Domingo 6 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos - Preparemos con ellos la Fiesta
Recursos adicionales para la prepración
A su disposición
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, O.F.M. (3 lecturas)
Exégesis: Xavier Leon-Dufour
Comentario Teológico: Benedicto XVI
Comentario
Teológico: San Juan Pablo Magno
Comentario Teológico: Manuel de Tuya
Comentario Teológico: Cardenal Gomá
Santos Padres: San Ambrosio
Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J.
Aplicación: R.P. Ervens Mengele, I.V.E.
Aplicación: Romano Guardini
Aplicación: Fray Luis de Granada
Aplicación: R.P. Raniero Cantalamessa OFMCap.
Aplicación: San Pascasio Radbert - Comentario sobre el evangelio de San
Mateo 5,8
Ejemplos Predicables
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, O.M.F. - Las tres lecturas
Sobre la Primera Lectura (Levítico 13, 1-2. 44-46)
El Legislador Yahvista codifica unas normas religiosas y sociales acerca de la lepra:
- La 'lepra', impureza legal: Los antiguos calificaban como 'lepra' diversas afecciones cutáneas. Y en el pueblo de la Alianza constituían 'impureza'. Impedían, por tanto, el culto ritual y la asistencia al Templo (Lv 12, 4), y toda participación en convites sagrados. Y en razón del peligro de contagio, el leproso debía aislarse y alejarse de toda convivencia social. Si su mísero y repugnante aspecto no le delataban bastante, a presencia de cualquier transeúnte debía él alertarle gritando: ' ¡Impuro! ¡Impuro!' (45). Pertenecía a los sacerdotes, custodios de la pureza ritual de la Alianza, diagnosticar acerca de los casos de lepra, dictar precauciones para evitar el contagio, y reintegrar al leproso ciertamente curado a la convivencia cultural y social.
- La 'lepra' signo de pecado: Era fácil, tras considerar la lepra impureza legal, considerarla asimismo castigo y signo del pecado. El pecado es castigado con lepra o úlceras cutáneas en la sexta plaga de Egipto (Ex 9, 9), en la murmuración de Aarón y María contra Moisés (Nm 12, 10); y el mismo 'Siervo de Yahvé', por llevar sobre Sí todos los pecados, será 'despreciable y desecho de los hombres, leproso a quien se vuelve el rostro, desastrado en todo su aspecto y despreciado' (Is 53, 3).
- La curación de los 'leprosos' signo Mesiánico: Si la 'lepra' llegó a ser símbolo de miseria corporal y espiritual, de dolor y de pecado, no es extraño que Jesús, como 'signo' de su misión redentora, realice con frecuencia el milagro de curar leprosos (Mt 8, 1; Lc 17, 11); y presente estas curaciones por Él obradas como testimonio de que se inició la Era Mesiánica, la Era del perdón del pecado y de la efusión de la Gracia: 'Los ciegos ven, los leprosos quedan limpios, se anuncia el Evangelio a los pobres' (Mt 11, 5).
Sobre la Segunda Lectura (1Corintios 10, 31-11, 1)
San Pablo cierra el largo estudio que dedicó al problema de las carnes inmoladas a los ídolos y luego presentadas a la mesa (cc. 8-10), con unas normas breves y prácticas:
- La primera y suprema norma es que en todo busquen la gloria de Dios. No puede, por tanto, un cristiano tomar parte en convites idolátricos (20-22): 'No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios' (21). El cristiano no sólo debe negarse a cuanto de cerca o de lejos sea injurioso a Dios, sino que positivamente debe orientarlo todo a gloria de Dios: 'Y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por Él a Dios Padre' (Col 3, 17). Todo, pues, aun las cosas más triviales, debe ser a gloria de Dios: 'Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios' (31).
- Otro freno pone Pablo a la libertad: Nunca podemos escandalizar al prójimo a título de que usamos de un derecho o de que no está prohibido lo que hacemos (32). Pablo concede al cristiano ilustrado libertad para comer tranquilamente de cuanto le pongan en la mesa (27). Pero puede haber quienes se escandalicen por su conciencia deformada o débil. El caso era frecuente entre los primeros convertidos. Convertidos del judaísmo que no acababan de superar las leyes mosaicas sobre alimentos puros e impuros. Convertidos del paganismo que, invitados a una fiesta por amigos aún paganos, veían traer a la mesa carnes inmoladas a los ídolos (27). Pablo, que sólo considera pecado el banquete sagrado idolátrico, exige asimismo que por caridad con los de conciencia débil, se abstengan todos de cuanto pueda escandalizar o molestar al prójimo: 'No todo edifica. Que nadie busque su propio interés, sino el de los demás' (23).
- Y finalmente les pone a la vista su propio proceder. Pablo no busca su comodidad, gusto o interés, sino el bien de los demás: 'Para que se salven' (31). Nadie tan libre y tan valiente heraldo de libertad como Pablo; pero nadie tan al servicio de todos en caridad: 'Siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Con los que están bajo la Ley (judíos) me he hecho como quien está bajo la Ley aun sin estarlo para ganar a los que están bajo ella. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos' (19. 21). Lo que hoy llamamos 'tensiones' eclesiales no son sino problemas de caridad: 'Dios, que nos quieres partícipes de un Pan y de un Cáliz, danos vivir unificados en Cristo y así fructificar gozosos la Salvación del mundo' (Postcom.).
Sobre el Evangelio (Marcos 1, 40-45)
Los tres Sinópticos nos narran esta curación como signo de la misión Mesiánica de Jesús:
- Los milagros que realiza Jesús tienen siempre significación espiritual. Dado que todos en la lepra veían un símbolo y castigo del pecado, al curar Jesús a los leprosos nos orienta a comprender su misión Redentora. Él ha venido a redimirnos y limpiarnos de la lepra del pecado.
- Según prescripción de la Ley mosaica pertenece al sacerdote diagnosticar la curación de los leprosos. Jesús ordena que el recién curado cumpla esta norma. Al tiempo que se muestra respetuoso con la Ley y con los derechos de los sacerdotes, el milagro queda público y diáfano.
- El milagro de Jesús ha sido corporal y espiritual a la vez. El alma del leproso se abre plenamente a la Obra Salvífica de Jesús. El leproso curado considera un deber de gratitud publicar a grandes voces y por todo el país el favor recibido (45). Y nosotros, que 'errábamos como ciegos y estábamos manchados, y como a leprosos nos gritaban: ¡Apartaos! ¡Un impuro!' (Lam 3, 13), ahora que 'con sus llagas hemos sido curados' (Is 53, 5), vivamos en 'gloria de Dios, que nos agració en el Amado' (Ef 1, 6).
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Exégesis: Xavier Leon-Dufour
“Lepra”
Con la lepra propiamente dicha (“negas´”, palabra que significa en primer lugar "llaga, golpe") reúne la Biblia bajo diferentes nombres diversas afecciones cutáneas particularmente contagiosas e incluso el moho de los vestidos y de las paredes (Lev 13, 47...; 14,33...).
1. La lepra, impureza y castigo divino. Para la ley es la lepra una impureza contagiosa; así el.leproso es excluido de la comunidad hasta su curación y su purificación ritual, que exige un sacrificio por el pecado (Lev 13-14). Esta lepra es la "plaga" por excelencia con que Dios hiere (naga') a los pecadores. A Israel se le amenaza con ella (Dt 28, 27-35). Los egipcios son víctimas de la misma (Éx 9,9 ss.), así como Miriam (Núm 12,10-15) y Ozías (2Par 26,19-23). Es, pues, en principio signo del pecado. Sin embargo, si el siervo doliente es herido (“nagua'”; Vulg. “leprosum”) por Dios de modo que las gentes se apartan de él como de un leproso, es que, aunque inocente, carga con los pecados de los hombres, que serán sanados por sus llagas (Is 53,3-12).
2. La curación de los leprosos. Puede ser natural, pero puede también producirse por milagro, como la de Naamán en las aguas del Jordán (2Re 5), signo de la benevolencia divina y del poder profético. Cuando Jesús cura a los leprosos (Mt 8,1-4 p; Le 17,11-19), triunfa de la llaga por excelencia; cura de ella a los hombres, cuyas enfermedades toma sobre sí (Mt 8,17). Purificando a los leprosos y reintegrándolos a la comunidad, cancela con un gesto milagroso la separación entre puro e impuro. Si todavía prescribe las ofrendas legales, lo hace a título de testimonio: de esta manera los sacerdotes comprobarán su respeto a la ley al mismo tiempo que su poder milagroso. Junto con otras curaciones, la de los leprosos es, por tanto, un signo de que él es sin duda "el que ha de venir" (Mt 11,5 p). Así los doce, enviados por él en misión, reciben la orden y el poder de mostrar con este signo que el reino de Dios está presente (Mt 10,8).
“Puro”
(…)
Antiguo Testamento
II. Hacia la noción de pureza moral
1. Los profetas proclaman constantemente que ni las abluciones, ni los sacrificios tienen valor en sí si no comportan una purificación interior (Is 1,15 ss.; 29,13; cf. Os 6,6; Am 4,1-5; Jer 7,21 ss.). No por eso desaparece el aspecto cultual (Is 52,11), pero la verdadera impureza que contamina al hombre se revela en su fuente misma, en el pecado; las impurezas legales sólo son una imagen exterior de la misma (Ez 36, 17 ss.). Hay una impureza esencial al hombre, de la que sólo Dios puede purificarlo (Is 6,5 ss.). La purificación radical de los labios, del corazón, de todo el ser forma parte de las promesas mesiánicas: "Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas" (Ez 36,25 ss.; cf. Sof 3,9; Is 35,8; 52,2).
2. Los sabios caracterizan la condición requerida para agradar a Dios, por la pureza de las manos, del corazón, de la frente, de la oración (Job 11,4.14 ss.; 16,17; 22,30), por tanto por una conducta moral irreprochable. Los sabios, no obstante, tienen conciencia de una impureza radical del hombre delante de Dios (Pros 20,9; Job 9,30 ss.); es una presunción creerse uno puro (Job 4,17). Sin embargo, el sabio se esfuerza en profundizar moralmente la pureza, cuyo aspecto sexual comienza a acentuarse; Sara se conservó pura (Tob 3,14), al paso que los paganos están entregados a una impureza degradante (Sab 14,25).
3. En los salmistas se ve afirmarse más y más, en un marco cultual, la preocupación por la pureza moral. El amor de Dios se vuelve hacia los corazones puros (Sal 73,1). El acceso al santuario se reserva al hombre de manos inocentes, de corazón puro (Sal 24, 4), y Dios retribuye las manos puras del que practica la justicia (Sal 18,21-25). Pero como sólo él puede dar esta pureza, se le suplica que purifique los corazones. El Miserere manifiesta el efecto moral de la purificación que espera de Dios solo. "Lávame de toda malicia..., purifícame con el hisopo y seré puro". Más aún: recogiendo la herencia de Ezequiel (36,25 ss.) y coronando la tradición del AT, exclama: " ¡Oh Dios! crea en mí un corazón puro" (Sal 51,12), oración tan espiritual que el creyente del NT puede adoptarla literalmente.
Nuevo Testamento
I. La pureza según los evangelios
1. La tendencia legalista subsiste todavía en la época de Jesús y remacha la ley acentuando las condiciones materiales de la pureza: abluciones repetidas (Mc 7,3 ss.), lavados minuciosos (Mt 23,25), huida de los pecadores que propagan la impureza (Mc 2,15 ss.), señales puestas en las tumbas para evitar las contaminaciones por inadvertencia (Mt 23,27).
