Domingo 23 del Tiempo Ordinario C - 'no puede ser mi discípulo' - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Abnegación
cristiana (Lc.14,25-33)
Comentario Teológico a la 1era Lectura: A. GIL MODREGO DABAR - Salomón, rey
sabio, implora de lo alto el saber comportarse con sus súbditos, con el
mundo.
Comentario Teológico a la 2a lectura: F. Pastor - El esclave se convirtió en
hermano de su amo
Comentario Teológico al Evangelio: G. Leonardi - Discípulo
Santos Padres: San Gregorio Magno - El odio santo
Santos Padres: San Agustín - El amor a los padres (Mt 10,37)
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La verdadera caridad
Aplicación: San Juan Pablo II - Jesucristo, centro de la existencia
Aplicación: P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Si uno me sigue...
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La vocación a ser discípulos de Jesús (Lc 14,25-33)
Directorio Homilético - Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Abnegación cristiana (Lc.14,25-33)
Para entrar en el reino de Dios es necesario seguir el llamamiento de Jesús.
Ya en la parábola del gran banquete ha aparecido claro que hay impedimentos
para aceptar este llamamiento. En una nueva unidad literaria, en la que se
combinan dichos de Jesús transmitidos por tradición, se muestran las
condiciones del seguimiento más radical de Jesús: renuncia al abrigo y
seguridad en la familia y prontitud para dar la vida (v. 25-27), serena
ponderación y consideración de si se ha de tomar la decisión de seguir a
Jesús de esta forma tan radical (v. 28-32), desapego de toda propiedad (v.
33). Sólo así se logra vivir el verdadero sentido del seguimiento de Jesús
en calidad de discípulo y de la entrega total a Jesús, y estar a la altura
de la responsabilidad que esto implica (v. 34). En la comunidad hay personas
que viven voluntariamente en virginidad y pobreza (1Co_7:8; Hec_4:37). ¿Qué
hay que decir sobre esto?
a) Renuncia del discípulo de Cristo (/Lc/14/25-27)
25 Grandes multitudes iban caminando con él, y volviéndose hacia ellas, les
dijo:…
La gran muchedumbre del pueblo quieren ser discípulos de Jesús. Van tras él.
¿Sabe la multitud lo que esto significa y lo que exige? Jesús camina hacia
Jerusalén, donde le aguarda la glorificación, pero también la pasión y la
muerte… ya se han dejado oír algunas exigencias formuladas a los discípulos,
ya se han mencionado algunas condiciones de la glorificación: «Esforzaos por
entrar por la puerta estrecha» (13,24). Quien quiera entrar al gran
banquete, debe seguir inmediatamente el llamamiento y la invitación y
diferir la visita de su campo, la prueba de las yuntas de bueyes, el tomar
esposa (14,18-20). ¿Qué quiere decir caminar con él? ¿Llegar a la
«elevación»?
La multitud del pueblo camina tras Jesús; él tenía que volverse cuando
quería dirigirle la palabra. Se ha dado el primer paso en el seguimiento de
Jesús. El pueblo ha tomado conocimiento de Jesús, se le ha adherido no
obstante la contradicción de muchos, le sigue y oye su palabra. Lo que salva
es sólo la adhesión a Jesús. ¿Pero basta con ir tras él? ¿Qué significa
seguir a Jesús?
26 Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a la mujer y a
los hijos, a los hermanos y hermanas, y más aún, incluso a sí mismo, no
puede ser mi discípulo.
El que viene a Jesús para ser su discípulo tiene que poner a Jesús por
encima de todo, poner todo lo demás en segundo lugar. Lo que esto significa,
lo formuló Jesús con una palabra tremendamente dura, extremada, imposible de
pasar inadvertida, provocativa: odiar. Odiar todo lo que amamos y tenemos el
deber de amar: las personas que están unidas con nosotros con los vínculos
más fuertes, la familia, que asegura protección y abrigo -la expresión
presupone la gran familia-, la propia vida… Sólo Jesús se propone como el
único objeto de amor, como el único refugio, como dispensador de vida. Jesús
ha predicado el amor, no el odio. Ni tampoco pensó en dejar sin vigor el
cuarto mandamiento (18,19s). Según la manera de hablar semítica, odiar
significa poner en segundo lugar, posponer (Cf. Gen_29:30.31.33; Dt 21.15
ss; Jue_14:16). Mateo explica lo que quiere decir Lucas, con estas palabras:
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí» (/Mt/10/37). «Odiarse» a
sí mismo significa lo mismo que negarse a sí mismo (Jue_9:23).
Padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, la propia vida deben pasar a
segundo término delante de Jesús. La adhesión a Jesús (en algún sentido) es
condición ineludible para alcanzar el reino de Dios, el más alto de todos
los valores. Por lo menos en caso de conflicto hay que poner a Jesús por
encima de todo lo demás y desligarse de cualquier otro vínculo.
De Leví, padre y patriarca de los levitas que sirven en el templo se dice
que dijo así acerca del padre y de la madre: «No los conozco», que no
consideró a sus hermanos y desconoció a sus hijos (Deu_33:9). Levi se siente
ligado incondicionalmente al templo, a la ley, y a la alianza de Dios; por
razón de este vínculo deja en segundo lugar todas las obligaciones con su
familia. Para Leví, consagrado a Dios, la ley de Dios y la alianza son las
realidades incondicionales que hay que anteponer a todo lo demás. Para los
discípulos de Jesús es Jesús la realidad incondicional, exclusiva, que no
admite comparación. Él es la ley, el nuevo orden salvífico, la revelación de
Dios, la verdad (Jua_14:6) y la realidad, en cuya comparación todo lo demás
no es sino sombra. Sólo en él está la salvación (Hec_4:12).
27 Quien no lleva su cruz y viene tras mí, no puede ser mi discípulo.
Estas palabras se pronuncian en camino hacia Jerusalén, donde aguarda a
Jesús la muerte de cruz. Quien quiera seguirle, tiene que estar dispuesto a
llevar su cruz. Jesús va delante en el camino del Calvario. En la
antigüedad, el que era crucificado debía arrastrar hasta el lugar de la
ejecución la viga transversal. La palabra de Jesús es una palabra figurada,
una imagen.[1] La muerte en cruz es castigo de los infames, de los
desertores y de los esclavos. El que lleva la cruz pierde la vida, la honra,
y está condenado a la destrucción total; se dice: «Maldito el que está
colgado de un madero» (cf. Gal_3:13). El que se resuelve a seguir a Jesús,
debe estar pronto a tomar sobre sí todo lo que está incluido en esta gama,
pero que repugna al hombre hasta lo más hondo de su ser. Jesús, Maestro y
Señor, lleva la cruz y es un crucificado; éste es su camino hacia la
«elevación».
¿Qué significa seguir a Jesús? Los muchos que caminan con Jesús hacia
Jerusalén ¿están dispuestos a ponerlo por encima de todo, a tomar sobre sí
su suerte, a cargar con la cruz, a exponer su vida si Dios lo exige en el
seguimiento de Jesús? Tales exigencias se fundan en la palabra y llamamiento
de Jesús.
b) Decisión deliberada (Lc/14/28-32).
28 Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta
antes a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29 No vaya a
ser que, si después de poner los cimientos no puede acabarla, todos los que
la vean empiecen a burlarse de él 30 diciendo: Este hombre comenzó a
edificar, pero no pudo terminar.
La parábola empieza en estilo semítico. El que la oye, puede y debe juzgar
por sí mismo. Se pone el caso de uno que quiere edificar una torre. ¿Un
edificio de varias plantas? ¿Una fortaleza? ¿Un gran edificio mercantil?
Ahora bien, los oyentes de Jesús son por lo regular gentes sencillas,
labradores, viñadores. A ellos se dirige Jesús: ¿Quién de vosotros…? En la
parábola de los viñadores homicidas se dice: «Un hombre plantó una viña y la
rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó una torre» (Mar_12:1). Esta
torre en una viña tenía una doble finalidad. En temporadas de mucho trabajo
servía de habitación; en todos los casos servía para vigilar, pues desde el
terrado plano se divisaba todo sin dificultad y se podía observar si se
acercaban ladrones o animales. Todo viñador soñaría con poseer, en lugar de
una cabaña de follaje, una verdadera torre en medio de su viña. Aquí
comienza la parábola de Jesús. Si uno de vosotros, que posee una viña,
quiere edificar en ella una torre de vigía, no llamará sin más a los
albañiles y aprontará el material de construcción, sino que primero
reflexionará para ver si los medios de que dispone le permiten llevar a cabo
la construcción. Se sienta, hace cálculos con la pluma en la mano, se toma
tiempo para reflexionar. Se comparan los gastos de construcción y el capital
disponible. Sólo cuando consta que es suficiente el capital se comienzan las
obras. El que se ahorra estas reflexiones y, un día, cuando le viene la
idea, manda comenzar las obras, se expone a graves riesgos. Podría suceder
que viniera a gastarse todo el capital cuando apenas se hubieran echado los
cimientos. ¿Qué hacer entonces? Habrá que suspender las obras, él habrá
despilfarrado su dinero y todos los que vean la obra sin acabar se le reirán
tratándole de charlatán y fanfarrón, de hombre irreflexivo. Jesús quiere
decir, y en ello todos le dan la razón: nadie de vosotros querrá hacer
semejante tentativa, sino que reflexionará y calculará diligentemente y sólo
dará la orden de edificar cuando esté seguro de que tiene medios suficientes
para llevar a término su proyecto. De lo contrario, vale más dejar el
asunto.
31 ¿O qué rey, teniendo que salir a campaña contra otro rey, no se sienta
antes a reflexionar si será capaz de enfrentarse con diez mil hombres al que
viene contra él con veinte mil? 32 De lo contrario, mientras el otro está
todavía lejos, le envía una embajada para pedirle condiciones de paz.
La segunda imagen no está ya tomada de la vida de las gentes sencillas, sino
de la alta política. Por eso no se comienza aquí, como antes, con las
palabras «¿Quién de vosotros?», sino que se dice: «¿Qué rey?» Se pone el
caso de un rey que quiere guerrear contra otro rey. Este otro rey ha
emprendido ya la marcha. ¿Qué hará el rey que se ve agredido? ¿Salir
precipitadamente al encuentro del enemigo, con su ejército reclutado de
prisa con trompetas y tambores, sin considerar antes cuál es la proporción
de las fuerzas? Sabe que el rey enemigo avanza contra él con veinte mil
hombres y que él mismo sólo dispone de diez mil hombres en condiciones de
combatir. ¿Vale verdaderamente la pena oponer resistencia? Por lo regular es
imposible derrotar a un enemigo que cuenta con doble contingente de fuerzas.
Cuando las circunstancias ayudan, no todo depende del número.
Por ejemplo, Judas Macabeo, el año 165 a.C., derrotó al general sirio Lisias
sólo con diez mil hombres, mientras que el ejército sirio contaba sesenta
mil hombres, más 5000 de a caballo (1Ma_4:28-35). Hay que considerar y
estimar no sólo el número de los soldados, sino también su armamento, su
moral de guerra, la pericia de los oficiales, las cualidades del general en
jefe. El rey se sienta y se pone a considerar. Sólo se lanza al combate si
el resultado de sus reflexiones le permite esperar un desenlace favorable.
De lo contrario, pide condiciones de paz y se rinde sin más.
La doble parábola expresa la misma idea con dos ejemplos diametralmente
opuestos: condiciones grandes y pequeñas, un pequeño labrador, un gran rey
¿Qué idea se trataba de representar gráficamente? Evidentemente ésta: el que
emprende algo grande examina antes cuidadosamente si tiene medios y fuerzas
suficientes para tal empresa En el centro de ambas parábolas se dice: «no se
sienta antes», «a calcular», «a reflexionar». ¿Pero esto es todo? ¿No se
trata en las parábolas de una elección: construir la torre o no construirla;
emprender la guerra o someterse? Si resulta que los medios son
insuficientes, vale más renunciar sencillamente a la empresa. En la parábola
del rey que trata de guerrear, se dice esto expresamente. En la otra
parábola se hace referencia a los perjuicios que acarrea un proceder
inconsiderado: en lugar de ventajas, sobrevienen inconvenientes. Las
parábolas dobles ilustran la misma idea, pero no de la misma forma. Con la
idea principal se asocian las dos ideas secundarias mencionadas. La doble
parábola quiere decir: primero pensar, luego osar; mejor no comenzar en
absoluto una cosa, que lanzarse a ella con medios insuficientes para acabar
en un fracaso. Con estas ideas no quiere Jesús dar reglas de prudencia para
la vida cotidiana; Lucas encuadra las dos parábolas en la doctrina de las
graves exigencias que implica el seguir a Jesús. La gran empresa es seguir a
Jesús, hacerse su discípulo. Quien se sienta inclinado a seguir a Jesús y a
ser su discípulo debe comenzar por reflexionar y considerar bien si tiene
también la voluntad seria y resuelta y las fuerzas que se requieren, no sólo
para hacerse discípulo de Jesús, sino para serlo de veras y perseverar como
tal. Quien no se sienta a la altura de este quehacer, vale más que lo deje.
En efecto, el fracaso pone en peligro la salvación.
Así interpretadas, las dos parábolas plantean una difícil cuestión: ¿Dejó,
pues, Jesús al arbitrio de cada uno el asunto de que habla? Seguir a Cristo
¿no es necesario a todos para la salvación? ¿Quiere Jesús que los que tratan
de seguirle se pregunten si quieren seguirle de veras y, si no, que lo
dejen? Su llamamiento a seguirle ha decidido ya acerca de este «si». Pues si
ello es así, ¿qué quieren decir todavía las parábolas?
El seguimiento de Cristo puede efectuarse de diferentes maneras. Sigue a
Jesús quien oye y pone en práctica su llamamiento a la conversión y a la fe
en su mensaje. Pero los Evangelios conocen también un seguimiento que
consiste en la adhesión permanente a Jesús, abandonando por consiguiente
casa, profesión y familia. De esta manera siguieron a Jesús los apóstoles.
No a todos los que le siguen exige Jesús que renuncien al matrimonio, sino
únicamente a aquellos a quienes es dado por Dios comprender esta palabra
(Mat_19:12). Ni tampoco exige a todos que renuncien totalmente al dinero y a
los bienes. El publicano Zaqueo no renunció a todos sus bienes después de su
conversión (Mat_19:1-10). Las mujeres galileas que seguían a Jesús no se
privaron de todo lo que poseían (Mat_8:3). Cuando Jesús habla de las graves
exigencias de su seguimiento, se refiere, según este pasaje de san Lucas, al
seguimiento más estricto. Para esto no basta mero entusiasmo, un fervor
momentáneo. Lleva consigo una renuncia radical, incluso a lo que parece ser
imprescindible para la vida. Esto es lo que requiere reflexión madura antes
de emprender tal seguimiento de Cristo (cf. 9,57s). Jesús quería impedir que
se le unieran entusiastas que comienzan con ardor, pero que luego se hastían
de la vida fatigosa y acaban incluso por perder la fe (Jua_6:60-71).
Es posible que la elección de las imágenes de las parábolas se refiera al
seguimiento de Jesús tal como lo practican los apóstoles: edificación de una
torre y guerra. Edificación y combate están encomendados a los apóstoles
(Rom_15:20; Flp_2:25). Uno y otro exigen decisión, reflexión, entrega total.
Gloria y paz coronarán estas obras; se verá dominada la ignominia y la cruel
servidumbre. La salvación mesiánica es gloria y paz.
c) El verdadero discípulo (Lc/14/33-35)
33 Igualmente, pues, ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes,
puede ser mi discípulo.
