Domingo 12 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos I: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical parroquial
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - El Mesías sufriente (Lc.9, 18-50)
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La confesión de Pedro
Santos Padres:
San Ambrosio - Testimonio de Pedro
Aplicación: Papa Francisco - Perder la vida por la causa de Jesús
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El verdadero Mesías
Aplicación: Benedicto XVI - La identidad profunda de Jesús y el camino de
cruz
Aplicación: Padre Juan E. Vecchi - Educar a los jóvenes en la fe: el
encuentro con Cristo
Aplicación:
Antonio Luis Mtnez - El Mesías de Dios
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - El Mesías sufriente (Lc.9, 18-50)
1. Mesías y Siervo de Yahveh (Lc.9, 18-27)
a) Confesión de Pedro (Lc.9, 18-20)
18 Estaba él un día haciendo oración en un lugar aparte; y los discípulos
estaban con él. Y les preguntó ¿Quién dicen las gentes que soy yo? 19 Ellos
le respondieron: Unos, que Juan el Bautistas otros, que Elías, y otros, que
algún profeta de los antiguos ha resucitado.
Jesús oraba en la soledad antes de situar a los discípulos ante grandes
decisiones. Así lo hizo cuando la elección de los apóstoles (6,12), así lo
hace también ahora que se dispone a iniciarlos en el misterio de su misión
(9,18), así lo hará también antes de que asistan a la pasión y muerte de
Jesús (22,32s). Cada uno de estos momentos tiene un sentido de formación de
Iglesia. La Iglesia está incorporada a la oración de Jesús. La pregunta de
Jesús quiere verificar el resultado de su actividad en Galilea y a la vez
sentar las bases para la acción ulterior. La doctrina sobre el reino se
concentra en su misión y en su posición en la historia salvífica. Los
discípulos conocen también las opiniones del pueblo sobre Jesús, que habían
llegado hasta la corte de Herodes. Los discípulos se las enumeran al
Maestro. Jesús es tenido por el profeta de los últimos tiempos; representa
el retorno de uno de los profetas que habían de preparar para el tiempo
final.
20 él les dijo: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra
Pedro, dijo: El Mesías de Dios.
La actividad en Galilea dividió al pueblo y a los discípulos. A los
discípulos se dieron a conocer los misterios del reino de Dios. Pudieron
presenciar los grandes hechos de Jesús en los que se manifestaba su dominio
sobre la naturaleza desencadenada, sobre los demonios y la muerte. Les fue
dado cooperar en la milagrosa multiplicación de los panes. Jesús tiene
derecho a esperar de ellos un juicio distinto del formulado por el pueblo.
La pregunta que hizo Jesús a los apóstoles, se les había planteado con
frecuencia: como pregunta que a ellos mismos se les había ofrecido ya en el
asombro y en el sobrecogimiento, y en los títulos que le daban: Maestro,
Señor, profeta. Hasta aquí han dejado hablar al pueblo. La pregunta que
ahora se les dirige los sitúa ante una respuesta clara y decisiva. Pero
vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro responde en nombre de los apóstoles. Su llamamiento representa en
Lucas el comienzo de los llamamientos de discípulos. Pedro ocupa el primer
lugar en la lista de los apóstoles; juntamente con Juan y Santiago, a los
que es antepuesto, ha sido testigo de la resurrección de la hija de Jairo.
La confesión de Pedro designa a Jesús (literalmente) como ungido de Dios,
que quiere decir también Cristo o Mesías. El título empalma con la
predicción de Isaías: «El espíritu del Señor, Yahveh, descansa sobre mí,
pues Yahveh me ha ungido. Y me ha enviado para predicar la buena nueva a los
abatidos...» (Isa_61:1). Jesús es el portador del tiempo de la salud,
provisto del espíritu de Dios, el que publica el año de perdón del Señor
(Isa_61:2).
b) Primer anuncio de la pasión (Lc 9, 21-22)
21 Pero él, con severa advertencia, les ordenó que a nadie dijeran esto. 22
EI Hijo del hombre -añadió- tiene que padecer mucho; será reprobado por los
ancianos, por los sumos sacerdotes y los escribas, y ha de ser llevado a la
muerte; pero al tercer día tiene que resucitar.
Jesús prohíbe severamente a los discípulos que comuniquen a nadie la
confesión de Pedro. Es que ésta reclama todavía un complemento esencial: el
Hijo del hombre... ha de ser llevado a la muerte. Jesús no insiste en el
título que le ha otorgado Pedro: ungido de Dios. Habla más bien del Hijo del
hombre, como él mismo se designa. Este Hijo del hombre tiene que sufrir
mucho, tiene que ser reprobado y llevado a la muerte. Aquí se oye el eco de
oráculos proféticos sobre el siervo de Yahveh: «Tomó sobre sí nuestras
enfermedades y cargó con nuestros dolores» (Isa_53:4). «Despreciado, desecho
de los hombres, varón de dolores..., ante quien se vuelve el rostro,
menospreciado, estimado en nada» (Isa_53:3). «Fue arrebatado por un juicio
inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de la tierra
de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo» (Isa_53:8). En
este someterse a la pasión cumple él los designios de Dios expresados en la
Sagrada Escritura; por esto debía suceder todo así. El profeta da su
profundo significado a esta pasión y a esta muerte: es una pasión y una
muerte expiatoria; el Hijo del hombre intercede por muchos, por todos (cf.
Isa_53:12). El tercer día resucitará. «Sacado de una vida de fatigas
contempla la luz, sacia a muchísimos con su conocimiento. Por eso yo le daré
por parte suya muchedumbres y recibirá muchedumbres por botín» (cf.
Isa_53:1ls).
El comienzo de la actividad de Jesús en Galilea estaba presidido por el
pasaje de la escritura relativo al salvador ungido por el Espíritu
(Isa_61:1); Pedro vuelve sobre esta profecía aplicada a Jesús. Pero Jesús la
completa con Is 53, que habla del siervo de Yahveh que sufre y expía por los
pecados de los hombres. La acción y la misión de Jesús se comprende por la
palabra de Dios. Como Hijo de Dios es ambas cosas: Salvador de los últimos
tiempos y siervo sufriente de Yahveh.
c) Seguir a Cristo en la pasión (Lc.9, 23-27)
23 Decía luego a todos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. 24 Pues quien quiera poner a
salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a
salvo. 25 Porque ¿qué provecho saca un hombre ganando el mundo entero si se
echa a perder o se daña a sí mismo?
El discípulo de Jesús va en pos de Jesús, sigue a Jesús. Puesto que él se
somete a la pasión y a la muerte, también el discípulo tiene que estar
dispuesto a seguir por amor de Jesús el camino de la pasión y de la muerte.
Ser discípulo es seguirle en la pasión. Seguir a Jesús en la pasión consiste
en negarse uno a sí mismo y cargar con la cruz. Dado que los discípulos
siguen al Maestro que es entregado a la muerte, deben estar dispuestos a no
conocerse ya a sí mismos, a decir un no a sí mismos y a su vida, a odiar su
propia vida (Lc.14:26) y a cargar con la cruz como Jesús.1 Más aún, a
dejarse clavar en la cruz, que entonces se consideraba como la manera más
ignominiosa, más cruel y más horrorosa de morir. El seguimiento en la pasión
exige prontitud para sufrir el martirio ( Isa_6:22).
Al decir que el discípulo ha de cargar con la cruz añade Lucas: cada día. El
martirio es cosa que sucede una sola vez, mientras que el seguimiento de
Jesús en la pasión debe reanudarse cada día. «Por muchas tribulaciones
tenemos que pasar para entrar en el reino de Dios» (Hec_14:22). El que se
declara por Jesús, el que vive según su palabra y cumple la voluntad de Dios
tal como él la proclamó, ha de tropezar con oposición desde fuera y desde
dentro. Los hombres odiarán y escarnecerán a los discípulos por causa del
Hijo del hombre (Hec_6:22). Hay que dar una negativa decidida a las
preocupaciones excesivas, a la riqueza y al ansia de placeres, a fin de que
no se ahogue la palabra de Dios (Hec_8:14).
Jesús da fuerzas para negarse a sí mismo y para cargar con la cruz. Con lo
que parece echarse a perder a sí mismo se logra salvar la vida. Por el
camino de la pasión y de la cruz entra Jesús en la gloria de la
resurrección. También para los discípulos, después de seguir a Cristo en la
pasión viene la gloria de la vida eterna. Una paradoja acuñada por Jesús.
Quien pone a salvo la vida, la pierde; sacrificándola, se gana. Quien se
aferra desesperadamente a la vida y no quiere perder nada de lo que hace la
vida más bella y más aceptable, el que rechaza todo lo que le resulta
desagradable, éste pierde la vida en el mundo futuro y la segura esperanza
de salvación. Se salva, no el que quiere ponerse en salvo, sino el que
practica la entrega; no se pone en salvo el que se apega nerviosamente al
propio yo y a sus propios deseos, sino el que se da. No salva la vida y el
propio yo el que lo protege con ansiedad, sino el que se entrega
generosamente.
Con un cálculo muy sobrio, en cierto modo mercantil, invita Jesús a su
seguimiento en la pasión. El que quiera seguir al siervo sufriente de
Yahveh, a Jesús, debe estar pronto al martirio, a muchas tribulaciones, a
perjudicarse a sí mismo. Tal seguimiento plantea una decisión. Por un lado
está como ganancia la preservación de la vida terrena y la satisfacción del
ansia de gozar, por el otro lado el logro de la vida eterna, verdadera
satisfacción del ansia de vivir, en el reino de Dios. El que no quiera
seguir al Cristo de la pasión, tampoco podrá entrar en el reino de Dios.
