Domingo 25 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos II - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical
Recursos adicionales para la preparación
Comentario Teológico: Xavier Leon - Dufour - Servir
Aplicación: SS. Benedicto XVI - Toda persona humana es atraída por el amor
P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Vigésimo Quinto del Tiempo Ordinario - Año B Mc. 9:30-37
Directorio Homilético - Vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios A Las Lecturas del Domingo
Comentario Teológico: Xavier Leon - Dufour - Servir
La palabra servicio adopta dos significados opuestos en la Biblia, según
designe la sumisión del hombre a Dios o la sujeción del hombre por el hombre
bajo la forma de esclavitud. La historia de la salvación enseña que la
liberación del hombre depende de su sumisión a Dios y que "servir a Dios es
reinar" (Bendición de los ramos).
I. SERVICIO Y ESCLAVITUD. En las mismas relaciones humanas significa ya
servir dos situaciones concretas profundamente diferentes: la del*esclavo,
tal como aparece en el mundo pagano, en que el hombre en servidumbre está
puesto al nivel de los animales y de las cosas, y la del *servidor, tal como
la define la ley del pueblo de Dios: el esclavo no deja de ser hombre y
tiene su puesto en la familia, de modo que siendo verdadero servidor puede
llegar a ser en ella hombre de confianza y heredero (Gén 24,2; 15,3). El
vocabulario también es ambiguo: `abad (hebr.) y duleuein (gr.) se aplican a
las dos situaciones. Sin embargo hay servicios, en los que la dependencia
tiene carácter honorífico, sea el servicio del rey por sus oficiales (hebr.
serat), sean los servicios oficiales, en el primer rango de los cuales se
halla el servicio cultual (gr. leiturgein).
II. AT: SERVICIO CULTUAL U OBEDIENCIA. Servir a Dios es un honor para el
pueblo con el que él ha hecho alianza. Pero nobleza obliga. Yahveh es un
Dios celoso que no puede soportar rivales (Dt 6,15), como lo dice una
Escritura que citará Cristo: "Adorarás al Señor tu Dios y a él solo
servirás" (Mt 4,10; cf. Dt 6,13). Esta fidelidad debe manifestarse en el
culto y en la conducta. Tal es el sentido del precepto, en que se acumulan
los sinónimos del servicio de Dios: "Seguiréis a Yahveh, le temeréis,
guardaréis sus mandamientos, le obedeceréis, le serviréis y os allegaréis a
él" (Dt 13,4-5).
1. Servicio cultual. Servir a Dios es primero ofrecerle dones y sacrificios
y asumir el cuidado del templo. A este título los sacerdotes y los levitas
son "los que sirven a Yahveh" (Núm 18; lSa 2,11.18; 3,1; Jer 33,21s). El
*sacerdote se define, en efecto, como el guardián del santuario, el servidor
del dios que lo habita,. el intérprete de los oráculos que pronuncia (Jue
17,5s).
A su vez el fiel que cumple un acto de culto "viene a servir a Yahveh" (2Sa
15,8). Finalmente, la expresión designa el culto habitual de Dios y viene a
ser poco a poco sinónimo de *adorar (Jos 24,22).
2. Obediencia. El servicio que exige Yahveh no se limita a un culto ritual;
se extiende a toda la vida mediante la *obediencia a los mandamientos. Los
profetas y el Deuteronomio no cesan de repetirlo: "La obediencia es
preferible al mejor sacrificio" (lSa 15,22; cf. Dt 5,29ss), revelando la
exigente profundidad de esta obediencia: "Lo que yo quiero es amor, no
sacrificios" (Os 6,6; cf. Jer 7).
III. SERVIR A Dios SIRVIENDO A LOS HOMBRES. Jesús utiliza los términos
mismos de la ley y de los profetas (Mt 4,10; 9,13) para recordar que el
servicio de Dios excluye cualquier otro culto y que en razón del amor que lo
inspira debe ser integral. Puntualiza el nombre del rival que puede poner
obstáculo a su servicio: el dinero, cuyo servicio hace al hombre injusto
(Lc, 16,9) y cuyo amor dirá el Apóstol, haciéndose eco del Maestro, que es
un culto *idolátrico (Ef 5,5). Es preciso escoger: "No se puede servir a dos
señores... No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24 p). Si se ama al
uno, se odiará y se despreciará al otro. Por eso la renuncia a las riquezas
es necesaria a quien quiera *seguir a Jesús, que es el *siervo de Dios (Mt
19,21).
