Domingo 18 del Tiempo Ordinario C - la parábola del hombre rico - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la prepración
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Desapego de los bienes (Lc.12,13-21)
Comentario Teológico I: Santo Tomás de Aquino - La avaricia
Comentario Teológico II: R.P. Julio Meinvielle -La avaricia, esencia del
capitalismo
Santos Padres: San Ambrosio - Confianza en la Providencia
Santos Padres: San Agustín El desapego de las riquezas
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Vanidad de Vanidades
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El rico necio
Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Décimo Octavo Domingo del Tiempo
Ordinario - Año C Lc 12: 13-21
Aplicación: Directorio Homilético - Decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - El abandono en la Providencia
Aplicación: San Juan Pablo II - La vanidad y el valor
Aplicación: ALESSANDRO PRONZATO - Esclavitud y Soledad
Aplicación: P. Ranieri Cantalamessa OFMCap - Vanidad de vanidades
EJEMPLOS
Falta un dedo: Celebrarla
Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Desapego de los bienes (Lc.12,13-21)
El hombre no deja de ser hombre por el hecho de seguir a Cristo; como
hombre, está amenazado por la preocupación por los bienes de la tierra. Por
eso el discípulo de Jesús debe adoptar la debida posición frente a estos
bienes. Jesús se niega a hacer de árbitro en una cuestión de repartición de
herencia (Lc.12:14), pone en guardia contra la avidez y la codicia
(Lc.12:15) y con una parábola muestra cómo se asegura verdaderamente la vida
( Lc.12:16-21).
13 Díjole uno de la multitud: Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo
la herencia. 14 Pero él le contestó: ¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez
o partidor entre vosotros?
El derecho sucesorio judío estaba regulado por la ley mosaica. Se supone una
situación agrícola, en la cual el hermano mayor hereda los bienes raíces y
dos tercios de los bienes muebles (Deu 21:17). En el caso que se propone a
Jesús, parece ser que el hijo mayor no quiere entregar absolutamente nada.
Dado que el derecho sucesorio estaba regulado por la ley, fácilmente se
recurriría al dictamen y a la decisión de los doctores de la ley. El hombre
del pueblo acude a Jesús, al que trata como a doctor de la ley, a fin de que
en el asunto de su herencia dé un dictamen y con su autoridad ejerza influjo
sobre su hermano injusto. Jesús es considerado como acreditado doctor de la
ley, que se presenta y actúa con autoridad.
Cuando el pueblo acude a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo
halla dispuesto a socorrerle. En cambio, el hombre que se presenta con su
pleito hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí esta palabra
suena áspera y dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en los asuntos de
los hombres. Las palabras con que lo expresa traen a la memoria las que
fueran respondidas a Moisés cuando quiso dirimir una querella entre dos
hebreos: "¿Y quién te ha puesto a ti como jefe yjuez entre nosotros?" (Exo
2:14). En su obrar se inspira Jesús en las decisiones expresadas por la
palabra de Dios en la Sagrada Escritura. La palabra de la Escritura le
muestra también los inconvenientes que tiene el constituirse árbitro en
tales asuntos.
Con su palabra se niega Jesús a intervenir para poner orden en las
condiciones perturbadas de este mundo y a decidir con su autoridad en favor
de este o del otro orden social. Su misión y la conciencia de su vocación
que le da la voluntad de Dios, la dejó ya bien establecida reiteradamente al
comienzo de su actividad en Nazaret y todavía antes en la tentación en el
desierto. Ha sido enviado para anunciar a los pobres el Evangelio, para
llamar a los pecadores (Lc.5:32), para salvar a los que estaban perdidos
(Lc.19:10), para dar su vida en rescate (Mar 10:45), para traer al mundo la
vida divina (Jua 10:10).
15 Entonces les dijo: Guardaos muy bien de toda avidez, pues no por estar
uno en la abundancia, depende su vida de los bienes que posee.
Toda ansia de aumentar los bienes es enjuiciada como un peligro del que han
de guardarse bien los discípulos. El ansia de poseer descubre la ilusión de
creer que la vida se asegura con los bienes o con la abundancia de los
mismos. La vida es un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la
abundancia de bienes de la tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre
el que dispone de la vida, sino Dios.
16 Luego les dijo esta parábola: Un hombre muy rico tenía una finca que le
dio una gran cosecha. 17 Y discurría para sí de esta forma. ¿Qué voy a hacer
si ya no tengo dónde almacenar mis cosechas? 18 Y añadió: Voy a hacer esto:
derribaré mis graneros para edificar otros mayores; así podré almacenar allí
todo mi trigo y mis bienes. 19 Y diré a mi alma: Alma mía, ya tienes muchos
bienes almacenados para muchos años; ahora descansa, come, bebe y pásalo
bien. 20 Entonces le dijo Dios: ¡Insensato! Esta misma noche te van a
reclamar tu alma, y todo lo que has preparado, ¿para quién va a ser? 21 Así
sucederá con aquel que atesora riquezas para sí, pero no se hace rico ante
Dios.
La narración de un ejemplo presenta gráficamente lo que se ha expresado con
la sentencia: la vida no se asegura con los bienes. El rico labrador revela
su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo: vivir es disfrutar
de la vida: comer, beber y pasarlo bien; vivir es disponer de una larga
vida: para muchos años; vivir es tener una vida asegurada: ahora descansa
¡ética del bienestar! ¿Cómo puede alcanzarse este ideal de vida? Almacenaré:
hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de esta seguridad. El
labrador edifica graneros. ¿El moderno hombre de negocios...? La economía de
este labrador no tiene otro sentido que el de asegurar la propia vida.
La entera forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano
la vida como dueño y señor. No puede contentarse con hablar consigo mismo:
Dios interviene también en el diálogo. Este hombre debería también tratar
con otros hombres, pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es
insensato si piensa así, como si la seguridad de su vida estuviera en su
mano o en sus posesiones. El que no cuenta con Dios, prácticamente lo niega,
y es insensato (/Sal/013/014/01). Que nuestra vida no se asegura con la
propiedad y con los bienes lo pone al descubierto la muerte. Te van a
reclamar tu alma: los ángeles de la muerte, Satán por encargo de Dios. ¡Esta
misma noche! El rico había contado con muchos años...
La riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la
existencia terrena, no le aprovecha nada. Tiene que dejársela aquí, en manos
de otros. "Muévese el hombre cual un fantasma, por un soplo solamente se
afana; amontona sin saber para quién" (Sal 39:7). Sólo el que se hace rico
ante Dios, el que acumula tesoros que Dios reconoce como verdadera riqueza
del hombre, saca provecho. El querer el hombre asegurar nerviosamente su
vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo quien la entrega a Dios y a
su voluntad la preserva. ¿Cuáles son los tesoros que se acumulan con vistas
a Dios?
(STÖGER, Carlos, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder,
Madrid, 1969)
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Comentario Teológico I: Santo Tomás de Aquino - La avaricia
La avaricia es pecado
El bien consiste siempre en la medida justa; de ahí que el mal surge
necesariamente por exceso o por defecto de tal medida. Pero en todo lo que
dice orden a un fin, el bien radica en una cierta medida, pues los medios
deben estar adaptados al fin, como la medicina con respecto a la salud,
según consta por el Filósofo en 1 Polit.. Ahora bien: los bienes exteriores
son medios útiles para el fin, como hemos visto (q.117 a.3; 1-2 q.2 a.1).
Por tanto, se requiere que el bien del hombre en estos bienes exteriores
guarde una cierta medida, es decir, que el hombre busque las riquezas
exteriores manteniendo cierta proporción, en cuanto son necesarios para la
vida según su condición. Y, por consiguiente, el pecado se da en el exceso
de esta medida, cuando se quieren adquiriry retener las riquezas
sobrepasando la debida moderación. Esto es lo propio de la avaricia, que se
define como el deseo desmedido de poseer. Por tanto, es claro que la
avaricia es pecado.
Los pecados se especifican por sus objetos, como hemos visto (1-2 q.72 a.1).
Pero el objeto del pecado es aquel bien al que tiende el apetito
desordenado. Por tanto, donde haya una razón especial de bien apetecido
desordenadamente, allí tendrá que darse una razón especial de pecado. Pero
una cosa es la razón de bien útil y otra distinta la del bien deleitable.
Las riquezas tienen de suyo razón de bien útil, pues se desean porque sirven
para utilidad del hombre. Por tanto, la avaricia es un pecado especial,
porque es el amor desordenado de tener riquezas, que designamos con el
nombre de "dinero", del cual proviene la palabra "avaricia" (arg.2).
Pero como el verbo "tener", en una primera acepción, parece que se refería a
las riquezas de las que somos totalmente dueños, y después pasó a significar
muchas otras cosas -así se dice que el hombre tiene salud, mujer, vestido,
etc., según se explica en Praedicamentis -, como consecuencia lógica también
el nombre de avaricia se amplió a todo apetito inmoderado de tener cualquier
cosa; es lo que enseña San Gregorio en una Homilía: la avaricia no se
refiere sólo al dinero, sino también a la ciencia y a la excelencia, siempre
que se ambicionen desmedidamente. Y en este sentido no sería pecado
especial. Este es el modo como habla San Agustín de la avaricia en el texto
citado
La avaricia se opone a la liberalidad
La avaricia supone cierta inmoderación con relación a las riquezas en un
doble sentido. Primero, inmediatamente respecto a su misma adquisición y
conservación, o sea, cuando se adquiere el dinero injustamente sustrayendo o
reteniendo lo ajeno. Entonces se opone a la justicia. En este sentido se
entiende la avaricia en Ez 22,27, cuando se dice: Sus príncipes son como
lobos que despedazan la presa derramando sangre para dar pábulo a su
avaricia.
En un segundo sentido implica inmoderación de los afectos interiores a las
riquezas: por ejemplo, cuando se las ama o desea o se goza en ellas
excesivamente, aunque no se quiera sustraer lo ajeno. En este aspecto, la
avaricia se opone a la liberalidad, que modera tales afectos, como hemos
visto (q.117 a.2 ad 1; a.3.6). Así debe entenderse la avaricia de que se
habla en 2 Cor 9,5: Preparen de antemano la prometida bendición, y con esta
preparación resulte una obra de liberalidad y no de avaricia, es decir,
explica la Glosa, que no les pese haber dado, y que den en abundancia.
La avaricia puede ser pecado mortal
Como hemos visto antes (a.3), la avaricia puede entenderse de dos modos:
Uno, en cuanto se opone a la justicia. Entonces es pecado mortal por su
naturaleza: puesta esta avaricia, respondería a tomar o retener injustamente
los bienes ajenos, lo cual es propio de la rapiña o del hurto, que son
pecados mortales según lo antedicho (q.66 a.6). Sin embargo, en este género
de avaricia puede que se dé pecado venial por la imperfección del acto, como
hemos explicado al hablar del hurto (q.66 a.6 ad 3).
Otro modo de entender la avaricia es en cuanto opuesta a la liberalidad. En
este caso implica amor desordenado de las riquezas. En consecuencia, si el
amor a las riquezas es tan intenso que uno no tiene reparo por tal amor en
obrar contra la caridad de Dios y del prójimo, entonces la avaricia es
pecado mortal. Pero si el desorden de ese amor no llega a tanto, es decir,
si el hombre, aunque ame superfluamente las riquezas, no antepone este amor
al amor de Dios, de forma que por las riquezas obre contra Dios y el
prójimo, entonces la avaricia es pecado venial
La gravedad del pecado de avaricia
Todo pecado, por ser un mal, implica una cierta corrupción o privación de un
bien, y por ser voluntario, supone el deseo de un bien. Por consiguiente, el
orden de los pecados puede considerarse de dos modos. Uno, por parte del
bien que se desprecia o corrompe por el pecado, el cual será tanto más grave
cuanto mayor sea el bien despreciado o corrompido. En esta consideración, el
pecado contra Dios es el más grave; después está el pecado contra la persona
humana; en tercer lugar, el pecado contra las cosas exteriores destinadas al
servicio del hombre, entre los cuales se encuentra la avaricia. Otro modo de
establecer la gravedad de los pecados es por parte del bien al que se somete
desordenadamente la voluntad: entonces cuanto menor sea ese bien tanto más
vergonzoso es el pecado; porque es menos noble supeditarse a un bien
inferior que a otro superior. Pero el bien de las cosas exteriores es el
último entre los bienes humanos: pues es menor que el bien corporal, que a
su vez es menor que el del alma, por encima del cual está el bien divino. En
este sentido, el pecado de avaricia, por el que la voluntad se somete
incluso a las cosas exteriores, contiene en cierto modo una mayor fealdad.
