Domingo 14 del Tiempo Ordinario A - Soy manso y humilde de Corazón - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Maertens-Frisque - ser discípulo
Comentario teológico: L. Monloubou - La conciencia de ser Hijo del Padre
Comentario Teológico: Reginald Garrigou – Lagrange - La humildad de
Jesús y su magnanimidad
Comentario: Hans Urs von Balthasar - Todo procede del Padre
Santos Padres: San Agustín I - La primera ocupación de la vida: elegir lo
que se ha de amar
Santos Padres: San Agustín II - El reino revelado a los pequeños (Mt
11,25; Lc 10,21).
Aplicación: Benedicto XVI - Una joya de la oración de Jesús
Aplicación: Mons. Tihamér Toth - "Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón" (Mt. 11, 29)
Aplicación: San Pedro Julián Eymard - “Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón”
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El himno de júbilo
Aplicación: P. Octavio Ortiz - Cristo revela el rostro misericordioso
del Padre
Aplicación: Francisco Bartolomé González - Sólo el Hijo es capaz de
revelar el verdadero rostro de Dios
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a
Las Lecturas del Domingo
Exégesis:
Maertesn-Frisque - ser discípulo
La cuestión de la autenticidad, de la unidad y de la doctrina
de este pasaje, plantea muchos problemas a los exegetas. La primera
parte (vv. 25-27) se parece mucho a la versión de Lucas (/Lc/10/21-22),
pero la segunda se separa mucho de ella (/Lc/10/23-24 y /Mt/11/28-29).
Parece, sin embargo, que Mateo transmite una versión primitiva, si
tenemos en cuenta el gran número de aramismos en este relato.
Primero, Xto formula una acción de gracias a su Padre (vv. 25-27) porque
ambos son el uno para el otro y por la misión que Él ha recibido de
revelarlo a los pequeños (vv. 28-30) para invitarlos a entrar en
comunión con Él.
a)El trasfondo bíblico de este himno es muy revelador: Xto se aplica el
himno de /Dn/02/23. Los tres "niños" (cf Lc 10. 21) se oponen a los
"sabios" babilónicos; gracias a sus plegarias (Dn 2. 18) se les ha
concedido la "revelación" del misterio del Reino (expresión
característica del libro de Daniel, que se vuelve a encontrar también en
Lc 10. 21), que ha escapado a los sabios y doctores.
Xto compara la oposición entre sus discípulos y los sabios del judaísmo
a la que separa a los "niños y los sabios" en tiempos de Nabucodonosor.
También Él va a abrir su Reino y ofrecer la "revelación" a una categoría
bien determinada de "pobres", los que lo son en el plano de la
inteligencia. En esto se separa de algunos doctores del judaísmo, que
con frecuencia eran despiadados para con el pueblo ignorante (cf. Is 29.
14; 1 Co 1. 19-26).
b)En otro pasaje del libro de Daniel (/Dn/07/14), el Hijo del hombre
"recibe todo" del Anciano en días..., y este misterio constituye el
objeto de la revelación hecha a Daniel. Partiendo de este texto, Cristo,
que reivindica para Sí el título de Hijo del hombre (Mt 24. 36), bendice
al Anciano en días, pero con un nuevo nombre, el de Padre, porque ha
"puesto todo en sus manos", es decir, porque le ha dado, como en Daniel
7. 14, un "poder sobre todas las cosas" (Mt 28. 18; Jn 5. 22; 13. 3; 17.
2), pero también un "conocimiento" pleno del Padre, que deberá revelar a
los hombres (v. 27). Cristo es, así, simultáneamente, el Rey y Revelador
del Reino a los pequeños. Agrupándose en torno a Él, éstos podrán
conocer a Dios y constituir una comunidad distinta de "los que no
conocen a Dios"; primero, los paganos (Jr 10. 25), y después los sabios
judíos (v. 21; cf Jn 12. 39-50).
c)Los "cansados y cargados" (v. 28) son los mismos que los pequeños y
los ignorantes de los versículos precedentes. En efecto, el peso o el
"yugo" designa con frecuencia en el judaísmo el cumplimiento de la ley
(Si 51. 26; Jr 2. 20; 5. 5; Ga 5. 1).
Los escribas les habían sobrecargado con un número incalculable de
prescripciones que los simples y los ignorantes se esforzaban por
observar, sin tener la capacidad suficiente para distinguir lo necesario
de lo accidental (Mt 23. 4). Los que Jesús ha reclutado no son tanto los
afligidos como los simples e ignorantes, esclavos de las prescripciones
del legalismo judío.
Cristo, que guardaba sus distancias frente al intelectualismo, hace otro
tanto frente al legalismo.
d)Jesús se presenta, sin embargo, como los rabinos y los sabios que
reclutaban discípulos para sus escuelas (v. 29; cf Si 51. 31; Is 55. 1;
Pr 9. 5; Si 24. 19). Impone a su vez un yugo, pero fácil de llevar (1 Jn
5. 3-4; Jr 6. 6) porque Él también ha formado parte de la comunidad de
los pobres anunciada por So 3. 12-13, y porque reúne a los mansos y
humildes de corazón. El nuevo Maestro de sabiduría es, pues, un Pobre, y
lo es de corazón, porque ha adoptado libre y voluntariamente esta
condición.
Esta pobreza de Xto da unidad a todo el pasaje. Frente al
intelectualismo de los sabios que creían saberlo todo, Xto se dirige a
los ignorantes, pero como uno de ellos, pues afirma que todo lo que Él
sabe no proviene de Él, sino que lo ha recibido del Padre (vv. 21-22).
Frente al legalismo de los rabinos, Jesús se vuelve hacia los que se
encurvan bajo el yugo de la ley, que sienten complejo de culpa frente a
esa ley y se presenta igualmente como uno de ellos: también a Él le han
echado en cara faltas y pecados (el contexto de Mt 12. 1-11 lo muestra
claramente) y se ha liberado de ese complejo de culpa, invitando a
cuantos son víctimas de él a liberarse también.
Una comparación entre Ben Sirá (Si) y Jesús puede ayudar a comprender la
originalidad del mensaje de Jesús. Ambos han vivido una relación
especial con Dios: para uno, era de orden sapiencial e intelectual; para
el otro, de orden filial. Con el primero, Dios comparte secretos; con el
segundo, comparte su vida.
Ben Sirá y Jesús se enfrentan con los problemas de la ley. A los ojos
del primero, la ley emana de la sabiduría y es un instrumento para
encontrarse con Dios; para el segundo, su yugo -al menos el yugo del
legalismo- es una pantalla que impide el encuentro con Dios, porque
desvía a los ignorantes y falsifica sus relaciones con Dios.
Ambos atienden especialmente a los pobres y a los humildes. Pero el
segundo amplía el círculo de los pobres a los ignorantes y a los que han
sido explotados por una falsa sabiduría y un legalismo estrecho. Ben
Sirá y Jesús quieren ser maestros de sabiduría, pero uno cree que su
enseñanza sanará a los pobres, mientras el otro se hace pobre entre los
pobres y revela incluso sus relaciones con el Padre en la forma de
pobreza absoluta, pues Él no es nada por Sí mismo y solo es lo que se le
ha dado.
En Jesús, pues, la pobreza adquiere una desviación de su centro de
gravedad. La pobreza definía una situación material o de ignorancia;
representaba algunas veces una actitud espiritual y moral; de ahora en
adelante expresa una condición ontológica. Cristo es pobre porque en Él
el hombre se comprende en su relación con el Padre, y esta pobreza es
salvadora porque no está construida por fuerzas humanas.
Serán discípulos de Jesús los que acepten en lo más profundo de su ser
la renovación que los hace disponibles a la iniciativa divina y vivirán
esta renovación en la comunidad eclesial.
(MAERTENS-FRISQUE, NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA V, MAROVA MADRID
1969.Pág.136 ss)
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Comentario teológico: L. Monloubou - La conciencia de ser Hijo
del Padre
Digamos, en primer lugar, que la oración de Jesús aquí citada no debe
quedar separada de los versículos que la preceden. Acostumbrados a
cortar este capítulo, dejamos de lado el estrecho lazo que une las
palabras de Jesús al fracaso de su predicación en Galilea. Este fracaso
está aquí supuesto mediante la condena de las ciudades incrédulas.
El interés de la oración de Jesús viene en primer término de que,
después de constatar el fracaso de su gira galilea, Jesús "bendice" a su
Padre. No faltan, en el A.T., textos que muestran la reacción agresiva,
muy humana, de los heraldos de la Palabra de Dios, heridos ante el
fracaso con que chocan, prontos a hacer responsable a Dios de su falta
de éxito. Las Confesiones de Jeremías refieren la desesperación, también
muy humana -¿quién, fuera de Jesús, podría condenar tal desesperación?-,
del desgraciado profeta, acosado por todas partes por los oyentes a los
que su palabra ha condenado. Esas frases de un profeta desesperado ante
su fracaso, dispuesto a dudar de Dios, que nos refiere Jeremías (15.
15-18 o 15. 19-21) podrían servir como primera lectura: harían ver la
debilidad del creyente, del profeta mismo, inclinado a dudar de Dios;
harían percibir mejor la sublime fuerza de Jesús que, en lugar de lanzar
invectivas de dudar, "bendice". "Sí, Padre, dice, así te ha parecido
mejor". Y de la misma manera, en lugar del patético Jeremías, podrían
tomarse las frases de Jonás (3. 7-4. 4), obstinado en su incapacidad
para entender a Dios, su designio, su misericordia. Jesús, pues,
bendice. La bendición viene al final de un movimiento de admiración. Se
bendice una obra porque se la admira, y lo mismo a un personaje en quien
se descubren los signos de la perfección, del pleno cumplimiento. Del
mismo modo Jesús mantiene que el resultado de la predicación galilea,
tan decepcionante en apariencia, tiene algo de satisfactorio. Para
apreciar las cosas así, se necesita superar los motivos naturales.
Porque el grito admirativo que se expresa en la bendición no procede
precisamente sólo de la cosa contemplada, vista, admirada. Viene de la
referencia a Dios. El impulso maravilloso brota porque Dios ha sido
entrevisto; la situación se ha mostrado como fruto de un acto de Dios,
como obra divina; y en ese caso es a Dios, más que a su obra, a quien se
admira: y se "bendice".
Jesús bendice a Dios porque, sin olvidar nada de la responsabilidad que
a los incrédulos corresponde en su fracaso (la condena de las ciudades
es un testimonio), reconoce un misterio divino; sabe que Dios está
presente en este drama que ha reducido casi a la nada su esfuerzo de
evangelización. Y admira esa presencia, esa obra de Dios. Él es el que a
unos, a los incrédulos, ha "ocultado", y Él es quien ha "revelado" a los
"sencillos": por todo ello debe ser bendecido. Él se ha demostrado como
un Dios presente; más que presente: como un Dios "paterno". "Yo te
bendigo, Padre", dice Jesús. Estamos muy lejos de Jeremías y de Jonás.
Y estamos más lejos todavía de lo que los hombres son cotidianamente
capaces, de eso a que nosotros mismos llegamos. Jesús da además el
motivo de esa superioridad. Si su oración alcanza el nivel de
disponibilidad, de confianza, de atención filiales a que Él llega y que
nosotros no sabemos alcanzar, es debido a los lazos especiales que le
unen a Dios: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al
Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". (...)
Lo mismo que Jeremías se sabía "conocido" por Yahvé (Jr 1. 5), Jesús se
sabe también "conocido" con un conocimiento que penetra el más íntimo
secreto de sus disposiciones de confianza, de disponibilidad y afecto
filiales. Al mismo tiempo, y siempre a la manera de un Jeremías
consciente de hablar en nombre de Dios, de poseer sus secretos, Jesús
sabe que él "conoce" a Dios, su acción misteriosa, su oculto designio, y
que lo conoce mejor que cualquier otro, hasta el punto de saber
identificar el carácter "paterno" de esta obra, de este proyecto, como
ningún otro hombre sabe hacerlo.
Tal es la fuente de la oración de Jesús y del carácter excepcional de
esta oración. En el fondo, estas frases breves dan testimonio de la
conciencia que tenía Jesús de los lazos especiales que le unían a Dios,
lazos que "experimentaba" en la predicación galilea. Entonces Jesús se
descubría a sí mismo "paternalmente" seguido, acompañado, ayudado por
Dios de una manera que sólo puede expresar el término tan humano de
"Padre"; y además percibía en lo más profundo de su ser la subida hacia
ese Dios paterno, con un movimiento que corresponde a lo que nosotros
designamos como actitud o amor "filial".
(LOUIS MONLOUBOU, LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE MATEO, EDIT. SAL
TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 179)
Comentario Teológico: Reginald Garrigou – Lagrange - La humildad
de Jesús y su magnanimidad
Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29)
Decíamos que el misterio de la Redención fue, sobre todo, la
manifestación
del Amor de Nuestro Señor por nosotros. Ahora bien, el amor sobrenatural
de
caridad contiene virtualmente todas las virtudes que le están
subordinadas;
las vivifica, las inspira y ordena sus actos hacia el fin supremo, que
es su
objeto propio: amar a Dios sobre todas las cosas. Entre las virtudes de
Nuestro Señor hay una, la humildad, que conviene considerar más en
particular porque por ella Jesús nos cura especialmente del orgullo que
es,
según la Escritura, el principio de todo pecado: Initium omnis peccati
est
superbi[1]. Los filósofos de la antigüedad, que describieron largamente
casi
todas las virtudes morales, no hablaron nunca de la humildad porque
ignoraron el doble fundamento que se encuentra en el dogma de la
creación ex
nihilo (hemos sido creados de la nada) y en el de la necesidad de la
gracia
actual para el menor acto salutífero.
La sabiduría mundana también pretende bastantea menudo que la humildad
no es
más que un aire de virtud que se da en el débil, en el pusilánime, en el
que
no tiene fortaleza. La humildad, piensa, esconde falta de inteligencia,
de
saber hacer y de energía. Según el mundo, el hombre avisado y decidido
debe
saber lo que vale para afirmarse e imponerse; no tiene relación con una
actitud humilde que denotaría falta de vigor y de dignidad. Se confunde,
así, humildad y pusilanimidad.