1. El servicio de Jesús. El Hijo muy amado, enviado por Dios para coronar la
obra de los servidores del AT (Mt 21,33... p), viene a servir. Desde su
infancia afirma que le reclaman los asuntos de su Padre (Lc 2,49). El
desarrollo de su vida entera está bajo el signo de un "hay que", que expresa
su ineluctable dependencia de la *voluntad del Padre (Mt 16,21 p; LG 24,26);
pero tras esta necesidad del servicio que lo lleva a la cruz revela Jesús el
amor, único que le da su dignidad y su valor: "Es preciso que el mundo sepa
que amo a mi Padre y que obro como me lo ha ordenado el Padre" (Jn 14,30).
Sirviendo a Dios salva Jesús a los hombres reparando así su negativa de
servir, y les revela cómo quiere ser servido el Padre : quiere que se
consuman en el servicio de sus hermanos como Jesús mismo lo hizo, Jesús que
es su señor y su maestro: "El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino
para servir y dar su vida" (Me 10,45 p); "Yo os he dado ejemplo... El
servidor no es mayor que el amo" (Jn 13,15s); "Yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve" (lec 22,27).
2. La grandeza del servicio cristiano. Los servidores de Cristo son en
primer lugar los servidores de la *palabra (Act 6,4; Le 1,2), los que
anuncian el *Evangelio cumpliendo así un servicio sagrado (Rom 15,16; Col
1,23; Flp 2,22), "con toda *humildad", y si es preciso "en lágrimas y en
medio de las *pruebas" (Act 20, 19). En cuanto a los que sirven a la
comunidad, como lo hacen en particular los diáconos (Act 6,1-4), Pablo les
enseña en qué condiciones este servicio será digno del Señor (Rom
12,7.9-13). Por lo demás, todos los cristianos por el bautismo han pasa-do,
del servicio del pecado y de la ley, que era una esclavitud, al servicio de
la justicia y de Cristo, que es la libertad (Jn 8,31-36; Rom 6-7; cf. lCor
7,22; Ef 6,6). Sirven a Dios como hijos y no como esclavos (Gál 4), pues
sirven en la novedad del Espíritu (Rom 7,6). La gracia, que los hizo pasar
de la condición de,.servidores a la de *amigos de Cristo (Jn 15,15) les da
poder servir tan fiel-mente a su Señor que están ciertos de participar en su
gozo (Mt 25,14-23; Jn 15,1Os).
(LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona,
2001)
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Aplicación: S. Juan Pablo II - En el abrazo al niño Cristo revela
ante todo la delicadeza de su corazón
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. "Acercando a un niño, lo puso en medio de ellos" (Mc 9, 36). Este
singular gesto de Jesús, que nos recuerda el evangelio que acabamos de
proclamar, viene inmediatamente después de la recomendación con la que el
Maestro había exhortado a sus discípulos a no desear el primado del poder,
sino el del servicio. Una enseñanza que debió impactar profundamente a los
Doce, que acababan de "discutir sobre quién era el más importante" (Mc 9,
34). Se podría decir que el Maestro sentía la necesidad de ilustrar una
enseñanza tan difícil con la elocuencia de un gesto lleno de ternura. Abrazó
a un niño, que según los parámetros de aquella época no contaba para nada, y
casi se identificó con él: "El que acoge a un niño como este en mi nombre,
me acoge a mí" (Mc 9, 37).
En esta eucaristía, que concluye el XX Congreso mariológico-mariano
internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos, me agrada
asumir como perspectiva de reflexión precisamente ese singular icono
evangélico. En él se expresa, antes que una doctrina moral, una indicación
cristológica e, indirectamente, una indicación mariana.