Sin embargo, como la corrupción o privación del bien es lo formal en el
pecado, y lo material es la conversión al bien conmutable, hay que juzgar la
gravedad de los pecados por parte del bien que se corrompe más que por parte
del bien del cual se hace esclava la voluntad. Por tanto, hay que decir que
la avaricia no es en sí, sin más, el mayor de los pecados.
La avaricia es un pecado espiritual
Los pecados consisten principalmente en el afecto. Pero todos los afectos
del alma, o pasiones, desembocan en los placeres o en las tristezas, según
nos consta por el Filósofo en II Ethic.. Ahora bien: entre los placeres,
unos son carnales y otros espirituales. Placeres carnales se llaman a los
que se completan en la sensación de la carne, como los de la mesa y los
venéreos; los espirituales se consuman en la sola prehensión de la mente.
Así, pues, se llaman pecados carnales los que se consuman en los placeres
carnales, y pecados espirituales los que se terminan en los placeres
espirituales, sin delectación carnal. A estos últimos pertenece la avaricia:
pues el avaro se deleita al considerarse dueño de muchas riquezas. Y, por lo
mismo, la avaricia es pecado espiritual
La avaricia es un pecado capital
Como hemos visto (1-2 q.84 a.3.4), pecado capital se llama a aquel del cual
se originan otros por la razón de fin; porque siendo su fin más apetecible,
el hombre se presta a empleartoda clase de medios, buenos o malos, con tal
de conseguirlo. Pero el fin más apetecible es la bienaventuranza o
felicidad, que es el fin último de la vida humana, según se ha expuesto
anteriormente (1-2 q.1 a.8 sedcontra). Por consiguiente, cuanto un objeto
participa más de las condiciones de la felicidad, tanto más apetecible es. Y
una de las condiciones de la felicidad es que sea suficiente en sí; de lo
contrario no aquietaría el apetito como fin último. Pero las riquezas de
suyo prometen esta suficiencia en grado máximo, como dice Boecio en ii De
Consol.. La razón es porque, según el Filósofo, en V Ethic., nos servimos
del dinero como de una garantía para conseguirlo todo. También en Ecl 10,19
se nos dice que el dinero sirve para todo. Por tanto, la avaricia, que
consiste en el apetito del dinero, es pecado capital.
Las hijas de la avaricia
San Gregorio (Morales XXXi) designa como hijas de la avaricia a la traición,
el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza
de corazón.
Se llaman hijas de la avaricia aquellos vicios que se derivan de ella, y en
especial en cuanto intentan el mismo fin. Pero como la avaricia es el amor
excesivo de poseer riquezas, peca por dos capítulos: Primero, reteniendo las
riquezas. Y así, de la avaricia surge la dureza de corazón, que no se
ablanda con la misericordia ni ayuda con sus riquezas a los pobres. Segundo,
la avaricia peca por exceso en la adquisición de las riquezas. Y en este
aspecto puede considerarse la avaricia de dos modos: Uno, según el afecto
interior. Y así la avaricia causa la inquietud, en cuanto engendra la
excesiva solicitud y preocupaciones vanas, pues el avaro no se ve harto del
dinero, como leemos en Ecl 5,9. Otro modo de considerar la avaricia es
atendiendo al efecto exterior. Y así el avaro, en la adquisición de las
riquezas, se sirve unas veces de la violencia y otras del engaño. Si este
engaño lo hace con palabras, tenemos la mentira si se usan palabras sin más,
y si lo apoya con un juramento, tenemos el perjurio. Y si el engaño lo
realiza con obras, tenemos el fraude si se trata de cosas y la traición si
de las personas, como aparece claro en el caso de Judas, que traicionó a
Cristo por avaricia (Mt 26,15).
(SANTO TOMÁS DE AQUINo, Suma Teológica, ii-ii, q. 118, a. 1 - 8)
Comentario Teológico II: R.P. Julio Meinvielle -La avaricia, esencia del
capitalismo
Hay una perversidad esencial en el capitalismo, cualquiera sea su especie,
pues es éste un sistema fundado sobre un vicio capital que los teólogos
llaman avaricia. Busca el acrecentamiento sin límites de las riquezas como
si fuese éste un fin en sí, como si su pura posesión constituyese la
felicidad del hombre. "Y es imposible como enseña textualmente el Angélico
(i-ii, q. 2, a.1) - que la felicidad del hombre consista en las riquezas.
Dos son las clases de riquezas, a saber: las naturales y las artificiales.
Las naturales son aquellas que remedian las necesidades naturales del
hombre, tales como el vestido, el alimento, los vehículos, la habitación y
las otras cosas semejantes. Artificiales son aquellas que de por sí no
remedian ninguna necesidad natural, como el dinero, sino que la industria
del hombre la ha adoptado como medida de las cosas venales, para facilitar
el cambio. Ahora bien -prosigue el Angélico, la felicidad del hombre no
puede consistir en las riquezas naturales, ya que éstas se emplean para
sustentar la naturaleza del hombre; son medio y no fin; de donde todas las
riquezas naturales han sido creadas para provecho del hombre y colocadas
debajo de sus pies, como dice el Salmista, VIII".
Con mucha menor razón puede consistir en las riquezas artificiales, ya que
éstas no tienen otra finalidad que la de servir de medio para adquirir las
riquezas naturales necesarias para la vida.
Ahora bien, (dice el Santo Doctor) si tanto las riquezas naturales como las
artificiales tienen porfinalidad satisfacer las necesidades materiales del
hombre, según la condición de cada uno, su adquisición sólo es buena en la
medida en que sirve para satisfacer estas necesidades; luego su posesión y
producción debe estar regulada. Si se quebranta esta medida y se las quiere
retener y poseer sin limitación ninguna, se comete un pecado llamado
avaricia, que consiste en "un deseo inmoderado de poseer las cosas
exteriores" (II-II, q.118, a. 2).
Precisamente, es esta concupiscencia del lucro la que constituye la esencia
de la economía moderna. No que la avaricia sólo haya existido en ella;
siempre ha habido avaros, y el Espíritu Santo dice por boca de Salomón que
"al dinero obedecen todas las cosas"; pero nunca como en ella, este impulso
perverso que anida en la carne pecadora del hombre se ha organizado en un
sistema económico, nadie como ella ha hecho de un pecado una babélica
construcción.
Y, como la avaricia es un vicio capital con muchas hijas -según explica el
Doctor Angélico (II-II, q.118, a.8)-, el Capitalismo ha erigido consigo una
prole de pecados, sistemas que los economistas denominan leyes económicas.
"Porque, como consiste la avaricia en un amor superfluo de las riquezas, hay
en ella un doble desorden: porque, o se las retiene indebidamente, o se las
adquiere en forma ilícita. Hay desorden en su retención, en el caso de
inhumanidad o de endurecimiento, cuando el corazón no se ablanda de
misericordia en presencia de los necesitados, y así el capitalismo, como,
todo avaro, cierra sus entrañas a las miserias del pobre; al capital,
monstruo anónimo con mil atribuciones y sin ninguna responsabilidad, no le
interesa la caridad, ni la piedad, ni la misma equidad, ni siquiera se cree
con deberes: para con los individuos a quienes emplea, o en todo caso este
deber es del mismo orden que el que se tiene respecto al capital máquina, a
saber: un mantenimiento escrupuloso y metódico, mientras este mantenimiento
produce negocio: el paro o la desocupación cuando las cifras lo exigen o lo
prefieren". (Marcel Malcor. Nova et Vetera, Julio 1931). Hay además desorden
en la avaricia, porque se adquieren las riquezas, o con afección
desordenada, o recurriendo a medios ilícitos. Porque la avaricia engendra
una "inquietud morbosa y una febril preocupación de lo superfluo", que hace
decir al Eclesiastés, V. 9, que el avaro nunca se hartará de dinero; y así,
el capitalismo, dinámico, vertiginoso, insaciable, emplea todos los minutos
("el tiempo es oro") para acelerar el lucro, y con él, la producción y el
consumo; la vida, es una carrera sin descanso en prosecución del oro; no se
busca la riqueza para vivir sino que se vive para enriquecerse. ¡Cuán lejos
estamos de la economía católica, regida por la procuración del pan de cada
día!
La avaricia engendra, asimismo, como tantas otras hijas, la violencia, la
falacia, el perjurio, el fraude y la traición. Y el capitalismo peca de
violencia, porque, con su hambre de concentración, devora la pequeña
industria y la pequeña propiedad; peca de falacia, porque promete la
liberación de todo el género humano y cada día le sumerge profundamente en
la miseria, pues a la concentración por un lado corresponde la desolación
por el otro; peca de perjurio, cuando a la falacia se une el juramento, y el
capitalismo rubrica con el crédito su engaño, como se explicará en el 4º
capítulo; peca de fraude, porque con el crédito o préstamo a interés se
apodera de los ahorros del género humano y los maneja como si fuese
propietario, porque somete al obrero a la ley del hambre, y porque asegura
un consumo malo y caro; peca, finalmente, de traición, porque aniquila a la
persona humana, haciendo del hombre un mero individuo, una simple rueda en
la maquinaria gigantesca del edificio económico, porque hace añicos la
familia, hacinando en las fábricas como en tropilla a hombres y mujeres,
porque destruye la educación con la estandardización de la escuela y la
supresión del aprendizaje. En resumen, que el capitalismo es como la
erupción de toda una familia de pecados, es el reino de Mammon. Y esto se
aplica tanto al capitalismo liberal como al marxista.
La economía católica
La economía, en cambio, la única economía posible, está fundada sobre la
virtud que Santo Tomás llama liberalidad, la cual nos enseña el buen uso de
los bienes de este mundo concedidos para nuestra sustentación (II-II,
q.117).
¿Acaso las riquezas artificiales y naturales deben ser producidas y
acumuladas porque sí? Sin duda que no. Son cosas destinadas al provecho del
hombre, para su uso; digamos la palabra: "para el consumo". Resultan bienes
y no simplemente cosas en la medida que aprovechan o pueden aprovechar al
hombre. Luego, todo el proceso económico, por la exigencia de la misma
economía, debe estar orientado hacia el consumo. De aquí una doble falla
antieconómica en el capitalismo, cualquiera sea su especie, porque se
consume para producir y se produce para lucrar. La finanza regula la
producción, y la producción regula el consumo.
Y los bienes, ¿para qué se consumen?, a sea, el proceso económico total, ¿a
dónde se orienta? A satisfacer las necesidades de la vida corporal del
hombre. Y como ésta no tiene un fin en sí, sino que su integridad es
requerida para asegurar la vida espiritual del hombre, que culmina en el
acto de amor a Dios, toda la economía debe estar al servicio del hombre para
que éste se ponga al servicio de Dios.
"Santo Tomás enseña que para llevar una vida moral, para desarrollarse en la
vida de las virtudes, el hombre tiene necesidad de un mínimun de bienestar y
de seguridad material. Esta enseñanza significa, -dice Maritainque la
miseria es socialmente, como lo han visto claramente León Bloy y Péguy, una
especie de infierno; significa asimismo que las condiciones sociales que
coloca a la mayor parte de los hombres en la ocasión próxima de pecar,
exigiendo una especie de heroísmo de los que quieren practicar la ley de
Dios, son condiciones que en estricta justicia deben ser denunciadas sin
descanso y que debe esforzarse uno por cambiar" (Religion et Culture).
Santo Tomás ha expuesto en la "Summa contra Gentiles" el lugarde la economía
en una jerarquía de valores. "Si se consideran bien las cosas, dice, todas
las operaciones del hombre están ordenadas al acto de la divina
contemplación como a su propio fin. Pues, ¿para qué son los trabajos
serviles y el comercio, si no para que el cuerpo, estando provisto de las
cosas necesarias a la vida, esté en el estado requerido para la
contemplación? ¿Para qué las virtudes morales y la prudencia, sino para
procurar la paz interior y la calma de las pasiones de que tiene necesidad
la contemplación? ¿Para qué el gobierno civil, sino para asegurar la paz
exterior necesaria a la, contemplación? De donde, si se considera bien,
todas las funciones de la vida humana parecen estar al servicio de los que
contemplan la verdad" (L. IV, cap. 37).