Al discípulo se le exige optar «incondicionalmente» por Jesús; las personas
queridas, la propia vida, el honor deben posponerse a Jesús. También la
propiedad. Una sentencia particular exige el abandono de la propiedad por
parte de los compañeros y colaboradores estables de Jesús. Todos sus
pensamientos e intenciones deben estar orientados a lo que concierne al
reino de Dios. La propiedad domina al hombre, tiene absorbido su pensar y su
vida, lo somete a su hechizo. «No podéis servir a Dios y a Mamón»
(Lc.16:13). El llamamiento de Pedro y de los dos hijos del Zebedeo se cierra
con estas palabras: «Dejándolo todo, lo siguieron» (Lc.5:11). Del publicano
Leví se refiere: «Dejándolo todo, lo seguía» (Lc_5:28). Pedro, como portavoz
de los doce, puede decir que lo han dejado todo (Lc_18:28). Sin embargo, no
a todos los que en alguna manera quieren seguir a Jesús se les exige que
renuncien a todo lo que poseen. En la primitiva Iglesia de Jerusalén muchos
se despojaron de sus bienes (Hech.2,45), pero se podía pertenecer a la
Iglesia sin renunciar a todas las posesiones (Hec_5:4).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
[1] No está resuelto si al hablar Jesús de llevar la cruz hace una
predicción de su muerte o bien emplea un giro popular. ¿De dónde provendría
éste? ¿De Eze_9:4-6 : Se salvará el que lleve marcada la T (+)? ¿De
Gen_22:6, donde Isaac lleva su haz de leña para el sacrificio?
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Comentario Teológico a la 1era Lectura: A. GIL MODREGO DABAR - Salomón, rey
sabio, implora de lo alto el saber comportarse con sus súbditos, con el
mundo.
Contexto. Sb. 6-9 es un elogio que el autor hace de la sabiduría como medio
indispensable para que los reyes y dirigentes de la tierra implanten la
justicia con equidad (cap. 1-5). La sabiduría procede de Dios (7,25 ss.;8,3)
y acarrea consigo bienes, riqueza, prestigio (8,5-16). Adquirir sabiduría no
es una mera tarea intelectual teórica sino un saber para la vida: por ella
los príncipes y nobles dan leyes y sentencias justas (Prov. 8,15 ss.),
gobiernan con equidad sin cometer injusticias (6,4).
Como telón de fondo de este relato está la visión divina contemplada por
Salomón en Gabaón. "Pídeme lo que quieras" le dice el Señor, y el monarca
sólo pide sabiduría para poder gobernar a su pueblo. La sabiduría sólo se
puede alcanzar (6,12-20) si se pide al Señor (7,7;9,1-18).
-Texto. Sb. 9, 1-18 es una oración, puesta en boca de Salomón, en la que se
implora del Señor la sabiduría (como telón de fondo: cf. la visión de Dios
en Gabaón). Es un trozo literario muy bien elaborado, dividido en dos
secciones (1-6;7-18) y que sigue el esquema: invocación, petición,
motivaciones y diversas consideraciones.
Salomón, como soberano, deseó con ansiedad la sabiduría para poder gobernar
a su pueblo. El monarca israelita no nos imparte una clase de sabiduría,
sino que reza para obtenerla ("dame", "envíala", "mándala": vs. 4.10).
Además nos recuerda que la pueden alcanzar no sólo los reyes, sino todos los
mortales (cap. 7).
Misión humana es dominar el universo (v.2;cf.Gn. 1,26 ss.) y en el dominio
del hombre sobre la creación se revela la sabiduría divina. En esta misión,
el hombre no puede obrar a su capricho sino que debe respetar, en sus
relaciones con el mundo, el orden querido por Dios (vs. 2-3;Gn.9,3 ss.).
Dejado a sí mismo, el mortal es débil y efímero (v.5), camina en oscuridad y
tinieblas, no sabe discernir lo justo de lo injusto ni aplicar las leyes con
equidad (v.13), desconoce el designio divino: lo que le es agradable, su
voluntad (vs.9-12).
Basándose en la filosofía griega el autor establece la dicotomía cuerpo alma
(1,4;8,19 ss.); el cuerpo no es malo, pero atado a su origen terreno (Gn.
2,7) tiene limitaciones para conocer (vs. 13-16), apetece lo transitorio
frenando los impulsos de la mente a lo celeste (cf. Rm. 7, 14-25). El cuerpo
es tienda terrestre (=efímero); todo hombre, incluso el de grandes
cualidades (v.6), necesita la sabiduría divina: palabra creadora (v.2) y
espíritu que lo salva todo (vs. 2. 17 ss; cf. 7, 22...); sólo ella conoce
los designios divinos (vs. 5.9.) y goza de los atributos de Dios (7,22 ss.)
entre los que se encuentra el de saber y comprender todo. Sólo adornado con
ella, Salomón y cualquier mortal podrán cumplir con rectitud su misión. (cf.
Alonso Schokel, L., Eclesiastés y Sabiduría en "Los Libros Sagrados",
Madrid, 1974. Además puede consultarse: Vílchez J, Sabiduría en "La Sagrada
Escritura", Madrid, 1967).
-Reflexiones.
Salomón, rey sabio, implora de lo alto el saber comportarse con sus
súbditos, con el mundo. Salomón no enseña a nadie, sólo implora. Nuestros
jefes lo saben todo y van dando lecciones por doquier sin admitir enseñanza
alguna. ¿Quién es mejor gobernante? Salomón se siente incapaz de entender el
derecho y la ley (v.5), y suplica saber comportarse. Nuestros jefes manejan
las leyes con primor y citan de carretilla el Código, pero ¿saben
comportarse con el pueblo?.
(A. GIL MODREGO DABAR 1989, 45)
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Comentario Teológico a la 2a lectura: F. Pastor - El esclavo se convirtió en
hermano de su amo
El billete a Filemón, auténtico de Pablo, es el escrito más corto del N.T. y
nos introduce de golpe en un caso concreto de vida cristiana protagonizado
por el apóstol Pablo. Su motivo es que Onésimo, esclavo de Filemón, había
huido de su señor y se había refugiado junto a Pablo con quien amo y esclavo
tenían relación por haberse convertido con su predicación. Otro detalle
importante: aunque en este tiempo la ley que permitía al dueño matar a un
esclavo fugitivo todavía continuaba en vigor, no parece que se utilizase
mucho. De todos modos era un caso grave, un delito que atentaba contra la
estructura social y económica del imperio romano.
Ante esta situación Pablo reenvía a Onésimo a Filemón con el billete adjunto
que se nos ha conservado. Le exhorta a acogerlo con amor y no portarse con
él como un amo pagano. Puede resultar extraño que Pablo no aproveche la
ocasión para rechazar la esclavitud como incompatible con el cristianismo.
Probablemente no había llegado a formularse tan claramente esta
incompatibilidad porque Pablo como los otros predicadores cristianos, están
insertos en su tiempo y viven el cristianismo desde la estructura del mismo.
Aquí, como en otros casos, Pablo se atiene a la realidad social sin intentar
un cambio radical.
Puede ser una limitación personal, pero ello mismo nos hace ver el sentido
del cristianismo en una situación concreta. Quizá no se pueda pedir siempre
una transformación inmediata de las condiciones. Pero se ponen las bases.
En efecto, Pablo indica unos principios que son ya subversivos de la
situación social, fuese él, o no, consciente de ello. Son los del amor y
fraternidad que supera las diferencias globales que en aquel momento se dan
aún consagradas por la ley y la costumbre.
Todo ello indica que el mensaje evangélico se dirige primariamente al centro
del corazón humano y que, de allí, irán viniendo los cambios necesarios.
Pero todo ello tomado en serio, sin que valga como excusa para dejar todo lo
malo como está. A Pablo no se le ocurre esa posibilidad porque entiende el
cristianismo con toda su trascendencia. Quizá nosotros, más maleados,
necesitamos penetrar en las exigencias cristianas éticas, sociales,
prácticas, que nos llevarán a actitudes quizá distintas, porque nuestras
circunstancias lo son.
(F. PASTOR DABAR 1989, 45)
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Comentario
Teológico: G. Leonardi - Discípulo
1. INTERPRETACIONES Y PROBLEMAS.
El tema “discípulo” está unido en parte con el del “apóstol”. Suscita menos
tensiones, pero no carece de actualidad ni de interés; exige una aclaración
en sus relaciones con el apóstol y en su misma definición. En efecto, muchos
consideran que equivale a “cristiano”; por eso aplican a todos yentes lo que
en los evangelios se dice de los discípulos. Otros lo refieren, en todo o en
parte, solamente a los actuales “religiosos”, que han asumido como propias
las exigencias radicales de Jesús en relación con los discípulos; pero éstas
no serían más que “consejos evangélicos”, que sólo son practicables para
unos sujetos destinatarios de una “especial” vocación y consagración.
Una simple mirada a una concordancia del NT suscita también algunas
preguntas: el término “discípulo” (mathétes) aparece con frecuencia en todos
los evangelios: 45 veces en Marcos; 71 en Mateo; 38 en Lucas; 78 en Juan.
También aparece con cierta frecuencia en Hechos (28 veces, entre ellas una
también en femenino: discípula, mathétria: 9,36). En los evangelios indica
casi siempre a los seguidores de Jesús, y en los Hechos siempre a los
miembros de las primeras comunidades cristianas. Luego, con gran sorpresa de
nuestra parte, el término desaparece por completo de los escritos del NT.
Por eso nos proponemos profundizar en la relación de los discípulos con
Jesús y entre ellos y en su continuación o no dentro de las comunidades
cristianas.
2. DISCÍPULO Y SEGUIMIENTO EN EL MUNDO JUDÍO Y EN LA LITERATURA AMBIENTAL.
a) En el mundo griego.
En la lengua griega extrabíblica el verbo manthánb, de donde se deriva
mathéas, tenía ya en Herodoto (VII, 208) el sentido ordinario de “aprender”,
es decir, de asimilar mediante el aprendizaje o la experiencia.
El sustantivo correspondiente mathérás indicaba a un hombre que se vinculaba
a un maestro (didáskalos), al cual pagaba unos honorarios: o para aprender
un oficio, y entonces correspondería a nuestro “aprendiz”, o bien una
filosofía y una ciencia, y entonces correspondería a nuestro ‘alumno”
b) En la Biblia hebrea.
También en la traducción griega de los Setenta se utiliza el verbo manthárió
(que corresponde al hebreo lamad) en el sentido ordinario de “aprender”.
Por el contrario, el sustantivo derivado “discípulo” (mathétés) no aparece
nunca; por lo demás, el mismo correspondiente hebreo talmid sólo aparece en
1 Crón 25,8 para indicar a los “discípulos” de los “maestros cantores” del
templo. Esto parece ser que se debe a la antigua conciencia de Israel de que
sólo Dios es el maestro, cuya palabra hay que seguir. Por eso los seguidores
de los mismos profetas se designan como servidores (mesaret), y no como
discípulos suyos: así Josué de Moisés (Ex 24,13; Núm 11,25), Eliseo de
Elías (1Re I9,29ss), Guejazí de Eliseo (2Re 4,12) y Baruc de Jeremías (Jer
32,12s).
c) En las escuelas rabínicas.
Precisamente en relación con las escuelas filosóficas griegas que se intentó
erigir en la misma Jerusalén (cf I Mac 1,14; 2Mac 4,9) se desarrolló en el
judaísmo la institución del rabbi (lit. = “grande mío” o “eminencia”); este
término fue traducido en las comunidades judeo-helenistas por el sinónimo
didáskalos (“maestro”).
El discípulo del rabbi era llamado talmid (de lamad, “aprender”). Había así
entre los judíos varias escuelas de rabbi y de discípulos, llamadas “casas”
(“casa de Hillel”, “casa de Sammai”), a veces en contraste entre sí en
algunos puntos discutidos, como aparece en la literatura rabínica. Por su
sabiduría, los rabbi tuvieron también el antiguo título tradicional de
“sabio” (hakam), mientras que “por su madurez de juicio, por su prudencia y
experiencia, independientemente de su edad, fueron llamados ‘presbíteros’
” (E. Testa, o.c., 347). Frecuentemente se les dio también el título de
“padre”, de modo que las sentencias de los rabbi se llamaban “perí cop as de
los padres” (pirqé ‘Abot), así como el título de mari (“señor mío”: ib; cf
Mt 23,8-10).
El talmid, en su trato con el rabbi, aprendía con él no sólo la ley escrita
mosaica, sino también la oral, llamada esta última “la tradición de los
presbíteros”(parádosis tón presbytérón: cf Mc 7,3-13/Mt 15,2-9). Así pues,
el talmid tenía que estudiar durante largas horas todo el saber del
maestro. No se podían escuchar las Escrituras sin la introducción del
maestro (Ber. 476); sólo así el discípulo podía esperar convertirse
también él en “sabio” y recibir del maestro una especie de ordenación que
lo declaraba a su vez rabbi y le daba la facultad de enseñar, de abrir una
escuela y de imponer su propia tradición doctrinal.
Por lo que se refiere a la metodología didáctica, como ha observado G.
Gerhardsson en sus estudios, el discípulo aprendía escuchando y viendo:
escuchaba y recogía religiosamente todas las palabras del maestro y de sus
alumnos más influyentes, hacía preguntas y al final de su aprendizaje podía
ofrecer él también su aportación; pero además veía y seguía atentamente
todas las actividades del maestro y lo imitaba. Los informes de estas
escuelas rabínicas, recogidos más tarde en el Talmud, refieren no sólo las
palabras, sino también los ejemplos de los rabinos.
Los rabinos enseñaban de memoria, repitiendo varias veces el texto de la
ley mosaica; enseñaban además de memoria sus interpretaciones y sus máximas;
pero las condensaban en fórmulas sintéticas, lo más brevemente posible. Es
famosa su norma: “Mejor un grano de pimienta picante que una cesta llena de
pepinos”. Para facilitar el aprendizaje mnemónico recitaban el texto en voz
alta y con una melodía de recitación; y aunque oficialmente esta tradición
oral no se escribía en tiempos de Jesús para mantenerla secreta a los
paganos, lo; discípulos tomaban apuntes o notas escritas; por eso hoy se va
afirmando la opinión de que entre los mismo: rabinos no existió nunca una
tradición puramente oral. El mismo Pablo se formó con estas técnicas en la
escuela de Gamaliel (He 22,3; cf Gál 1,14) [Lectura judía de la Biblia].
3. DISCÍPULOS DE JESÚS Y SU SEGUIMIENTO.
El sustantivo “discípulo’: (mathetés) es empleado por los cuatro evangelios
para indicar a veces a los discípulos del Bautista (Mc 2,18 y 6,29 par; Lc
7,18-19/Mt 11,2; Lc 11,1; Jn 3,25), pero prefieren usarlo para señalar a los
seguidores de Jesús. Dada la convergencia de los textos, es innegable que
el Jesús terreno fue considerado como un rabbi y se vio rodeado de
discípulos, como ellos.
a) Según los evangelios sinópticos.
Aunque no había sido más que un simple carpintero (Me 6,3), Jesús enseñó y
discutió en las sinagogas (Mc 1,21-28 par; 6,2-6 par; Mt 4,23; 9,35;
12,9-14) y en la misma Jerusalén al estilo de los rabbi (Mc 12,1-37 par), y
se le plantearon preguntas de tipo jurídico (Lc 12,13-15). Llama en su
seguimiento a un grupo de discípulos: primero a cuatro, las dos parejas de
hermanos Simón y Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16-20 par); luego a un
quinto, Leví, y con él a otros muchos (Mc 2,13-17; cf v. 15 par). Más
adelante escoge a doce, entre linos a los cuatro primeros y a un tal
“Mateo”, identificado por el primer Evangelio con el “Leví” anterior; hace
vida común con ellos (Mc 3,13-19 ar), para mandarlos luego a continuar su
misión (6,7-13 par). Estos discípulos lo llaman su “maestro”: a veces en la
forma hebreo-aramea rabbi (Mc 9,5; 11,21; 14,45) y más ordinariamente en el
equivalente griego didáskalos (10 veces en Marcos; seis en Mateo; 12 en
Lucas).
Pero aparecen notables diferencias entre el talmid hebreo y el discípulo de
Jesús. En las escuelas filosóficas griegas y en las rabínicas era el
discípulo el que escogía la escuela y el maestro; en los evangelios, por el
contrario, es Jesús el que con autoridad divina llama a los discípulos, del
mismo modo que Dios llamaba a los profetas del AT, y les fija las
condiciones para su seguimiento (Mc 1,17 par; Lc 9,57-62, etc.). Parece ser
precisamente éste el motivo de que el verbo matheteúo, derivado de
mathetés (y que de suyo, en griego, tiene un significado estático o activo,
es decir, sirve para indicar lo mismo “ser discípulo” que “hacer
discípulos”), se emplee en el NT cuatro veces, y siempre en el sentido
activo de “hacer discípulos”: o por parte de Jesús (Mt 13,52; 27,57) o por
parte de los enviados por Jesús (Mt 28,19; He 14,21). Por el mismo motivo el
verbo “aprender” (mantháno) es raro y se le sustituye por el correlativo
enseñar (didásko), referido eminentemente a Jesús.
