegura como la riqueza, sino en Dios, que nos provee
de todo espléndidamente para nuestra satisfacción; que practiquen el bien,
que se hagan ricos en buenas obras, que sean generosos, dadivosos,
atesorando así para sí mismos un buen capital para el futuro, hasta lograr
la auténtica vida» (1Ti_6:17 ss).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
[1] Hay manuscritos en que se lee «lo mío», otros
«lo vuestro»; lo mío es lo que pertenece a Jesús y lo que él da, el reino de
Dios (Mat_22:28 s); lo vuestro es también el reino de Dios, la vida eterna,
que verdaderamente nos pertenece a nosotros, cuando Dios nos la da; estos
dones son, en efecto, inamisibles (vida «eterna»).
Comentario Teológico a la 1era Lectura: A Gil Modrego - Codiciosos y
explotadores
Contexto histórico: Amós, de oficio ganadero o granjero, nace en Tecua,
localidad no lejana de Jerusalén. Llamado por Dios a la vocación profética,
desarrolla su ardua misión no en su reino sino en el del Norte, Israel.
En Israel gobernaba por entonces JEROBOAN-II (787-747). Y tanto el reino del
N. con el del S. gozaban de estabilidad política y prosperidad económica: se
restauran las fronteras hasta casi igualar las del imperio davídico, se
promueve el comercio internacional y, con él, florece la economía nacional.
Pero la riqueza no está bien distribuida; las abismales diferencias
económicas provocan intolerables injusticias; los tribunales de justicia son
un puro simulacro en manos del poderoso: "...aceptáis sobornos, atropelláis
a los pobres en el tribunal" (5,12). Sólo se vive por el dinero haciendo
caso omiso de la solidaridad y hermandad (8,4-6).
Y a esta corrompida sociedad le gusta enormemente el culto y, por eso,
multiplica sus sacrificios. Culto sin moral, sacrificios sin contenido
religioso. Por eso el profeta grita: "detesto y rehúso vuestras fiestas...
retirad de mi presencia el barullo de los cantos..." (5,21-23), "marchad a
Betel a pecar, en Guilgal pecad de firme..." (4,4). Para el profeta Amós es
más importante la vida ética que el culto: "que fluya como agua el derecho y
la justicia como arroyo perenne" (5,24).
* Texto: En estos versículos de la lectura litúrgica, Amós dirige un ataque
furibundo contra la codicia humana, contra el afán de lucro. En este texto
se puede ver una acusación (vs. 4-6) y la postura del Señor (v.7).
Acusación contra la codicia de comerciantes sin escrúpulo. Para éstos la
persona o cliente no cuenta en los negocios sino sólo la venta, los
beneficios; el tiempo es oro y no se puede desperdiciar ni siquiera para
rendir culto a Dios. El profeta habla de las fiestas de la luna nueva y del
sábado durante las cuales los tratos y negocios se interrumpían en recuerdo
de la liberación de Egipto y en reconocimiento de que sólo Dios era el dueño
y señor de Palestina (cf. Is/01/13;Is/66/23). Pero los codiciosos no
entienden este lenguaje, para ellos la fiesta es "pérdida de tiempo", solo
ansían el "día de mercado".
Y además de codiciosos son explotadores ya que no tienen reparo alguno en
robar a sus clientes: usan medidas falsas y aumentan el precio según el
mercado (cf. Lv. 19,36;Dt.25,14ss; Pr 11,1). ¡Y pobres de los que no pueden
pagar! por sumas irrisorias, como un par de sandalias, exigen de los jueces
que les entreguen a los desvalidos en calidad de rehenes.
Termina Amós recordándonos en el v.7 que nada pasa inadvertido al Señor: El
pedirá cuentas al que no se comporte solidariamente con el hermano,
especialmente con el más desfavorecido.
* Reflexiones: Mensaje duro el que, un día, Amós dirigió a sus
contemporáneos. Mensaje que no ha perdido actualidad y que hoy también, en
la liturgia dominical nos interpela a nosotros: ¿somos hoy mejores que en
tiempos de Amós? Soñamos con poseer: pisos, coches, videos, ordenadores...
¡Cuantos más bienes mejor! Nadie lo pregona, pero lo vivimos. ¿Qué nos
importan los desharrapados, los parados, los niños del Tercer Mundo, los...?
¡La solidaridad humana es pura monserga! Todos los días intentamos robar
jugando con el sudado dinero del menos favorecido: hipotecas, compraventa de
pisos, minutas de abogados, médicos, jueces... Y ni siquiera me atrevo a
reseñar lo que jugamos con pueblos enteros del Tercer Mundo: ¿es juego
limpio el negocio de la compra de la materia prima? En todos estos juegos
deberíamos apostar fuerte y no estar cacareando hasta la saciedad si somos
de izquierdas o de derechas. ¡No somos nada! ¡Continuamos explotando,
comprando al pobre y desvalido por un par de sandalias! ¿Qué fiesta de
sábado o luna nueva nos atrevemos a celebrar?
(A. GIL MODREGO DABAR 1989/47)
Comentario Teológico a la 2a Lectura: J. M. Vernet - La oración universal
San Pablo es el gran maestro de la vida cristiana. Que ha mostrado como
nadie la riqueza del interior oculto del cristiano. Es el maestro de la
oración y del camino de la fe. El mismo nos dirá hoy que es "anunciador y
apóstol, maestro en la fe y verdad". Y nos da una enseñanza importante.
Nos habla de la oración de intercesión universal. Nos hace salir de nuestra
pequeña realidad y nos traslada a la humanidad entera, "por todos los
hombres", y de un modo especial cita a las autoridades. Y pensemos que en
aquel tiempo las autoridades eran paganas. Lo que Dios quiere es la
colaboración de los creyentes en la gran tarea de la salvación,
convirtiéndonos en cierta medida en mediadores de esta obra redentora. Esta
es la misión universal de la Iglesia que tiene la misión de anunciar a todos
la salvación y de preparar el camino. Así somos solidarios con Cristo, que
se entregó generosamente camino. Así somos solidarios con Cristo, que se
entregó generosamente para salvar a todos los hombres. Orando por los
hombres preparamos el terreno por el efecto de la gracia de Dios que siempre
se derrama en abundancia sobre el mundo, perpetuándose así la obra de
Cristo, salvador universal.
