Domingo 34 del Tiempo Ordinario A - Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
Directorio Homilético: Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo
Exégesis: Trilling W. - El juicio del Hijo del hombre
Comentario Teológico: P. Dr. Julio Meinvielle - La Realeza de Cristo y el momento actual
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La importancia de la misericordia y la limosna
Aplicación: P. José Marcone, IVE - La evangelización de la cultura
Aplicación: Benedicto XVI - Solemnidad de N. Sr. Jesucristo Rey del Universo 2011
Aplicación: Papa Francisco: Solemnidad de N. S. Jesucristo, Rey del Universo
Aplicación: P. Gustavo Pascual, IVE - Cristo rey Mt 25, 31-46
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Directorio Homilético: Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey
del Universo
CEC 440, 446-451, 668-672, 783, 786, 908, 2105, 2628: Cristo, Señor y Rey
CEC 678-679, 1001, 1038-1041: Cristo juez
CEC 2816-2821: "Venga tu Reino"
440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías
anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló
el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente
del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7,
13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos" (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el
verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto
de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su
resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el
pueblo de Dios: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado"
(Hch 2, 36).
IV SEÑOR
446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre
inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es
traducido por "Kyrios" ["Señor"]. Señor se convierte desde entonces en el
nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El
Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título "Señor" para el
Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús
reconociéndolo como Dios (cf. 1 Co 2,8).
447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute
con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf.
también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al
dirigirse a sus apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida
pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades,
sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía
divina.
448 Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a
Jesús llamándole "Señor". Este título expresa el respeto y la confianza de
los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2;
14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el
reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el
encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: "Señor mío y Dios
mío" (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que
quedará como propio de la tradición cristiana: "¡Es el Señor!" (Jn 21, 7).
449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones
de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el
poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús
(cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque el es de "condición divina" (Flp 2,
6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los
muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9;1 Co 12, 3; Flp 2,11).
450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de
Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también
reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo
absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor
Jesucristo: César no es el "Señor" (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). " La Iglesia
cree.. que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra
en su Señor y Maestro" (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título "Señor", ya sea en la
invitación a la oración "el Señor esté con vosotros", o en su conclusión
"por Jesucristo nuestro Señor" o incluso en la exclamación llena de
confianza y de esperanza: "Maran atha" ("¡el Señor viene!") o "Maran atha"
("¡Ven, Señor!") (1 Co 16, 22): "¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).
Artículo 7 "DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS"
I VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia ...
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y
vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su
participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo.
Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está
"por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el
Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el
Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él,
la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su
recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo
(cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su
misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de
la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la
Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en
misterio", "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra"
(LG 3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación.
Estamos ya en la "última hora" (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). "El final de la
historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida
de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado
en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza
por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de
Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16,
17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está
todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el
advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de
los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido
vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido
sometido (cf. 1 Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva
tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus
sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este
mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de
parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG
48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1
Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando
suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del
establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1,
6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los
hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo
presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch
1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1 Co 7,
26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1
P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm
4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
Un pueblo sacerdotal, profético y real
783 Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y
lo ha constituido "Sacerdote, Profeta y Rey". Todo el Pueblo de Dios
participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de
misión y de servicio que se derivan de ellas (cf.RH 18-21).
786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo".
Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y
su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo
el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y dar
su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28). Para el cristiano, "servir es
reinar" (LG 36), particularmente "en los pobres y en los que sufren" donde
descubre "la imagen de su Fundador pobre y sufriente" (LG 8). El pueblo de
Dios realiza su "dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir
con Cristo.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace
reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de
que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los
cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de
esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en
efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios?
Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer
en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León
Magno, serm. 4, 1).
Su participación en la misión real de Cristo
908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado
a sus discípulos el don de la libertad regia, "para que vencieran en sí
mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado" (LG
36).
El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las
pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de
gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar
por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).
2105. El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre
individual y socialmente. Esa es "la doctrina tradicional católica sobre el
deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión
verdadera y a la única Iglesia de Cristo" (DH 1). Al evangelizar sin cesar a
los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan "informar con el espíritu
cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la
comunidad en la que cada uno vive" (AA 13). Deber social de los cristianos
es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les
exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en
la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a
ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de
Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas
(cf León XIII, enc. "Inmortale Dei"; Pío XI "Quas primas").
2628 La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura
ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95,
1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de
humill ar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 14, 9-10) y el
silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal.
62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos
llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
II PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
678 Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan
Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del
último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc
12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2,
16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha
tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La
actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la
gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último
día: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis" (Mt 25, 40).
679 Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar
definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo
como Redentor del mundo. "Adquirió" este derecho por su Cruz. El Padre
también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22;cf. Jn 5, 27; Mt 25,
31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para
juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf.
Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno
se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras
(cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el
Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al
fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta
de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en
primer lugar (1 Ts 4, 16).
V EL JUICIO FINAL
1038 La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los
pecadores" (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será "la hora en
que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho
el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá "en su gloria acompañado
de todos sus ángeles,... Serán congregadas delante de él todas las naciones,
y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de
las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda... E
irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna." (Mt 25, 31.
32. 46).
1039 Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo
definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12,
49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada
uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en
que "Dios no se callará" (Sal 50, 3) ... Se volverá hacia los malos: "Yo
había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo,
su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre -pero en la tierra
mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso
habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la
tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas
obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis
nada en Mí" (San Agustín, serm. 18, 4,
4).
1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre
conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su
advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su
palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido
último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación,
y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá
conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la
justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus
criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).
1041 El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a
los hombres todavía "el tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2 Co 6,
2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de
Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13) de la vuelta del
Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los
que hayan creído" (2 Ts 1, 10).
II VENGA A NOSOTROS TU REINO
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra "basileia" se puede traducir por
realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar,
nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el
Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la
muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima
Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la
gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual
llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su
advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque
resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él
reinaremos (San Cipriano, Dom. orat. 13).
2817 Esta petición es el "Marana Tha", el grito del Espíritu y de la Esposa:
"Ven, Señor Jesús":
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del
Reino, habríamos tenido que expresar esta petición , dirigiéndonos con
premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el
altar, invocan al Señor con grandes gritos: '¿Hasta cuándo, Dueño santo y
veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de
la tierra?' (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia
al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!
(Tertuliano, or. 5).
2818 En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del
Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo
no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete.
Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor
"a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el
mundo" (MR, plegaria eucarística IV).
2819 "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm
14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del
Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre "la
carne" y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):
Solo un corazón puro puede decir con seguridad: '¡Venga a nosotros tu
Reino!'. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: 'Que
el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal' (Rm 6, 12). El que se
conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir
a Dios: '¡Venga tu Reino!' (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).
2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre
el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción
de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una
separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que
refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos
del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22;
32; 39; 45; EN 31).
2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn
17, 17-20), presente y eficaz en la
Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5,
13-16; 6, 24; 7, 12-13).
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Exégesis: Trilling W. El juicio del Hijo del hombre
Doctrina sobre el juicio de las naciones (Mt 25,31-46)
31 Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con él,
entonces se sentará en su trono de gloria. 32 Todas las naciones serán
congregadas ante él, y él separará a unos de otros, como el pastor separa
las ovejas de los cabritos. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha y los
cabritos a la izquierda.