¿Cómo se ha de efectuar la elección? Lo decisivo es la salvación de uno
mismo. ¿Qué provecho saca el hombre ganando el mundo entero, si se echa a
perder a sí mismo? Lucas se sirve de dos expresiones: se echa a perder o se
daña a sí mismo. También adapta estas palabras de Cristo a la vida cristiana
de cada día. No todo lo que no puede conciliarse con seguir a Jesús y con su
palabra, destruye la vida eterna; algunas cosas sólo la dañan. Aun lo que
sólo la daña debe descartarse con serena ponderación.
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
(1) «Cargar con su cruz» lo entendió seguramente Lc en el sentido de que el
discípulo debe estar dispuesto, como Jesús, a tomar sobre sí los oprobios,
los dolores y la muerte que acompañan a la cruz. ¿Cómo se explica en labios
de Jesús este «cargar con la cruz»? En la predicción de la pasión sólo habló
de que le darían muerte. ¿Quería con las palabras dirigidas a los discípulos
determinar más en concreto su muerte violenta como muerte en cruz? ¿O acaso
no habló todavía de cruz, sino quizá de «yugo» (Mat_11:29), o de una señal
de pertenencia (cf. Eze_9:4-6 : tau, T), mientras que después de la muerte
de Jesús, una vez entendidas mejor las cosas, se puso el término «cruz»? En
todo caso, la antigua literatura judía no tiene ninguna locución que
corresponda a las palabras de Jesús.
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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La confesión de Pedro
En los tres Evangelios sinópticos, aparece como un hito importante en el
camino de Jesús el momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que
la gente dice y lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16,
13-20; Lc 9, 18-21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los
Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la
«gente». En los tres Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su
pasión y resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una
enseñanza sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al
Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la
cruz se explica también de un modo esencialmente antropológico, como el
camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el
cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16,
21-28; Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato
de la transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesiónde Pedro
profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio de
la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9, 2-13; Mt 17, 1-13; Lc 9,
28-36).
Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro, la
concesión del poder de las llaves del reino —el poder de atar y desatar—
unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él —Pedro— su Iglesia como
sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a esta
promesa se encuentran también en Lucas 22, 31s, en el contexto de la Última
Cena, y en Juan 21, 15 -19, después de la resurrección de Jesús.
Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se
coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo
entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía
(cf. Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos
tendremos que considerar también este texto que, a pesar de todas las
diferencias, muestra elementos fundamentales comunes con la tradición
sinóptica.
Estas explicaciones un tanto esquemáticas deberían haber dejado claro que la
confesión de Pedro sólo se puede entender correctamente en el contexto en
que aparece, en relación con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el
seguimiento: estos tres elementos —las palabras de Pedro y la doble
respuesta de Jesús—van indisolublemente unidos. Para comprender dicha
confesión es igualmente indispensable tener en cuenta la confirmación por
parte del Padre mismo, y a través de la Ley y los Profetas, después de la
escena de la transfiguración. En Marcos, el relato de la transfiguración es
precedido de una promesa —aparente— de la Parusía, que por un lado enlaza
con las palabras sobre el seguimiento, pero por otro introduce la
transfiguración de Jesús y de este modo explica a su manera tanto el
seguimiento corno la promesa de la Parusía. Las palabras sobre el
seguimiento, que en Marcos y Lucas están dirigidas a todos —al contrario que
el anuncio de la pasión, que se hace sólo a los testigos—, introducen el
factor eclesiológico en el contexto general; abren el horizonte del conjunto
a todos, más allá del camino recién emprendido por Jesús hacia Jerusalén
(cf. Lc 9, 23), del mismo modo que su explicación del seguimiento del
Crucificado hace referencia a aspectos fundamentales de la existencia humana
en general.
Juan sitúa estas palabras en el contexto del Domingo de Ramos y las
relaciona con la pregunta de los griegos que buscan a Jesús; de este modo,
destaca claramente el carácter universal de dichas afirmaciones. Al mismo
tiempo están aquí relacionadas con el destino de Jesús en la cruz, que
pierde así todo carácter casual y aparece en su necesidad intrínseca (cf. Jn
12, 24s). Con sus palabras sobre el grano de trigo que muere, Juan relaciona
además el mensaje del perderse y encontrarse con el misterio eucarístico,
que en su Evangelio, al final de la historia de la multiplicación de los
panes y su explicación en el sermón eucarístico de Jesús, determina también
el contexto de la confesión de Pedro.
Centrémonos ahora en las distintas partes de este gran entramado de sucesos
y palabras. Mateo y Marcos mencionan corno escenario del acontecimiento la
zona de Cesarea de Felipe (hoy Banyás), el santuario de Pan erigido por
Herodes el Grande junto a las fuentes del Jordán. Herodes hijo convirtió
este lugar en capital de su reino, dándole el nombre en honor a César
Augusto y a sí mismo.
La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el que un empinado risco
sobre las aguas del Jordán simboliza de forma sugestiva las palabras acerca
de la roca. Marcos y Lucas, cada uno a su modo, nos introducen, por así
decirlo, en la ambientación interior del suceso. Marcos dice que Jesús había
planteado su pregunta «por el camino»; está claro que el camino de que habla
conducía a Jerusalén: ir de camino hacia las «aldeas de Cesarea de Felipe»
(Mc 8, 27) quiere decir que se está al inicio de la subida a Jerusalén,
hacia el centro de la historia de la salvación, hacia el lugar en el que
debía cumplirse el destino de Jesús en la cruz y en la resurrección, pero en
el que también tuvo su origen la Iglesia después de estos acontecimientos.
La confesión de Pedro y por tanto las siguientes palabras de Jesús se sitúan
al comienzo de este camino.
Tras la gran época de la predicación en Galilea, éste es un momento
decisivo: tanto el encaminarse hacia la cruz como la invitación a la
decisión que ahora distingue netamente a los discípulos de la gente que sólo
escucha a Jesús pero no le sigue, hace claramente de los discípulos el
núcleo inicial de la nueva familia de Jesús: la futura Iglesia. Una
característica de esta comunidad es estar «en camino» con Jesús; de qué
camino se trata quedará claro precisamente en este contexto. Otra
característica de esta comunidad es que su decisión deacompañar al Señor se
basa en un conocimiento, en un «conocer» a Jesús que al mismo tiempo les
obsequia con un nuevo conocimiento de Dios, del Dios único en el que, como
israelitas, creen.
En Lucas —de acuerdo con el sentido de su visión de la figura de Jesús— la
confesión de Pedro va unida a un momento de oración. Lucas comienza el
relato de la historia con una paradoja intencionada: «Una vez que Jesús
estaba orando solo, en presencia de sus discípulos» (9, 18). Los discípulos
quedan incluidos en ese «estar solo», en su reservadísimo estar con el
Padre. Se les concede verlo como Aquel que habla con el Padre cara a cara,
de tú a tú, como hemos visto al comienzo de este libro. Pueden verlo en lo
íntimo de su ser, en su ser Hijo, en ese punto del que provienen todas sus
palabras, sus acciones, su autoridad. Ellos pueden ver lo que la «gente» no
ve, y esta visión les permite tener un conocimiento que va más allá de la
«opinión» de la «gente». De esta forma de ver a Jesús se deriva su fe, su
confesión; sobre esto se podrá edificar después la Iglesia.
Aquí es donde encuentra su colocación interior la doble pregunta de Jesús.
Esta doble pregunta sobre la opinión de la gente y la convicción de los
discípulos presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de
Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente
insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo
vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede crecer
en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente, Jesús
era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había resucitado;
Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído tales
interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por eso
deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por algunos
de que Jesús era Jeremías.
Todas estas opiniones tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría
de los profetas, una categoría que estaba disponible como clave
interpretativa a partir de la tradición de Israel. En todos los nombres que
se mencionan para explicar la figura de Jesús se refleja de algún modo la
dimensión escatológica, la expectativa de un cambio que puede ir acompañada
tanto de esperanza como de temor. Mientras Elías personifica más bien la
esperanza en la restauración de Israel, Jeremías es una figura de pasión, el
que anuncia el fracaso de la forma de la Alianza hasta entonces vigente y
del santuario, y que era, por así decirlo, la garantía concreta de la
Alianza; no obstante, es también portador de la promesa de una Nueva Alianza
que surgirá después de la caída. Jeremías, en su padecimiento, en su
desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese
doble destino de caída y de renovación.
Todas estas opiniones no es que sean erróneas; en mayor o menor medida
constituyen aproximaciones al misterio de Jesús a partir de las cuales se
puede ciertamente encontrar el camino hacia el núcleo esencial. Sin embargo,
no llegan a la verdadera naturaleza deJesús ni a su novedad. Se aproximan a
él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y es posible; no
desde sí mismo, no desde su ser único, que impide el que se le pueda incluir
en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy existe
evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de algún
modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no lo ha
encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad. Karl
Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas
determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una
importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres; pero
de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una categoría
común a partir de la cual se les puede explicar, pero también delimitar.
Hoy es habitual considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una
religión en el mundo, a los que se les ha concedido una profunda experiencia
de Dios. Por tanto, pueden hablar de Dios a otras personas a las que esa
«disposición religiosa» les ha sido negada, haciéndoles así partícipes, por
así decirlo, de su experiencia de Dios. Sin embargo, en esta concepción
queda claro que se trata de una experiencia humana de Dios, que refleja la
realidad infinita de Dios en lo finito y limitado de una mente humana, y que
por eso se trata sólo de una traducción parcial de lo divino, limitada
además por el contexto del tiempo y del espacio. Así, la palabra
«experiencia» hace referencia, por un lado, a un contacto real con lo
divino, pero al mismo tiempo comporta la limitación del sujeto que la
recibe. Cada sujeto humano puede captar sólo unfragmento determinado de la
realidad perceptible, y que además necesita después ser interpretado. Con
esta opinión, uno puede sin duda amar a Jesús, convertirlo incluso en guía
de su vida. Pero la «experiencia de Dios» vivida por Jesús a la que nos
aficionamos de este modo se queda al final en algo relativo, que debe ser
completado con los fragmentos percibidos por otros grandes. Por tanto, a fin
de cuentas, el criterio sigue siendo el hombre mismo, cada individuo: cada
uno decide lo que acepta de las distintas «experiencias», lo que le ayuda o
lo que le resulta extraño. En esto no se da un compromiso definitivo.
