Domingo 24 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos II - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios procalamada en la Misa Dominical
Recursos adicionales para la preparación
Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Los anuncios de la pasión
Aplicación: SS. Benedicto XVI - ¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Saber llevar la cruz, Mc 8, 27-35
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Confesión de Pedro y
Promesa de Cristo, (Lc 9, 18-21; Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20)
Llegó el día en que Jesús, en cumplimiento de los designios de su Padre,
había decidido poner en plena luz sus relaciones con sus discípulos. Éstos
le seguían, eran fervorosos partidarios suyos y le amaban tiernamente; lo
tenían por profeta poderoso en obras y palabras, por Hijo del hombre y por
Hijo de Dios. Todo lo que en Él se observaba.
Caminando hacia el norte, habían llegado a los alrededores de Cesarea de
Filipo, situada en los extremos del país de Israel, cerca de una de las
fuentes del Jordán, peor en tierra que se había hecho paga-na. La fuente del
río sagrado estaba consagrada por un templo al dios Pan, de donde su nombre
Banias, que aún conserva este encantador lugar. Cesarea recordaba al
emperador cuyo culto muy pronto iba a dominar a todos los otros: se la
denominaba Cesarea de Filipo porque el tetrarca semipagano había edificado
la ciudad en honor de César Augusto. No llegaba hasta allí la dura protesta
de los fariseos, que, teniendo por centro a Jerusalén, perseguían a Jesús
hasta en Galilea. Las muchedumbres no obstruían los caminos; los discípulos,
sabiendo que su Maestro no predicaría el reino de Dios a los paganos, se
preguntaban el motivo de esta correría en medio de un país muy poblado, pero
en donde ellos vivían más aislados que en el desierto. Después de orar, como
invitando a sus discípulos al recogimiento y para grabar mejor el carácter
divino de lo que iba a hacer, en un apartado (Lc 9, 18) del camino (Mc 8,
27), lejos aún de la ciudad, Jesús le pone en ocasión de que abran su pecho
confiándole todo su sentir. Para facilitárselo les pregunta primero qué
piensan otros de él. Ellos responden: «Unos te tienen por Juan Bautista;
otros, por Elías; otros, por Jeremías o por alguno de los grandes profetas».
¡Singulares conjeturas! La vida de Jesús estaba señalada por tantos
milagros, que nadie lo tenía por un hombre ordinario. Agotada la savia de
los grandes profetas con la muerte de Juan Bautista, no era de creer que en
aquellos tristes días apareciese un nuevo profeta. Los ojos estaban puestos
en el Mesías. Los más instruidos sabían que sería precedido y ungido por
Elías. Jesús —que por lo que hasta allí se había visto no se manifestaba
como el Mesías— podía ser Elías, su precursor. Otros atribuían esta misión a
Jeremías o a cualquiera otro de los grandes profetas: era lo único que se
sabía. En fin, la oscura muerte de Juan no podía ser ningún obstáculo
insuperable a los evidentes designios de Dios. Juan resucitado empezaba ya
su obra, y se daría claramente a conocer.
«Pero vosotros, insistió Jesús, ¿quién decís que soy yo?» Respondió Pedro:
«¡Tú eres el Mesías!»
Todos habían sido consultados, Pedro respondió en nombre de todos, aunque
sin tiempo para conocer sus pareceres. Sea que le fuese bien conocido su
modo de pensar, sea por su carácter ardiente e irreflexivo, afirmó sin
titubeos lo que le dictó su fe y su amor. Jesús, pues, era el Mesías
anunciado y esperado: era lo que creía Pedro con toda su alma.
El relato de san Marcos nos dice más al igual que san Lucas, que, según su
costumbre, lo siguió, pero se nota que está sin terminar. ¿Cómo se puede
pensar que Jesús, después de haber preguntado a sus discípulos sobre lo que
otros y ellos opinaban de Él, no les dijese a su vez lo que en realidad era?
No preguntó ciertamente por saber, sino para instruir. Recomendarles que
nada dijesen, lo mismo podría tomarse por desaprobación que por plena
conformidad. Acaso san Marcos no quiso decir más, porque Pedro, según
costumbre, no quisiera verse honrado por la suprema felicitación que Jesús
le había dirigido.
La respuesta exigida por las circunstancias se halla en san Mateo y se
adapta a la terminante confesión de Pedro. Pedro había dicho: «Tú eres
Cristo, el Hijo de Dios vivo». Era lo propio.
Después de la primera multiplicación de los panes, Jesús había hablado de su
persona. Había rechazado el título real porque otro le convenía mejor, el de
Hijo de Dios bajado del cielo. Y cuando casi todos se escandalizaban, Pedro,
en nombre de los Doce, confesó que Jesús es el santo de Dios. Sólo san Juan
ha contado los hechos y son precisamente la explicación de la segunda
confesión de Pedro, más madura y más precisa, porque había recibido
interiores luces. Además, los tres Evangelios sinópticos habían puesto el
problema de conciencia sobre el Hijo de Dios, en las confesiones obligadas
de los demonios (Mt 8, 29; Mc 3, 11; 5, 7; Lc 4, 41; 8, 28) o en la
admiración de los hombres delante de un gran prodigio (ibíd. 14, 33). En
este punto capital, la posición de Pedro es más clara y segura que ninguna
otra, porque no solamente dice, como los testigos de la tempestad, calmada:
«Verdaderamente eres un Hijo de Dios», sino: «Tú eres Cristo, el Hijo de
Dios vivo», mostrando así que ha comprendido el alcance de aquella palabra
de Jesús: «Como mi Padre viviente me ha enviado» (Jn 6, 57).