En el abrazo al niño Cristo revela ante todo la delicadeza de su corazón,
capaz de todas las vibraciones de la sensibilidad y del afecto. Se nota, en
primer lugar, la ternura del Padre, que desde la eternidad, en el Espíritu
Santo, lo ama y en su rostro humano ve al "Hijo predilecto" en el que se
complace (cf. Mc 1, 11; 9, 7). Se aprecia también la ternura plenamente
femenina y materna con la que lo rodeó María en los largos años
transcurridos en la casa de Nazaret. La tradición cristiana, sobre todo en
la Edad Media, solía contemplar
frecuentemente a la Virgen abrazando al niño Jesús. Por ejemplo, Aelredo de
Rievaulx se dirige afectuosamente a María invitándola a abrazar al Hijo que,
después de tres días, había encontrado en el templo (cf. Lc 2, 40-50):
"Abraza, dulcísima Señora, abraza a Aquel a quien amas; arrójate a su
cuello, abrázalo y bésalo, y compensa los tres días de su ausencia con
múltiples delicias" (De Iesu puero duodenni 8: SCh 60, p. 64).
2. "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos" (Mc 9, 35). En el icono del abrazo al niño se manifiesta toda la
fuerza de este principio, que en la persona de Jesús, y luego también en la
de María, encuentra su realización ejemplar.
Nadie puede decir como Jesús que es el "primero". En efecto, él es el
"primero y el último, el alfa y la omega" (cf. Ap 22, 13), el resplandor de
la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3). A él, en la resurrección, se le concedió
"el nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Pero, en la pasión, él se
manifestó también "el último de todos" y, como "servidor de todos", no dudó
en lavar los pies a sus discípulos (cf. Jn 13, 14).
Muy de cerca lo sigue María en este abajamiento. Ella, que tuvo la misión de
la maternidad divina y los excepcionales privilegios que la sitúan por
encima de toda otra criatura, se siente ante todo "la esclava del Señor" (Lc
1, 38. 48) y se dedica totalmente al servicio de su Hijo divino. Y, con
pronta disponibilidad, también se convierte en "servidora" de sus hermanos,
como lo muestran muy bien los episodios evangélicos de la Visitación y las
bodas de Caná.
3. Por eso, el principio enunciado por Jesús en el evangelio ilumina también
la grandeza de María. Su "primado" está enraizado en su "humildad".
Precisamente en esta humildad Dios la llamó y la colmó de sus favores,
convirtiéndola en la kexaritwmenh , la llena de gracia (cf. Lc 1, 28). Ella
misma confiesa en el Magníficat: "Ha mirado la humillación de su esclava.
(...) El Poderoso ha hecho obras grandes por mí" (Lc 1, 48-49).
En el Congreso mariológico que acaba de concluir, habéis fijado la mirada en
las "obras grandes" realizadas en María, considerando su dimensión más
interior y profunda, es decir, su relación especialísima con la Trinidad. Si
María es la Theotókos, la Madre del Hijo unigénito de Dios, no nos ha de
sorprender que también goce de una relación completamente única con el Padre
y el Espíritu Santo.
Ciertamente, esta relación no le evitó, en su vida terrena, las pruebas de
la condición humana: María vivió plenamente la realidad diaria de numerosas
familias humildes de su tiempo , experimentó la pobreza, el dolor, la fuga,
el exilio y la incomprensión. Así pues, su grandeza espiritual no la "aleja"
de nosotros: recorrió nuestro camino y ha sido solidaria con nosotros en la
"peregrinación de la fe" (Lumen gentium, 58). Pero en este camino interior
María cultivó una fidelidad absoluta al designio de Dios. Precisamente en el
abismo de esta fidelidad reside también el abismo de grandeza que la
transforma en "la criatura más humilde y elevada" (Dante, Paraíso XXXIII,
2).
4. María destaca ante nosotros sobre todo como "hija predilecta" (Lumen
gentium, 53) del Padre. Si todos hemos sido llamados por Dios "a ser sus
hijos adoptivos por obra de Jesucristo" (cf. Ef 1, 5), "hijos en el Hijo",
esto vale de modo singular para ella, que tiene el privilegio de poder
repetir con plena verdad humana las palabras pronunciadas por Dios Padre
sobre Jesús: "Tú eres mi Hijo" (cf. Lc 3, 22; 2, 48). Para llevar a cabo su
tarea materna, fue dotada de una excepcional santidad, en la que descansa la
mirada del Padre.