Ahora viene la conclusión del gran discurso sobre el fin del mundo. No es
una parábola, ni tampoco una exhortación profética a convertirse, ni una
amenaza profética de castigo, no es una descripción horripilante de lo que
sucederá en la renovación del mundo. Antes bien este fragmento es un
compendio de la doctrina y de la reclamación de todo el Evangelio en vista
del juicio. Habla del juez y de los que son juzgados. En la figura de Jesús,
el Mesías juez, culmina la confesión que la Iglesia hace de su fe en Cristo.
Aquí se manifiesta de una forma terminante por quién hay que tenerle. Su
persona y su mensaje obtienen en esta hora su confirmación inapelable. Los
que son juzgados también llegan a conocer por esta escena la verdad
auténtica sobre sí mismos. Lo que el Evangelio dijo hasta ahora acerca de
los hombres y lo que de ellos reclamó, aquí se sella de modo definitivo.
Jesús no sólo era el Mesías de Israel sino el redentor de todas las
naciones. No viene como Mesías glorioso para los judíos, como ellos
creían, ni para los cristianos, de acuerdo con su expectativa, sino como
aquel a quien han esperado todas las naciones y que las reunirá a todas.
Dos imágenes del Mesías se transfunden una en la otra: la del Hijo del
hombre que aparece revestido de poder y la del pastor. Antes se dijo con
lenguaje paradójico que el Hijo del hombre tiene que ser entregado y muerto
(17,22s; 20,18). Ahora viene el Hijo del hombre en su gloria con todos los
ángeles y se sienta en el trono. Como pastor, ha ido a buscar a todas partes
las ovejas perdidas de la casa de Israel, pero en vano: ellas no han querido
(23,37). Ahora bien, se trata de un pastor rebosante de poder. Ya no es el
buscador humilde que sigue, incansable, la oveja perdida, hasta que la tenga
puesta a salvo, el que se hace cargo de los pecadores, de los pobres y de
los que gimen bajo el peso de la vida. Ahora es el pastor regio, como se
dijo de los grandes reyes orientales y como ha contemplado el vidente de
Patmos: "Ha de regir a todas las naciones con vara de hierro" (Rev_12:5).
Esto es lo que ocurre ahora. Con una larga vara de pastor, que tiene la
punta de hierro, el pastor divide el rebaño en cabritos y ovejas. El Hijo
del hombre como pastor regio ejerce este cargo que Dios le transmitió.
Porque el Padre le ha "dado todo poder en el cielo y en la tierra"
(Mt_28:18).
34 Entonces dirá el rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi
Padre; tomad en herencia el reino que para vosotros está preparado desde la
creación del mundo. 35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed,
y me disteis de beber; era forastero, y me hospedasteis; 36 estaba desnudo,
y me vestisteis; caí enfermo, y me visitasteis; estaba en la cárcel, y
fuisteis a verme. 37 Entonces le responderán los justos: Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento, y te dimos de comer, o sediento, y te dimos de beber? 38
¿Cuándo te vimos forastero, y te hospedamos, o desnudo, y te vestimos? 39
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? 40 Y respondiendo
el rey les dirá: Os lo aseguro: todo lo que hicisteis con uno de estos
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis.
A la imagen del Hijo del hombre y del pastor se añade como tercera la del
rey. Jesús respondió afirmativamente la pregunta de si era el rey de los
judíos (27,11). Pero este reino permanecía oculto. Sólo fue dado a conocer
públicamente por medio de la inscripción de la cruz (27,37). Esta
inscripción no indujo a los que la leyeron a doblar su rodilla como
homenaje, sino a burlarse de él (27,42). Se le colocó como manto real un
raído manto de púrpura, como cetro se le puso en la mano una caña, como
diadema se le ciñó una corona de espinas (27,27-31). Pero ahora se
manifiesta este reino del Mesías: "Y sobre el manto y sobre el muslo lleva
escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores" (Rev_19:16). Desde el
principio del mundo el reino de Dios está preparado. Este gran objetivo de
Dios fue frustrado por toda la culpa del hombre y por todo el desconcierto
de la historia. El reino de Dios siempre estuvo dispuesto. Los perfectos
deben participar del festín de su señor (Rev_25:21). Deben tomar este reino
en posesión como herencia propia que les ha sido confiada. Uno ya se hizo
cargo de esta herencia en el punto central de la historia, cuando fue
resucitado de la muerte y constituido heredero universal. No sólo para
alegrarse y disfrutar de la herencia, sino como primogénito entre muchos
hermanos (Rom_8:29). Éste vino a ser nuestro hermano con la forma terrena de
la vida humana, y también quiere serlo con la forma celestial de la vida
divina. Y si somos "hijos, también herederos: herederos de Dios, y
coherederos de Cristo" (Rom_8:17)... Entre los discípulos ya estaba en vigor
la regla que Jesús había establecido: "Quien a vosotros recibe, a mí me
recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió" (Rom_10:40), y
"quien acoge en mi nombre a un niño como éste, es a mí a quien acoge"
(Rom_18:5). Lo que uno ha hecho a otro, especialmente a un pobre o
necesitado de ayuda -como un niño- por amor de Jesús, lo ha hecho a él
mismo. Cada uno ha sido hermano de Cristo. Ya no tiene importancia conocer
si lo sabía o no lo sabía, si quería o no quería servir en él a Cristo. Al
fin se manifiesta que todo servicio del amor fue servicio al gran hermano
Cristo. Las obras que el juez enumera, son obras corrientes de misericordia.
Los escribas judíos han tenido un gran aprecio de ellas y son ejercitadas en
todos los pueblos. Pero los cristianos saben especialmente que su excelsa fe
tiene que repercutir en estas obras sencillas. En la práctica esta sencillez
está con bastante frecuencia en oposición a las excelsas palabras de la fe.
La fe excelsa está vacía y es reprobada, si no puede hacerse tan pequeña,
que entienda que está al servicio de los más pequeños.
41 Entonces dirá también el rey a los de la izquierda: Apartaos de mí,
malditos, id al fuego eterno que está preparado para el diablo y sus
ángeles. 42 Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me
disteis de beber; 43 era forastero, y no me hospedasteis; estuve desnudo, y
no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. 44 Entonces
también éstos replicarán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o
forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? 45
Entonces él les responderá: Os lo aseguro: todo lo que dejasteis de hacer
con uno de estos más pequeños, conmigo lo dejasteis de hacer.
46 Y aquéllos irán a un castigo eterno, pero los justos a una vida eterna.
El mismo diálogo de antes se repite entre los que están a la izquierda y el
rey juez. Ellos también han visto, pero no han obrado. La indigencia de los
hombres no les ha conmovido, no les ha impulsado a ayudarlos. Pero ahora
solamente vale lo que cada uno realmente ha hecho y no lo que ha pensado. No
bastan la queja, el sentimiento ni la compasión por los que padecen
indigencia, sino que es preciso poner manos a la obra y ayudar. Asombrados
preguntan cuándo ha ocurrido que le hayan visto. En esta pregunta asombrada
resuena el pensamiento de que seguramente le hubiesen servido al instante,
si le hubiesen reconocido, así como Leví le agasajó en su casa o como
hicieron María y Marta. No sabían que Jesús se oculta en los más pequeños,
no sabían que hay que encontrarle y "verle" efectivamente en ellos. Creían
que el amor a Cristo y el amor a los hombres son dos cosas distintas, y no
una misma cosa. Han contemplado a su Señor, quizás eran piadosos y han
rezado mucho, pero han hecho caso omiso del hombre que tenían a su lado.