Cuando Jesús se declaró Hijo de Dios en presencia de sus jueces, el gran
sacerdote rasgó escandalizado sus vestiduras. Si Él realmente no lo fuese,
debió manifestar una piadosa indignación a oír las atrevidas palabras de
Pedro. De cualquier manera, debía responder.
Nosotros tenemos su respuesta, que aún resuena de día en día y de siglo en
siglo ¿Por qué no anunciar el cumplimiento de aquella profecía y ver
claramente su realización en la historia?
Saludado como Hijo de Dios, Jesús nombra también al padre de su
interlocutor, haciendo inmortal el nombre de Jonás. Simón, hijo de Jonás, no
ha aprendido de su padre ni de pariente alguno según la carne y la sangre la
verdad que acaba de afirmar; fue el amor a Jesús lo que le introdujo en la
amistad del Padre celestial, el cual se la había revelado. Jesús, pues,
confirma, en nombre de su Padre, lo que Simón ha dicho de su persona. Ahora
dirá Él a su vez lo que piensa de su discípulo. Antes de escoger a Jesús por
su Maestro, se llamaba Simón, pero Jesús ya había manifestado (Jn 1, 42) su
voluntad de llamarle Cefas, palabra aramea que significa piedra. No se sabe
si este vocablo ya había sido usado como nombre propio, o si Jesús lo creó
para expresar su designio. Apoyándose en esta significación declara: «Y yo
te digo que tú eres Pedro (Kepha) y sobre esta piedra (Kepha) edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella».
Contra ella, es decir, contra la Iglesia, palabra que no podemos pronunciar
sin investirla de una grandeza inconmensurable, aunque entonces no afirmaba
la extensión inmensa de los congregados que debían seguir a Cristo.
Restringida o universal, esta comunidad fue comparada a un edificio
levantado sobre roca. La roca era aquel que había publicado el misterio de
la filiación divina de Jesús: Pedro, pues, sería el fundamento, el órgano de
la verdad revelada. Frente a este edificio se veían las puertas de otra
ciudadela guarnecida de torres y convertida en baluarte de una potencia
enemiga. Estas puertas son las del Hades, nombre tomado del paganismo para
designar la estancia de los muertos, y empleada por los judíos para señalar
el lugar de suplicio de los condenados. El reino, pues, de Satanás se
levantaría contra el reino terrestre de Cristo, sin poder jamás vencerle ni
siquiera conmover la base sobre la que está edificado.
Pedro sería el jefe espiritual del reino: su maestro de la verdad. Otro
símbolo indica también el carácter universal de su poder. El jefe del reino
terrestre de Cristo recibirá de él las llaves que todos los amos de la casa
confían siempre al mayordomo fiel durante su ausencia. Y porque el reino de
la tierra sólo se funda en orden al reino de los cielos, las decisiones
tomadas por Pedro en la tierra serán ratificadas en el cielo. Lo que él ate
en la tierra será atado en el cielo, y lo que desate en la tierra, quedará
desatado en el cielo. Atar y desatar son como dos extremos que abarcan todos
los actos de la administración de aquel que tiene las llaves de este reino,
comenzando acá abajo y consumado allá arriba, delante de Dios.
Esto fue lo dicho a Simón-Pedro; Jesús no dijo: «Yo te doy este poder a ti y
a tus sucesores». Hubiera sido necesario explicar el modo de ser de los
sucesores, y Jesús no quería dar noticia alguna que sirviera de indicio de
la duración del reino por Él fundado. El historiador, que da a las palabras
su justo valor, se guarda mucho de adelantar el sentido de ellas; concede de
buen grado a todas las confesiones protestantes, que la promesa no nombra
más que a Pedro, pero no sin exigir que reconozcan sinceramente que Jesús se
dirigía muy a las claras a él y que no se trata de un juego de palabras.
Jesús no ha acudido a un equívoco interpelando a Pedro para decirle: «Cosa
singular es que te llames Pedro, pues yo edificaré mi Iglesia sobre una
Piedra, y esa piedra soy yo mismo». No, es sobre Pedro sobre quien es
edificada la Iglesia, es decir, que Pedro es el jefe de ella. Así lo
entendió Pedro, y los apóstoles respetaron su autoridad. Fue a Roma, allí
padeció el martirio y allí está levantada su tumba. La Iglesia le
sobrevivía. ¿No tendría ya jefe? Sí, otro ocupó el puesto de Pedro como
pastor del rebaño romano, y heredó su poder sobre el rebaño. Pero, entonces,
preguntemos una vez más: la Iglesia, que tenía el sentimiento tan
fuertemente inculcado por san Pablo, de ser una, de ser el cuerpo de Cristo,
¿no tendrá fundamento alguno? Cristo designó a Pedro como el fundamento de
ella; el edificio subsistía, los mismos adversarios lucharán en su contra;
se mantendrá firme, merced a la roca sobre la que está edificada. Era
siempre Pedro quien se sostuvo, pero no Pedro en persona, era su oficio
delegado a aquel que ocupara su puesto. La promesa de Cristo no podrá quedar
incumplida: su objeto está señalado por el hecho de la sucesión. Aunque en
términos encubiertos, aparece evidente cuando las realidades obligaron a
revelar toda la verdad en ella encerrada.
Tan evidente es esto, que numerosos críticos, los más independientes,
pretenden que la misma Iglesia romana compuso esas líneas que han sido su
credencial en todos los siglos.