A la opinión de la gente se contrapone el conocimiento de los discípulos,
manifestado en la confesión de fe. ¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres
sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en
Juan. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo]
el Mesías» (8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de
Dios» (9, 20) y, según Mateo, dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de
Dios vivo» (16, 16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú
eres el Santo de Dios» (6, 69).
Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la
confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda,
la diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el
que poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros
intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago. En el ámbito
católico, Pierre Grelot ha ofrecido recientemente la interpretación más
radical de la contraposición de estos textos: no ve una evolución, sino una
contradicción. La simple confesión mesiánica de Pedro que relata Marcos
refleja sin duda correctamente el momento histórico; pero se trata todavía
de una confesión puramente «judía», que interpreta a Jesús como un Mesías
político según las ideas de la época. Sólo la exposición de Marcos
manifestaría una lógica clara, pues sólo un mesianismo político explicaría
la oposición de Pedro al anuncio de la pasión, una intervención a la que
Jesús —como hiciera cuando Satanás le ofreció el poder— responde con un
brusco rechazo: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los
hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Esta áspera reacción sólo sería
coherente si con ella se hiciera referencia también a la confesión anterior
y se la rechazara como falsa; no tendría lógica en cambio en la confesión
madura, desde el punto de vista teológico, que aparece en la versión de
Mateo.
(…)
Pero es el momento de volver a la confesión que Pedro hace de Cristo y, con
ello, a nuestro tema principal. Hemos visto que Grelot considera la
confesión de Pedro narrada por Marcos como totalmente «judía» y, por ello,
rechazada por Jesús. Pero este rechazo no aparece en el texto, en el que
Jesús sólo prohíbe la divulgación pública de esta confesión, que la gente de
Israel podría efectivamente malinterpretar, conduciendo, por un lado, a una
serie de falsas esperanzas en Él y, por otro, a un proceso político contra
Él. Sólo después de esta prohibición sigue la explicación de lo que
significa realmente «Mesías»: el verdadero Mesías es el «Hijo del hombre»,
que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el
Resucitado a los tres días de su muerte.
La investigación habla, en relación con el cristianismo de los orígenes, de
dos tipos de fórmulas de confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para
entenderlo mejor podríamos hablar de tipos de confesión de orientación
«ontológica» y otros orientados a la historia de la salvación. Las tres
formas de la confesión de Pedro que nos transmiten los sinópticos son
«sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo de Dios; el Cristo, el Hijo del
Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de estas afirmaciones sustantivas
la confesión «verbal»: el anuncio anticipado del misterio pascual de cruz y
resurrección. Ambos tipos de confesión van unidos, y cada uno queda
incompleto yen el fondo incomprensible sin el otro. Sin la historia concreta
de la salvación, los títulos resultan ambiguos: no sólo la palabra «Mesías»,
sino también la expresión «Hijo del Dios vivo». También este título se puede
entender como totalmente opuesto al misterio de la cruz. Y viceversa, la
mera afirmación de lo que ha ocurrido en la historia de la salvación queda
sin su profunda esencia, si no queda claro que Aquel que allí ha sufrido es
el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp 2, 6), pero que se despojó a
sí mismo y tomó la condición de siervo rebajándose hasta la muerte, y una
muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este sentido, sólo la estrecha relación
de la confesión de Pedro y de las enseñanzas de Jesús a los discípulos nos
ofrece la totalidad y lo esencial de la fe cristiana. Por eso, también los
grandes símbolos de fe de la Iglesia han unido siempre entre sí estos dos
elementos.
Y sabemos que los cristianos —en posesión de la confesión justa— tienen que
ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy, por
el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de todas las
generaciones no es el camino de la gloriay el poder terrenales, sino el
camino de la cruz. Sabemos y vernos que, también hoy, los cristianos
—nosotros mismos— llevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo permita Dios,
Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16, 22). Y como dudamos de que Dios lo
quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con todas nuestras
artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo también a
nosotros: « ¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este sentido,
toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en definitiva,
seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la revelación que
podemos recibir en la fe.
Hemos de volver una vez más a los títulos de Cristo que se encuentran en las
confesiones. Ante todo, es importante ver que la forma específica del título
hay que comprenderla cada vez dentro del conjunto de cada uno de los
Evangelios y de su particular forma de tradición. Siempre es importante la
relación con el proceso de Jesús, durante el cual vuelve a aparecer la
confesión de los discípulos como pregunta y acusación. En Marcos, la
pregunta del sumo sacerdote retoma el título de Cristo (Mesías) y lo amplía:
« ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?» (14, 61). Esta pregunta
presupone que tales interpretaciones de la figura de Jesús se habían hecho
de dominio público a través de los grupos de discípulos. El poner en
relación los títulos de Cristo (Mesías) e Hijo procedía de la tradición
bíblica (cf. Sal2, 7; Sal 110). Desde este punto de vista, la diferencia
entre las versiones de Marcos y Mateo se relativiza y resulta menos profunda
que en la exegesis de Grelot y otros. En Lucas, Pedro reconoce a Jesús
—según hemos visto— como «el Ungido (Cristo, Mesías) de Dios». Aquí nos
volvemos a encontrar con lo que el anciano Simeón sabía sobre el Niño Jesús,
al que preanunció como el Ungido (Cristo) del Señor (cf. Lc 2, 26). Como
contraste, a los pies de la cruz, «las autoridades» se burlan de Jesús
diciéndole: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías
de Dios, el Elegido» (Lc 23, 35). Así, el arco se extiende desde la infancia
de Jesús, pasando por la confesión de Cesarea de Felipe, hasta la cruz: los
tres textos juntos manifiestan la singular pertenencia del «Ungido» a Dios.
Pero en el Evangelio de Lucas hay que mencionar otro acontecimiento
importante para la fe de los discípulos en Jesús: la historia de la pesca
milagrosa, que termina con la elección de Simón Pedro y de sus compañeros
para que sean discípulos. Los experimentados pescadores habían pasado toda
la noche sin conseguir nada, y entonces Jesús les dice que salgan de nuevo,
a plena luz del día, y echen las redes al agua.Para los conocimientos
prácticos de estos hombres resultaba una sugerencia poco sensata, pero Simón
responde: «Maestro... por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Luego
viene la pesca abundantísima, que sobrecoge a Pedro profundamente. Cae a los
pies del Señor en actitud de adoración y dice: «Apártate de mí, Señor, que
soy un pecador» (5, 8). Reconoce en lo ocurrido el poder de Dios, que actúa
a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo
en Jesús le impresiona profundamente. A la luz y bajo el poder de esta
presencia, el hombre reconocesu miserable condición. No consigue soportar la
tremenda potencia de Dios, es demasiado imponente para él. Desde el punto de
vista de la historia de las religiones, éste es también uno de los textos
más impresionantes para explicar lo que ocurre cuando el hombre se siente
repentinamente ante la presencia directa de Dios. En ese momento el hombre
sólo puede estremecerse por lo que él es y rogar ser liberado de la grandeza
de esta presencia. Esta percepción repentina de Dios en Jesús se expresa en
el título que Pedro utiliza ahora para Jesús: Kyrios, Señor. Es la
denominación de Dios utilizada en el Antiguo Testamento para remplazar el
nombre de Dios revelado en la zarza ardiente que no se podía pronunciar. Si
antes de hacersea la mar Jesús era para Pedro el «epistáta» —que significa
maestro, profesor, rabino—, ahora lo recoríbce como el Kyrios.
Una situación similar la encontramos en el relato de Jesús que camina sobre
las aguas del lago encrespadas por la tempestad para llegar a la barca de
los discípulos. Pedro le pide que le permita también a él andar sobre las
aguas para ir a su encuentro. Como empezaba a hundirse, la mano tendida de
Jesús lo salva, subiendo después los dos a la barca. En ese instante el
viento se calma. Entonces ocurre lo mismo que había sucedido en la historia
de la pesca milagrosa: los discípulos de la barca se postran ante Jesús, un
gesto que expresa a la vez sobrecogimiento y adoración. Y reconocen:
«Realmente eres el Hijo de Dios» (cf. Mt 14, 22-33). La confesión de Pedro
narrada en Mateo 16, 16 encuentra claramente su fundamento en esta y en
otras experiencias análogas que se relatan en el Evangelio.En Jesús, los
discípulos sintieron muchas veces y dedistintas formas la presencia misma
del Dios vivo.
Antes de intentar componer una imagen con todas estas piezas del mosaico,
debemos examinar brevemente aún la confesión de Pedro que aparece en Juan.
El sermón eucarístico de Jesús, que en Juan sigue a la multiplicación de los
panes, retoma públicamente, por así decirlo, el «no» de Jesús al tentador,
que le había invitado a convertir las piedras en panes, es decir, a ver su
misión reducida a proporcionar bienestar material. En lugar de esto, Jesús
hace referencia a la relación con el Dios vivo y al amor que procede de Él,
que es la verdadera fuerza creadora, dadora de sentido, y después también de
pan: así explica su misterio personal, se explica a sí mismo, a través de su
entrega como el pan vivo. Esto no gusta a los hombres; muchos se alejan de
Él. Jesús les pregunta a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?».
Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna: nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por
Dios» (in 6, 68s).