Con la segunda persona de la Trinidad, el Verbo encarnado, María tiene una
relación única, al participar directamente en el misterio de la Encarnación.
Ella es la Madre y, como tal, Cristo la honra y la ama. Al mismo tiempo,
ella lo reconoce como su Dios y Señor, haciéndose su discípula con corazón
atento y fiel (cf. Lc 2, 19. 51) y su compañera generosa en la obra de la
redención (cf. Lumen gentium, 61). En el Verbo encarnado y en María la
distancia infinita entre el Creador y la criatura se ha transformado en
máxima cercanía; ellos son el espacio santo de las misteriosas bodas de la
naturaleza divina con la humana, el lugar donde la Trinidad se manifiesta
por vez primera y donde María representa a la humanidad nueva, dispuesta a
reanudar, con amor obediente, el diálogo de la alianza.
5. Y ¿qué decir de su relación con el Espíritu Santo? María es el "sagrario"
purísimo donde él habita . La tradición cristiana ve en María el prototipo
de la respuesta dócil a la moción interior del Espíritu, el modelo de una
plena acogida de sus dones. El Espíritu sostiene su fe, fortalece su
esperanza y reaviva la llama de su amor. El Espíritu hace fecunda su
virginidad e inspira su cántico de alegría. El Espíritu ilumina su
meditación sobre la Palabra, abriéndole progresivamente la inteligencia a la
comprensión de la misión de su Hijo. Y es también el Espíritu quien consuela
su corazón quebrantado en el Calvario y la prepara, en la espera orante del
Cenáculo, para recibir la plena efusión de los dones de Pentecostés.
6. Amadísimos hermanos y hermanas, ante este misterio de gracia se ve muy
bien cuán apropiados han sido en el Año jubilar los dos acontecimientos que
concluyen con esta celebración eucarística: el Congreso mariológico-mariano
internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos. ¿No estamos
celebrando el bimilenario del nacimiento de Cristo? Así pues, es natural que
el jubileo del Hijo sea también el jubileo de la Madre.
Por tanto, es de desear que, entre los frutos de este año de gracia, además
de un amor más intenso a Cristo, se cuente también el de una renovada piedad
mariana. Sí, hay que amar y honrar mucho a María, pero con una devoción que,
para ser auténtica, debe estar bien fundada en la Escritura y en la
Tradición, valorando ante todo la liturgia y sacando de ella una orientación
segura para las manifestaciones más espontáneas de la religiosidad popular;
debe expresarse en el esfuerzo por imitar a la Toda santa en un camino de
perfección personal; debe alejarse de toda forma de superstición y de
credulidad vana, acogiendo en su sentido correcto, en sintonía con el
discernimiento eclesial, las manifestaciones extraordinarias con las que la
santísima Virgen suele concederse para el bien del pueblo de Dios; y debe
ser capaz de remontarse siempre hasta la fuente de la grandeza de María,
convirtiéndose en incesante Magníficat de alabanza al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo.
7. Amadísimos hermanos y hermanas, "el que acoge a un niño como este en mi
nombre, me acoge a mí", nos ha dicho Jesús en el Evangelio. Con mayor razón,
podría decirnos: "El que acoge a mi Madre, me acoge a mí". Y María, por su
parte, acogida con amor filial, nos señala una vez más a su Hijo, como hizo
en las bodas de Caná: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).
Queridos hermanos, que esta sea la consigna de la celebración jubilar de hoy
que une, en una sola alabanza, a Cristo y a su Madre santísima. A cada uno
de vosotros deseo que reciba abundantes frutos espirituales de ella y se
sienta estimulado a una auténtica renovación de vida.
Ad Iesum per Mariam! Amén.
(Misa de Clausura del XX Congreso Mariológico-Mariano Internacional -Domingo
24 de Septiembre de 2000)
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Aplicación: SS. Benedicto XVI - Toda persona humana es atraída por
el amor
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los
discípulos su pasión, muerte y resurrección (cf. Mc 9, 30-31). El
evangelista san Marcos pone de relieve el fuerte contraste entre su
mentalidad y la de los doce Apóstoles, que no sólo no comprenden las
palabras del Maestro y rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro
de la muerte (cf. Mc 8, 32), sino que discuten sobre quién de ellos se debe
considerar «el más importante» (cf. Mc 9, 34). Jesús les explica con
paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la
entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos» (Mc 9, 35).