Es bien sabido que no ejerció su derecho sin que le saliesen al camino sus
enemigos. Cuando el Papa Víctor impuso su voluntad en la cuestión de los
cuartodecímanos, se opuso el obispo de Éfeso. Si el dichoso texto hubiera
sido recientemente redactado, ¿habría nada más sencillo que publicar la
impostura?
Por otra parte, en los cuatro Evangelios no hay pasaje más claramente arameo
por sus términos, por sus metáforas y por su construcción. Por eso se ha
acudido a últimas fechas a atribuir su redacción algún judío cristiano para
sostener las pretensiones de Pedro en Palestina. Pero el haber prevalecido
estas pretensiones, ¿no será porque sencillamente se apoya en la palabra
auténtica de Cristo? Cuanto más nos acercamos a su origen, resulta más fácil
la explicación de los hechos. Después de la resurrección, Pedro toma el
gobierno de todo. En el Evangelio figura ya como jefe. Esto no podía ser a
espaldas de Jesús; y si era Él verdaderamente el jefe, debió explicarlo. Y
lo explicó en términos grandemente honrosos para Pedro, mirando al porvenir,
a un porvenir entonces velado, pero su palabra domina aún con claridad cada
día más intensa y una fuerza que crece en eficacia.
(Lagrange, J. M., Vida de Jesucristo, EDIBESA, Madrid, 2002, p. 222 – 227)
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Comentario Teológico: P. José A. Marcone, I.V.E. - Los anuncios de
la pasión
Inmediatamente después de que Pedro confesara a Jesús como Mesías e Hijo de
Dios, Jesucristo les anuncia que va a morir asesinado por los judíos. Por lo
tanto, esto sucedió en julio o agosto del 781 U.c. El evangelio dice: “Desde
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y
los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).
La ocasión en que Jesús anuncia su muerte tiene mucha importancia. Al
hacerlo inmediatamente después de la confesión de Pedro quería aclarar cuál
era la naturaleza del Mesías. Los judíos, y por contagio también los
Apóstoles y los discípulos, esperaban un Mesías poderoso en obras, que iba a
liberar al pueblo judío con poder humano, un Mesías espectacular y político,
que con fuerzas humanas iba a acabar con los enemigos del pueblo judío. Esta
concepción estaba originada en la corrupción teológica de los fariseos.
Ellos habían falseado la interpretación de la Sagrada Escritura y habían
cercenado todo lo que en ellas se decía del Mesías sufriente. En efecto,
Isaías presenta al Mesías como el Siervo sufriente, aquel que carga sobre
sus hombros el pecado del mundo y es llevado al matadero como un cordero
manso (cf. Is 53,1-12). Pero los fariseos habían borrado de un plumazo todo
el aspecto doloroso de las profecías sobre el Mesías, para poder maquillar
la verdadera fisonomía del Mesías y presentar un Mesías más aceptable para
la sensibilidad humana, quitando de esa manera lo esencial del Mesías, es
decir, su misión de redimir al hombre del pecado a través de su sufrimiento.
Esto también estaba profetizado en Isaías: “¡Y con todo eran nuestras
dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! (…) Él ha
sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó
el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. (…)
Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Mi siervo justificará a
muchos, porque cargó sobre sí los crímenes de ellos. Le daré una multitud
como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre, porque se entregó a sí
mismo a la muerte y fue contado entre los malhechores; él tomó sobre sí el
pecado de las multitudes e intercedió por los pecadores” (Is 53,4-6; 11-12).
Ahora que Pedro (y junto con él todos los Apóstoles) había declarado con
toda claridad cuál era la personalidad de Cristo, Dios y Mesías, era
necesario aclarar qué tipo de Mesías era. En el evangelio de San Marcos se
indica las cuatro experiencias que el Mesías debe pasar para configurarse
como el Mesías del sufrimiento: padecer mucho, ser rechazado, ser muerto y
resucitar (Mc 8,31). Y esto es presentado con una necesidad teológica: es
necesario que el Hijo del hombre padezca; el Hijo del hombre debe padecer.
Esta es una expresión técnica en teología y en exégesis llamada pasivo
teológico. La frase ‘es necesario’ está en voz pasiva, y expresa una
voluntad absoluta de Dios que no puede dejar de cumplirse. Por lo tanto, el
hecho de que Cristo la exprese de esta manera indica que se trata de una
revelación divina. Al presentar la necesidad de su sufrimiento con esa frase
está expresando que es Dios quien le ha comunicado esa verdad y Él se la
manifiesta a sus Apóstoles como una verdad divina que debe ser aceptada
porque viene directamente de Dios.
Y es precisamente aquí donde Pedro muestra sus limitaciones. Si antes había
manifestado una gran delicadeza para identificar una revelación del Padre
indicándole que Jesucristo es Dios y es el Mesías, ahora equivoca el rumbo
interpretando la frase de Jesús como no venida de Dios; es decir, no acepta
la palabra de Cristo acerca de su sufrimiento como una revelación de Dios.
Su concepción humana del Mesías y su repugnancia natural al sufrimiento lo
hacen rechazar el aspecto doloroso del Mesías y lo hacen desconocer una
revelación divina.
El verbo que usa Pedro para amonestar a Jesús es el verbo reprender (en
griego: epitimán); y Jesús usa el mismo verbo para reprender a Pedro.
“Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Ve detrás de mí,
satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres»” (Mc 8,32-33). Y el verbo epitimán es el que usa el evangelista San
Marcos para describir la expulsión de un espíritu impuro (Mc 1,25; 3,12;
9,25). Por lo tanto, es como si Pedro, al escuchar las palabras de Jesús
sobre el sufrimiento y la muerte, viera en Jesús un mal espíritu que es
necesario arrojarlo de Jesús. Y Jesús lo mismo respecto a Pedro. Uno quiere
liberar al otro de su espíritu. Pero la frase de Jesús quita toda
incertidumbre. Es Pedro el que, al rechazar el sufrimiento, se ha puesto en
la línea del Mesías que satanás deseaba: un Mesías que rechazara la cruz y
la muerte, tal como el mismo demonio trató de hacer con Jesús en las
tentaciones del desierto.
En ningún paso del evangelio se narra un disenso tan fuerte entre Jesús y
Pedro. Pedro no siente que esa sea la disposición de Dios, no está abierto a
la revelación del Padre que Jesús les proclama: “Es necesario que el Hijo
del hombre sufra mucho y sea matado”. Jesús no acepta la situación
confidencial y privada que Pedro busca, sino que, implicando a los otros
discípulos, lo reprende abiertamente. En realidad, la frase que usa Jesús
para indicar a Pedro lo que debe hacer es, literalmente, “ve detrás de mí”
(en griego: hupáge opíso mou). Son las mismas palabras que usó Jesús para
llamarlos a su vocación de discípulos. Quiere decir que Jesús reubica a
Pedro en el lugar que le corresponde. Pedro no se había colocado como
discípulo, sino como maestro de Jesús, como maestro del Maestro. Y esto
Jesús no lo acepta de ninguna manera. Jesús ha hecho una verdadera
revelación de la voluntad de Dios y Pedro, al oponerse a las palabras de su
Maestro, se contrapuso a Dios mismo, se comportó exactamente como satanás,
que es el opositor de Dios por antonomasia.
Otro aspecto que demuestra la ceguedad de Pedro y su horror por el
sufrimiento es que no capta que Jesús también está revelando y anunciando su
resurrección: “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado (…), y
ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días” (Mc 8,31). También
la resurrección formaba parte de esta revelación de la voluntad de Dios.
Pero el temor al dolor y a la prueba había enajenado completamente sus
espíritus.
De esta manera Jesús completa la revelación acerca del Mesías. Había
aceptado como venidas del Padre las palabras de Pedro con las que lo
reconocía Dios y Mesías. Ahora completa esa revelación precisando cómo sería
el Mesías: no un Mesías espectacular y triunfador con medios humanos, sino
un Mesías sufriente, lleno de dolor, que ofrecería su sufrimiento por la
salvación del mundo.
Esto sucede casi al fin de la segunda etapa de la su vida pública, la etapa
más larga, la que Él consagra a formar a sus discípulos, a darles su
doctrina, a formar la Iglesia; en otra palabras, la etapa de Galilea. En la
tercera etapa, que veremos dentro de poco, la etapa de la subida a
Jerusalén, Jesús vuelve a anunciar sus sufrimientos, su muerte y su
resurrección otras dos veces. Con el anuncio que acabamos de presentar son
tres las veces que Jesús anuncia su muerte. El número tres implica plenitud
e insistencia. Jesús quiere dejar muy claro en qué consiste su mesianidad,
la mesianidad del dolor, y de esta manera prepara a sus discípulos para el
escándalo de la cruz (cf. 1Cor 1-2).
En Mc 9,31 Jesús dice otra vez: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en
manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los
tres días”.
Y de nuevo vuelve a repetir más adelante, en Mc 10,33-34, de una manera
mucho más detallada: “Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será
entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán
a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo
azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará”.
A este tercer anuncio de su muerte sigue otra incomprensión de sus
discípulos; una vez más el mensaje de la cruz crea oposición. Esta la vez la
oposición se manifiesta a través del pedido de Juan y Santiago, hijos del
Zebedeo, de sentarse a la derecha del Hijo del hombre cuando Él esté en su
reino. Jesús habla de sufrimiento y ellos hablan de poder. Esto dará ocasión
a Jesucristo para enseñarles que el mensaje central del evangelio y la
actitud correcta de todo discípulo es, en todo momento, el servicio a los
más pobres y a los más necesitados: “Quien quiera llegar a ser grande entre
vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el
primero, que sea esclavo de todos” (Mc 10,43-44).
Y con este motivo Jesucristo dirá una frase que es esencial para entender
todo el evangelio y para entender el tipo de Mesías que será Jesús: “Porque
el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
en redención de muchos” (Mc 10,44). ¿A qué redención se refiere? A la
redención del pecado. Ya lo había dicho Juan Bautista: “He ahí el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). De esta manera Jesucristo
completa toda su doctrina respecto a sí mismo: es Dios hecho hombre y es el
Mesías, pero un Mesías que morirá en la cruz para salvar a los hombres de
sus pecados; su sangre será el precio de nuestra redención. La misión del
Mesías es una misión espiritual, ordenada a la consecución de la vida
eterna; no es una misión temporal, circunscripta a esta tierra. Y esa misión
encuentra su culmen y su núcleo más importante en su pasión, muerte y
resurrección.
Con esto Jesucristo completa todo aquello que quería revelarles a sus
discípulos sobre sí mismo: es Dios, es el Mesías y un Mesías sufriente por
el perdón de los pecados. Nos acercamos al final de esta segunda e
importante etapa. Sólo queda considerar el misterio de su Transfiguración,
que será el ápice de esta segunda etapa y la preparación para la tercera.
Cf. Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 139 – 140.
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Aplicación: S. Juan Pablo II - El auténtico significado de la fe
cristiana: la adhesión personal al Redentor del hombre.
1. “¿Qué aprovecha, hermanos míos, si alguien dice que tiene fe, pero no
tiene obras?” (Sant 2, 14).