Ahora se descubre esta perniciosa bifurcación de su pensamiento. Por
desgracia es demasiado tarde, porque ya no puede repararse nada de este
servicio. Lo que fue rehusado a los hombres, también fue rehusado a Jesús.
Sólo basta hacer de veras la voluntad del Padre (7,21).
(TRILLING, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico: P. Dr. Julio Meinvielle - La Realeza de Cristo
y el momento actual
Nuestro tema es "La realeza de Cristo y el momento actual", tema que nos
obliga a tomar partida de esa verdad que es la realeza de Cristo. Ustedes
saben que la fiesta de la realeza de Cristo fue instituida por Pío XI allá
por el año 1925, y el documento que publicó entonces sobre esta fiesta, la
encíclica "Quas Primas", comenzaba en esta forma: "En la primera encíclica
que dirigimos una vez ascendidos al Pontificado, a todos los Obispos del
Orbe católico, mientras indagábamos las causas principales de las
calamidades que oprimían y angustiaban al género humano, recordamos haber
dicho claramente que tan grande inundación de males se extendía por todo el
mundo, porque la mayor parte de los hombres se habían alejado de Cristo y de
su santa ley en la práctica de su vida, en la familia y en las cosas
publicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz duradera entre los
pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y renegasen el
imperio de Cristo Salvador".
Después explica el remedio: la vuelta a Cristo y su paz. "Por lo tanto, como
advertimos entonces, es necesario buscar la paz de Cristo en el reino de
Cristo. Así anunciamos también que había de ser este fin cuanto nos fuese
posible por el reino de Cristo, porque nos parecía que no se puede tender
más eficazmente a la renovación y afianzamiento de la paz, sino mediante la
restauración del Reino de Nuestro Señor".
De modo que el Papa ya señalaba aquí el mal y señalaba el remedio; y el
remedio de la sociedad y de los individuos hoy, esta en el sometimiento al
suave yugo de Cristo: Sometimiento en la inteligencia, sometimiento en la
voluntad y sometimiento en los corazones por la caridad. De tal modo, en
efecto, se dice que Cristo debe reinar en la inteligencia de los hombres, no
solo con la elevación del pensamiento y de su ciencia, sino también porque
Él es la Verdad, y es necesario que los hombres reciban con obediencia la
Verdad de Él. Igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque la
voluntad está entera, perfectamente sometida a la santa voluntad divina, ya
porque con sus aspiraciones influye en nuestra voluntad, de tal modo que nos
inflama hacia las cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como
rey de los corazones por su caridad, que sobrepasa a todo lo humano en
comprensión, y por los atractivos de su mansedumbre y virilidad. Nadie entre
los hombres fue tan amado, y no lo será nunca, como Jesucristo.
Ustedes saben que Cristo es rey por dos conceptos. En primer lugar, por
razón de su humanidad, que ha sido asumida por el Verbo, por la Divinidad.
Esa humanidad de Cristo goza, por lo tanto de una perfección que sobrepasa
todo lo que el hombre puede imaginar. En segundo lugar, Cristo es Rey de los
hombres por el derecho de conquista, porque con su pasión y con su muerte ha
conquistado el derecho de regir a la humanidad; y en Cristo este reinado
tiene tres poderes: Poder de legislar, poder de juzgar y poder de mandar,
poderes que trasmitió a su Iglesia.
El reinado de Cristo no se extiende solamente sobre los individuos, sino
también sobre la sociedad. Esto también lo hace notar Pío XI en la "Quas
Primas": "No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil,
porque los individuos unidos en sociedad, no por eso, están menos bajo la
potestad de Cristo que lo están cada uno de ellos en la sociedad pública y
privada. Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado del cielo a los
hombres otro nombre en el cual podamos salvarnos". Estas son las palabras de
los Hechos de los Apóstoles, o sea, palabras de la Escritura. Cristo es el
autor de la verdadera felicidad tanto para el mundo de los ciudadanos como
para el Estado. No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquélla por
la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra cosa que una
multitud concorde de hombres. De modo, entonces, que el hombre tiene que
reconocer el imperio de Cristo sobre los individuos, pero no solamente sobre
los individuos, sino sobre la sociedad. Sobre las sociedades particulares,
la familia, las distintas organizaciones intermedias, los Estados, las
naciones y la vida internacional.
Esta realeza de Cristo se concretaba en otros tiempos en lo que se llamaba
la Cristiandad, es decir, la civilización cristiana, el orden cristiano. La
Cristiandad, en rigor, comienza con Constantino, después de la época de los
mártires, y conoce su esplendor más grande en el reinado de San Luis, rey de
Francia; un esplendor en todas las actividades de la vida, no solamente en
la política, sino en todas las otras actividades; en el arte, con Fray
Angélico, en la filosofía, con Santo Tomas; en fin, todas las
manifestaciones de la cultura alcanzan su esplendor.
Todo esto que estoy diciendo suena a viejo hoy, porque dentro del mundo, y
particularmente dentro de la Iglesia, nos ha invadido el progresismo, y
entonces existe un repudio a Constantino y a la época constantiniana, a la
época carolingia, a la época gregoriana. Estamos pasando un momento en el
cual los mismos católicos están renegando de dos mil años de historia;
repudian la época constantiniana, repudian la Cristiandad, la civilización
cristiana. Son éstas, hoy, malas palabras.
A pesar de esto hay que reconocer y afirmar la grandeza de esa época
histórica, y para eso nada mejor que recordar las palabras grandes de León
XIII en la "Inmortale Dei": "Hubo un tiempo en que la filosofía del
Evangelio gobernaba los Estados, entonces aquella civilización propia de la
sabiduría de Cristo y de su divina virtud, había compenetrado todas las
leyes, las inteligencias, las costumbres de los pueblos, impregnando todas
las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones.
Tiempo en que la Religión fundada en Jesucristo estaba firmemente colocada
en el sitial que le correspondía en todas partes, gracias al favor de los
príncipes y la legítima protección de los magistrados. Tiempos en que el
sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente la concordia y la amigable
de mutuos deberes."
Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar superior a toda
imaginación. Aún se conserva la memoria de ellos, y ella perdurará grabada
en un sin número de monumentos de aquella gesta que ningún artificio de los
adversarios podrá jamás destruir ni oscurecer. Si la Europa Cristiana
civilizó a las naciones bárbaras e hizo cambiar la ferocidad por la
mansedumbre, la superstición por la verdad; si rechazó victoriosa las
invasiones de los bárbaros; si conservó el cetro de la civilización y si se
ha acostumbrado a ser guía del mundo hacia la dignidad de la cultura humana
y maestra de los demás; si ha agraciado a los pueblos con la verdadera
libertad en sus varias formas; si muy sobriamente ha creado numerosas obras
para aliviar la desgracia de los hombres; ese beneficio se debe, sin
discusión posible, a la religión, la cual auspició la realización de tamañas
empresas y coadyuvó a llevarlas a cabo.