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre
creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con su egoísmo,
consecuencia del pecado original. Toda persona humana es atraída por el amor
—que en último término es Dios mismo—, pero a menudo se equivoca en los
modos concretos de amar, y así, de una tendencia positiva en su origen pero
contaminada por el pecado, pueden derivarse intenciones y acciones malas. Lo
recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde
existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de
maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar,
pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos
frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de
justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
Estas palabras nos hacen pensar en el testimonio de tantos cristianos que,
con humildad y en silencio, entregan su vida al servicio de los demás a
causa del Señor Jesús, trabajando concretamente como servidores del amor y,
por eso, como «artífices» de paz. A algunos se les pide a veces el
testimonio supremo de la sangre, como sucedió hace pocos días también a la
religiosa italiana sor Leonella Sgorbati, que cayó víctima de la violencia.
Esta religiosa, que desde hacía muchos años servía a los pobres y a los
pequeños en Somalia, murió pronunciando la palabra «perdón»: he aquí el
testimonio cristiano más auténtico, signo pacífico de contradicción que
demuestra la victoria del amor sobre el odio y sobre el mal.
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo
quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8,
35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser
discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la
perfección evangélica.
Que María, a quien hoy invocamos como Nuestra Señora de la Merced, nos ayude
a abrir cada vez más nuestro corazón al amor de Dios, misterio de alegría y
de santidad.
(Ángelus del Domingo 24 de septiembre de 2006)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jesús vive principalmente
en los pequeños al igual que su Padre.
Jesús quiere estar en intimidad con sus discípulos para enseñarles. Les
revela por segunda vez el Misterio Pascual, su muerte y resurrección.
Caminaba por la Galilea y les enseñaba pero no entendían lo que les decía y
temían preguntarle (Mc y Lc). Se entristecieron cuando les habló de su
Pascua (Mt).
Cuando llegaron a su casa en Cafarnaúm Jesús les preguntó de qué venían
discutiendo. Seguramente se quedaron atrás y hablarían algo sobre lo que les
había dicho Jesús, pero su conversación se desviaría hacia el tema del
establecimiento del Reino y sus jefes. La discusión había sido sobre quién
era el mayor. Lucas lo pone en un contexto semejante, pero Jesús no les
pregunta, sino que lee sus pensamientos. Mateo inserta el tema como una
pregunta que le hacen sobre quién es el mayor en el Reino. Todos los
evangelistas hacen notar cierta ambición de los apóstoles por ocupar los
primeros puestos en el Reino que va a establecer Jesús.
Los llamó y les dijo: “Si uno quiere ser el primero sea el último de todos”,
y poniendo a un niño en medio, les dijo que había que hacerse como un niño
para entrar en el Reino y cuanto más pequeño mayor en el Reino.
Y además les enseña otras cosas: que el vive principalmente en los pequeños
al igual que su Padre.
Entre los hombres los mejores lugares los alcanzan los que tienen más dotes,
los que se manejan mejor por sí mismos y los primeros, según los hombres, se
hacen servir por los pequeños.
En el Reino de Jesús es todo lo contrario. Para ser el mayor hay que hacerse
pequeño y servidor de los demás.
Jesús toma a un niño para su enseñanza. En la sociedad palestina del tiempo
de Jesús el niño tenía poca importancia, sólo después de cierta edad el niño
comenzaba a contar en la vida social, mientras tanto, era menospreciado.
Jesús quiere que sus seguidores sean marginados por los hombres según sus
criterios mundanos, pero además, quiere que se reconozcan pequeños y se
pongan a servir a los demás.
Un siervo y un niño en Palestina sólo valían en cuanto trabajaban para su
amo. Esto es lo que quiere Jesús: que olvidados de nosotros y de nuestro
prestigio nos pongamos al servicio de los demás.
Los evangelistas usan para designar al niño (en griego) significa niño pero
también siervo.