Mientras no se admita esta jerarquía de valores, no se habrá superado el
capitalismo, porque o se sirve a Dios o se sirve a Mammon, el dios de las
riquezas.
La economía, una ética
De lo expuesto resulta que la economía es una ética (contra la concepción
mecánica de Descartes) que tiene por objeto específico la procuración de los
bienes materiales útiles al hombre; digo bienes, esto es: que respondan a
las exigencias de la naturaleza humana, no a sus caprichos o
concupiscencias. De ahí que todas aquellas cosas que sobran, una vez
satisfechas las necesidades del propio estado, son superfluas y no resultan
bienes si se mantienen acumulados o se usan para satisfacer la sed de
placeres. Hay obligación grave, según determinaremos en la próxima lección,
de participar de su uso a todos los miembros de la comunidad social, para
que resulten bienes útiles al hombre, esto es: bienes materiales humanos,
que sólo deben utilizarlo en cuanto conduzcan a la plenitud racional y a la
destinación sobrenatural del hombre. Debemos servirnos de la riqueza como
hijos de Dios que nos llamamos y somos.
Luego la economía es una parte de la prudencia, como enseña Santo Tomás
(II-II, q. 51, a. 3), que tiene por objeto el recto orden de las acciones
humanas encaminadas a procurar la sustentación propia o de la familia o de
la sociedad.
Y como en la ley de gracia en que vivimos no puede haber virtud perfecta -
según enseña el Angé-lico - sino por la ordenación de todo a "Dios amado por
encima de todas las cosas", es necesario que la prudencia, y con ello la
economía, se subordinen perfectamente a la caridad, que es la más excelente
de las virtudes, y sin la cual no puede haber verdadera virtud.
De lo dicho resulta que "las leyes económicas no son leyes puramente físicas
como las de la mecánica o de la química, sino leyes de la acción, humana,
que implican valores morales. La justicia, la liberalidad, el recto amor del
prójimo forman parte esencial de la realidad económica. La opresión de los
pobres y la riqueza tomada como un fin en sí no están solamente prohibidas
por la moral individual, sino que son cosas económicamente malas, que van
contra el fin mismo de la economía, porque este fin es un fin humano"
(Maritain, Religion et Culture, pág. 46).
De aquí la justificación de los elementos y valores económicos haya que
buscarla en las exigencias de la acción humana, y, que sea su moralidad, su
moralidad intrínseca, la condición de sus efectos benéficos para el hombre.
Trascendencia de la economía católica
No sé si habrá quedado expuesta con claridad la oposición fundamental de la
economía (porque sólo puede llamarse simplemente economía la verdaderamente
humana) y la Economía moderna o Capita-lismo. Una está fundada sobre un
pecado, y la otra descansa sobre una virtud. La una, como todo pecado, bajo
maravillosos disfraces, esclaviza al hombre, porque el que comete el pecado
es esclavo del pecado, según dice el Apóstol. La otra, humildemente, sin
ostentación, le liberta, porque la verdad nos hace libres, según enseñaba
Cristo.
Si la economía moderna nace del pecado, es esencialmente perversa y nefasta.
Podrá haber en ella muchos elementos materiales buenos, pero la conformación
de los mismos es intrínsecamente satánica.
De aquí que la doctrina económica de la Iglesia, nacida de una virtud, es
una doctrina que está in-finitamente por encima de todas las otras doctrinas
económicas, llámense socialistas o liberales. No se la puede ni se la debe
parangonar con ellas. No está en el centro de ellas. Como la cima de un
elevado monte, recoge, transcendiendo, todos los puntos de verdad contenidos
en las distintas escuelas económicas; porque, como no
existe el mal o error absoluto, así toda escuela, por desvariada que sea,
tiene en su seno muchas verdades adulteradas. El liberalismo, por ejemplo,
insiste en el carácter individual de la posesión de los bienes terrenos; el
socialismo en carácter social; y el fascismo quiere equilibrar a ambos. Pero
sólo la Iglesia, que se apoya en la eternidad del cielo, puede obtener
verdadero equilibrio del hombre y de la riqueza, porque incorporada a
Cristo, y por Cristo unida a Dios, puede someter la riqueza al hombre y el
hombre a Dios. El hombre está colocado en un medio, entre las riquezas y
Dios. Jamás puede gobernar. Por esto, si no quiere venira Dios, si rehúsa
aceptar el gobierno de Dios, tendrá que caer bajo el gobierno de las
riquezas. O Dios o Mammon. No se puede servir a dos señores. Pero tiene que
servir: si rehúsa el gobierno paternal de Dios, caerá bajo la esclavitud del
becerro de oro.
Sólo hay dos economías verdaderamente opuestas: la cristiana, que usa de las
riquezas para subir a Dios, y la moderna o capitalista (sea liberal o
marxista), que abandona a Dios para esclavizarse en la ri-queza. Parece que
la misericordia divina, apiadada de la espantosa suerte del hombre, que ha
perdido el paraíso sobrenatural y vive en un infierno terrestre, quiere en
esta hora libertarnos de la opresión capitalista. Este es el sentido de la
crisis profunda que pesa sobre el mundo.
Pero hay dos caminos para que la liberación se realice. Porque, si
entendiendo el hombre el plan de Dios que quiere libertarnos de la opresión
burguesa, de la esclavitud del oro, se presta a los deseos divinos y, con
espíritu de penitencia, renuncia a lo superfluo y para expiar su perversa
codicia aún se priva de lo necesario, el Señor, que perdonó a Nínive,
devolverá al hombre el sentido de la economía y, con ella, el sentido de la
Vida. La liberación se habrá entonces realizado en la paz del
Señor.
Si en cambio no entiende el plan de Dios, o hace como si no lo entendiese,
el Señor le libertará, es cierto, pero después de purificarle en una
espantosa catástrofe de terror y de anarquía.
(MEINVIELLE, J., Concepción Católica de la Economía, Edición de los Cursos
de Cultura Católica, Buenos Aires, 1936, p. 7-11.)
Santos Padres: San Ambrosio - Confianza en la Providencia
122. Díjole uno de la muchedumbre: Maestro di a mi hermano que parta conmigo
la herencia. Y Él le respondió: Pero hombre, ¿quién me ha constituido juez o
repartidor entre vosotros? Todo este pasaje está ordenado a cómo aceptar el
dolor para confesar al Señor, sea por desprecio a la muerte, por la
esperanza del premio o por la amenaza de un castigo eterno que jamás dejará
de ser tal. Y puesto que, frecuentemente, acontece que la avaricia es causa
de tentación para la virtud, se añade también el mandamiento de suprimirla y
ómo hay que hacerlo, cuando dice el Señor: ¿Quién me ha constituido juez o
repartidor entre vosotros? El que había descendido por razones divinas, con
toda justicia rechaza las terrenas, y no se digna hacerse juez de pleitos ni
repartidor de herencias terrenas, puesto que Él tenía que juzgar y decidir
sobre los méritos de los vivos y los muertos. Debes, pues, mirar no lo que
pides, sino a quien se lo pides, y no creas que un espíritu dedicado a cosas
mayores puede ser importunado por menudencias. Por esto, no sin razón es
rechazado este hermano que pretendía que el Dispensador de los bienes
celestiales se ocupara en cosas materiales, cuando precisamente no debe ser
un juez el mediador en el pleito de la repartición de un patrimonio, sino el
amor fraterno; aunque, en realidad, lo que debe buscar un hombre no es el
patrimonio del dinero, sino el de la inmortalidad; pues vanamente reúne
riquezas el que no sabe si podrá disfrutar de ellas, como aquel que,
pensando derribar los graneros repletos para recoger las nuevas mieses,
preparaba otros mayores para las abundantes cosechas, sin saber para quién
las amontonaba (Sal 38, 7). Ya que todas las cosas que son del mundo se
quedan en él, y nos abandona todo aquello que acaparamos para nuestros
herederos; y, en realidad, dejan de ser nuestras todas esas cosas que no
podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud acompaña a los difuntos, sólo la
misericordia nos sirve de compañera, esa misericordia que actúa en nuestra
vida como norte y guía hacia las mansiones celestiales, y logra conseguir
para los difuntos, a cambio del despreciable dinero, los eternos
tabernáculos; así lo testimonian los preceptos del Señor, cuando nos dice:
Con las riquezas injustas haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os
reciban en los eternos tabernáculos (Lc 16, 9). Este es un precepto
inteligente, lleno de sabiduría y apto para animar aun a los avaros a que
opten por cambiar las cosas corruptibles por las eternas, las terrenas por
las divinas. Pero, puesto que muchas veces la entrega se entorpece por la
debilidad de la fe y, cuando se va a repartir la herencia, viene a la mente
la preocupación de todo lo que es necesario para la vida, el Señorañade:
123 No os preocupéis de vuestra vida por lo que comeréis; ni de vuestro
cuerpo por lo que vestiréis; porque, en verdad, el alma es más importante
que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Pues a los que creen en
Dios, no hay mejor medio para darles confianza como ese soplo vital que es
el espíritu, el cual hace durar la unión completa del alma y del cuerpo,
unidad que, por otra parte, no exige ningún trabajo nuestro y que perdura,
sin que falte el alimento apropiado, hasta que llegue el día de la muerte. Y
si el alma está vestida del ropaje del cuerpo y éste recibe vida en virtud
de la energía del alma, resulta absurdo creer que nos faltará el alimento
suficiente precisamente cuando hemos recibido lo más, que es la realidad
permanente de la vida.
124. Considerad -dijo- las aves del cielo. Este es un ejemplo grande y digno
de ser imitado por la fe. Porque, si las aves del cielo, que no hacen ningún
ejercicio de cultivo ni recogen la abundancia de las mieses, reciben sin
falta su alimento de la divina providencia, parece justo que veamos la
avaricia como la única causa de nuestra pobreza. Pues si ellos tienen en
abundancia ese alimento que no han trabajado, es porque no se atribuyen los
frutos que han recibido para todos como si fuera algo particular, mientras
que nosotros hemos perdido los bienes comunes por reivindicar nuestra
propiedad; y el hecho es que nada hay propio de nadie allí donde no hay nada
duradero, ni existen unas provisiones seguras donde los acontecimientos son
inciertos. ¿Por qué, pues, crees que las riquezas son tuyas, cuando Dios ha
querido que el alimento reservado para ti sea común al de los demás
animales? Las aves del cielo no reivindican para sí nada especial, y por eso
no conocen la indigencia en lo que al alimento se refiere, ya que no pueden
envidiar a los otros seres.
125. Mirad los lirios cómo crecen; y más abajo: si a la hierba que hoy está
en el campo y mañana es arrojada al fuego la viste Dios así... He aquí unas
palabras alentadoras y humanas, ya que el Señor, por medio de esta
comparación verbal de la flor y la hierba, nos ha invitado a la confianza en
Dios, el cual nos concederá su misericordia tanto materialmente, para que
podamos llegar a la estatura propia de nuestro cuerpo, como espiritualmente,
puesto que, sin la ayuda de Dios, no podemos sobrepasar la medida de nuestra
estatura. Y ¿qué más humano obtener la persuasión que el ver cómo la
providencia de Dios viste de ese modo aun a los seres irracionales, los
cuales no carecen de nada que les pueda hacer falta para su belleza y
ornato, y todo esto
para que creas que mucho más velará para que nunca necesite nada el hombre,
dotado de razón, con la condición que éste arroje toda su preocupación en
Dios y no traicione su fe con la duda, sino que, por el contrario, cuente
sobre todo y plenamente con el socorro divino?
126. Con todo, es necesario que examinemos estas cosas con más profundidad,
ya que no parece que sea indiferente el hecho de que la flor sea comparada
al mismo hombre y, más aún, puesta como superior al mismo hombre,
representado por Salomón, hombre tan privilegiado, que mereció construir un
templo a Dios que, bien en figura o bajo el signo del misterio, representaba
a la Iglesia de Cristo, y no parece fuera de propósito el pensar que el
brillante colorido representa la gloria de los ángeles del cielo, los cuales
son realmente las flores de este mundo, ya que la tierra se adorna con su
fulgor y derraman sobre ella el buen olor de la santificación. Protegidos
con su ayuda podemos decir: Nosotros somos olor de Cristo en aquellos que se
salvan (2 Co 2, 15), los cuales, no teniendo ninguna preocupación ni
oprimidos por necesidad alguna de trabajar, conservan en sí mismos la gracia
de la liberalidad divina y los dones de la naturaleza celeste. Y así muy
bien se nos presenta Salomón, aquí revestido de su gloria y en otro lugar
cubierto (Mt 6, 29), con el fin de cubrir la debilidad de su naturaleza
corporal con el vigor del alma, revistiéndola con el esplendor de sus obras.