Habrían perdurado ciertamente aún esos mismos beneficios, si ambas
potestades hubiesen mantenido la concordia, y con razón mayores se podrían
esperar si se acogiesen la autoridad, el magisterio y las orientaciones de
la Iglesia con mayor lealtad y constancia. Las palabras que escribía Ivo de
Chartres al Romano Pontífice Pascual II debían respetarse como norma
perpetua: "Cuando el poder civil y el sacerdote viven en buena armonía, el
mundo está bien gobernado, la Iglesia florece y prospera; pero cuando están
en discordia no sólo no prosperan las cosas pequeñas, sino también las cosas
grandes decaen miserablemente".
La Cristiandad produjo, entonces, una época en que reinaban la concordia, la
estabilidad y la paz en las familias, en la sociedad y en la Cristiandad.
Frente a esta sociedad gobernada por Jesucristo a través de la Iglesia, está
la Revolución. La Revolución quiere otra sociedad, no una sociedad
estabilizada en el orden y en la paz, sino una sociedad en movimiento, en
cambio, en dialéctica.
La Revolución, en su esencia, representa la réplica exacta de la primera
rebelión del hombre contra Dios, tal como ha sido relatada en el Génesis;
ella toma por su cuenta la frase del tentador: "Seréis como dioses". Su
apoyo, su soporte, es la filosofía del devenir puro que se opone
radicalmente a la filosofía del Ser, la de Dios, que se presenta en el
Antiguo Testamento como "Aquél que es el que es". La Revolución no puede ser
considerada como una concepción bien definida del mundo, ya que ella quiere
representar su devenir perpetuo; no hay propiamente verdad revolucionaria,
sino solamente una cosa que quiere ser transformación del mundo, con el
hombre en perpetuo movimiento. El hombre no es, el hombre se hace; el mundo
no es, el mundo se crea; por lo tanto, no hay verdad ni falsedad, ni bien ni
mal, se maneja con la dialéctica, la famosa dialéctica hegeliana, en la cual
se pasa de la afirmación a negación, que se superan en la síntesis, y así
anda dando el mundo un espiral sin llegar a la meta.
La Revolución es dialéctica, y con la dialéctica se destruye todo un mundo
fundado en la Verdad, en el Ser, en la estabilidad; es decir, en el
sometimiento del hombre a las leyes naturales y sobrenaturales, al derecho
natural, a una concepción de que el hombre es un compuesto, que tiene una
esencia, y que no hay que contrariar a esta esencia, sino que hay que
respetarla. La Revolución no reconoce ni naturaleza ni sobrenaturaleza, y la
revolución opera con la dialéctica en la destrucción de la Cristiandad, y
esto lo viene haciendo no desde ahora, no desde el tiempo de Marx, ni desde
Hegel, sino que lo viene haciendo desde que comenzó la Revolución hace cinco
siglos.
La Iglesia, aunque su destino definitivo sea la vida futura, logró edificar
aquí en la tierra una ciudad que, aunque imperfecta como todo lo humano,
ostenta las condiciones esenciales para ser y denominarse católica. Pero una
ciudad católica es una realización muy difícil que sólo puede darse
milagrosamente bajo la acción de una providencia especial. El hombre ha
quedado de tal suerte, herido en el estado que tiene en este mundo, en las
facultades más naturales, que cuando se ordena naturalmente queda en estado
de equilibrio inestable, muy difícil de mantener. Necesita de la Gracia para
moverse en ese estado, gracia que se le da si la pide.
(…)
La festividad de Cristo Rey proclama la necesidad de que el mundo se someta
a Jesucristo no solo como verdad religiosa sino como verdad política;
proclama la necesidad absoluta para el hombre P creatura y pecador P de
encontrar su salud total y temporal en Jesucristo, el Unigénito del Padre
que ha tomado nuestra humanidad en el seno de la Virgen Madre. Sin
Jesucristo el individuo, las naciones y el mundo marchan aceleradamente a la
catástrofe. Sólo en Jesucristo tenemos la salud eterna y temporal. Nada más.
(MEINVIELLE, J., La Realeza de Cristo y el momento actual, Revista Verbo, nº
235, Agosto de 1983)
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La importancia de la
misericordia y la limosna
1. Escuchemos con fervor y con toda devoción este fragmento evangélico,
dulcísimo que es, que nosotros no cesamos de meditar constantemente y con el
que, muy razonablemente, ha terminado el Señor su discurso.
¡Cuánta importancia daba Él a la misericordia y a la limosna! De ahí que no
sólo habló anteriormente de ella de modos diversos, sino que aquí también
habla finalmente con más claridad y energía, no poniéndonos delante dos o
tres o cinco personas, sino el orbe entero. Cierto que tampoco antes esas
dos personas representaban simplemente dos personas, sino dos grandes
porciones de la humanidad: una, los que desobedecen, y otra los que
obedecen; mas aquí su palabra toma acentos más trágicos y brilla con más
vivo resplandor. De ahí que ya no diga: Se asemeja el reino de los cielos,
sino que Él mismo se nos muestra descubiertamente, diciendo: Cuando viniere
el Hijo del hombre en su gloria... Porque ahora ha venido en deshonor, en
injurias e ignominias; más entonces se sentará en el trono de su gloria. Y
su gloria recuerda ahora continuamente. Es que como la cruz estaba tan cerca
y la cruz parecía el suplicio más ignominioso, de ahí que trate Él de
levantar a sus oyentes y les ponga ante los ojos el tribunal, y delante del
tribunal a la tierra entera.
Y no es éste el modo único por el que da tono de espanto a su palabra, sino
el hecho de mostrarnos vacíos los cielos. Porque todos los
ángeles-dice-vendrán en su acompañamiento, y también ellos darán testimonio
de cuanto sirvieron, enviados por el Señor, en la salvación de los hombres.
De todos los modos ha de ser espantoso aquel día. Seguidamente: Se
reunirán-dice-todas las naciones, es decir, todo el género humano. Y
separará los unos de los otros, como el pastor a sus ovejas. Ahora no están
los hombres separados, sino todos mezclados; más entonces se hará la
separación con extremo cuidado. Y, por de pronto, por el lugar que cada
porción ocupa, da el Señor a entender lo que son; luego, por los nombres que
les pone manifiesta la diversa calidad, pues a unos los llama ovejas, y a
los otros, cabritos. Cabritos, para indicar la inutilidad; ovejas, para
significar el mucho provecho. Ninguna utilidad producen, en efecto, los
cabritos; mucho provecho, en cambio, sacamos de las ovejas: la lana, la
leche, las crías, de todo lo cual carece el cabrito.
Ahora bien, los animales tienen de la naturaleza ser inútiles o provechosos,
más en los hombres depende de su libre albedrío. De ahí que en éstos, unos
son castigados y otros premiados. Sin embargo, el Señor no los castiga,
hasta haberse justificado ante ellos; de ahí que, después de colocarlos a la
izquierda, les dirige sus acusaciones. Ellos le responden modestamente, pero
ya no les sirve para nada. Y con mucha razón, pues descuidaron una cosa en
que tanto empeño tiene el Señor. A la verdad, los profetas mismos no hacían
sino repetirles en todos los tonos: Misericordia quiero y no sacrificio1.