(J. M. VERNET, MISA DOMINICAL 1983/17)
Comentario Teológico: San Alberto Hurtado - Uso del dinero
El choque más vehemente entre el espíritu de Cristo y el espíritu del
“mundo” se realiza en el terreno de las riquezas. Sus puntos de vista son
irreconciliables. El uno pone su confianza y su amor en las riquezas de la
tierra, a las que aspira como el supremo bien; el otro aspira a los bienes
eternos y se sirve de los bienes de esta tierra como de medios para alcanzar
los eternos, como de un instrumento de colaboración con Cristo.
El valor cristiano del dinero, es el de un instrumento y nada más,
instrumento necesario ya que toda obra grande supone dinero. ¿Cómo
trabajarían los obreros si no hubiese grandes capitales que crearan
industrias y ofrecieran trabajo? ¿Cómo prosperaría la ciencia sin medios
abundantes consagrados a la investigación que procuren el pan cotidiano a
los sabios y les permitan disponer de amplios recursos para la búsqueda e
investigación científicas? ¿Cómo se solucionaría los problemas sociales más
urgentes, como el de la vivienda, la higiene popular, la sanidad, sin
grandes fortunas? La educación ¿no requiere acaso millones y millones
invertidos en escuelas, sueldos de maestros, material escolar, sin hablar de
la cifra fabulosa que requiere una enseñanza universitaria seria? La Iglesia
misma ¿cómo podría realizar su labor apostólica, educacional, moralizadora
sin los medios humanos? ¿Cómo viajarían sus misiones, de qué vivirían, cómo
haría vivir a sus colaboradores sin dinero propio o suministrado por la
generosidad de los fieles? ¿Cómo puede fundarse un hogar sin un mínimun de
recursos? ¿Cómo puede un matrimonio cumplir las normas de la Iglesia sobre
la vida matrimonial sin recursos suficientes para alimentar a sus hijos?
¿Cómo puede darse educación cristiana si los padres no tienen una renta
suficiente? ¿Quién podrá negar la verdad de estas afirmaciones? Son
demasiado evidentes; y por tanto sería infantil una predicación contra el
dinero, contra la riqueza, contra la existencia de capitales…
La predicación de un régimen de universal despreocupación de los bienes de
este mundo de imprevisión en lo que respecta al futuro, convertida en ley
universal sería perniciosa y lo menos que podemos decir, cándida. Sería
temeridad negarse al trabajo serio, despreocuparse del futuro, descuidar el
pan de los hijos. La Iglesia nunca ha sido ilusa ni extremista sino
profundamente realista, como realista fue Jesús que vivió toda su existencia
en Nazareth del trabajo de sus manos, escogió como Apóstoles a quienes antes
de su consagración apostólica se ganaban la vida con la pesca o construyendo
tiendas como Pablo.
PELIGROS DEL DINERO
Jesús fue el gran predicador contra los abusos de las riquezas y nadie como
El nos ha puesto en guardia contra los peligros del dinero.
¡Ay de vosotros ricos que ya tuvisteis vuestra recompensa!
“Mammona iniquitatis”, llama Jesús al dinero (Lucas, XVI, 9).
Y en un lugar que no podemos leer sin temblor, dice con palabras de fuego:
“En verdad os digo que más fácilmente pasará un camello por el ojo de una
aguja, que no un rico entrará en el reino de los cielos” (Mateo, XX, 24).
Podemos pretender suavizar la frase cuanto se quiera, pero allá está ella
con toda su fuerza aplastante, como una amenaza eterna para los ricos como
Epulón que nos describe el propio Jesús, que pasaba su tiempo en banquetes y
festines y fue sepultado en el infierno.
Es por otra parte, un hecho indiscutible en la vida de Jesús que lo siguen
algunos ricos; otros ricos que se acercaron a Cristo se empobrecieron
voluntariamente dejándolo todo como Mateo, o parte como Zaqueo, atraídos por
su ejemplo. En cambio, la gran mayoría de los poderosos que aparecen en el
Evangelio, o están unidos en su contra desde los sumos sacerdotes, escribas,
fariseos, hasta Herodes y Pilatos, o por lo menos no figuran entre los
seguidores de Cristo, rebaño de los pobres de este siglo.
¿Por qué la riqueza no suele figurar al lado de Jesús? ¿Por qué Jesús nos
pone tan en guardia contra la riqueza?
Es un hecho que el dinero ejerce una extraña seducción, y ante el deseo de
poseerlo, se sacrifican muchos principios. Con demasiada frecuencia en el
origen de las grandes fortunas, hay acumuladas muchas injusticias: juego,
especulación, usura, guerras… ¡Cuántas riquezas amasadas con la sangre de
pueblos que son llevados a la guerra para hacer la fortuna de un grupo de
especuladores sin conciencia! Bourdaloue decía: “Con frecuencia el origen de
las grandes fortunas, hace temblar; hay quienes no tienen ningún escrúpulo
cuando se trata de acumular dinero: todos los medios parecen lícitos” (nota
28).
Una vez que se ha gozado de las comodidades que traen consigo las riquezas,
resulta muy duro desprenderse de ellas. Hemos conocido a varios excelentes
católicos que no han trepidado en abandonar todo cuanto poseían por cumplir
sus obligaciones y, aún a veces, la apariencia de una obligación, pero, con
frecuencia la tentación de seguir poseyendo, a cualquier precio, es más
fuerte y se sucumbe a ella.
La riqueza tiene el gran peligro de endurecer a quien la posee: vive rodeado
del dolor y con frecuencia parece no verlo; si lo ve, no lo comprende; y si
lo comprende, se niega a remediarlo por razones que no se comprenden o
sencillamente por la sola razón de seguir incrementando bienes. Con cuanta
frecuencia viven juntos los que nadan en la abundancia y los que se ahogan
en la miseria. ¿Acaso los primeros no la ven? ¿Pues cómo cierran sus ojos?
La riqueza suele traer orgullo de la vida. Cuando se tiene fortuna se recibe
adulaciones. Todo lo del rico parece bien, y hasta “talento” se le reconoce,
que le es muy pronto negado, si tiene la desgracia de perder su fortuna. Eso
engendra vanidad. El rico no está acostumbrado a ser contrariado; todos se
inclinan ante él; sus órdenes son al punto ejecutadas y eso engendra
orgullo… El rico es independiente: ambas palabras han pasado a ser
sinónimas; el rico no depende, (depende menos) de los demás, y tiende a
actuar como si no dependiera tampoco de Dios. Sus propios medios le
proporcionan lo que el pobre ha de pedir a Dios en su humilde plegaria de
cada día.