2. Jesús hace observar ciertas reglas de pureza legal (Mc 1,43 ss.) y en un principio parece condenar solamente los excesos de las observancias sobreañadidas a la ley (Mc 7,6-13). Sin embargo, acaba por proclamar que la única pureza es la interior (Mc 7,14-23 p): "Nada de lo que entra de fuera en el hombre puede mancharlo..., porque de dentro, del corazón del hombre proceden los malos deseos". En este sentido también los demonios pueden llamarse "espíritus impuros" (Mc 1,23; Lc 9,42). Esta enseñanza liberadora de Jesús era tan nueva que los discípulos tardarán bastante en comprenderla.
3. Jesús otorga su intimidad a los que se dan a él en la simplicidad de la fe y del amor, a los "corazones puros" (Mt 5,8). Para ver a Dios, para presentarse a él, no ya en su templo de Jerusalén, sino en su reino, no basta la misma pureza moral. Precisa la presencia activa del Señor en la existencia; sólo entonces es el hombre radicalmente puro. Jesús dice así a sus Apóstoles: "Dios os ha purificado gracias a la palabra que yo os he anunciado" (Jn 15,3). Y todavía más claramente: "El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; vosotros también estáis limpios" (Jn 13,10).
II. La doctrina apostólica
1. Más allá de la división entre puro e impuro. Fue necesaria una intervención sobrenatural para que de la palabra de Cristo sacara Pedro esta triple conclusión: ya no hay alimento impuro (Act 10,15; 11,9); los mismos incircuncisos no están mancillados (Act 10,28); ahora ya Dios purifica por la fe los corazones de los paganos (Act 15,9). Por su parte Pablo, armado con la enseñanza de Jesús (cf. Mc 7), declara osadamente que para el cristiano "nada es en sí impuro" (Rom 14,14). Habiendo ya pasado el régimen de la antigua ley, las observancias de pureza se convierten en "elementos sin fuerza", de los que Cristo nos ha liberado (Gál 4,3.9; Col 2,16-23). "La realidad está en el cuerpo de Cristo" (Col 2,17), pues su cuerpo resucitado es germen de un nuevo universo.
2. Los ritos incapaces de purificar el ser interior los sustituyó Cristo por su sacrificio plenamente eficaz (Heb 9; 10); purificados del pecado por la sangre de Jesús (1Jn 1, 7.9), esperamos tener un puesto entre los que "blanquearon sus vestiduras en la sangre del cordero" (Ap 7,14). Esta purificación radical se actualiza por el rito del bautismo que deriva su eficacia de la cruz: "Cristo se entregó por la Iglesia a fin de santificarla purificándola por el baño de agua" (Ef 5,26). Mientras las antiguas observancias no obtenían sino una purificación completamente exterior, las aguas del bautismo nos limpian de toda mancha asociándonos a Jesucristo resucitado (1Pe 3, 21 ss.). Ciertamente somos purificados por la esperanza en Dios quien por Cristo nos ha hecho sus hijos (1Jn 3,3).
3. La transposición del plano ritual al plano de la salud espiritual se expresa particularmente en la primera epístola a los Corintios, en la que Pablo invita a los cristianos a expulsar de su vida la "levadura vieja" y a reemplazarla por "los ázimos de pureza y de verdad" (1Cor 5,8; cf. Sant 4,8). El cristiano debe purificarse de toda impureza de cuerpo y de espíritu para acabar así la obra de su santificación (2Cor 7,1). El aspecto moral de esta pureza está más desarrollado en las epístolas pastorales. "Todo es puro para los puros" (Tit 1,15), pues ahora ya nada cuenta delante de Dios sino la disposición profunda de los corazones regenerados (cf. 1Tim 4, 4). La caridad cristiana brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera (1Tim 1,5; cf. 5,22). Pablo mismo da gracias a Dios por servirle con una conciencia pura (2Tim 1,3), como también pide a sus discípulos un corazón puro del que broten la justicia, la fe, la caridad, la paz (2Tim 2,22; cf. 1Tim 3,9).
Finalmente, lo que permite al cristiano practicar una conducta moral irreprochable es el hecho de estar consagrado al culto nuevo en el Espíritu: lo contrario de la impureza es la santidad (1Tes, 4,7 ss.; Rom 6,19). La pureza moral que preconizaba ya el AT se requiere siempre (Flp 4,8), pero su valor depende sólo de que conduce al encuentro de Cristo el día último de su retorno (Flp 1,10).
(LEON-DUFOUR, XAVIER, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001)
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Comentario Teológico: Benedicto XVI
“Quiero, queda limpio”
(Ángelus del domingo 15 de febrero de 2009)
En estos domingos, el evangelista san Marcos ha ofrecido a nuestra reflexión una secuencia de varias curaciones milagrosas. Hoy nos presenta una muy singular, la de un leproso sanado (cf. Mc 1, 40-45), que se acercó a Jesús y, de rodillas, le suplicó: "Si quieres, puedes limpiarme". Él, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: "Quiero: queda limpio". Al instante se verificó la curación de aquel hombre, al que Jesús pidió que no revelara lo sucedido y se presentara a los sacerdotes para ofrecer el sacrificio prescrito por la ley de Moisés. Aquel leproso curado, en cambio, no logró guardar silencio; más aún, proclamó a todos lo que le había sucedido, de modo que, como refiere el evangelista, era cada vez mayor el número de enfermos que acudían a Jesús de todas partes, hasta el punto de obligarlo a quedarse fuera de las ciudades para que la gente no lo asediara.
Jesús le dijo al leproso: "Queda limpio". Según la antigua ley judía (cf. Lv 13-14), la lepra no sólo era considerada una enfermedad, sino la más grave forma de "impureza" ritual. Correspondía a los sacerdotes diagnosticarla y declarar impuro al enfermo, el cual debía ser alejado de la comunidad y estar fuera de los poblados, hasta su posible curación bien certificada. Por eso, la lepra constituía una suerte de muerte religiosa y civil, y su curación una especie de resurrección.
En la lepra se puede vislumbrar un símbolo del pecado, que es la verdadera impureza del corazón, capaz de alejarnos de Dios. En efecto, no es la enfermedad física de la lepra lo que nos separa de él, como preveían las antiguas normas, sino la culpa, el mal espiritual y moral. Por eso el salmista exclama: "Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado". Y después, dirigiéndose a Dios, añade: "Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado" (Sal 32, 1.5).
Los pecados que cometemos nos alejan de Dios y, si no se confiesan humildemente, confiando en la misericordia divina, llegan incluso a producir la muerte del alma. Así pues, este milagro reviste un fuerte valor simbólico. Como había profetizado Isaías, Jesús es el Siervo del Señor que "cargó con nuestros sufrimientos y soportó nuestros dolores" (Is 53, 4). En su pasión llegó a ser como un leproso, hecho impuro por nuestros pecados, separado de Dios: todo esto lo hizo por amor, para obtenernos la reconciliación, el perdón y la salvación.
En el sacramento de la Penitencia Cristo crucificado y resucitado, mediante sus ministros, nos purifica con su misericordia infinita, nos restituye la comunión con el Padre celestial y con los hermanos, y nos da su amor, su alegría y su paz.
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, a quien Dios preservó de toda mancha de pecado, para que nos ayude a evitar el pecado y a acudir con frecuencia al sacramento de la Confesión, el sacramento del perdón, cuyo valor e importancia para nuestra vida cristiana hoy debemos redescubrir aún más.
En un gesto, toda la historia de la salvación
(Ángelus 12 de febrero de 2006)
Ayer, 11 de febrero, memoria litúrgica de la bienaventurada Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada mundial del enfermo (…). La enfermedad es un rasgo típico de la condición humana, hasta el punto de que puede convertirse en una metáfora realista de ella, como expresa bien san Agustín en una oración suya: "¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable" (Confesiones, X, 39).
Cristo es el verdadero "médico" de la humanidad, a quien el Padre celestial envió al mundo para curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y por sus consecuencias. Precisamente en estos domingos, el evangelio de san Marcos nos presenta a Jesús que, al inicio de su ministerio público, se dedica completamente a la predicación y a la curación de los enfermos en las aldeas de Galilea. Los innumerables signos prodigiosos que realiza en los enfermos confirman la "buena nueva" del reino de Dios.
Hoy el pasaje evangélico narra la curación de un leproso y expresa con fuerza la intensidad de la relación entre Dios y el hombre, resumida en un estupendo diálogo: "Si quieres, puedes limpiarme", dice el leproso. "Quiero: queda limpio", le responde Jesús, tocándolo con la mano y curándolo de la lepra (Mc 1, 40-42). Vemos aquí, en cierto modo, concentrada toda la historia de la salvación: ese gesto de Jesús, que extiende la mano y toca el cuerpo llagado de la persona que lo invoca, manifiesta perfectamente la voluntad de Dios de sanar a su criatura caída, devolviéndole la vida "en abundancia" (Jn 10, 10), la vida eterna, plena, feliz.
Cristo es "la mano" de Dios tendida a la humanidad, para que pueda salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, apoyándose en la roca firme del amor divino (cf. Sal 39, 2-3).
Hoy quisiera encomendar a María, Salus infirmorum, a todos los enfermos, especialmente a los que, en todas las partes del mundo, además de la falta de salud, sufren también la soledad, la miseria y la marginación. Asimismo, dirijo un saludo en particular a quienes en los hospitales y en los demás centros de asistencia atienden a los enfermos y trabajan por su curación. Que la Virgen santísima ayude a cada uno a encontrar alivio en el cuerpo y en el espíritu gracias a una adecuada asistencia sanitaria y a la caridad fraterna, que se traduce en atención concreta y solidaria.
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Comentario teológico:
SAN Juan Pablo Magno
“Quiero, sé limpio”
(Audiencia General del 18 de noviembre de 1987)
1. Si observamos atentamente los “milagros, prodigios y señales” con que Dios acreditó la misión de Jesucristo, según las palabras pronunciadas por el Apóstol Pedro el día de Pentecostés en Jerusalén, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros-señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y siempre, ante el misterio del “Hijo del hombre-Hijo de Dios”, cuyo Yo transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella pertenezca por libre elección, y todas las posibilidades humanas de realización e incluso de simple conocimiento.
2. Una ojeada a algunos acontecimientos particulares, presentados por los Evangelistas, nos permite darnos cuenta de la presencia arcana en cuyo nombre Jesucristo obra sus milagros. Helo ahí cuando, respondiendo a las súplicas de un leproso, que le dice: “Si quieres, puedes limpiarme”, Él, en su humanidad, “enternecido”, pronuncia una palabra de orden que, en un caso como aquél, corresponde a Dios, no a un simple hombre: “Quiero, sé limpio. Y al instante desapareció la lepra y quedó limpio” (cf. Mc 1, 40-42). Algo semejante encontramos en el caso del paralítico que fue bajado por un agujero realizado en el techo de la casa: “Yo te digo... levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (cf. Mc 2, 11-12).
Y también: en el caso de la hija de Jairo leemos que “Él (Jesús)... tomándola de la mano, le dijo: “Talitha qumi”, que quiere decir: “Niña, a ti te lo digo, levántate”. Y al instante se levantó la niña y echó a andar” (Mc 5, 41-42). En el caso del joven muerto de Naín: “Joven, a ti te hablo, levántate. Sentóse el muerto y comenzó a hablar” (Lc 7, 14-15). ¡En cuántos de estos episodios vemos brotar de la palabras de Jesús la expresión de una voluntad y de un poder al que Él se apela interiormente y que expresa, se podría decir, con la máxima naturalidad, como si perteneciese a su condición más íntima, el poder de dar a los hombres la salud, la curación e incluso la resurrección y la vida!