Moisés, su legislador, por todos los medios, por obras, por palabras,
trataba de inducirlos a la práctica de la misma misericordia. Y la misma
naturaleza es maestra de esa virtud. Notad, empero, cómo ellos no faltan a
una o dos de sus obras, sino a todas. Porque no sólo no dieron de comer al
hambriento ni vistieron al desnudo, sino que ni siquiera visitaron al
enfermo, con ser tan fácil. Y advertir también cuán ligeras cosas manda.
Porque no dijo: "Estuve en la cárcel y me librasteis; enfermo, y me
curasteis, sino: Enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y me vinisteis a
ver. Ni siquiera en dar de comer al hambriento mandó nada pesado, pues no
pretende que pongamos una mesa suntuosa, sino lo necesario para el sustento,
y lo pretende con figura lastimera.
De suerte que por todos lados había motivos bastantes para castigarlos: la
facilidad de dar lo que se les pedía, que era un pedazo de pan; lo lastimero
del que se lo pedía, que era un mendigo; la misma compasión natural, pues
era un hombre; lo precioso de la promesa, pues les había prometido el reino
de los cielos; lo terrible del castigo, pues les había amenazado con el
infierno; la dignidad del que recibía, pues era Dios quien por los pobres
recibía; la excelencia del honor, pues se había Dios dignado descender
tanto; lo justo de la donación
misma, pues Dios recibía lo que era suyo. Mas la avaricia ciega de una vez a
los que son víctimas de ella por más grave amenaza que pese sobre ellos.
Más arriba había dicho que quien no recibiera a los suyos sufriría más grave
castigo que Sodoma y Gomorra. Y aquí: En cuanto no lo hicisteis con uno de
estos hermanos míos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis.
¿Qué dices, Señor? ¿Son hermanos tuyos y los llamas pequeños? Por eso
justamente son hermanos míos, porque son humildes, porque son mendigos,
porque son desechados. Ésos son, en efecto: los desconocidos y desdeñados, a
quienes el Señor llama señaladamente a su hermandad. No digo solamente a los
monjes y a los que se han ido a morar en las montañas, no. Aun cuando sea un
hombre del mundo, si está hambriento, si va desnudo, si es peregrino, el
Señor quiere que goce de todo ese cuidado, pues el bautismo y la
participación de los sacramentos le ha hecho hermano suyo.
El premio de los misericordiosos
2. Por que veamos, por otro lado, la justicia de su sentencia contra quienes
no practicaron la misericordia, el Señor alaba primeramente a los que
hicieron las obras de ella, y les dice: Venid, benditos de mi Padre, heredad
el reino que está para vosotros aparejado desde la constitución del mundo.
Porque tuve hambre, y me disteis de comer, etc. Porque no dijeran los
réprobos: "Es que no teníamos", el Señor los condena con el ejemplo de sus
compañeros, como había antes condenado a las vírgenes fatuas por el ejemplo
de los prudentes y al siervo borracho y glotón, por el siervo fiel y
discreto, y al que enterró su talento, por el que granjeó otros dos, y, en
general, a los que pecan, por los que practican la virtud.
Esta comparación se hace a veces de igual a igual, como en el caso de las
vírgenes y aquí mismo; otras, a mayor abundamiento, como cuando dice el
Señor: Los hombres de Nínive se levantarán y condenarán a esta generación,
porque ellos creyeron en la predicación de Jonás. Y aquí está el que es más
que Jonás. Y la reina del mediodía condenará a esta generación,
porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón.
Y ahí está el que es más que Salomón2.
Otra vez de igual a igual: Ellos serán vuestros jueces3. Y, a mayor
abundamiento, dice Pablo: ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? ¡Cuánto
más lo temporal!4 Aquí, en el juicio, el paralelo va también de igual a
igual, pues se comparan ricos a ricos y pobres a pobres.
Mas no sólo muestra el Señor la justicia de su sentencia por el hecho de que
otros en las mismas circunstancias habían hecho lo que los réprobos no
hicieran, sino porque ni siquiera obedecieron en aquellas cosas en que la
pobreza no era obstáculo alguno; por ejemplo, en dar de beber al sediento,
en ir a ver a un encarcelado, en visitar a un enfermo.
Ya, pues, que ha alabado a quienes practicaron las obras de misericordia,
muéstrales ahora cuán grande fue desde antiguo su amor para con ellos.
Porque: Venid-les dice-, benditos de mi Padre; heredad el reino que está
aparejado para vosotros desde la constitución del mundo. ¡Cuántos bienes no
encierra ese nombre: ser benditos, y benditos de su Padre! ¿Y cómo se
hicieron dignos de ese honor? ¿Cuál fue la causa de esa bendición? Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, y lo
demás. ¡Qué palabras tan llenas de honor y bienaventuranza! Y no dijo:
"Tomad", sino: Heredad, como si se tratara de cosa familiar, de herencia
paterna, de algo que es vuestro, de algo que de antiguo se os debía. Porque
antes-parece decirles-de que vosotros nacierais, todo eso estaba preparado y
dispuesto para vosotros, pues ya sabía yo que habíais de ser así.
¿Y a cambio de qué reciben el reino de los cielos? A cambio de haber dado un
techo, a cambio de unos vestidos, de un pedazo de pan, de un vaso de agua,
de la visita a un enfermo, de la entrada en una cárcel. Porque siempre se
trata de socorrer una necesidad, si bien hay casos en que ni necesidad
existe. Porque, como antes dije, ni el enfermo ni el encarcelado piden sólo
que se los visite, sino éste que se le dé libertad, y el otro que se le cure
de su enfermedad. Más el Señor, en su benignidad, sólo nos exige lo que está
en nuestra mano o, por mejor decir, menos de lo que está en nuestra mano,
dejando lo demás a nuestra generosidad.
Condenación de los que no practicaron misericordia
A los réprobos, empero, les dice: Apartaos de mí, malditos; ya no dice: De
mi Padre, pues no fue el Padre quien los maldijo, sino sus propias obras; al
fuego eterno, que está aparejado, no para vosotros, sino para el diablo y
sus ángeles. Cuando habló del reino de los cielos, dijo: Venid, benditos de
mi Padre; poseed el reino, y luego prosiguió: Que está aparejado para
vosotros desde la constitución del mundo; mas, hablando del fuego, no dice
así, sino: Que está preparado para el demonio. Por mi parte, yo os había
preparado el reino de los cielos; más el fuego, sólo para el diablo y sus
ángeles, no para vosotros, estaba preparado. Mas, puesto que vosotros os
habéis arrojado en él, a vosotros habéis de echaros la culpa.
Y no sólo así, con lo que luego sigue se defiende también el Se��or ante
ellos y les pone las causas de su sentencia: Porque tuve hambre, y no me
disteis de comer. Aun cuando el que se acercaba a vosotros hubiera sido un
enemigo, ¿no bastaban sus sufrimientos a conmover y doblegar al más cruel:
el hambre, el frío, la cárcel, la desnudez, la enfermedad, el andar por
doquiera errante al cielo raso? Bastante era todo eso para terminar con
cualquier enemistad. Más vosotros no socorristeis ni a quien era vuestro
amigo, vuestro bienhechor y señor.