Ahora bien, sucede que el Salvador, el fuerte por excelencia, pudo decir
a
sus discípulos: Confiad: yo he vencido al mundo[2]. Jesús, verdadero
Dios,
Verbo encarnado, que podía imponerse a todos por el ascendiente de la
inteligencia y del carácter, por su poder y sus milagros; Jesús, el más
grande de los hombres por el espíritu y por el corazón, nos dice:
Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para
vuestras almas[3]. Dios quiere que aprendamos la virtud del ocultamiento
por
medio de Aquel cuya grandeza supera todas las grandezas de aquí abajo.
En efecto, para Nuestro Señor, la humildad, lejos de ser indicio de
falta de
inteligencia o de energía, proviene, al contrario, de un altísimo
conocimiento de Dios y se alía a una inmensa dignidad; y hasta tal
punto,
que un escritor como Pascal, queriendo enseñar que Jesús es
infinitamente
superior a todos los héroes y a todos los genios de la humanidad, se
contenta con escribir: No inventó nada, no reinó, pero fue humilde,
paciente, santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin ningún
pecado. ¡Oh, con qué prodigiosa magnificencia vino para los ojos del
corazón
y de los que ven la Sabiduría![4]
Veamos cuál es el principio de la humildad en Jesús, cómo practicó esta
virtud y cómo se unían en Él la magnanimidad o grandeza de alma con la
humildad.
El principio de la humildad de Cristo
La verdadera humildad, lejos de provenir de una falta de clarividencia,
de
saber hacer, se deriva de un profundo conocimiento de la grandeza
infinita
de Dios y de la nada de la criatura que, por sí misma, es nada. Este
doble
conocimiento se unifica cada vez más, pues la infinita majestad de Dios
manifiesta la fragilidad de la criatura e, inversamente, nuestra
impotencia
nos revela, por contraste, la fuerza de Dios. Estos dos conocimientos,
dice
Santa Catalina de Siena, son como el punto más bajo y el más alto de un
círculo que crecería siempre. Cuando se sabe o se encuentra el punto más
bajo, se ve por contraste dónde se encuentra también el punto
diametralmente
opuesto. El círculo que siempre crece es el símbolo de la contemplación.
La humildad nace de la visión del abismo que separa a Dios de la
criatura.
El Padre celestial, queriendo grabar profundamente ese pensamiento en el
alma de Catalina de Siena, le dice: Yo soy el que es, tú eres la que no
es.
Había hablado del mismo modo a Moisés.
Dios es el mismo Ser, que no puede no ser, que es desde toda la
eternidad,
sin comienzo, sin límite alguno, el infinito océano del ser. Dios es
también
la soberana Sabiduría, que no ignora nada del futuro más lejano y para
la
que no hay misterio. Es el mismo Amor, sin decaimiento alguno,
impecable. Es
el Poder mismo al quenada resiste sin su permiso.
Por el contrario, la criatura, por muy dotada que esté, por sí mismo no
es.
Si un día recibió de Dios la existencia, la recibió gratuitamente,
porque
Dios la amó libérrimamente creándola de la nada. Los filósofos antiguos
nunca se elevaron a la idea explícita de la creación ex nihilo; no
pensaron
en la libertad absoluta del acto creador.
Dios habría podido no crearnos, no tenía ninguna necesidad de nosotros,
porque Él es el Bien infinito y la Beatitud suprema.
La criatura por sí misma no es nada, y una vez que existe, en
comparación
con Dios no es nada. El resplandor de una vela aún es algo, por poco que
sea, en comparación con el sol más refulgente, porque el esplendor del
sol
no es infinito, mientras que la más alta criatura nada es en comparación
con
la Infinitud de Dios, en comparación con la infinita perfección de su
sabiduría y de su amor. Después de la creación hay diversos seres, pero
no
hay más ser, ni más sabiduría, ni más vida, ni más amor. Del mismo modo,
con
relación al Altísimo, el ángel, el hombre, la mota de polvo, son
igualmente
ínfimos, pues entre toda criatura y Dios hay siempre una infinita
distancia.
Además, para la dirección de su vida, la criatura inteligente depende de
Dios, quien le asigna su fin, la vida eterna. ¿De qué sirve ganar el
universo si se pierde el alma? ¿Y cuál es el buen camino para ganar la
vida
eterna? El que la Providencia divina nos ha trazado desde toda la
eternidad.
A nosotros nos toca reconocer humildemente esa vía; no nos pertenece
determinarla.
Puede ser una vía oculta, para preservarnos del orgullo y del olvido de
Dios. Puede ser una vía de sufrimiento, más fecunda que ninguna otra en
frutos de vida. El apostolado por la oración y el sufrimiento no es
menos
fecundo que el de la doctrina e incluso fecunda a este último llevándole
a
buscar la doctrina no sólo en los libros, sino en la fuente de vida.
Debemos
aceptar humildemente el camino, quizá oculto y doloroso, que el Señor ha
escogido para nosotros en su bondad, la vida que nos ha sido indicada
por
las circunstancias y por los que el Señor nos ha dado como guías.
Finalmente, ¿qué puede hacer la criatura por sí sola para avanzar en ese
camino que lleva a la vida eterna? Nada. Aunque hubiese recibido y a la
gracia santificante en alto grado, no podría hacer el menor acto
salutífero,
dar el menor paso adelante, sin un nuevo socorro actual de Dios; ese
socorro
le es ofrecido, pero no puede recibirlo si se deja cautivar por la
atracción
del placer o la tentación del orgullo. Los que ven mejor la elevación
del
fin a alcanzar, también sienten mejor su fragilidad. ¿Quiénes lo han
conocido nunca mejor que los santos? No se han fiado de sí mismos y han
depositado su confianza en Dios.
Tal es el principio de la humildad: el conocimiento de la infinita
grandeza
de Dios y el de nuestra nada. Si esto es así, ¿cuál fue la humildad de
Jesús?
Para saber lo que fue la humildad de Cristo haría falta haber
profundizado
como Él en el misterio del acto creador y en el misterio de la gracia.
Jesús, tanto aquí en la tierra como en el cielo,-es aún más humilde que
María y que todos los santos, porque conoce mejor la infinita
distancia-que
separa a toda naturaleza creada de su Creador, porque conoce mejor que
nadie
la grandeza de Dios y la fragilidad de toda alma humana y de todo
espíritu
creado.
En efecto, en la tierra, Jesús tenía la visión beatífica. Veía a Dios
cara a
cara mediante su inteligencia humana por un reflejo del esplendor del
Verbo.
En lugar de tener necesidad, como nosotros, de razonar y de emplear
palabras
humanas para decirse que Dios es el Ser mismo, la Sabiduría misma, el
Amor
mismo, Jesús veía inmediatamente la esencia divina, la Deidad. La parte
más
excelsa de su alma santa estaba como en un éxtasis perpetuo, cautivada
por
el Esplendor divino. Y con la misma mirada, muy superior al razonamiento
y a
la fe, veía la nada de toda criatura y de su propia humanidad. Como un
pintor de genio, que en seguida distingue la obra de un maestro de una
pálida reproducción, Jesús veía aquí en la tierra y constantemente la
infinita distancia que separa la eternidad del tiempo.
Mientras que el hombre que comienza por su propio impulso una obra
humana
difícil, a menudo toma un aire decidido y dominante, Jesús sólo piensa
en
cumplir humildemente, bajo la dirección de su Padre, la misión divina
que ha
recibido: Padre mío..., no se haga como yo quiero, sino como quieres
tú.[5]
Jesús también ve constantemente que por sus solas fuerzas humanas no
puede
absolutamente nada con vistas a alcanzar el fin divino que persigue:
conducir a las almas a la vida eterna. Es feliz por esa impotencia,
porque
glorifica a Dios y muestra la elevación del fin sobrenatural al que la
Providencia nos destina: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado.[6] El Padre, que mora en mí, hace sus obras, los milagros que
confirman la doctrina que os doy en su nombre.[7]
Se trata de un acto especial de humildad que consiste en reconocer no
sólo
nuestra nada, sino nuestra miseria, consecuencia del pecado. Este acto,
necesario para la contrición, por la pena de haber ofendido a Dios, no
pudo
existir en Nuestro Señor, impecable. Pero Él, la inocencia misma, quiso
tomar sobre sí todas nuestras faltas y, mejor que nadie, comprendió la
infinita gravedad del pecado mortal, sufrió por él más que nadie en la
medida de su amor por Dios ofendido y por nuestras almas. Experimentó,
más
que nadie, un desagrado inexpresable ante tantas manchas acumuladas,
ante
tantas cobardías, injusticias, traiciones, sacrilegios. Este desagrado
se
dio en Getsemaní hasta la náusea: Padre mío si es posible, pase de mí
este
cáliz.[8]
La unión de la humildad y de la magnanimidad en Jesús
Más que en ninguna otra criatura, Jesús, aquí en la tierra, en su alma
santa, conoció la grandeza de Dios, la debilidad del hombre y la
gravedad
del pecado que venía a reparar. Por ello, más que persona alguna, fue
humilde. Esta humildad, lejos de esconder una falta de inteligencia y de
energía, era el signo de la contemplación más excelsa y la condición de
una
fortaleza espiritual única. Se unía, igualmente, a la más perfecta
dignidad, a la magnanimidad sobrenatural más elevada, que hace tender,
como
conviene, hacia grandes cosas, aunque sea necesario atravesar todas las
pruebas y todas las humillaciones.
Estas dos virtudes, aparentemente opuestas, la humildad y la
magnanimidad,
son conexas, se prestan a un mutuo apoyo como los dos arcos de una
ojiva.
Crecen juntas: Nadie es profundamente humilde si no es magnánimo y nadie
es-verdaderamente magnánimo sin una gran humildad.[9]
Los rasgos de estas dos virtudes se encuentran admirablemente unidos en
la
fisonomía del Salvador.
Recordemos el retrato del magnánimo trazado por Santo Tomás que
perfecciona
el esbozo de Aristóteles.
El magnánimo sólo busca grandes cosas dignas de honor, pero estima que
los
honores mismos no son prácticamente nada. No teme el desprecio si hay
que
soportarlo por una gran causa. El éxito no le exalta, y la falta de
éxito no
puede abatirle. Para él, los bienes externos son poca cosa. No se
entristece
en el caso de perderlos. El magnánimo da con largueza a todos lo que
puede
dar. Es verdadero y no hace ningún caso de la opinión desde el momento
en
que ésta se opone a la verdad por más formidable que pueda llegar a ser.
Está dispuesto a morir por la verdad.[10]
Esta grandeza de alma, que se encuentra en todos los santos íntimamente
unida a su profunda humildad, se encontraba en grado eminente en
Jesús,[11]
y nunca fue mayor que durante la Pasión, en el momento de las últimas
humillaciones. Recordemos su respuesta a Pilatos, quien le pregunta si
es
rey: Mi reino no es de este mundo... Tú dices que soy rey. Yo para esto
he
nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad;
todo el que es de la verdad oye mi voz.[12]
Estas dos virtudes, humildad y magnanimidad, están siempre en la vida
del
Salvador.
Quiso nacer en la condición más humilde aunque fuese de estirpe real.
Es hijo de una virgen, pero, a juicio de los hombres, pasa por el hijo
del
carpintero.
Hasta alrededor de los treinta años, Él, el Verbo de Dios, que podía
imponerse a todos, no quiere conocer más que la vida oculta y el oficio
más
ordinario, para mostrarnos que nada grande se hace sin recogimiento y
humildad. ¿No nos sucede que nos quejamos, nosotros, por recibir
funciones
inferiores a nuestras capacidades?
Al salir de su vida oculta, Jesús, que es la inocencia misma, va a pedir
a
San Juan Bautista el bautismo de penitencia, como si fuese pecador. Juan
se
opone y dice: Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?
Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos
toda justicia; es decir, conviene que el Cordero de Dios, que quita los
pecados del mundo, se ponga voluntariamente en el rango de los
pecadores.
Entonces Juan no se resistió más y, habiendo sido bautizado Jesús, el
Espíritu de Dios descendió sobre Él bajo la forma de una paloma y una
voz
del cielo se hizo oír: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis
complacencias.[13]
Después del bautismo, Jesús quiere ser tentado en el desierto, para
parecerse más a nosotros, en una nueva prueba de humildad; al mismo
tiempo
nos enseña a vencer al espíritu del mal y a responder a sus seducciones
con
la palabra de Dios.
¿Cuáles son sus primeras palabras al comienzo de su ministerio?
Bienaventurados los pobres de espíritu, los humildes, y les promete
grandes
cosas: El reino de los cielos.
¿Qué Apóstoles escoge? A pescadores sin cultura, a un publicano como
Mateo,
y les hace pescadores de hombres; ¡nada más grande!
¿Cómo los forma, cuando se preguntan cuáles el primero entre ellos? Hace
venir a un niño, lo coloca en medio de ellos y les dice: En verdad os
digo,
si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino
de
los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de
estos,
ése será el más grande en él reino de los cielos.[14] He aquí la unión
de la
humildad y de la magnanimidad sobrenatural, unión que tiende hacia
grandes
cosas que no se obtienen más que por la gracia de Dios cuando se pide
humildemente cada día. Como decía un gran escritor católico, Helio, es
tiempo de ser humilde, pues es tiempo de ser orgulloso, o magnánimo, en
el
sentido querido por Dios.
Estas dos virtudes se aúnan también en lo que Jesús dice a sus Apóstoles
el
día de Jueves Santo al lavarles los pies, señal suprema de humildad:
Vosotros me llamáis Señor y Maestro, y decís bien, porque de verdad lo
soy.
Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro,
también
habréis de lavaros vosotros los pies unos a otros... No es el siervo
mayor
que su señor, ni el enviado mayor que quien le envía.[15]
Su gloria y una de las señales de su misión es evangelizar a los pobres.