3. Un atención particular merece la resurrección de Lázaro, descrita detalladamente por el cuarto Evangelista. Leemos: “Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que Tú me has enviado. Diciendo esto, gritó con fuerte voz Lázaro, sal fuera. Y salió el muerto” (Jn 11, 41-44). En la descripción cuidadosa de este episodio se pone de relieve que Jesús resucitó a su amigo Lázaro con el propio poder y en unión estrechísima con el Padre. Aquí hallan su confirmación las palabras de Jesús: “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17), y tiene una demostración, que se puede decir preventiva, lo que Jesús dirá en el Cenáculo, durante la conversación con los Apóstoles en la última Cena, sobre sus relaciones con el Padre y, más aún, sobre su identidad sustancial con Él.
4. Los Evangelios muestran con diversos milagros-señales cómo el poder divino que actúa en Jesucristo se extiende más allá del mundo humano y se manifiesta como poder de dominio también sobre las fuerzas de la naturaleza. Es significativo el caso de la tempestad calmada: “Se levantó un fuerte vendaval”. Los Apóstoles-pescadores asustados despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. Él, “despertando, mandó al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece”. Y se aquietó el viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran temor, se decían unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (cf. Mc 4, 37-41).
En este orden de acontecimientos entran también las pescas milagrosas realizadas, por la palabra de Jesús (in verbo tuo), después de intentos precedentes malogrados (cf. Lc 5, 4-6; Jn 21, 3-6). Lo mismo se puede decir, por lo que respecta a la estructura del acontecimiento, del “primer signo” realizado en Caná de Galilea, donde Jesús ordena a los criados llenar las tinajas de agua y llevar después “el agua convertida en vino” al maestresala (cf. Jn 2, 7-9). Como en las pescas milagrosas, también en Caná de Galilea, actúan los hombres: los pescadores-apóstoles en un caso, los criados de las bodas en otro, pero está claro que el efecto extraordinario de la acción no proviene de ellos, sino de Aquel que les ha dado la orden de actuar y que obra con su misterioso poder divino. Esto queda confirmado por la reacción de los Apóstoles, y particularmente de Pedro, que después de la pesca milagrosa “se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5, 8). Es uno de tantos casos de emoción que toma la forma de temor reverencial o incluso miedo, ya sea en los Apóstoles, como Simón Pedro, ya sea en la gente, cuando se sienten acariciados por el ala del misterio divino.
5. Un día, después de la Ascensión, se sentirán invadidos por un “temor” semejante los que vean los “prodigios y señales” realizados “por los Apóstoles” (cf. Act 2, 43). Según el libro de los Hechos, la gente sacaba “a las calles los enfermos, poniéndolos en lechos y camillas, para que, llegando Pedro, siquiera su sombra los cubriese” (Act 5, 15). Sin embargo, estos “prodigios y señales”, que acompañaban los comienzos de la Iglesia Apostólica, eran realizados por los Apóstoles no en nombre propio, sino en el nombre de Jesucristo, y eran, por tanto, una confirmación ulterior de su poder divino. Uno queda impresionado cuando lee la respuesta y el mandato de Pedro al tullido que le pedía una limosna junto a la puerta del templo de Jerusalén: “No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, anda. Y tomándole de la diestra, le levantó, y al punto sus pies y sus talones se consolidaron” (Act 3, 6-7). O lo que es lo mismo, Pedro dice a un paralítico de nombre Eneas: “Jesucristo te sana; levántate y toma tu camilla. Y al punto se irguió” (Act 9, 34).
También el otro Príncipe de los Apóstoles, Pablo, cuando recuerda en la Carta a los Romanos lo que él ha realizado “como ministro de Cristo entre los paganos”, se apresura a añadir que en aquel ministerio consiste su único mérito: “No me atreveré a hablar de cosa que Cristo no haya obrado por mí para la obediencia (de la fe) de los gentiles, de obra o de palabra, mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del Espíritu Santo” (15, 17-19).
6. En la Iglesia de los primeros tiempos, y especialmente esta evangelización del mundo llevada a cabo por los Apóstoles, abundaron estos “milagros, prodigios y señales”, como el mismo Jesús les había prometido (cf. Act 2, 22). Pero se puede decir que éstos se han repetido siempre en la historia de la salvación, especialmente en los momentos decisivos para la realización del designio de Dios. Así fue ya en el Antiguo Testamento con relación al “Éxodo” de Israel de la esclavitud de Egipto y a la marcha hacia la tierra prometida, bajo la guía de Moisés. Cuando, con la encarnación del Hijo de Dios, “llegó la plenitud de los tiempos” (cf. Gal 4, 4), estas señales milagrosas del obrar divino adquieren un valor nuevo y una eficacia nueva por a autoridad divina de Cristo y por la referencia a su Nombre —y, por consiguiente, a su verdad, a su promesa, a su mandato, a su gloria— por el que los Apóstoles y tantos santos los realizan en la Iglesia. También hoy se obran milagros y en cada uno de ellos se dibuja el rostro del “Hijo del hombre-Hijo de Dios” y se afirma en ellos un don de gracia y de salvación.
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Comentario teológico: Manuel de Tuya
Curación de un leproso
El primer milagro que Mt relata en este capítulo es la curación de un leproso. La introducción histórico-literaria al mismo es vaga. Esto haría, de no tener el relato más preciso de Lc, situar este relato en una geografía y cronología inexactas, a causa de un espejismo creado en el lector por efecto del modo que tiene de narrarlo Mt. Es un caso de desplazamiento geográfico y cronológico hecho por Mt en orden a su agrupación aquí, en el esquema de su evangelio de tesis.
Al final del sermón de la Montaña, dice, «le siguieron muchedumbres numerosas». Pero supone que el milagro fue después de haber ya bajado. Parecería, a primera vista, que tuvo por marco las «muchedumbres numerosas» que le siguen después que bajó del monte. Pero no es más que efecto del procedimiento de yuxtaposición usado. Pues el milagro se hace estando Cristo «en una ciudad».
El enfermo era un «leproso». Lo describe diciendo que estaba «lleno de lepra». Entre los antiguos médicos se usa frecuentemente la forma «lleno» para hablar de diversas enfermedades, pero no se encontró dicho de la lepra. Acaso sea un matiz del médico Lucas.
Para indicar la gravedad de este leproso: lo era de manos, pies, rostro; todo mostraba los estigmas de tan terrible enfermedad, en contraposición a la que sólo era en la piel o como el que era declarado sólo «leproso en la cabeza» (Ley 13,44).
La enfermedad de la lepra tenía una triple repercusión en el que la padecía: corporal, social y religiosa.
En cuanto al cuerpo. Son invadidos los miembros, unos tras otros, con atroces padecimientos físicos y morales. Este estado puede durar bastantes años, ya que los órganos esenciales no son acometidos sino gradualmente. Los leprosos viven, pues, muriendo. Y lo más horrible del caso es que su mal es incurable, como lo sospechaban ya los antiguos hebreos (2 Re 5,7). De aquí que los rabinos mismos, que para todas las enfermedades recomiendan remedios, ninguno indican para el leproso.
En el orden social. Como este mal era gravemente contagioso, había ordenado el legislador hebreo rigurosísimas disposiciones para aislar, en cuanto fuera posible, a los que de ella estuvieran acometidos. Una vez comprobado tras diligente examen la existencia de la terrible enfermedad, eran declarados legalmente impuros y apartados de las ciudades. Para darse a conocer desde lejos, tenían que llevar vestidos desgarrados, ir con la cabeza desnuda, cubierta la barba con un velo, y advertir de su proximidad a los pasajeros, gritando: Tatué, tatué, «Impuro, impuro». Así desamparados, convertíanse en parias de la sociedad, quedando reducidos las más de las veces a mendigar. Para hacer su vida más tolerable, solían reunirse en pequeños grupos y ponían en común sus miserias.
En el orden religioso. No eran los leprosos propiamente excomulgados entre los jud��os. Permitíaseles asistir a las ceremonias del culto en las sinagogas, pero en condiciones hasta humillantes: debían entrar los primeros, salir los últimos y colocarse en lugar aparte. Pero el concepto que generalmente se tenía de las causas de su enfermedad no era sino para aumentar su desconsuelo. Dábase por cosa averiguada que mal tan terrible, conforme a la interpretación material de la Ley, tenía que ser castigo de Dios, merecido por grandes pecados (Núm. 12,9-15; 2 Re 15,5; 2 Crón. 26,19-21). De ahí viene el nombre hebreo de la lepra: tzara'at, «golpe» dado por Dios, «azote divino».
Sin embargo, y como era natural, la lepra en la antigüedad no podía tener el diagnóstico preciso actual. Como lepra propiamente dicha se incluían otras numerosas enfermedades de la piel.
Prueba de cómo se incluían bajo el nombre de lepra diversos tipos de enfermedades de la piel es lo que se dice en la legislación judía (Lev. c.13 y 14), lo mismo que los casos que se consideran de posible curación. Tal la curación de «Simón el leproso» (Mt 26,6; Mc 14,3).
El caso de curación de este «leproso» que registran los tres sinópticos debía de ser un caso grave y con señales bien visibles de la enfermedad. Lucas lo resalta al decir que estaba «lleno de lepra». Separado de la sociedad, viene a Cristo como a remedio ya único.
Aunque algunos leprosos, que no eran recluidos, tenían que vivir aislados, se les permitía, no obstante, venir a las ciudades a pedir limosna y socorro a los suyos, pero tenían que hablar a las personas a «cuatro codos» de distancia. La exactitud precisa de esta medida es discutida 6. Así tuvo conocimiento de la fama de los milagros de Cristo.
El «leproso» se le acercó, seguramente sin mantener las prescripciones rabínicas de los «cuatro codos» de distancia, ya que le llevaba la fe en quien podría curarle, y lo que supone el texto de los tres sinópticos, al «extender» Cristo la mano y «tocarle» para curarle. La escena era en una «ciudad» (Lc).
Llegado ante Cristo, «se postró» delante de él (Mt), «de rodillas» (Mc) y sobre «su rostro» (Lc) en tierra, conforme al uso judío.
Y Cristo no lo apartó de sí. Algunos rabinos llegaron en esto a extremos increíbles de inhumanidad. Unos huían de ellos sólo al divisarlos; otros incluso les arrojaban piedras, ufanándose de ello, para así apartarlos del camino y no contaminarse «legalmente».
Así postrado ante Jesús, con el rostro en tierra, la voz del leproso se alzó hacia el Señor, levantando acompasadamente también sus brazos y sus ojos, lo que viene a sugerir Mc al decir del leproso que se le postraba (proshínei), diciendo: «Si quieres, puedes limpiarme», término este último con el que se caracterizaba la curación de la lepra. La fe del leproso en el poder de Cristo es muy grande: sólo tiene que querer. Había oído su obra de taumaturgo, y le llevaba la fuerza de la necesidad y de la esperanza.
Y, ante aquella estampa de fe y dolor, Cristo, compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero, sé limpio».