Muchas veces, al ver a un perro hambriento, nos conmovemos; a una fiera que
contemplemos sufrir hambre, nos doblegamos. ¿Y viendo a tu Señor no te
conmueves? ¿Qué defensa tienes en eso? Aun cuando ello solo fuera, ¿no sería
bastante recompensa? No digo oír, en presencia del orbe entero, aquella
palabra de bienaventuranza de boca del que está sentado en el trono de su
Padre y alcanzar el reino de los cielos; no, la obra misma, digo, la obra
misma, ¿no era ya en sí bastante galardón? Mas ahora, en presencia de toda
la tierra y entre los esplendores de su gloria, Él te proclama y te corona,
y confiesa que tú le alimentaste y acogiste, y no se avergüenza de
confesarlo, a fin de abrillantar más tu corona. De ahí que unos son
castigados por justicia y otros son coronados por gracia. Porque, aun cuando
hubieren hecho mil buenas obras, siempre será liberalidad de la gracia
darles, a cambio de tan pequeños y pobres servicios, un cielo tan inmenso,
tal reino y tal honor.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 79, 1-2, BAC
Madrid 1956 (II), p. 565-571)
1 Os 6, 6
2 Mt 12, 41-42
3 Mt 12, 27
4 1 Co 6, 3
Aplicación: P. José Marcone, IVE - La evangelización de la cultura
Lo que la Iglesia quiere expresar con la solemnidad de hoy, lo que la
Iglesia quiere decir cuando dice que Cristo es rey es lo que hoy se ha dado
en llamar, en una expresión maravillosa y exacta, la evangelización de la
cultura. Hacer que Cristo reine en la sociedad no es otra cosa que
evangelizar la cultura.
1. La transformación del hombre
La Palabra de Dios, viva y eficaz, está llamada a penetrar hasta los
tuétanos del ser humano (cf. Heb
4,12). La unión de Dios con el hombre operada en la Persona del Verbo por su
Encarnación expresa una voluntad muy firme de que todo hombre alcance la
unión plena con Dios, dado que "el Hijo de Dios con su Encarnación se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre"5. La voluntad de Dios es que todo
hombre, por su intensa unión con Cristo, llegue a ser "como una nueva
encarnación del Verbo", "como otra humanidad suya" de modo que el Padre no
vea en los hombres "más que el Hijo amado"6. El hombre puede llegar a esto,
y de hecho lo hace cuando se injerta en Cristo a través del Bautismo y pasa
a participar de la misma naturaleza del Verbo. Esta participación de la
naturaleza divina (cf. 2Pe 1,4) se hace a través de la gracia santificante.
Esta gracia santificante inhiere en la esencia del alma, en el principio
fundante más profundo de la persona y la transforma totalmente,
transfigurando simultáneamente sus potencias (la inteligencia y la voluntad)
y hasta su misma realidad corporal.
Esta participación de la naturaleza divina por parte del hombre, cuando es
profunda e intensa, no sólo transforma la esencia de su ser y sus
facultades, sino que además es fuente de actitudes interiores y exteriores,
que son modeladas por esa participación en la naturaleza divina. En aquel
que ha sido 'deificado' por la gracia, toda su actitud como persona humana,
todos sus hábitos y todo su comportamiento quedan profundamente mudados por
ese contacto esencial con la misma naturaleza de Dios y con las Personas
divinas, que "penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta
las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del
corazón" (Heb 4,12).
2. La transformación de las culturas…
Sin embargo, la realidad del ser humano e, incluso, la del hombre
particular, no se agota en sus propias fronteras personales. Hoy más que
nunca se tiene la convicción, compartida por la Iglesia, de que la
naturaleza del hombre no alcanza su expresión plena sino mediante la
inserción en una cultura determinada. "La Iglesia ha adquirido en nuestro
tiempo una nueva conciencia de la dimensión cultural de la persona y de las
comunidades humanas. (...) La cultura, (es) ese modo particular en el cual
los hombres y los pueblos cultivan su relación con la naturaleza y con sus
hermanos, con ellos mismos y con Dios, a fin de lograr una existencia
plenamente humana (cf. GS, 53). No hay cultura si no es del hombre, por el
hombre y para el hombre. Ésta abarca toda la actividad del hombre, su
inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido, sus costumbres y sus
recursos éticos"7.
Toda esta realidad debe también ser 'cristificada' y 'divinizada'; toda
ella, también, debe verse penetrada por el poder de la Palabra de Dios, y
ser transformada por dentro. Así como la gracia santificante transforma al
hombre entero tanto en su esencia como en sus actos, así también el
Evangelio debe transformar tanto las estructuras constitutivas de la
sociedad humana como cada una de las manifestaciones de esa sociedad.
Ninguno de los ámbitos que forman una sociedad humana y determinan una
cultura puede quedar fuera del influjo de la Palabra de Dios. Esta necesidad
se ve reforzada si tenemos en cuenta, como dice Pablo VI, que "la ruptura
entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo"8.
Es por eso que todo el esfuerzo de la Iglesia de hoy debe tender a hacer que
la fe en Cristo penetre en el hombre como individuo y en todo lo que nace de
él y pertenece a él, es decir, debe procurar que la fe penetre profundamente
en las culturas. Esto es lo que se ha querido expresar con el término
'inculturación de la fe', que Juan Pablo II ha definido como "una íntima
transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración
en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas
humanas"9. Porque es necesario estar profundamente convencidos que "una fe
que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada
en su totalidad, no vivida con fidelidad"10. La gracia de Cristo y su
palabra, o mejor, la Palabra, que es él mismo, tiene el poder de alcanzar -y
debe alcanzar- el corazón de toda cultura para purificarla, fecundarla y
enriquecerla, es decir, transfigurarla, acendrando sus elementos negativos y
llevando a su más pleno desarrollo los gérmenes de verdad y bondad que se
encuentran en ella. De esta manera nace una nueva cultura, una cultura
original, "cuyos dos constitutivos fundamentales son, a título radicalmente
nuevo, la persona y el amor"11 y que tiene como objetivo final la
construcción de la civilización del amor.
3. ...a través de la evangelización de la cultura
Esta inculturación de la fe se hace a través de la evangelización de la
cultura, que no es otra cosa que la obediencia al mandato de Cristo de
predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la
tierra. Gracias a esta evangelización específica, "el Evangelio penetra
vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos
culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus
valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo"12. A esta
evangelización de la cultura Pablo VI la describe con trazos muy vivos:
"Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los
ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro,
renovar a la misma humanidad (...).
Se trata también de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las
líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la
humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio
de salvación. Lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa,
como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta
sus mismas raíces una cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico
y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et Spes, tomando siempre como
punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de
las
personas entre sí y con Dios"13.
Conclusión
Hacer que el Evangelio y la gracia de Dios entren en la cultura de hoy y la
transforme y transfigure totalmente no es sólo tarea de los intelectuales.
Es tarea de todo bautizado. Cada cristiano, aun en el ambiente más humilde y
menos cualificado intelectualmente, está urgido por la palabra de Cristo a
tratar de que su mensaje y su gracia se inserten en el ambiente en el que se
desarrolla su vida cotidiana. El primer ambiente de este tipo es su propia
familia. Luego, el trabajo, los lugares de esparcimiento, el deporte, etc.