Hemos de reflexionar con más detalle sobre esta versión de la confesión de
Pedro en el contexto de la Última Cena. En dicha confesión se perfila el
misterio sacerdotal de Jesús: en el Salmo 106, 16 se llama a Aarón «el santo
de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso eucarístico y, con
ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús; está por tanto
enraizado en el misterio pascual, en el centro de la misión de Jesús, y
alude a la total diferencia de su figura respecto a las formas usuales de
esperanza mesiánica. El Santo de Dios: estas palabras nos recuerdan también
el abatimiento de Pedro ante la cercanía del Santo después de la pesca
milagrosa, que le hace experimentar dramáticamente la miseria de su
condición de pecador. Así pues, nos encontramos absolutamente en el contexto
de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos, y que hemos
intentado conocer a partir de algunos momentos destacados de su camino de
comunión con Jesús.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? En primer lugar hay que decir
que el intento de reconstruir históricamente las palabras originales de
Pedro, considerando todo lo demás como desarrollos posteriores, tal vez
incluso a la fe postpascual, induce a error. ¿De dónde podría haber surgido
realmente la fe postpascual si el Jesús prepascual no hubiera aportado
fundamento alguno para ello? Con tales reconstrucciones, la ciencia pretende
demasiado.
Precisamente el proceso de Jesús ante el Sanedrín pone al descubierto lo que
de verdad resultaba escandaloso en Él: no se trataba de un mesianismo
político; éste se daba en cambio en Barrabás y más tarde en Bar-Kokebá.
Ambos tuvieron sus seguidores, y ambos movimientos fueron reprimidos por los
romanos. Lo que causaba escándalo de Jesús era precisamente lo mismo que ya
vimos en la conversación del rabino Neusner con el Jesús del Sermón de la
Montaña: el hecho de que parecía ponerse al mismo nivel que el Dios vivo.
Éste era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de
los judíos; eso era lo que incluso Jesús sólo podía preparar lenta y
gradualmente. Eso eratambién lo que — dejando firmemente a salvo la
continuidad ininterrumpida con la fe en un único Dios—impregnaba todo su
mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. El hecho de que
el proceso ante los romanos se convirtiera en un proceso contra un
mesianismo político respondía al pragmatismo de los saduceos. Pero también
Pilato sintió que se trataba en realidad de algo muy diferente, que a un
verdadero «rey» políticamente prometedor nunca lo habrían entregado para que
lo condenara.
Con esto nos hemos anticipado. Volvamos a las confesiones de los discípulos.
¿Qué vemos, si juntamos todo este mosaico de textos? Pues bien, los
discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías
habituales, que Él era mucho más que «uno de los profetas», alguien
diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del
Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosas, de su
potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de su
modo de tratar las tradiciones de la Ley. Era ese «profeta» que, al igual
que Moisés, hablaba con Dios como con un amigo, cara a cara; era el Mesías,
pero no en el sentido de un simple encargado de Dios.
En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente e
inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal2, 7). En los
momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: «Este es Dios
mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta
perfecta.
Utilizaron —justamente— las palabras de promesa de la Antigua Alianza:
Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se
concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda,
como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en el que
Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: «¡Señor mío y
Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre estaremos intentando
comprender estas palabras. Son tan sublimes que nunca conseguiremos
entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán. Durante toda su historia, la
Iglesia está siempre en peregrinación intentando penetrar en estas palabras,
que sólo se nos pueden hacer comprensibles en el contacto con las heridas de
Jesús y en el encuentro con su resurrección, convirtiéndose después para
nosotros en una misión.
(JOSEPH RATZINGER - BENEDICTO XIV, Jesús de Nazaret, Primera Parte,
Ediciones Planeta, 2007, pp. 337-356)
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Santos
Padres: San Ambrosio - Testimonio de Pedro
93. Y díjoles: ¿quién decís vosotros que soy yo? Respondió Simón Pedro: El
Cristo de Dios.
La opinión de las masas tiene su interés: unos creen que ha resucitado
Elías, que ellos pensaban que había de venir; otros Juan, que reconocían
había sido decapitado; o uno de los profetas antiguos. Pero investigar más
sobrepasa nuestras posibilidades: es sentencia y prudencia de otro. Pues, si
basta al apóstol Pablo no conocer más que a Cristo, y crucificado (1 Co
2,2), ¿qué puedo desear conocer más que a Cristo? En este solo nombre está
expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Aunque
los demás apóstoles lo conocen, sin embargo,Pedro responde por los demás: Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Así ha abarcado todas las cosas al
expresar la naturaleza y el nombre, en el cual está la suma de todas las
virtudes. ¿Vamos nosotros a solucionar las cuestiones sobre la generación de
Dios, cuando Pablo ha juzgado que él no sabe nada fuera de Cristo Jesús, y
crucificado, cuando Pedro ha creído no deber confesar más que al Hijo de
Dios? Nosotros investiguemos, con los ojos de la debilidad humana cuándo y
cómo Él ha nacido, y cuál es su grandeza. Pablo ha reconocido en esto el
escollo de la cuestión, más que una utilidad para la edificación, y ha
decidido no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro ha sabido que en el Hijo
de Dios están todas las cosas, pues el Padre lo ha dado todo al Hijo (Jn
3,35). Si dio todo, transmitió también la eternidad y la majestad que posee.
Pero ¿para qué ir más lejos? El fin de mi fe es Cristo, el fin de mi fe es
el Hijo de Dios; no me es permitido conocer lo que precede a su generación,
pero tampoco me está permitido ignorar la realidad de su generación.
94. Cree, pues, de la manera en que ha creído Pedro, a fin de ser feliz tú
también, para merecer oír tú mismo también: Pues no ha sido la carne ni la
sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos.
Efectivamente, la carne y la sangre no pueden revelar más que lo terreno;
por el contrario, el que habla de los misterios en espíritu no se apoya
sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la inspiración
divina. No descanses tú sobre la carne y la sangre, no sea que adquieras las
normas de la carne y de la sangre y tú mismo te hagas carne y sangre. Pues
el que se adhiere a la carne, es carne el que se adhiere a Dios es un solo
espíritu (con El) (1 Co6,17). Mi espíritu, dice, no permanecerá nunca más
con estos hombres, porque son carnales (Gn 6,3).
95. Más ¡ojalá que los que escuchan no sean carne ni sangre, sino que,
extraños a los deseos de la carne y de la sangre, puedan decir: No temeré
qué pueda hacerme la carne! (Sal 55,5). El que ha vencido a la carne es un
fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al menos puede
imitarle. Pues los dones de Dios son grandes: no sólo ha restaurado lo que
era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo.
96. Sin embargo, podemos preguntarnos por qué la multitud no veía en Él otro
más que Elías, Jeremías o Juan Bautista. Elías, tal vez, porque fue llevado
al cielo; pero Cristo no es Elías: uno es arrebatado al cielo, el otro
regresa; uno, he dicho, ha sido arrebatado, el otro no ha creído una rapiña
ser igual a Dios (Flp 2,6); uno es vengado por las llamas que él invoca (1 R
18,38), el otro ha querido mejor sanar a sus perseguidores que perderlos.
Mas ¿por qué lo han creído Jeremías? Tal vez porque él fue santificado en el
seno de su madre. Pero Él no es Jeremías. Uno es santificado, el otro
santifica; la santificación de uno ha comenzado con su cuerpo, el otro es el
Santo del Santo. ¿Por qué, pues, el pueblo creía que era Juan? ¿No será
porque estando en el seno de su madre percibió la presencia del Señor? Pero
Él no es Juan: uno adoraba estando en el seno, el otro era adorado; uno
bautizaba con agua, Cristo en el Espíritu; uno predicaba la penitencia, el
otro perdonaba los pecados.
97. Por eso Pedro no ha seguido el juicio del pueblo, sino que ha expresado
el suyo propio al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El que
es, es siempre, no ha comenzado a ser, di dejará de ser. La bondad de Cristo
es grande porque casi todos sus nombres los ha dado a sus discípulos: Yo
soy, dice, la luz del mundo (Jn 8,12); y, sin embargo, este nombre, del que
Él se gloría, lo ha dado a sus discípulos cuando dijo: Vosotros sois la luz
del mundo (Mt 5,14). Yo soy el pan vivo (Jn 6,51); y todos nosotros somos un
solo pan (1 Co 10,17). Yo soy la verdadera vid (Jn 15,1); y Él te dice: Yo
te planté de la vid más generosa, toda verdadera (Jr 2,21). Cristo es piedra
—pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo (1
Co 10,4)—, y Él tampoco ha rehusado la gracia de este nombre a su discípulo,
de tal forma que él es también Pedro, para que tenga de la piedra la solidez
constante, la firmeza de la fe.
98. Esfuérzate también tú en ser piedra. Y así, no busques la piedra fuera
de ti, sino dentro de ti. Tu piedra es tu acción; tu piedra es tu espíritu.
Sobre esta piedra se edifique tu casa,para que ninguna borrasca de los malos
espíritus puedan tirarla. Tu piedra es la fe; la fe es el fundamento de la
Iglesia. Si eres piedra, estarás en la Iglesia, porque la Iglesia está
fundada sobre piedra. Si estás en la Iglesia, las puertas del infierno no
prevalecerán sobre ti:las puertas del infierno son las puertas de la muerte,
y las puertas de la muerte no pueden ser las puertas de la Iglesia.