El que nunca ha experimentado el dolor no conoce su amargura, y si ha tiempo
que goza de la riqueza se ha olvidado fácilmente de su sabor. Esa es tal vez
la causa porque cierra sus ojos y sus oídos al sufrimiento. Llega a pensar
que hay una clase que está curtida para el dolor y a la cual no hace mella
el sufrimiento. De ahí ese penoso contraste de quienes no pueden soportar en
sí la más mínima molestia y presencia impasible los más grandes dolores
ajenos.
El rico tiende a hacerse sensible, demasiado sensible al dolor físico, su
vida suele ser más regalada, y de ahí que la pereza, la inacción sean con
frecuencia el patrimonio de los hijos de ricos que dilapidan rápidamente lo
que con tanto afán reunieron sus padres. Burham, en su libro La revolución
de los directores, afirma el desinterés por los negocios generalizado entre
los hijos de los grandes reyes de la industria norteamericana; y en nuestra
propia patria no tenemos más que ver el cambio de mano de la antiguas
fortunas y la creación de nuevos ricos en los que hay nuevas energías, que
tal vez no serán el patrimonio de sus hijos o de sus nietos.
El rico suele también ser más sensible al dolor moral, a la crítica, al
desaire, porque se cree con mayor derecho a la estimación de todos, y tiene
más tiempo para vivir dentro de sí mismo. Por eso la neurosis, lo ronda con
mayor frecuencia que al pobre que no tiene tiempo para pensar en sus penas y
que las estima su patrimonio natural.
El rico tiene menos amigos hondos y verdaderos, aunque sean más los que lo
rodean, pues mientras más se sube, más sinceramente solo se está, como las
cumbres de las montañas a las que pocos llegan. Habrá muchos aduladores,
pero ¿amigos?
Por eso no es de extrañar que la Iglesia que reconoce la legitimidad de la
riqueza, más aún, su necesidad, ponga en guardia a sus fieles, contra sus
peligros.
San Ignacio en una meditación central en sus Ejercicios, quiere precaver al
ejercitante contra los escollos que ofrece la riqueza para una vida de
perfección y a fin de darle colorido a su doctrina introduce, hablando a
Lucifer que incita a otros demonios a que vayan y tienten a cada hombre
primero de codicia de riquezas, para que de ahí venga a vano honor del
mundo, luego a crecida soberbia y de ahí, a todos los otros vicios.
(…)
LA MODERACION EN LA RIQUEZA
Un concepto fundamental en el uso de los bienes es la recomendación de la
“medida” en la prosecución de la fortuna. El “auri sacra fames”, sed del
oro, esteriliza la vida para toda idea espiritual, para toda obra de
caridad.
La fortuna para cumplir su misión, ha de guardar ojos, corazón, interés y
tiempo para las causas desinteresadas agregándoles la posibilidad de
realizarlas. El rico ha de aspirar a “poseer”, no a “ser poseído”; a ser
“dueño”, no “esclavo” de sus bienes.
De aquí la sobriedad de vida, la moderación en el uso del confort, el hábito
del trabajo continuado en medio de la fortuna. Riqueza y sencillez; riqueza
y modestia, son el verdadero sello de las almas nobles, que no miden su
grandeza por la exhibición de tesoros comprados, sino por las cualidades de
su espíritu, el refinamiento de sus virtudes y de su cultura.
Gracias a Dios podemos decirlo, con profunda verdad, hemos conocido y
seguimos viendo en Chile ejemplos muy numerosos de esa verdadera nobleza,
distinción de maneras, cultura refinada, sencillez de costumbres,
servicialidad, espíritu fraternal con los pobres, sin asomo de
proteccionismo, frugalidad, trabajo, sacrificio al par de sus inquilinos, y
junto a eso una generosidad ilimitada para distribuir a los pobres y a las
obras de bien el dinero que rehusan gastar en su persona; y todo esto con
humildad exquisita, sin que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha.
Estas personas forman parte del grupo de los pobres de espíritu de que habla
Cristo; son los continuadores de la misión de los ricos que fueron sus
amigos: de Lázaro, Marta y María que hospedaban a Jesús, del Centurión que
edificó un templo, de Mateo, que dejó sus bienes por Jesús; de Nicodemo que
le dio sepultura. Los ejemplos de estos pudientes, verdaderos católicos, son
poco conocidos. El bien, no hace ruido; y estos hombres tampoco lo hacen. Se
juzga a toda una clase social por la vida superficial, con frecuencia
escandalosa de quienes no tienen dinero y corazón sino para las diversiones,
de quienes no tienen jamás bastante dinero para gastos en sus personas; y se
condena junto con ellos a quienes felizmente mucho más numerosos de lo que
se piensa no tienen otra preocupación que el servicio de Dios, su familia y
la gran familia de los abandonados.
Con la misma entereza con que merecen censura los malos ricos, son
acreedores a la admiración y a la gratitud de Chile estos soldados
desconocidos de la virtud, símbolo de una sociedad que hemos de impedir que
se extinga, pues representa una tradición de lo mejor que ha producido la
Patria, vestigio de sus mejores épocas de grandeza moral. No podemos
recordar algunos nombres porque es muy larga la lista que debería citarse en
esta página de honor.
Frente a estos ejemplos florecidos en tierra chilena se puede pedir un mayor
esfuerzo para no perder una tradición de sobriedad de vida. Hay derecho a
pedir sencillez en el vestido de las señoras que piensan en adornarse con
todos los animales raros que han existido en la creación, cualquiera que sea
su precio; sobriedad de vida a los hombres que derrochan fortunas en bebidas
dispendiosas, en el juego de las carreras… cuando no en el espectáculo mil
veces más deprimente de amores ilícitos en que se dilapidan millones
extraídos de los pobres y devorados en el vicio. Estos son los verdaderos
revolucionarios. Hay entre ellos quienes gritan contra el comunismo, pero
sus clamores no nacen como los del Papa de un deseo de justicia y defensa de
los valores espirituales, sino del temor de ver cercenada su ilimitada
libertad de gozar de la vida. Estos son los más peligrosos propagandistas de
ese comunismo que rechazan con sus palabras, pero confirman con sus hechos.