Todo bautizado debiera sentirse responsable de que Cristo reine en el
pequeño mundo que a cada uno de nosotros nos toca vivir. Sólo así, con una
actividad capilar y de infinita paciencia, se logrará que Cristo esté
presente en el corazón del hombre individual y en el corazón de la sociedad.
Pidámosle esa gracia a la Virgen María.
5 CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, nº 22.
6 S. ISABEL DE LA TRINIDAD, Elevaciones, n.
33.34.36
7 CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA, Para una
pastoral de la cultura, 1999, nº 2.
8 PABLO VI, Encíclia Evangelii Nuntiandi, nº 20.
9 SAN JUAN PABLO II, Encíclia Redemptoris Missio,
sobre la permanente validez del mandato misionero, 1990, nº 53.
10 SAN JUAN PABLO II, Carta autógrafa por la que
se instituye el Consejo Pontificio de la Cultura, en L'Osservatore Romano,
9-VII-82.
11 CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA, Para una
pastoral de la cultura, 1999, nº 3.
12 SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica
Postsinodal Pastores dabo vobis, sobre la formación de los sacerdotes en la
situación actual, 1992, nº 55.
13 PABLO VI, Encíclia Evangelii Nuntiandi, nº 19.
Y quienes estamos llamados en la Iglesia a ser
pastores, no podemos distanciarnos de este modelo, si no queremos
convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato
infalible al reconocer a los buenos pastores y distinguirlos de los
mercenarios.
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Aplicación: Benedicto XVI - Solemnidad de N. Sr. Jesucristo Rey del Universo 2011
(…) El Evangelio que acabamos de
escuchar, nos dice que Jesús, el Hijo del hombre, el juez
último de nuestra vida, ha querido tomar el rostro de los hambrientos
y sedientos, de los extranjeros,
los desnudos, enfermos o prisioneros, en definitiva, de todos los que sufren
o están marginados; lo que les
hagamos a ellos será considerado como si lo hiciéramos a Jesús mismo. No
veamos en esto una mera fórmula
literaria, una simple imagen. Toda la vida de Jesús es una muestra de ello.
Él, el Hijo de Dios, se ha hecho
hombre, ha compartido nuestra existencia hasta en los detalles más
concretos, haciéndose servidor de sus hermanos más pequeños. Él, que
no tenía donde reclinar su
cabeza, fue condenado a morir en una cruz. Este es el Rey que celebramos.
Sin duda, esto puede parecernos desconcertante. Aún hoy, como hace 2000 años, acostumbrados a ver los signos de la realeza en el éxito, la potencia, el dinero o el poder, tenemos dificultades para aceptar un rey así, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey cuyo trono es la cruz. Sin embargo, dicen las Sagradas Escrituras, así es como se manifiesta la gloria de Cristo; en la humildad de su existencia terrena es donde se encuentra su poder para juzgar al mundo. Para él, reinar es servir. Y lo que nos pide es seguir por este camino para servir, para estar atentos al clamor del pobre, el débil, el marginado. El bautizado sabe que su decisión de seguir a Cristo puede llevarle a grandes sacrificios, incluso el de la propia vida.
Pero,
como nos recuerda san Pablo, Cristo ha vencido a la muerte y nos
lleva consigo en su resurrección.
Nos introduce en un mundo nuevo, un mundo de libertad y felicidad.
También hoy son tantas las
ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen prisioneros y
nos impiden vivir libres y
dichosos. Dejemos que Cristo nos libere de este mundo viejo. Nuestra fe en
Él, que vence nuestros miedos,
nuestras miserias, nos da acceso a un mundo nuevo, un mundo donde la
justicia y la verdad no son una
parodia, un mundo de libertad interior y de paz con nosotros mismos, con los
otros y con Dios. Este es el don
que Dios nos ha dado en nuestro bautismo.
«Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Acojamos estas palabras de bendición que el Hijo del hombre dirigirá el Día del Juicio a quienes habrán reconocido su presencia en los más humildes de sus hermanos con un corazón libre y rebosante de amor de Dios.
Hermanos y hermanas, este pasaje
del Evangelio es verdaderamente
una palabra de esperanza, porque el Rey del universo se ha hecho muy
cercano a nosotros, servidor de los más pequeños y más humildes. Y
quisiera dirigirme con afecto a
todos los que sufren, a los enfermos, a los aquejados del sida u otras
enfermedades, a todos los
olvidados de la sociedad. ¡Tened ánimo! El Papa está cerca de vosotros con
el pensamiento y la oración.
¡Tened ánimo! Jesús ha querido identificarse con el pequeño, con el enfermo;
ha querido compartir vuestro
sufrimiento y reconoceros a vosotros como hermanos y hermanas, para
liberaros de todo mal, de toda
aflicción. Cada enfermo, cada persona necesitada merece nuestro respeto y
amor, porque a través de él Dios nos indica el camino hacia el cielo.
Queridos hermanos y hermanas, todos los
que han recibido ese don maravilloso de la fe, el
don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la
necesidad de anunciarlo a los demás.
La Iglesia existe para anunciar esta Buena Noticia. Y este deber es
siempre urgente. Después de tantos
años, hay todavía muchos que aún no han
escuchado el mensaje de salvación de Cristo. Hay también
muchos que se resisten a abrir sus corazones a la Palabra de Dios. Y
son numerosos aquellos cuya fe
es débil, y su mentalidad, costumbres y estilo de vida ignoran la realidad
del Evangelio, pensando que la
búsqueda del bienestar egoísta, la ganancia fácil o el poder es el objetivo
final de la vida humana. ¡Sed
testigos ardientes, con entusiasmo, de la fe que habéis recibido! Haced
brillar por doquier el rostro
amoroso de Cristo, especialmente ante los jóvenes que buscan razones para
vivir y esperar en un mundo
difícil.
La Iglesia en Benín ha recibido mucho de los misioneros: ella debe llevar a su vez este mensaje de esperanza a quienes no conocen o han olvidado al Señor Jesús. Queridos hermanos y hermanas, os invito a que tengáis esta preocupación por la evangelización en vuestro país, en los pueblos de vuestro continente y en el mundo entero. El reciente Sínodo de los Obispos para África lo recuerda con insistencia: el hombre de esperanza, el cristiano, no puede ignorar a sus hermanos y hermanas. Esto estaría en contradicción con el comportamiento de Jesús. El cristiano es un constructor incansable de comunión, de paz y solidaridad, esos dones que Jesús mismo nos ha dado.
Al ser fieles a ellos, estamos
colaborando en la realización del plan de salvación de Dios para la
humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, os invito
por tanto a fortalecer vuestra fe en Jesucristo
mediante una auténtica conversión a su persona. Sólo Él nos da la
verdadera vida, y nos libera de
nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Buscad las
raíces de vuestra existencia en
el bautismo que habéis recibido y que os ha hecho hijos de Dios. Que
Jesucristo os dé a todos la
fuerza para vivir como cristianos y tratar de transmitir con generosidad a
las nuevas generaciones lo que
habéis recibido de vuestros padres en la fe.
Que el Señor os llene de su gracia.