Mientras que los ángeles, cuya naturaleza es más parecida a la de Dios y se
halla inmune a todo sufrimiento corporal, tienen la preferencia sobre el
hombre, aunque éste sea el más digno de ser ayudado a causa de su debilidad.
Así, puesto que los hombres serán, por la resurrección, como los ángeles en
el cielo, el Señor nos quiere ordenar, por medio de este ejemplo de los
ángeles, que debemos esperar una mayor gloria celeste de Aquel que se la dio
a ellos, cuando nuestra mortalidad sea absorbida por la vida; ya que es
preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal
se revista de inmortalidad (1 Co 15, 53).
127. Muchos juzgan este símil verdaderamente exacto tanto en lo que se
refiere a la naturaleza de la flor como a las partes accidentales de esta
planta escogida, y es que los lirios no requieren cuidado especial ni ser
trabajados durante el año; no hay semejanza entre la recolección de los
demás frutos y el nacimiento de esta flor, que devuelve el trabajo de los
laboriosos agricultores traducidos en beneficios para la tierra. Cualquiera
que sea la avidez de la tierra, todo lo que crece es impulsado a florecer
por la virtud natural de una sabia que brota de la misma tierra y siempre
late en ella. Y así, cuando veas que el tallo de las hojas viejas se seca,
debes pensar que es que la flor comienza de nuevo como a revivir; porque es
que el verdor se oculta, pero no se pierde; pero tan pronto como esa flor es
provocada por las caricias primaverales, vuelve a revestirse de sus brotes,
le nace de nuevo su cabellera y con ello toda la belleza que es propia de
los lirios. Más, como recordamos haber expuesto más ampliamente este pasaje
en otro lugar, es conveniente dejarlo para no volver sobre la misma cosa.
128. Pero me complace advertir cómo los lirios no se dan en las asperidades
de los montes ni en los lugares incultos de los bosques, sino en la galanura
de los huertos. Y es porque hayjardines de diversosfrutos, es decir, de
variadas virtudes, y por eso está escrito: Eres jardín cerrado, hermana mía,
esposa mía, eresjardín cerrado, fuente sellada (Ct 4, 12); y esto porque,
donde florece la pureza, la castidad, la religión, la confianza silenciosa
de los misterios y allí donde brilla el resplandor de los ángeles, allí
crecen las violetas de los confesores, los lirios de las vírgenes y las
rosas de los mártires. Y nadie crea que el comparar los lirios a los ángeles
sea algo que carece de exactitud, ya que el mismo Cristo se llama a sí mismo
lirio cuando dice: Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles (Ct 2,
1). Y muy exacto resulta comparar a Cristo con un lirio, porque donde está
la sangre de los mártires, allí está Cristo, que es una flor la más hermosa,
sin mancha e inocente, en el cual no se encuentra la asperidad de las
espinas que punzan, sino una gracia derramada alrededor que clarifica. A la
verdad, las rosas tienen espinas para simbolizar los tormentos de los
mártires. Pero la divinidad inmaterial no tiene espinas, porque no sufrió
nunca.
129. Pero aunque los lirios o los ángeles estén vestidos de una gloria
superior a la humana, no debemos desesperar de la misericordia divina sobre
nosotros, a quienes el Señor, por la gracia de la resurrección, promete un
aspecto semejante al de los ángeles. En este lugar parece estar también
tocada una cuestión que el mismo Apóstol no dejó de tratar, ya que las
gentes de este mundo se preguntan cómo resucitan los muertos y con qué
cuerpo vuelven (1 Co 15, 35).
130. Ahora bien, al decir: Buscad el reino de Dios, y todas estas cosas se
os darán como consecuencia, nos quiere enseñar que la gracia no ha de faltar
a los creyentes ni en el presente ni en el futuro, con tal que éstos,
deseando las cosas divinas, no busquen con avidez las terrenas. Resulta, en
efecto, innoble que los que sirven a ese reino se preocupen del alimento. Ya
sabe el Rey, cómo debe cuidar, alimentar y vestir a los de su casa, y por
eso dijo: Arroja en Dios tu cuidado, y Él te alimentará (Sal 54, 23).
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 122-30, BAC
Madrid 1966, pág. 405-11)
Santos Padres: San Agustín El desapego de las riquezas
1. No dudo que quienes teméis a Dios oís con temor su palabra y con gozo la
ponéis por obra para esperar ahora y recibir después lo que prometió.
Acabamos de oír el mandato de Cristo Jesús, el Hijo de Dios. Quien nos da
órdenes es la Verdad, que ni engaña ni es engañada; oigamos, temamos,
precavámonos. ¿Qué nos manda? Os digo que os abstengáis de toda avaricia.
¿Qué significa de toda avaricia? ¿Qué quiere decir de toda? ¿Por qué añadió
de toda? Hubiera podido decir: «Guardaos de la avaricia». Pero le
correspondía a él añadir de toda y proclamar guardaos de toda avaricia.
2. El Evangelio nos indica por qué dijo esto, que fue como la ocasión que
dio origen a este sermón. Cierto individuo interpeló al Señor contra un
hermano suyo que había huido con todo el patrimonio y se negó a darle la
parte que le correspondía. Os dais cuenta de cuan justa era su causa. No
pretendía arrebatar lo que no era suyo; sólo pedía los bienes que sus padres
le habían dejado. No otra cosa pedía al acudir al Señor como a un juez.
Tenía un hermano malvado, pero contra ese hermano injusto había encontrado
un juez justo.
¿Debería perder esta ocasión en causa tan buena? Por otra parte, ¿quién iba
a decir a su hermano: «Da a tu hermano su parte», si Cristo no lo hacía?
¿Iba a decirlo otro juez a quien el hermano raptor y más rico tal vez
hubiera corrompido con dádivas? Este hombre, miserable y despojado de los
bienes paternos, habiendo encontrado tan buen juez, se acerca a él, le
interpela, le ruega y expone su causa en pocas palabras. ¿Qué necesidad
tenía de palabrería cuando hablaba a quién podía ver también el corazón?
Señor, dice, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. El Señor no le
contesta «Que venga tu hermano»; ni le envió a decirle que se presentase, ni
en su presencia dijo a quien le había interpelado: «Prueba lo que has
dicho». Pedía la mitad de la herencia; solicitaba la mitad, pero en la
tierra, y el Señor se la ofrecía toda en el cielo. Le daba el Señor más de
lo que pedía.
3. Di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. La causa es justa y su
exposición breve. Pero oigamos al juez y maestro. Hombre, le dice; hombre,
tú que tienes por cosa grande esta herencia, ¿qué eres sino hombre? Hacerlo
algo más que hombre: he aquí lo que deseaba el Señor. ¿Qué pretendía hacer
de más a quien deseaba apartarle de la avaricia? ¿Qué más le quería hacer?
Os lo diré: Yo dije, sois dioses y todos hijos del Altísimo.
He aquí lo que deseaba que fuera: contar entre los dioses a quien no tiene
avaricia. Hombre, ¿quién me ha constituido en divisor entre vosotros?
Tampoco San Pablo, siervo de Cristo, deseaba para sí este oficio, cuando
decía: Os ruego, hermanos, que digáis todos lo mismo y no haya entre
vosotros cismas. Y a quienes al amparo de su nombre dividían a Cristo,
decía: Cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas,
yo de Cristo. ¿Es que acaso está dividido Cristo? ¿Por ventura fue
crucificado Pablo por vosotros? ¿O es que vuestro bautismo fue en el nombre
de Pablo? Ved, pues, cuan perversos son los hombres que quieren que exista
dividido quien no quiso ser divisor. ¿Quién, dice, me ha constituido a mí en
divisor entre vosotros?
4. Pediste un favor, escucha ahora el consejo: Yo os digo: guardaos de toda
avaricia. Quizá tú tildes de avaro y codicioso a quien va en busca de lo
ajeno; yo te digo más: «No apetezcas codiciosa o avaramente ni siquiera tus
propios bienes». Este es el significado de de toda. Guardaos de toda
avaricia, dice. ¡Gran peso éste! Si tal vez es a personas débiles a quienes
se impone, pídase que quien lo impone se digne otorgar las fuerzas. No ha de
tenerse por cosa leve, hermanos míos, el que nuestro Señor, Redentor y
Salvador, que murió por nosotros, que dio su sangre como precio de nuestro
rescate, que es nuestro abogado y juez, diga: Guardaos.
No es cosa ligera. Él sabe de qué inmenso mal se trata; nosotros, que no lo
sabemos, creámosle, Guardaos, dice. ¿Por qué? ¿De qué? De toda avaricia.
«Guardo lo mío, no robo lo ajeno». Guardaos de toda avaricia. No sólo es
avaro quien roba lo que no es suyo, sino también quien guarda lo suyo
avaramente. Si de esta forma es inculpado quien guarda lo suyo con avaricia,
¿cuál será la condena del que roba lo ajeno? Guardaos, dice, de toda
avaricia, porque no consiste la vida del hombre en tener abundancia de las
cosas que posee en este mundo. El que almacena mucho, ¿cuánto toma de ello
para vivir? Tomando y en cierto modo separando mentalmente lo que necesita
para vivir, considere para quién deja lo restante, no sea que, quizá al
guardar para tener con qué vivir, acumule con qué morir. Atiende a Cristo,
atiende a la Verdad, atiende a la severidad. Guardaos, dice la Verdad.
Guardaos, dice la severidad. Si no amas la verdad, teme al menos la
severidad. No consiste la vida del hombre en la abundancia de las cosas que
tiene. Cree a Cristo, que no te engaña. ¿Dices tú lo contrario? «La vida del
hombre consiste en lo que tiene». Te engañas a ti mismo; él no te engaña.
5. Del hecho de haber pedido su parte el interpelante, sin deseo de tocar la
ajena, se originó el que en esta frase el Señor no dijera sólo: «Guardaos de
la avaricia», sino que añadiese: De toda avaricia. Aun esto era poco. Le
propuso un ejemplo tomado de cierto rico a quien sus campos habían producido
una gran cosecha. Hubo un hombre rico a quien sus campos habían
proporcionado éxito. ¿Qué significa: Le habían proporcionado éxito? Que la
finca que poseía le produjo una extraordinaria cosecha. ¿De qué magnitud?
Tan abundante que no tenía dónde colocarla. Por la abundancia se convirtió
rápidamente en estrecho, siendo ya desde antes avaro.
¡Cuántos años habían transcurrido y, no obstante, le habían bastado sus
graneros! Pero tanto trigo había cosechado que no le bastaban los graneros
que antes eran suficientes. Y el miserable cavilaba no sobre cómo repartir
lo que había recogido en exceso, sino sobre cómo guardarlo. Y a fuerza de
pensar encontró una solución, que le hizo tenerse por sabio. ¡Cuán prudente
fue en pensarlo y cuan sabio en descubrirlo! Pero ¿qué fue lo que le pareció
de sabios? Derrumbaré los graneros antiguos y haré otros nuevos más amplios
y los llenaré, y diré a mi alma. ¿Qué dirás a tu alma? Alma mía, tienes
muchos bienes almacenados para muchos años, descansa, come, bebe y
banquetea. Esto dijo a su alma el sabio inventor de esta solución.
6. Y Dios, que no desdeña hablar con los necios, le dijo... Quizá alguno de
vosotros diga: « ¿Cómo habló Dios con un necio?» ¡Oh hermanos, con cuántos
necios no habla ahora cuando se lee el Evangelio! ¿No son necios quienes lo
escuchan cuando se lee y no obran en consecuencia? ¿Qué dice el Señor? Al
avaro que se había tenido por sabio debido a la invención de tal proyecto le
llamó Necio. Necio, que te tienes por sabio; necio, tú que dijiste a tu
alma: Tienes abundancia de bienes almacenados para muchos años. Hoy se te
exigirá tu alma. Hoy se te reclamará el alma a la que dijiste: Tienes muchos
bienes; y se quedará sin bien alguno. Sea buena despreciando estos bienes
para que cuando la llamen salga segura. ¿Hay alguien más estúpido que el
hombre que desea tener muchos bienes y no quiere ser él bueno? Eres indigno
de tenerlo tú que no quieres ser lo que deseas tener.