En las escuelas filosóficas griegas y en las rabínicas el discípulo buscaba
en el maestro una doctrina y una metodología para convertirse a su vez en
maestro: en los evangelios los discípulos siguen a Jesús como el único
maestro (didáskalos) y preceptor (kathegétes), de modo que no pueden
llamarse a su vez rabbi, preceptores, ni tampoco padres, sino hermanos, ya
que tienen todos un solo Padre celestial (Mt 23,8-10). Deben aspirar más
bien a hacerse en todo semejantes, en su misma suerte, al único maestro y
Señor (didáskalos y Kyrios), Jesús (Lc 6,40/ Mt 10,24-25). Ellos tendrán a
su vez la tarea de hacer discípulos (mathetéuo), pero consagrándolos con el
bautismo al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y haciéndolos obedientes a
los mandamientosde Jesús (Mt 28,19; cf He 14,21). Por eso siguen a Jesús
como una persona a la que hay que entregar sin reservas toda la vida, por
encima de todos los bienes y de los mismos afectos a los hermanos, a los
padres, a los hijos y a la esposa (Mc 10,17-30 par; Lc 14,26-27/Mt 10,37-38;
Mc 3,31-35 par), sin poder ya mirar para atrás ni retirarse (Lc 9,57-62/ Mt
8,19-22).
Para ser discípulo de Jesús hay que seguirlo. El seguimiento de Jesús se
expresa en los sinópticos bien con el verbo “seguir” (akolouthéó), bien con
la expresión “ir detrás de” (érjomai deúte u opiso).
El verbo akolouthéo significaba ya en Tucídides “hacer el camino con
alguien”, “seguir”, en un sentido favorable o también hostil. En el NT
encontramos este verbo casi exclusivamente en los evangelios (59 veces en
los sinópticos y 18 en Juan); en otros lugares raramente y sin relieve
teológico.
En los sinópticos el verbo se aplica a veces a la muchedumbre que sigue a
Jesús con cierta simpatía, aunque todavía de forma superficial (Mc 3,7/ Mt
4,25; Mt 12,15; Mc 5,24; Mt 8,1.10/ Lc 7,9; Mt 14,13/ Lc 9,11; Mt 19,2;
20,29); a los muchos pecadores que después de la llamada de Leví siguen a
Jesús (¿o a Leví?) en el banquete que da en su casa (Mc 2,15 par); a las
mujeres que habían seguido a Jesús para servirle (diakonéo). Lucas había
narrado anteriormente que en Galilea habían acompañado ya ellas a Jesús
(8,2-3) y a los doce en la obra de evangelización y que algunas de buena
posición le habían “servido” con sus bienes, ya que era una obligación de
los discípulos de los rabinos proveer a la manutención del maestro y del
grupo. Por eso se comportan novedad sin paralelos entre los rabinos judíos—
como verdaderas discípulas.
Pero en todos estos casos el seguimiento no va precedido de una llamada
del maestro (aunque no se la excluye). Otras veces se trata de un
seguimiento que es la respuesta a la llamada inicial y definitiva dirigida
por Jesús (de ordinario con el imperativo “sígueme”) a individuos concretos
o a grupos, que precisamente desde aquel momento son llamados expresamente
discípulos, y cuya vocación se describe al modo de la llamada del profeta
Eliseo por parte del profeta Elías (1Re 19,19-21): el seguimiento de las
dos parejas de hermanos Pedro y Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16-20 par);
el seguimiento desechado del rico (Mc 10,21.18 par.). Este seguimiento
“detrás” (opíst5) de Jesús supone renegar de la propia mentalidad de
pecado, para uniformarla a la de Dios, hasta llevar la propia cruz
juntamente con Jesús (Mc 8,34 par). Jesús da la orden de seguirle también al
que se le ha ofrecido espontáneamente; pero antes le dicta las condiciones
exigidas (Mt 8,19.22/ Lc 9,57.59.61).
Jesús llama a este discipulado a cualquiera, sin barrera alguna: a personas
puras, pero también a pecadores y publicanos (como Leví: Mc 2,14 par), a
zelotes (como Simón “el zelote”: Lc 6,15; He 1,13) y a hombres de toda
condición: cuatro pescadores (Mc 1,16-20 par), un cobrador de tributos
(2,14 par), una persona casada (Pedro: Mc 1,30 par; pero, al parecer,
también a otras: cf 10,29).
Todos ellos son llamados por Jesús de su profesión a otra análoga y de otro
orden: “Os haré pescadores de hombres” (Me 1,17). La referencia a Jer 16,16
especifica que la finalidad de esta nueva profesión será la de reunir a los
miembros del pueblo de Dios para el juicio definitivo.
Esta nueva profesión asimilará al discípulo con el maestro en las
contradicciones y persecuciones (Mt 10,24-25/ Lc 6,40) y le obligará a
confesarlo públicamente sin renegar jamás de él (Mt 10,32-33 / Le 12,8-9).
Una actitud equivalente a la del seguimiento es la que se contiene en la
expresión “ir detrás” (erjomai o deúte opiso con genitivo); la encontramos
para indicar el seguimiento de Jesús en todos los sinópticos (Mc 1,17.20/ Mt
4,19; Mc 8,33/ Mt 16, 23.24; Le 9,23; 14,27). En especial, según Lc 9,62, no
es idóneo para el reino de Dios aquel que pone la mano en el arado y mira
hacia atrás (eis tá opiso); no hay que ir detrás de aquellos que se
presentan en el nombre de Jesús para anunciar la proximidad de la parusía
(21,8; cf He 20,30).
Para Lucas, después de pentecostés, el término “discípulo” se convierte en
sinónimo de “creyentes en Cristo”, es decir, de los que se comprometen a
su imitación: o el individuo Concreto, cuando se usa en singular (He
9,10.26; 16,1; 21,16), o la comunidad entera, cuando se usa en plural
6,1.2.7; 9,1.19.25.26.38; 11,29; 13,52; 4,20.22.28; 15,10; 18,23.27;
19,9.30; 20,1.30; 21,4.16). Es decir, pasa a indicar a todos los cristianos
(11,26), e origen tanto judío como pagano. Es evidente que todos estos
discípulos pospascuales llevaban un sistema de vida adaptado a la nueva
situación, muy distinto del comunitario físico-corporal con el rabbi Jesús,
y e iban organizándose según una nueva estructura.
Ya hemos observado en este sentido que en todo el epistolario del NT,
incluido el Apocalipsis, no vuelve a aparecer el término “discípulo”: los
cristianos son llamados con otros nombres, quizá precisamente para indicar
la diferencia del sistema de los primeros discípulos del rabbí Jesús. Esta
misma desaparición vale para el verbo “seguir” en el sentido de
seguimiento; evidentemente, se recurre a otros verbos para expresar ‘la
relación del cristiano con el resucitado. Pablo utiliza la expresión “ser en
Cristo”, o bien tener sus mismos sentimientos de humildad y de servicio (Flp
2,5-11); llega también a exhortar a que le imiten a él mismo como modelo,
pero en su conducta orientada a la imitación del único modelo incomparable
que es Cristo, de manera que los cristianos sean a su vez typos, es decir,
modelo, para los demás (]Tes 1,6-7; 1Cor 11,1).
b) Según el cuarto evangelio.
También según Juan, Jesús, a pesar de que no asistió a las escuelas de los
rabinos, demuestra en los patios del templo que posee su cultura y sus
técnicas de enseñanza (7,14-15). Además, aparece rodeado y en diálogo con
un grupo de discípulos (56 veces) que lo llaman rabbi (1,38.49; 11,8).
De los relatos de Juan se deduce que el proceso histórico de formación de
los discípulos fue probablemente más lento y complejo que el que presentan
las vocaciones sinópticas ideales y estilizadas descritas anteriormente;
en efecto, Jesús tuvo ya un primer contacto con algunos futuros discípulos
en el ambiente de los discípulos del Bautista (1,35-42), y el seguimiento
adquirió su forma definitiva sólo con la experiencia pascual (cf 7n
21,1-19).
En un evangelio en que falta el término ekklésía (iglesia), la expresión
“los discípulos” indica prácticamente el grupo o la comunidad de Jesús, es
decir, con terminología joanea, a aquellos que, creyendo en él, han pasado
de las tinieblas a la luz (3,13-17.21); son distintos de los “discípulos de
Moisés” (9,28) y de los mismos “discípulos” del Bautista (4,1). Se
identifican con los que Jesús gana para sí con su palabra y con sus signos
milagrosos (1,35-2,22) y que han creído en su palabra (8,31); ésos son sus
“amigos”, a quienes ha revelado los secretos del Padre (15,1517). Jesús
les promete que después de su partida se verán animados por su Espíritu
paráclito (14, I 6-17; 15,26-27; 16,7-15), que los guiará en la comprensión
de toda la verdad y que les anunciará además las cosas futuras (16,13).
Según el modelo del Kyrrios y maestro Jesús, tienen que servirse mutuamente,
incluso en los servicios más humildes (como el lavatorio de los pies:
13,13-17). Tendrán como distintivo de discípulos “suyos” el mandamiento
nuevo (correspondiente a la nueva alianza) del amor mutuo, según el modelo
de Jesús (13,3435), que llegó a dar su vida por sus amigos (15,12-13).
También ellos han de estar dispuestos a morir por él (11,7.16).
Estos discípulos representan además a la comunidad futura en contraste con
el judaísmo incrédulo (y excomulgada por él hacia el año 100); así, el ciego
de nacimiento, curado por Jesús, aparece como modelo del “discípulo de
Jesús”, en contraste con los fariseos, que se declaran tan sólo “discípulos
de Moisés” (9,27s). Los discípulos representan a los futuros creyentes
incluso en su temerosa adhesión a Cristo. El término mathetés es utilizado
para José de Arimatea, pero con cierto tono de reproche, por ser “discípulo”
secreto por temor a los judíos (19,38; cf también las alusiones a Nicodemo:
3,1-2; 19,39).
En el cuarto evangelio aparece también la figura misteriosa de un
discípulo amado de manera especial por Jesús (1,35-40; 18,15-16; 19,26-27;
20,2-8; 21,2.7.20-24) y que durante la última cena estaba recostado en su
pecho (13,23-26). Comúnmente se le identifica con el autor del cuarto
evangelio. En la redacción última del mismo parece personificar al
discípulo intuitivo, previsor y carismático frente al institucional de
Pedro. Los dos viven en comunión dentro de la comunidad, aunque con
momentos dialécticos de tensión. Este discípulo corre por delante, avanza
más pero sabe asimismo aguardar a Pedro (20,2-10; 21,7).
5. LOS DESTINATARIOS DE LA RADICALIDAD EVANGÉLICA.
Con esta expresión hace ya varios decenios que se indican aquellas
enseñanzas duras y exigentes de Jesús que imponen actos o actitudes de
ruptura respecto a las formas habituales, humanas o religiosas, de obrar,
y que se presentan a su vez con rasgos paradójicos o absolutos.
Hemos visto que Jesús impone a los discípulos, y especialmente a los doce,
un seguimiento que supone el abandono de la profesión y de la familia;
Jesús impone a los apóstoles o misioneros que partan sin equipaje y que para
la comida y el alojamiento confíen en la acogida de los evangelizados.
Están además las exigencias generales o imperativas morales de llevar la
propia cruz por causa de Jesús, hasta la renuncia de la propia vida (Mc 8,
34-38 p), de preferirlo hasta llegar a odiar por él al propio padre a la
propia madre (Lc 14,26.27) Mt (10,37-39) y de renunciar a las propias
riquezas para dárselas a los pobres (Mc 10,17-31 par, etc.). ¿Quiénes son
destinatarios? ¿Sólo los primeros discípulos históricos de Jesús o todos los
cristianos de todos los tiempos? ¿O bien esas exigencias son sólo consejos
evangélicos”, destinados a Vida “religiosa” en el sentido que alcanzará este
término en los siglos posteriores?
Remitiendo a la obra citada de Matura para un análisis detallado De diversos
textos, creemos que se puede concluir con él que lo único que puede llamarse
“consejo”, al no ser una prescripción dirigida a todos los creyentes, es la
/ virginidad por el reino de Dios (Mt 19,11-12; cf 1Cor 7,7). Todas las
demás exigencias van dirigidas a todos los discípulos, y por tanto a todos
los cristianos; obviamente, a los responsables de la comunidad y a los
misioneros de forma especial, puesto que han de ser los primeros en dar
ejemplo. Se duda, en cambio, en deducir si Jesús exigió a todos los
cristianos abandonar sus bienes o mejor ponerlos en común para atender a los
pobres y a los necesitados de la comunidad; sin embargo, éste es el
sentido que aparece del conjunto de todos los textos evangélicos, y
especialmente de la correlación que establece Lucas entre la llamada del
rico (18,22.28) y el sistema de vida de los primeros cristianos (He 2,45;
4,32.35). Por eso las dudas parecen nacer, más que de los textos, de las
consecuencias que se derivan. En efecto, “no hay nada en los textos
examinados que permita reservar las exigencias radicales a un grupo
restringido, sea cual sea… Los sinópticos extienden estas exigencias
—incluso la puesta en común de los bienes— a todos los creyentes… El
contenido de estas exigencias es muchas veces claro y duro; la forma de
vivirlas en concreto se deja a la invención creadora de cada uno, como una
interpelación inquietante” (p. 232). Pero, a mi juicio, los ejemplos de
Ananías y Safira por una parte y de Bernabé por otra (He 4,365,11) invitan
a no establecer un nivel igual de exigencia radical para todos; por eso
queda espacio dentro de las comunidades cristianas para vocaciones
“religiosas” más radicales que las otras, pero que deberían manifestarse
como “signo” y estímulo a todos los cristianos en la actuación misma de la
exigencia evangélica de compartir fraternalmente los bienes.
También J. Eckert concluye que tanto la radicalidad en el seguimiento como
los respectivos imperativos morales prescriben una orientación total al
reino de Dios: “Se parecen a llamadas que quieren hacer del hombre un
‘claro-oyente’ (el momento lingüístico) y un `clanvidente’ (el momento de
contenido), para que él reelabore de vez en cuando en su propia situación y
con imaginación los principios fundamentales del reino de Dios presentados
ejemplarmente… Los radicalismos son la sal del anuncio de Jesús” (p. 325).
(Leonardi, G., Apóstol / Discípulo, en Nuevo Diccionario de Teología
Bíblica, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988, p. 153 – 162)
Santos
Padres: San Gregorio Magno - El odio santo
1. Si consideramos, hermanos carísimos, cuáles y cuántos bienes son los que
se nos prometen para el cielo, todo lo que hay en la tierra lo tiene por vil
el alma, porque toda la riqueza de la tierra, comparada con la felicidad del
cielo, más bien que subsidio, es pesadumbre.
La vida temporal, comparada con la eterna, muerte debe llamarse mejor que
vida; porque el diario deshacerse de nuestra corrupción, ¿qué otra cosa es
más que una muerte prolongada? En cambio, ¿qué lengua es capaz de decir, ni
entendimiento de comprender, cuán grandes son los gozos de aquella ciudad
celeste, hallarse entre los coros de los ángeles, colocado con los
felicísimos espíritus, estar de asiento en la gloria del Creador, mirar
presente la faz de Dios, ver la luz infinita, no ser afectados por el temor
de la muerte y gozarse del don de la perpetua incorrupción?
Sólo con oír esto, se enardece el ánimo y desea estar ya presente allí donde
espera gozar sin fin. Pero a los grandes premios no puede llegarse sino tras
grandes esfuerzos; y por eso el egregio Predicador, San Pablo, dice (2 Tm 2,
5): No será coronado sino quien peleare legítimamente. Alegre, pues, al alma
la grandeza de los premios, pero no tema las fatigas de la lucha. Por eso, a
los que a Él acuden dice la Verdad: Si alguno de los que me siguen no
aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer y a los hijos, y a los
hermanos y a las hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo.