Se es responsable de una revolución, no sólo cuando se la hace, sino también
cuando se la provoca.
Ojalá que todo el que posee fortuna se recogiera con frecuencia a hacer esta
sencilla reflexión: ¿Qué pensaría yo si me encontrara un día sirviente,
inquilino, trabajador de un patrón igual a mí? ¿Qué bulliría en mi mente?
¿Qué aspiraciones querría ver satisfechas?… Es bien dificil que haya muchos
que se resuelvan a poner en práctica este consejo, pues, nada hay más
difícil que ahondar en la propia conciencia. La sinceridad es una virtud muy
difícil; pero si, al menos uno, se resolviera a pensar y a obrar conforme a
las luces de su reflexión ¡cuánto bien hubiera hecho!
LA CARIDAD QUE COMPLETA LA JUSTICIA
En el banco de la justicia siempre hay un lugarcito para la caridad. Por
mejor organizadas que estén las instituciones sociales de un país “siempre
habrá pobres con nosotros”, según las palabras de Jesús, que constituyen un
precioso llamado a la caridad.
La caridad actúa en el dominio de la plena espontaneidad: lo que no se puede
reclamar con título de derecho es lo que se otorga por caridad. Esto no
quiere decir que la caridad sea una virtud no obligatoria. Es tan
obligatoria como la justicia, aunque por motivo diferente.
La caridad nos mueve a socorrer con generosidad de nuestros bienes a los
pobres: lo que es superfluo para nosotros, la caridad lo pone al servicio de
los pobres y a veces la caridad llega aún más lejos, participa a los
menesterosos, aún de lo que uno ha menester para sí. El verdadero cristiano
da y da hasta que duela. Mientras la limosna no nos cuesta, vale poco.
La caridad no se contenta con la limosna; ésa para tener valor debe ser el
fruto de un sentimiento interno de respeto y de amor al pobre. Por eso dice
San Pablo: aunque distribuya en limosnas toda mi fortuna, si no tengo
caridad de nada me aprovecha.
En Chile felizmente se da mucho y se da con amor. Exponentes de esta caridad
los encontramos en todas las clases sociales, sobre todo entre los pobres.
En el barco en que escribimos estas líneas sirve un marinero náufrago tres
veces. Tiene cinco hijos propios y cuatro huérfanos a su cargo. A todos les
ha dado una formación y a los nueve quiere como si fueran hijos propios.
El hondo sentido social del pueblo chileno se ve en la facilidad con que
comparte su pobre vivienda y su modesta comida con los que tienen menos que
ellos. El que no tiene donde vivir puede estar seguro que al recorrer el
campo no le faltará un corazón amigo que lo reciba como “allegado”, a pesar
de que esta caridad crea muchas veces problemas de muy difícil solución.
Hemos conocido el caso de una pobre mujer, madre de ocho hijos, que recibió
por lastima a los siete huerfanitos hijos de una vecina, al morir su madre.
No tenía ella cómo alimentar los propios, pero su corazón no pudo cerrarse
al abandono de esos huachitos.
Pasados los instantes trágicos de la noche del 24 de enero de 1939 en los
alrededores de Cauquenes, el camino en otras ocasiones muy traficado estaba
desierto; de pronto en lo alto asomó una carreta que conducía un humilde
campesino del Maule. Vestía pobremente y calzaba las clásicas ojotas de la
tierra. Con una picana de coligüe al hombro se dirigió a uno de los
habitantes de Cauquenes, y aquel modesto campesino, padre de cinco hijos, le
preguntó: “en donde se recibían las mantenciones para los que tenían hambre
en la ciudad”. El pobre agregó: “Señor, en el campo hemos sabido que en el
pueblo ha pasado una gran desgracia; nos contaron que la gente lloraba ayer
de hambre. Dios me dio este año una buena cosecha: quince sacos de trigo
rindió uno que sembré. Yo he cargado cinco en mi carreta, señor, para
entregarlo sin pago, a la olla de los pobres. De los diez restantes sembraré
uno ese año, y los demás para pan de mis huachitos”.
He aquí un hombre con sentido social, que hizo profundo contraste con los
que sin necesidad ninguna fueron a buscar el trigo donado para los pobres, y
mayor aún, con los muchos explotadores de terremotos, carentes de todo
sentido de solidaridad humana.
Entre las personas pudientes hay muchas felizmente que tienen “la
inteligencia del pobre” de que habla la Sagrada Escritura. Hemos conocido
personas que disponían de cuantiosa renta y no gastaban un centavo en el
arreglo de su persona. Una de ellas en cierta ocasión debió pedir prestado
un sombrero para salir de su casa, pues, no lo tenía y no quería disminuir
en un centavo el presupuesto de sus pobres.
Estas personas, aunque sean pudientes, forman parte del grupo de los pobres
de espíritu a quienes Cristo prometió el Reino de los cielos. En cambio
aquellos que amontonan una fortuna que a nadie sirve, sino a lo más a
satisfacer sus caprichos, deberían sentirse avergonzados ante los hombres, y
temerosos ante Dios a quien darán cuenta del talento escondido. Carnegie
llega a decir que los que mueren en posesión de una fortuna inútil deberían
considerarse deshonrados.
(San Alberto Hurtado, Humanismo social, en Obras Completas, Fundación Padre
Hurtado, Santiago de Chile, tomo II, p. 303-305; 309-312)
Santos Padres: San Ambrosio - El servidor infiel (Lc 16,1-13)
244. Nadie puede servir a dos señores; y es que, en realidad, no existen dos
señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay quien sirve a las riquezas,
con todo, no se les reconoce ningún derecho de dominio, sino que ellos se
imponen a sí mismos el yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo,
sino una injusta esclavitud.
245. Y así dijo: Haceos acreedores de amigos con las riquezas injustas, y
eso con esta finalidad: para que, dando limosna a los pobres, éstos nos
procuren el favor de los ángeles y de los otros santos. No es que se
reprenda al mayordomo, pues con su ejemplo aprendemos que nosotros no somos
dueños, sino más bien mayordomos de las riquezas de los otros. Y por eso,
aunque pecó, con todo, se le elogia porque trató de buscarse para el futuro
lo necesario por la indulgencia de su señor. Y con toda razón ha hablado de
las riquezas injustas, puesto que la avaricia tienta nuestro corazón con
diversos atractivos de dinero, con el fin de que deseemos servir a las
riquezas.