99. Pero ¿qué son las puertas de la muerte, es decir, las puertas del
infierno, sino las diversas especies de pecados? Si fornicas, has pasado las
puertas de la muerte. Si dejas la fe buena, has franqueado las puertas del
infierno. Si has cometido un pecado mortal, has pasado las puertas de la
muerte. Más Dios tiene poderde abrirte las puertas de la muerte, para que
proclames sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión (Sal 9,14). En
cuanto a las puertas de la Iglesia, éstas son las puertas de la castidad,
las puertas de la justicia, que el justo acostumbra a franquear: Ábreme,
dice, las puertas de la justicia, y, habiendo pasado por ellas, alabaré al
Señor (Sal 117,19). Pero como la puerta de la muerte es lapuerta del
infierno, la puerta de la justicia es la puerta de Dios; pues he aquí la
puerta del Señor, los justos entrarán por ella (ibíd., 20). Por eso, huye de
la obstinación en el pecado, para que las puertas del infierno no triunfen
sobre ti; porque, si el pecado se adueña en ti, ha triunfado la puerta de la
muerte. Huye, pues, de las riñas, disensiones, de las estrepitosas y
tumultuosas discordias, para que no llegues a traspasar las puertas de la
muerte. Pues el Señor no ha querido al principio ser proclamado, paraque no
se levantase ningún tumulto. Exhorta a sus discípulos quea nadie digan: El
Hijo del hombre ha de padecer mucho, serrechazado de los ancianos y de los
príncipes de los sacerdotes, yde los escribas, ser muerto, y resucitar al
tercer día (Lc 9,22).
100. Tal vez el Señor ha añadido esto porque sabía que susdiscípulos
difícilmente habían de creer en su pasión y en su resurrección. Por eso ha
preferido afirmar El mismo su pasión y suresurrección, para que naciese la
fe del hecho y no la discordiadel anuncio. Luego Cristo no ha querido
glorificarse, sino queha deseado aparecer sin gloria para padecer el
sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el
camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es
reconocerle, esto es imitarle en la ignominia y en la buena fama(cf.2 Co
6,8), para que te gloríes en la cruz, como El mismo se ha gloriado. Tal fue
la conducta de Pablo, y por eso se gloría al decir: Cuanto a mí, no quiera
Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6,14).
101. Pero veamos por qué según San Mateo (16,20), nosotros encontramos que
son avisados los discípulos de no decir a nadie que Él es el Cristo,
mientras que aquí se les increpa, según está escrito, de no decir a nadie
que Él ha de padecer mucho y que ha de resucitar. Advierte que en el nombre
de Cristo se encierra todo. Pues Él mismo es el Cristo que ha nacido de una
Virgen, que ha realizado maravillas ante el pueblo, que ha muerto por
nuestros pecados y ha resucitado de entre los muertos. Suprimir una de estas
cosas equivale a suprimir tu salvación. Pues aun los herejes parecen tener a
Cristo con ellos: nadie reniega el nombre de Cristo; pero es renegar a
Cristo no reconocer todo lo que pertenece a Cristo. Por muchos motivos. Él
ordena a sus discípulos guardar silencio: para engañar al demonio, evitar la
ostentación, enseñar la humildad, y también para que sus discípulos, todavía
rudos e imperfectos, no queden oprimidos por la mole de un anuncio completo.
102. Examinemos ahora por qué motivo manda callar también a los espíritus
impuros. Nos descubre esto la misma Escritura, pues Dios dice al pecador:
¿Por qué cuentas tú mis justicias? (Sal 49,16). No sea que, mientras oye al
predicador, siga que yerra; pues mal maestro es el diablo, que muchas veces
mezcla lo falso con lo verdadero, para cubrir con apariencias de verdad su
testimonio fraudulento.
103. Consideremos también aquí: ¿Es ahora la primera vez que Él ordena a sus
discípulos no digan a nadie que Él es el Cristo? ¿O lo ha recomendado ya
cuando envió a los doce apóstoles y les prescribió: No vayáis a los
gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas
perdidas de la casa de Israel; curad a los enfermos, resucitad a los
muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios, e informaos de
quien hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis (Mt 10,5ss). No se
ve en esta ordenación que predicasen a Cristo Hijo deDios.
104. Hay, pues, un orden para la discusión y un orden para la exposición;
también nosotros, cuando los gentiles son llamados a la Iglesia, debemos
establecer un orden en nuestra actuación: primero enseñar que sólo hay un
Dios, autor del mundo y de todas las cosas, en quien vivimos, existimos y
nos movemos, y de la raza del cual somos nosotros (Hch 17,28); de tal modo
que debemos amarle no sólo por los beneficios de la luz y de la vida, sino,
más aún, por cierto parentesco de raza. Luego destruiremos la idea que ellos
tienen de los ídolos, pues la materia del oro, de la plata o de la madera,
no puede tener una energía divina. Habiéndoles convencido de la existencia
de un solo Dios, tú podrás, gracias a Él, mostrar que la salvación nos ha
sido dada por Jesucristo, comenzando por lo que Él ha realizado en su cuerpo
y mostrando el carácter divino, de modo que aparezca que Él es más que un
hombre, habiendo vencido la muerte por su fuerza propia, y que este muerto
ha resucitado de los infiernos. Efectivamente, poco a poco es como aumenta
la fe: viendo que es más que un hombre, se cree que es Dios; pues sin probar
que Élno ha podido realizar estas cosas sin un poder divino, ¿cómo podrías
demostrar que había en Él una energía divina?
105. Más, si, tal vez, esto te parezca de poca autoridad y fe, lee el
discurso dirigido por el Apóstol a los atenienses. Si al principio Él
hubiera querido destruir las ceremonias idolátricas, los oídos paganos
hubieran rechazado sus palabras. El comenzó por un solo Dios, creador del
mundo, diciendo: Dios que ha hecho el mundo y todo lo que en él se encuentra
(Hch 17,24). Ellos no podían negar que hay un solo autor del mundo, un solo
Dios, un creador de todas las cosas. El añade que el Dueño del cielo y de la
tierra no se digna habitar en las obras de nuestras manos; puesto que no es
verosímil que el artista humano encierre en la vana materia del oro y de la
plata el poder de la divinidad; el remedio para este error, decía, es el
deseo de arrepentirse. Luego vino a Cristo y no quiso, sin embargo, llamarlo
Dios más que hombre: En el hombre, dice, que Él ha designado a la fe de
todos resucitándole de la muerte.En efecto, el que predica ha de tener
presente la calidad de las personas que le escuchan, para no ser burlado
antes de ser entendido. ¿Cómo habrían creído los atenienses que el Verbo se
hizo carne, y que una Virgen ha concebido del Espíritu Santo, si se reían
cuando oían hablar de la resurrección de los muertos? Sin embargo, Dionisio
Areopagita ha creído y creyeron los demás en este hombre para creer en Dios.
¿Qué importa el orden en que cada uno cree? No se pide la lección desde el
principio, sino que desde elprincipio se llegue a la perfección. Él ha
instruido a los atenienses siguiendo esemétodo, y éste es el que nosotros
debemos seguir con los gentiles
106. Más cuando los apóstoles se dirigen a los judíos, ellos dicen que
Cristo es Aquel que nos ha sido prometido por los oráculos de los profetas.
Ellos no lo llaman desde el principio y por su propia autoridad Hijo de
Dios, sino un hombre bueno, justo, un hombre resucitado de entre los
muertos, el hombre del que habían dicho los profetas: Tú eres mi hijo, yo
hoy te he engendrado (Sal 2,7). Luego también tú, en las cosas difíciles de
creer, acude a la autoridad de la palabra divina y muestra que su venida fue
prometida por la voz de los profetas; enseña que su resurrección había sido
afirmada también mucho tiempo antes por el testimonio de la Escritura —no
aquella que es normal y común a todos—, a fin de obtener, estableciendo su
resurrección corporal, un testimonio de su divinidad. Habiendo constatado,
en efecto, que los cuerpos de los otros sufren la corrupción después de
muertos, para éste, del cual se ha dicho: Tú no permitirás que tu Santo vea
la corrupción (Sal 15,10), reconocerás la exención de la fragilidad humana,
muestras que El sobrepasa las características de la naturaleza humana y, por
lo tanto, ha de acercarse más a Dios que a los hombres.
107. Si se trata de instruir a un catecúmeno que quiere recibir los
sacramentos de los fieles, es necesario decir que hay un solo Dios, de quien
son todas las cosas, y un solo Jesucristo, por quien son todas las cosas(1
Co 8, 6);no hay que decirle que son dos Señores; que el Padre es perfecto,
perfecto igualmente el Hijo,pero que el Padre y el Hijo no son más que una
sustancia;que el Verbo eterno de Dios, Verbo no proferido, sino que obra, es
engendrado del Padre, no producido por su palabra.
Luego les está prohibido a los apóstoles anunciarlo como Hijo de Dios, para
que más tarde lo anuncien crucificado. El esplendor de la fe es comprender
verdaderamente la cruz de Cristo. Las otras cruces no sirven para nada; sólo
la cruz de Cristo me es útil, y realmente útil; por ella el mundo ha sido
crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6,15). Si el mundo está
crucificado para mí, yo sé que está muerto; yo no lo amo; yo sé que él pasa:
yo no lo deseo; yo sé que la corrupción devorará a este mundo: yo lo evito
como maloliente, lo huyo como la peste, lo dejo como nocivo.
108. Más, ciertamente, no pueden creer inmediatamente que la salvación ha
sido dada a este mundo por la cruz. Muestra, pues, por la historia de los
griegos que esto fue posible. También el Apóstol, con ocasión de persuadir a
los incrédulos, no rehúsa los versos de los poetas para destruir las fábulas
de los poetas. Si se recuerda que muchas veces legiones y grandes pueblos
han sido librados por el sacrificio y la muerte de algunos, como lo afirma
la historia griega;si se recuerda que la hija de un jefe ha sido ofrecida al
sacrificio para hacer pasar los ejércitos de los griegos; si consideramos,
en nosotros, que la sangre de los carneros, de los toros y la ceniza de una
ternera santifica por su aspersión para purificar la carne, como está
escrito en la carta a los Hebreos (9,13); si la peste, atraída a ciertas
provincias por tales pecadosde los hombres, ha sido conjurada, se dice, por
la muerte de uno solo, lo cual ha prevalecido por un razonamiento o
resultado por una disposición, para que se crea más fácilmente en la cruz de
Cristo, estará propenso a que los que no pueden renegar su historia
confirmen la nuestra.