¿Por ventura quieres tener una finca mala? No, por cierto; la quieres buena.
¿O acaso quieres tener una mujer mala? No, la quieres buena. O, para
concluir, ¿quieres poseer una casita mala o zapatos malos? ¿Por qué, pues,
sólo quieres tener el alma mala? En esta ocasión no dijo a aquel necio que
soñaba vanidades, que construía hórreos, ciego para ver el estómago del
pobre; no dijo: «Hoy será arrojada a los infiernos tu alma»; no le dijo nada
de esto, sino: Se te exigirá. No digo adónde irá tu alma; lo único cierto es
que, quieras o no, saldrá de este lugar donde le reservas tantas cosas. ¡Oh
necio!, pensaste en llenar nuevos y más amplios almacenes, como si no
hubiera más que hacer con las riquezas.
7. Quizá aquél no era aún cristiano. Oigámoslo, hermanos, nosotros, a
quienes por ser creyentes se nos lee el Evangelio, que adoramos a quien nos
dijo estas cosas y llevamos su señal en el corazón y en la frente. Interesa
sobremanera saber dónde lleva el hombre la señal de Cristo, si sólo en la
frente o en la frente y el corazón. Oísteis lo que decía hoy el santo
profeta Ezequiel; cómo Dios, antes de enviar al exterminador del pueblo
malvado, mandó delante a quien había de sellar diciéndole: Vete y señala en
la frente a quienes gimen y se afligen por los pecados de mi pueblo que se
cometen en medio de ellos. No dijo que se cometen fuera de ellos, sino en
medio de ellos.
Pero gimen y se duelen y por ello son señalados en la frente, en la frente
del hombre interior, no en la del exterior. Pues hay una frente en el rostro
y otra en la conciencia. A veces, cuando se toca la frente interior, se
ruboriza la exterior, enrojeciéndose por el pudor o palideciendo por el
temor. Luego el hombre tiene una frente interior; en ella fueron sellados
los elegidos para evitar el exterminio, pues aunque no corregían los pecados
que se cometían en medio de ellos, se dolían y ese mismo dolor los separaba
de los culpables. Estaban separados a los ojos de Dios y mezclados a los de
los hombres. Son señalados ocultamente para no ser dañados abiertamente. A
continuación se envía al exterminador y se le dice: Vete, extermina, no
perdones ni a pequeños ni a grandes, ni a mujeres ni a varones; pero no te
acerques a quienes tienen la señal en la frente. ¡Cuán gran seguridad se os
ha dado, hermanos míos, a vosotros que gemís en este pueblo y os doléis de
las iniquidades que se cometen en medio de vosotros, sin cometerlas
vosotros!
8. Para no perpetrar esas iniquidades, guardaos de toda avaricia. Os diré
más todavía. ¿Qué significa de toda avaricia? Es avaro por lo que respecta a
la sensualidad aquel a quien no le basta su mujer. Incluso a la idolatría se
llamó avaricia, porque es avaro, en lo que toca a la divinidad, aquel a
quien no le basta el único Dios verdadero. Pues ¿quién se procura muchos
dioses sino el alma avariciosa? ¿Y quién hace falsos mártires sino también
el alma avariciosa? Guardaos de toda avaricia. Amas tus cosas y te jactas
porque no vas en pos de las ajenas. Advierte el mal que haces no oyendo a
Cristo que dice: Guardaos de toda avaricia. Amas tus bienes; no usurpas lo
ajeno; son fruto de tu trabajo; los posees con justicia; resultaste ser
heredero; te lo dio alguien porque lo habías merecido. Navegaste, afrontaste
peligros, no defraudaste a nadie, no juraste en falso, adquiriste lo que
Dios quiso y lo guardas ávidamente, al parecer con buena conciencia porque
no lo adquiriste por malos caminos y no te preocupan los bienes ajenos. Pero
escucha cuántos males puedes hacer a causa de tus bienes si no obedeces a
quien dijo: Guardaos de toda avaricia. Suponte, por ejemplo, que llegas a
ser juez. Puesto que no buscas lo ajeno, no te dejas corromper.
Nadie te dará un regalo diciéndote al mismo tiempo: «Juzga contra mi
enemigo». «No lo haré», sería tu respuesta. ¿Cómo podría convencérsete a
hacerlo, a ti, hombre que no buscas lo ajeno? Pero advierte el mal que
podrías cometer en defensa de tus bienes. Quien te pide que juzgues mal y
que sentencies a su favor y en contra de su enemigo, es quizá un hombre
poderoso y con sus calumnias puede hacer que pierdas tus bienes. Contemplas
su poder e influencia; piensas en ella y también en tus bienes que guardas y
amas; no precisamente en los que poseíste, sino en los que se apoderaron de
tu corazón. Atiendes a esta atadura tuya por la que no tienes libres las
alas de la virtud y dices en tu interior: «Si ofendo a este hombre tan
poderoso en este mundo, levantará contra mí una calumnia, seré desterrado y
perderé cuanto tengo». Entonces juzgarás mal, no por buscar lo ajeno, sino
por conservar lo tuyo.
9. Preséntame un hombre que escuchó a Cristo, preséntame un hombre que oyó
con temor: Guardaos de toda avaricia. Y no me diga: «Yo soy un hombre pobre,
plebeyo, mediocre, vulgar, ¿cuándo he de esperar yo llegar a ser juez? No me
preocupa esa tentación cuyo peligro has puesto ante mis ojos». Ve que
también digo al pobre lo que debe temer. Te llama el rico y todopoderoso
para que digas en favor suyo un falso testimonio. ¿Qué has de hacer en tal
circunstancia? Dímelo. Tienes unos buenos ahorros; trabajaste, los
adquiriste y los has conservado. Él te insta: «Di en mi favor un falso
testimonio y te daré tanto y cuanto». Tú que no buscas lo ajeno dices:
«Lejos de mí tal cosa; no busco lo que Dios no quiso darme, no lo recibo,
apártate de mí». « ¿No quieres recibir lo que te doy? Te privo de lo que
tienes». Ahora pruébate, examínate. ¿A qué me miras? Entra en tu interior,
mírate dentro, examínate interiormente. Siéntate al lado de ti mismo, ponte
en tu presencia y extiéndete sobre el potro del precepto de Dios,
atorméntate con el temor y no te halagues.
Respóndete. ¿Qué harás si alguien te amenaza de esa forma? «Te arrebato lo
que con tanto trabajo adquiriste si no profieres un falso testimonio en
favor mío». Dale este testimonio: Guardaos de toda avaricia. « ¡Oh siervo
mío, a quien redimí e hice libre te dirá el Señor; a quien siendo siervo
adopté por hermano, a quien injerté como miembro en mi cuerpo, escúchame:
'Que te arrebate lo que adquiriste; no te privará de mí'! ¿Guardas tus
bienes para no perecer? ¿No te dije: Guardaos de toda avaricia?»
10. Veo que te turbas, que dudas. Tu corazón, como una nave, es azotado por
las tempestades. Cristo duerme; despierta al durmiente y no padecerás la
enfurecida tempestad. Despierta a quien nada quiso tener aquí y tendrás
íntegramente a quien llegó por ti hasta la cruz y cuyos huesos fueron
contados por los burlones cuando, desnudo, pendía del madero, y guárdate de
toda avaricia. Poco es guardarse de la avaricia del dinero; guárdate de la
avaricia de la vida. ¡Espantosa y temible avaricia! A veces el hombre
desprecia lo que tiene y dice: «No proferiré falso testimonio». « ¿Te
atreves a decirme que no lo proferirás? Te quitaré lo que tienes». «Quítame
lo que tengo, pero no me privarás de lo que llevo dentro». En efecto, no
había quedado empobrecido quien dijo: El Señor me lo dio, el Señor me lo
quitó. Como a Dios le agradó, así se hizo; sea, pues, bendito el nombre del
Señor. Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo volveré a la tierra.
Desnudo por fuera, vestido, por dentro.
Desnudo por fuera de vestidos que se pudren, pero vestido por dentro. ¿Con
qué? Vístanse de justicia tus sacerdotes. Pero, una vez despreciado lo que
posees, ¿qué harías si te dijese: «Te daré muerte»? Si has escuchado a
Cristo, respóndele: « ¿Darme muerte? Es preferible que tú des muerte a mi
carne, antes de que yo la dé a mi alma con la lengua mentirosa. ¿Qué has de
hacerme? Matarás mi carne, y mi alma quedará libre y al fin del mundo
recibirá la misma carne que despreció. ¿Qué has de hacerme? Sin embargo, si
yo dijese un falso testimonio en favor tuyo, con mi misma lengua me daría
muerte, pues la boca que miente mata al alma». Tal vez no digas esto. ¿Por
qué? Porque quieres vivir. ¿Quieres vivir más de lo que Dios ha fijado para
ti? ¿Te guardas en este caso de toda avaricia? Dios ha querido que vivas
hasta el momento en que este hombre se acercó a ti. Quizá te va a dar muerte
haciendo de ti un mártir. No tengas la avaricia de la vida y no tendrás la
eternidad de la muerte. ¿No veis que la avaricia nos hace pecar cuando
deseamos más de lo ordinario? Guardémonos de toda avaricia, si queremos
gozar de la sabiduría eterna.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón
107, 1-10, BAC Madrid 1983, 747-57)
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - Vanidad de Vanidades
Hoy en la liturgia resuena la palabra provocadora de Qoèlet: «¡Vanidad de
vanidades; todo es vanidad!» (1, 2). Los jóvenes son particularmente
sensibles al vacío de significado y de valores que a menudo les rodea. Y
lamentablemente pagan las consecuencias.
En cambio, el encuentro con Jesús vivo, en su gran familia que es la
Iglesia, colma el corazón de alegría, porque lo llena de vida auténtica, de
un bien profundo, que no pasa y no se marchita: lo hemos visto en los
rostros de los jóvenes en Río. Pero esta experiencia debe afrontar la
vanidad cotidiana, el veneno del vacío que se insinúa en nuestras sociedades
basadas en la ganancia y en el tener, que engañan a los jóvenes con el
consumismo.
El Evangelio de este domingo nos alerta precisamente de la absurdidad de
fundar la propia felicidad en el tener. El rico dice a sí mismo: Alma mía,
tienes a disposición muchos bienes... descansa, come, bebe y diviértete.
Pero Dios le dice: Necio, esta noche te van a reclamar la vida. Y lo que has
acumulado, ¿de quién será? (cf. Lc 12, 19-20).
Queridos hermanos y hermanas, la verdadera riqueza es el amor de Dios
compartido con los hermanos. Ese amor que viene de Dios y que hace que lo
compartamos entre nosotros y nos ayudemos.
Quien experimenta esto no teme la muerte, y recibe la paz del corazón.
Confiemos esta intención, la intención de recibir el amor de Dios y
compartirlo con los hermanos, a la intercesión de la Virgen María.
(Ángelus, Plaza San Pedro, domingo 4 de agosto de 2013)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El rico necio
El Evangelio nos presenta la realidad cruda del existir terreno: “¿de qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”.
Por más dinero que tenga un hombre no puede prolongar su vida cuando llega
la muerte. Por más medicinas y médicos expertos, por más avanzada que esté
la ciencia, cuando llega la muerte estas cosas humanas manifiestan su
impotencia. La plata asegura un vivir confortable pero no un buen vivir. Por
otra parte, la plata no asegura la vida. Es la experiencia cotidiana…
El libro del Cohelet habla de la vanidad del vivir terreno. La vanidad de
los esfuerzos del hombre para adquirir sabiduría y ciencia.
El Salmista canta al Señor de la vida confesando su poder sobre ella y por
otra parte manifiesta la caducidad y cortedad de la vida humana, la cual,
hay que aprovechar obrando sensatamente.
La enseñanza de Jesús se da con ocasión de que un hombre le pide que dirima
un altercado por una cuestión de herencia. Jesús no se mete en el asunto y
advierte de cuidarse de la avaricia. Luego ilustra su enseñanza con una
parábola y concluye exhortando a buscar las riquezas celestiales.
La avaricia consiste en el deseo desmedido de poseer.
Es pecado grave cuando falta a la justicia, es decir, cuando perjudica al
prójimo reteniendo lo que le corresponde en justicia. Y, por otra parte,
también es pecado si el amor a las riquezas es tan intenso que uno no tiene
reparo por tal amor en obrar contra la caridad de Dios y del prójimo.