Aplicación: Papa Francisco: Solemnidad de N. S. Jesucristo, Rey del
Universo
La liturgia de hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del
Universo. La hermosa oración del Prefacio nos recuerda que su reino es
"reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de
justicia, de amor y de paz". Las lecturas que hemos escuchado nos muestran
cómo realizó Jesús su reino; cómo lo realiza en el devenir de la historia; y
qué nos pide a nosotros.
Ante todo, cómo realizó Jesús su reino: lo hizo con la cercanía y la ternura
hacia nosotros. Él es el pastor, de quien habló el profeta Ezequiel en la
primera lectura (cf. 34, 11 - 12. 15-17). Todo este pasaje está entrelazado
por verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño:
buscar, cuidar, reunir a los dispersos, conducir al apacentamiento, hacer
descansar, buscar a la oveja perdida, recoger a la descarriada, vendar a la
herida, fortalecer a la enferma, atender, apacentar. Todos estas actitudes
se hicieron realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el "gran pastor de
las ovejas y guardián de nuestras almas" (cf. Hb 13, 20; 1 P 2, 25).
Después de su victoria, es decir, tras su Resurrección, ¿cómo lleva adelante
Jesús su reino? El apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, dice:
"Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies"
(15, 25). Es el Padre quien poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo
tiempo el Hijo somete todo al Padre, y al final incluso a sí mismo. Jesús no
es un rey al estilo de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino
obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se realice su designio de amor
y de salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo
tanto, el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo del sometimiento de
todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. "El último enemigo en ser
destruido será la muerte" (1 Cor 15, 26). Y al final, cuando todo sea
sometido bajo la realeza de Jesús, y todo, incluso Jesús mismo, sea sometido
al Padre, Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).
El Evangelio nos dice qué nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos
recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para
nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de
nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey
dice: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de
comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis,
estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y
vinisteis a verme" (25, 34-36). Los justos contestarán: ¿cuándo hemos hecho
todo esto? Y Él responderá: "En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis
con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,
40).
La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con
la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó
el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús,
porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la
vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los
hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios,
nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió
su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya
a partir de esta vida -el reino comienza ahora- haciéndonos concretamente
próximo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis.
Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a
compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y
su Evangelio.
Hoy la Iglesia nos presenta como modelos a los nuevos santos que,
precisamente mediante las obras de una generosa entrega a Dios y a los
hermanos, sirvieron, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se
convirtieron en sus herederos. Cada uno de ellos respondió con
extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se
dedicaron sin reservas al servicio de los últimos, asistiendo a los
indigentes, enfermos, ancianos y peregrinos. Su predilección por los
pequeños y los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a
Dios. En efecto, buscaron y descubrieron la caridad en la relación fuerte y
personal con Dios, de la que brota el verdadero amor por el prójimo. Por
ello, en la hora del juicio, escucharon esta dulce invitación: "Venid,
benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo" (Mt 25, 34).
Con el rito de canonización, hemos confesado una vez más el misterio del
reino de Dios y honrado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño.
Que los nuevos santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en
nosotros la alegría de caminar por la senda del Evangelio, la decisión de
asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su
fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se revista de
inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y
pasajeros. Y que la Madre, María, reina de todos los santos, nos guíe en el
camino hacia el reino de los cielos.
(PAPA FRANCISCO, Homilía en la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey
del Universo, Plaza de San Pedro, Domingo 23 de noviembre de 2014)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, IVE - Cristo rey Mt 25, 31-46
Cristo es rey. Es rey por derecho natural porque es Hijo de Dios y por Él
han sido creadas todas las cosas14 pero además es rey por derecho de
conquista ya que recreó todas las cosas por su misterio pascual y Dios ha
sometido a Él todas las cosas15.
Él se hizo hombre para traer su Reino a los hombres y para que los hombres
entren en su Reino. Su Reino es el Reino del amor y sólo entran en él los
que aman. Cristo ha venido a traernos a Dios y "Dios es amor"16, por eso el
Reino de Cristo es amor, pues Él es Dios con nosotros y su reino es por
participación lo que Él es por naturaleza. Su Reino, que no es de este mundo
lo ha querido trasladar a este mundo. Lo ha manifestado por su vida, en
especial, por su misericordia para con los hombres y en la entrega de sí
mismo para la salvación de los pecados.
Nos ha dado un mandamiento nuevo que es el compendio de todos los
mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí
mismo, o más simplificado, amar al prójimo por amor a Dios o amar a Dios en
el prójimo, "os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros.
Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los
otros"17.
Cristo ha establecido su Reino de amor en la tierra y quiere que los hombres
entren en su Reino. No son distintos el Reino de Cristo y el Reino del
Padre. El Reino de Cristo es una prolongación del Reino de Dios y camina a
la perfección para ser uno con él.
Cristo por su obediencia de amor ha vencido la rebeldía del pecado y por su
amor a Dios hasta la entrega total ha vencido al diablo (…). Cristo venció
la muerte en sí mismo por amor al Padre porque el amor es más fuerte que la
muerte18 y finalmente la vencerá en nosotros resucitándonos de entre los
muertos para que Cristo reine sobre todas las cosas y entregue todas las
cosas transfiguradas por el amor a Dios y así Dios sea "todo en todo"19,
para que el amor sea la vida de la Jerusalén celeste.
Reino de Cristo fundado en la caridad y no en la filantropía. Reino que es
gracia y no obra de hombres. Cuando Cristo venga al final de los tiempos
juzgará a los hombres en el amor. Las obras de misericordia
hechas por amor a Cristo serán las determinantes del lugar definitivo de los
hombres. Los que amaron a Cristo en el prójimo entrarán para siempre en el
Reino y los que no amaron a Cristo en el prójimo quedarán excluidos
eternamente de su Reino.
Al ser las obras por caridad, es decir, por Cristo, mirando a Cristo en el
prójimo queda incluido en prójimo todo el necesitado de misericordia,
pequeños, marginados, antipáticos, repugnantes, presos, enfermos, peregrinos
o de otras naciones, etc.
No sólo los que nos pueden devolver el favor sino también los que no nos lo
pueden devolver. Cristo mora en cualquier hombre, Cristo se ha hecho hombre
para salvar a todos los hombres, en la humanidad asumida por Cristo están
incluidos, en cierta manera, todos los hombres.
El amor a Dios, la caridad, se manifiesta en el amor al prójimo hecho por
amor a Cristo. San Pablo dice que la perfección de la ley es el amor al
prójimo20 y San Juan que miente quien dice amar a Dios si no ama al prójimo
porque amando al prójimo manifestamos el amor a Dios21.
¿Qué hace el rey con los que no lo quieren? Los tolera. Pero si tienen que
comparecer ante él por el delito de desobediencia formal son castigados. Si
se niegan a reconocer su autoridad y lo odian son retirados de su presencia.
Los que no quieren a Cristo por rey se excluyen ellos mismos de su Reino y
fuera del Reino del amor sólo existe el odio, eso es el infierno.
14 Cf. Jn 1, 3
15 Cf. 1 Co 15, 27
16 1 Jn 4, 8
17 Jn 13, 34
18 Cf. Ct 8, 6
19 1 Co 15, 28
20 Ga 5, 14
21 1 Jn 4, 20
cf. cortesía IVEargentina