Se
deja rodear por los publicanos por Magdalena la pecadora y la hace una
gran
santa.
Si entra triunfalmente en Jerusalén, lo hace subido en un asno e
injuriado
por los fariseos. Permite esa contradicción; no nos irritemos por las
que
nos salgan al encuentro.
La Pasión es la hora de las supremas humillaciones aceptadas por nuestra
salvación, para curarnos de nuestro orgullo. Se prefiere a Barrabás, el
desecho del pueblo, al Verbo de Dios hecho carne. Se burlan del
Salvador, se
le abofetea, se le escupe en la cara, se le insulta hasta su último
suspiro
en la cruz. Pero su grandeza estalla a los ojos del centurión que no
puede
dejar de decir: Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios.[16]
Nunca humildad más profunda estuvo tan íntimamente unida a una
magnanimidad
más excelsa.
Ello es lo que hace decir a San Pablo a los filipenses: Tened los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, a pesar de tener la forma de
Dios, no reputó como botín (codiciable)ser igual a Dios; antes se
anonadó,
tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres...;se
humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz, por lo
cual
Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al
nombre
de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y
en
las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor
para gloria de Dios Padre ". Humildad y magnanimidad, anonadamiento y
grandeza totalmente sobrenatural, estas dos notas se volverán a
encontrar,
aunque en una tonalidad menor, en todos los santos.
Del mismo modo, la Iglesia se humilla constantemente, tiene el aspecto
de
estar vencida mientras que es siempre victoriosa.
Es preciso que ciertas almas interiores tengan parte, más
particularmente,
en las humillaciones de la Iglesia y trabajen por la salvación de los
pecadores pareciendo constantemente que van a fracasar. Es el camino del
amor puro.
Ciertas obras son y serán siempre una fuente de humillaciones y de
gracias
para los que se ocupan en ellas. No deben quejarse si las cosas,
teniendo el
aspecto de fracasar, van bien a los ojos del Señor; si Él mismo ha
puesto su
mano en esas obras y acepta la oblación reparadora que por ellas se le
ofrece cada día. San Felipe Neri decía: Te agradezco, Dios mío, el que
las
cosas no vayan corno yo quisiera.
Las humillaciones y los sufrimientos son buenos; y si todas las
consolaciones de la tierra llegasen, no consolarían; el Señor no lo
quiere,
pues hay una cierta dosis de sufrimiento que si nos la quitase nos
quitaría
la mejor parte.
A veces nos quejamos de la inferioridad de nuestra condición y deseamos
una
apariencia de grandeza; Dios nos ama mucho más de lo que pensamos; ya
nos ha
dado grandísimos bienes mediante el bautismo, la absolución, la
comunión,
nos ha dado ya bienes infinitamente superiores a los que tenemos la
necedad
de desear y nos promete aún mayores: verle por toda la eternidad como Él
se
ve y amarle como Él se ama.
(R. Garrigou-Lagrange, El Salvador, Ediciones Rialp S. A. pp. 327-339)
[1]Eccli 10, 15.
[2]Jn 16, 33.
[3] M 11, 29
[4]Pensées.
[5] Mt 26, 39.
[6]Jn 7, 16.
[7]Jn 14, 10
[8] Mt 26, 39.
[9] Cfr. SANTO TOMÁS, II, II, q. 129, 1, 3;
q. 161, a. 1, 2, ad 3. La
humildad impide la presunción y el orgullo;
la magnanimidad nos fortalece contra el
desaliento. La humildad nos inclina
ante Dios y ante lo que hay de Dios en
nuestro prójimo; la magnanimidad nos lleva a hacer grandes cosas, las
que el Señor quiere que hagamos, aunque incurramos en la reprobación de
los hombres. Es lo que entreveía el poeta
ALFRED DB VIGNY cuando decía: El
honor es la poesía del deber, y cuando
escribía Servitude et Grandeurmilitaires, recordando el heroísmo, a
menudo oculto, de los mejores
soldados.
[10]Cfr. SANTO TOMÁS, II, II, q. 129, a. 1-8.
[11] En los más magnánimos santos, como San
Pablo, descubrimos una profunda
humildad, y en los más humildes, como San
Vicente de Paúl, una elevada
magnanimidad
[12]Jn 17, 36-38
[13] Mt 3, 17.
[14] Mt 18, 2-4.
[15]Jn 13, 13.
[16] Mt 27, 54.
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Comentario: Hans Urs von Balthasar - Todo procede del Padre
El evangelio contiene tres afirmaciones: 1. La revelación del Padre se
dirige a la «gente sencilla». 2. Las cosas del Padre únicamente son
conocidas por el Hijo, por Cristo, que se las comunica a quien quiere.
3. El propio Cristo transmite esta revelación del Padre y del Hijo a
todos los cansados y agobiados, remitiéndoles a su propio ejemplo.
1. La revelación a la «gente sencilla».
Todo procede del Padre: Jesús, el revelador, da gracias al Padre por
poder serlo. Y ya está previsto en el plan de Dios que Jesús esconderá
estas cosas a los «sabios y entendidos», pues éstos creen que ya lo
saben todo y que lo saben mejor que nadie, y se las revelará a la «gente
sencilla», es decir, a los que no son expertos en la doctrina de los
doctores de la ley y que son los mismos que los «pobres en el espíritu»,
los «enfermos» que tienen necesidad de médico, los que están «maltrechos
y derrengados» como ovejas sin pastor. Estos pobres tienen un espíritu
abierto, un espíritu que no está completamente obstruido con mil
teorías; aunque sean despreciados por los sabios y entendidos, Dios los
ha elegido como destinatarios de su revelación. Se demostrará aún más
profundamente que el Hijo, en su humildad y abajamiento, sólo puede ser
comprendido, tanto como mediador de las intenciones del Padre como en
razón de sus propios sentimientos, por la gente sencilla a la que se
dirige.
2. Un solo revelador.
Precisamente porque él -y nadie más que él- conoce las intenciones del
Padre, puede pronunciar esta frase solemne y soberana: «Todo me lo ha
entregado mi Padre». La consecuencia es que nadie sino el Hijo conoce a
fondo al Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre: esta
declaración levanta el velo del misterio trinitario; y la comunicación
de los sentimientos del Hijo a los hombres, que viene a continuación,
remite al Espíritu Santo, que pone en nuestros corazones los
sentimientos de ambos, del Padre y del Hijo, algo que la segunda lectura
subrayará expresamente. Al poder contemplar esa íntima relación
recíproca que existe entre Padre e Hijo, descubrimos aún algo decisivo:
que el Hijo no es un mero ejecutor de las órdenes del Padre, sino que
tiene, como Dios que es, su propia voluntad soberana: él revela al Padre
y se revela a sí mismo sólo a los que ha elegido para ello. La parte
final del evangelio nos dice quiénes son estos elegidos.
3. Los cansados y agobiados encontrarán alivio.
Están invitados todos los cansados, agobiados u oprimidos por la razón
que sea; sólo a ellos se les promete alivio, descanso (los que no están
cansados no tienen necesidad de él). Y ahora viene la paradoja: los que
vienen a Jesús llevan «cargas pesadas», pero el «yugo» de Jesús es
«llevadero» y «su carga ligera». Sin embargo, su carga, la cruz, es la
más pesada que hay. Y no se puede decir que la cruz sólo sea pesada para
él, y no para los que la llevan con él. La solución se encuentra en la
actitud de Jesús, que se designa en el evangelio como «manso y humilde
de corazón», que no gime bajo las cargas que se le imponen, no se queja,
no protesta, no mide ni compara sus fuerzas. «Aprended de mí», y
enseguida experimentaréis que vuestra pesada carga se torna «ligera». No
en vano, en la primera lectura, el Mesías viene cabalgando en un asno,
en una bestia de carga tan humilde como él. Y no en vano, en la segunda
lectura, se nos insta a tener en nosotros el «Espíritu de Dios» (el
Padre) y el «Espíritu de Cristo», y a dejarnos determinar por él. El
hombre carnal gime bajo su carga; nosotros, por el contrario, «estamos
en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente», pues la carne
conduce a la muerte, sino que podemos alegrarnos, por el Espíritu que
habita en nosotros, el Espíritu del amor entre Padre e Hijo, de que el
Hijo nos permita llevar con él parte de su yugo, de su cruz. Así se nos
concederá en el Espíritu el descanso y la paz de Dios.
(HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas
dominicales A-B-C, Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 14 s.)
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Santos Padres: San Agustín - La primera ocupación de la vida:
elegir lo que se ha de amar
Duro y pesado parece el precepto del Señor, según el cual quien quiera
seguirle ha de negarse a sí mismo. Pero no es duro y pesado lo que manda
aquel que presta su ayuda para que se realice lo que ordena. Pues
también es cierto lo que se dice en el salmo: Por las palabras de tus
labios he seguido los caminos duros (Sal 16,4). Y es verdadero también
lo que dijo el mismo Señor: Mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt
11,30). El amor hace que sea ligero lo que los preceptos tienen de duro.
Sabemos lo que es capaz de hacer el amor. Con frecuencia este amor es
perverso y lascivo; ¡cuántas calamidades han sufrido los hombres, por
cuántas deshonras han tenido que pasar y tolerar para llegar al objeto
de su amor! Es igual que se trate de un amante del dinero, es decir, de
un avaro; o de un amante de los honores, es decir, de un ambicioso; o de
un amante de los cuerpos hermosos, es decir, de un lascivo. ¿Quién será
capaz de enumerar todos los amores? Considerad, sin embargo, cuánto se
fatigan los amantes y, no obstante, no sienten la fatiga; y mayor es el
esfuerzo cuando alguien se lo prohíbe. Si, pues, los hombres son tales
cuales son sus amores, de ninguna otra cosa debe preocuparse uno en la
vida, sino de elegir lo que se ha de amar. Estando así las cosas, ¿de
qué te extrañas de que quien ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza
del mismo amor se niegue a sí mismo? Si amándose a sí mismo, el hombre
se pierde, negándose se reencuentra al instante.
(San Agustín, Sermón 96,1)
Santos Padres: San Agustín II - El reino revelado a los pequeños
(Mt 11,25; Lc 10,21).
1. Al leer el santo Evangelio hemos oído que el Señor Jesús exultó en el
Espíritu y dijo: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque
escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los
pequeñuelos.
Consideremos piadosamente lo que está primero. Vemos, ante todo, que
cuando
la Escritura dice confesión, no siempre debemos suponer la voz de un
pecador. Era de la mayor importancia decir esto para amonestar a vuestra
caridad. Porque, en cuanto esa palabra sonó en la boca del lector, se
siguió
el rumor de los golpes de vuestro pecho, mientras se oía lo que dijo el
Señor: Te confieso, Padre. En cuanto sonó confieso, os golpeasteis el
pecho.
¿Y qué es golpear el pecho sino indicar que el pecado late en el pecho,
y
que hay que castigar al oculto con un golpe evidente? ¿Por qué hicisteis
eso
sino porque oísteis Te confieso, Padre? Confieso, habéis oído, pero no
habéis reparado en quién confiesa. Reparad, pues, ahora. Si Cristo dijo
confieso, y está lejos de él todo pecado, tal palabra no es exclusiva
del
pecador, sino que pertenece también al enaltecedor. Confesamos, pues, ya
cuando alabamos a Dios, ya cuando nos acusamos a nosotros. Piadosas son
ambas confesiones, ya cuando te reprendes tú que no estás sin pecado, ya
cuando alabas a aquel que no puede tener pecado.
2. Sí pensamos bien, la reprensión tuya es alabanza suya. Pues ¿por qué
confiesas ya en la acusación de tu pecado? ¿Por qué confiesas, al
acusarte a
ti mismo, sino porque estabas muerto y estás vivo? Así dice la
Escritura:
Perece la confesión en el muerto, como si no existiera. Si en el muerto
perece la confesión, quien confiesa vive, y si confiesa el pecado, sin
duda
revivió de la muerte. Y si el confesor del pecado revivió de la muerte,
¿quién le resucitó? Ningún muerto es resucitador de sí mismo. Sólo pudo
resucitarse quien no murió al morir su carne. Así resucitó lo que había
muerto. Se despertó, pues, aquel que vivía en sí mismo y había muerto en
su
carne para resucitarla. No resucitó al Hijo sólo el Padre, del que dice
el
Apóstol: Por lo cual Dios lo exaltó. También el Señor se resucitó a sí
mismo, esto es, su cuerpo, y por eso dice: Derribad este templo, y en
tres
días lo levantaré. El pecador por su parte es un muerto, máxime aquel a
quien oprime la mole de la costumbre y está como un Lázaro sepultado.
Poco
era el estar muerto y estar también sepultado. Quien está oprimido por
la
mole de la costumbre mala, de la vida mala, esto es, de las
concupiscencias
terrenas, ve ya realizado en sí lo que dice lamentablemente un salmo:
Dijo
en su corazón el necio: No hay Dios. De él precisamente se dijo: En el
muerto, como si no existiera, perece la confesión. ¿Quién lo resucitó
sino
quien retiró la losa y exclamó: ¡Lázaro, sal afuera!? ¿Y qué es salir
afuera
sino manifestar fuera lo que estaba oculto? Quien confiesa sale afuera,
y no
podría salir afuera si no viviera, y no viviría si no hubiese sido
resucitado. Luego, en la confesión, el acusarse a sí mismo es alabar a
Dios.
3. Dirá quizá alguno: ¿De qué sirve la Iglesia si ya sale el confesor
resucitado por la voz del Señor? ¿Qué aprovecha al que se confiesa la
Iglesia, a la que dijo el Señor: Lo que desatares en la tierra, será
desatado en el cielo? Observa al mismo Lázaro cuando sale con sus
ataduras.
Ya vivía confesando, pero aún no caminaba libre, constreñido por las
mismas
ataduras. ¿Qué hace, pues, la Iglesia, a la que se dijo: Lo que
desatares
será desatado, sino lo que a continuación dijo el Señor a los
discípulos:
Desatadlo y dejadlo marchar?