Aquí podemos denunciar muchas injusticias sociales respecto de la primera
gravedad señalada. Respecto de la segunda el descuido de las personas por
las cosas de Dios y del prójimo. Por un lado, el desinterés del culto a Dios
y por otro, el descuido de las necesidades del prójimo: de la propia familia
y de los necesitados.
La avaricia es un pecado capital de donde nacen varias hijas: la traición,
el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza
de corazón. De aquí podemos sacar muchísimos ejemplos…
Detengámonos a considerar nuestra vida, ¿dónde tenemos puesto el corazón?
“Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
El corazón del cristiano tiene que tener por tesoro a Dios, el cielo, y para
el cielo debe trabajar.
¿Creemos que hay una vida eterna o no? Si creemos que hay vida eterna
busquemos alcanzarla. Esta vida presente es linda pero no es la definitiva.
Esta vida presente tenemos que usarla para conseguir un tesoro en el cielo.
¿Por qué tanto afán en las cosas de la tierra? Hay que pasar una buena vida
aquí, es cierto, pero sin descuidar el amor a Dios y al prójimo, sin
ocuparnos y matarnos de tal manera para tener cosas materiales que nos
olvidamos de la familia, del amor matrimonial, de la educación de los hijos,
del cuidado de nuestros mayores y también de ir a Misa, de vivir una vida
cristiana.
El amor desordenado a los bienes materiales nos lleva a la vanidad y luego a
la soberbia y de allí a todos los pecados, dice San Ignacio de Loyola.
El Sabio habla de la vanidad de buscar la ciencia y la sabiduría, las
cuales, son encomiables. ¡Cuánto más vano será buscar los bienes materiales!
¡Cuántos desvelos, cuanta preocupación para cubrir los créditos antes de fin
de mes!
Vivimos en un mundo consumista que se ha dejado ganar por considerar
necesarias las cosas superfluas. No nos alcanza el dinero porque queremos
tener cosas superfluas, cosas que en verdad no son necesarias para un buen
vivir, cosas vanas.
Los esposos salen a trabajar para tener un buen pasar y descuidan la
educación de los hijos. Verdaderamente hay necesidad de que los dos trabajen
y dejar de educar a los hijos. Hay que considerarlo. Quizá con menos confort
pueda quedarse la esposa a criar los hijos.
¿Qué modelos familiares estamos siguiendo?
Es verdad que se suma al consumismo la injusticia social porque no se paga
lo suficiente al empleado para que pueda vivir bien pero hay que hacer un
balance de valores: que cosas debo sacrificar o postergar y cuales no y por
cuales me debo preocupar más y por cuales debo preocuparme menos.
El Señor nos dice: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas
esas cosas se os darán por añadidura”. Primero debemos buscar la salvación
del alma y después las demás cosas.
Mt 16, 26
Qo 1, 2; 2, 21-23
Sal 89, 3-6. 12-14. 17
San Gregorio, Morales XXXI
Lc 12, 34
Mt 6, 33
Aplicación: P. Joege Loring, S.J. - Décimo Octavo Domingo del Tiempo
Ordinario - Año C Lc 12: 13-21
1.- La parábola de hoy hace pensar.
2.- Aquel rico se prometía una buena vida por las riquezas que había
acumulado, y aquella misma noche se murió.
3.- La muerte repentina es algo que nadie se espera. Todos pensamos que
vamos a seguir viviendo, y cuando menos lo esperamos nos sorprende la
muerte.
4.- Tenemos casos recientes de personas que han muerto repentinamente, bien
por un ataque de corazón bien por un accidente.
5.- La única manera de vivir tranquilos es la de estar siempre preparados.
Vivir siempre en gracia de Dios.
6.- Vivir en pecado es jugar a la ruleta rusa: puede ser que no haya bala,
pero si la hay, se acabó.
7.- La otra lección de este Evangelio es que no debemos estar apegados al
dinero. Hoy se vive un ambiente muy materialista. Todo el mundo quiere tener
mucho dinero para vivir mejor.
8.- Pero el bienestar material no da la felicidad. La felicidad es algo que
está dentro de la persona. Con dinero no se puede comprar. Lo mismo que con
el dinero no se puede comprar la paz o el amor. Y mucho menos la virtud, que
es lo que nos da la felicidad.
9.- Valemos por lo que somos, no por lo que tenemos. Por eso en lugar de
preocuparnos tanto de acumular dinero deberíamos preocuparnos más de
acumular virtudes.
10.- Al más allá no podemos llevarlos nada, pero podemos mandar
anticipadamente buenas obras.
Aplicación: Directorio Homilético - Decimoctavo domingo del Tiempo
Ordinario
CEC 661, 1042-1050, 1821: la esperanza en los cielos nuevos y la tierra
nueva
CEC 2535-2540, 2547, 2728: el desorden de las concupiscencias
661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a
la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que "salió del
Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf. Jn 16,28). "Nadie ha subido al
cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4,
8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la
"Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo
ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza
nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente
esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).
VI LA ESPERANZA DE LOS CIELOS NUEVOS Y DE LA TIERRA NUEVA
1042 Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después
del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados
en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado:
La Iglesia ... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...cuando
llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad,
también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que
alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo
(LG 48)
1043 La Sagrada Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta
renovación misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13;
cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de
"hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo
que está en la tierra" (Ef 1, 10).
1044 En este "universo nuevo" (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios
tendrá su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de su ojos, y
no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo
viejo ha pasado" (Ap 21, 4;cf. 21, 27).
1045 Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad
del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia
peregrina era "como el sacramento" (LG 1). Los que estén unidos a Cristo
formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2),
"la Esposa del Cordero" (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, las
manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad
terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará
de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de
paz y de comunión mutua.
1046 En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de
destino del mundo material y del hombre:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los
hijos de Dios ... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la
corrupción ... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y
sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las
primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior
anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 19-23).
1047 Así pues, el universo visible también está destinado a ser
transformado, "a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado,
ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos", participando en su
glorificación en Jesucristo resucitado (San Ireneo, haer. 5, 32, 1).
1048 "Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad,
y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de
este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha
preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y
cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se
levantan en los corazones de los hombres"(GS 39, 1).
1049 "No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más
bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel
cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del
siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso
terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la
medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa
mucho al Reino de Dios" (GS 39, 2).
1050 "Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra
diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y
según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno
y universal" (GS 39, 3; cf. LG 2). Dios será entonces "todo en todos" (1 Co
15, 22), en la vida eterna:
La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el
Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales.
Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la
promesa indefectible de la vida eterna (San Cirilo de Jerusalén, catech.
ill. 18, 29).
1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a
los que le aman (cf Rm 8,28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7,21). En toda
circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, "perseverar
hasta el fin" (cf Mt 10,22; cf Cc de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del
cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la
gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que "todos los hombres
se salven" (1 Tm 2,4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo,
su esposo:
Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con
cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto
dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más
mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con
gozo y deleite que no puede tener fin (S. Teresa de Jesús, excl. 15,3).
I EL DESORDEN DE LA CODICIA
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no
tenemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se
tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no
guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que
no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.
2536 El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una
apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado
nacido de lo pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe
también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al
prójimo en sus bienes temporales:
Cuando la Ley nos dice: "No codiciarás", nos dice, en otros términos, que
apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del
bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito:
"El ojo del avaro no se satisface con su suerte" (Si 14,9) (Catec. R. 3,37)
2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen
al prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional
señala con realismo "quiénes son los que más deben luchar contra sus
codicias pecaminosas" y a los que, por tanto, es preciso "exhortar más a
observar este precepto":
Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que
ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo
contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que
desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o
comprándoles...Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que
anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Cat. R. 3,37).
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la
envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey
David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que
trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños,
envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La
envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La
muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).
Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra
otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde
llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos
miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S.
Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).
2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante
el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea
indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech.
4,8). "De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría
causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s.
Gregorio Magno, mor. 31,45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un
rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la
benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha
de esforzarse por vivir en la humildad:
¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del
progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros.
Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia
poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in
Rom. 7,3).
2547 El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la
abundancia de bienes (Lc 6,24). "El orgulloso busca el poder terreno,
mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos" (S. Agustín,
serm. Dom. 1,1). El abandono en la Providencia del Padre del Cielo libera de
la inquietud por el mañana (cf Mt 6,25-34). La confianza en Dios dispone a
la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.
2728 Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido
como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no
entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos "muchos bienes" (cf Mc 10,
22), decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad, herida
de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores,
alergia a la gratuidad de la oración... La conclusión es siempre la misma:
¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia,
si se quieren vencer estos obstáculos.
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S. J. - El abandono en la Providencia
La parábola del rico necio y sus graneros tiene una acuciante actualidad.
¡Cuántos son los que viven como aquel hombre, que sólo piensan en tener más
y más -en aquel caso, más graneros-, en insaciable carrera con la muerte que
los acecha! Aquel rico no preparó graneros permanentes, sino caducos, y lo
que es más necio, prometiéndose una larga vida. Bien decía San Atanasio que
si uno viviera como si hubiese de morir todos los días, cosa nada ridícula
dado que nuestra vida es incierta por naturaleza, si uno así viviera,
ciertamente no pecaría, ya que el temor extingue el atractivo de la mayor
parte de las voluptuosidades; y, al contrario, el que fatuamente se promete
una larga vida, aspira incoerciblemente a aquellos placeres.
La parábola que estamos comentando coincide perfectamente con las palabras
de Cohélet, hijo de David, que escuchamos en la primera lectura: "¡Vanidad,
pura vanidad! ¡Nada más que vanidad!... ¿Qué le reporta al hombre todo su
esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días
son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa
su corazón. También esto es vanidad". Tal es la actitud del hombre que vive
enfrascado en la inmanencia, que ha puesto en esta tierra su morada
permanente, que niega la existencia ultraterrena soñando sólo con el
"paraíso en la tierra". Hombre pobre y vacío, siempre fatigado y nunca
saciado, aspirando permanentemente a nuevos y más amplios graneros.
No deja de resultar aleccionador lo que al término de la parábola que hemos
leído, sigue diciendo Jesús. Si bien es cierto que dichas palabras no se
incluyen en la perícopa de hoy, nos parece que constituyen su mejor
comentario, máxime que es el mismo Cristo el que habla: "No andéis
preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué
os vestiréis... Mirad los pájaros del cielo, ni siembran ni cosechan; no
tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros
que las aves!". Y más adelante: "Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni
tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno
de ellos... Así pues, vosotros, no andéis buscando qué comer ni qué beber, y
no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del
mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien
su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura".
Esto parece demasiado poético, y hasta algunos han creído ver allí una
peligrosa exhortación a la holgazanería. Mas lo que Cristo quiere fustigar
es la solicitud excesiva, la "inquietud" que trae consigo la voracidad de
las riquezas, origen de males innumerables. En el corazón de cada cual hay
un señor sentado: o allí se sienta Cristo o, si no, el dinero. El uno nos
invita al desprendimiento de las cosas, el otro nos incita a atesorar.
Es cierto que todos venimos a la vida con cierto desasosiego. El desasosiego
no se puede suprimir. Se lo puede, en cambio, convertir en una de tres
cosas: o en inquietud religiosa, la cual es buena y espuela de salvación
eterna; o en angustia demoníaca, la cual es pésima; o en solicitud terrena,
la cual es mala y nos aparta de Cristo. La solicitud terrena es la más
común, es, en cierto modo, natural; y el mundo moderno, que se cierra a lo
sobrenatural, está como sumergido en ella. En este mundo de la tecnocracia,
un mundo de confort, afincado en la tierra, todo debe estar "asegurado"; hay
"seguro" para todas las cosas. También las concepciones políticas hoy
dominantes se mueven en ese mismo ambiente: el capitalismo es una concreción
sociológica de la avaricia en los ricos; el socialismo es una concreción
sociológica del resentimiento en los pobres. Porque la "solicitud terrena"
puede dominar tanto a los ricos sin Cristo como a los pobres sin Cristo.
Poderoso caballero es don Dinero, decía el poeta español. ¡Cuántos se han
esclavizado en busca de tesoros terrenos! ¡Cuántos han hecho del "negocio"
el alma de todas sus acciones! ¡Cuántos viven con su corazón exclusivamente
puesto en los bienes temporales! El tiempo es oro, reza un refrán nefasto. Y
bien, amados hermanos, el Señor nos dice hoy, a través de la parábola del
rico necio, que no podemos conciliar el amor apasionado de los bienes de la
tierra con el amor de Dios. No podemos servir a dos señores.