Al extender Cristo su mano, se pensaría, naturalmente, que es para «tocar» al leproso al que cura. Sin duda es verdad. Pero debe de haber énfasis en la expresión, ya que era un rasgo bastante ordinario en aquella psicología imperativa de Cristo (Ex 7,19). En Cristo era éste un gesto de imperio como lo iba a ser su voz. Y, extendiendo su mano, «tocó» al leproso. La Ley (Lev. 15,7) declaraba impuro al que tocase a un enfermo, máxime si era leproso. Pero Cristo le «toca» para curarle. No podía contagiarse de esta enfermedad ni contraer impureza legal el que curaba las enfermedades y el que l7ra «Señor del sábado» (Mt 12,8) y de toda la Ley. Y, con su mano extendida y puesta, verosímilmente, sobre la cabeza del leproso, le imperó a la enfermedad que le dejase. Y «al instante —resaltan los tres evangelistas—»desapareció» la lepra y quedó limpio» (Mc).
Aquel pobre desgraciado que estaba «lleno de lepra» (Le), con su figura deformada, monstruosa, acaso con trozos de carne que habían sido carcomidos y caídos; con su piel verdosa y rugosa; ante aquella palabra de Cristo, al punto quedó curado y limpio. Las deformidades desaparecieron; la piel quedó tersa y con el color de hombre; los tejidos se regeneraron y se enderezaron; la carne desaparecida volvió, y el ¡monstruo! fue hecho otra vez ¡hombre!.
Se comprende fácilmente la sorpresa, la gratitud, la reacción de aquel hombre que tenía tal «azote», al verse de nuevo limpio, justificada su inocencia y hábil para volver a la sociedad y a su hogar. La explosión apuntaba. Y, ante ello, Cristo le ordena que no diga nada a nadie. Mc matizará que esta orden de Cristo le fue hecha «con fuerte conmoción de ánimo» (Jn 11,33.38), lo que aquí ha de traducirse o «con severidad» o «con imperio».
Esta prohibición de Cristo hace suponer, o que están los dos solos, o que se realiza el milagro ante un círculo muy reducido, que no compromete el peligro de divulgación, en cuya medirla de precaución pone al leproso curado.
Pero, además de ordenarle que no lo divulgue, «lo hizo salir» (Mc), sin duda de la casa donde se realizó el milagro, para ir a cumplir la Ley de Dios ante los casos de curación de lepra. ¿Qué busca Cristo en esta prohibición y con este cumplir la Ley, presentándose en el templo a los sacerdotes, que estaban encargados de juzgar estos casos?
Esta prohibición ante los milagros, que Cristo, en alguna ocasión, él mismo manda darlos a conocer, y en otras omite, tiene aquí un objetivo claro. Sabe la reacción de gratitud y entusiasmo de este leproso oriental, y sabe que, si lo divulga, se iban a inflamar las turbas en aquel ambiente de sobreexcitación mesiánica, lo que podía hacer intervenir intempestivamente al sanedrín (Jn. 1,19-20) o incluso a la misma autoridad romana, forzando a Antipas a obrar directamente, con los peligros consiguientes de limitaciones de Roma al poder judío. Es, por tanto, el mismo Cristo el que contribuye a que no se boicotee ni adelante su «hora». Si la manifestación de su cura a los sacerdotes se hace sólo reglamentariamente, al alejar al leproso curado de aquel primer momento y de aquel ambiente galileo, excitable, remitiéndolo a Jerusalén; se retrasaba y amortiguaba el peligro de una conmoción en las peligrosas turbas galileas.
En el Levítico se exponen ampliamente las reglas para el diagnóstico, el rito y el sacrificio que ha de ofrecerse por la «purificación» de esta enfermedad (Lev. 14,1-3).
El sacerdote, como persona más ilustrada, podía valorar mejor los síntomas de aquella lepra codificada, y con sus reglas, recogidas de una larga experiencia, certificar la curación y ejercer así una higiene preventiva social. Es probable que incluso se proveyese al curado de un certificado que pudiese mostrar como garantía de su reintegración religioso-social a la comunidad de Israel.
Pero el texto añade una frase que crea dificultad en valorar su sentido preciso. Según el texto en los tres sinópticos, ha de hacerse la ofrenda prescrita por Moisés «para que les sirva de testimonio a ellos». ¿Quiénes son estos ellos?
Para ciertos autores, este «a ellos» se referiría a los sacerdotes. Sería, pues, un testimonio del mismo curado para los sacerdotes que viesen el milagro que en él había realizado Jesús de Nazaret.
Sin embargo, no parece que sea éste el sentido directo. El sentido natural del texto, basándose no en la palabra, sino en el concepto de lo que a este propósito se dice en el Levítico (Lev. 14,1-32), es que éste era un «testimonio» de la curación en forma de sacrificio a Dios, ya que es lo que prescribió Moisés y que es a lo que aquí se refiere.
Pero, en este caso, ¿a quién se refiere la forma plural «a ellos»? En realidad, el término usado es «a ellos mismos» (autois). El sujeto anterior al que puede referirse éstos «mismos», literariamente no hay otro que «al sacerdote», en singular, lo que no es otra cosa que reflejo literario de la redacción del Levítico, donde se manda presentarse «al sacerdote» (Lev. 14,1, etc.). Por eso, o se trata de una concordancia «ad sensum», ya que, en realidad, el «testimonio» había de ser para el «corpus sacerdotale», o se incluye en este plural el testimonio que se hacía a Dios, con la ofrenda, y al sacerdote, por la parte que a él le correspondía en este diagnóstico y en la ofrenda del sacrificio. Pues el texto dice: «Ve a mostrarte al sacerdote y ofrece la ofrenda que Moisés mandó, para que les sirva de testimonio».
Aunque el objetivo directo de enviar a este leproso a Jerusalén fuese cumplir lo preceptuado en la Ley, no podría ser tampoco ajeno al deseo iluminador de Cristo el enviar un rayo más de luz mesiánica a aquellos sacerdotes, para hacerles ver que había surgido un taumaturgo entre ellos, en los días en que el cetro ya no estaba en manos de Judá (Gén 49, ro), y curando enfermos de todo tipo, lo que era una señal de la obra del Mesías (Is 5.35,5; 61,1). Esto debía hacerles pensar, máxime ante el halo de milagros con que se presentaba. Se debían haber hecho la reflexión que el mismo Cristo mandó hacer a los enviados del Bautista: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados... Y bienaventurado aquel que no se escandalizare de mí» (Mt 11,5-6). No sólo no escandalizarse, sino que se viese el significado de aquella luz que él irradiaba y que a ellos venía. Pero el leproso curado comenzó a pregonar su curación, creando dificultades a Cristo para venir públicamente a las ciudades. Por lo que se retiraba a lugares desiertos. Pero aun allí venían las gentes. Mas también tenía por finalidad en estos retiros el darse a la «oración» (Lc).
Mt no dice nada más de este episodio. Mc añade un complemento (Mc ,45; Lc 5,15-16).
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, pág. 183-187)
Comentario Teológico: Cardenal Gomá
CURACIÓN DE UN LEPROSO
Este milagro es uno de los más famosos obrados por Jesús en esta evangelización de la Galilea. Era la lepra mal terrible, que solía atribuirse a especial castigo de Dios (Num. 12, 10, sigs.; 2 Reg. 3, 29, etc.); por esto brilla en su realización una particular prueba de la misericordia y del poder de Jesús. Lo refieren los tres sinópticos, siendo más completas y concordes las narraciones de Marcos y Lucas. San Mateo, siguiendo su plan, más sistemático que cronológico, sitúa este milagro después del sermón de la Montaña y lo narra inmediatamente antes de la curación del siervo del centurión. Léese el fragmento de Mt. (8, 1-13), en que ambos milagros se refieren, en la Dominica 3ª después de la Epifanía. La analogía y casi identidad entre las narraciones de los sinópticos hace suponer que sería este milagro uno de los que más detalladamente y con mayor frecuencia se propondría en la predicación apostólica.
EL MILAGRO (40-43)
Ocurrió en lugar desconocido, pero ciertamente en una ciudad de la Galilea: Y aconteció que, estando en una de aquellas ciudades... No les estaba absolutamente prohibido a los leprosos entrar en las ciudades, si no es que se tratara de las fortificadas con murallas, que los rabinos consideraban más santas que las demás. Particularmente podían presentarse en la sinagoga, con tal que ocuparán el lugar que les estaba destinado. El infeliz enfermo presentaba el cuerpo invadido por el terrible y hediondo mal: Vino a él un leproso lleno de lepra. La miseria de su estado le tiene abatido, pero alienta la esperanza de que le curará el poderoso taumaturgo. Empieza, al presentarse ante Jesús, rogándole le quite el mal afrentoso; para dar más eficacia a su oración dobla sus rodillas ante el Señor; y como si no fuera ello bastante, porque es profunda la miseria y ardiente el deseo de sanar, se inclina profundamente —como hemos visto hacerlo a los orientales en sus plegarias— hasta pegar rodillas y frente en el suelo: E hincándose de rodillas, rostro en tierra.
En esta humildísima actitud, profiere una plegaria bellísima, aunque breve, llena de respeto y fe en la omnipotencia de Jesús: Le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme; un acto de la voluntad del Señor es capaz de aniquilar el mal terrible, contra el que nada podían años de medicación.
La humilde plegaria llega a las entrañas de Jesús, que se sienten conmovidas ante la miseria física que tiene delante y la belleza de un alma que de tal manera sabe orar. La compasión del Corazón de Jesús se traduce en un gesto, grave y lleno de suavidad: Y Jesús, compadecido de él, alargó la mano hasta ponerla sobre el cuerpo repugnante. Al gesto sigue una palabra de imperio: Y, tocándole, dijo: Quiero, queda limpio. La palabra del Señor responde a la fórmula de la oración del leproso; lejos de contraer la impureza legal que contraían los que tocaban a los poseídos de lepra, Jesús libra de ella al enfermo. En verdad que es el Señor de la ley y de la naturaleza.
El mandato de Jesús es ejecutivo; nada se le resiste; al decir «quiero», simultáneamente se obraba el milagro: Y habiéndolo dicho, en el momento desapareció de él la lepra y quedó limpio.
CONSECUENCIAS DEL MILAGRO (43-45)
Sano ya el leproso, adopta Jesús para con él una actitud resuelta, enérgica: con palabras graves le amonesta y le despide. El evangelista Marcos es el único que refiere este detalle, que recibiría de San Pedro, testigo del milagro: Y le conminó, y al punto le despidió. El objeto de la monición era para encargarle absoluto silencio sobre lo acontecido: Y dícele: Guárdate de decirlo a nadie, quizás para no exacerbar más aún la expectación que había entre aquellas gentes de un Mesías rey poderoso que restaurase el reino de David.
Con todo, Jesús, que no vino a abolir la ley, sino a completarla, quiere que el leproso cumpla la prescripción legal, vigente aún en su tiempo: todo leproso reconocido como tal, si curaba de la lepra debía presentarse al sacerdote para que le declarara oficialmente limpio y le reintegrara al comercio social (Lev. 14, 2-4), después de haber ofrecido dos pájaros vivos de los que era lícito comer, Dalo de cedro, grana e hisopo: Mas ve, preséntate al príncipe de los sacerdotes y ofrece por tu limpieza lo que mandó Moisés. La declaración sacerdotal de la limpieza, ya que el leproso era públicamente reconocido como tal, le dará otra vez patente de ciudadanía. Y al mismo tiempo los sacerdotes enemigos de Jesús recibirán de ello una doble lección: la de que Jesús no es transgresor de la ley, y la de que es verdadera la doctrina que predica, confirmada por tales milagros: Para que les sirva de testimonio.
No cumplió el leproso el mandato de Jesús. Tal vez pueda entenderse que el silencio no le obligaba sino mientras no se hubiese presentado al sacerdote; pero lo más obvio es que no pudo el hombre, ya feliz, represar en su pecho el gozo de la curación y la admiración que por el Señor sentía. Más él, luego que salió, comenzó a publicar y divulgar lo acaecido.