Con esta pregunta, Santiago hoy nos invita a reflexionar seriamente sobre el
contenido de la fe y la necesidad de expresarla en obras de justicia y
caridad.
Es ciertamente necesario tener fe - observa el apóstol -, pero ¿qué fe? ¿de
qué fe se trata?
“Si no tiene ninguna obra (la fe) está muerta en sí misma” (Sant 2, 17).
2. Evangelio de hoy nos ayuda a comprender el auténtico significado de la fe
cristiana: la adhesión personal al Redentor del hombre.
Jesús, en el camino a Cesarea de Filipo, interroga a los discípulos, “¿quién
dicen los hombres que soy yo?” (Mc 8, 27). Responden que para algunos es
Juan Bautista resucitado, para otros es Elías o uno de los grandes profetas.
La gente estima a Jesús de Nazaret, tienen de él un concepto indudablemente
positivo: muchos lo consideran un “enviado de Dios”, pero aún no lo
reconocen como el Mesías anunciado y esperado.
“¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?” (Mc 8, 29). Aquí están las preguntas
con las que Jesús responde a las diferentes respuestas. Esta vez, en una
manera clara y decidida, se dirige a ellos, a los apóstoles; los obliga a
tomar una postura personal.
Peter siempre impetuoso y corajudo, exclama con clara sinceridad en nombre
de todos: “tú eres el Cristo”. (Mc 8, 29).
3. “¿quién decís que soy yo?”.
Voz de Cristo resuena en la historia, a lo largo de la incesante sucesión de
acontecimientos. Se hace sentir en la iglesia; se dirige todos y nadie puede
permanecer indiferente. ¿Cuál es nuestra respuesta?
"Tú eres el Cristo".
Como Pedro y con él, la comunidad eclesial repite la misma profesión de fe y
señala a la humanidad el Salvador, que "al morir dio vida al mundo" (del
rito de la Misa).
La nuestra, por lo tanto, no es una fe cualquiera.
Es escucha humilde de la palabra divina; es profesión de fidelidad a Aquel
que se define el Camino, la Verdad y la Vida; es proclamación gozosa de su
victoria sobre el pecado y la muerte; es aceptación incondicional de su ley.
La fe es anuncio de un Mesías sufriente - el siervo de Yahvé -, que para
redimir a la humanidad se sometió sin resistencia a la prueba humillante de
la pasión, como había sido predicho por el profeta Isaías: “Ofrecí mi
espalda a los que golpeaban, y mis mejillas a los que me arrancaban la
barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (Is 50, 6).
4. El Señor mismo hace una pausa para explicar el significado de su misión
mesiánica: él tiene que sufrir, ser rechazado y muerto, mas resucitar
después de tres días.
Su discurso permanece oscuro a sus oyentes, ya que tienen en mente la idea
de un Mesías poderoso y glorioso. Entonces Pedro llevándole aparte, lo
regaña. El Señor responde con firmeza: “Detrás de mí, satanás! Porque no
piensas según Dios, sino según los hombres!” (Mc 8, 33).
La naturaleza humana se rebela ante la perspectiva de la pasión. El
discípulo fiel, todavía, no puede hacer otra cosa que seguir a su Maestro,
abandonando la seguridad aparente de certezas racionales y aceptando
libremente los planes de Dios. Este tipo de proyectos, incluso cuando
parecen incomprensibles, es siempre para nuestro bien. Llevan a cumplimiento
el plan de misericordia y salvación preparado para nosotros desde toda la
eternidad.
5. A la humanidad que se debate en la duda, en la indiferencia, en la
desesperada búsqueda de bienestar, a menudo confundida con la sola
satisfacción material de los deseos humanos, la Iglesia sigue proclamando
esta impactante novedad: el misterio Pascual. "Cristo, muerto y resucitado
por todos, siempre le da al hombre, a través de su Espíritu, la luz y la
fuerza para responder a su altísima vocación, y no ha sido dado en la tierra
otro nombre entre los hombres, mediante el cual podamos ser salvados”
(Gaudium et spes, 10).
Cristo es la respuesta plena y definitiva a cada aspiración nuestra. Y él
nos llama a seguirlo en el camino de la Cruz.
“Quien persevere hasta el fin se salvará" (Mt 10, 22).
¿6. Queridos hermanos y hermanas, no es la liturgia de hoy una vibrante
exhortación a redescubrir el don de la fe que hemos recibido
gratuitamente?¿No es una invitación a hacer activo y operante nuestro
testimonio evangélico?
La contemplación del misterio de la cruz nos guía al humilde y dócil
seguimiento de Cristo. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá...” (Mc 8, 34-35).
En la escuela del Verbo Encarnado, entendemos que es sabiduría divina
aceptar con amor la Cruz: la Cruz de la humildad de la razón ante el
Misterio; la Cruz de la voluntad en la práctica fiel de toda la ley moral,
natural y revelada; la Cruz del propio deber, a veces pesado y poco
gratificante; la Cruz de la paciencia en la enfermedad y en las dificultades
de cada día; la Cruz del compromiso sin cesar por responder a la propia
vocación; la Cruz de la lucha contra las pasiones y las insidias del mal.
7. Mirando el crucifijo -y hoy la fiesta de la exaltación de la cruz nos ha
recordado que la Cruz es la gloria y exaltación de Cristo- nos animamos a
negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz diariamente y caminar detrás
de él.
De la muerte nace la vida: “Quien pierda su vida por causa mía, la salvará”.
“Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos; porque por tu santa cruz redimiste
al mundo” (de la liturgia de la fiesta de la exaltación de la Cruz).