Con facilidad la pasión del dinero puede irse apoderando del alcázar de
nuestra alma. "Son los gentiles del mundo los que se afanan por esas cosas",
nos dice el Señor. Da pena ver a un hombre, creatura llena de nobleza y
dignidad, imagen de Dios, semejante a los ángeles, a la zaga de unos
billetes más, juguetes de niño. En el fondo, no son cosas verdaderas, no
traen la abundancia sino la indigencia, porque crean en nosotros un mayor
número de necesidades, siempre más y más grandes graneros, siempre más. En
realidad, el hombre es tanto más rico cuanto de menos cosas necesita para
quedar satisfecho. Señal de que su riqueza es interior. Para las cosas
eternas hemos nacido. Nos deshonramos sobremanera consumiendo nuestro deseo
de infinito en cosas perecederas.
No hemos sido creados para comer, beber y vestirnos, sólo preocupados por la
coyuntura del futuro. Hemos sido creados para agradar a Dios y alcanzar así
la felicidad eterna. Ni fuimos hechos para el mañana receloso de nuestra
desconfianza, sino para el hoy generoso de nuestra entrega. Si a la hierba
del campo, que hoy es y mañana no es, así la trata Dios, ¿cómo podrá
olvidarse de nosotros, amados hermanos? No vivamos, pues, excesivamente
ansiosos; ocupémonos, sí, en los asuntos de nuestra vida cotidiana. Nuestro
trabajo es un deber de estado e incluso un medio de santificación. Tenemos
el deber de hacer fructificar a la tierra. Pero no lo hagamos con congoja,
ni con espíritu de avaricia. Cuán fácilmente invertimos el orden de Dios. Él
nos dice: No os afanéis por las cosas terrestres, y nosotros no nos cansamos
de anhelarlas con pasión. Él nos dice: Buscad las cosas celestiales, y
nosotros apenas nos interesamos por ellas. Recapacitemos hoy cuánto ponemos
de afán por las cosas de esta vida, y cuánto decaimiento tenemos por las
cosas eternas.
Inquietarnos en exceso constituye una suerte de injuria a la Providencia de
Dios. No se preocupa en demasía por el alimento del viaje quien ha sido
llamado a un espléndido banquete; ni quien se encamina a la fuente de vida
eterna se interesa morosamente por la bebida del camino. Somos peregrinos.
No hagamos como aquel hombre que habiendo sido desterrado por sólo dos meses
a un lugar apartado, construyó en ese lugar un lujoso palacio. Así es el
hombre que se dedica a atesorar en este mundo. Tales tesoros, por valiosos
que parezcan, están a merced de la polilla, de los ladrones y, en última
instancia, de la muerte. Si nuestro cuidado son sólo riquezas de la tierra,
si como el necio del evangelio decimos: "Alma mía, tienes bienes almacenados
para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida", necesariamente
nuestro corazón se volverá terreno. Porque donde está el tesoro, allí está
el corazón.
El evangelio de hoy es una incitación a la confianza en la Providencia, al
abandono en las manos de Dios. En ocasiones, podemos sentimos perdidos, como
un chico que en el tumulto de la gran ciudad inadvertidamente se ha soltado
de la mano de su padre; como un pajarito sacudido por el huracán y
enceguecido por los relámpagos. En esos momentos trágicos, confiemos
rotundamente en Dios, o, como recomienda San Pedro, "confiadle todas
vuestras preocupaciones pues él cuida de vosotros". Confiemos en ese Señor
que, contra toda esperanza, dio un hijo a Abraham en su senectud; en ese
Señor que cuando vio a su pueblo acosado por los egipcios, supo abrirle un
camino en el mar; en ese Señor capaz de caminar sobre las crestas del mar
enfurecido. Dios conoce mejor que nosotros nuestras necesidades más
apremiantes. Él quiere solucionarlas: es Padre. Puede hacerlo: es
Todopoderoso.
Pronto nos acercaremos a recibir al mismo Señor que nos ha hablado por este
espléndido evangelio, al mismo Señor que nos impulsa al abandono en la
Providencia divina. Pidámosle, según nos lo recomendó el Apóstol en la
segunda lectura de hoy, que ya que hemos resucitado con Él, busquemos
seriamente las cosas de arriba, aspiremos a las cosas de lo alto, no a las
de la tierra. Levantemos, pues, los corazones, como la liturgia de la Misa
nos exhorta a hacerlo antes de introducirnos en el canon o gran plegaria
eucarística. Que nunca coloquemos fuera de Cristo nuestra suficiencia. Que
nuestras almas destilen despreocupadamente el rocío refrescante de los
lirios del campo y se dirijan hacia Él con la ligereza confiada de los
pajaritos del cielo.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius,1994, pp. 234-238)
Aplicación: San Juan Pablo II - La vanidad y el valor
En el conjunto de las lecturas de la liturgia de hoy está contenida una
profunda paradoja, la paradoja entre "la vanidad y el valor". Las primeras
palabras del libro del Cohelet hablan de la vanidad de todas las cosas; en
cierto sentido, de la vanidad de los esfuerzos, de las actividades del
hombre en esta vida, de la vanidad de todas las criaturas en cierto modo; de
la vanidad del hombre, él también una criatura destinada a pasar y a la
muerte.
En este Salmo que cantamos en la liturgia de hoy, escuchamos, inmediatamente
después, el elogio a lo creado. Por otra parte, ese elogio es un lejano eco
primogénito contenido en todo el Génesis, del elogio a la creación: cuando
Dios dijo que toda su obra fue un bien, o más aún, vio que fue un bien del
hombre, creado a su imagen y semejanza, dijo que era muy bueno. Vio que era
muy bueno. Por tanto nos encontramos ante un interrogante: ¿por qué la
vanidad y por qué el valor? ¿Qué relación los une entre si? La respuesta, al
menos la principal, se encuentra en el Evangelio que hemos leído hoy. No se
trata de dar un juicio sobre lo creado. Se trata del camino de la sabiduría.
No olvidemos que el Génesis es, ante todo, un libro (tengo presentes sus
primeros capítulos). Es pues un libro sobre el mundo, en cierto sentido un
libro-manual teológico sobre la cosmología y la creación. El libro del
Cohelet, en cambio, es un libro sobre la sabiduría. Enseña cómo vivir. Y lo
que dice Cristo en el Evangelio de hoy es una prolongación de esa sabiduría
del Antiguo Testamento. Cristo habla a través de ejemplos y parábolas: habla
del hombre que ha limitado el sentido de su vida a los bienes de este mundo.
Los ha poseído en tan gran cantidad que ha tenido que construir nuevos
graneros para poder contenerlos todos. El programa de la vida, pues, es
acumular y usar. Y a esto debe limitarse la felicidad. A un hombre así.
Cristo le contesta: "necio, esta misma noche pedirán tu alma".
Si has interpretado así el sentido del valor, entonces se volverá contra ti
la ley de la vanidad. Y ésta es ya una respuesta. No se trata, pues, de
juicio sobre el mundo, sino de sabiduría del hombre; de su manera de actuar.
Es necesario establecer, en la propia vida, una jerarquía de valores.
Cristo, a través de todo lo que ha dicho y, sobre todo, a través de todo lo
que Él ha sido, a través de todo el misterio pascual, ha establecido la
jerarquía de valores en la vida del hombre.
En la segunda lectura de hoy, San Pablo enlaza precisamente con esta
jerarquía cuando dice que debemos buscar lo que está en lo alto. Por tanto,
el hombre no puede encerrar el horizonte de su vida en la temporalidad; no
puede reducir el sentido de su vida al usufructo de los bienes que le han
sido concedidos por la naturaleza, por la creación, que lo rodean y que se
encuentran también dentro de él. No puede encerrar así la primacía de su
existencia, sino que tiene que ir más allá de sí mismo. Estando hecho a
imagen y semejanza de Dios, debe verse a sí mismo en un lugar más alto y
debe buscar para sí mismo un sentido en aquello que está por encima de él.
El Evangelio contiene la verdad sobre el hombre porque contiene todo aquello
que está por encima del hombre y que, al mismo tiempo, el hombre puede
alcanzar en Cristo colaborando con la acción de Dios que actúa dentro del
hombre. Este es el camino de la sabiduría. Y sobre este camino de la
sabiduría se resuelve la paradoja entre la vanidad y el valor; la paradoja
que a menudo vive el hombre.
Muchas veces el hombre es propenso a mirar su vida desde el punto de vista
de la vanidad. Sin embargo Cristo quiere que la veamos desde el punto de
vista del valor, pero teniendo siempre cuidado de utilizar la justa
Jerarquía de valores, la justa escala de valores.
Y cuando la liturgia de hoy, junto con la palabra Aleluya, nos recuerda
también la bienaventuranza "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de
ellos es el Reino de los cielos", resume en ella ese programa de vida.
Cristo ha exhortado al hombre a la pobreza, a adquirir una actitud que no le
haga encerrarse en la temporalidad, que no le haga ver en ella el fin último
de la propia existencia y no le haga basar todo en el consumo, en el goce.
Un hombre así es pobre en este sentido, porque está continuamente abierto.
Abierto a Dios y abierto a estos valores que nos vienen de su acción, de su
gracia, de su creación, de su redención y de su Cristo
Es éste el breve resumen de los pensamientos encerrados en la liturgia de
hoy; pensamientos siempre importantes. Nunca pierden su significado;
permanecen perpetuamente actuales.
En cierto sentido buscábamos siempre una contestación a la pregunta: ¿qué
quiere decir ser un cristiano? ¿Qué quiere decir ser un cristiano en el
mundo moderno?: ¿ser cristiano cada día, siendo, al mismo tiempo, un
profesor de universidad, un ingeniero, un médico, un hombre contemporáneo y,
antes aún, un o una estudiante?
y el valor congénito en ella, encontrábamos también la alegría. No sólo un
consuelo inmediato, sino una afirmación continua. Y aquí encuentra su
afirmación una respuesta a la pregunta sobre si vale la pena vivir. En ese
caso, vale la pena vivir. Con tal comprensión de la jerarquía de valores, de
la escala de valores, vale la pena vivir. Si la vida tiene este sentido,
vale la pena vivirla. Y vale la pena esforzarse y padecer, porque la vida
humana no está libre de ello y cada uno de nosotros, individualmente y en
nuestra comunidad, ha vivido grandes sufrimientos.
En esta perspectiva vale la pena esforzarse y padecer, porque
"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos".
Así se formaba la Iglesia en sus comienzos, así empezó a formarla Cristo
mismo y así ella se formaba gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus
Sucesores, y así se forma aún hoy. Construid la Iglesia en esta dimensión de
la vida de la que sois partícipes. Amén.
(Homilía del beato Juan Pablo II en Castelgandolfo, el día 3 de agosto de
1980)
Aplicación: ALESSANDRO PRONZATO - Esclavitud y Soledad
Lo que más me impresiona de este hombre, rico y ávido, de la parábola
evangélica es su heladora soledad. Algo verdaderamente tétrico,
horripilante.
Nadie está tan solo como este hombre rodeado, casi sofocado, por sus bienes.
Más que contar sus rentas, parece hablar con ellas. Lo vemos en coloquio con
las cifras.
En diálogo amoroso con los libros contables.
Su voz tiene el sonido de los dineros.
Es un individuo sin nombre, sin rostro. No tiene mujer, ni hijos, ni amigos.
El único lazo estrecho son sus bienes materiales. Se identifica con las
propias riquezas. El mismo se convierte en campo, grano, trigo, almacén,
número, cartera. Ya no es un hombre. Es una cosa en medio de las cosas.
Los bienes, en lugar de ser vehículos de comunicación, de relación con los
otros, para él son cosas a acumular, conservar, proteger, defender. En vez
de ser medios (antiguamente se decía, precisamente, que uno tenía tantos
"medios"), se convierten en fin, al que se sacrifica todo.
Y terminan por cerrarlo en una prisión.
Este hombre triste es un prisionero. Puede incluso ampliar los almacenes.
Pero no logrará ya salir de ellos.
Es un hombre cerrado. Sin futuro. Precisamente él que se engañará pensando
que está asegurado para muchos años.