4. Ya nos acusemos, ya alabemos a Dios, doblemente le alabamos. Si nos
acusamos piadosamente, sin duda alabamos a Dios. Cuando alabamos a Dios,
le
proclamamos como carente de pecado. Y cuando nos acusamos a nosotros
mismos,
damos gloria a aquel que nos ha resucitado. Si esto hicieres, el enemigo
no
halla ocasión alguna para arrastrarte ante el juez. Pues si tú eres tu
acusador y Dios tu libertador, ¿qué será aquél sino calumniador? Por
eso,
con razón Pablo se procuró tutela contra los enemigos, no los
manifiestos,
la carne y la sangre, que son más bien dignas de compasión que de
defensa,
sino contra aquellos otros frente a los cuales nos manda el Apóstol
armarnos: No tenemos pelea contra la carne y la sangre, esto es, contra
los
hombres que abiertamente se ensañan con vosotros. Son vasos y los
utiliza
otro; son instrumentos y los maneja otro. Así dice: Se introdujo el
diablo
en el corazón de Judas para que entregara al Señor. Y dirá alguno: ¿Qué
hice
yo entonces? Escucha al Apóstol: No deis lugar al diablo; con tu mala
voluntad le diste lugar: entró, te poseyó, te manipula. Si no le dieras
lugar, no te poseería.
5. Por eso nos amonesta diciendo: No tenemos pelea contra la carne y la
sangre, sino contra los príncipes y potestades. Podría alguien pensar
que
son los reyes de la tierra, las autoridades del siglo. ¿Por qué? ¿No son
carne y sangre? Ya se dijo: No contra la carne y la sangre. No pienses,
pues, en hombre alguno. ¿Qué enemigos quedan? Contra los príncipes y
potestades de la maldad espiritual, rectores del mundo. Como si diera
más al
diablo y a sus ángeles. Les dio más, les llamó rectores del mundo. Más,
para
que no lo entiendas mal, explicó qué mundo es ese del que ellos son
rectores. Rectores del mundo, de estas tinieblas. El mundo está lleno de
esos que él rige, sus amadores e infieles. El Apóstol las llama
tinieblas, y
sus rectores son el diablo y sus ángeles. Estas tinieblas no son
naturales,
no son inmutables: cambian y se convierten en luz; creen y al creer son
iluminadas. Cuando eso aconteciere, oirán: Antes fuisteis tinieblas, más
ahora luz en el Señor. Cuando eras tinieblas, no estabas en el Señor;
más
cuando eres luz, no estás en ti, sino en el Señor. Pues ¿qué tienes que
no
hayas recibido? Y, pues, son enemigos invisibles, han de ser combatidos
invisiblemente. Al enemigo visible le vences hiriéndole; al invisible le
vences creyendo. Visible es el hombre enemigo; visible es el herir;
invisible es el diablo enemigo; invisible es también el creer. Hay,
pues,
pelea invisible contra los enemigos invisibles.
6. ¿Cómo afirma alguien estar seguro contra estos enemigos? Había
comenzado
yo a explicarlo, y me sentí obligado a hablar con algún detenimiento de
estos enemigos. Conocidos ya los enemigos, veamos la defensa. Alabando
invocaré al Señor y quedaré a salvo de mis enemigos. Ahí está lo que
puedes
hacer: invoca alabando. Pero al Señor. Si te alabas a ti, no quedarás a
salvo de tus enemigos. Alabando invoca al Señor y estarás a salvo de tus
enemigos. Pues ¿qué dijo el mismo Señor? Un sacrificio de alabanza me
glorificará; y ése es el camino en que le mostraré mi salvación. ¿Dónde
está
el camino? En el sacrificio de alabanza. No pongas los pies fuera de ese
camino. Mantente en el camino, no te separes del camino; de la alabanza
del
Señor no retires el pie, ni siquiera la uña. Porque si pretendieres
desviarte de este camino y alabarte a ti en lugar del Señor, no te
librarás
de aquellos enemigos, ya que de ellos se dijo: Junto a la senda me
colocaron
piedras de tropiezo. Si crees que tienes de tu cosecha cualquier
partícula
de bien, ya te desviaste de la alabanza de Dios. ¿Por qué admirarse si
te
seduce el enemigo, cuando tú eres seductor de ti mismo?
Escucha al Apóstol: Quien piensa ser algo, no siendo nada, se seduce a
sí
mismo.
7. Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de
cielo
y tierra. Te confieso, te alabo. Te alabo a ti, no me acuso a mí. En lo
que
toca a la asunción del hombre por el Verbo, hay gracia total, gracia
singular, gracia perfecta. ¿Qué mereció aquel hombre, que es Cristo, si
quitas la gracia, y una gracia tal como corresponde a ese único Cristo,
para
que sea ese hombre que conocemos? Quita esa gracia, y ¿qué es Cristo
sino un
hombre? ¿Qué es sino lo mismo que tú? Tomó el alma, tomó el cuerpo, tomó
el
hombre entero, lo asume y el Señor constituye con el siervo una sola
persona. ¡Cuán grande es esta gracia! Cristo en el cielo, Cristo en la
tierra, Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo con el Padre,
Cristo en el seno de la Virgen, Cristo en la cruz, Cristo en los
infiernos
para socorrer a algunos; y en el mismo día, Cristo en el paraíso con el
ladrón confesor. ¿Y cómo lo mereció el ladrón sino porque retuvo aquel
camino en que se manifestó su salvación? No apartes tú los pies de ese
camino, pues el ladrón, al acusarse, alabó a Dios e hizo feliz su vida.
Confió en el Señor y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu
reino. Consideraba sus fechorías, y creía ya mucho, si se le perdonaba
al
final. Más como él dijo: Acuérdate de mí; pero ¿cuándo?: Cuando
estuvieres
en tu reino, el Señor le replicó en seguida: En verdad te digo: hoy
estarás
conmigo en el paraíso. La misericordia logró lo que la miseria pospuso.
8. Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de
cielo
y tierra. Y ¿qué confieso? ¿En qué te alabo? Como he dicho, esta
confesión
implica alabanza. "Porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo
revelaste a los pequeños. ¿Qué significa esto, hermanos? Entended el
sentido
de esta oposición. Lo escondiste, dice, a los sabios y prudentes; pero
no
dice: y lo revelaste a los necios e imprudentes, sino que dijo: Lo
escondiste a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. A los
ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y
en
realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino
los
pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños? Los humildes. Por ende, lo
escondiste
a los sabios y prudentes. El mismo explicó que bajo el nombre de sabios
y
prudentes había que entender los soberbios, al decir: Lo revelaste a los
pequeños. Luego lo escondiste a los no pequeños.
¿Qué significa no pequeños?
No humildes. ¿Y qué significa no humildes sino soberbios? ¡Oh, camino
del
Señor! O no existía o estaba oculto, para que se nos revelase a
nosotros. ¿Y
por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños.
Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y
prudentes, no se nos revelará ese camino. ¿Quiénes son grandes? Los
sabios y
prudentes. Diciendo que son sabios, se hicieron necios. Pero tienes el
remedio por contraste. Si diciendo que eres sabio te haces necio, di que
eres necio y serás sabio. Pero dilo. Dilo, y dilo interiormente. Porque
es
así como lo dices. Si lo dices, no lo digas ante los hombres y lo calles
ante Dios. En cuanto se trata de ti y de tus cosas, eres tenebroso. ¿Qué
significa ser necio sino ser tenebroso en el corazón? Y de éstos dijo
así:
Se oscureció su insipiente corazón. Di que tú no eres luz para ti mismo.
Como mucho, eres un ojo, no eres luz. ¿Qué aprovecha un ojo abierto y
sano
si no hay luz? Di, pues, que no eres luz para ti mismo, y proclama lo
que
está escrito: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Con tu luz, Señor,
iluminarás
mis tinieblas. Nada tengo sino tinieblas; pero Tú eres la luz que disipa
las
tinieblas al iluminarme. La luz que tengo no viene de mí, sino que es
luz
participada de ti.
9. Así Juan, amigo del esposo, era tenido por Cristo, era tenido por
luz. No
era él la luz, sino que daba testimonio de la luz. ¿Cuál era entonces la
luz? Existía la luz verdadera. ¿Qué significa verdadera? La que ilumina
a
todo hombre. Si es verdadera la luz que ilumina a todo hombre, ilumina
también a Juan, que decía verdad y confesaba verdad: Nosotros recibimos
de
su plenitud. Mira si dijo otra cosa que Tú iluminarás mi lámpara, Señor.
Una
vez iluminado, daba testimonio. Por razón de los ciegos, la lámpara daba
testimonio del día. Ve cómo era lámpara: Mandasteis una embajada a Juan,
y
quisisteis gloriaros un momento en su luz: él era una lámpara encendida
y
ardiente. Era una lámpara, esto es, una realidad iluminada, encendida
para
lucir. Y lo que puede encenderse, puede asimismo extinguirse. Para que
no se
extinga, que no le dé el viento de la soberbia. Por eso Te confieso,
Padre,
Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y
prudentes, a
los que se creían luz y eran tinieblas. Como eran tinieblas y se creían
luz,
no podían ser iluminados. En cambio, los que eran tinieblas, pero
confesaban
ser tinieblas, eran pequeños, no grandes; eran humildes, no soberbios.
Decían, pues, rectamente: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Se conocían,
alababan al Señor, no se apartaban del camino salvador. Alabando,
invocaban
al Señor y se liberaban de sus enemigos.
10. Vueltos hacia el Señor, Dios Padre omnipotente, démosle las más
expresivas y abundantes gracias con puro corazón cuanto lo permita
nuestra
parvedad, pidiendo con todo encarecimiento a su singular mansedumbre que
se
digne recibir nuestras preces en su beneplácito; que con su poder
ahuyente
de nuestros actos y pensamientos al enemigo; que nos multiplique la fe,
gobierne la mente, conceda pensamientos espirituales y nos lleve a su
bienaventuranza, por Jesucristo, su Hijo, Amén.
SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos,
Sermón
67, 1-10, BAC Madrid 1983, 266-75
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Aplicación: Benedicto XVI - Una joya de la oración de Jesús
Queridos hermanos y hermanas:
Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos
transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar
Himno
de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de
reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original
griego de
los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la
actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a
menudo
como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc10, 21). Pero en los escritos del
Nuevo
Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es
«reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien
acudía
a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados
(cf.
Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con
la
que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo,
plenamente,
la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y
gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El
Himno
de júbilo es la cumbre de un camino de oración en el que emerge
claramente
la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el
Espíritu
Santo y se manifiesta su filiación divina.
Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la
conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante
comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración
de
Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina
todo el
texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie
conoce
quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y
aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto,
afirma
que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento
entre
las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas—
comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos
profundo,
entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una
comunión
del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra
que
el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo
estando
en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con
Dios:
sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en
comunión
con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo,
al
Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf.Jn 1, 18), en
perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al
estar
en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente
quién
es Dios.
Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la
tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y
hace
resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio
creó
Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran
narración
bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con
el
acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su
cumbre
y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda
iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de
Dios
y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión
«Señor
del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el
Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de
acceder
a Dios.
Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los
misterios
de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la
voluntad
del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y
revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su
oración,
Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus
misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una
cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la
lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que
poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más
sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los
destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños».
Esta
es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el
Catecismo
de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de
su
corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat”
de
su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al
Padre
en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de
su
corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n.
2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el
Padrenuestro:
«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y
en
Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del
Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo
tanto,
en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su
conocimiento
filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de
él;
y aquellos que acogen este don son los «pequeños».
Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez»
que
abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad?
¿Cuál
debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de
la
montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que
permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón
sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en
sí
mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.
Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en
este
Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría
porque, no
obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su
palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto,
está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de
los
«pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11,
2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde
había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo,
por
tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús
constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a
Juan
lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los
leprosos
quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son
evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt
11,
4-6).
También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento
de
desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos
discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por
el
posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que
encontró
el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos.
Pero
los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su
misión
tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los
males
del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella
hora»
(Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.
Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas
introduce
la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu
Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí
mismo,
desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor
con
el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación,
Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu
Santo,
porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como
conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables... según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre.
En el
Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los
llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se
acuda
a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de
corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que
no
es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a
quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el
Padre.
Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de
esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu,
podemos
dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo
con el
nombre de Padre, «Abbá». Pero debemos tener el corazón de los pequeños,
de
los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos
autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos,
sino
que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle.
La
oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús
mismo,
para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así
alivio en
el cansancio de nuestro camino.
(Homilía del Papa Benedicto XVI en la Sala Pablo VI el miércoles 7 de
diciembre de 2011)
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Aplicación: Mons. Tihamér Toth - "Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón" (Mt. 11, 29)
¡Qué mandato tan extraño es éste! "Aprended de mí..." ¿Qué
debemos aprender,
a obrar milagros? No. ¿A resucitar muertos? Tampoco. ¿A curar ciegos?
Tampoco. Sino "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón". Esto
es
lo principal para el Señor. Aprended de mí a ser: 1° buenos; 2° mansos,
y 3º
humildes.
1° Aprended de mí, que soy bueno. Y la humanidad aprendió de El; tan
sólo de
El aprendió la bondad verdadera. La historia de la filosofía da una
lista de
hombres sabios, pero los demás, aun de los mejores, aprendieron muy
poco.
Conocerás sin duda el nombre de los dos grandes filósofos griegos:
Platón y
Aristóteles. La magnífica doctrina de Platón tocante a la divinidad
subyuga
todavía hoy al lector, pero no nos consta el nombre de un solo pueblo,
de
una sola familia, que Platón arrancase de las aberraciones de la
idolatría.