246. Este es el motivo por el que dice: Y si en lo ajeno no sois fieles,
¿quién os dará lo que es vuestro? Las riquezas no son nuestras, puesto que
ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con
nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es
nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron (Jn 1, 11). Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no
habéis creído en ese bien vuestro ni lo habéis recibido.
247. Y, consiguientemente, parece que los judíos son acusados de engaño y de
avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles en lo tocante a las
riquezas, que en realidad no eran suyas —pues los bienes de la tierra son
otorgados por Dios nuestro Señor a todos para el bien común— y de las que
debieron, ciertamente, hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir
a ese Cristo a quien aceptó Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó
a repartir la mitad de sus bienes (Lc 19, 8).
248. Por tanto, no queramos ser esclavos de lo que no es nuestro, porque no
debemos tener más señores que Cristo; pues, no hay más que un Dios Padre, de
quien todo procede y en quien existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por
quien son todas las cosas (1 Co 8, 6). Pero ¿qué? ¿Acaso no es Señor el
Padre y Dios el Hijo? No hay duda de que el Padre es Señor, ya que por la
palabra del Señor fueron hechos los cielos (Sal 32, 6), y el Hijo es también
ese Dios, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los
siglos (Rm 9, 5). ¿Cómo se entiende, pues, eso de que nadie puede servir a
dos señores? Y es que, puesto que sólo hay un Dios, tiene que haber también
un único Señor; y, por eso: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás
(Mt 4, 10). De donde claramente se deduce que el Padre y el Hijo tienen el
mismo poder. Si, pues, no se le puede dividir, quiere decir que está todo en
el Padre e igualmente todo en el Hijo. Así, al afirmar que en la divinidad
se da la unidad y una identidad de poder en la Trinidad, confesamos que
existe un solo Dios y un solo Señor. Y, por el contrario, los que sostienen
que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen un poder distinto,
dejándose llevar del nefasto error de los gentiles, introducen en la Iglesia
muchos dioses y muchos señores.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 244-248, BAC
Madrid 1966, pág. 472-74
Alplicación: P. Leonardo Castellani - El administrado pícaro (Lc.16, 1-13)
Esta es la parábola del “Mayordomo Infiel” como dice nuestros Evangelios
castellanos: no fue infiel. Mucho menos fue “inicuo”, como dice la Vulgata
latina: “villicum iniquitatis”, (“granjero de iniquidad”). Ni fue granjero
ni fue de iniquidad. El texto griego dice “ecónomo” o sea, “administrador o
gerente”; y en cuanto al genitivo “tes adikías”, Cristo lo usa irónicamente,
como se ve por todo el contexto.
La traducción exacta y argentina sería: el Capataz Camandulero; o el
Apoderado Pícaro.
Cuanto más leo las parábolas de Cristo, más veo que son un género literario
único, que no tuvo precedentes ni continuadores. Son más sencillas que el
más sencillo de los géneros literarios, las fábulas de Esopo; y al mismo
tiempo más atrevidas y extrañas que el género moderno que los españoles
llaman esperpento. Son naturalísimas porque se trata de una simple
comparación; son brevísimas, porque no hay un solo rasgo que sobre; y sin
embargo tienen un contenido tal que nos deja bizcos: hay que ver el lío que
se han hecho con esta parábola los más doctos intérpretes, incluso el
doctísimo cardenal Cayetano, el famoso comentador de Santo Tomás: el cual
declara netamente que a esta parábola él no la entiende ni la puede
explicar. Menos mal que tuvo esa humildad, que otros menores que él no la
tuvieron.
Cristo fue mucho más que un genio literario; pero fue también un genio
literario. Lo lírico está contenido en el material de las parábolas –que son
en conjunto 120 contando grandes y chicas– material tomado de la naturaleza,
del campo, de las plantas y animales y de las costumbres del animal más
sorprendente que existe. Lo patético está suministrado por la profundidad
enorme del sentimiento, conectado con las cosas más graves de la vida
humana. Lo dramático, en la viveza y originalidad de los cortos diálogos. Lo
humorístico en la mirada aguda y maliciosa con que el autor capta las
costumbres de los hombres. Lo filosófico en la súbita trasposición de
planos, y una especie de descoyuntamiento, que apunta a un sentido
escondido. Lo teológico, en los emblemas y figuras de Dios: en este caso,
Dios es el Patrón, el dueño de todo el Universo, de quien se dijo: “Si
tuviese hambre, no te lo voy a decir a ti, porque mía es la redondez de la
tierra y cuanto en ella hay” (Ps XLIX, 12), y también: “Mía es la plata y el
oro, dice el Señor” (Ageo II, 8).
Cristo contó aquí simplemente, para incitarnos a la limosna, ¡una historia
de ladrones! Las historias de ladrones siempre han gustado al pueblo, y han
corrido entre él: hoy día las novelas policiales:
“–Abuelita, cuéntanos un cuento…
–¿Un cuento de hadas?
–No, un cuento de ladrones.
–Bueno: había una vez un administrador.”
Y así comienza también esta parábola:
“Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue
acusado ante él de que robaba…”.
El Hombre Rico es Dios; el Administrador son los ricos de este mundo; los
deudores son los pobres. Es simple. ¿Cómo te enredas en esto, oh doctísimo
Cayetano? Probablemente porque eras un ricote de este mundo. O porque tu
mucha ciencia te había idiotizado. Cristo siempre habló de los que tienen
muchos bienes de este mundo como de administradores: administradores de
Dios, no del Estado. Hoy día sí: al paso que vamos, los que tienen bienes se
convertirán en meros administradores del Estado. Es que cuando Dios ya no es
más el Patrón, entonces el Patrón ineludible es el Estado, notó hace muchos
siglos ya Tomás de Aquino.
El Patrón mandó un aviso al Administrador: “que ya no podrás más
administrar”… El aviso es la Muerte. “Ven a darme cuenta de tu
administración.” Los bienes que tenemos, no podemos llevarlos al sepulcro; y
más allá del sepulcro, está la rendición de cuentas.
“–¿Que haré? –dijo el Administrador–. Estoy viejo ya para hacer de peón;
mendigar me da vergüenza… Ya sé lo que haré.” Llamó a los deudores todos, y
al primero le dijo:
“–¿Cuánto debés?