109. Mas como ningún hombre ha sido tan grande que haya podido quitar los
pecados de todo el mundo —ni Enoc, ni Abrahán, ni Isaac, que aunque fue
ofrecido a la muerte, sin embargo, fue dejado, porque él no podía destruir
todos los pecados, ¿y qué hombre fue bastante grande que pudiese expiar
todos los pecados? Ciertamente, no uno del pueblo, no uno de tantos, sino el
Hijo de Dios, que ha sido escogido por Dios Padre; estando por encima de
todos, Él podía ofrecerse por todos; Él debía morir, a fin de que, siendo
más fuerte que la muerte, librase a los otros, habiendo venido a ser, entre
los muertos, libre, sin ayuda (Sal 87,5), libre de la muerte sin ayuda del
hombre o de una criatura cualquiera, y verdaderamente libre, puesto que
rechazó la esclavitud de la concupiscencia y no conoció las cadenas de la
muerte.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.6, 93-109,
BAC, Madrid, 1966, pp. 334-344)
Aplicación: Papa Francisco - Perder la vida por la causa de Jesús
¡Queridos hermanos y hermanas!
En el evangelio de este domingo resuena una de las palabras más incisivas de
Jesús: "El que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida
por mi causa, la salvará" (Lc. 9,24).
He aquí un resumen del mensaje de Cristo, y se expresa en una paradoja muy
eficaz, que nos hace conocer su forma de hablar, casi nos hace sentir su voz
...
Pero ¿qué significa "perder la vida por la causa de Jesús"? Esto puede
suceder de dos maneras: ya sea explícitamente confesando la fe, o
defendiendo implícitamente la verdad. Los mártires son el mejor ejemplo de
perder la vida por Cristo. En dos mil años, son una legión inmensa los
hombres y las mujeres que sacrificaron su vida para permanecer fieles a
Jesucristo y al evangelio.
Y hoy en día, en muchas partes del mundo, hay muchos, más que en los
primeros siglos, muchos mártires que dan su vida por Cristo, que son
llevados a la muerte por no renegar de Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia.
¡Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos!
Pero también existe el martirio cotidiano, que no implica la muerte pero eso
también es un "perder la vida" por Cristo, cumpliendo con su deber con amor,
según la lógica de Jesús, la lógica del don y sacrificio. ¡Pensemos en la
cantidad de papás y mamás que cada día ponen en práctica su fe, ofreciendo
concretamente la propia vida por el bien de la familia! ¡Pensemos en todos
ellos! ¿Cuántos sacerdotes, frailes y religiosas desarrollan con generosidad
su servicio por el Reino de Dios? ¿Cuántos jóvenes renuncian a sus propios
intereses para dedicarse a los niños, a los discapacitados, a los
ancianos..?. ¡Estos también son mártires! ¡Mártires cotidianos, mártires de
la vida cotidiana!
Y luego hay tanta gente, cristianos y no cristianos, que "pierden la propia
vida" por la verdad. Y Cristo dijo: "Yo soy la verdad", por lo tanto, quien
sirve a la verdad sirve a Cristo.
Una de estas personas, que dio su vida por la verdad, es Juan el Bautista:
propiamente mañana, 24 de junio, es una gran fiesta, la solemnidad de su
nacimiento. Juan fue elegido por Dios para preparar el camino delante de
Jesús, y lo ha presentado al pueblo de Israel como el Mesías, el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo (cf. Jn. 1,29). Juan se dedicó por
completo a Dios y a su enviado, Jesús.
Pero al final ¿qué fue lo que pasó? Murió por la causa de la verdad, cuando
denunció el adulterio de Herodes y Herodías. ¡Cuántas personas pagan un alto
precio por su compromiso con la verdad! ¡Cuántos hombres justos prefieren ir
contra la corriente, para no negar la voz de la conciencia, la voz de la
verdad! ¡Personas rectas, que no tienen miedo de ir contracorriente! Y
nosotros, ¡no debemos tener miedo!
Y a ustedes jóvenes, les digo: No tengan miedo de ir contracorriente, cuando
les quieran robar la esperanza, cuando les propongan esos valores dañados,
que son como una comida descompuesta, y cuando una comida está descompuesta
nos hace mal; estos valores nos hacen mal. ¡Debemos ir contracorriente! Y
ustedes jóvenes, sean los primeros: vayan contra la corriente tengan esa
altura de ir contra la corriente, ¡Adelante, sean valientes y vayan
contracorriente! ¡Y siéntanse orgullosos de hacerlo!
Queridos amigos, acojamos con alegría esta palabra de Jesús. Es una regla de
vida propuesta a todos. Y que san Juan Bautista nos ayude a ponerla en
práctica. En este camino nos precede, como siempre, nuestra Madre, la
Santísima Virgen María: ella ha perdido su vida por Jesús, hasta la Cruz, y
lo recibió en plenitud, con toda la luz y la belleza de la Resurrección. Que
María nos ayude a hacer siempre nuestra la lógica del evangelio.
Recuerden bien: ¡No tengan miedo de ir contra la corriente! ¡Sean valientes!
Y así, como no queremos comer una comida en mal estado, no carguemos con
nosotros estos valores que están deteriorados y que arruinan la vida, y que
quitan la esperanza. ¡Vamos adelante!
(Papa Francisco, Angelus 23 de junio de 2013)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El verdadero Mesías
El evangelio que nos propone la Iglesia en este domingo contiene la
reveladora "confesión de Pedro". Tras ella, el Señor declaró cuál era la
condición para poder seguirlo: cargar cada uno su propia cruz.
1. La confesión de Pedro
Vayamos a lo primero. Es el mismo Cristo quien interroga a aquellos que son
sus más allegados, acerca de su persona y de la opinión que la gente tenía
de Él: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Los apóstoles respondieron dando cuenta de las opiniones más benévolas que
del Señor se escuchaban: que era Juan el Bautista, o el profeta Elías, u
otro de los profetas que había resucitado.
Es verdad que también se oían otros comentarios sobre la persona de Jesús:
unos decían que "estaba loco", o "endemoniado"; para otros era "un glotón y
un borracho", un "impostor", un "blasfemo", etc. De tales apodos, los
apóstoles no dicen ni una palabra. Eran las opiniones que sus contemporáneos
se habían formado del Señor. Todas ellas nos confirman lo que dice San Juan
en el prólogo de su evangelio: "El mundo no lo conoció". El pueblo elegido,
el pueblo de la Alianza y de las promesas, no sólo no quiso recibir a su
Mesías sino que incluso falsificó su imagen.
Los judíos soñaban con un Mesías mundano, rodeado de gloria terrena, un gran
conquistador, y sobre todo un liberador del sometimiento al yugo romano.
Esperaban al que iba a "restaurar el reino de Israel", al Mesías victorioso.
He aquí la gran tentación: fabricarse un mesías propio, a gusto de cada
cual. A partir de ello se seguiría todo lo demás. Si no era el Mesías
esperado, era un borracho, un loco, un endemoniado, etc. Es ésta una
tentación que no ha dejado de tener vigencia, prolongándose a lo largo de
los siglos. No sólo los fariseos, los sumos sacerdotes o lo contemporáneos
de Jesús se equivocaban. Muchos erraron asimismo en las filas de la Iglesia
católica, no sólo durante los primeros siglos, como los herejes Arrio,
Nestorio, y otros, negando la divinidad o la humanidad de Jesucristo, sino
también en nuestros propios tiempos, como aquellos que ven en Cristo "un
profeta más", "un guerrillero", "un gran moralista", "el flaco", "el
buscado", etc.
Según la imagen o el concepto que tengamos de Cristo, así será la imagen del
cristianismo y de Iglesia que daremos al mundo. Actualmente existe la
tendencia a dejar de lado la divinidad del Señor. A la idea de un Cristo
meramente hombre corresponde la idea de una Iglesia humana, compuesta por
empleados y funcionarios. Ello es gravísimo, ya que si Cristo no fuese Dios,
aún no habríamos sido redimidos, ni la Iglesia tendría el poder de
"santificar". Si Cristo fuese un guerrillero, o un político más, la Iglesia
serviría esencialmente a fines terrenos e intramundanos. Sería una Iglesia
secularizada.
Si nos quedamos solamente con la humanidad de Cristo, estamos mutilando la
figura del Señor. Hagamos nuestra la ardorosa confesión de Pedro: "Tú eres
el Mesías de Dios", es decir, el Verbo encamado, el Dios hecho hombre.
2. Cargar la Cruz
Inmediatamente de la confesión de Pedro, el primero en confesar pública y
certeramente la humanidad y la divinidad de Cristo, el Señor ordenó a sus
apóstoles que guardasen el "secreto mesiánico".
Los judíos no entendían las Escrituras. Esperaban, como dijimos, otro tipo
de mesías. No estaba en sus planes un Salvador que naciese en un pesebre y
que muriese en una cruz. No se equivocaban, por cierto, cuando pensaban en
un mesías victorioso, triunfante y glorioso. Pero ignoraban que para llegar
allí tendría que pasar por el dolor; no podían concebir a un Mesías
paciente, sacrificado, humillado y traspasado.
Todavía hoy, muchos que se dicen cristianos creen que seguir a Cristo es
participar de sus misterios gozosos y gloriosos. ¡De los dolorosos... ni
mencionarlos! Lo terrible es que habiendo pasado tantos años persista la
misma tentación: un Mesías sin Cruz.