¿De qué sirve la filosofía más profunda, si no es más que letra muerta y
no
sabe hacer mejor al hombre? Piensa en otros grandes hombres como
Cicerón,
Sócrates, Séneca, qué fogosos son sus discursos sobre los deberes y
virtudes
del hombre! Pero ¿lograron mejorar un solo hombre? Y he ahí que
Jesucristo
no filosofa mucho; con toda sencillez se presenta delante de los hombres
y
mostrándoles su propio ejemplo, les dice: "Aprended de mí, que soy manso
y
humilde de corazón". Y lo que no pudieron lograr los más grandes
filósofos y
oradores, lo logra El: santifica y ennoblece a los individuos, familias,
naciones; y así seguirá en el porvenir.
2° Aprended de mí, que soy manso. "¿Manso? Esto vale tanto como decir
tonto
y apocado" —me dirás tal vez asustado—. "¡Manso! Es decir, cobarde, que
se
traga todas las ofensas, que se acoge a la falda de su madre". No te
asustes. Bien sabía Jesús que en los nervios de un joven de quince o
dieciséis años vibra una corriente eléctrica y que discurre por sus
venas
una lava encendida; no quiere verte acurrucado en un rincón, cabizbajo,
mustio. Entonces, ¿cómo se entiende que seas "manso"? Quiere que seas
alegre, pero sin desenfreno; que seas valiente, pero no temerario ni
altivo;
que seas vivaz, y no atolondrado; que seas el primero en el juego y al
mismo
tiempo esforzado y tenaz en el estudio; que sepas rezar fervorosamente
cuando llega la hora de la oración.
¿Has de ser cobarde? No. Pero si alguien te ofende, no le levantes el
puño
ni le contestes a bofetón limpio, sino con mansedumbre y serenidad bien
disciplinada. ¿Has de tragarte todas las injurias? De ninguna manera.
Pero
has de contestar a la ofensa con dominio varonil. Como lo hizo Nuestro
Señor
Jesucristo cuando le hirió el soldado: "Si yo he hablado mal, manifiesta
lo
malo que he dicho: pero si bien, ¿por qué me pegas?" (Jn.18, 23). "Más
heroico es —me objetarás— dar una buena trompada al que se burla de mí".
Te
equivocas. Responder a la ofensa con ofensa, lo hace cualquiera: si no
lo
crees, asiste a una riña de gallos; pero conservar el propio dominio y
la
superioridad frente a una ofensa, sólo puede hacerlo la voluntad humana
sujeta a disciplina. La superioridad del hombre sobre los animales se
muestra con toda su brillantez justamente en los momentos críticos.
¿Aplaudimos cualquier clase de fuerza? No, sino la fuerza reglamentada,
bien
encauzada, que obedece a la razón. La dinamita es fuerza. Lo es el rayo
de
sol. La primera explota y derriba. El segundo hace brotar la vida.
Aquélla
diríamos que es una fuerza desenfrenada. Éste es una fuerza mansa.
Aprende
de Jesucristo a ser mansamente fuerte.
3º Aprended de mí, que soy humilde de corazón. Cuando los scouts se
internan
en los bosques, con su típico uniforme, la camisa y el pantalón kaki se
distinguen apenas de las hojas. Si tú no eres scout, trata con todo, de
llevar en tu alma, en tus obras, en toda tu vida, el color de la
humildad.
Si eres el mejor del curso, no lo des a entender por tu comportamiento.
Si
eres rico, no muestres orgullo ni por asomo. Si tienes inteligencia
rápida,
no por esto te jactes. Sé profundamente religioso, pero no quieras
llamar la
atención. Sé cortés, atento, pero no te pavonees con los favores que
hayas
podido hacer a otros. Sé el consuelo de tus padres que luchan con los
contratiempos; ayuda a tus compañeros pobres, infunde alientos a los que
lloran..., y todo esto hazlo disimuladamente, como la cosa más natural
del
-mundo, sin ostentación alguna. Haz como los pájaros cantores que cantan
admirablemente de madrugada, pero con tanta naturalidad que ni ellos
mismos
se dan cuenta; sé como las flores que de sus corolas aterciopeladas
despiden
fragancia sin notarlo siquiera. Sé afable, caritativo, justo, prudente,
generoso, pero sin saberlo tu. Y así serás humilde de corazón, conforme
a
las enseñanzas de Jesucristo. "Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended
de
mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis el reposo para
vuestras
almas: porque mi yugo es suave y mi carga liviana" (Mt. 11, 29-30).
(TihamérToth, El Joven y Cristo, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1989, p. 55
–
57)
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Aplicación: San Pedro Julián Eymard - “Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón”
1. La humildad de Jesús
En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejarnos
a
El: la amistad exige la igualdad de vida y de condición; para vivir de
la
Eucaristía nos es indispensable anonadarnos con Jesús, que en ella se
anonada. Entremos ahora en el alma de Jesús y en su sagrado Corazón, y
veamos qué sentimientos han animado y animan a este divino corazón en el
santísimo Sacramento. Nosotros pertenecemos a Jesús sacramentado. ¿No se
da
a nosotros para hacernos una misma cosa con El? Necesitamos que su
espíritu
informe nuestra vida, que sus lecciones sean escuchadas por nosotros,
porque
Jesús en la Eucaristía es nuestro maestro. Él mismo desea enseñarnos a
servirle para que lo hagamos a su gusto y según su voluntad, lo cual es
muy
justo, puesto que Él es nuestro señor y nosotros sus servidores.
Ahora bien: el espíritu de Jesús se revela en aquellas palabras:
"Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón", y cuando los hijos del
Zebedeo
quieren incendiar una población rebelde a su Señor, Jesús les dice:
"Ignoráis qué espíritu os impulsa": Nescitiscujusspiritusestis(Lc.9,55).
El
espíritu de Jesús es de humildad y de mansedumbre, humildad y
mansedumbre de
corazón, es decir, humildad y mansedumbre aceptadas y amadas por imitar
a
Jesús. Nuestro señor Jesucristo quiere formarnos en estas virtudes y
para
esto se halla en el santísimo Sacramento y viene a nosotros. Quiere ser
nuestro maestro y nuestro guía en estas virtudes: sólo El puede
enseñárnoslas y darnos la gracia necesaria para practicarlas.
La humildad de corazón es corno si dijéramos el árbol que produce la
flor,
y el fruto es la dulzura o mansedumbre.
Discite a me quiahumiliscorde. Jesús habla de la humildad de corazón;
¿es
que no poseía la humildad de espíritu? La humildad de espíritu es
negativa,
es decir, la que se funda en el pecado y en la miseria de nuestra
naturaleza
corrompida, Jesús no la podía tener, y si practicó las obras de esta
virtud
fué para darnos ejemplo; por eso se humilla como los pecadores a pesar
de
estar libre de pecado. Jamás hizo El cosa alguna por la cual debiera
sonrojarse, como confesó el buen ladrón: Hic nihil maligessit. "Este no
hizo
nada malo." (Lc.23,41). Nosotros..., ¡ah!, nosotros deberíamos
sonrojarnos a
cada momento, porque hemos cometido muchos pecados, y aún no conocemos
todo
el mal que hemos hecho...
Tampoco hay en Jesús la ignorancia propia de la naturaleza caída,
mientras
que nosotros, puede decirse que no sabemos nada, o apenas si conocemos
otra
cosa que el mal. Desnaturalizamos la noción de la justicia y del bien.
Jesús
lo sabe todo y es tan humilde que obra como si todo lo ignorase: ¡El
pasa
treinta años aprendiendo, sin ser conocido!
Posee todos los dones de la naturaleza; sabe y puede hacer todas las
cosas a
la perfección y no lo demuestra; trabaja toscamente, algo así como los
aprendices: Nonnefabrifilius? (Mt.13,55).¿No es éste el hijo del
artesano y
artesano como su padre?
Nunca dio a conocer Jesús que lo sabía todo: aun cuando enseña, repite
muchas veces que no hace más que anunciar la palabra de su Padre: se
limita
a cumplir su misión, y lo hace en la forma más sencilla y humilde; se
condujo, pues, como un hombre verdaderamente humilde de espíritu. Nunca
se
glorió de nada, ni pretendió brillar, ni mostrar agudeza, ni aparecer
más
instruido que los demás: en el templo, estando en medio de los doctores,
los
escuchaba y les preguntaba para dar señales de instruirse: Audientem et
interrogantemeos, “Escuchándolos e interrogándolos”(Mt.2,46).
Jesús tenía la humildad de espíritu positiva, la cual no consiste en
humillarse uno por razón de su miseria, sino en transferir a Dios todo
el
bien habido y humillarse uno en el mismo bien. El dependía en todo de su
Padre, le consultaba y obedecía en aquellos que ocupaban su lugar aquí
en la
tierra, y cedía a su divino Padre la honra de todo bien: su humildad de
espíritu es magnífica, admirable, divina: Ego autemnon quaero gloriam
meam(Jn.8,50), es una humildad gloriosísima, una humildad enteramente
amorosa y completamente espontánea.
Nosotros debemos tener la humildad de espíritu, porque somos ignorantes
y
pecadores: es un deber de justicia en nosotros. Venimos también
obligados a
ello en calidad de discípulos y siervos de Jesucristo. Sin embargo,
Jesús,
en su mandato, nos habla solamente de la humildad de corazón; parécele a
su
amor que sería humillarnos demasiado hablarnos de esta humildad de
espíritu,
porque ello trae a la memoria un sinnúmero de miserias y pecados, cosas
todas a propósito para engendrar el menosprecio. El amor de Jesús echa
un
velo sobre todo esto que nos es menos grato y nos dice tan sólo que
seamos
como El, humildes de corazón, humiliscorde.
2. ¿Qué es ser humilde de corazón?
Es aceptar de Dios, con sumisión de corazón, la obligación de practicar
la
humildad, como un bien y como un ejercicio que le es muy glorioso;
consiste
en conformarnos con el estado en que Dios nos ha colocado, y en cumplir
nuestros deberes, cualesquiera que ellos sean, sin avergonzarnos de
nuestra
condición; consiste en mostrar naturalidad y sencillez en las gracias
extraordinarias con que Dios nos haya favorecido. Por consiguiente, si
amo a
Jesús, debo asemejarme a Él; si amo a Jesús, debo amar lo que ama Él, lo
que
practica Él, lo que Él prefiere a todo; esto es, la humildad.
La humildad de corazón es más fácil de practicar que la humildad de
espíritu, puesto que no se trata sino de un sentimiento digno de toda
estima
y muy elevado: asemejarse a Jesús, amarle y glorificarle en estas
sublimes
circunstancias de humildad.
¿Tenemos nosotros esa humildad de corazón, o, mejor dicho, este amor de
Jesús humillado?
Puede ser que tengamos aquella humildad que no pugna con el interés, la
gloria ni el éxito en las empresas; aquella humildad que da y se
sacrifica
puramente, sin móviles de alabanza humana; pero no aquella otra que
desciende con Juan Bautista, el cual se rebaja, se oculta y tiene como
una
gran dicha ser abandonado por nuestro Señor; no aquella humildad de
Jesús en
el Sacramento, oculto, abatido y anonadado por glorificar a su Padre.
Este es un verdadero combate por el cual debemos triunfar de nuestra
naturaleza: amar la humildad de Jesús es la gloria y la victoria de
Jesús en
nosotros.
Se concibe la humildad en la prosperidad, en la abundancia, en el éxito,
en
los honores, en el poder...; ahora, esta humildad debe ser muy fácil,
porque
causa satisfacción el practicarla, esto es, el referir a Dios toda
nuestra
gloria. Pero hay también la humildad positiva del corazón, que se
practica
cuando las humillaciones, tanto internas como externas, afectan
directamente
al corazón, al alma, al cuerpo, a nuestras acciones, sobre las cuales se
desencadenan como furiosa tempestad que amenaza sumergirnos; esta es la
humildad de Jesucristo y de todos los santos: amar a Dios en tales
circunstancias, darle gracias por vernos reducidos á semejante estado,
es la
verdadera humildad del corazón.
¿Cómo llegar a conseguirla? No será por medio del raciocinio y de la
reflexión, porque juzgaríamos estar en posesión de la humildad cuando
nuestra mente formase de ella ideas muy elevadas y cuando tomásemos
heroicas
resoluciones..., pero no pasaríamos de ahí. Se necesita tan sólo
revestirse
del espíritu de nuestro Señor, verle, consultarle, obrar bajo su divina
inspiración, como en sociedad, en amor; es necesario recogernos en su
divina
humildad de corazón, ofrecer nuestras obras a Jesús humillado por amor
en el
Sacramento, y prefiriendo este estado oculto a toda su gloria; después
examinaremos nuestros actos a ver si nos hemos desviado de esta regla.
Digamos sin cesar: "¡Oh Jesús, Vos que sois tan humilde de corazón,
haced el
mío semejante al vuestro!".
3. La mansedumbre
La humildad de corazón produce la mansedumbre; por eso Jesús es manso:
esta
virtud forma como la nota característica de su vida y es como si
dijéramos
el espíritu que la informa: "¡Aprended de mí que soy manso!" No dice
“Aprended de mí que soy penitente, pobre, sabio o callado”, sino manso;
porque el hombre caído es natural y esencialmente colérico, envidioso e
inclinado al odio, muy quisquilloso, vengativo, homicida en su corazón,
furioso en su mirada, lleno de veneno en la lengua y violento en sus
movimientos; la cólera forma con él una naturaleza, porque es soberbio,
ambicioso y sensual; y como en su condición de hombre caído lucha de
continuo con el infortunio y la humillación, vive siempre exasperado,
como
si fuese un hombre que ha padecido injustamente.
Mansedumbre interior. Jesucristo es dulce y pacífico en su corazón: ama
al
prójimo, quiere su bien, no piensa sino en los beneficios que podrá
hacerle;
juzga al prójimo según su misericordia y no según su justicia: aun no ha
llegado la hora de la justicia. Jesús es como una madre: es el buen
samaritano. Lo mismo al tierno niño, al justo que al pecador..., a todos
se
extiende la ternura de su corazón.
En este corazón no cabe la indignación contra aquellos que le
desprecian, le
injurian o le quieren mal; contra los que le maltratan o están
dispuestos a
ofenderle: a todos los conoce y no siente hacia ellos sino grande
compasión
y experimenta honda pena por el lastimoso estado en que se hallan: "Et
videns civitatemflevitsuperillam" (Lc.19,41).