2. Más pláceme poner en claro: ¿cómo es que se nos manda aborrecer a los
padres y a los allegados de la sangre, siendo así que tenemos precepto de
amar aun a los enemigos? Porque cierto es que la Verdad, refiriéndose a la
esposa, dice (Mt 9, 6): Lo que Dios unió no lo separe el hombre; y San Pablo
dice (Ef 5, 25): Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres así como Cristo
amó a su Iglesia.
Ya lo veis; el discípulo predica que se debe amar a la mujer, siendo así que
el Maestro dice: Quien no aborrece… a su mujer, no puede ser mi discípulo.
¿Será que el Juez anuncia una cosa y el Predicador publica otra distinta? ¿O
es que podemos amar y aborrecer a la vez?
Pero, si examinamos agudamente el sentido del precepto, lo uno y lo otro
podemos hacerlo discrecionalmente, de manera que amemos a la esposa y a los
que nos están unidos por parentesco carnal y también a cuantos reconocemos
por prójimos, y que desconozcamos por tales, aborreciéndolos y huyéndolos, a
cuantos sentimos como adversarios en el camino de Dios; pues viene a ser
amado, diríamos que por medio de ese odio quien no es atendido cuando, por
juzgar carnalmente, nos induce al mal; y el Señor, para demostrar que este
odio para con el prójimo no procede de malevolencia, sino de caridad, a
continuación añade, diciendo: Y aun su misma vida. Luego se nos manda
aborrecer a los prójimos y aborrecer nuestra propia vida; consta, pues, que
cumple el deber de odiar al prójimo amándole quien le odia como a sí mismo;
porque nosotros odiamos bien nuestra vida cuando no consentimos en sus
carnales deseos, cuando mortificamos sus concupiscencias y nos oponemos
constantes a sus placeres, de manera que, una vez despreciadas estas cosas,
se encamina a lo mejor, y así viene a ser amada como por el odio,
Así, así es como a la esposa y a nuestros prójimos debemos mostrar el odio,
amando a la vez lo que son y odiando lo que nos estorban en el camino de
Dios.
3. En efecto, cuando San Pablo se encaminaba a Jerusalén, el profeta Agabo
cogió su cinturón y ató sus pies, diciendo (Hch 21, 11): Así atarán en
Jerusalén al varón de quien es este cinto. Mas éste, que odiaba
perfectamente su vida, ¿qué decía? Yo no sólo estoy dispuesto a ser atado,
sino también a morir en Jerusalén por el nombre de Jesucristo (Hch 21, 13);
ni tengo mi vida por más preciosa que yo (Hch 20, 24). He ahí cómo,
amándola, odiaba su vida, la cual deseaba entregar a la muerte por Jesús,
para que, muriendo al pecado, resucitara a la vida.
Por tanto, copiemos de esta discreción en odiarnos el modo de odiar al
prójimo; ámese en este mundo a todos, aunque sea al enemigo; pero ódiese al
que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente; porque quien ya
aspira a lo eterno, en ese camino que ha emprendido por la causa de Dios
debe hacerse extraño al padre, a la madre, a los hijos, a los parientes y
aun a sí mismo, para conocer a Dios tanto mejor cuanto que, por El, no
conoce a nadie, pues mucho es lo que fustigan al alma y ofuscan su
perspicacia los afectos carnales, los cuales, sin embargo, nunca nos dañarán
si los dominamos, reprimiéndolos.
Debemos, pues, amar a los prójimos; debemos tener caridad con todos, con los
parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el
amor de ellos.
4. Además, sabemos que, cuando era trasladada desde la tierra de los
filisteos a la tierra de Israel el arca del Señor, fue colocada sobre un
carro, al cual fueron uncidas vacas que se dice eran recién paridas y que
sus terneros quedaron encerrados en casa; y está escrito (1 R 6, 12): Y las
vacas iban vía recta por el camino que conduce a Bethsames y marchaban por
un mismo camino andando y mugiendo y no se desviaban ni a la derecha ni a la
izquierda.
Ahora bien, ¿a quién figuran las vacas sino a cualquiera de los fieles que
hay en la Iglesia, y que, cuando consideran los preceptos de la Sagrada
Escritura, llevan como puesta sobre ellos el arca del Señor?
Es de notar que de estas vacas se refiere que eran recién paridas; es decir,
que hay muchos que, colocados interiormente en el camino del Señor,
exteriormente están ligados con afectos carnales, pero no se desvían del
camino recto, porque llevan en el alma el arca del Señor.
Y ved que las vacas se encaminan a Bethsames. Ahora bien, Bethsames
significa casa del sol, y el profeta (Ml 4, 2) dice: Más para vosotros, que
teméis mi nombre, nacerá el sol de justicia. Luego, si nos encaminamos a la
casa del Sol eterno, justo es, en verdad, que no nos desviemos del camino
del Señor por causa de los afectos carnales.
También debe ponerse toda la atención en que las vacas, uncidas al carro del
Señor, van camino adelante y mugen. Gimen interiormente, pero, con todo, no
desvían del camino sus pasos. Sin duda de este modo deben mantenerse dentro
de la santa Iglesia tanto los predicadores como los fieles, compadeciéndose
caritativamente de los prójimos, pero sin salirse del camino del Señor por
causa de tal compasión.
5. Y cómo deba mostrarse este odio a la vida, la misma Verdad lo declara,
diciendo luego: Quien no carga con su cruz y no viene en pos de mí, tampoco
puede ser mi discípulo. Bien: se llama cruz—de cruciatur—el sufrimiento; y
de dos maneras cargamos con la cruz del Señor: o cuando mortificamos la
carne con la abstinencia, o cuando, compadecidos del prójimo, reputamos por
nuestra la necesidad suya; pues quien muestra dolerse de la necesidad ajena,
lleva la cruz en el alma.
Mas es de saber que hay algunos que soportan la abstinencia de la carne, no
por Dios, sino por vanagloria; y son muchos los que se compadecen del
prójimo, no espiritual, sino carnalmente, de suerte que con su compasión le
estimulan, no a la virtud, sino al pecado; y así, éstos parece, sí, que
llevan la cruz, pero no siguen al Señor. Por eso dice bien la misma Verdad:
Quien no carga con su cruz y además no viene en pos de mí, no puede ser mi
discípulo.
Llevar, pues, la cruz e ir en pos del Señor es o afligir la carne con
privaciones o compadecerse del prójimo conforme a la voluntad eterna de
Dios; porque quien esto hace por un gusto temporal, lleva, sí, la cruz, pero
no quiere ir en pos del Señor.
6. Ahora bien, como se han dado preceptos de cosa sublime, en seguida se
agrega el símil de un edificio alto, diciendo: Pues ¿quién de vosotros,
queriendo edificar una torre, no echa primero despacio sus cuentas, para ver
si tiene recursos bastantes con que acabarla? No le suceda que, después de
haber echado los cimientos y no pudiendo concluirla, todos los que lo vean
comiencen a burlarse de él diciendo: Ved ahí un hombre que comenzó a
edificar y no pudo rematar.
Debemos premeditar todo lo que hacemos, porque ahí tenéis que, según dice la
Verdad, quien edifica una torre prepara antes los recursos para el edificio;
luego, si deseamos construir la torre de la humildad, debemos prepararnos
primero contra las adversidades de este mundo.
Pero entre el edificio terreno y el celeste hay esta diferencia: que el
terreno se construye reuniendo caudales, pero el celeste repartiéndolos;
reunimos caudales para aquél recogiendo lo que no tenemos; para éste
reunimos caudales dejando lo que tenemos.
No pudo reunir estos caudales aquel rico que, siendo dueño de muchas
posesiones, preguntó al Señor diciendo (Lc 18, 18): Maestro bueno, ¿qué
podré yo hacer para alcanzar la vida eterna?, y que, habiendo oído que se le
aconsejaba dejar todas las cosas, se retiró triste y apesadumbrado en el
alma, precisamente por eso, porque exteriormente poseía muchos bienes; pues
como en esta vida tenía los caudales de la grandeza, no quiso tener los
caudales de la humildad para encaminarse a la vida eterna.
Pero es de considerar que se dice: Cuantos lo vieren, comenzarán a burlarse
de él; porque, según dice San Pablo (1 Co 4, 9), servimos de espectáculo al
mundo, a los ángeles y a los hombres; así que en todo lo que hacemos debemos
tener en cuenta a nuestros enemigos, los cuales acechan siempre nuestros
actos y siempre se congratulan de nuestros defectos. Mirando a los cuales
(enemigos), el profeta dice (Sal 24, 2): Dios mío, yo confío en ti; no me
veré avergonzado, ni mis enemigos se reirán de mí. De manera que, si al
realizar nuestras obras no estamos alerta contra los espíritus malignos,
sufriremos las burlas de los mismos que nos incitan al mal.
Y después que se ha puesto el símil de la construcción de un edificio,
agrégase otro símil, procediendo de lo menos a lo más, para que de las cosas
menores se piense en las mayores. Y así prosigue: ¿O cuál es el rey que,
habiendo de hacer guerra contra otro rey, no considera primero despacio si
podrá con diez mil hombres hacer frente al que con veinte mil viene contra
él? Que, si no puede, despachando una embajada cuando está el otro todavía
lejos, le ruega con la paz.
Un rey va decidido a luchar contra otro rey, y, sin embargo, si considera
que no puede resistirle, envía una embajada y pide la paz. ¿Con qué
lágrimas, pues, debemos solicitar la paz nosotros, que en aquel tremendo
examen no acudimos de igual a igual con nuestro juez, ya que nos hacen
indudablemente inferiores la flaqueza de nuestra condición y nuestra causa?
Pero tal vez hemos desechado ya de nosotros las culpas de nuestras malas
obras, ya evitamos al exterior todo mal; y qué, ¿acaso podremos dar buena
cuenta de nuestros pensamientos? Porque se dice que viene con veinte mil
hombres aquel contra el cual no puede éste que viene con diez mil; pues de
diez mil a veinte mil es como de sencillo a doble. Ahora bien, nosotros,
cuando mucho adelantamos, apenas mantenemos en rectitud nuestras obras
exteriores; porque, si ya ha sido arrancada de nuestra carne la lujuria,
todavía no ha sido totalmente arrancada del corazón; más Aquel que viene a
juzgar, juzga igualmente lo exterior y lo interior y examina por igual las
obras y los pensamientos. Viene, pues, con doble ejército contra sencillo
quien nos examina a la vez de las obras y de los pensamientos, cuando apenas
estamos preparados para responder de una sola obra.
¿Qué debemos, por tanto, hacer, hermanos carísimos, viendo que no podemos
hacer frente con un ejército sencillo a un ejército doble, sino enviar una
embajada y solicitar la paz, ahora, cuando todavía está lejos, pues se dice
que está lejos porque no está aún presente por el juicio?
Enviémosle de embajadoras nuestras lágrimas; enviémosle obras de
misericordia; sacrifiquemos en su altar hostias pacíficas; reconozcamos que
nosotros no podemos contender con El en juicio; consideremos su poder y su
fortaleza y pidámosle la paz. Esta es la embajada nuestra que aplaca al Rey
que viene.
Pensad, hermanos, cuán benigno es, pues que tarda en venir, sabiendo que
puede confundirnos con su venida. Enviémosle, como hemos dicho, nuestra
embajada llorando, haciendo limosnas, ofreciendo sacrificios. Y para obtener
nuestro perdón sufraga de un modo particular el santo sacrificio del altar
ofrecido con lágrimas y con fervor del alma; porque Aquel que, habiendo
resucitado de entre los muertos, ya no muere, todavía en este sacrificio
padece místicamente por nosotros; pues cuantas veces ofrecemos el sacrificio
de su pasión, otras tantas renovamos su pasión para absolución nuestra.
8. Muchos de vosotros, hermanos carísimos, conocéis ya, según creo, esto que
quiero traer a vuestra memoria refiriéndolo.
Se cuenta haber sucedido, no hace mucho tiempo, que cierto individuo fue
hecho prisionero de sus enemigos y transportado muy lejos; y después de
estar largo tiempo en prisiones, su mujer, no teniendo noticia alguna de su
cautiverio, pensó que había muerto. Todas las semanas cuidaba de ofrecer
sacrificios por él, como si ya fuera difunto; y cuantas veces su mujer
ofrecía sacrificio en sufragio de su alma, otras tantas se le desataban las
cadenas en la prisión. Habiendo vuelto no mucho después, admirado en
extremo, refirió a su mujer que en determinados días cada semana se le
desataban sus cadenas; y su mujer, fijándose en los días y en las horas,
reconoció que él quedaba desatado cuando ella se acordaba de ofrecer por él
sacrificios.
Por tanto, de aquí, hermanos carísimos, colegid de aquí, como cosa cierta,
de cuánto vale para desatar las ligaduras del corazón el santo sacrificio
ofrecido por nosotros, puesto que, ofrecido por otros, pudo en éste desatar
las ligaduras del cuerpo.
9. Muchos de vosotros, hermanos carísimos, habéis conocido a Casio, obispo
de Narni, quien acostumbraba a ofrecer el santo sacrificio a Dios cada día,
de modo que apenas si pasó un solo día de su vida en que no inmolase a Dios
omnipotente la hostia pacifica; con el cual sacrificio iba también muy
acorde su vida; pues, distribuyendo en limosnas cuanto tenía, cuando se
acercaba a la hora de ofrecer el sacrificio, como deshaciéndose en lágrimas,
inmolábase a sí mismo con grande contrición de corazón. Yo he conocido su
vida y su muerte por referencia de cierto diácono de vida venerable que
había sido familiar suyo; y contaba que cierta noche habíase aparecido en
visión a su presbítero el Señor, diciendo: Ve y di al obispo: Persevera en
lo que haces y mantente en tus buenas obras; no descanse tu pie ni des paz a
la mano; en el natalicio de los Apóstoles vendrás a mí y te daré tu
recompensa. Levantóse el presbítero; pero, por estar tan próximo el día del
natalicio de los Apóstoles, temió anunciar a su obispo el día de su próxima
muerte. Volvió el Señor otra noche y le reprendió fuertemente su
desobediencia y repitió las mismas palabras de su encargo. Entonces el
presbítero se levantó para ir, más de nuevo la flaqueza de ánimo impidió
manifestar la revelación, y también se resistió a llevar el aviso del
repetido mandato y descuidó el manifestar lo que había visto. Pero, como a
la gran mansedumbre suele seguir mayor ira en vengar la gracia despreciada,
apareciendo el Señor en una tercera visión, a las palabras añadió ya los
azotes, y fue molido con tan severos golpes para que las heridas del cuerpo
ablandaran la dureza del corazón. Levantóse, pues, aleccionado por el
castigo, y corrió en busca del obispo, al que halló ya dispuesto, según
costumbre, a ofrecer el santo sacrificio ante el sepulcro del santo mártir
Juvenal; llamóle aparte de los circunstantes y se postró a sus pies. El
obispo, al verle derramar abundantes lágrimas, a duras penas si pudo
levantarle, y procuró conocer la causa de sus lágrimas. Pero él, para
referir ordenadamente la visión, quitándose primero de los hombros el
vestido, descubrió las heridas de su cuerpo, testigos, por decirlo así, de
la verdad y de su culpa, y mostró en las heridas recibidas con cuánto rigor
habían surcado sus miembros los azotes. Apenas visto lo cual por el obispo,
horrorizóse y, con grande asombro, preguntó a voces quién se había atrevido
a hacer con él tal cosa. Más él respondió que él mismo había sido castigado
por su culpa. Acrecióse con el terror la admiración, pero, sin dar ya más
treguas a las preguntas de aquél, el presbítero descubrió el secreto de la
revelación y le refirió las palabras del mandato del Señor que había oído,
diciendo: Persevera en lo que haces, mantente en tus buenas obras, no
descanse tu pie ni des paz a tu mano; en el natalicio de los Apóstoles
vendrás a mí y te daré tu recompensa. Oído lo cual, el obispo postróse en
oración con gran contrición de corazón, y el que había venido a ofrecer el
sacrificio a la hora de tercia, retrasóle hasta la hora de nona por haber
prolongado tanto su oración. Y ya desde entonces acrecentáronse más y más
los progresos de su piedad, y se hizo tan fuerte en el bien obrar cuanta era
su seguridad de la recompensa, por lo mismo que con tal promesa había
comenzado a tener por deudor al mismo a quien había sido deudor. Más había
tenido éste la costumbre de acudir a Roma todos los años el día del
natalicio de los Apóstoles, y ya, prevenido con esta revelación, no quiso
venir, según costumbre. Estuvo, pues, cuidadoso en aquel mismo tiempo y
pendiente de la esperanza de su muerte; y así el segundo año y también el
tercero, y del mismo modo el cuarto, el quinto y el sexto; y ya podía
desconfiar de la revelación si los azotes no atestiguasen las palabras. Más
he aquí que, habiendo llegado sano a las vigilias el séptimo año, durante
ellas acometióle una fiebrecilla, y, en el mismo día del natalicio, a los
hijos fieles que le esperaban declaró que no podía celebrar las solemnidades
de la misa; pero ellos, que también estaban temerosos de su muerte,
acudieron todos juntos a él obligándose unánimes a no consentir que en aquel
día se celebraran las solemnidades de la misa a no ser que su mismo prelado
se presentara ante el Señor a interceder por ellos. El entonces, conmovido,
celebró misa en el oratorio episcopal y dio a todos por su mano el cuerpo
del Señor y la paz; y terminado todo lo pertinente al oficio del sacrificio
ofrecido, volvió al lecho, y, estando allí, como viera que le rodeaban sus
sacerdotes y ministros, como dándoles el último adiós, exhortábalos a
conservar el vínculo de la caridad y les predicaba con cuánta concordia
debieran unirse entre sí, cuando en esto que de repente, entre las palabras
de la santa exhortación, clamó con voz aterradora, diciendo: «Ya es hora»; y
al punto él mismo, con sus propias manos, dio a los que le asistían el
lienzo que, según costumbre en los que morían, se le pondría sobre su
rostro. Extendido el cual, expiró; y de este modo, aquella alma santa, al
llegar a los gozos eternos, quedó libre de la corrupción del cuerpo.