Leamos nuevamente el texto evangélico: "El Hijo del hombre –les dijo– debe
sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día".
El Mesías en cruz no debe escandalizarnos: así las profecías lo habían
anunciado y así se cumplió. La Cruz es la "hora del Señor", es la salvación
de la humanidad, es la revelación del amor que Dios tiene a los hombres. Lo
que sí debe llenarnos de asombro es la dificultad que tenemos para entender
este misterio de la Cruz y cuánto nos cuesta tomar sobre los hombros la
propia cruz. El Señor nos lo ha dicho de manera categórica: Si quieres
seguirme, es decir, si quieres ser "cristiano", "carga tu cruz".
Bien decía Tomás de Kempis que "muchos son los que siguen a Jesús en la
última cena, pero cuán pocos son los que los acompañan hasta el Calvario".
La Cruz es el misterio central de nuestra redención y todavía hoy le tenemos
miedo; frente a ella sentimos repulsión, asco. De todas las maneras posibles
tratamos de evacuarla. Cuando asoma en el horizonte de nuestra vida decimos
como San Pedro: "Eso no sucederá". Al igual que los judíos, queremos que
Jesús baje de la Cruz. Que no nos exija tanto. Pretendemos la resurrección
sin pasar por la muerte, la mística sin transitar por la ascética. ¡Nada de
noches oscuras! Hoy la Cruz sigue escandalizando, como a los fariseos de
ayer, y para muchos es aún una locura. ¡Nada nuevo bajo el sol!
No nos engañemos. De la misma manera que resulta imposible pensar en un
Mesías sin la Cruz, tampoco existe un cristianismo sin Cruz. Cristo no nos
impele a seguirlo de manera coercitiva. Se dirige a nosotros a modo de
invitación: "El que quiera venir detrás de mí...". Dice San Juan Crisóstomo
que "el Señor usó esta fórmula para darle más fuerza a sus propias palabras;
cuando se nos impone algo doloroso, nos rebelamos interiormente. Pero cuando
se nos invita con súplica y con amor, eso nos atrae, nos conquista".
Es evidente que esta invitación debe ser escuchada con los oídos de la fe.
Humanamente hablando no es alentadora. Todo lo contrario. No es frecuente
que alguien invite a sus amigos a tomar la cruz, al dolor, al sufrimiento, a
la burla, a la soledad, a la entrega de la propia vida. Estamos
acostumbrados a escuchar promesas de felicidad, soluciones para todo,
proyectos que nos aseguran el paraíso en la tierra, etc. Nuestro Señor es
muy diferente: pone ante nuestros ojos un programa arduo y lo hace sin
engaños. A la gloria, pero pasando por la cruz. A la vida, pero por la
muerte.
Vista con los ojos de Dios, la Cruz se convierte en el tesoro más grande que
puede poseer una persona. Cristo no nos quiso coaccionar a que la carguemos
porque, como afirma San Juan Crisóstomo, ¿dónde se vio que se obligue a
alguien a aceptar un tesoro que se le ofrece?
En todos los tiempos y en todas las espiritualidades que enriquecen a la
Iglesia, el seguimiento de Cristo crucificado ha implicado que el cristiano
se niegue a sí mismo. Lo hemos oído del mismo Señor: "El que quiere venir
detrás de mí, que renuncie a sí mismo". No podemos seguir a Cristo, esto es,
amarle e imitarle, si no nos negamos a nosotros mismos, si no renunciamos al
espíritu del mundo, si no aceptamos plenamente su voluntad.
San Ignacio encabeza el libro de los Ejercicios con la siguiente fórmula:
"Ejercicios espirituales para vencer el hombre a sí mismo". De lo que se
trata es de renunciar a toda afición desordenada, a dejar de lado los
caprichos de la propia voluntad, disponiéndonos así a conocer y seguir la
voluntad divina.
Lo mismo enseña San Juan de la Cruz en su subida al Monte Carmelo. Allí nos
exhorta a vaciar nuestros sentidos, potencias, afectos, etc., de todo lo que
no sea Dios.
Cristo crucificado nos da la gran lección del amor que se hace renuncia.
"Amar es el don de sí mismo", decía Mons. Adolfo Tortolo. No hay amor sin
don, sin renuncia, sin negación, sin entrega. Si quiero saber cuánto amo a
Dios o al prójimo debo preguntarme a cuántas cosas soy capaz de renunciar,
si estoy dispuesto a negarme por el Otro o por los otros. La pregunta más
revelante sería: ¿Cuánto soy capaz de sufrir por el otro? Porque la medida
del amor es el sufrimiento
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994, pp. 204-208)
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Aplicación: Benedicto XVI - La identidad profunda de Jesús y el
camino de cruz
1. Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del
camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de
él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce
con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión
que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de
Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del
pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un
momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él»
(Lc 9, 18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar
absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver
al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que
otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un
conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la
identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien
precisa para la vida: en la oración estamos llamado a redescubrir el rostro
siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente
quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede
llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él»
que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser
su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando
parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde
estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».
2. Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente
después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y
tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los
discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la
senda de la cruz. Y añade después —con una expresión paradójica— que ser
discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar
plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22- 24). ¿Qué significa esto para cada
cristiano? El seguimiento jamás puede representar un modo para alcanzar la
seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira
aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido
de este seguimiento. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia,
alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión
pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que
agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las
opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad,
reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que
plantee así su vida, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama
a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo.
3. Quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente
relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse
a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la
Eucaristía. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor
humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde
el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para
convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta
entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía. Cuando celebramos la
santa misa tenemos en nuestros altares el pan del cielo, el pan de Dios, que
es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero
alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de
íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de
Cristo crucificado y glorioso. ¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que
nos dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está
puesto en el centro de la Iglesia! Por eso, en lo más íntimo de vuestro
corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta
la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de
la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu,
destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una
efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en
vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a
insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de
los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo
crucificado.
Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en
ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en
Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) Ya con el Bautismo,
habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración
eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir,
vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega
totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo
hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, siervo de Dios y de los
hombres.
Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda
de vuestra espiritualidad, de su eficacia e incisividad, incluso en las
situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para
encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que conformó su
voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió
a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe
cada día de vuestra vida. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte
podréis ser gozosamente fieles a la consigna que se os da hoy: la de
configuraros a Cristo, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al
hombre hasta el extremo.
(Homilía del Santo Padre BENEDICTO XVI en la Basílica Vaticana el Domingo 20
de junio de 2010)
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Aplicación: Padre Juan E. Vecchi - Educar a los jóvenes en la fe -
el encuentro con Cristo
Nos sentimos comprometidos a ofrecer a las nuevas generaciones la
posibilidad de un encuentro con Cristo. El encuentro con Cristo es el punto
crucial de la educación en la fe. A él se dirige, de él se parte: el hecho,
la cualidad y la continuidad del encuentro. La palabra es lo más concreto
que hay para expresar el comienzo, la experiencia y la naturaleza de la fe.
Tiene una abundante correspondencia en los evangelios. Estos se detienen en
narrar los encuentros de Jesús con las personas más diversas: los que se
convertirían luego en apóstoles, la samaritana, la adúltera, Zaqueo, Marta y
María, el joven rico, los discípulos que caminaban hacia Emaús. No sólo
insinúan los encuentros, sino que refieren hasta los mínimos gestos y las
palabras de Jesús, así como las reacciones más profundas de sus
interlocutores.
Encuentros con Jesús en los Evangelios
El primer impulso parte siempre de Jesús. Él tiene la iniciativa y provoca
el encuentro. Entra en una casa, se acerca al pozo donde una mujer va a
buscar agua, se para ante un recaudador, dirige la mirada hacia quien ha
trepado a un árbol para verle, se añade a quien está recorriendo un camino.
De sus palabras, de sus gestos y de su persona emana una fascinación que
envuelve a su interlocutor. Es admiración, amor, confianza y atracción.
Para muchos el primer encuentro se transformará en deseo de escucharle más
todavía, de hacer amistad con Él, de seguirle. Se sentarán en torno a Él
para interrogarle, le ayudarán en su misión, le pedirán que les enseñe a
orar, serán testigos de sus horas felices y dolorosas. En otros casos el
encuentro termina con una invitación a un cambio de vida.
Los encuentros del Evangelio narran la fe, nos dicen cómo nace y qué es. Es
la autorevelación de Jesús: "El Mesías soy yo que hablo contigo".
Jesús se manifiesta por medio de gestos y palabras. Quien se ha encontrado
con Él lo conoce, no sólo según lo que comenta y dice de él la gente, sino
personalmente. Hace la experiencia de su sabiduría y de su bondad. La vida
entonces comienza a cambiar en sus perspectivas, sentimientos, hábitos y
proyectos. La familiaridad con Jesús y sus revelaciones llevará a conocerlo
y confesarlo como Hijo de Dios.
El encuentro, y lo que en él acontece, es misterioso e incomprensible como
el amor humano: lo es aún más. Jesús afirma que nadie viene a Él si el Padre
no lo atrae. A los discípulos les dice: "No me habéis elegido vosotros, soy
yo quien os he elegido". Así, el encuentro no aparece como una casualidad ni
como habilidad de las personas, sino precisamente como don de Dios. Para
cada joven la fe personal comienza en el momento en que Jesús se le
manifiesta como aquel de quien obtener un sentido para su vida, a quien
dirigirse en la búsqueda de la verdad, a través de quien entender la
relación con Dios e interpretar nuestra condición humana.