8. Caminad en la presencia del Señor!
«Amo al Señor, porque escucha el clamor de mi plegaria...!» (PS 114, 1).
El salmo responsorial nos invita a alabar a Dios porque nos ha escuchado en
el momento de la necesidad.
Él es bueno y justo: ¡nuestro Dios es misericordioso!
No nos abandona en la prueba. Nos apoya en el esfuerzo. Nos libre del mal.
Por esto podemos afirmar con San Pablo: « Yo sólo me gloriaré en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como
yo lo estoy para el mundo.» (aclamación al Evangelio).
De ninguna otra cosa queremos gloriarnos si no de la Cruz de Cristo. Señora
de los Dolores, que hoy veneramos con especial devoción, ayúdanos a amar la
Cruz. Ayúdanos a seguir a Jesús.
"Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum ut sibi complaceam!". Amén!
(Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo, Domingo, 15 de
septiembre de 1991)
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Aplicación: SS. Benedicto XVI - ¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo —XXIV del tiempo ordinario— la Palabra de Dios nos interpela
con dos cuestiones cruciales que resumiría así: "¿Quién es para ti Jesús de
Nazaret?". Y a continuación: "¿Tu fe se traduce en obras o no?". El primer
interrogante lo encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús pregunta a
sus discípulos: "Vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29). La
respuesta de Pedro es clara e inmediata: "Tú eres el Cristo", esto es, el
Mesías, el consagrado de Dios enviado a salvar a su pueblo. Así pues, Pedro
y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que
Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe:
creen que en él está presente y actúa Dios. Inmediatamente después de esta
profesión de fe, sin embargo, cuando Jesús por primera vez anuncia
abiertamente que tendrá que padecer y morir, el propio Pedro se opone a la
perspectiva de sufrimiento y de muerte. Entonces Jesús tiene que reprocharle
con fuerza para hacerle comprender que no basta creer que él es Dios, sino
que, impulsados por la caridad, es necesario seguirlo por su mismo camino,
el de la cruz (cf. Mc 8, 31-33). Jesús no vino a enseñarnos una filosofía,
sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda que conduce a la vida.
Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera fe. Si uno ama al
prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente
a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los hermanos,
no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente
Santiago en la segunda lectura de la misa de este domingo: "La fe, si no
tiene obras, está realmente muerta" (St 2, 17). Al respecto me agrada citar
un escrito de san Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia
que el calendario litúrgico nos invita hoy a recordar. Justamente comentando
el pasaje citado de la carta de Santiago, escribe: "Uno puede incluso tener
una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si
carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que
cuando lees en el Evangelio: "Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el
único Dios verdadero" (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para
salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos" (cit. en
J.A. Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T., vol. VIII: In Epist. Cath. et
Apoc., Oxford 1844).
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de la Exaltación de la Santa
Cruz, y al día siguiente la Virgen de los Dolores. La Virgen María, que
creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo
rechazado, ultrajado y crucificado. Antes bien, permaneció junto a Jesús,
sufriendo y orando, hasta el final. Y vio el alba radiante de su
Resurrección. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de
humilde servicio, dispuestos a sufrir en carne propia por permanecer fieles
al Evangelio de la caridad y de la verdad, seguros de que nada de cuanto
hagamos se pierde.
(Castelgandolfo, Ángelus del Domingo 13 de septiembre de 2009)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Saber llevar la cruz, Mc 8,
27-35
El pasaje que nos narra Marcos ocurrió en Cesarea de Filipo.
Jesús le pregunta a sus discípulos qué opina la gente de su persona y la
gente no da una respuesta precisa sobre quién es Cristo.
Les pregunta a ellos y Pedro en nombre de todos, da la respuesta acertada:
“Tu eres el Cristo” y Jesús felicita a Pedro: “Bienaventurado” porque su
respuesta es una gracia divina.
Luego Jesús le revela que al que han confesado como Hijo de Dios tiene que
sufrir por parte de las autoridades judías, morir y resucitar al tercer día.
Pedro lo lleva aparte y comienza a increparle: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De
ningún modo te sucederá eso!” Jesús reprende a Pedro diciéndole que se
aparte de Él, llamándolo “Satanás” y le da la razón de sus palabras: sus
pensamientos son de los hombres, no de Dios.
Antes lo felicita porque su pensamiento es de Dios, ahora lo maldice porque
su pensamiento es mundano.
La gente no sabía quién era Jesús, actualmente tampoco. El pensamiento de
Pedro, que era en cierta manera como el de la gente, rechazaba la muerte y
la cruz, actualmente también.
Hay que purificar el conocimiento de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios hecho
hombre y ha venido para redimirnos por su muerte y resurrección. También
tienen que purificar el conocimiento de Cristo los mismos que siguen a
Jesús. Ya Jesús le había prometido a Pedro el Papado.
Jesús llama a todos y les dice que si quieren seguirlo deben negarse a sí
mismo y tomar su cruz cada día. El que quiera salvar la vida, según los
criterios mundanos, la perderá, para el cielo, y el que pierda su vida por
su causa y por el Evangelio la salvará.
Duras palabras si no se presta atención a lo que dijo Jesús o no se
entiende. Jesús dijo que al tercer día resucitaría. Los apóstoles no sabían,
no entendían, lo que era resucitar. Nosotros sí lo sabemos.
La muerte lleva a la vida. La cruz a la resurrección y la vida eterna.
La cruz nos asusta pero la resurrección nos alienta.
La opción es clara en los labios de Jesús pero se enturbia, muchas veces, en
nuestra voluntad que quiere huir de la cruz.