¿A quién, hermanos carísimos, a quién ha imitado este santo varón en su
muerte sino a Aquel a quien había contemplado en su vida? Pues al decir: «Ya
es hora», salió de su cuerpo, lo mismo que Jesús, cumplidas todas las cosas,
habiendo dicho (Jn 19, 30): Todo está cumplido, inclinando su cabeza,
entregó su espíritu. De modo que lo que el Señor hizo en virtud de su poder,
eso mismo hizo su siervo en virtud de su vocación.
10. Ved qué grande paz obró por gracia, al venir el Señor, aquella embajada
de la Hostia diaria enviada por medio de limosnas y de lágrimas.
Deje, pues, el que pueda, todas las cosas; y quien no puede las todas,
mientras todavía está lejos el Rey, envíe embajada de lágrimas y de
limosnas, ofrezca dones de sacrificios.
Quien sabe que, airado, no se le puede soportar, quiere ser aplacado con
ruegos. El detenerse todavía es porque espera la embajada de la paz. Ya
habría venido, ya, si quisiera; y habría deshecho a todos sus enemigos.
Mas también cuán terrible vendrá lo da a conocer; y, no obstante, retrasa su
venida, porque no quiere encontrar a quienes castigar, antes nos echa en
cara la culpa de nuestro abandono, diciendo: Así, pues, cualquiera de
vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo; y,
con todo, nos ofrece el medio de esperar la salud, ya que quien no puede ser
resistido cuando está airado, quiere ser aplacado con que se le pida la paz.
Así que, hermanos carísimos, lavad con lágrimas las manchas de vuestros
pecados, cubridlos con limosnas, expiadlos con sacrificios. No pongáis el
corazón en las cosas que todavía no habéis dejado de usar; poned vuestra
esperanza solamente en el Redentor y vivid con el pensamiento en la vida
eterna. Pues, si ya no tenéis puesto el amor en cosa alguna de este mundo,
ya habéis dejado todas, aun poseyéndolas.
Concédanos los gozos deseados el mismo que nos ofrece el medio de obtener la
paz eterna, Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con el Padre, en
unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio, Libro II, Homilía XVII
[37], BAC Madrid 1958, p. 741-48
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Santos Padres: San Agustín - El amor a los padres (Mt 10,37)
1. Al exhortarnos el Señor a su amor, comenzó citando a aquellas personas
que con razón amamos, diciendo: Quien amare a su padre o a su madre más que
a mí, no es digno de mí. Pues si no es digno de Cristo quien antepone su
padre a Cristo, ¿cómo será digno de Cristo un solo adarme quien antepone el
oro a Cristo? Hay en el mundo cosas que son malamente amadas, y al ser mal
amadas en el mundo, hacen al amador inmundo. Gran inmundicia del alma es el
amor ilícito, ese peso que agrava a quien desea volar. Porque cuanto levanta
al alma al cielo un amor justo y santo, tanto la abate al fondo un amor
injusto e inmundo.
Hay un peso propio que lleva a cada uno adonde debe, y es su amor. No le
lleva adonde no debe, sino adonde debe. Y así, quien bien ama es llevado a
lo que ama, y ¿adónde, sino adonde está ese bien que ama? ¿Con qué premio,
por tanto, nos exhorta el Señor Cristo a que le amemos, sino con el
cumplimiento de lo que pide al Padre: Quiero que donde esté yo, estén
también éstos conmigo? ¿Quieres estar donde está Cristo? Ama a Cristo y con
ese peso serás arrebatado al lugar de Cristo. No te dejará caer al fondo una
fuerza que tira y arrebata hacia arriba. No busques otros andamios para
subir hacia arriba: amando te esforzarás, amando serás arrebatado y amando
llegarás. Te esfuerzas cuando peleas con un amor inmundo; eres arrebatado
cuando vences; llegas cuando eres coronado. ¿Quién me dará, dijo cierto
amador, alas como de paloma y volaré y descansaré? Aún buscaba alas, aún no
las tenía, y por eso gemía; aún no se regocijaba, aún peleaba, aún no era
arrebatado.
2. Nos circunda el murmullo de los inicuos amores. Por doquier solicitan y
retienen al que quiere volar, por doquier las cosas visibles como que nos
obligan a que las amemos. No nos obliguen, sin embargo; si las entendemos,
las vencemos. Hermoso es el mundo; nos halaga con la variedad de su
multíplice hermosura. No es posible contar cuántas cosas sugiere cada día el
amor ilícito. Y ¡cuán simple es el amor con que es superada tanta
multiplicidad! Para que tantos amores sean superados necesitamos un solo
amor: uno bueno contra todos los malos. Porque la unidad supera a la
variedad, y la caridad a la concupiscencia. Decía aquél: quién me dará alas,
pues quería tener con qué volar al sosiego; ni en los que en este mundo se
llaman bienes encontraba reposo quien amaba otra cosa. A un amador de la
patria le sabe amargo un delicioso destierro entre tantas cosas que le
incitan a amarlas.
Gran pena es no tener lo que amas. Y no tienes lo que amas; tienes lo que
puedes amar, pero aún no tienes lo que ya comenzaste a amar. ¿Qué tienes que
puedas amar si falta lo que se ama? Tormento del corazón es amar y no tener.
Por ejemplo, ama alguien a la patria, y tiene dinero. Que no ame el dinero
por amor a la patria. Si en la peregrinación amase el dinero para tenerlo en
abundancia, quizá el mismo dinero retardara e impidiera el regreso. Di lo
que quieras, impide el regreso. Si sólo esto se consigue, es suficiente y se
considera superfluo todo lo demás, que no ayuda a alcanzar aquello que se
ama. Y si le dijeran: el dinero te ayuda para que puedas llegar a la patria,
lo tomaría, lo cuidaría, lo apetecería; pero no por él. ¿Le ayuda la nave?
Le apetecería, pero no por la nave. Ayudan los marineros, ayuda el timonel,
ayuda quien aprovisiona la alforja; todo eso se acepta, se apetece, pero no
por ello; una cosa sola se ama, lo demás se acepta. Y se acepta para poder
llegar a aquello que se ama.
3. ¿Pensamos poder decir: Una sola cosa pedí al Señor? Digámoslo, digámoslo
si podemos, como podamos, en cuanto podamos. Mirad cuan feliz es el corazón
que usa esa fórmula interiormente, allí donde oye sólo aquel a quien se
dice; pues muchos dicen fuera lo que no tienen dentro; se glorían en la cara
y no en el corazón. Vea, pues, cada cual cuan feliz es el corazón que dice
interiormente, allí donde sabe lo que dice: Una sola cosa pedí al Señor,
ésta recabaré. ¿Y cuál es ella? Dice que es una sola cosa o petición. ¿Cuál
es? Habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida y contemplar la
delectación del Señor. Esta es la única cosa, pero ¡qué buena! Pondérala
frente a muchas otras. Si ya tienes algún gusto, si ya te intriga ella algo,
si ya aprendiste a calentarte con un santo deseo, pésala frente a muchas
otras cosas, instala la balanza de la justicia, pon en un platillo el oro,
la plata, las piedras preciosas, honores, dignidades, potestades, noblezas,
alabanzas humanas (¿cuándo mencionaré todas?), coloca todo el mundo; mira si
tienes alguna contemplación, mira si puedes colocar esas dos realidades,
aunque sólo sea para el examen: todo el mundo, y el Creador del mundo.
4. ¿Qué me dice el oro? Ámame. Pero ¿qué me dice Dios? Usaré de ti, y usaré
de tal modo que no me poseas ni me separes de ti. ¿Qué otra cosa me dice?
Ámame, es una criatura. Yo amo al Creador. Bueno es lo que hizo, pero
¡cuánto mejor es quien lo hizo! Aún no veo la hermosura del Creador, sino la
ínfima hermosura de las criaturas. Pero creo lo que no veo, y creyendo amo,
y amando veo. Callen, pues, los halagos de las cosas muertas, calle la voz
del oro y de la plata, el brillo de las joyas y, en fin, el atractivo de
esta luz; calle todo. Tengo una voz más clara a la que he de seguir, que me
mueve más, que me excita más, que me quema más estrechamente. No escucho el
estrépito de las cosas terrenas. ¿Qué diré? Calle el oro, calle la plata,
calle todo lo demás de este mundo.
5. Diga el padre: ámame. Diga la madre: ámame. A esas voces replicaré:
callad. ¿Acaso es justo lo que exigen? ¿No devuelvo lo que recibí? El padre
dice: «Yo engendré». La madre dice: «Yo di a luz». El padre dice: «Te
eduqué». La madre dice: «Te alimenté». Son quizá justas sus voces cuando
dicen: quieres ser llevado en sus alas, pero no vueles con deudas, devuelve
lo que te dimos. Respondamos al padre y a la madre, que dicen justamente:
«Amaños»; respondamos: «Os amo en Cristo, no en lugar de Cristo. Estad
conmigo en él, yo no estaré con vosotros sin él». Pero dirán: «No queremos a
Cristo». «Yo, en cambio, quiero más a Cristo que a vosotros. ¿Perderé a
quien me creó por atender a quien me engendró?» Respondo, pues, al padre:
«Llevado por el placer me engendraste, él por sola bondad nos creó a mí y a
ti, ¿Despreciaremos, porque ya somos, al que nos amó antes de que fuéramos?»
Digamos a la madre: «Pudiste concebir, pero ¿acaso formar? Pudiste aumentar
el vientre con mi carne, pero ¿acaso infundir el alma en la carne? Cuando me
llevabas encerrado, ignorabas si iba a ser varón o mujer. ¿Acaso era Dios
desconocedor de su obra, como lo eras tú de tu carga? ¿Osas decir: 'No
vayamos a él', tú que no me escuchas cuando digo 'vayamos juntos'? Yo oigo,
temo y amo más. No me diste más que el que me creó en ti (...) sino porque
fue creado por mí». En efecto, aquel por quien fueron creadas todas las
cosas, fue creado por nosotros entre ellas. ¿Por amor a la madre despreciaré
a Cristo, que siendo Dios quiso por mí tener madre? Quizá quiso tener madre
precisamente para enseñarme en ella a desdeñar al padre y a la madre por el
reino de los cielos.
6. Hablando a los discípulos, dice: No llaméis a nadie padre vuestro en la
tierra. Vuestro único Padre es Dios. Por ello, al enseñarnos a orar nos
ordenó que dijéramos: Padre nuestro que estás en los cielos. Al padre que
tuve en la tierra lo deposité en el sepulcro, pero tengo siempre un Padre en
el cielo. No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, dice, pues vuestro
único Padre es Dios. Parecía duro que impusiera el precepto y no diera el
ejemplo. Mientras trataba algunas cosas acerca del reino de los cielos con
sus discípulos, la madre estaba fuera, y se le dijo que estaba allí. Digo
que le anunciaron que su madre con sus hermanos, esto es, con sus parientes,
estaba fuera. ¿Qué madre? Aquella madre que le concibió por la fe, aquella
madre que permaneciendo virgen le dio a luz, aquella madre fiel y santa,
estaba fuera y se lo anunciaron. Si él hubiese interrumpido las cosas que
trataba y hubiese salido a su encuentro, habría edificado en su corazón un
afecto humano, no divino. Para que tú no escucharas a tu madre cuando te
retrae del reino de los cielos, él por hablar del reino de los cielos
desdeñó hasta a la buena María.
Si Santa María, queriendo ver a Cristo, es desdeñada, ¿qué madre habrá de
ser oída cuando impide ver a Cristo? Recordemos lo que entonces respondió
cuando le anunciaron que su madre y sus hermanos, esto es, los parientes de
su familia, estaban fuera. ¿Qué respondió? ¿Quién es mi madre y quiénes son
mis hermanos? Y extendiendo la mano hacia sus discípulos, éstos son, dijo,
mis hermanos. Quien hace la voluntad de mi Padre, que me envió, es para mí
un hermano, hermana y madre. Rechazó la sinagoga de la que fue engendrado, y
encontró a los que él engendró. Y si los que hacen la voluntad del que le
envió son su madre, hermano y hermana, queda comprendida su madre María.
7. Quien hace la voluntad del que me envió es para mí un hermano, hermana y
madre. Tienes cómo hacerte hermano de Cristo; ama con él la misma herencia.
Tienes cómo hacerte madre de Cristo, si concibes en tu corazón lo que ella
concibió en su seno. Al nombrar estas necesidades, el sentimiento humano
queda corto; en la propagación carnal nadie puede ser hermano y madre de un
hombre. ¿Quién ignora que eso no es posible? Pero la caridad no tiene tales
límites.
Sin duda, la Iglesia es esposa de Cristo, pero es también novia de Cristo.
Sabemos con qué misterio, en la primera profecía del primer hombre, se dijo:
serán dos en una carne. Sabemos cómo explica eso el Apóstol diciendo: pero
yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia. Por ende, si la Iglesia es, sin duda,
esposa de Cristo, puede ser madre de Cristo aunque de otro modo, con otra
sana explicación. Si de cualquiera puede decirse: Quien hace la voluntad del
que me envió es hermano, hermana y madre, ¿cuánto más podrá decirse eso de
la Iglesia universal, que en sus catecúmenos concibe cada día a los miembros
de Cristo, y de esos infieles da a la luz miembros de Cristo? Porque
vosotros, dijo el Apóstol, sois cuerpo y miembros de Cristo. A vosotros
pregunto, miembros de Cristo: ¿Quién os dio a luz? Responderéis: «La madre
Iglesia». Pues ¿cómo no será madre de Cristo la Iglesia, que da a luz a los
miembros de Cristo? Esta es la casa en que prefirió habitar aquel que pedía
una sola cosa. ¿Cómo no renunciará a la esposa quien desea habitar en la
esposa de Cristo? ¿Cómo no desdeñará a la madre quien quiere habitar en la
madre de Cristo? ¿Cómo no desdeñará al padre quien quiere tener por padre al
Padre de Cristo?
No se irriten los padres. Mucho se los estima cuando se les antepone sólo
Dios. Si no quieren que se les anteponga Dios, ¿qué quieren o qué reclaman?