Cuando se pronuncia la terrible sentencia: «Esta noche te van a exigir la
vida», en realidad él ya está muerto desde hace tiempo. La sentencia la
pronunció él sobre sí mismo. Con acierto se ha subrayado --A. Maillot (de
quien tomo alguna de estas observaciones- que más que un castigo es una
concesión.
Se le llama «necio».
Porque funda la propia seguridad en el tener y no en el ser.
Porque se afana por poseer y acumular, en vez de comprometerse a crecer.
Porque se identifica con las cosas, y no las transforma en sacramento de
comunión con los hermanos.
Porque cree que mucho dinero significa mucha vida.
Porque piensa que la posesión egoísta da alegría.
Porque no sospecha que, aunque salgan las cuentas, su existencia es una
quiebra.
Porque está en adoración y no ve más que el propio «yo». No se para jamás
frente a un «tú».
Porque no entiende que «el yo no tiene otra protección que el darse, el
perderse» (A. Paoli).
Porque no cae en la cuenta de que no es posible llenar el vacío con un
estorbo.
Porque no intuye que la seguridad puede derivarse sólo de un acto de coraje,
de ruptura, de liberación.
Porque no se percata de que la vida va llena de amistad, de don, de
relaciones, no de cosas.
Intentemos ahora sacar algunas consecuencias.
--La posesión es siempre limitación. «El que adquiere un campo y lo cierra
con una cerca, se priva del resto de la naturaleza, se empobrece de todo lo
demás. He aquí por qué la pobreza religiosa no significa poseer poco, sino
no poseer nada, o sea, la expropiación total para poseerlo todo» (E.
Cardenal).
--La posesión es sobre todo limitación de libertad. «¿No habéis observado
alguna vez que ser rico se traduce siempre en un empobrecimiento en otro
plano? Basta decir: poseo este reloj, es mío, y cerrar la mano, apresándolo,
para tener un reloj y haber perdido una mano» (A. Bloom). Nuestro espíritu y
nuestro corazón tienden a empequeñecerse, a reducirse a las dimensiones de
los objetos sobre los que se cierran, a las dimensiones de los bienes sobre
los que se repliegan.
--La riqueza es falsificación de las cosas, porque falsea la relación con
ellas. El rico cree que su título de propiedad le une íntimamente, con
seguridad a sus bienes. Pero esto es una colosal ilusión. Las cosas como las
personas, tienen un «límite de inviolabilidad, un umbral infranqueable», que
no puede ser forzado por un derecho que se derive simplemente del dinero.
Una cosa no se deja «violar» por la cartera (las personas, algunas veces
sí...). Por eso, aun cuando me pertenezca, aunque sea "mía", la cosa sigue
«inviolada» en su esencia más verdadera, y siempre me dejará insatisfecho.
La cosa permanecerá obstinadamente «ajena» a mí, escapará de mi mano aun
cuando la retenga, más aún precisamente porque pretendo asirla, tenerla, se
reirá de mí, burlona, intacta, intocable.
Para entrar en comunión íntima con un bien creado, la propiedad ligada al
dinero, al derecho, puede constituir un obstáculo.
La facultad de poseer se sitúa al nivel más profundo de nosotros mismos,
allí donde un objeto externo puede entrar solamente interiorizándose.
Para poseer verdaderamente una cosa, es necesario establecer con ella no una
relación de posesión, de agresividad, sino de participación, de maravilla,
de contemplación.
--El hombre litúrgico, y no el hombre económico es el que está en armonía
con todo lo creado. La tierra pertenece a los «mansos», o sea, a aquellos
que nada reivindican. Solamente el que ora, teniendo las manos vacías,
libres, puede orar en las cosas y con las cosas.
«En la edad media se celebraban las nupcias de Francisco con dama pobreza,
se intentaba visibilizar lo invisible, es decir, el secreto que se había
hecho en él poesía y felicidad, contemplación y seguridad... Francisco lleva
sobre sí mismo el signo de la liberación en la alegría, que es seguridad, y
en la contemplación, que es poesía... La historia no ha olvidado todavía a
este hombre martirizado en el cuerpo que redescubrió las estrellas, las
flores, el agua, el fuego, el sol, los pájaros, toda la creación, finalmente
liberada de angustia y hecha verdad y poesía» (A. Paoli).
Así pues, la distinción existe entre hombre económico y hombre litúrgico. La
diferencia pasa entre quien pone el corazón en las cosas (o deja que las
cosas, según su paso natural, pasen de las manos al corazón, y aquí ocupen
todos los centros estratégicos de mando) y quien, por el contrario, obliga a
las cosas a hacerse partícipes, cómplices, expresión del propio corazón.
Podemos aún decir que la diferencia está entre el capitalista y el liturgo.
Entre el usurpador, el conquistador, y el hermano.
Entre el hombre económico y el hombre de la amistad y del encuentro. Entre
el profanador y el contemplativo. Entre el que pide seguridad a los bienes
terrenos y quien les exige "comunicación".
El primero, a través de las cosas, se para, se aísla, tiene y rechaza. El
otro camina, se abre, da y se dilata.
El primero se apropia de algo y queda en la superficie de todo. El otro
descubre la verdad profunda de las cosas.
El primero dispone de las riquezas; el otro es señor de sí mismo.
El primero es un excomulgado. El otro se comunica con todo y con todos.
El primero acumula. El otro comparte.
Por eso, la única manera de no pararse frente a las cosas, consiste en
llevarlas adelante con nosotros, en arrastrarlas en nuestra aventura. «Estoy
hambriento de todo el pan que como solo, pobre de todos los bienes que poseo
para mí» (G. Thibon).
Hay un momento, en la misa, en el que se nos recuerda el uso correcto que
debemos hacer de las manos. El ofertorio es el momento de la consagración de
mis manos. Esas manos que encuentran su función más verdadera en el gesto de
la ofrenda.
Se me han dado las manos para dar. Quien las usa, habitualmente, sólo para
coger, tener, agarrar, todavía no ha aprendido a usarlas, aunque esté muy
avanzado en años. Sobre todo no ha gustado la alegría más grande: la alegría
de dar.
Nos preocupamos de enseñar a caminar. Y el día en que el niño da los
primeros pasos se celebra como un gran acontecimiento en la familia. Sería
necesario hacer fiesta cuando el niño comienza a usar las manos de la única
manera correcta, que es la manera del dar. Nos preocupamos de las manos
sucias. En realidad, las manos están manchadas sólo cuando «retienen» algo.
Un cristiano, o sea un buscador de Dios, superará la tentación de pararse
sólo si es capaz de transformar las realidades terrenas en «señal» y «don».
Sólo se aprenderá a usar las manos de la única manera "justa".
Nuestras cuentas, a diferencia de aquellas del «necio» de la parábola,
saldrán, cuando salgan las cuentas de los otros.
(ALESSANDRO PRONZATO, EL PAN DEL DOMINGO CICLO C, EDIT. SIGUEME SALAMANCA
1985)
Aplicación: P. Ranieri Cantalamessa OFMCap - Vanidad de vanidades
El Evangelio del domingo arroja luz sobre un problema fundamental para el
hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo, que Qohélet en la
primera lectura [Eclesiastés] expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad
de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que
se afana bajo el sol?».
Uno entre la gente pidió a Jesús que interviniera en un litigio entre él y
su hermano por cuestiones de herencia. Como a menudo, cuando presentan a
Jesús casos particulares (si pagar o no el tributo al César; si lapidar o no
a la mujer adúltera), Él no responde directamente, sino que afronta el
problema en la raíz; se sitúa en un plano más elevado, mostrando el error
que está en la base de la propia cuestión. Los dos hermanos están
equivocados porque su conflicto no deriva de la búsqueda de la justicia y de
la equidad, sino de la codicia. Entre ellos ya no existe más que la herencia
para repartir. El interés acalla todo sentimiento, deshumaniza.
Para mostrar cuán errónea es esta actitud, Jesús añade, como es su
costumbre, una parábola: la del rico necio que cree tener seguridad para
muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se
le pedirán cuentas de su vida.
Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas
para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Existe también una vía de
salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta
manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo
Evangelio de Lucas: «Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro
inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque
donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,
33-34). Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas
partes, también después de la muerte: no son los bienes , sino las obras; no
lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida
no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se
queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros.
Perdida toda fe en Dios, hoy con frecuencia muchos se encuentran en las
condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la
muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. Ya no se
usa el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de absurdo.
«¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett, Ionesco), que floreció
en las décadas posteriores a la guerra, era el reflejo de toda una cultura.
Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, como ciertos
filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante
las cosas. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre, están «de
más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se
aflojan, relojes que cuelgan como el salchichón. Se le llama «surrealismo»,
pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala
putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no
ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!
El Evangelio del domingo nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente.
Las criaturas volverán a parecernos bellas y santas el día en que dejemos de
querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas», y las restituyamos al objetivo
para el que nos fueron dadas, que es el de alegrar nuestra vida aquí abajo y
facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. Hagamos nuestra una oración de
la liturgia: «Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra,
tendiendo siempre a los bienes eternos».
EJEMPLOS
El sueño del empleado
El valor de la plata
Huéspedes en el mundo
El sueño del empleado
Esta es la historia de un empleado que era fiel a su trabajo, llegaba
puntual todos los días de la semana pero salía más tarde del horario normal
porque quería demostrar a sus jefes que estaba muy interesado en hacer
crecer la empresa y seguir laborando, pero sin embargo no recibía beneficios
adicionales por que estaba en el grupo de los trabajadores que renovaban
contrato cada 3 meses y siempre estaba preocupado si le renovarían contrato;
por ello además venía los fines de semana y se quedaba casi todo el día e
inclusive hacía horas extras hasta muy tarde sin recibir pago adicional.
Era un buen trabajador, no solamente por trabajar extra, sino porque en
realidad demostraba que tenía buen rendimiento, le generaba buenos ingresos
a la empresa; lo único que recibía eran halagos de sus jefes y a veces uno
que otro reconocimiento en las reuniones laborales; pero su sueldo seguía
igual por muchos años.
En su hogar vivía otra historia, llegaba tarde y un poco cansado por las
labores diarias y apenas tenía tiempo para conversar con su esposa y alzar
en brazos a su hijos que tenían 7 años y 2 años. La excusa era la misma:
"Tengo que trabajar bastante para que a Ustedes no les falte nada...". Su
esposa nunca le reclamaba nada pero en el fondo sentía el vacío de su esposo
en el hogar y lo comprendía por su sacrificio, ella lo amaba.
Un día el empleado leyó en una revista que tenía un pasajero del bus donde
viajaba a su trabajo lo siguiente: "En los matrimonios felices, cada cónyuge
pone las necesidades de su pareja por encima de las suyas y de las
posesiones, el trabajo, las amistades e incluso otros familiares. El marido
y la mujer pasan mucho tiempo el uno con el otro y con sus hijos, y en
presencia de Dios".
El empleado se quedó pensativo y reflexionaba sobre si su familia era feliz.
Llegando al trabajo dejó de lado esos pensamientos y siguió su sacrificada
labor como todos los días. Ya en la noche, cansado y confundido por lo que
había leído se quedó dormido y tuvo un sueño muy extraño que parecía real.
Soñó que su vida seguía muy agitada por el trabajo y que los años pasaban,
que no tenía tiempo para salir de paseo con su familia, que no tenía tiempo
para acompañar a la iglesia los domingos a su esposa e hijos; pero que
siempre traía lo suficiente para su hogar. Sus hijos crecían, pero las
mejores vivencias las tenían con su madre. Llegó el tiempo en que los hijos
fueron a la universidad y tuvieron independencia. Se vio entonces muy viejo
y cansado, y al poco tiempo murió.
En el sueño pudo ver su funeral y notó que sus hijos no estaban presentes,
porque simplemente no tenían tiempo debido a que estaban muy ocupados en su
trabajo, notó además que no había mucha gente y mucho menos habían venido
personas de su trabajo.
Se despertó muy asustado pensando que estaba muerto y luego se dio cuenta
que todo era una pesadilla. Volteó y le dio un beso a su esposa, se dirigió
rápidamente al cuarto de sus hijos y los observó con detenimiento mientras
reflexionaba sobre el sueño. Llegó a la conclusión que Dios le había dado
una señal para que encaminara su vida y que estaba a tiempo.
A partir de entonces empezó a "fijar bien las prioridades" y logró la
felicidad que tanto anhelaba.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p.
486)
(Cortesía: iveargentina.org et alii)