–Cien barricas de aceite.
–Aquí está tu recibo; tomá, rápido: escribí cincuenta. Listo.” Y al segundo:
“–¿Qué debés?
–Cien arrobas de trigo.
–Tomá tu recibo y escribí ochenta.”
Y así siguió con los demás deudores, que eran más de dos sin duda, por las
palabras que usa el narrador: “llamó a todos los deudores, uno a uno”. Los
deudores no sabían lo que les pasaba. “Vea amigo: esto que ha hecho usted
hoy, no lo vamos a olvidar nunca.” Y así dijo el
Administrador: “El día que no tenga nada, tendré amigos.” Y el Patrón cuando
lo supo, se rió como un caballero, se dio una palmada en el muslo, y dijo:
“Este hombre es vivísimo. ¿Por qué me voy a privar de un tipo inteligente?
El imbécil soy yo, que me dejo llevar de habladurías…”. Y Cristo dijo: “Así
también vosotros, haceos amigos en la otra vida por medio del Inicuo
Idolillo”; esos papelitos roñosos que sirven para tantas cosas malas y
también buenas, si se quiere: esos billetes maculados, que antes eran como
idolillos o curundúes de oro y plata, pero que ahora son un verdadero
símbolo de las riquezas, por lo sucios que andan, y lo ajados y maculados
que son. Y sin embargo… son un ídolo: “mammonae iniquitatis”, el Idolillo
Inicuo. “Mammón” era el capitalismo, el dios de las riquezas, para los
sirios; quizá, porque es: “capaz, de puro mamón, de mamar hasta con freno”.
Los intérpretes tropiezan aquí: ¡Cristo aprobó un robo, alabó a un ladrón,
fomentó la infidelidad de los empleados y… la “lucha de clases”! “¿También
vosotros estáis sin inteligencia?”, les habría respondido el Señor. ¡Como si
todo el que cuenta un caso, aprobase el caso! Uno cuenta lo que pasa. Pero
lo que más hay que notar, es que en ningún lado del relato consta que el
Gerente haya sido un ladrón: “que fue acusado de ladrón”, lo cual es cosa
distinta. Y las quitas que hizo a las deudas, podía tener atribuciones para
hacerlas; y leyendo atentamente se ve que las tenía, como ustedes lo verán
si leen atentamente. Si los deudores aceptaron y el amo aprobó, es que las
tenía.
Cristo concluyó con una observación irónica: “los hijos de este mundo son
más videntes en sus negocios que los hijos de la luz”. Esta frase de Cristo
también ha sido tuertamente entendida por los católicos mistongos, los
cuales están íntimamente persuadidos que cualquier cosa que emprendan los
católicos les tiene que salir mal, en virtud de esta palabra de Cristo;
consecuencia de lo cual sería que debemos dejar el campo libre a la
canallería porque “los católicos tenemos que fracasar siempre”, como me
decía ayer no más Doña Herminia Bas de Cuadrero. Los católicos como ella,
sí.
Cristo no afirmó que todo les tiene que salir mal a “los hijos de la luz”;
entonces apaga y vámonos ¿para qué viniste al mundo?, ¡oh Luz del Mundo!
Cristo exhortó irónicamente a los que se llaman “buenos” a tener por lo
menos tanta prudencia en sus negocios como los llamados por ellos “malos”; y
si la tienen, no hay ninguna razón porque no les sucedan a ellos también sus
negocios, tanto los del cielo como los de la tierra. Lo que pasa es que
había en los tiempos de Cristo –y no faltan en los nuestros– unos tipos que
eran unos incapaces y creían que podían ocultar, justificar y reparar su
incapacidad con la capa de ser religiosos. Si ven por ahí una “Tienda de
objetos de goma Sagrado Corazón de Jesús”, o “Cervecería Santa Teresita” o
“Cabaré Católico”, les aconsejo no se hagan socios, ni les compren acciones.
Esos son, son ésos. Fracaso… seguro.
Es una vergüenza y una cosa que hace dudar hasta de San Martín que no haya
en la Argentina una gran editorial católica, un gran diario católico, una
gran revista intelectual católica, una filmadora católica, por no hablar de
la Universidad Católica. Es una vergüenza nacional que los judíos dominen el
cine, el periodismo, la radio, la enseñanza oficial y la edición de libros
en un país “católico”. Jesucristo dijo a los Apóstoles: “Id y enseñad a
todas las gentes.” Los judíos son los que realmente enseñan en la Argentina;
y no van a enseñar cristianismo, ni es justo pedirles eso. ¿Dónde están los
apóstoles?
La Argentina, por ejemplo, está inundada de libros estúpidos, malos y
perversos; y un escritor argentino religioso, que sea de veras escritor, no
puede publicar sus libros… sobre todo si son libros religiosos… bien
escritos. Es un hecho[1].
Esto es lo que temió y predijo el santo obispo Mamerto Esquiú. Esquiú dejó
encargado al morir que se luchara contra los malos libros. ¿Qué es lo que
impide que se obedezca al testamento de Esquiú? De suyo, nada; solamente que
los sucesores de Esquiú perdieron el testamento de Esquiú. Hacer una gran
editorial decente no es más difícil a los judíos que a los cristianos; a no
ser que sean cristianos mistongos. Se puede editar libros buenos y ganar
plata encima. Sólo que hay que ser por lo menos tan prudentes como los hijos
de este siglo. Esto enseñó Jesucristo. Jesucristo no amó a los imbéciles ni
a los pazguatos.
Fíjese: Dios podía haber dispuesto los sucesos de este mundo de tres
maneras: 1) Que a los buenos les fuese siempre bien y a los malos siempre
mal; 2) al revés: siempre mal a los buenos, siempre bien a los malos; 3)
mezclando bienes y males a buenos y malos; con una preferencia de males a
los santos y a los idiotas. Dios prefirió el plan 3; y si ustedes lo piensan
un momento, verán que está muy bien.
Si a los buenos siempre les fuese bien y mal a los malos (plan 1)
simplemente no habría buenos, porque todos serían buenos a la fuerza: se
suprimirían el mérito, la bondad, la virtud, la santidad y hasta el mismo
libre albedrío. Sería imposible ser malo. Ese es el estado de los animales:
no pueden ser malos… ni buenos tampoco. Son animales. Si al revés, a los
buenos siempre les fuese mal (plan 2) la bondad se volvería imposible,
porque no habría ser humano capaz de soportarla; habría que ser ángel.