Escuchémosles. Pienso que no osarán decirnos: ¡Prefiérenos a Dios! No lo
dicen. Eso no lo dice nadie, ni un loco. No se lo dice a su hijo ni siquiera
aquel que dice en su corazón: No hay Dios. De ningún modo se atreverán el
padre o la madre a decir eso: que se les prefiera a Dios. No digo que se les
anteponga, pero ni siquiera que se les compare. ¿Qué dicen entonces? Dios te
ha dicho. ¿Qué me ha dicho Dios? Honra a tu padre y a tu madre. Lo
reconozco, Dios me lo dijo. No te irrites cuando, frente a ti, sólo prefiero
a aquel que lo dijo. Yo amo, amo decididamente y te amo también a ti. Pero
el que me enseñó a amarte a ti es mejor que tú. Basta que no me lleves
contra él y que ames conmigo al que me enseñó a amarte a ti, pero no más que
a él.
8. Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí. Así
añade: Más que a mí. Ama, dice, a los padres, pero no más que a mí. Su
esposa te grita: Ordenad en mí la caridad. Ama ordenadamente para que seas
ordenado. Distribuye a las cosas sus pesos e importancia. Ama al padre y a
la madre, aunque tienes algo que has de amar más que al padre y a la madre.
Si los amas más, serás condenado, y si no los amas serás condenado.
Ofrezcamos el honor a los padres, pero prefiramos a nuestro Creador, al que
amamos más en el temor, amor, obediencia, honor, fe y deseo. Quien anta al
padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí. Retírense, pues, un poco
del medio los padres, no humillados, sino ordenadamente honrados.
9. Alguien tiene esposa; alguien tiene hijos. Y le gritan: « ¡Amaños! »
Responde: «Os amo». Di a la esposa: «Si no te amase, no me hubiese casado
contigo». Di a los hijos: «Si no os amase, no os hubiera engendrado y
educado». Pero ¿qué es lo que queréis? ¿Queréis desviar a un mártir que
marcha hacia Cristo y no para abandonaros, y envidiáis la corona de ese a
quien amáis? Corresponded.
Él os ama, amadle vosotros también a él. ¿Por qué habéis de odiarle cuando
os ama? Mira, si niega a Cristo, es condenado. Ved lo que hicisteis.
¿Quisierais que un juez terreno condenase a ese a quien amáis? Si lo
quisierais, no le amáis. Y como le amáis, no queréis que sea condenado por
el juez terreno. Si negare a Cristo, no es condenado en la tierra, pero es
condenado por aquel que hizo el cielo y la tierra. ¿Por qué no teméis que
ese a quien amáis sea condenado por un juez superior? El juez terreno se
ensaña hasta la muerte; se ensaña hasta la muerte; ¡pero el juez superior va
más allá de la muerte! ¿Qué es lo que hacéis cuando causáis la ruina de
aquel a quien amáis? ¿De qué apartáis a ese a quien amáis? Irá a la gehena y
no tendrá corona. ¡Y eso es amar! Pero los que no queréis que padezca estas
cosas por Cristo no tenéis fe. Si la tuvierais, no le apartaríais de la
pasión, sino que querríais padecer con él.
10. Es fácil satisfacer a los hijos. Más urge la esposa: No me abandones,
dice. Te irás y quedaré viuda. Dios nos unió, no nos separe el hombre.
Responde a tales voces. Que ellas no te quiebren, que no te corrompan: son
injustas, hay que discutirlas. Te cita el Evangelio: Lo que Dios unió, no lo
separe el hombre. Pero eso no debe asustarte, de modo que te separes de Dios
al querer unirte a tu esposa. Si has de temer la separación de tu esposa,
¿cuánto más la del Creador? Dios unió, el hombre no separe.
Pero ni siquiera de la esposa te separarás, cuando por el nombre de Cristo
la precedas en busca de la corona. Eres el abogado de esta viuda que dejas,
pues ni has dejado a la que en bien de ella misma has abandonado. Si no se
tratase de padecer por Cristo y, tal como son las cosas humanas, hubieses
muerto, ¿se llamaría separación? Muere primero el marido, y ¿no hay
separación? Mala mujer, eso no es mirar por ti, sino envidiar al marido.
Pero ¿has de quedarte viuda? Más feliz serás si permaneces viuda. ¿O estás
preocupada, no sea que te encapriches con segundas nupcias? Lícitas son las
segundas nupcias, pero quizá te sientes segura en ese punto. Te ruborizas de
casarte siendo esposa de un mártir.
11. Nadie ame, pues, al padre, madre, hijos, esposa, más que a Cristo. Esas
mismas cosas que se aman rectamente, que se aman piadosamente, en las que se
peca si no son amadas, nadie las ame más que a Cristo, nadie las ame como a
Cristo. Si ama así, se dirá que ama según el modo de amor, no según la
intensidad. ¿Qué significa según el modo del amor, no según la intensidad?
Significa: no carnalmente, sino espiritualmente. No ames así, esto es, con
la misma intensidad e igualdad. Porque es pecado no sólo el amar a alguien
más que a Cristo, sino también no amar a Cristo más que a cualquier otro. No
amo más a nadie, dice él; no pecas, pero tengo que oír la segunda parte.
¿Cuánto amas? Respondes: tanto como amo a los padres, a la esposa, a los
hijos, otro tanto amo a Cristo. Todavía pecas. Si pecarías prefiriendo,
pecas comparando. ¿Te parece recto el amar a Cristo tanto cuanto al padre, a
la madre, a la esposa? ¿Es para ti recto el igualar a la criatura con el
Creador? ¿Es recto? ¿Dónde queda aquel clamor: Ordenad en mí el amor? No han
muerto por ti ni tu padre, ni tu madre, ni tus hijos. Si te sobreviene un
accidente, quieren que vivas, pero quieren más sobrevivirte.
Si tuviéramos que decir al padre: has de morir tú o tu hijo, ¿piensas que
hallaremos alguno que diga: «Yo, antes que mi hijo?» ¿Hallaremos tal padre,
tal anciano, que no elija más bien una vida que acabará pronto, que el darla
por el hijo? Le restan pocos días a un anciano, viejo decrépito, cansado,
encorvado, y no quiere dar esos pocos días por los muchos de su hijo. Bajo
la pesadumbre de la senectud está cerca de la sepultura, y por el deseo de
la luz elige verse solo antes que muerto, ¿Y cuál será esa luz tras el
funeral del hijo? ¡Cuán molesta, cuan luctuosa, cuan amarga! Y, sin embargo,
es amada la luz y es sepultado el hijo.
12. Cristo te amó antes de que existieras, te creó; antes de crear el mundo
te predestinó; después de creado te nutrió por medio del padre y la madre.
Porque lo que te dan los padres no es de lo suyo. Te amó, te creó, te
nutrió, se entregó a sí mismo por ti, oyó los insultos por ti, aceptó las
heridas por ti, te redimió con su sangre. ¿No tiemblas? y dices: ¿Qué
devolveré al Señor por todo lo que me dio? ¿Y qué devolverás al Señor por
todo lo que te dio? Escucha qué te dice: Quien ama a su padre o madre más
que a mí, no es digno de mí. Oye al que habla, teme al que intima, ama al
que promete. ¿Qué devolviste al Señor por todo lo que te dio? Supón que ya
lo devolviste. ¿Y qué devolviste? ¿Le diste la salud, como te la dio él? ¿Le
introdujiste en la vida eterna, como él a ti? ¿Le creaste, como él a ti? ¿Le
hiciste Señor, como él te hizo hombre? ¿Qué le devolviste sino cosas que
revierten a ti? Si piensas verdad, no le diste, sino que a ti te proveíste.
Y ni siquiera eso lo tenías de ti mismo Pues ¿qué tienes que no lo hayas
recibido? ¿Por qué no encuentras qué dar al Señor? Devuélvele a ti mismo,
devuélvele lo que hizo. Devuélvele a ti mismo, no tus cosas, criatura suya,
no la iniquidad tuya.
13. Así aleccionado, así instruido, así educado por la ley de Dios, pídele
esa sola cosa, reclámasela. Nada fallará, no privaré de bienes a los que
caminan en la inocencia. Pero no es inocente quien es para sí mismo nocivo.
¿Cómo esperas ser compasivo con otro, si quizá no aprendiste a serlo contigo
mismo? Compadécete de tu alma, agradando a Dios. Quieres que Dios te agrade
a ti y no quieres agradar tú a Dios, pues eres tal que Dios no puede
agradarte. ¡Pues sólo te agradará si favoreces tus iniquidades! Pensaste,
dice, una iniquidad: que soy semejante a ti. Compadécete de tu alma,
agradando a Dios. No es bueno que, siendo tú perverso, te agrade Dios.
Corrígete. No pretendas doblegar a Dios. Agrada a Dios y Dios te agradará a
ti. Sé recto tú, no sea que quieras la perversidad, no sólo para ti, sino
también para Dios. Yaces ocioso, y compones un Dios según tus apetencias.
Dices: ¡Si Dios hiciera esto! ¡Oh, si lo hiciera! No hará sino el bien. Pero
a los malos desagrada Dios. Cuan bueno es el Dios de Israel para los rectos
de corazón.
Pidamos, pues, a Dios, hermanos, la cosa única. Cuando lo digo a vosotros,
me incluyo a mí. Pidamos todos la cosa única. Que todos lo oigamos de cada
uno. Pidamos al Señor la sola cosa, ésta reclamemos: habitar en la casa del
Señor todos los días de nuestra vida. Todos esos días son un día eterno.
Cuando oyes por todos los días de mi vida, no temas que tales días se
acaben. Esos días nunca terminan en realidad, ya que ni siquiera mientras
duran apetecemos el día humano. No queda con nosotros un solo día; ni un
solo día queda con nosotros, todos huyen. Antes de venir, se va. Cuando nos
detenemos a hablar de este día, ya huyó. No retenemos ni la hora en que
estamos. También ella huye, viene otra que tampoco se detendrá, sino que
huirá también. ¿Qué amas? Agarra lo que amas, retén lo que amas, mantén lo
que amas. Ni permanece ni deja permanecer. Toda carne es heno, y toda
nobleza del hombre es como flor del heno. Se marchitó el heno, cayó la flor.
Todas esas cosas huyen. ¿Quieres permanecer? Pero la palabra del Señor
permanece para siempre. Mantente, pues, en esa su Palabra que permanece para
siempre y escúchala, y con ella permanecerás para siempre.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón
65, 1-13, BAC Madrid 1983, 248-61)
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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - La verdadera caridad
Este evangelio nos deja perplejos, pues parece oponer el amor a Dios al amor
de las personas que nos deben ser más queridas. ¿Cómo es posible que el
mismo que nos manda amar a los enemigos nos pida hoy que seamos capaces de
desdeñar a nuestros propios padres? Y no pensemos que se trata de una
afirmación retórica y sin valor práctico, ya que algunos domingos atrás el
mismo Jesús ratificaba claramente esta idea, afirmando que en virtud de la
fidelidad a su doctrina la familia misma quedaría dividida: “dos contra
tres… el hijo contra el padre, la madre contra la hija”. Hoy nos dice:
“cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su
mujer y a sus hijos… no puede ser mi discípulo”. Debemos tomar con toda
seriedad estas palabras, tratando de desentrañar su sentido, para poder
vivir el mandamiento del amor del modo que Él nos lo pide, ya que en ello se
juega nuestra salvación eterna.
Debe ser difícil encontrar otra palabra más desfigurada por el uso que la
palabra “amor”, ya que todos los días la vemos aplicada a cosas bien
distintas entre sí. La vemos utilizada para designar el egoísmo más crudo,
cuando alguien abandona a su verdadera familia en aras de un “amor” que lo
lleva a “rehacer su vida”, o bien cuando es sinónimo de los instintos que,
liberados de la tutela de la verdad y del bien, se constituyen en el motor
del pansexualismo actual que lo invade todo. Pero también se lo utiliza para
indicar el sacrificio abnegado de los mártires, la dedicación heroica de los
apóstoles y misioneros, la fidelidad de las vírgenes y la entrega generosa
de los padres cristianos que procuran educar bien a sus hijos y brindarles
lo mejor.
¿Qué es lo que tienen de común todos estos ejemplos del verdadero amor, y
qué es lo que falsamente se nombra con la misma palabra? Poseer a Dios o
carecer de Él, pues el amor, que es un movimiento hacia el bien, en su grado
más perfecto reconoce a la misma bondad divina como el motivo supremo de su
impulso.
La verdadera caridad no es amor simplemente humano. Es el amor de Dios que
se derrama en nuestros corazones, y rebalsa desde allí su generosa
fecundidad para alcanzar a los demás. Nace en Dios, mejor todavía, es la
vida misma de la Trinidad, que desde siempre vincula a las divinas personas
con el lazo inefable del amor infinito. Desde allí baja al mundo, con la
benevolencia de la creación y de la gracia para difundir por doquier las
perfecciones de quien es el Padre de todos. El hombre, de algún modo
divinizado por este influjo de la gracia, se vuelve hacia Dios y hacia donde
Él se encuentra. La caridad verdadera se dirige al prójimo para descubrir en
él al Dios de los cielos, o para lograr que esa alma, si carece de esta
amorosa presencia, pueda también llegar a ser su morada algún día. No puede
entonces haber oposición alguna en el trayecto de la caridad, pues una misma
es la virtud que abarca a Dios y al prójimo, y ella se mueve por un motivo
único que es siempre la divina bondad. Cuando este motivo falta, podremos
hablar de simpatía, de solidaridad, de filantropía, de amor puramente
natural, pero nunca de verdadera caridad.
Ahora entendemos bien qué nos recomienda hoy Jesucristo, que no es otra cosa
que evitar que los afectos meramente humanos puedan interponerse entre
nuestra alma y Dios. Ordinariamente el amor a los seres más queridos, como
los padres o los hijos, será la forma eminente de esta simbiosis del amor a
Dios y al prójimo, pero puede ocurrir que a veces sean los mismos parientes
cercanos quienes se constituyen en un obstáculo para cumplir las exigencias
de la verdadera caridad. Esto se da, por ejemplo, cuando los padres se
oponen a la vocación sacerdotal de sus hijos, o cuando la convivencia ofrece
motivo de escándalo, de ruina espiritual o apostasía. También la supremacía
del amor a Dios nos exige a veces hacer cosas que repugnan a la simpatía
simplemente humana, como la corrección fraterna, que se realiza teniendo en
miras el bien espiritual del prójimo, aunque pueda llegar a afectar su
sensibilidad. En estos casos, la caridad se convierte en un verdadero amor
crucificado, y adquiere todo su sentido lo que se nos dice hoy: “El que no
carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo”.
Esto parece difícil, casi imposible, cuando se trata de algo tan entrañable
como el amor de los padres y los hijos, pero no olvidemos que el que nos
pide esto es el mismo que en el templo, a los doce años, respondió a María y
a José que debía ocuparse “de las cosas del Padre”, y que cuando le dijeron
que lo esperaban fuera su madre y sus hermanos, contestó que los que son
verdaderamente su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad de
Dios. Como estos preceptos son difíciles de acatar, Jesús nos previene
enseguida de ello con la comparación de una torre, cuya construcción debe
ser evaluada previamente, para no caer en el ridículo de no poderla
terminar. Asimismo en el orden espiritual, debemos planear cuidadosamente el
camino de la vida virtuosa, considerando los medios que tenemos a nuestra
disposición como la gracia de Dios, que encontramos en la oración y los
sacramentos, y el esfuerzo personal de la ascética, y por otro lado las
dificultades que habremos de sobrellevar. La vida espiritual implica una
permanente lucha contra el demonio, el mundo y las pasiones desordenadas. Y
hoy se nos exhorta a luchar sin claudicar, por penosas que sean las
condiciones del combate. Si actuamos así, podemos merecer llamarnos
discípulos suyos, como aquel que renuncia “a todo lo que posee” por amor de
Dios.
Si amar verdaderamente es querer y hacer el bien, la Santa Misa que ahora
continuamos es el sacrificio de Aquel que “pasó haciendo el bien”, y ya que
es el mismo ayer, hoy y siempre, le pedimos que nos enseñe a vivir como Él,
amando a todos con caridad efectiva, para mejor imitarle, siendo así
verdaderos discípulos suyos, de modo que podamos seguirlo a la gloria del
cielo.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed.Gladius, 1994, pp. 256-259.