Jesús nos ha dejado ejemplo de servicio. Es el Siervo de Yahvé del que habla
Isaías que viene a dar todo por nosotros. Entrega su vida en ofrenda para
nuestra redención. “Que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”.
La sed de libertad y de independencia del mundo se estrella contra esta
palabra de Jesús. Los hombres quieren ser servidos. Jesús quiere que
sirvamos para ser grandes e imitar su vida. Pasó su vida haciendo el bien,
sirviendo al prójimo y murió en la cruz por amor a cada uno de nosotros,
entregando todo hasta la última gota de sangre.
¡Qué grandeza adquiere el servicio cuando se hace por amor! Amor al prójimo
porque es imagen de Dios, porque en él habita Jesús.
Recuerdo una anécdota de San Alberto Hurtado: estando en su casa con muchos
pobres, el mismo los servía y algunos eran maleducados. Después de darles de
comer, una persona le dijo que cómo se dejaba tratar mal y por qué los
servía. Respondió: los pobres son Cristo.
Las mujeres deben servir a sus maridos porque ellos son Cristo. Los hombres
deben servir a su familia porque cada uno de sus miembros es Cristo.
Jesús en el juicio de cada uno no se va a olvidar de ninguno de nuestros
pecados, algo que hace temblar, pero, tampoco se va a olvidar de ningún
favor que por amor a El hicimos al prójimo. Ni siquiera un vaso de agua que
demos en su nombre quedará sin recompensa.
Y cuanto más pequeño sea al que servimos más encontramos a Cristo en El.
Jesús se identifica con los niños, con los humildes, con los pobres, con los
inútiles, con los marginados, con los despreciados, con los pequeños a los
ojos del mundo.
Servir al pequeño es servir de balde porque sabemos que no puede
devolvernos.
Cuando servimos a alguien que puede devolvernos se mezclan muchos
sentimientos no tan puros: interés, complacencia, prestigio, en cambio,
cuando servimos al pobre lo hacemos limpiamente porque sabemos que nada nos
puede dar y si, a veces, malos tratos o desagradecimiento. Por eso adquiere
una dimensión trascendental el servir como a Cristo. No está mal el servir
al hombre por ser hombre, pero está mucho mejor servir a Cristo en el
hombre. ¿Quién negaría a Cristo en persona un favor? Consideremos siempre
que nuestros servicios son a Cristo que toma distintas caras, a veces, caras
maltrechas, miserables y repugnantes.
Hay un libro de Ramón Cué S.J.: “Mi Cristo roto” en que un hombre encuentra
un Cristo sin rostro y no sabe que rostro ponerle. El Cristo le dice que le
ponga el rostro de un demente, de un marginado, de un pobre, de un enfermo…
porque es más real que un rostro bello que se pueda inventar. Cristo está en
todos los hombres que nos rodean, en especial en los pequeños, y quiere que
nos hagamos pequeños para servirlos. Los grandes huyen de los pequeños. Sólo
los que se hagan pequeños pueden servir a Cristo.
Pero ¿por qué nos hacemos grandes? ¿Hay acaso alguien grande ante Dios?
Todos somos pequeños ante Dios. Somos como niños y esa es nuestra realidad.
La indigencia absoluta, la creaturidad. Sólo Dios es grande y quiere
hacernos grandes, pero para ello, tenemos que hacernos como niños. “Si no os
hacéis como niños, no podréis entrar en el Reino de los Cielos”.
* * *
Jesús camina con sus discípulos hacia Cafarnaúm y mientras caminan les va
enseñando. El fervor del mesianismo terrenal que se levanta por momentos en
los discípulos es templado por Jesús por medio de los anuncios de su futura
pasión. Ellos no entienden… Jesús condesciende y poco a poco va enderezando
sus pensamientos. Al llegar a casa, utilizando la discusión que entre ellos
se había suscitado, prosigue su enseñanza.
La autoridad cristiana es una novedad. Será mayor en la medida en que se una
nuestra voluntad a la de Dios. También y es lo que enseña el Evangelio de
hoy, en la medida del servicio a los demás.
La autoridad cristiana no es poder para hacerse servir, sino, poder para
servir mejor. Es deseable la autoridad en cuanto fuente de muchos méritos,
es deseable en cuanto vocación de Dios, pero es indeseable, hablando
humanamente, en cuanto al sufrimiento que implica. Los cargos son cargas.