Jesús era dulce por naturaleza: ‘es el cordero de Dios’; dulce por
virtud
para glorificar a su Padre mediante tal estado de mansedumbre; dulce por
la
misión que recibió de su Padre; la dulzura debió ser el carácter del
Salvador, para que pudiese atraerse a los pecadores, animarlos a venir a
Él,
granjearse su afecto y sujetarlos a la ley divina.
¡Y qué necesidad tenemos nosotros de esta dulzura de corazón! Por
desgracia
carecemos de ella, y, en cambio, con demasiada frecuencia sentimos que
están
llenos de ira e indignación nuestros pensamientos y nuestros juicios.
Juzgamos de las cosas y de las personas apuntando siempre al éxito desde
nuestro punto de vista y tratamos sin consideración a cuantos se oponen
a
nuestro parecer. Y nosotros deberíamos juzgar de todo como nuestro
Señor, o
en su santidad o en su misericordia; de esta manera seríamos caritativos
y
nuestro corazón conservaría la paz: Jugispax cum humili (Imitación de
Cristo, Libro I, cap. 7).
Si prevemos que se nos va a contradecir, ¡cuántos razonamientos, cuántas
justificaciones y respuestas enérgicas bullen en nuestra imaginación! ¡Y
cuán lejos está todo esto de la mansedumbre del cordero! Es el amor
propio
el que nos sugiere estas cosas, que no ve más que la propia persona y
los
propios intereses. Si estamos constituidos en autoridad nada vemos fuera
de
nosotros mismos; sólo tenemos en cuenta los deberes de nuestros
inferiores,
las virtudes que debieran poseer, el heroísmo de la obediencia, la
dulzura
del mandato, nuestra obligación de humillar y quebrantar la voluntad del
súbdito, su escarmiento; todo esto no vale nunca lo que un acto de
mansedumbre. El que manda debe ser el que más se humille, dice el
Salvador.
Nosotros no somos ni debemos ser más que discípulos del maestro, dulce y
humilde de corazón. Servusservorum Dei, y no generales de ejército.
¿Por qué mostramos a menudo tanta energía cuando se nos hace oposición?
¿Por
qué esa indignación, no santa ciertamente, contra lo que es malo y
contra
los incrédulos e impíos? ¡Ay! En el fondo la vanidad nos comunica tales
energías; parecemos hacer alarde de energía y no es más que impaciencia
y
cobardía. Jesucristo compadecería a esas pobres gentes, oraría por ellas
y
trataría, en sus relaciones con las mismas, de honrar a su Padre por
medio
de la dulzura y de la humildad.
Además, esas expresiones enérgicas y picantes dan muy mal ejemplo. ¡Oh
Dios
mío, haced mi corazón dulce como el vuestro!
Mansedumbre de espíritu. Jesús es dulce en su espíritu: El no ve en
todas
las cosas sino a Dios su Padre; en los hombres, las criaturas de Dios, y
El
es el padre que lleva los extravíos de sus hijos y procura hacerles
volver a
la casa paterna; él es el que cura las heridas, cualquiera que sea la
causa
que las haya producido, y anhela verlos reintegrados a la vida divina.
Su
mente está enteramente ocupada en el pensamiento de su paternidad para
con
sus hijos, en la pena que le causa el desgraciado estado en que se
hallan;
su ocupación constante es el bienestar de sus hijos, y a este fin
encamina
todos sus trabajos, siendo inspirados todos sus actos por la paz, y no
por
la cólera, ni la indignación ni por la venganza. Como David, que lloraba
por
Absalón, culpable, y al mismo tiempo recomendaba que le salvasen la
vida;
como María, la madre del dolor, que llora por los verdugos de su hijo,
alcanzándoles el perdón...
La caridad verdadera se alimenta, así en el espíritu como en cuanto al
corazón, con el bien que procura hacer, no queriendo el mal ni emplear
medio
alguno para vengarlo; tiene siempre presente el estado sobrenatural,
presente o futuro, del hombre; no se aparta de Dios a fin de no ver en
el
hombre a un enemigo: la caridad es dulce y paciente.
Todo lo que hay en nuestros corazones está también en nuestro espíritu y
en
nuestra imaginación, que son los agentes que promueven en nosotros
terribles
tempestades y nos ponen la espada en la mano para destrozarlo todo. Hay
que
aplicar el hacha a la raíz de estos ataques: una mirada dirigida, desde
el
primer momento, a Jesús sacramentado bastará para recobrar la calma.
Jesús, dulce en su corazón y en su espíritu, lo es también,
naturalmente, en
su exterior. La dulzura de Jesús es como el suave perfume de su caridad
y de
su santidad. Se percibe en todos los movimientos de su cuerpo: nada de
violento en sus ademanes, que son moderados y tranquilos como la
expresión
de su pensamiento y de sus sentimientos llenos de dulzura; su andar es
sosegado y sin precipitación, porque en sus movimientos todo está
regulado
por la sabiduría. Su cuerpo, su porte exterior, sus vestidos, todo, en
suma,
anuncia en Él el orden, la calma y la paz; es el reinado de su dulce
modestia, porque la modestia es la mansedumbre del cuerpo y su honor.
La cabeza del Salvador guarda también una posición modesta, no orgullosa
ni
altanera, ni está erguida, aunque tampoco excesivamente abajada y
tímida; en
una palabra, ofrece el aspecto de la modestia sencilla y humilde.
Sus ojos no denuncian movimiento alguno de indignación ni de cólera; su
mirada es respetuosa para los superiores, amorosa para su madre y para
san
José en Nazaret, bondadosa para sus discípulos, tierna y compasiva para
los
pecadores e indulgente y misericordiosa para sus enemigos.
Su boca augusta es el trono de la dulzura: se abre con modestia y con
suave
gravedad. El Salvador habla poco; jamás ha salido de su boca una
chocarrería, ni una palabra burlesca, ni una frase de mal gusto o de
mera
curiosidad; todas sus palabras, lo mismo que sus pensamientos, son fruto
de
su sabiduría; los términos que emplea son siempre sencillos, siempre
oportunos y al alcance de aquellos que le escuchan, que, por lo general,
son
pobres y gente del pueblo. Jesucristo en sus predicaciones evita toda
alusión personal que pueda lastimar; no ataca sino los vicios de escuela
o
de casta, no condena sino los malos ejemplos y los escándalos, no revela
los
delitos ocultos ni los defectos interiores.
No esquiva la presencia de aquellos que le odian; no deja de cumplir
ningún
deber ni de defender la verdad por temor, por evitar la contradicción o
por
agradar a las personas. No dirige reproches impremeditados ni formula
profecías personales antes del tiempo señalado por su Padre; trata con
la
misma sencillez y mansedumbre a los que sabe que le han de abandonar;
mientras no llega el momento de hablar, el porvenir para El es como si
no lo
conociera.
Jesucristo dio pruebas de una paciencia admirable con aquellas
muchedumbres
que se apiñaban en torno suyo; de una calma sublime en medio de las
mayores
agitaciones y entre tantas peticiones y exigencias de un pueblo grosero
y
terrenal.
Todavía causa más admiración su comportamiento tan suave, tan dulce y
tan
bondadoso con discípulos rudos e ignorantes, susceptibles e interesados,
que
se envanecerán de tenerle por maestro. Jesucristo manifiesta a todos el
mismo amor: no hay en El preferencias ni aceptación de personas: ¡Jesús
es
todo miel, todo dulzura, todo amor!
Si comparamos nuestra vida con la de Jesucristo, i qué reprochable
resulta
la nuestra! Nuestro amor propio afila el sable contra ciertas personas
que
por su manera de ser y por su carácter hieren de una manera especial
nuestro
orgullo
Todas esas impaciencias, esos reproches y ese proceder mortificante
proceden
de un fondo de pereza que quiere desembarazarse y librarse cuanto antes
de
un obstáculo, de un sacrificio, de un deber, y por esta causa lo
rehuimos o
lo cumplimos con demasiada precipitación.
¡Ay!, a decir verdad, esa afectación, esos aires de triunfo y esas
palabras
son cosas ridículas. Yo espero que el divino maestro nos ha de mirar con
ojos de piedad por todas esas faltas que no dejan de ser miserias y
necedades.
Es de notar que la dulzura con los poderosos y con aquellos que pueden
halagar nuestra vanidad es una debilidad, una adulación y una cobardía,
y el
mostrarse fuerte con los débiles, una crueldad, y la humillación no es
otra
cosa, frecuentemente, que una venganza secreta. ¡Oh Dios mío!
4. El silencio de Jesús
El mayor triunfo de la mansedumbre de Jesús está en la virtud del
silencio.
Jesús, que vino al mundo para regenerarnos, principia por guardar
silencio
en público durante treinta años; sin embargo, ¡cuántos vicios había en
el
mundo que corregir, cuántas almas extraviadas, cuántas faltas en el
culto,
cuántas en los levitas y en las primeras autoridades de la nación!
Jesucristo no reprende a nadie; se contenta con orar, con hacer
penitencia,
no transigiendo con el mal y con pedir perdón a Dios.
¡Qué cosas más hermosas y útiles hubiera podido hacer Jesús en esos
treinta
años para enseñar y consolar! Y, sin embargo, no las dijo; se limitó a
oír a
los ancianos, a asistir a las instrucciones de la sinagoga, a escuchar a
los
escribas y doctores de la ley como un simple israelita de la última
clase
del pueblo; hubiera podido reprender y corregir y no lo hace; ¡todavía
no
había llegado la hora!
¡La sabiduría increada, el Verbo de Dios que ha creado la palabra y hace
conocer la verdad, se calla y honra a su Padre con su dulce y humilde
silencio! Este silencio de Jesús elocuentemente nos dice: "¡Aprended de
mí,
que soy dulce y humilde de corazón!"
¡Cómo condena nuestra vida la conducta de Jesús! Hablamos como
insensatos
diciendo muchas veces lo que no sabemos, resolviendo como ciertas las
cuestiones dudosas e imponiendo a los demás nuestro criterio. ¡Cuántas
veces
decimos lo que no deberíamos decir, revelando lo que la más rudimentaria
prudencia y humildad debieran hacernos callar! Cuando obramos así
Jesucristo
nuestro señor nos trata como a charlatanes e insolentes, dejándonos
hablar
solos para confusión nuestra; su pensamiento no está con nosotros y su
gracia no quita la esterilidad de nuestras palabras.
Este silencio que dimana de la mansedumbre de Jesús es paciente; a los
que
le hablan los escucha hasta el fin, sin interrumpirles jamás, y eso que
sabe
de antemano lo que desean decirle; responde Él mismo directamente;
reprende
y corrige con bondad, sin humillar ni zaherir a nadie, como lo haría el
mejor maestro con sus jóvenes discípulos. Oye cosas que le desagradan,
cosas
impertinentes, y en todo halla ocasión de instruir y hacer bien.
En cuanto a nosotros, ocurre de muy distinto modo: somos impacientes
para
contestar a lo que hemos comprendido de antemano, y nos molesta escuchar
lo
que nos obliga a callar largo tiempo o lo que nos contraría. Esta
impaciencia y esta molestia las reflejamos en nuestro semblante y
nuestro
aspecto exterior. No es éste el espíritu de Jesucristo, ni aun el de una
persona bien educada, ni siquiera el de un hombre pagano honrado y
prudente.
Hay un montón de circunstancias en la vida del hombre en las que la
paciencia, la dulzura y la humildad del silencio vienen a ser la virtud
del
momento, las cuales deben ser, ante Dios, el fruto único de ese tiempo
que
empleamos en practicarlas y que creemos perdido. Su gracia ya nos lo
advierte: escuchemos su voz y obedezcámosle sencilla y fielmente.
¿Qué decir de la mansedumbre del silencio de Jesús en el sufrimiento?
Jesús se calla habitualmente ante la incredulidad de muchos discípulos,
en
presencia del corazón inicuo e ingrato de Judas, cuyos pérfidos
pensamientos
e infames maquinaciones conoce en absoluto. Jesús se domina, está
sereno,
tranquilo y afectuoso con todos, como si nada supiese; continúa con
ellos su
trato ordinario, respetando el secreto que con los mismos guarda su
Padre.
¡Qué lección contra los juicios temerarios, contra las sospechas y
antipatías secretas!. Jesús conoce el secreto de los corazones, pero
antes
de hacer uso de este conocimiento tiene presente la ley de la caridad. Y
del
deber común, porque éste es el orden de la Providencia.
Jesús confiesa sencillamente la verdad de su misión delante de los
jueces;
en presencia de los pontífices confiesa que es Hijo de Dios; y que es
rey,
en presencia del gobernador romano. Se calla delante del curioso e
impúdico
Herodes. Guarda silencio como los sentenciados a muerte, mientras la
cohorte
pretoriana le llena de improperios y se burla de Él sacrílegamente;
sufre,
sin exhalar una queja, el suplicio de la flagelación y el insulto del
Ecce
Homo. No protesta por la lectura de su injusta condenación; toma su cruz
con
amor, y sube al calvario en medio de las maldiciones de todo el pueblo;
y
cuando se ha agotado la malicia de los hombres y los verdugos han
terminado
su obra, abre la boca y dice "¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen!" ¿Es posible que, conociendo esta escena, nuestro corazón no se
sienta quebrantado por el dolor y conmovido por el amor?
¿Qué diremos de la mansedumbre eucarística de Jesús? ¿Cómo pintar su
bondad
cuando recibe a todos los que se acercan a El; su afabilidad cuando se
pone
al alcance de todos..., pequeños..., ignorantes; su paciencia en
escuchar a
toda clase de gentes, en oír todo lo que le dicen, la relación de todas
nuestras miserias...? ¿Cómo describir su bondad cuando se da en la
Comunión,
acomodándose al estado en que se hallan los que le reciben, yendo a
todos
con alegría, con tal que los encuentre con la vida de la gracia y con
algún
sentimiento de devoción, con algunos buenos deseos o, por lo menos, un
poco
respetuosos; comunicando a cada uno la gracia que le conviene según su
disposición y dejándole la paz y el amor como señales de su paso?