Fue grande la conmoción producida por la fama del estupendo milagro, de manera que Jesús ya no podía entrar manifiestamente en la ciudad, evangelizando a las multitudes, sino que estaba fuera en lugares desiertos. No obstante ello, la fama atraía de todos los lugares a las gentes a Jesús, para oírle y para que curara sus enfermos: Y tanto más se extendía su fama, y acudían a él de todas las partes muchas gentes a escucharle y para ser curadas de sus enfermedades. Pero cuanto más le seguían, más se adentraba en lugares solitarios y se comunicaba con el Padre por la oración: Pero él se retiraba al desierto y oraba.
Lecciones morales.
A) v. 40. —Señor, si quieres, puedes limpiarme... — La oración del leproso es perfecta, dice el Crisóstomo: tiene las dos condiciones, fe profunda y confesión humilde de la necesidad. La fe la manifiesta el leproso en la adoración de Jesús; la confesión, en la súplica oral. Pero se trataba de un bien material, como es la salud del cuerpo; por ello dice, «si quieres», dejando a su voluntad la curación. Son las dos condiciones de nuestra plegaria, cuando se trata de pedirle a Dios bienes terrenos: «Señor, sois Todopoderoso; mi miseria es profunda; pero ignoro en estos momentos si me conviene salir de ella: si os place, socorredme.»
B) v. 41. —Quiero, queda limpio. — Con esta palabra, dice el Crisóstomo, confirma Jesús la del leproso. Este había dicho: «Si quieres, puedes limpiarme»; Jesús demuestra con la obra la verdad de la palabra del enfermo. ¡Cuánta confianza debe inspirarnos esta omnímoda potestad de Jesús sobre todas las cosas! Si él quiere, puede darnos lo que le pedimos, sin exceptuar nada, como sea cosa digna de ser concedida por Dios. Si se lo pedimos bien, es cierto que nos lo concederá, porque está en ello empeñada su palabra. Luego, si no lo alcanzamos es o porque lo pedimos mal, o porque no nos conviene, por motivos que Dios solo conocerá. Pidamos bien, y pidamos sobre todo cosas que nos convengan.
C) v. 44. —Guárdate de decirlo a nadie... — Con esto nos enseña, dice el mismo Crisóstomo, a no buscar honores y alabanzas por nuestras obras, aunque ellas sean buenas. Porque tal es la miseria humana, que un poco de bien que hagamos queremos sea publicado a los cuatro vientos, si es posible agrandándolo; y en cambio el mal o lo malo que hacemos lo disimulamos, o negamos, o disminuimos; si no es que lo achaquemos a otros o, lo que sería más grave, busquemos lo que llama el Salmista «excusas del pecado» (Ps. 140, 4), tratando de legitimar las mismas acciones malas.
D) v. 44. —Para que les sirva de testimonio. — Admiremos aquí la longanimidad y la misericordia de Jesús. Rechazado en la Judea, se encuentra en la Galilea predicando el reino de Dios; pero aun desde allí envía a sus adversarios el mensaje de este leproso, para que no le tengan como enemigo de la ley de Moisés, y por consiguiente que no es enemigo de una institución que aún no había sido abolida, como es la del sacerdocio; y para que sepan que es legado de Dios, ya que, como decía Nicodemo, nadie puede hacer los milagros que hace Jesús si Dios no está con él. No será por Jesús que se pierdan aquellos hombres soberbios. Aprendamos a prodigar razones y esfuerzos en nuestro apostolado, hasta para con los que se creen adversarios nuestros.
(Cardenal Gomá, El Evangelio Explicado, Ed. Acervo, Tomo I, 6ª ed., Barcelona 1966; pp. 449-452)
Santos Padres: San Ambrosio
Curación del leproso
1. Con razón en esta curación de leproso no se indica ninguna localidad, para mostrar que no ha sido el pueblo de una ciudad especial, sino los pueblos del universo los que han sido curados. Es, igualmente acertado que en San Lucas esta curación sea el cuarto prodigio después de la llegada del Señor a Cafarnaúm; pues si al cuarto día nos dio la luz del sol, y lo hizo más brillante que los demás astros, cuando aparecían los elementos del mundo, del mismo modo hemos de considerar esta obra como más brillante. Según San Mateo, nos lo presenta como la primera curación hecha por el Señor después de las Bienaventuranzas (Mt 8,3). El Señor había dicho : “No he venido a destruir la Ley, sino a cumplirla” (Mt 5,7), y este hombre, que estaba excluido por la Ley y se encontraba ahora purificado por el poder del Señor, pensaría que la gracia no viene de la Ley, sino que está por encima de la Ley, puesto que puede limpiar la mancha del leproso.
2. Más del mismo modo que aparece en el Señor el poder y la autoridad, así aparece en este hombre la constancia de la fe. Se postró en tierra, lo cual es signo de humildad y confusión, para que cada uno se avergüence de las afrentas de su vida. Mas la vergüenza no impidió la confesión: mostró la herida, pidió el remedio, y su misma confesión está llena de religión y de fe: “Si quieres, dice, puedes sanarme”. Atribuye el poder a la voluntad del Señor; al decir a la voluntad del Señor, no es que haya dudado, como un incrédulo, de su bondad, sino que, consciente de su bajeza, no se ha engreído. Y el Señor, con esa dignidad que le caracteriza, le responde: “Lo quiero, sé limpio”.
3. Y “al instante le dejó la lepra”. Pues no hay intervalo entre la obra de Dios y su orden: la misma orden incluye la obra: “Dijo y fue hecho” (Ps 32,9). Observa que no puede dudarse, porque la voluntad de Dios es poder. Si, pues, en El querer es poder, los que afirman la unidad de querer en la Trinidad afirman al mismo tiempo la unidad de poder. La lepra desapareció inmediatamente; para que conozcas la voluntad de curar, ha añadido la realización de tal obra.
4. Según San Marcos, el Señor tuvo piedad de él; es conveniente que esto sea notado. Existen rasgos que fueron anotados por los evangelistas, que quieren afirmarnos sobre dos puntos: han descrito los signos del poder en orden a la fe; y han referido las obras virtuosas con vistas a la imitación. Por eso, él toca sin dedignarse; manda sin vacilación; pues es un signo de su poder que, teniendo facultad para curar y autoridad para mandar, no ha rehusado el testimonio de su actividad. Por eso dice a causa de Fotino: “Yo quiero”; manda a causa de Arrio; toca a causa de los maniqueos.
5. No se ha curado la lepra a uno sólo, sino a todos aquellos a quienes se ha dicho: “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado” (Io 15,3). Si, pues, la palabra es el remedio de la lepra, el desprecio de la palabra es, con razón, la lepra del alma. Mas para que la lepra no contagie al médico, cada uno, imitando la humildad del Señor, ha de evitar la vanagloria. ¿Por qué, en efecto, recomendó no comunicarlo a nadie, sino para que aprendamos nosotros a no divulgar nuestras buenas obras, sino ocultarlas, de forma que no sólo alejemos el salario del dinero sino el del agasajo? O, tal vez, la razón del silencio sea en atención a los que creyeron con una fe espontánea, lo cual es mejor que aquellos que lo hicieron con la esperanza del beneficio.
6. Luego le prescribe, conformándose a la Ley, que se presente al sacerdote, no para ofrecer una víctima, sino para ofrecerse él mismo a Dios como un sacrificio espiritual, a fin de que, limpio de las manchas de sus acciones pasadas, se consagre a Dios como una víctima agradable gracias al conocimiento de la fe y a la educación de la sabiduría; pues “toda víctima será sazonada con sal” (Mc 9,48). San Pablo dice a este propósito: “Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios” (Rom 21,1).
7. Es al mismo tiempo admirable que ha curado según el mismo modo de la petición: “Si quieres, puedes limpiarme”. —“Lo quiero, sé limpio”. Mira su voluntad, mira también su disposición a la ternura. — “Y extendiendo la mano, le tocó”. La Ley prohíbe tocar a los leprosos (Lev 13,3); pero el que es autor de la Ley no tiene obligación de seguirla, sino que hace la Ley. Ha tocado, no porque, si no toca, no hubiera podido curar, sino para mostrar que Él no estaba sujeto a la Ley, y que no temía ser contagiado como los hombres, porque ni podía serlo quien libraba a otros, sino, al contrario, el tacto del Señor hacía huir la lepra que suele contaminar a los que la tocan.
8. Le manda presentarse al sacerdote y hacer una ofrenda con motivo de su purificación; si se presenta al sacerdote, éste comprenderá que no ha sido curado según el procedimiento legal, sino por la gracia de Dios, que es superior a la Ley; y al prescribir un sacrificio según lo ha ordenado Moisés, mostraba el Señor que no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla; Él se comportaba según la Ley, aun cuando se le veía curar, por encima de la Ley, a los que los remedios de la Ley no habrían sanado. Con razón añade: Como “lo ha prescrito Moisés”; pues “la Ley es espiritual” (Rom 7,14), parece, por lo mismo, que El prescribió un sacrificio espiritual.
9. Finalmente, añadió: “Para que les sirva de testimonio”, es decir, si creéis en Dios, si la impiedad de la lepra se retira, si el sacerdote conoce lo que está oculto, si existe el testimonio de la pureza de vuestros sentimientos: esto es lo que verá el sacerdote, principalmente Aquel a quien no escapa ningún secreto, a quien se ha dicho: “Tú eres sacerdote eternamente, según el orden de Melquisedec” (Ps 109, 4).
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), BAC, Madrid, 1966, pp. 230-234)
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Aplicación: R.P. Alfonso Torres, S.J. - Curación del leproso
En el Sagrado libro del Levítico, capítulos XIII y XIV, se contiene una amplia legislación acerca de la lepra y de los leprosos. Son los sacerdotes los que han de juzgar si alguien la tiene o no, y para ellos se les dan largas instrucciones. Comprobada la lepra, se manda observar lo siguiente: “El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vestiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su rostro e irá clamando ¡Inmundo, inmundo! Es impuro, y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada” (13, 45-46). La Ley se refiere literalmente al tiempo de la peregrinación por el desierto, según lo da a entender muy claro la frase: “fuera del campamento tendrá su morada”.
¿Cómo se aplicó esta ley cuando los israelitas se establecieron en la tierra de Canaán y trocaron la vida nómada del desierto por la vida sedentaria de las ciudades?
Todas las prescripciones, menos la última, se aplicaron sin atenuación alguna. El leproso tuvo que llevar las vestiduras rasgadas, el cabello suelto y no sujeto por tocado alguno, y el rostro cubierto. Tuvo además la obligación de clamar si alguien pasaba a la vista de él: ¡Impuro, impuro!, para que nadie contrajera impureza legal, acercándosele.
Todas estas ceremonias respondían al concepto que se tenía de la lepra. Era, además de una enfermedad contagiosa, una impureza legal. Quien tocaba a un leproso, quedaba impuro.
Si el sacerdote comprobaba que la lepra había desaparecido, había de tomar una vasija de barro, echar en ella una determinada cantidad de agua viva, es decir, tomada de una fuente y no de una cisterna o un aljibe, derramar en el agua la sangre de un ave, que se degollaría allí mismo, tomar cedro, hisopo e hilo de púrpura, mojarlo todo en el contenido de la vasija, así como otra ave viva que tendría allí, y asperger siete veces al que había de ser purificado. Hecho esto el sacerdote declaraba puro a éste, dando suelta en el campo al ave viva. Con este ceremonial tan expresivo, pues todo él habla de una nueva vida – el agua viva, la sangre, el ave que se suelta- se hacía la purificación.