Jesús enseña que el que quiera ser mayor se haga el menor, se haga el
servidor de todos, se haga como un niño.
A las fantasías de los discípulos sobre un reino temporal y de dominio Jesús
propone una manera diferente de pensar sobre el Reino. En él los mayores
serán los que se humillen y se hagan esclavos. Si no se hacen como niños no
pueden pertenecer al Reino.
Pero esta manera de ser autoridad en el Reino de Jesús implica olvido de sí
mismo y entrega a los demás. Implica olvidar el señorío para asumir la
servidumbre y cuanto más mejor. En definitiva la autoridad cristiana es
humildad que necesariamente va acompañada de humillación.
Jesús es el Siervo de Yahvé del que habla Isaías. Es el siervo que viene a
lavar nuestras almas como lavó los pies a los apóstoles, figura de la
Redención. Se humilló haciéndose hombre para morir en cruz y servirnos… de
puente para llegar al Padre celestial. Él, la autoridad máxima del Reino, el
fundador del Reino, no vino para ser servido sino para servir y dar la vida
en rescate por una multitud. “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los
pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”.
Si quieren un puesto a la derecha o izquierda, puesto que lo da Dios, hay
que estar dispuesto a beber el cáliz de Jesús, estar dispuesto a hacerse el
último de todos. La autoridad cristiana es don de Dios y una de sus
propiedades esenciales es la renuncia, el olvido de sí mismo, en bien de los
hermanos.
Jesús, en este Evangelio, ilumina la mente de sus discípulos respecto a un
aspecto principal del Reino que viene a instaurar. El mesianismo de cruz,
tan distante del mesianismo carnal, se debe regir por la humildad. Poco a
poco Jesús va perfilando el Reino que va a fundar y los discípulos van
aceptando la Buena Nueva de la cual serían autorizados testigos bebiendo del
mismo cáliz del Señor.
Lc 9, 47
52, 13 ss
Mc 10, 45
Mt 18, 3
Jn 13, 14
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P. Jorge Loring, S.J. - Domingo Vigésimo Quinto del Tiempo Ordinario
- Año B Mc. 9:30-37
1.- Los discípulos no entienden a Cristo. No les cabe en la cabeza que
Cristo tenga que sufrir.
2.- Hay gente que le gusta mucho cambiar. Cambiar de cosas, de estilo, de
costumbres, de sitio. Pero es difícil cambiar de mentalidad.
3.- No todo cambio de mentalidad es bueno. Cambiar sólo para mejorar a los
ojos de Dios. Mejorar en mi vida personal, familiar y social.
4.- Dice Cristo que hay que hacerse como niños: sencillos, sin malicia.
5.- La gente de mundo lo que quiere es tener más y mandar más. Pero no se es
mejor persona por tener más, sino por ser más; no por mandar más, sino por
servir más; no por saber más, sino por creer más.
6.- En materia de fe hay que buscar el término medio entre la fe del
carbonero y el racionalismo exagerado.
7.- La fe del carbonero está bien para quien su cultura no le permite más.
Acepta la religión sin más.
8.- Pero una persona culta debe conocer las razones de su fe. Debe tener una
cultura religiosa proporcional a su cultura humana.
9.- La fe es razonable. Si no fuera así los creyentes seríamos unos necios,
pues la fe tiene serias exigencias, y someterse a ellas sin motivación es de
necios.
10.- Y nadie se atreve a decir que San Agustín y Santo Tomás eran unos
necios, pues fueron grandes lumbreras de la humanidad.
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Directorio Homilético - Vigésimo quinto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 539, 565, 600-605, 713: Cristo, el Siervo de Dios obediente
CEC 786: “servir” en Cristo es “reinar”
CEC 1547, 1551: el sacerdocio ministerial es servicio
CEC 2538-2540: el pecado de envidia
CEC 2302-2306: la defensa de la paz
539 Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento
misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero
sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel:
al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta
años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de
Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor
del diablo; él ha "atado al hombre fuerte" para despojarle de lo que se
había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el
Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de
su amor filial al Padre.