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Aplicación: Beato Juan Pablo II - Jesucristo, centro de la
existencia
Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo se
centran en torno al concepto de la Sabiduría cristiana que cada uno de
nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del
salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría del corazón”. Sin ella, ¿cómo
sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas
dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y
serenidad interior? Pero para hacer eso, como enseña la primera lectura, es
necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios
límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca
desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra arduo
abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que
también son objeto de observación científica, pero, por otra parte, se
atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por
definición escapan a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay
sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién,
entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?
Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría
y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sab 9,16-17).
Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo
porque, mediante el bautismo, Él se ha convertido en nuestra sabiduría (cfr.
1 Cor 1,30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido
concreto de nuestra vida.
El Evangelio pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro de
nuestra existencia. Lo refleja con tres frases:
1) Si no lo ponemos a Él por encima de nuestras cosas más queridas…
2) Si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya…
3) Si no tenemos el sentido de la realidad de los bienes materiales…
Entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se
trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre
ellos debemos reflexionar siempre mucho.
2- Proteger y cuidar a la familia
La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al
mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Por esto es importante
cuidarla y protegerla, para que pueda realizar adecuadamente las tareas
específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la
revelación cristiana. La familia es el lugar del amor y de la vida, más aún,
el lugar donde el amor engendra la vida, porque ninguna de estas dos
realidades sería auténtica si no estuviese acompañada también por la otra.
He aquí por qué el cristiano y la Iglesia las defienden desde siempre y las
colocan en mutua correlación. A este respecto sigue siendo verdadero lo que
mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba ya en su primer
radiomensaje de Navidad de 1963: se está “a veces tentado a recurrir a
remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si consisten en
atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la ética humana
y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan en la
mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo
productivo, moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos
contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de
la civilización”. Hago plenamente mías estas palabras.
3- Trabajar para el bien común
En segundo lugar… la Iglesia, como sabéis, dedica sus atenciones más
solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. En mis viajes
apostólicos no he dejado de trazar las líneas maestras de esta primera
solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo el Concilio Vaticano II
ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de la persona, la cual
marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su
voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto de vista
cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de
modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio,
siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al
revés.
(Homilía de san Juan Pablo II en Velletri el día 7 de septiembre de 1980)
Aplicación: P. Raniero Cantalamessa OFMCap - Si uno me sigue...
El pasaje del Evangelio de este domingo es uno de esos que dan la tentación
de ser dulcificados por parecer demasiado duro para los oídos: «Si alguno
viene donde mí y no odia a su padre, a su madre…». Ante todo hay algo que
aclarar: ciertamente el Evangelio es en ocasiones provocante, pero nunca
contradictorio. Poco después, en el mismo Evangelio de Lucas, Jesús recuerda
con fuerza el deber de honrar al padre y a la madre (Cf. Lucas 18 20) y a
propósito del marido y la mujer, dice que tienen que ser una sola carne y
que el hombre no tiene derecho de separar lo que Dios ha unido. Entonces,
¿cómo puede decirnos ahora que hay que odiar al padre y a la madre, a la
mujer, a los hijos y a los hermanos?
Hay que tener en cuenta un hecho. En hebreo no hay comparativo de
superioridad o de inferioridad (amar a alguien más o menos que a otra
persona); simplifica y reduce todo a «amar» u «odiar». La frase «si alguno
viene donde mí y no odia a su padre y a su madre» debe entenderse, por
tanto, en este sentido: «si alguno viene donde mí sin preferirme a su padre
y a su madre». Para darse cuenta de esto basta leer el mismo pasaje del
Evangelio de Mateo donde dice: «El que ama a su padre o a su madre más que a
mí, no es digno de mí» (Mateo 10, 37).
Sería totalmente equivocado pensar que este amor por Cristo está en
competencia con los diferentes amores humanos: por los padres, el cónyuge,
los hijos, los hermanos. Cristo no es un «rival en el amor» de nadie y no
tiene celos de nadie.
En la obra El zapato de raso de Paul Claudel, la protagonista, cristiana
fervorosa pero al mismo tiempo locamente enamorada de Rodrigo, exclama
interiormente, como si le costara creerse a sí misma: «Por tanto, ¿está
permitido este amor por las criaturas? ¿Verdaderamente Dios no tiene
celos?». Y su ángel de la guarda le responde: «¿Cómo podría ser celoso de lo
que ha hecho él mismo?» (acto III, escena 8).
El amor por Cristo no excluye los demás amores sino que los ordena. Es más,
en él todo amor genuino encuentra su fundamento, su apoyo y la gracia
necesaria para ser vivido hasta el final. Este es el sentido de la «gracia
de estado» que confiere el sacramento del matrimonio a los cónyuges
cristianos. Asegura que, en su amor, serán apoyados y guiados por el amor
que Cristo tuvo por su esposa, la Iglesia.
Jesús no hace ilusiones a nadie, pero tampoco desilusiona a nadie; pide todo
porque quiere darlo todo; es más, lo ha dado todo. Uno podría preguntarse:
¿pero cómo puede este hombre, que vivió hace veinte siglos en un rincón
perdido del planeta, pedirnos a todos este amor absoluto? La respuesta, sin
necesidad de remontarnos muy lejos, se encuentra en su vida terrena que
conocemos por la historia: él fue el primero en darlo todo por el hombre:
«Cristo nos amó y se entregó por nosotros» (Cf. Efesios 5, 2).
En este mismo pasaje del Evangelio, Jesús nos recuerda también cuál es el
test y la prueba del verdadero amor por él: «cargar con la propia cruz».
Cargar con la propia cruz no significa buscar sufrimientos. Cristo tampoco
se puso a buscar su cruz; en obediencia a la voluntad del Padre la cargó
sobre sí cuando los hombres se la pusieron a espaldas, transformándola con
su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de
gloria. Jesús no vino a aumentar las cruces humanas, sino más bien a darles
un sentido. Con razón, se ha dicho que «quien busca a Jesús sin la cruz,
encontrará la cruz sin Jesús», es decir, de todos modos encontrará la cruz,
pero sin la fuerza para cargar con ella.
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La vocación a ser
discípulos de Jesús (Lc 14,25-33)
A medida que va pasando el tiempo, vamos comprendiendo cada vez más, que el
sacerdocio es misterio, nunca agotado su conocimiento. ¿Sabemos más ahora
sobre el sacerdocio que cuando éramos niños? ¿Sabe más el padre Vanhoye
ahora que es especialista en la carta a los Hebreos, que cuando tenía siete
u ocho años? Ciertamente en erudición, ciertamente desde el punto de vista
científico, ciertamente en extensión... ¡cuántas cosas puede decir! Pero,
esa impronta que puso en su alma el Espíritu Santo... por así decirlo, no es
superada.
Podríamos decir lo mismo de la vocación a ser discípulo de Jesús.
Debo preguntarme: ¿cómo sigo hoy a Jesús? Y ante la realidad del presente
seguimiento renovar la respuesta de la primera llamada. En esa respuesta
estaba dispuesto a “dar la vida” por Jesús. De hecho lo seguí con
disposición de martirio. Esa primera respuesta es de una densidad grandísima
y cada día debo renovarla con mayor madurez en el correr del tiempo.
Ahora es tarde para calcular si la empresa de su seguimiento es muy difícil.
Lo que tengo que hacer es ver la magnitud de la empresa y ponerme, en la
medida de lo posible con la gracia de Dios, a la altura de su exigencia.
Para ser discípulos de Jesús no sólo hay que renunciar a las cosas más
queridas sino a todo. El amor a Él debe estar por encima de todo lo demás y
consecuencia del amor verdadero será su imitación. Primero hay que renunciar
a todos los bienes terrenales, luego a los familiares, a los cuales, hay que
posponer a Jesús. Renunciarse a sí mismo, al propio yo, inteligencia y
voluntad, pensamientos y quereres propios y, finalmente, cargar con la cruz
que nos ha dado a cada uno.
Tres cosas pide Jesús para ser su discípulo:
+ El desapego de los seres queridos y de sí mismo
+ Cargar con la propia cruz y seguirlo
+ Desapego de todo lo que se tiene en posesión
Tenemos que renunciar a nuestros seres queridos cuando se oponen o son
obstáculo de alguna manera a las enseñanzas de Jesús. Jesús reprendió a
Pedro cuando lo quiso apartar del camino de la cruz. Llamó a su amigo:
satanás.
Jesús cuando se perdió en el templo y fue hallado acentuó la primacía del
seguimiento a Dios por encima de la piedad familiar. Ante el reclamo de
María contestó que se tenía que ocupar de las cosas de su Padre. María le
reclamó desde el punto de vista de la ley que manda honrar al padre y a la
madre y Jesús le respondió desde el punto de vista religioso que recoge la
relación personal del hombre con Dios.
Es necesario para seguir a Jesús renunciar a sí mismos, a todo lo que nos
gusta, cuando ello se opone a sus enseñanzas. Y en esto es necesario ver
cuánto de mundo llevamos pegado porque el mundo tiene máximas contrarias a
las de Jesús y lo mundano en nosotros debe desaparecer si queremos ser
verdaderos discípulos. Además el peso de las cosas mundanas nos dificulta
seguir a Jesús. Jesús en Getsemaní renunció a su propio querer para hacer la
voluntad de Dios.
Renunciar a todos los bienes que se poseen. Tenerlos como si no se tuvieran.
Tenerlos en uso pero no en propiedad. ¿Para qué? Para obedecer mejor a
Jesús. El joven rico no fue discípulo de Jesús porque estaba apegado a sus
bienes.
Cargar con la cruz que Jesús nos da. Cruz que es participación de su cruz.
Llevar la cruz en pos de Cristo es una gracia del Espíritu Santo dice San
Luis María Grignion de Montfort y ésta gracia hay que pedirla con
insistencia. De parte nuestra tenemos que rezar pidiéndola y predisponernos
a ella con una voluntad decidida, voluntad de un quiero absoluto,
disposición total para hacer la voluntad de Dios. Voluntad decidida, no
cambiante, ni mediocre.
El que no acepta su cruz vivirá amargado y encontrará una cruz más pesada,
la que él mismo se ha fabricado renunciando a la que le ha dado Jesús.
No aceptar la cruz es no aceptar la propia vocación, el propio destino. Cruz
individual e irrepetible que tiene cada hombre. Cruz particular que desde
toda la eternidad tiene Dios pensada para cada uno de nosotros. Rechazar la
cruz, que es renunciar al cumplimiento del deber de estado, hace al hombre
infeliz y lo conduce a la tristeza y a la desesperación.
El que acepta la cruz propia vive contento, tiene una base sólida de
felicidad. Y el que renuncia a todo por Jesús tendrá libertad y facilidad
para seguirlo. Irá sin cargas ni esclavitudes en su seguimiento.
Renunciar a todos los bienes y a las criaturas es llevar parte de la cruz.
Pero si además de renunciar a esto se renuncia a sí mismo se lleva toda la
cruz. Porque lo difícil es postergarnos a nosotros mismos para hacer la
voluntad de Dios en todo, y esto es cargar la cruz.
El que carga la cruz aceptándola con satisfacción será feliz en el
seguimiento de Jesús e irá creciendo en su amor y también en felicidad
porque cada vez más se sentirá satisfecho en seguirlo hasta que viva en
Jesús, fuera de sí mismo: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí” y tendrá júbilo en ser su discípulo.
Todas estas renuncias implican muerte a todas las cosas. Fue y vendió todo
lo que tenía para seguir a Jesús que es la perla preciosa y el tesoro
escondido.
Y ¿qué es esta muerte? La indiferencia absoluta a todo para escuchar la voz
del Maestro que nos indica el camino que debemos andar y si es una
indiferencia auténtica permitirá que caminemos este camino con una voluntad
decidida e inquebrantable no veleidosa.
La indiferencia tiene como dos aspectos: renunciar a todo, pero,
particularmente a las cosas que más apetecemos. Y el segundo, abandonarse en
Dios, en su voluntad.
No podemos ser indiferentes a lo que Jesús nos pide que dejemos ni tampoco a
lo que quiere que tomemos. Sí, debemos ser indiferentes a todo lo que
poseemos y a no tomar nada sin que Jesús nos lo pida.
Sin indiferencia no se puede conocer la voluntad de Jesús y en consecuencia
no se lo puede seguir verdaderamente.
Los pensamientos humanos son mezquinos y nuestros proyectos caducos, dice la
Escritura. El hombre que no renuncia a todo no puede dejarse enseñar ni
puede imitar a la Sabiduría Encarnada.
El hombre que sigue a Jesús realiza cosas grandes como construir una torre o
vencer un ejército más numeroso que el suyo. En estas empresas no podemos
salir adelante solos sino únicamente con la ayuda de Jesús.
La sabiduría está en abandonarse en la voluntad de Dios. Esta es la
verdadera prudencia. Este es el hombre sensato que vive bien su vida y
siempre está preparado si Dios lo llama. Este aunque su vida mortal es
corta, la inmortaliza.
Renunciar a todos los bienes y renunciar a todo lo que se ama para ser
discípulo de Jesús. Cargar con la cruz que es el martirio cotidiano
siguiendo a Jesús.
Sólo el que es capaz de tomar la decisión radical y dolorosa de posponer
todos los valores humanos y preferir a Jesús, sacrificando hasta la propia
vida por el martirio, se puede gloriar de ser discípulo suyo.
Jesús ilustra su enseñanza con dos parábolas que hablan de lo mismo. Son un
llamado a reflexionar sobre la decisión de seguirlo. Debe ser una
consideración seria. No se puede seguir a Jesús y quedarse a medio camino,
tampoco hacerlo a media máquina, es decir, con una voluntad veleidosa. El
Señor ha puesto las condiciones del discipulado. El que quiera ser su
discípulo tiene que cumplirlas. Se trata de ordenar la caridad. Primero el
amor a Jesús y luego todo lo demás.
Las parábolas hablan de la seriedad que se debe tener al abrazar la fe y
hacerse cristiano, es decir, seguidor de Cristo.
Es una empresa que hay que afrontar con gran fortaleza. ¿Qué fortaleza? La
que nace de una voluntad que quiere inmolarse en todo.
Las dos parábolas: la del que no tiene dinero para terminar la construcción
de la torre que comenzó a construir y de las negociaciones de paz frente al
gigantesco ejército enemigo son ilustraciones de la siguiente enseñanza:
para ser discípulo de Jesús hay que estar dispuesto a renunciar a todos los
bienes. Dice al final del Evangelio “de igual manera, cualquiera de vosotros
que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.
Jesús no está dando un ejemplo de desconfianza en la providencia, es decir,
que cuando vayamos a hacer algo, por ejemplo la torre, tengamos que tener
todo el dinero. Lo que quiere enseñarnos es la necesidad de la prudencia en
la realización de nuestras obras pero sobre todo en las que emprendemos:
analizarlas, aconsejarnos sobre ellas, hacer memoria de experiencias
pasadas, prever los posibles obstáculos, discernir, decidir y obrar lo
decidido. Pero más que a prudencia natural Jesús nos está llamando la
atención sobre la disposición de la voluntad. Para ser discípulo suyo hay
que estar dispuesto desde el principio (eso es tener todo el dinero para
construir la torre) con una voluntad dispuesta a dejar todo lo que Jesús nos
pida que dejemos para seguirlo y postergar todo al amor de Jesús. Subordinar
todo amor al amor de Jesús. Sólo la disposición de una voluntad totalmente
desprendida de todas las cosas, de una voluntad libre, hace al hombre apto
para ser discípulo de Jesús.
El rey que tiene que luchar contra un enemigo superior considera que lo que
tiene que emprender es algo muy exigente y que supera sus fuerzas. Lo
considera una y otra vez y manda la embajada negociando la paz, es decir,
pide ayuda al Señor. Por la oración pedimos a Jesús nos ayude a cumplir tan
gran exigencia. Ser fiel discípulo de Jesús por las propias fuerzas es
imposible, pero, ayudado por la gracia de Dios es posible.