Mas no terminaba todo ahí, pues el que acababa de ser purificado debía permanecer retirado otros siete días, al cabo de los cuales, debía rasurarse, lavarse, etc. Al octavo día debía ofrecer en el templo un sacrificio expiatorio, con ciertas ceremonias propias del caso, otro sacrificio por el pecado y, por fin, un holocausto. Con esto quedaba de nuevo reintegrado al pueblo de Dios.
Si tenemos ante los ojos esas breves declaraciones, nos será fácil entender con precisión el pasaje evangélico que comentamos.
La manera cómo narran los evangelistas la presentación de este hombre a Jesús, revela una profunda emoción, pues dentro de su concisión nos dicen frases como ésta: “y viene a él un leproso suplicándole y arrodillándosele y diciéndole:” si quieres, me puedes limpiar””. Así dice San Marcos. Y San Lucas escribe: “habiendo visto a Jesús”, el leproso, postrándose la faz contra la tierra, le suplicó diciendo, etc.”. Aquel hombre, muerto en vida, habiendo sabido los milagros que Jesús hacía, vio brillar un rayo de esperanza, y olvidándose del aislamiento que le imponía su enfermedad, en vez de clamar lúgubremente desde lejos; ¡Impuro, impuro!, se presentó al divino Maestro, con las mayores muestras de humildad y confianza, con las expresiones más vivas de fervor, pidiéndole que le sanara. Sanar era para él como volver del sepulcro a la vida.
Lo que en otro caso quizá hubiera sido un atropello de la Ley, quedó en éste santificado por el fervor de espíritu y la fe con que se hacía. Con Jesús, taumaturgo divino, bien podía permitirse el enfermo, impulsado por una fe viva, lo que no hubiera podido hacer ni con los mismos sacerdotes israelitas. A Jesús pueden acercarse todos los enfermos, hasta los leprosos, como pueden acudir a Él todos los pecadores, hasta los más abyectos. Que esta es la gran consolación de nuestras almas. A Jesús le encontraremos siempre misericordioso, podemos echarnos en sus brazos con la esperanza de que se apiade de nosotros, aunque vayamos cubiertos de repugnante lepra material y espiritual.
Si necesitamos una prueba de que siempre contamos con el amor de Jesús, la tendríamos en las expresivas palabras con que nos cuenta San Marcos cómo recibió al leproso: “Jesús, entrañablemente lastimado, alargando la mano, le tocó, y le dice: Quiero, sé limpio”. No hizo el Señor el milagro mecánica ni fríamente. Lo hizo “entrañablemente lastimado”, es decir, sintiendo en su corazón divino una profunda y dolorosa compasión de aquel desventurado. Nada de reprensiones por no haber guardado las leyes, como sin duda pensaron ciertos copistas de los Evangelios, que aquí se permitieron corregir el texto en ese sentido1, nada de repugnancias a la vista de una enfermedad tan asquerosa. Sólo amor compasivo y pena profunda. Compartió el dolor que el leproso llevaba en su alma.
Como quien es Señor de la Ley, sin atenerse a los preceptos severos de la pureza legal, “Jesús, alargando su mano, le tocó”. No se impurifica la divina pureza tocando misericordiosamente a los impuros, antes hace puro cuanto toca. Y lo hace puro a lo Dios, es decir, con un simple acto de voluntad. Curar la lepra con sólo decir; “Quiero, sé limpio”, es curar a lo Dios. La santísima humanidad del Redentor era el instrumento de su divina omnipotencia, o lo que es igual, de su divina voluntad.
Si recordamos de nuevo la vida lúgubre de los leprosos, que describíamos hace unos momentos, podremos comprobar la impresión profunda que hizo el milagro que comentamos, y todo lo que hay de asombro, de gozo y de vida, en la sencilla afirmación de San Marcos, con la que da testimonio de que el milagro se realizó, y que dice así: “y como lo hubo dicho, a la hora se partió de él la lepra y quedó limpio”. Es decir, apenas hubo pronunciado Jesús las palabras: “quiero, sé limpio”, en el mismo instante, el leproso quedó limpio de su lepra.
Recordad de nuevo el momento en que el sacerdote soltaba el pajarillo vivo, para que, al huir volando, simbolizara que la lepra había huido para siempre. Imaginaos lo que esto significa para quien hasta entonces había vivido como un cadáver ambulante, era perpetuo duelo, siendo abominación para todos, y ahora podía empezar de nuevo a gozar de la vida, como los demás hombres. Imaginaos además lo que esto mismo significaba para quienes conocían al desventurado leproso. Y luego transportad todos estos sentimientos al momento que estamos recordando, acentuándolos con los que produce una intervención palpable del poder divino. Así será posible comprender de algún modo lo que debió ser la curación del leproso, para él mismo, para los otros habitantes de la ciudad, que le veían entre ellos como un espectro, para cuantos rodeaban entonces a Jesús.
Es algo parecido a ese ambiente de luz, de paz y de consolación que se forma dentro y en torno al pecador, en el momento en que éste se vuelve a Jesús, se purifica y hace las paces con Dios. Se siente una nueva vida, el deleite inefable de las misericordias divinas.
¡Y pensar que el deseo de Cristo es que vivamos todos ese ambiente de cielo! Es inverosímil nuestra ceguera cuando voluntariamente nos alejamos de Jesús, fuente de dicha divina; como lo hubiera sido la del leproso si hubiera preferido podrirse lentamente en su yacija, antes que acudir al Señor buscando la salud. Y, sin embargo, por triste que sea reconocerlo, en esa ceguera permanecen sumidas muchas almas.
(Alfonso Torres, SJ, Lecciones Sacras 1, Lección XXIV, Madrid, 1977, p. 461)
1 Dice esto correctamente el autor porque algunos pocos manuscritos del original griego en lugar de escribir “se compadeció” (splagcnisqeij) escriben “se indignó” o “se llenó de ira” (orgisqeij) (Nota del Equipo de Homilética).
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Aplicación: R.P. Ervens Mengelle, I.V.E.: Pecado y sacramento
En los evangelios leídos en los domingos pasados, hemos visto que san Marcos refiere que Cristo realizaba particularmente exorcismos, es decir, expulsiones de demonios. De este modo manifestaba lo que Él había venido a hacer, o sea, destruir el reino de Satanás, liberar a los hombres de su esclavitud. En este relato de hoy, donde se habla de la curación de un leproso, el tema está muy relacionado con lo de antes.
I. La enfermedad de la lepra
¿Qué es la lepra? La lepra es una enfermedad, clínicamente se llama “mal de Hansen”. Pero no es una enfermedad cualquiera, sino que tiene aspectos muy particulares, por sus efectos. Y la lepra afecta a quien la tiene tanto en su aspecto individual, personal, como en su aspecto social y, en el caso del judaísmo, incluso en el aspecto religioso.
1. Aspecto individual: Es una enfermedad que produce insensibilidad, va como pudriendo el cuerpo y hace que se caigan pedazos del cuerpo, v.g. pedazos de dedos, de brazos, de nariz, etc. Ver una persona que tiene la lepra avanzada impresiona mucho. En síntesis, la lepra va carcomiendo y destruyendo el cuerpo de la persona
2. Aspecto social: por ser una enfermedad contagiosa, la persona es aislada de su familia y de la población en general. Antiguamente, cuando no había cura, eran confinadas en leprosarios. Perdían sus amistades, el trato social. Estaba terminantemente prohibido tener cualquier contacto con ellos; tocar a un leproso, como vimos que hizo Cristo, era exponerse uno mismo a la lepra. Por todo ello, eran arrojados a la soledad más dura: “todo el tiempo que dure la llaga... habitará solo, fuera del campamento tendrá su morada” (Lv 13,46). Por eso no era raro que se juntaran los leprosos para ayudarse mutuamente.
3. Aspecto religioso: Esto se ve particularmente en el caso del judaísmo, en donde quien contraía la lepra, era declarado impuro, es decir, no apto para el culto sagrado: “todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro” (Lv 13,46). Por eso, el que era curado de la lepra debía presentarse ante el sacerdote y no ante un médico, porque el sacerdote podía declarar que era nuevamente puro, o sea, apto para el culto. Y el leproso debía ofrecer, para ser reintegrado a la comunidad, un sacrificio semejante a los sacrificios que se ofrecían por el pecado (cf. Lv 14). Es que en el judaísmo toda enfermedad era considerada un castigo por un pecado, pero la lepra era considerada castigo por un pecado muy grave, por lo cual la persona era excluida de la comunidad civil y religiosa. Un ejemplo muy patente de esto lo tenemos en el caso de María, la hermana de Moisés; ella fue castigada con la lepra por haber murmurado contra su hermano Moisés (cf. Num 12). Caso semejante es el del rey Ozías, que recibió el mismo castigo por haberse atribuido poderes sacerdotales (2Cron 26,16-21)
II. La lepra, símbolo del pecado
Por lo tanto, la lepra, si bien era una enfermedad, en el AT era considerada no tanto del punto de vista médico, cuanto del punto de vista religioso. Por ello, con toda razón, pasó a ser considerada la enfermedad-símbolo del pecado. Y es que los efectos del pecado se asemejan a los de la lepra. Así como la lepra afecta el orden individual, el aspecto social y el aspecto religioso, el pecado afecta a la caridad que se debe tener para con uno mismo, para con el prójimo y para con Dios. Esto mismo se ve en el pecado original.
1. Aspecto individual: La lepra carcome, produce insensibilidad, corrompe. Así el pecado en el alma comienza a desordenar y a desintegrar a la persona. En el pecado original, este desorden interior se ve en el hecho de que Adán, luego del pecado, comienza a verse desnudo.
2. Aspecto social: El leproso comienza a contagiar la enfermedad, lo cual lleva a la destrucción de una población, de una ciudad; por ello se lo expulsaba. El pecado deteriora, corrompe las relaciones sociales. Basta que veamos la situación de nuestra sociedad hoy en día, si es que sociedad puede llamarse. En el pecado original, se ve cómo la armonía que reinaba entre Adán y Eva se rompe y comienzan a echarse las culpas, luego de que una incitó al otro al pecado; posteriormente se verá más aún cuando Caín mate a su hermano Abel.
3. Aspecto religioso: El leproso ha roto con Dios. En el pecado original, este aspecto aparece porque Adán, que tenía un trato tan amistoso con Dios, se esconde de Él, no quiere verlo, comienza a temerlo.
Así dice el Catecismo: “El pecado es... faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo... Hiere la naturaleza del nombre y atenta contra la solidaridad humana...” (CEC 1849). Pero insiste sobre lo primero: “El pecado es una ofensa a Dios... se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones...” (1850). Y este es el aspecto más importante, a tal punto que el leproso que se dirige a Cristo no le dice “si quieres, puedes curarme”, sino si quieres, puedes purificarme, porque lo que le pide es que lo ponga en condiciones de restablecer el trato con Dios, sabiendo que si hace esto, lo demás, por así decirlo, viene solo.