565 Desde el comienzo de su vida pública, en su bautismo, Jesús es el
"Siervo" enteramente consagrado a la obra redentora que llevará a cabo en el
"bautismo" de su pasión.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su
actualidad. Por tanto establece su designio eterno de "predestinación"
incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: "Sí,
verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús,
que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los
pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido
todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4,
27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn
18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el
Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura
como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a
los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S.
Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3)
que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem:
cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de
Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8
y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a
la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio
esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,
25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
"Dios le hizo pecado por nosotros"
602 En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el
designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo,
predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos
tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres,
consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5,
12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf.
Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del
pecado (cf. Rm 8, 3), Dios "a quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn
8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8,
29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado
hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho
así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo,
antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su
designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a
todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros" (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este
amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre
celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su
vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es
restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del
Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia,
siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha
muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre
alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS
624).
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo
(cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt
3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos
anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el
Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino
desposándose con nuestra "condición de esclavos" (Flp 2, 7). Tomando sobre
sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo".
Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y
su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo
el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y dar
su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28). Para el cristiano, "servir es
reinar" (LG 36), particularmente "en los pobres y en los que sufren" donde
descubre "la imagen de su Fundador pobre y sufriente" (LG 8). El pueblo de
Dios realiza su "dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir
con Cristo.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace
reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de
que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los
cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de
esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en
efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios?
Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer
en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León
Magno, serm. 4, 1).
1547 El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los
presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su
diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro;
ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de
Cristo" (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles
se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza
y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al
servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal
de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa
de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un
sacramento propio, el sacramento del Orden.
1551 Este sacerdocio es ministerial. "Esta Función, que el Señor confió a
los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio" (LG 24). Está
enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo
y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la
comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica "un poder
sagrado", que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad
debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el
último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). "El Señor dijo
claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a él" (S.
Juan Crisóstomo, sac. 2,4; cf. Jn 21,15-17)
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la
envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey
David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que
trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños,
envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2 S 12,1-4). La
envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29). La
muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).
Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra
otros...Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde
llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos
miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras (S.
Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).
2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante
el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea
indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech.
4,8). "De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría
causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s.
Gregorio Magno, mor. 31,45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un
rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la
benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha
de esforzarse por vivir en la humildad:
¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del
progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros.
Dios será alabado -se dirá- porque su siervo ha sabido vencer la envidia
poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in
Rom. 7,3).
III LA DEFENSA DE LA PAZ
La paz
2302 Recordando el precepto: "no matarás" (Mt 5,21), nuestro Señor exige la
paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la cólera homicida y del odio:
La cólera es un deseo de venganza. "Desear la venganza para el mal de aquel
a quien es preciso castigar, es ilícito"; pero es loable imponer una
reparación "para la corrección de los vicios y el mantenimiento de la
justicia" (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 158, 1 ad 3). Si la cólera llega
hasta el desear deliberado de matar al prójimo o de herirlo gravemente,
constituye una falta grave contra la caridad; es pecado mortal. El Señor
dice: "Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el
tribunal" (Mt 5,22).
2303 El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es
pecado cuando el hombre le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo
es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. "Pues
yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para
que seáis hijos de vuestro Padre celestial..." (Mt 5,44-45).
2304 El respeto y el crecimiento de la vida humana exigen la paz. La paz no
es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de
fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la
salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los
seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos,
la práctica asidua de la fraternidad. Es "tranquilidad del orden" (S.
Agustín, civ. 19,13). Es obra de la justicia (cf Is 32,17) y efecto de la
caridad (cf GS 78, 1-2).
2305 La paz terrena es imagen y fruto de la paz de Cristo, el "Príncipe de
la paz" mesiánica (Is 9,5). Por la sangre de su cruz, "dio muerte al odio en
su carne" (Ef 2,16; cf. Col 1,20-22), reconcilió con Dios a los hombres e
hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su
unión con Dios. "El es nuestra paz" (Ef 2,14). Declara "bienaventurados a
los que obran la paz" (Mt 5,9).
2306 Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la
defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más
débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin
lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las
sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y
morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes (cf GS
78,5).
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