Dios escogió el tercer plan: hacer salir el sol sobre los buenos y los malos
y llover sobre los justos y los injustos; y que cada cual procure tomar el
solcito y aprovechar el agua lo mejor que pueda. Y si a un católico, por
idiota o descuidado, se le rompen las acequias, que no le eche la culpa a
Dios y que no ande diciendo que “bien dijo Cristo que los hijos de este
siglo son necesariamente más felices en sus negocios que los hijos de la
luz”. Cristo no dijo eso.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Editorial Dictio, Buenos Aires,
1977, p. 282-287)
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - No se puede servir a Dios y al
dinero
Aparece muy fuertemente en esta parábola la necesidad de la pobreza, si
queremos alcanzar la salvación. El Señor nos dice hoy con toda claridad que
“no se puede servir a Dios y al dinero”. Para concedemos sus dones, y
principalmente para lograr la unión con Él, Dios nos quiere despojados de
todo apoyo material, renunciando voluntariamente a la seguridad aparente que
nos brindan las riquezas, de modo que pongamos la confianza solamente en el
amor de nuestro Padre. Por supuesto que este desasimiento debe ser bien
interpretado, si deseamos acertar justamente con lo que aquí se nos pide. La
clave para ello la encontramos en el texto de las bienaventuranzas, cuando
el Señor alaba a los “pobres de espíritu”.
La pobreza que elogia el evangelio no es tanto la efectiva carencia de
bienes cuanto la inexistencia de apego a las riquezas. Yo puedo vivir
miserablemente, falto de casi todas las cosas, y estar fuertemente adherido
a lo poco que tengo, deseando cada vez más. Al contrario, a ejemplo de
algunos santos que gozaban de abundancia material, vivir desasido a las
cosas que están, sí, a ml alcance, pero que sin embargo no se me pegan al
corazón. Desde ya que esta distinción señala realidades complementarias,
dado que como decía el beato Juan Pablo II, hablando a los religiosos, es
necesario también sentir a veces “el mordisco de la pobreza” para poder
vivir auténticamente esta virtud.
De cualquier modo, esta alternativa no es solamente para vivir mejor nuestra
vida de hijos de Dios. La exigencia es mucho más radical, ya que Jesucristo,
tras afirmar que no se puede servir a dos señores, servir a la vez a Dios y
al dinero, agrega: “aborrecerá a uno y amará al otro”. El dilema es de
hierro, puesto que si entregamos el corazón a las riquezas, nuestra alma
quedará vacía de Dios y nos será imposible llegar hasta Él. Los bienes
materiales ocuparán entonces en nuestro interior el lugar del amor divino,
que ya no podremos alcanzar plenamente, al punto que nuestra salvación
eterna quedará comprometida. No está de más recordar aquí que cuando en los
Ejercicios Espirituales nos indica San Ignacio de Loyola, al exponer la
meditación de las dos banderas, cuáles son los ardides de Lucifer, comienza
poniendo “la codicia de riquezas, para que más fácilmente vengan a vano
honor del mundo y después a crecida soberbia… y de estos tres escalones
induce a todos los vicios”.
Debemos, pues, tener claro que si preferimos las riquezas, renunciamos a
Dios.
Esto sentado, podemos ahora volver al texto evangélico y considerar lo que
allí se enseña. Porque frente a la riqueza y la pobreza caben diversas
actitudes, así como caben varias maneras de vivir la pobreza.
Tenemos, primero que nada, la pobreza evangélica, que todos debemos
practicar según el estado de vida al que hemos sido llamados. Es evidente
que no puede ser idéntica la pobreza de un cartujo, de un obispo o de un
padre de familia, pero todos deben vivir el precepto de Jesucristo, que es
universal. A algunos se los llama a un despojo total, como al joven a quien
Cristo aconsejó “Vende todo cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un
tesoro en el cielo”. A otros Dios les permite conservar sus bienes y
disfrutar de ellos, pero esta utilización no ha de olvidar el carácter de
administrador que tiene el hombre respecto a los bienes de la tierra –”dame
cuenta de tu administración”, dijo el dueño de la parábola a su
administrador–, y del papel de la divina providencia en la existencia
humana.
Los bienes materiales, necesarios para la vida terrenal, no deben ser más
que peldaños de una escala que nos lleve a la gloria. No podemos detenernos
en ellos, ya que nuestro fin está arriba, en la cumbre. Cultivando esa santa
indiferencia, que proviene de la confianza en el amor paternal del Señor y
en la sabiduría de su Providencia, la relación con el dinero de aquel que
por su propia vocación no está llamado a la renuncia total que implica el
voto de pobreza debe caracterizarse por el desapego y el auténtico abandono
en los designios de Dios.
Además de esta concepción evangélica de la pobreza en sus diversos grados,
que está de algún modo dominada por la caridad, ya que es por amor a Dios
que nos desapegamos de las otras cosas, resulta preciso considerar también
el modo como la virtud de la justicia debe presidir nuestra relación con la
riqueza. Con mucha fuerza la lectura de hoy fustiga los pecados contra
aquella virtud. “Disminuiremos la medida… falsearemos las balanzas”, son los
propósitos que el profeta Amós pone en boca de los que manejan los bienes
ilícitamente. Dios contestó: “Jamás olvidaré ninguna de sus acciones”. El
cuidado más delicado debe reinar en las transacciones comerciales, para que
no caigamos en la tentación de apoderarnos arbitrariamente de lo ajeno.
Dar a cada uno lo suyo, no dañar a nadie, son principios de la ley natural
que los libros sagrados nos reiteran con gran vigor, imponiendo el deber de
la restitución cuando la equidad de las Contraprestaciones ha sido
vulnerada.
Pero no solamente la rapiña evidente que implica el falseamiento de las
pesas y medidas constituye una falta. El texto a Amós que hemos escuchado
nos previene también contra los que dicen: “Aumentaremos el precio”. La
doctrina moral de la Iglesia nos enseña que hay un “justo precio”, calculado
según parámetros objetivos, que no podemos soslayar sin mengua de la
justicia. ¡Cuán ajustada es esta advertencia para el mundo actual! Vemos
cotidianamente cómo se hace alarde de “buenos negocios”; en el fondo lo que
hay debajo no es más que un aprovechamiento de las circunstancias para sacar
ventajas excesivas e injustas sobre el prójimo. Hoy puede ser una posición
de monopolio que influye poderosamente en el mercado. Mañana, la situación
privilegiada que surge de un tratamiento fiscal singular y arbitrario. Tal
vez en otra ocasión el otorgamiento injusto de una concesión que permite
manejar a designio el precio de bienes y servicios. En uno u otro caso se
trata de imponer abusivamente un valor que se aleja de los criterios
objetivos del “justo precio”.