Y en cuanto a los que le olvidan, ¡qué mansedumbre tan paciente y
misericordiosa! ...
Por último, respecto de aquellos que le desprecian y le ofenden, ruega
por
ellos y no reclama ni amenaza; a los que le ultrajan con el sacrilegio
no
les castiga al momento, sino que trata de conducirlos al arrepentimiento
con
su mansedumbre y su bondad. La Eucaristía es el triunfo de la
mansedumbre de
Jesucristo.
5. Medios para llegar a la mansedumbre de Jesús
¿Qué medios debemos emplear para llegar a la mansedumbre de Jesús? Es
cosa
fácil conocer la belleza, la bondad y, especialmente, la necesidad de
una
virtud como la mansedumbre; parar en este conocimiento sin pasar
adelante es
hacer como el enfermo que conoce su remedio, lo tiene a mano y no lo
toma; o
el viajero que, sentado cómodamente, se contenta con mirar el camino que
tiene que andar.
El mejor medio para llegar a la dulzura del corazón de Jesús es el amor
de
nuestro Señor; el amor tiende siempre a producir la identidad de vida
entre
aquellos que se aman. El amor obrará este resultado por tres medios.
El primero consiste en destruir el fuego incandescente de la cólera, de
la
impaciencia y de la violencia, haciendo la guerra al amor propio en las
tres
concupiscencias que se disputan nuestro corazón; si nos irritamos, es
porque
nuestra sensibilidad, nuestro orgullo o nuestro deseo de gloria y honras
mundanas sufren la contrariedad de algún obstáculo; de aquí que combatir
estas tres pasiones dominantes es atacar al enemigo de la mansedumbre.
En segundo lugar hay que amar más la ocupación que se nos ofrece,
ordenada
por la providencia, que aquella que estamos practicando a nuestro gusto.
Sucede muchas veces que nos irritamos, porque no nos es dado continuar
libremente una ocupación que nos agrada más que la presentada por Dios.
Entonces ha de dejarse todo para hacer la voluntad de Dios, y todo lo
que
nos ofrezca lo miraremos como lo mejor y como lo más agradable a
nuestros
ojos. Esta metamorfosis no puede operarse sino amando aquello que Dios
pide
de nosotros en ese momento, el cual cambia nuestras gracias y nuestras
obligaciones para su gloria y nuestro mayor provecho; somos entonces
como el
criado que abandona a su señor vulgar para ponerse a servir en persona
al
soberano. ¡Cuán propio es este pensamiento para alentarnos y hacernos
conservar la paz y la dulzura en medio de las vicisitudes de la vida!
Pero entre todos, el medio mejor es tener continuamente delante de los
ojos
el ejemplo de nuestro Señor, sus deseos y complacencias; este medio es
del
todo bello, luminoso y agradable. Para ser dulces, miremos al Dios de la
Eucaristía; alimentémonos con aquel divino maná que contiene todo sabor;
en
la Comunión hagamos provisión de mansedumbre para todo el día: ¡tenemos
tanta necesidad de ella!
Ser dulce como Jesucristo, ser dulce por amor al Salvador: he aquí el
objetivo de un alma que quiere tener el espíritu de Jesús.
¡Oh alma mía! Sé dulce con el prójimo que ejercita tu paciencia, como lo
son
contigo Dios, Jesús y la santísima Virgen; sé dulce para que el juez
divino
lo sea contigo, el cual te medirá con la misma medida con que tú hayas
medido. Y si piensas en tus pecados, en lo que has merecido y mereces;
al
ver, ¡oh, pobre alma!, con qué bondad y dulzura, con qué paciencia y
consideración te trata nuestro señor Jesucristo, no podrás menos de
deshacerte en actos de humildad y dulzura para con el prójimo.
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El himno de júbilo
Jesús se goza, se llena de júbilo, por la sabiduría divina
que ha revelado los misterios del Reino a los humildes. Esa ha sido la
voluntad del Padre. Y la revelación del Padre la hace a través de Jesús.
Jesús conoce perfectamente al Padre y ese conocimiento lo revela,
siguiendo
la voluntad del Padre, a los humildes.
La humildad lleva en sí la confianza en Dios. El humilde
conoce su verdad, su indigencia y limitación y palía esa indigencia
entregándose a Dios. Esa entrega del humilde a Dios permite que Dios se
le
revele y le dé las gracias que necesita para hacerse santo. Por el
contrario, el soberbio no quiere reconocer su limitación y la oculta
detrás
de las cosas materiales buscando afanosamente llenarse de criaturas que
llenen el vacío y limitación de su existencia. “Dios resiste a los
soberbios
y da su gracia a los humildes”[17].
Jesús es ejemplo de humildad: “aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón” Jesús nos exhorta a ser como Él en cargar nuestra
cruz. “tomad sobre vosotros mi yugo” que es el cumplimiento de los
mandamientos de Dios. Todos tenemos que cargar con el yugo que Jesús nos
da.
Todos tenemos que cumplir la voluntad de Dios manifestada en los
mandamientos. ¿Y cómo cargar el yugo de Jesús? Siguiendo su ejemplo: con
humildad y mansedumbre.
Se necesita la humildad para cumplir los mandamientos de
Dios.
El hombre desea ser libre absolutamente y no quiere, a veces, ni
siquiera
sujetarse a los mandamientos de Dios porque cree que le restan libertad
y no
es así. Los que quieren una libertad absoluta, una libertad incluso de
Dios,
viven en la mentira y en la soberbia. La soberbia de la libertad
absoluta es
una mentira. Necesitamos que Dios nos guíe a través de sus mandamientos
para
caminar con rectitud. Él nos conoce perfectamente porque nos ha creado y
sabe lo que nos conviene y por eso con sus mandamientos nos orienta
hacia la
rectitud de vida. Cumplir los mandamientos es vivir en la verdad de
nuestra
creaturidad que necesita del Creador para plenificarse. Cumplir los
mandamientos es vivir la verdad de hijos obedientes que aman a su Padre
bondadoso. Y la verdad nos hace libres[18] y libres verdaderamente.
Necesitamos humildad para reconocer que necesitamos absolutamente de
Dios y
que sus mandamientos “su yugo” nos orientan para estar con Él y que nada
nos
falte. Cada uno tiene un “yugo” que le ha dado Dios, que se manifiesta
en
el quehacer diario y que llevado con humildad nos plenifica como hombres
y
va plasmando en nosotros la perfección de Dios.
Jesús nos ha dado ejemplo de humildad pues ha hecho durante toda su vida
la
voluntad del Padre[19].
Se necesita mansedumbre para cumplir los mandamientos de Dios, para
cumplir
bien los mandamientos de Dios, porque se pueden cumplir a regañadientes
y no
por amor. Arrastrando el “yugo” y no llevándolo por amor al Padre
celestial
y en esto hay gran diferencia como entre el que es obligado por fuerza a
obrar y el que obra por amor.
Si llevamos el “yugo” con humildad y mansedumbre se nos hará suave y su
carga ligera. Así lo han hecho Jesús y los santos y los mandamientos y
la
cruz que llevaban se les hacía suave y a veces hasta gozosa. La
mansedumbre
y humildad que Cristo nos enseña y que debemos imitar hará de nuestro
“cotidiano morir”, de nuestro diario llevar la cruz un ejemplo a imitar.
Cargar la cruz con alegría, aceptar gozosamente la cruz porque es el
camino
único para salvarnos, porque es el mejor camino, ya que lo eligió Jesús.
Si cargamos la cruz junto con Jesús, con mansedumbre y humildad que se
manifiestan al exterior con la alegría, seremos verdaderos apóstoles y
daremos muchos frutos.
“Aprended de mí”. El contacto cotidiano con el Señor nos hará imitarlo,
ese
contacto se da por la oración.
Llevar el “yugo” imitando a Jesús lo hace liviano y es descanso del alma
porque el cumplimiento de los mandamientos nos da una conciencia
tranquila y
nos trae paz y gozo. En la imitación de Jesús hallaremos nuestro
descanso.
El mismo Jesús cargando su cruz es nuestro descanso porque en su cruz
lleva
la nuestra. Cuando nos sintamos cansados y agobiados recurramos a Jesús
que
Él nos dará el refrigerio que necesitamos para nuestras almas sedientas
y
agotadas.
No temamos la cruz de Cristo. Temamos temer mundanamente la cruz de
Cristo.
¿Es malo temer la cruz? Es algo natural el tener repugnancia a cargar la
cruz. Nuestra naturaleza caída se revela ante el “yugo” de Jesús. Jesús
mismo temió la cruz en Getsemaní[20]. Nosotros también podemos temer la
cruz
y si no la tememos con un temor auténtico ya que nadie quiere sufrir por
sufrir, es porque “somos temerarios” o porque “no la vamos a cargar en
toda
magnitud” como cuando prometemos llevarla pero con una promesa
veleidosa.
Cristo a pesar del miedo que padeció en el huerto aceptó la voluntad del
Padre y cargó la cruz[21]. También los santos a pesar de temer, cargaron
la
cruz porque buscaban sobre todas las cosas el cielo y porque se
abandonaban
en Dios con una confianza sin límites. Cristo nos dice: “Venid a mí
todos
los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso”.
Y las cruces y los sufrimientos que implica cargar “el yugo” de Cristo,
¿cómo sobrellevarlos? “Venid a mí”. Somos conscientes de la magnitud de
la
cruz, de que no es fácil ser cristianos auténticos pero confiemos en
Jesús.
Con Él, el yugo se hace suave y la carga ligera.
Podemos correr el peligro de temer la cruz y esquivarla. La
consecuencia:
llevar una doble vida. Una vida incoherente que confiese a Jesús con los
labios y lo niegue con las obras, “un fariseísmo de vida”, “una
esquizofrenia espiritual”.
Tomemos conciencia que debemos cargar la cruz para ser verdaderos
discípulos
del Señor pero uniéndonos a Él que por nosotros la llevó y la lleva y
así no
temeremos mundanamente su cruz porque sabemos en quien nos hemos
confiado.
* * *
Este pasaje es llamado himno de júbilo porque Jesús se llena
del Espíritu Santo[22] y sale de sí mismo, por decirlo así, elevándose a
la
voluntad y al conocimiento de su Padre celestial. Jesús se llena de gozo
al
contemplar el querer del Padre: revelar los misterios del Reino a los
simples y ocultarlos a los hipócritas. La voluntad de Cristo es la
misma,
son una con la del Padre. Él revela los misterios del Reino a todos,
pero
los sencillos lo acogen y los hinchados de sí mismos lo rechazan.
Toda la revelación de Jesús, la pronunciada con lenguaje
directo y la pronunciada con lenguaje indirecto, es luz para unos y
escándalo para otros. Luz para los humildes, tropiezo para los
soberbios.
El Padre ha dado todo al Hijo y le ha mandado que lo revele
y también revele sus misterios y Cristo los revela a quien quiere. Los
revela a los de corazón simple, los cuales, van a acoger su revelación
porque han llenado ya su corazón de Jesús.
Jesús es conocido eternamente por el Padre y el Padre es
conocido eternamente por el Hijo. Conocimiento mutuo y perfecto como
sólo
puede haber entre ellos y el Espíritu Santo. Jesús se revela como el
Unigénito del Padre. Lo conoce tal cual es y es el enviado del Padre
para
cumplir su voluntad “He aquí que vengo a hacer tu voluntad”[23]. Jesús
manifiesta en este himno su igualdad con el Padre, su divinidad y su
conciencia de ser Hijo único de Dios.
Jesús escucha las narraciones apostólicas de sus discípulos
que vienen gozosos por sus frutos apostólicos y se congratula con ellos
pero
elevándose de lo terreno a lo celestial. Ve sus nombres inscritos en el
“libro de la vida” y en su elevación exclama el himno del júbilo. Es
bueno
el gozo terreno y el más elevado que es la caridad pastoral pero es
mayor
infinitamente el gozo del cielo donde el amor perdura pero sin mezcla de
ambiciones terrenas ni sutiles complacencias propias, sino, simple, sólo
para Dios y donde el alma sale fuera de sí, no por el servicio al
prójimo,
que es algo excelente sino por la contemplación de Dios y por el gozo
infinito y eterno de la unión con Él.
La visión beatífica la poseemos en esperanza. Ver a Dios
ahora es creer en Él y el que nos revela lo que debemos creer es Jesús y
Jesús se revela a los sencillos.
Pero no dice el texto que se revela a los sencillos. No lo
dice directamente. Pero si al decir Cristo que se revela a los que
quiere,
podríamos decir, a los que el Padre quiere revelarse porque Cristo
quiere lo
que quiere el Padre y el Padre quiere revelarse a los simples.
Y ¿cómo podemos tener un corazón simple? Imitando a Jesús:
“aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” para vivir una vida
descansada, una vida en paz, una vida libre y también para que el yugo
de
Cristo se nos haga liviano y ligero.
El hombre simple tiene el corazón lleno de Cristo y vacío de
criaturas y cuando el amor de Cristo llena el corazón, cuando el hombre
está
enamorado de Cristo y sólo y totalmente de Él, busca imitarlo
especialmente
en la humildad y lleva cualquier sufrimiento por El con ligereza y
alegría
porque ¿qué negaremos al que amamos con toda el alma?