Los pensamientos mundanos son del diablo y nos llevan a rechazar la cruz.
Los pensamientos de Dios son claros como sus inspiraciones y nos llevan a la
verdad completa y a querer su voluntad: morir al hombre viejo para resucitar
al hombre cristificado.
Ignorar quién es Jesús por no molestarse en averiguarlo es algo que viene
del maligno.
¿Quién es Jesús para mí? ¿Es en verdad alguien central en mi vida? ¿Es el
capitán que sigo? Muchas veces el demonio disfrazado de ángel nos engaña
respecto al conocimiento verdadero de Jesús y seguiremos, si no estamos
atentos, sus máximas en vez de las de Jesús.
Jesús nos predica pobreza, humillaciones, humildad, amor a la cruz, muerte,
para imitarlo y ser de su bando. El diablo nos predica riqueza, vanidad,
soberbia, amor al libertinaje, vida mundana, para ser de su bando.
Nosotros, muchas veces, decimos que amamos a Jesús y lo conocemos, pero
hacemos lo que nos predica el mal caudillo.
El que rechaza la cruz está bajo el poder del diablo. La cruz es el camino
elegido por Dios para Jesús y para los que quieran imitar a Jesús. ¡Qué
distintos los pensamientos de Dios a los de los hombres!
El diablo quiere que rechacemos la cruz prometiéndonos una libertad
absoluta, lo cual es libertinaje. Libres hasta de los mandamientos de Dios
porque ese fue su pecado que lo condujo a la eterna esclavitud.
El mundo está bajo esta consigna del diablo: libertad para todos y de todo,
sin darse cuenta que es esclavo, no ya de Dios, sino, del padre de la
mentira.
Hago esto porque me apetece aunque a Jesús le desagrade. Es lo que quiero yo
aunque Jesús quiera otra cosa de mí.
La cruz que quiere Dios que llevemos es hacer lo que Él quiere que hagamos
desde toda la eternidad. Su voluntad en toda nuestra vida y a cada instante.
Dios quiere que seamos fieles a nuestro deber de estado. Esa es la cruz que
Jesús quiere para mí. Y no me deja solo… Él va delante llevando su cruz…y
también la mía conmigo.
* * *
¿Qué dice la gente sobre mí? Dijo Jesús a sus apóstoles. ¿Qué dices tú sobre
mí? Tú eres el Cristo. El Cristo. Pocos entienden quién es el Cristo, Verbo
Encarnado, y menos entienden su redención.
La mayoría de nosotros ve en Jesús alguien extraordinario. Confesamos su
divinidad pero se nos escapa muchas veces el motivo y el medio de su
Encarnación: Dios se ha hecho hombre para morir por nuestros pecados y
llevarnos al cielo.
Pedro acierta la respuesta sobre la Persona de Jesús pero se le escapa su
misión y se escandaliza de ella cuando Jesús se la manifiesta.
El hijo del hombre tiene que morir y resucitar. Pedro quiere que Jesús se
manifieste poderoso y que no sufra y menos que muera. Jesús le hace ver que
sus pensamientos son mundanos y no cristianos.
Jesús manifiesta una conciencia clara de su misión. Sabe cuál es la voluntad
del Padre sobre su misión, sobre su vida sobre la tierra y El la acepta. Ha
venido a morir en una cruz y resucitar al tercer día para nuestra salvación.
Jesús rechaza la propuesta de Pedro de una redención sin cruz, sin
sufrimiento. La rechaza porque quiere hacer la voluntad del Padre, porque lo
ama y porque nos ama a nosotros. También en el desierto rechazó la propuesta
de Satanás de una redención triunfalista. Y en Getsemaní también murió a su
propio querer para entregarse incondicionalmente al querer del Padre:
“Padre, si puede ser aparta de mí este cáliz pero no se haga mi voluntad
sino la tuya”.
Preguntémonos. Tenemos clara conciencia de la voluntad de Dios sobre
nosotros. La aceptamos como Cristo o buscamos atajos a cargar con la cruz
que nos ha tocado en suerte.
Muchas veces buscamos atajos a la cruz. Rechazamos la cruz y buscamos
nuestro propio gusto. Rechazamos la cruz que Dios nos ha dado y sin darnos
cuentas por rechazarla cargamos una cruz más pesada. La cruz que nos ha
tocado en suerte es una cruz a nuestra medida, pensada por Dios desde toda
la eternidad. Una cruz que no excede nuestras fuerzas porque procede de la
sabiduría y del amor de Dios. Esa cruz tenemos que aceptarla con mansedumbre
y humildad porque aceptada nos hace felices y se nos hace liviana. “Venid a
mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré. Aprended de mí
que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque
mi yugo es suave y mi carga ligera”. Tenemos que aprender de Jesús a aceptar
la cruz que amorosamente Dios nos ha dado y mantenernos fieles a su
voluntad.
La tentación mundana de Pedro siempre se nos presentará y se hará más fuerte
en la medida en que nos salgamos de la voluntad de Dios. Cuando nos vamos
apartando de la voluntad de Dios, de la verdad de su querer divino, es muy
fácil que aceptemos un atajo a la cruz y caigamos en un ámbito distinto del
querer de Dios, caeremos en nuestro propio querer y en definitiva en el
querer del Diablo.
Jesús después de rechazar la tentación diabólica que Pedro le presenta y de
rechazarla en público para que quedará manifiesta y aprendiesen todos a
discernir los espíritus: el de Dios y el del hombre habla sobre la condición
principal para ser su discípulo.