El encuentro momentáneo no basta. Crecemos en la fe en la medida en que este
encuentro se convierte en conocimiento personal y adhesión permanente. Uno
se topa a menudo con alguien que cuenta haber hecho una "experiencia"
religiosa. Y se ve que ésta ha dejado en él un grato recuerdo. A veces, sin
embargo, ésta no tiene continuidad. La fe no es sólo sentimiento,
fascinación o admiración por Jesucristo. Como el amor humano no es el
"enamoramiento". En el clima de subjetivismo que respiramos, esta confusión
está siempre al acecho. Nos sentimos satisfechos con un momento intenso y
fugitivo.
Del primer entusiasmo a la amistad con Jesús
El primer entusiasmo es ciertamente una gracia. Pero la fe es tal cuando
ésta conduce a la acogida de la persona de Jesús en la propia vida, a la
confianza en su enseñanza, al cambio de actitudes según sus indicaciones.
Esto es lo que deja entender el Evangelio en las narraciones sobre la fe. A
lo largo de las riberas del Jordán, Juan ve pasar al Señor: siente la
llamada y experimenta el sobresalto. Le sigue, cultiva su amistad, se siente
amado y cambia. Jesús se convierte para él en una compañía indispensable. No
alcanzaría a concebir su existencia sin Él. Se convierte en discípulo
predilecto. He aquí qué es la acogida: es referirse a Jesús para orientarse
y optar, es deseo de oírle de nuevo, es caminar haci Él, renovar la
admiración, asumir su proyecto.
A Pedro, que toda la noche había pescado en vano, Jesús le propuso echar de
nuevo las redes. Quizá apareció de improviso una duda en la mente del
experto pescador: Echar todavía las redes donde no habían pescado nada? Y en
pleno día? Pero Pedro se fió: "Si tú lo dices..." La fe implica confianza en
aquello que Jesús indica y promete: una confianza que se traduce en las
opciones vitales. En la pequeña ciudad de Jericó, Zaqueo, conquistado por
Jesús, lo acoge en su casa. A la luz de sus palabras y de sus gestos intuye
cuán mezquina es una vida entregada al dinero, sin piedad. Reniega de ella,
promete no robar y restituir, cuatro veces más, cuanto había sustraído. La
fe comporta el cambio de criterios, gustos y relaciones.
Muchos han escuchado una vez a Cristo con admiración, como las multitudes
que querían hacerlo rey. Bastantes lo han encontrado y no se han preocupado
de cultivar su amistad. Otros, buscados por Él de un modo singular, algunos
de ellos incluso entre los más próximos, no le han acogido. No todos se han
fiado de su juicio, de su equilibrio mental (Está fuera de sí!), de sus
capacidades (No es éste el hijo del carpintero?), de su sabiduría (Nosotros
tenemos la Ley!), de su rectitud (Está poseído por el demonio!). También hoy
se dice: está fuera del mundo, es un idealista, predica lo imposible, es una
creación de la Iglesia, es un personaje mítico.
Ámbitos y lugares del encuentro
La confianza mira hacia tres ámbitos en los que el hombre juega todas sus
fuerzas: la felicidad, la verdad, el bien; juntos determinan la "vida" y la
"salvación: "Qué sentido se da a la existencia?, cómo se piensa?, cómo se
actúa?" Sobre todo ello, frente a la multiplicidad de propuestas y a los
márgenes de incerteza, el joven creyente dice: "Sólo tú tienes palabras de
vida eterna".
La acogida de Jesús conducirá a un cambio de mentalidad y a una orientación
nueva de la vida según el código de la felicidad proclamado por Jesús, las
Bienaventuranzas: la pobreza, la paz, la dulzura de corazón, la justicia, la
misericordia. Conforme a este código aprenderá a juzgar los bienes
materiales, el amor humano, el uso del cuerpo, la relación con semejantes y
extraños, los acontecimientos y el proyecto de Dios sobre él. En definitiva,
un cambio que tiene necesidad de brújula , de acompañamiento, de
verificaciones y apoyos.
Provocar el encuentro, preparar la ocasión de éste y fijar una cita es hoy
una de las preocupaciones de la pastoral juvenil. No siempre es fácil. El
lugar privilegiado del encuentro es la comunidad cristiana. Pero con
frecuencia entre ésta y la mayoría de los jóvenes se da una distancia física
y psicológica. Por otra parte, las expectativas sobre Cristo que yacen en el
ánimo de los jóvenes son por lo demás muy variadas. Hoy se difunden imágenes
superficiales e incompletas, de consumo, talk show o "camiseta". Hay en el
ambiente un desfile de personajes que conduce a reducir la relación con
todos a simpatía sentimental. Se está a la espera de algo sensacional. La
sobreabundancia de mensajes, la escasez de tiempo y las tendencias actuales
del lenguaje hacen ardua una exposición sistemática de lo que la reflexión
cristiana ofrece sobre Jesús.
Pero todo esto no es definitivo. El Espíritu y el Padre mueven cada joven
hacia Cristo. Él suscitará siempre una fascinación y una energía que deben
ser sostenidas y motivadas. El pastor-educador ensaya, por lo tanto, todos
los caminos que conducen al encuentro: el testimonio de los creyentes que es
necesario poner en relación con la presencia de Cristo en ellos, la
reflexión sobre la vida y sus interrogantes, sus aspiraciones, que el
educador ayudará a hacer emerger, a llamar por su nombre, interpretar y
llevar a confrontación con la historia y la palabra de Jesús; las
experiencias de valores, situaciones y relaciones que ponen de manifiesto
nuevas dimensiones; el anuncio directo que tiene una elocuencia interna
capaz de tocar la mente y el corazón.
El encuentro es un "momento" que no se debe quemar, ni tan solo retardar o
aplazar. También el educador debe fiarse de Cristo y del joven.
(Padre Juan E. Vecchi, Rector Mayor de los Salesianos)
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Aplicación: Antonio Luis Mtnez - El Mesías de Dios
En la lectura evangélica, San Lucas enmarca la escena narrada en un momento
de oración de Jesús. No es atrevido leer todo lo que presenta el evangelista
como surgido por ese encuentro de intimidad que Jesús había tenido con su
Padre.
Por el contexto, el diálogo de Jesús con el Padre debió versar sobre su
misión y destino mesiánico y desde ese diálogo con su Padre debió surgir la
pregunta que inmediatamente lanzó a los discípulos.
Llevaba ya un tiempo suficiente entregado a su misión de dar la Buena
Noticia y confirmarla con los milagros. Entre El y el Padre todo estaba
claro, pero le saltaría una duda: quién dice la gente que soy yo?.
La respuesta de Pedro no ha cerrado el interrogante de Cristo porque, aunque
fue teológicamente exacta, fueron sólo palabras y eso no basta para
responder a la pregunta de Cristo.
Para poder decir quien es Cristo no es suficiente ni una catequesis ni una
tesis doctoral sobre cristología, bien lo quedó claro el Señor al unir su
destino mesiánico al seguimiento de los suyos.
Es necesario conocer el destino de cruz, de muerte y resurrección de Cristo.
Pero para hablar de El, para poder decir a los demás quien es el Señor sólo
hay un camino eficaz y es el propuesto por El mismo: el testimonio de un
seguimiento que comienza con el despojo de todo egoísmo, el coraje de
encarar la vida cristiana con todos sus trabajos y ponerse tras el Nazareno
pisando sus huellas.
Así, si El pudo manifestar el rostro misericordioso del Padre no le bastó
sus parábolas le fue necesario llegar hasta la cruz para testimoniar la
seriedad del amor del Padre que nos entregó a su propio Hijo.
(Antonio Luis Mtnez, Semanario "Iglesia en camino", Número 259. 21 de junio
de 1998)
La cruz demasiado pesada
Cuenta la leyenda que un hombre recibió su cruz para carminar con ella hacia
el cielo. Le parecía demásiado pesada. Así que cortó algo del palo vertical
y luego algo del palo horizontal. Continuaba cortando hasta que tenía la
cruz con el tamaño que le parecía razonable. Junto con él cominaban muchos
otros cargando su cruz.. Llegaron a un abismo que les impedía cruzar. Los
demás simplemente colocaban su cruz como puente y cruzaron camino al cielo.
Nuestro hombre no pudo pasar. (Haga clic en las imágenes para verlas
grandes).
Las santas llagas
Vio Zacarías en medio de sus visiones a Cristo, y a Cristo en la Cruz. Con
sus llagas abiertas, derramando la sangre y el agua de la redención.
“Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los
habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la impureza”.
¿Y qué fuente es esa que ve el profeta, mis hermanos, más que Cristo en la
cruz, que es la fuente inexhausta que mana para los hombres de todos los
siglos la gracia y la doctrina? El mismo Señor decía: “Si alguno tiene sed,
venga a Mí y beba”. Por eso permitió que una lanza le abriera el costado y
brotara de él el agua del Bautismo y la Sangre de la Eucaristía, y con ellas
la gracia de la redención. Todas las heridas son fuentes, y a ellas se
refería el profeta que decía: “mirarán al que traspasaron”, y luego
preguntaba: “¿qué significan esas llagas en tus manos?”.
San Ambrosio, siguiendo el concejo del profeta: “mirarán al que
traspasaron”, escribe estas palabras: “Todo lo tenemos en Cristo, y Cristo
es para nosotros todas las cosas. Si necesitas curar una herida, es médico;
si ardes con el fuego de la fiebre, es fuente; si eres víctima de la
iniquidad, es justicia; ni necesitas ayuda, es fortaleza; si temes la
muerte, es vida; si ansías el cielo, es camino; si odias las tinieblas, es
luz; si buscas comida, es alimento”. Cristo es la fuente de la sabiduría, de
la caridad, de la gracia y de todo bien. Tenía razón el profeta: “En aquel
día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de
Jerusalén, donde puedan lavar sus pecados”.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo V, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 140)
(Cortesía: iveargentina.org et alii)