III. Cristo da el remedio
Pero, además, en la petición del leproso queda de manifiesto que Cristo tiene el poder de sanar, de curar lo más profundo de la lepra, la raíz del pecado. En efecto, el leproso le dice: si quieres... “Al decir como remedio: Señor, si quieres, puedes purificarme, ruega a su omnipotencia y a la naturaleza del divino poder bajo el influjo de su voluntad para que el Señor solamente lo quiera, porque sabía que el poder de la virtud divina se sometía a su voluntad” (San Cromacio de Aquileya, in Matth, Tract. 38,10). Y para que quede más claro que lo cura por su voluntad, Cristo dice: “Lo quiero”, “para que la verdad de su omnipotencia no se funde sólo sobre la opinión de aquel hombre, sino sobre la confirmación explícita que Él nos da” (San Juan Crisóstomo, in Matth. 25,1 ss.). Pero, además, Cristo lo toca, siendo que estaba prohibido por la ley tocar un leproso. De este modo, se manifiesta más su poder: “El Señor, quiere mostrar que él cura no como servidor, sino como dueño, y por ello toca al leproso. No es la mano la que se vuelve impura al contacto con la lepra, sino que, al contrario, el cuerpo leproso es purificado por el toque de aquella mano” (íd.)
Es más, los tres aspectos que, como hemos visto anteriormente, son dañados por el pecado, el orden individual, el orden social y el religioso, son restablecidos por la acción de Cristo. Estos tres órdenes son los que aparecen en las curaciones detalladas que nos han referido los evangelios hasta el de hoy:
1. Aspecto individual: Ya Cristo, en el primer exorcismo, había mostrado cómo reordenaba el interior del hombre, haciendo salir el demonio impuro del poseso (cf Mc 1,23-26).
2. Aspecto social: En la curación de la suegra del Pedro, se nos enseñaba cómo la curación restablecía el orden social, haciendo posible que la enferma sirviera a los demás (gr. diakonía; cf Mc 1,30-31).
3. Aspecto religioso: Aquí se nos enseña cómo Cristo puede restablecer la relación con Dios, permitiendo a este leproso que vuelva a rendirle un culto agradable. Y restableciendo esto, restablece la raíz de todo.
Pero, alguno podría decir ¿y cómo es que ahora me puede tocar Cristo para que yo quede curado de esta enfermedad? “Quiso también tocar, para darnos una idea del poder que existe en los sacramentos, en los cuales no es suficiente tocar, se necesitan también las palabras, porque cuando se unen forma y materia, entonces nace el sacramento” (Santo Tomás, in Matth. 8,1). Por tanto, son necesarias tanto las palabras cuanto la materia. El mismo Catecismo lo recuerda: “Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque ‘lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios’ (San León Magno). Los sacramentos, como ‘fuerzas que brotan’ del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son ‘las obras maestras de Dios’ en la nueva y eterna Alianza” (1115-16). Estos sacramentos, signos eficaces de la gracia, fueron instituidos por el mismo Cristo (cf. 1114)
IV. Conclusión
Con este milagro, Jesús nos enseña a cuidar la pureza del alma: “Aquí, para enseñar que se debe tener cuidado del alma y que, sin preocuparse por las purificaciones exteriores, es necesario mantenerla pura y temer sólo la lepra espiritual que es el pecado –la lepra del cuerpo no es obstáculo para la virtud- Jesús toca el leproso” (San Juan Crisóstomo). Cristo, por su Pasión, fue el Siervo Sufriente, que nos libra de la lepra espiritual, cargando Él mismo sobre sí nuestros pecados (cf. Is 53; 1851). Acudamos, nosotros ahora a esas fuentes inagotables de misericordia y de salud que son los sacramentos, ya que en torno a ellos gravita toda la vida litúrgica de la Iglesia, es decir toda la vida espiritual o de la gracia.
Que María Santísima, ella que no conoció la más mínima mancha de esta lepra espiritual que es el pecado, nos obtenga la gracia de conservar la pureza de nuestra alma.
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria, IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
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Aplicación: Romano Guardini
Jesús cura. Mt 4,24
Ya en las primeras páginas del evangelio es el "salvador", el que da la salud (de cuerpo y alma). Apenas ha empezado a enseñar cuando ya los enfermos acuden también a él. Le son llevados de todas partes. Parece como si en torno a él se abriera un vacío y hacia él se precipitara un torbellino. Vienen ellos, se les conduce, se les transporta, y él va por entre la muchedumbre doliente y "salía de él una fuerza que les curaba a todos" (Lc 6,19). Pero de las turbas anónimas se destacan una y otra vez algunas figuras trazadas con perfiles precisos.
Ya al comienzo (Lc 4,38ss) va a casa de Pedro. La suegra de éste está enferma, de alta fiebre. Jesús se acerca al lecho, a la cabecera, y "manda" a la fiebre. La fiebre deja a la enferma, ésta se levanta y se pone a servir a los huéspedes... Va de camino (Mc 10,46ss). Le acompaña mucha gente. Un ciego está sentado junto al camino, oye la agitación de la muchedumbre, pregunta quién pasa y se pone a gritar: "Hijo de David, ten compasión de mí". Tratan de hacerle callar, pero el ciego no se intimida y grita cada vez más fuerte, hasta que Jesús lo manda llamar: "¿Qué quieres que te haga?". "¡Rabboni, que vea!". Y Jesús: "Vete, tu fe te ha salvado". El hombre recupera al punto la vista y le acompaña por el camino...
Otra vez (Mc 2,1ss) está el Señor sentado en una casa, una de las pequeñas casas galileas de una sola estancia. Todo está lleno en torno a él, escuchándole en corro. No es posible entrar ya por la puerta. Y en aquel punto se acercan con el tullido. Como no pueden entrar por la puerta suben al tejado, abren un boquete y por él bajan la camilla. La gente protesta. Pero él ve la fe grande e ingenua y consuela al enfermo angustiado: "Hijo, se te perdonan tus pecados". Irritación en torno: "¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino solamente Dios?". Pero Jesús pone el sello a su acción: "Levántate, toma tu camilla y anda". Y el tullido lo hizo así...
Otra vez está rodeado de gentes hostiles, que le atisban y tratan de comprometerle (Mc 3,1ss). Le presentan un hombre con la mano seca. Es sábado y todo el mundo avizora a ver qué hará. El manda salir al medio al enfermo para que todos vean su miseria: "¿está permitido los días festivos hacer el bien o hacer el mal?; ¿salvar una vida o matarla?". Y dándose cuenta de la sorda violencia de la obstinación de los corazones, miró en torno con ira, como si quisiera forzarlos a ver la verdad, y dijo al enfermo: "Extiende la mano...". Y la mano quedó sana... De este modo, de entre la turba innominada de los muchos que le llevan su dolor, se destaca una figura tras otra. Dibujadas con breves trazos, hablándonos con lengua viva. Imágenes de cómo sale de él la profunda fuerza curativa, "salvadora", pudiéramos decir.
Viene un ciego (Mc 8,22ss). Jesús le impone las manos sobre los ojos, las retira otra vez y le pregunta: "¿Ves algo?". Y el hombre, todo conmovido: "Veo los hombres, que me parecen como árboles que andan". La fuerza salvadora ha prendido en los nervios extintos. Ya han vuelto a la vida, pero todavía no funcionan rectamente. Jesús vuelve a imponerle las manos sobre los ojos y el hombre ve bien... ¿No parece que asistimos al misterio desde dentro?
Otra vez se apiña en torno a él una gran muchedumbre (Mc 5,24ss). Una mujer, que desde hace mucho padece flujo de sangre, ha buscado por todas partes la salud y consumido en médicos su hacienda, se dice a sí misma: "Si toco por lo menos su manto, me curaré". Y ella se acerca por detrás, toca su vestido y nota en su cuerpo que está curada de su enfermedad. Pero Jesús se vuelve: "¿Quién me ha tocado el manto?". Los apóstoles se sorprenden: "Estás viendo cómo te estruja la gente y preguntas quién te ha tocado". Pero él sabe muy bien lo que dice, pues "notó inmediatamente que de él había salido fuerza". Y la mujer se acerca temblando, se arroja a sus pies y confiesa lo que ha hecho. Mas él la despide lleno de amor. ¡Cómo impresiona esto! Parece como si llevara sobre sí carga de virtud curativa. Como si no necesitara siquiera querer. Sólo es menester que alguien se le acerque con disposición abierta y deseoso y sale de él la fuerza y obra...
¿Qué significa, pues, para Cristo el curar?
Se ha dicho que él fue el gran amigo de los hombres. Nuestro tiempo posee un vivo sentido social y caritativo. Así, se ha querido ver en él al gran bienhechor de los hombres, que vio el dolor humano y, movido de la más profunda compasión, vino para socorrerlo.
Pero esto es un error. Jesús no es la gran naturaleza social y caritativa, de corazón amplio y con fuerza elemental de socorro, que va tras el dolor humano, lo compadece, lo entiende y lo supera. El hombre social y caritativo quiere reducir al dolor y, si es posible, eliminarlo. Quiere hacer que vivan sobre la tierra hombres alegres, sanos de cuerpo y alma. No tenemos más que ver esto con claridad para comprender que Jesús no quiere ser eso. No le repugna, pero él no piensa en nada semejante. Mira al dolor muy a fondo. Para él está demasiado asentado en las raíces últimas de la existencia; demasiado ligado al pecado y al alejamiento de Dios. Para él está demasiado orientado hacia Dios su lado abierto, por lo menos lo que puede estar abierto; consecuencia de la culpa, pero juntamente camino de la purificación y conversión.
Más nos acercamos a la realidad si decimos que Cristo ha dejado pasar a sí el dolor de los hombres. No lo ha eludido, como constantemente hace el hombre. No lo ha pasado por alto. No se ha defendido contra él. Ha dejado que se le acercara, lo ha admitido en su corazón. En el dolor ha admitido a los hombres tal como ellos son, en su verdadero estado. Se ha instalado en la tribulación de los hombres, en su culpa y en su miseria. Esto es algo absolutamente grande. Un amor de la más profunda seriedad. Sin linaje de ilusión, pero por eso justamente de poderosa fuerza, porque es un obrar la verdad en la caridad, desatando, arrancando de cuajo.
Pero una vez más tenemos que distinguir: Jesús hizo eso no como quien comporta la fatalidad del universal existir, como oscura tragedia, sino para emprenderlo desde Dios. Aquí radica lo peculiar.
El curar de Jesús es un orar desde Dios. Es revelar a Dios y conducir a Dios.
El curar está siempre en él en contexto con la fe. En Nazaret no puede hacer milagros porque no creen... Sus discípulos no pueden curar al joven enfermo porque son hombres de poca fe... Cuando le presentan al paralítico parece como si de pronto Jesús no advirtiera la enfermedad del paciente. Mira a su fe y le promete el perdón... Al padre del joven poseso le pregunta: "¿Crees que puedo hacer algo por ti?"... Al ciego le dice: "Tu fe te ha curado...". El centurión oye el gozoso elogio: "Verdaderamente no he hallado fe pareja en Israel".
El curar pertenece a la fe, como pertenece a la fe la predicación. También en el curar revela, sólo que obrando. Ahí realiza la realidad del Dios vivo. Y el verdadero sentido de sus curaciones es que los hombres se percaten de la realidad del Dios vivo.
(Romano Guardini, Jesucristo, Ed. Lumen, Bs. As., 1989, Pág. 30-33)
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Aplicación: Fray Luis de Granada
Pues el que desea saber cuál sea el blanco y la suma de toda la filosofía del Evangelio, sepa que no es otra que esta que aquí hemos en pocas palabras resumido, que es, como dijimos, la más alta manera de perfección que se puede imaginar.
Porque así como ninguna cosa hay en el mundo mejor que Dios, así ninguna doctrina puede ser mejor que aquella que, despreciadas todas las cosas, nos enseña a juntar con Él y hacernos un mismo espíritu con Él de la manera que está declarado.