Si alguien quiere ser discípulo de Cristo tiene que negarse a sí mismo,
tomar su cruz y seguirlo. Aceptar la voluntad de Dios es renunciar, muchas
veces, a nuestro propio querer porque, muchas veces, nuestros gustos y
criterios no son los de Dios. Si queremos ser buenos seguidores de Cristo
tenemos que imitarlo en ser fieles a la voluntad de Dios y cargar la cruz
que nos ha dado. La cruz del cumplimiento de los mandamientos, de nuestro
deber de estado, de nuestra vocación, de las enfermedades, dolores y
angustias que El permite en nuestra vida.
Ser fieles a la voluntad de Dios, cargar nuestra cruz, es morir a nosotros
mismos para vivir en Cristo. Por el contrario, hacer nuestra propia
voluntad, seguir nuestro querer y rechazar el querer de Dios, es vivir a
nosotros mismos y rechazar a Cristo.
La cruz de Cristo es suave y su carga es ligera, si nos abrazamos a ella.
Cada uno tiene su cruz, una cruz a su medida, una cruz que Dios le ha
elegido por amor. En la aceptación de la cruz que Dios nos ha dado esta
nuestra santificación. Llevémosla tras de Cristo que la llevó por nosotros.
En la cruz de Cristo está incluida nuestra cruz. Él ya la llevó por nosotros
y hoy nosotros la tenemos que llevar pero sin olvidarnos que Él nos
acompaña. Y cuando se nos haga pesada la cruz digámosle a nuestro Señor que
sea nuestro Cireneo. Él nos cargará a nosotros junto con nuestra cruz.
En Mateo la respuesta es más expresiva “Tu eres el Cristo el Hijo de Dios
vivo” (16, 16)
Mt 16, 17
Mt 16, 22
Lc 9, 23
Cf. E.E. nº 139-146, 239-240
Mt 11, 28-19
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Ejemplos
Dios entre las bombas
Quiero transcribir a continuación un episodio, que desborda una
espontaneidad y fe al tratar con Dios envidiables.
“Escucha, Dios... Yo nunca he hablado contigo. Hoy quiero saludarte: ¿Cómo
estás? ¿Tú sabes...? Me decían que no existías y yo... -¡tonto de mí!- creí
que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra, y anoche, desde el
cráter que cavó una granada, ví tu cielo estrellado. Y comprendí que había
sido engañado.
“Yo no sé si Tú, Dios, estrechas mi mano, pero, voy a explicarte y
comprenderás... Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la
luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho qué decirte no tengo. Tan sólo
me alegro de haberte conocido...
“¡La señal...! Bueno, Dios, ya debo irme... Me encariñé contigo... Aún
quería decirte que, como Tú sabes, habrá lucha cruenta... Y quizá esta misma
noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca amigos, ¿me dejarás
entrar, si hasta ti llego?
“Pero... ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío? Se me ocurre que ya no soy tan
impío... Bueno, Dios, debo irme. ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a
la muerte”.
(Carta encontrada en el bolsillo de un soldado americano destrozado por una
granada durante la 2ª Guerra Mundial).
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Directorio Homilético
Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 713-716: la descripción del Mesías viene revelada en los cantos del
Siervo
CEC 440, 571-572, 601: Jesús sufrió y murió por nuestra salvación
CEC 618: nuestra participación en el sacrificio de Cristo
CEC 2044-2046: las obras buenas manifiestan la fe
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo
(cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt
3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos
anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el
Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino
desposándose con nuestra "condición de esclavos" (Flp 2, 7). Tomando sobre
sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este
pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu
Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el
lenguaje de la Promesa, con los acentos del "amor y de la fidelidad" (cf.
Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo
cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2,
17-21).Según estas promesas, en los "últimos tiempos", el Espíritu del Señor
renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá
y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera
creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716 El Pueblo de los "pobres" (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13;
61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los
designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los
hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión
escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar
la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e
iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el
Espíritu prepara para el Señor "un pueblo bien dispuesto" (cf. Lc 1, 17).
440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías
anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló
el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente
del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7,
13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos" (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el
verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto
de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su
resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el
pueblo de Dios: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado"
(Hch 2, 36).
Artículo 4 “JESUCRISTO PADECIO BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE
CRUCIFICADO, MUERTOY SEPULTADO”
571 El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el
centro de la Buena Nueva que los Apóstole s, y la Iglesia a continuación de
ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido
de "una vez por todas" (Hb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo
Jesucristo.
572 La Iglesia permanece fiel a "la interpretación de todas las Escrituras"
dada por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: "¿No era
necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" (Lc 24,
26-27, 44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica
concreta por el hecho de haber sido "reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas" (Mc 8, 31), que lo "entregaron a los gentiles,
para burlarse de él, azotarle y crucificarle" (Mt 20, 19).
"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el
Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura
como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a
los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S.
Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3)
que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem:
cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de
Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8
y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a
la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio
esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,
25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y
los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se
ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este
misterio pascual" (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a
seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para
que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su
sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf.
Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su
Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento
redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo
(Sta. Rosa de Lima, vida)
III VIDA MORAL Y TESTIMONIO MISIONERO
2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el
anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para
manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje
de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los
cristianos. "El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas
realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres
a la fe y a Dios" (AA 6).
2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf
Ef 1,22), contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus
costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se
desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), "hasta que lleguemos al
estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo" (Ef 4,13).
2046 Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del
Reino de Dios, "Reino de justicia, de verdad y de paz" (MR, Prefacio de
Jesucristo Rey). Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al
Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.
(cortestía ive-argentina.org)