Y no creamos que esto es de menguada importancia para nuestra salvación: “Si
no sois fieles con lo ajeno, ¿quién os confiará lo que os pertenece?, nos
dice el Señor en el evangelio. Más todavía, nos exhorta a tener sumo cuidado
en esta materia, incluso en las cosas pequeñas –”el que es fiel en lo
poco…”–, porque de todo se pedirá estrecha cuenta.
Una última advertencia. Sería falso a todas luces pensar que la alabanza que
el Señor hace en la parábola de la conducta del administrador infiel
significa un encomio de la injusticia. Lo que el evangelio elogia es el
ingenio, la aptitud para encontrar caminos aptos para lograr el fin, pero,
por supuesto, y esto es claro al leer los versículos posteriores, no hay
aquí más que una condena clara y sin atenuantes de la injusticia. Lo que sí
se nos recuerda es cómo muchas veces la diligencia que ponen los malos en
lograr sus objetivos no encuentra parangón en la actividad de los “hijos de
la luz”. Y esto es una admonición seria. Muchas veces Jesucristo nos ha
exhortado a ser vigilantes y activos, pero no siempre, en verdad, encuentra
en nosotros la lucidez y sagacidad que percibe en sus enemigos.
Desterremos lejos de nosotros esa falsa humildad que cree que es virtud la
pusilanimidad y que, para vivir la sencillez del Evangelio, el verdadero
cristiano debe ser torpe, ineficaz y estéril en su apostolado.
Prosigamos el Santo Sacrificio de la Misa, donde se actualiza el despojo
total de Cristo en la Cruz. Desnudo, abandonado por sus amigos, careciendo
del consuelo sensible de la paternidad de Dios, el Señor nos muestra con su
ejemplo el camino del desprendimiento que hoy nos enseña con la palabra.
Desprendimiento que es soberanamente eficaz ya que, como canta la Iglesia en
el himno “Adoro te devote“, una sola gota de la bendita sangre del Redentor
basta y sobra para salvar al mundo entero de sus crímenes.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed.Gladius, 1994, pp. 265-269.
Aplicación:
Benedicto XVI
- No podéis servir a Dios y al dinero
Queridos hermanos y hermanas:
En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de
mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios
puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los
bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación
y amar a Dios y a los hermanos.
También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque
en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16,
1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy
saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la
crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido
por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su
futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es
injusto, pero astuto: el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir
en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En
efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: “El amo felicitó al
administrador injusto por la astucia con que había procedido” (Lc 16, 8).
Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta
conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del
administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y
advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los
bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que
supone una decisión radical, una tensión interior constante.
En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre
fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es
incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: “Ningún siervo
puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o
bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo”. En definitiva —dice
Jesús— hay que decidirse: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13).
La palabra que usa para decir dinero —”mammona”— es de origen fenicio y
evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la
riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr
el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero
dios de una persona.
Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre
Dios y “mammona”; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio
último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad.
Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres
y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario,
cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede
corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien
común de todos.
En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la
justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a
Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino
más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario
saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales,
si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige
valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso
al sacrificio de sí mismo en la cruz.
Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que
por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y
eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de
injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio,
¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a
nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359,
10).
Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad
nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que
poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos
administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: “El que es fiel
en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco,
también lo es en lo mucho” (Lc 16, 10).
De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla
hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un
estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta
del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de
ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en
beneficio propio (cf. Am 4, 5).
El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por
el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que,
como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un
amor sincero a todos y en la oración.
En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol
invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad
en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a
realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y “una
vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad” para todos (1 Tm 2,
2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra
aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a
Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Queridos hermanos y hermanas, pongamos en manos de la Virgen de las Gracias,
todos vuestros propósitos y proyectos. Que la protección maternal de María
acompañe el camino de todos los presentes y de quienes no han podido
participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen santísima vele de
modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre los niños, sobre
aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes tienen
necesidades particulares.
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al
cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf.
Colecta). Amén.
Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 23 de septiembre de 2007 en su
visita pastoral a Velletri-Segni
[1] No hablo de este libro, que de hecho se ha
publicado, porque no cumple que yo diga que está bien escrito. Pero si
ustedes prefieren la opinión del P. Furlong a la mía, digamos que “no hay
regla sin excepción”.
Fiel en lo poco
Un muchacho era diligente y fervoroso; hacía sus cosas espirituales
con esmero y aspiraba a gran perfección. De pronto un día la edad, la
pasión, los malos amigos le pervirtieron; abandonó sus prácticas de piedad y
se hizo un libertino.
Al cabo de un tiempo en unos ejercicios espirituales abrió los ojos de nuevo
y trató de volver al camino de antaño, pero el camino estaba tan enmarañado
y dificultoso que no sabía por dónde comenzar. Ya desesperaba y trataba de
dejar definitivamente la virtud cuando se le ocurrió ir a consultar a un
sacerdote viejo y experimentado que le dijo:
- ¡Mira! Yo conocí a un hombre que tenía un hijo al que mandó un día a
limpiar una heredad que estaba llena de malezas y de abrojos. Llegó a ella
el hijo y viéndola así se desanimó, se echó a dormir y se pasaba un día y
otro sin hacer nada.
El padre al enterarse le llamó y le dijo:
- Hijo, si miras en conjunto toda la heredad, no es extraño que te
desanimes, no mires todo lo que tienes que trabajar de una vez: trabaja cada
día un poco un metro, dos metros, y al cabo de un tiempo tendrás limpia la
heredad entera.
Así lo hizo y el hijo triunfó al fin con el trabajo. ¿Por qué no haces tú lo
mismo? –Le dijo el viejo sacerdote-. Limpia cada día un poco, y pronto
tendrás limpia toda tu conciencia.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 176)
(Cortesía: iveargentina.org et alii)