Mas para esta tan gran mudanza son necesarias todas las virtudes: unas, para ayudarnos a apartar del mundo, y otras, para ayuntarnos con Dios; unas, para mortificar la afición de las cosas terrenas, y otras, para encender el amor de las cosas eternas; unas, para cortar los impedimentos de la subida, y otras, para poner los escalones que nos ayudan en ella, de las cuales todas trata el santo Evangelio.
Y como entre ellas haya sus grados y órdenes diferentes, porque unas ayudan más y otras menos, el Evangelio trata principalmente de las más altas y que más para esto nos ayudan, cuales son primeramente aquellas tres altísimas virtudes, fe, esperanza y caridad, y después de éstas, de la humildad, castidad, mansedumbre, paciencia, obediencia, misericordia, limosna, oración, pureza de intención, limpieza de corazón, pobreza de espíritu, menosprecio de mundo, mortificación de apetitos, amor de la cruz y negamiento de sí mismo y de la propia voluntad, con otras virtudes semejantes, las cuales debe procurar sobre todas las otras el que desea ser varón evangélico y verdadero discípulo e imitador de Cristo.
Y para salir mejor con esto, ponga los ojos en los ejemplos de la vida de este Señor, donde hallará todas estas virtudes más explicadas por sus obras que por sus palabras, porque sabía Él muy bien cuánto más compendioso camino para la virtud era el de la vida que el de la doctrina.
Y aunque todos los ejemplos de virtudes resplandezcan en su vida santísima, pero señaladamente resplandece la profundidad de su humildad, la grandeza de su caridad, la suavidad de su mansedumbre, la dulzura de su conversación, la benignidad de sus palabras y la paciencia y moderación en todas sus cosas.
También hay mucho que considerar en los discursos y trabajos de sus caminos: mirando de la manera que este Señor anduvo por el mundo procurando la salud de las almas, de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, de villa en villa, ya en Judea, ya en Galilea, ya en Samaria.
Mira, pues, con cuánta caridad este buen Pastor andaba por montes y valles buscando la oveja perdida, para traerla sobre sus hombros a la manada, y cuántos trabajos, pobrezas, fríos, calores, cansancios, persecuciones, contradicciones y calumnias de fariseos padeció andando en esta demanda, predicando de día y orando de noche, y tratando siempre los negocios de nuestra salud como verdadero Padre, Pastor, Salvador y remediador nuestro.
Mira cuán benignamente trataba con los pecadores, entrando en sus casas y comiendo con ellos, para enamorarlos con su conversación, atraerlos con sus beneficios, edificarlos con su ejemplo y enseñarlos con su doctrina.
Testigo de esta misericordia es Mateo el publican; testigo Zaqueo, príncipe de los publicanos; testigo aquella mujer pecadora que a sus pies fue recibida, y testigo la mujer adúltera que tan benignamente fue perdonada.
Y no menos son de considerar los beneficios que al mundo hizo en estos caminos, sanando los enfermos, alumbrando los ciegos, limpiando los leprosos, restituyendo los paralíticos, lanzando los demonios, resucitando los muertos y, lo que más es, sacando del poder del enemigo los pecadores.
De esta manera conversó el Señor con los hombres, y así corrió toda aquella tierra haciendo beneficios generales a todos. Así convenía por cierto que conversase con los hombres el que se hizo hombre por ellos, y así convenía que viviese en el mundo el que descendió del Cielo a la tierra a visitar el mundo.
Tal era razón que fuese su doctrina, su vida, sus ejemplos, sus obras y sus beneficios, en los cuales se declarase la grandeza de su poder y la grandeza de su bondad. Porque si Dios había de encarnar y conversar entre los hombres, tales convenía que fuesen las entradas y salidas de su vida y tal el suceso y fruto de ella.
(Fr. Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, S.A.,
Madrid, 1956, pp. 96-99)
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Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa OFM Cap
Se acercó a Jesús un leproso
En las lecturas del día resuena varias veces la palabra que, sólo con oírla pronunciar, suscitó por milenios angustia y pavor: ¡lepra! Dos factores ajenos contribuyeron a acrecentar el terror frente a esta enfermedad, hasta hacer de ella el símbolo de la máxima desventura que le puede tocar a una criatura humana y aislar a los pobres desgraciados de las formas más inhumanas. El primero era la convicción de que esta enfermedad era tan contagiosa que infectaba a cualquiera que hubiera estado en contacto con el enfermo; el segundo, igualmente carente de todo fundamento, era que la lepra era un castigo por el pecado.
Quien contribuyó más que nadie para que cambiara la actitud y la legislación respecto a los leprosos fue Raoul Follereau [escritor, periodista y poeta francés, Follereau (1903-1977) dedicó toda su vida a combatir la enfermedad de Hansen. Ndr]. Instituyó en 1954 la Jornada Mundial de la Lepra, promovió congresos científicos y finalmente, en 1975, logró que se revocara la legislación sobre la segregación de los leprosos.
Acerca del fenómeno de la lepra las lecturas de este domingo nos permiten conocer la actitud primero de la Ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En la primera lectura, del Levítico, se dice que la persona de la que se sospeche que padece lepra debe ser llevada al sacerdote, el cual, verificándolo, la "declarará impura". El pobre leproso, expulsado del consorcio humano, debe él mismo, para colmo, mantener alejadas a las personas advirtiéndoles de lejos del peligro. La única preocupación de la sociedad es protegerse a sí misma.
Veamos ahora cómo se comporta Jesús en el Evangelio: "Se le acercó un leproso suplicándole: "Si quieres puedes limpiarme". Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: "Quiero; queda limpio". Y al instante le desapareció la lepra y quedó limpio".
Jesús no tiene miedo del contagio; permite al leproso que llegue hasta Él y se le arroje delante de rodillas. Más aún: en una época en la que se consideraba que la mera proximidad de un leproso contagiaba, Él "extendió su mano y le tocó". No debemos pensar que todo esto fuera espontáneo y no le costara nada a Jesús. Como hombre Él compartía, en esto como en tantos otros puntos, las convicciones de su tiempo y de la sociedad en la que vivía. Pero la compasión por el leproso es más fuerte en Él que el miedo a la lepra.
Jesús pronuncia en esta circunstancia una frase sencilla y sublime: "Quiero; queda limpio". "Si quieres, puedes", había dicho el leproso, manifestando así su fe en el poder de Cristo. Jesús demuestra poder hacerlo, haciéndolo.
Esta comparación entre la Ley mosaica y el Evangelio en el caso de la lepra nos obliga a plantearnos la pregunta: ¿en cuál de las dos actitudes me inspiro? Es verdad que la lepra ya no es la enfermedad que produce más temor (si bien todavía hay millones de leprosos en el mundo), que es posible, si se llega a tiempo, curarse completamente de ella y en la mayoría de los países ya ha sido vencida del todo; pero otras enfermedades han ocupado su lugar. Se habla desde hace tiempo de "nuevas lepras" y "nuevos leprosos". Con estos términos no se entienden tanto las enfermedades incurables de hoy como las enfermedades (Sida y drogodependencia) de las que la sociedad se defiende, como hacía con la lepra, aislando al enfermo y rechazándolo al margen de ella misma.
Lo que Raoul Follereau sugirió hacer hacia los leprosos tradicionales, y que tanto contribuyó a aliviar su aislamiento y sufrimiento, se debería hacer (y gracias a Dios muchos lo hacen) con los nuevos leprosos. Con frecuencia un gesto así, especialmente si se realiza teniendo que vencerse a uno mismo, marca el inicio de una verdadera conversión para el que lo hace. El caso más célebre es el de Francisco de Asís, quien remonta al encuentro con un leproso el comienzo de su nueva vida.
Aplicación: San Pascasio Radbert - Comentario sobre el evangelio de
San Mateo 5,8
“¡Quiero, queda limpio!” (Mc 1,41)
Cada día el Señor purifica el alma de quien se lo suplica, lo adora i
proclama con fe estas palabras: “Señor, si quieres, me puedes purificar.”
(Mc 1,40ss), sin mirar la cantidad de sus faltas. “Porque él que cree con
todo corazón queda justificado”(cf Rm 10,10). Debemos dirigir a Dios
nuestras peticiones con toda confianza, sin dudar para nada de su poder...
Esta es la razón porque el Señor responde al instante a la petición del
leproso que le suplica y le dice: “Quiero, queda limpio” (Mc 1,41). Porque,
a poco que el pecador se ponga a orar con fe, la mano del Señor se pone a
cuidar la lepra de su alma...
Este leproso nos da un buen consejo acerca de la manera de orar. No pone en
duda la voluntad del Señor, como si rehusara creer en su bondad. Sino que,
consciente de la gravedad de sus faltas, no quiere presumir de esta
voluntad. Diciendo que si el Señor quiere purificarlo, afirma que este poder
pertenece al Señor, al mismo tiempo que confiesa su fe... Si la fe es débil
se tiene que fortalecer primero. Sólo entonces revelará todo su poder para
obtener de Dios la curación del alma y del cuerpo.
El apóstol Pedro habla de esta fe, sin duda alguna, cuando dice: “Purificó
sus corazones por medio de la fe” (Hch 15,9)... La fe pura, vivida en el
amor, mantenida por la perseverancia, paciente en la espera, humilde en la
confesión, firme en la confianza, respetuosa en la oración, llena de
sabiduría en lo que pide, escuchará con certeza en toda circunstancia esta
palabra del Señor: “Quiero.”
(San Pascasio Radbert (¿- c.849), monje benedictino, Comentario sobre el
evangelio de San Mateo 5,8)
Obedecer a Dios cuando nos manda algo
Había una vez un amo que después de una mala cosecha se quejaba diciendo:
- “Si Dios dejara en mis manos el gobierno del clima todo iría mejor, porque al parecer El no entiende mucho del cultivo de la tierra”.
Y el Señor le dijo:
- “Para este año te concedo la dirección del clima; pide lo que quieras y lo tendrás”.
El pobre hombre se volvió loco de alegría. Dijo al momento:
- “¡Ahora quiero sol!”.
Y salió el sol. Más tarde dijo:
- “¡Que venga la lluvia!”.
Y llovió. Y así durante un año. La siembra crecía, se lanzaba hacia arriba; daba gusto mirarla.
- “¡Ahora puede ver Dios cómo se dirige el clima y el tiempo!” – dijo con orgullosa altanería-.
Y llegó el tiempo de segar. El amo tomó en su mano la hoz para cortar el trigo, pero se le cayeron las alas del corazón. Las espigas estaban vacías. Mucha paja y poco grano. Entonces viene el Señor y le pregunta:
- “¿Qué tal la cosecha?”.
El hombre se queja diciendo:
- “¡Mala, Señor, muy mala!”.
- “¿Pero no dirigiste tú el tiempo? ¿No te cumplía lo que deseabas?”.
- “¡Claro que sí Señor, y por eso estoy perplejo; yo pedía lluvia y sol y venía todo, y no hay cosecha!”.
Le dijo el Señor:
- “¿Y nunca has pedido, viento y tempestad, hielo y nieve, y todo lo que purifica el aire y hace resistentes y duras las raíces? Pediste lluvia y el sol, pero no pediste el mal tiempo; ¡por eso no hay cosecha!”.
Por eso mis hermanos, dejemos que Dios dirija nuestras vidas, y obedezcamos con alegría en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad; de esta manera no pondremos obstáculos a lo que Dios quiere de nosotros y de los demás.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 486)
(cortesía; iveargentina.org y otros)