Es necesario resaltar, una vez más, que hacerse discípulo de Jesús es un
asunto serio, digno de consideración, de no tomarlo a la ligera, de
meditarlo… Una vez abrazado no podemos volver la vista atrás porque los
surcos nos saldrán torcidos como al arador y se burlará el mundo de nosotros
y nos aplastará estrepitosamente el enemigo humillándonos.
El hombre que no esté dispuesto a cumplir las condiciones del seguimiento va
a acabar mal. Se burlarán de él, como del hombre que empezó a construir la
torre y no pudo terminarla, o sufrirá grandes derrotas como el rey que con
un diminuto ejército quiere luchar contra un poderoso ejército.
De hecho al cristiano que no renuncia a todas las cosas y a sí mismo para
seguir a Jesús es el hazmerreír del mundo, es la sal sin sabor pisoteada por
los hombres y es un juguete del diablo, del mundo y de la carne. Será
derrotado siempre.
Cuando Jesús pronunció estas palabras lo seguía mucha gente. Lo seguían para
conseguir de Él gracias, curaciones, consuelo, soluciones. Él volviéndose a
ellos les puso las condiciones para el verdadero seguimiento, o más bien, ya
no para un seguimiento momentáneo y sin compromisos sino para un seguimiento
verdadero, de intimidad, de discipulado, de compromiso, de convivencia.
Muchos que lo seguían eran seguidores de momento, de ocasión, por interés.
Pero, de aquella multitud algunos lo seguirían para ser sus discípulos.
Seguramente después de poner las condiciones del discipulado pocos
quedarían, un número reducido. Los apóstoles refrescarían las condiciones
para seguirlo y renovarían el deseo de una entrega absoluta.
Nosotros que nos llamamos y somos cristianos, es decir, seguidores de
Cristo, discípulos. Nosotros que somos sus seguidores por oficio ¿lo
seguimos por interés? ¿Lo seguimos porque la pasamos bien? En el Evangelio
de hoy están clarísimas las condiciones. No es un seguimiento fácil… Para
nosotros solos imposible. Es Jesús mismo el que nos va a ayudar a seguirlo
y, a veces, nos cargara sobre sus hombros. De nuestra parte tenemos que
poner una absoluta confianza en Él, en su poder, en su amor, en su
misericordia. Más que poner debemos dejar todo y a nosotros mismos en sus
manos para que Él nos guíe sin tropiezos.
Notas
Buela C., Sacerdocio y Biblia, homilía para
sacerdotes predicada en Illapel, Chile.
Cf. Carta a los amigos de la cruz nº 15
San Ignacio de loyola, Libro de los Ejercicios
Espirituales nº 155.
Ga 2, 20
La Sagrada ESCRITURA, Evangelios, comentario a Lc
14, 25-35, BAC Madrid 1964, 689-90
Lc 9, 62
Cf. Mt 5, 13
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Directorio Homilético - Vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario
CEC 273, 300, 314: la trascendencia de Dios
CEC 36-43: el conocimiento de Dios según la Iglesia
CEC 2544: preferir a Cristo antes que a todo y a todos
CEC 914-919, 93-932: seguir a Cristo en la vida consagrada
273 Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de
Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el
poder de Cristo (cf. 2 Co 12,9; Flp 4,13). De esta fe, la Virgen María es el
modelo supremo: ella creyó que "nada es imposible para Dios" (Lc 1,37) y
pudo proclamar las grandezas del Señor: "el Poderoso ha hecho en mi favor
maravillas, Santo es su nombre" (Lc1,49).
300 Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28): "Su
majestad es más alta que los cielos" (Sal 8,2), "su grandeza no tiene
medida" (Sal 145,3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa
primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus
criaturas: "En el vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28). Según las
palabras de S. Agustín, Dios es "superior summo meo et interior intimo meo"
("Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo
de mi intimidad") (conf. 3,6,11).
314 Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero
los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al
final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios
"cara a cara" (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por
los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá
conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo,
en vista del cual creó el cielo y la tierra.
III EL CONOCIMIENTO DE DIOS SEGUN LA IGLESIA
36 "La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y
fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz
natural de la razón humana a partir de las cosas creadas" (Cc. Vaticano I:
DS 3004; cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no
podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque
ha sido creado "a imagen de Dios" (cf. Gn 1,26).
37 Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre
experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su
razón:
A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente
por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y
cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su
providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras
almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar
eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se
refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las
cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida
exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano,
para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los
sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del
pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se
persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las
cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. "Humani
Generis": DS 3875).
38 Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no
solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las
verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a
fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de
todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibid.,
DS 3876; cf. Cc Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s.th. 1,1,1).
IV ¿COMO HABLAR DE DIOS?
39 Al defender la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, la
Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los
hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su
diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también
con los no creyentes y los ateos.
40 Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje
sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las
criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.
41 Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy
especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples
perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan,
por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios
a partir de las perfecciones de sus criaturas, "pues de la grandeza y
hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor"
(Sb 13,5).
42 Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar
nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de
imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios "inefable,
incomprensible, invisible, inalcanzable" (Anáfora de la Liturgia de San Juan
Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas
quedan siempre más acá del Misterio de Dios.
43 Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo
humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante,
expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que
"entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la
diferencia entre ellos no sea mayor todavía" (Cc. Letrán IV: DS 806), y que
"nosotros no podemos captar de Dios lo que él es, sino solamente lo que no
es y cómo los otros seres se sitúan con relación a él" (S. Tomás de A., s.
gent. 1,30).
2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a todo y a todos y les
propone "renunciar a todos sus bienes" (Lc 14,33) por él y por el Evangelio
(cf Mc 8,35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda
de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc
21,4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para
entrar en el Reino de los cielos.
III LA VIDA CONSAGRADA
914 "El estado de vida que consiste en la profesión de los consejos
evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura de la Iglesia, pertenece,
sin embargo, sin discusión a su vida y a su santidad" (LG 44).
Consejos evangélicos, vida consagrada
915 Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicid ad a todos
los discípulos de Cristo. La perfección de la caridad a la cual son llamados
todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la
vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por
el Reino, la pobreza y la obediencia. La profesión de estos consejos en un
estado de vida estable reconocido por la Iglesia es lo que caracteriza la
"vida consagrada" a Dios (cf. LG 42-43; PC 1).
916 El estado de vida consagrada aparece por consiguiente como una de las
maneras de vivir una consagración "más íntima" que tiene su raíz en el
bautismo y se dedica totalmente a Dios (cf. PC 5). En la vida consagrada,
los fieles de Cristo se proponen, bajo la moción del Espíritu Santo, seguir
más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo y,
persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino,
significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro (cf. CIC,
can. 573).
Un gran árbol, múltiples ramas
917 "El resultado ha sido una especie de árbol en el campo de Dios,
maravilloso y lleno de ramas, a partir de una semilla puesta por Dios. Han
crecido, en efecto, diversas formas de vida, solitaria o comunitaria, y
diversas familias religiosas que se desarrollan para el progreso de sus
miembros y para el bien de todo el Cuerpo de Cristo" (LG 43).
918 "Desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que
intentaron, con la práctica de los consejos evangélicos, seguir con mayor
libertad a Cristo e imitarlo con mayor precisión. Cada uno a su manera,
vivió entregado a Dios. Muchos, por inspiración del Espíritu Santo, vivieron
en la soledad o fundaron familias religiosas, que la Iglesia reconoció y
aprobó gustosa con su autoridad" (PC 1).
919 Los obispos se esforzarán siempre en discernir los nuevos dones de vida
consagrada confiados por el Espíritu Santo a su Iglesia; la aprobación de
nuevas formas de vida consagrada está reservada a la Sede Apostólica (cf.
CIC, can. 605).
La vida eremítica
920 Sin profesar siempre públicamente los tres consejos evangélicos, los
ermitaños, "con un apartamiento más estricto del mundo, el silencio de la
soledad, la oración asidua y la penitencia, dedican su vida a la alabanza de
Dios y salvación del mundo" (CIC, can. 603 1).
921 Los eremitas presentan a los demás ese aspecto interior del misterio de
la Iglesia que es la intimidad personal con Cristo. Oculta a los ojos de los
hombres, la vida del eremita es predicación silenciosa de Aquél a quien ha
entregado su vida, porque El es todo para él. En este caso se trata de un
llamamiento particular a encontrar en el desierto, en el combate espiritual,
la gloria del Crucificado.
Las vírgenes y las viudas consagradas
922 Desde los tiempos apostólicos, vírgenes (Cf. 1 Co 7, 34-36) y viudas
cristianas (Cf. Vita consecrata, 7) llamadas por el Señor para consagrarse a
El enteramente (cf. 1 Co 7, 34-36) con una libertad mayor de corazón, de
cuerpo y de espíritu, han tomado la decisión, aprobada por la Iglesia, de
vivir en estado de virginidad o de castidad perpetua "a causa del Reino de
los cielos" (Mt 19, 12).
923 "Formulando el propósito santo de seguir más de cerca a Cristo, [las
vírgenes] son consagradas a Dios por el Obispo diocesano según el rito
litúrgico aprobado, celebran desposorios místicos con Jesucristo, Hijo de
Dios, y se entregan al servicio de la Iglesia" (CIC, can. 604, 1). Por medio
este rito solemne ("Consecratio virginum", "Consagración de vírgenes"), "la
virgen es constituida en persona consagrada" como "signo transcendente del
amor de la Iglesia hacia Cristo, imagen escatológica de esta Esposa del
Cielo y de la vida futura" (Ordo Cons. Virg., Praenot. 1).
924 "Semejante a otras formas de vida consagrada" (CIC, can. 604), el orden
de las vírgenes sitúa a la mujer que vive en el mundo (o a la monja) en el
ejercicio de la oración, de la penitencia, del servicio a los hermanos y del
trabajo apostólico, según el estado y los carismas respectivos ofrecidos a
cada una (OCV., Praenot. 2). Las vírgenes consagradas pueden asociarse para
guardar su propósito con mayor fidelidad (CIC, can. 604, 2).
La vida religiosa
925 Nacida en Oriente en los primeros siglos del cristianismo (cf. UR 15) y
vivida en los institutos canónicamente erigidos por la Iglesia (cf. CIC,
can. 573), la vida religiosa se distingue de las otras formas de vida
consagrada por el aspecto cultual, la profesión pública de los consejos
evangélicos, la vida fraterna llevada en común, y por el testimonio dado de
la unión de Cristo y de la Iglesia (cf. CIC, can. 607).
926 La vida religiosa nace del misterio de la Iglesia. Es un don que la
Iglesia recibe de su Señor y que ofrece como un estado de vida estable al
fiel llamado por Dios a la profesión de los consejos. Así la Iglesia puede a
la vez manifestar a Cristo y reconocerse como Esposa del Salvador. La vida
religiosa está invitada a significar, bajo estas diversas formas, la caridad
misma de Dios, en el lenguaje de nuestro tiempo.
927 Todos los religiosos, exentos o no (cf. CIC, can. 591), se encuentran
entre los colaboradores del obispo diocesano en su misión pastoral (cf. CD
33-35). La implantación y la expansión misionera de la Iglesia requieren la
presencia de la vida religiosa en todas sus formas "desde el período de
implantación de la Iglesia" (AG 18, 40). "La historia da testimonio de los
grandes méritos de las familias religiosas en la propagación de la fe y en
la formación de las nuevas iglesias: desde las antiguas Instituciones
monásticas, las Ordenes medievales y hasta las Congregaciones modernas"
(Juan Pablo II, RM 69).
Los institutos seculares
928 "Un instituto secular es un instituto de vida consagrada en el cual los
fieles, viviendo en el mundo, aspiran a la perfección de la caridad, y se
dedican a procurar la santificación del mundo sobre todo desde dentro de él"
(CIC can. 710).
929 Por medio de una "vida perfectamente y enteramente consagrada a
santificación" (Pío XII, const. ap. "Provida Mater"), los miembros de estos
institutos participan en la tarea de evangelización de la Iglesia, "en el
mundo y desde el mundo", donde su presencia obra a la manera de un
"fermento" (PC 11). Su "testimonio de vida cristiana" mira a "ordenar según
Dios las realidades temporales y a penetrar el mundo con la fuerza del
Evangelio". Mediante vínculos sagrados, asumen los consejos evangélicos y
observan entre sí la comunión y la fraternidad propias de su "modo de vida
secular" (CIC, can. 713, 2).
Las sociedades de vida apostólica
930 Junto a las diversas formas de vida consagrada se encuentran "las
sociedades de vida apostólica, cuyos miembros, sin votos religiosos, buscan
el fin apostólico propio de la sociedad y, llevando vida fraterna en común,
según el propio modo de vida, aspiran a la perfección de la caridad por la
observancia de las constituciones. Entre éstas, existen sociedades cuyos
miembros abrazan los consejos evangélicos mediante un vínculo determinado
por las constituciones" (CIC, can. 731, 1 y 2).
Consagración y misión: anunciar el Rey que viene
931 Aquel que por el bautismo fue consagrado a Dios, entregándose a él como
al sumamente amado, se consagra, de esta manera, aún más íntimamente al
servicio divino y se entrega al bien de la Iglesia. Mediante el estado de
consagración a Dios, la Iglesia manifiesta a Cristo y muestra cómo el
Espíritu Santo obra en ella de modo admirable. Por tanto, los que profesan
los consejos evangélicos tienen como primera misión vivir su consagración.
Pero "ya que por su misma consagración se dedican al servicio de la Iglesia
están obligados a contribuir de modo especial a la tarea misionera, según el
modo propio de su instituto" (CIC 783; cf. RM 69).
932 En la Iglesia que es como el sacramento, es decir, el signo y el
instrumento de la vida de Dios, la vida consagrada aparece como un signo
particular del misterio de la Redención. Seguir e imitar a Cristo "desde más
cerca", manifestar "más claramente" su anonadamiento, es encontrarse "más
profundamente" presente, en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos.
Porque los que siguen este camino "más estrecho" estimulan con su ejemplo a
sus hermanos; les dan este testimonio admirable de "que sin el espíritu de
las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios"
(LG 31).
933 Sea público este testimonio, como en el estado religioso, o más
discreto, o incluso secreto, la venida de Cristo es siempre para todos los
consagrados el origen y la meta de su vida:
El Pueblo de Dios, en efecto, no tiene aquí una ciudad permanente, sino que
busca la futura. Por eso el estado religioso...manifiesta también mucho
mejor a todos los creyentes los bienes del cielo, ya presentes en este
mundo. También da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la
redención de Cristo y anuncia ya la resurrección futura y la gloria del
Reino de los cielos (LG 44).
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Ejemplos
Apuntar hacia Dios
¡Cuántas obras hacemos, mis hermanos, indiferentes unas, buenas otras, que
de nada han de servirnos para la vida eterna por falta de intención, por
distracción, por no ofrecerlas desde luego a Dios por cuya gloria hemos de
hacer todo lo que hagamos. Aprendamos una lección de un monje.
Un santo monje cuando iba a empezar una obra se quedaba un rato parado con
los ojos fijos en el cielo.
- ¿Qué haces, padre? – le decían los discípulos.
Y respondía:
- ¿No han visto al saetero cómo antes de disparar su ballesta se queda un
rato parado y apuntando el blanco? Pues eso hago yo. Antes de hacer una obra
me paro un poco y apunto hacia Dios que es por quien la voy a hacer. Es más;
lo mismo que el saetero, para apuntar mejor en el blanco, cierra el ojo
izquierdo y solamente mira con el derecho. Así hago yo; procuro cerrar el
ojo izquierdo a los miramientos y respetos humanos, y abro sólo el derecho
de la pura y recta intención.
Así es, mis hermanos, como son meritorias las obras.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 175)
Aferrarse a los bienes cuesta la vida.
Pompei es una ciudad antigua en Italia que fue cubierta totalmente por las cenizas calientes y la lava del volcán cercano. Al excavar la ciudad encontraron muchos cadáveres que por la capa de cenizas petrificadas se habían conservado perfectamente. Encontraron a uno rodeado de sus pertenencias a la salida de su casa. Se puede deducir que quería llevarse muchas cosas y por eso no podía pasar por la puerta de la casa. Si hubiera salido enseguida sin buscar sus cosas a lo mejor habría escapado con vida. Pero por amor a sus bienes murió.
(Cortesía: iveargentina.org et alii)