[17] St 4, 6
[18]Jn 8, 32
[19]Jn 4, 34; 5, 30; 6, 36
[20] Mt 26, 39
[21] Mt 26, 42
[22] Cf. Lc 10, 21-22
[23]Hb 10, 9
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Aplicación: P. Octavio Ortiz - Cristo revela el rostro
misericordioso del Padre
1. Nexo entre las lecturas
El gozoso anuncio mesiánico del profeta Zacarías dirigido a los
habitantes de Jerusalén (es lo que significa la metonimia hija de Sión,
hija de Jerusalén), proclama con la máxima simplicidad la venida de un
rey humilde (viene a ti tu rey) que restablecerá la paz y la justicia en
las naciones, y condensa de manera admirable toda la esperanza de
salvación del pueblo de Israel (1L). Semejante anuncio profético
encuentra su perfecto cumplimiento en Jesucristo manso y humilde de
corazón que viene a traer alivio y descanso (EV) a todo aquel que
experimenta la fatiga y el agobio que comporta el yugo de la ley
antigua. El, conociendo íntimamente al Padre (EV) revela el verdadero
rostro de Dios que es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y
generoso para perdonar (SAL) a todo aquel que con humildad se reconoce
necesitado de misericordia: acuérdate Señor de tu misericordia (SAL).
Por su parte san Pablo nos recuerda que el plan de salvación que ha
venido a instaurar este rey en el mundo, inicia con la conversión del
corazón que implica no vivir conforme al desorden egoísta del hombre
sino conforme al Espíritu de Cristo (2L).
2. Mensaje doctrinal
1. Jesús, epifanía del rostro del Padre. En el Evangelio de Mateo que la
liturgia pone hoy a nuestra consideración, se nos ofrece una de las
revelaciones de carácter cristológico más profundas: Jesús es Hijo
eterno del Padre. Te doy gracias Padre Señor de cielo y tierra. Con
estas palabras de alabanza y bendición Jesucristo inicia su "confesión"
dirigiéndose al Padre. Ellas expresan claramente el reconocimiento del
primado del Padre por parte del Hijo (señor de cielo y tierra) y por
tanto ponen de manifiesto el carácter trascendente de Dios, que es
creador de todo cuanto existe. Pero al mismo tiempo, Jesús se dirige al
Padre con el apelativo más íntimo y cercano con que jamás hombre alguno
se hubiera atrevido a dirigirse a Dios: Padre. El término preciso en
hebreo es abbá, que puede ser traducido como papá Así, si por una parte
Jesús nos manifiesta la grandeza del Padre, su señoría y trascendencia,
nos revela así mismo su cercanía y su bondad. El Dios que nos revela
Jesucristo es un Dios Padre en el sentido más profundo y verdadero. En
este sentido, el catecismo de la Iglesia católica nos dice: Al designar
a Dios con el nombre ce Padre, el lenguaje de la fe indica
principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero y trascendente
de todo y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos
sus hijos (Catecismo de la Iglesia Católica 239).
Gracias a ese conocimiento recíproco que el Hijo afirma tener con el
Padre: nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino
el Hijo, Jesucristo puede considerarse en toda verdad como manifestación
(epifanía) del rostro del Padre.
2. Los secretos del Reino revelados a los pequeños y humildes. El objeto
de la alabanza que Jesús dirige al Padre , te bendigo, oh Padre, Señor
de cielo y tierra (Mt 11, 25), consiste en esto: porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños
(Mt 11, 25b). La indicación indeterminada a la que Jesús hace referencia
con la expresión estas cosas, se refiere con toda probabilidad al plan
divino de la salvación, al misterio del reino de los cielos que el Hijo
vino a instaurar en la tierra pero que no ha sido reconocido por los
sabios y entendidos del mundo presente. En esta categoría de sabios y
entendidos están comprendidos los jefes del pueblo hebreo, los escribas
y fariseos que observaban con minuciosidad la ley dejando a un lado la
justicia y el amor a Dios (cfr Lc 11, 42), que tenían la ley en los
labios pero no la habían comprendido con el corazón (cfr Is 29, 13).
Estos se tenían por la clase culta del pueblo, pensaban ser expertos en
el manejo de la
Escritura y, sin embargo, no supieron reconocer el designio divino
realizado ante su misma mirada, precisamente a través de la mansedumbre
del Hijo. Este misterio de salvación lo comprenden, en cambio, aquellos
que son humildes y sencillos de corazón, los pobres de espíritu (Mt 5,
3) que se colocan ante Dios en actitud de escucha, de disponibilidad y
le reconocen como Señor del cielo y de la tierra, como padre de quien
procede todo bien y todo don.
3. Un rostro misericordioso. Presentándose a sí mismo como manso y
humilde de corazón Jesucristo nos revela un rostro misericordioso de
Dios que es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
perdonar. Son innumerables los salmos que proclaman la nota distintiva
característica de Dios en su relación con su pueblo: la bondad y la
misericordia. El salmo 103 es en sí mismo un himno que exalta este modo
de proceder de Dios con su pueblo: Él, que todas tus culpas perdona, que
cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor
y de ternura, mientras tu juventud se renueva como el águila. Clemente y
compasivo es Yahveh, tardo a la cólera y lleno de amor, no se querella
eternamente ni para siempre guarda rencor; no nos trata según nuestros
pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cual la ternura de un
padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen;
que Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo.
(Sal 103, 3-5. 8-10. 13-14).
3. Sugerencias pastorales
1. Dar a conocer a los hombres el Dios del amor y la misericordia. Al
hombre contemporáneo frecuentemente atormentado entre la angustia y la
esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por
aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón,
la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad
mientras tiende a la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío,
le es necesario encontrarse con el rostro misericordioso de Dios. La
Iglesia, como afirma Juan Pablo II, debe dar testimonio de la
misericordia de Dios revelada en Cristo en su misión como Mesías,
profesándola en primer lugar como verdad salvífica de fe necesaria a una
vida coherente con la fe, después buscando introducirla y de encarnarla
en la vida, ya sea de sus fieles, ya sea, en cuanto sea posible, en la
vida de todos los hombres de buena voluntad (Dives in misericordia 12).
2. Formar un corazón manso y humilde de corazón. Todo cristiano, pero de
modo especial el sacerdote, ha de hacer suyo esta invitación de Cristo:
aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. La mansedumbre y
humildad de corazón es un arma poderosa con que cuenta el sacerdote para
abrir el corazón de los hombres para ganarlos para Dios. San Juan Bosco
alentaba así a sus sacerdotes: ¡Cuantas veces, hijos míos, durante mi
vida, ya bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta
gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar que persuadir;
añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más
cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, sopor tándolos con
firmeza y suavidad a la vez. [...] Mantengamos sereno nuestro espíritu,
evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos
comprensión en el presente y esperanza en el
futuro, como conviene a unos padres de verdad que se preocupan
sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos (Epistolario,
Turín 1959, 4, 201-203).
La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la
recta razón. Santo Tomás, citando a Aristóteles, distingue en la II-II,
q. 157, a 1 y q.158, a1,2 y a 8 dedicadas al estudios de la mansedumbre
y de la ira, tres tipos de ira en el hombre: la de los violentos (acuti)
que se irritan en seguida y por el más leve motivo; la de los rencorosos
(amari) que recuerdan mucho tiempo el recuerdo de las injurias
recibidas; y la de los obstinados (difficiles sive graves) que no
descansan hasta que logran vengarse. Todas estas formas de ira tan
ajenas a la mansedumbre de corazón están totalmente ausentes en el modo
en que Dios trata a su pueblo y que viene confirmado por el Hijo en su
modo de tratar y dirigirse a los hombres.
¡Cuánto bien podemos hacer a nuestros fieles dirigiéndonos siempre a
ellos con bondad, sin mostrar impaciencia ante sus deficiencias y
limitaciones personales, indignación ante sus miserias! ¡Cuánto bien
podemos hacer evitando disputas, voces destempladas, palabras, gestos o
acciones bruscas que puedan herir la sensibilidad de nuestros hermanos,
acogiendo con benevolencia a los pobres, a los afligidos, a los
enfermos, a los pecadores, y también, suavizando con buen tacto las
justas reprensiones que sean convenientes al bien de las almas!
Por otra parte, el sacerdote debe enseñar a los fieles a vivir esta
faceta del amor con todos los miembros de la comunidad parroquial.
Enseñarles a no devolver mal por mal, a no hablar mal de los demás, a
saber dominar las reacciones de enojo y de ira hacia los demás, a tratar
con buenas maneras a sus hermanos.
(P. Octavio Ortiz)
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Aplicación: Francisco Bartolomé González - Sólo el Hijo es capáz
de revelar el verdadero rostro de Dios
La alegría de Jesús por lo que los discípulos acaban de contarle
(capítulo anterior) se traduce en una breve oración, que tiene un gran
parecido con la parte esencial de la oración de su madre: el Magnificat
(Lc 1,46-55). Lucas une a madre e hijo en las opciones y sentimientos
fundamentales, lo que es más importante que el que sean auténticas o no
cada una de las frases puestas en sus labios. María y Jesús alaban al
Padre que libera a los humildes y derrota a los opresores.
Esta clarificadora oración de Jesús contiene, según Mateo, tres
afirmaciones fundamentales: la revelación del Padre Dios se abre a los
pequeños y se cierra a los sabios; sólo el Hijo es capaz de revelar el
verdadero rostro de Dios; todos los que están cansados y oprimidos
pueden encontrar alivio en Jesús. La afirmación central es la segunda;
las otras dos expresan parte de su contenido. Lucas no habla de la
tercera; la cambia por una felicitación a los suyos por las cosas que
están viendo y oyendo. Felicitación que Mateo intercala entre las
parábolas del reino (Mt 13,16-17).
1. La revelación de Dios se abre a los pequeños y se cierra a los sabios
Después de la recriminación a las ciudades galileas que no han
respondido a sus obras y de la vuelta de los setenta y dos discípulos,
Jesús alaba al Padre por la respuesta que le están dando los sencillos,
la gente del pueblo llano. En su oración de alabanza aparece el Padre
como Creador y Señor del universo.
Dios ha decidido gratuitamente -"así te ha parecido mejor"- esconder
"estas cosas a los sabios y entendidos" y revelarlas "a la gente
sencilla". Jesús expresa la realidad que estaba experimentando. El
"Señor de cielo y tierra" tiene preferencias por los sencillos. Parece
que Dios ha hecho una opción de clase: está de parte de la gente
sencilla, de los del montón, de los que no cuentan para nada, de los que
son oprimidos y estrujados por otros. Está, decididamente, a favor del
pueblo. Es la misma temática desde el nacimiento en Belén. En aquella
sociedad -y como casi siempre- todos los privilegios religiosos, basados
en la obediencia a la ley, eran para los entendidos en Escritura. Sólo
contaban los que estaban dentro del circulo de los intelectuales, que se
identificaban -¡cómo no!- con los acomodados.
¿Quiénes eran, entonces, "los sabios y entendidos" y "la gente
sencilla"? ¿A qué se refiere Jesús al decir "estas cosas"?
"Los sabios y entendidos" eran las élites religiosas de Israel, los
escribas y los fariseos, los rabinos, que permanecían ciegos ante la
claridad de las palabras de Jesús, que se escandalizaban por su
predicación en favor de los pobres. Son los autosuficientes que se creen
que ya lo saben todo, que utilizan su ciencia y su conciencia para
formarse una idea cerrada de Dios y del mundo y no están dispuestos a
oír y aprender de nuevo. Creen que conocen bien a Dios y que poseen la
verdadera doctrina. Es la eterna tentación del espíritu humano desde sus
orígenes, tan bellamente expresada en la narración simbólica del
paraíso: ser como dioses (Gén 3,5). Son los que hablan de Dios y de los
hombres sin poner en ello su corazón. No captan el sentido de las obras
de Jesús porque su hipocresía y sus intereses personales inutilizan su
ciencia, impidiéndoles aceptar las conclusiones a las que su saber
debería llevarles.
El misterio del reino de Dios no es accesible a esta clase de sabiduría
humana, tan segura de sí misma. Dios no admite que el hombre entre en
petulante competencia con él. Su plan puede ser aceptado o rechazado por
el hombre, pero nunca discutido. El hecho de que Dios "esconda estas
cosas" no se debe a él, sino a los obstáculos de los hombres. Se
atribuye a Dios lo que es culpa del hombre. De hecho, las obras de Jesús
son manifiestas a todos, viene para ser conocido por todos. Este pasaje
se puede relacionar con la frase de Jesús: "No he venido a llamar a
justos, sino a pecadores" (Mt 9,13). ¿Quién no es pecador? El que se
cree justo -nadie lo es- se cierra a la llamada de Jesús por estar
conforme con la vida que lleva. Los "sabios y entendidos" ya lo saben
todo, ya lo viven todo; ¿cómo es posible que puedan aprender y vivir
cosas nuevas? Verán y oirán únicamente lo que les interese y que esté de
acuerdo con lo ya sabido y vivido. Y Jesús plantea un cambio total: se
podía tener la sabiduría del reino sin conocer la ley, el saber
religioso no daba ningún privilegio de cara al reino esperado; los
pobres eran la única esperanza del mundo nuevo...
Los "sencillos" no son sólo los niños, sino también los hombres sin
cultura (así se dice): los aldeanos de Galilea, los pastores de Belén,
los publicanos y pecadores, las prostitutas. Todos aquellos que eran
despreciados por los doctores de la ley y por los fariseos, que decían
de ellos: "Un ignorante no puede evitar el pecado y un hombre del campo
no puede ser de Dios".
El plan de Dios no puede ser aceptado más que por aquellos que se
presenten ante él conscientes de su vacío y pequeñez, con la pobreza
sustantiva que caracteriza al ser humano, con la actitud de humilde y
esperanzada búsqueda de algo o Alguien que pueda llenar sus vidas.
Características que pueden darse en la gente docta, como lo demuestra el
caso de Nicodemo (Jn 3,1ss).
Dios sólo puede contar con los sencillos, con los pequeños, con los
desechados y despreciados de la sociedad, con los que todo lo esperan de
los otros y del Otro. A éstos ha llamado a ser sus discípulos y han
creído en él.
¡Qué singular trastorno del orden!: Dios tiene predilección por los que
no valen nada en el mundo. ¡Cuántas cosas se entienden en el mundo si se
tienen en cuenta estas palabras!
De esta oración de Jesús se puede deducir que los discípulos, que han
conocido y creído esto que Dios comunica a los sencillos, eran de éstos:
gente pobre, del montón, de los que en la sociedad son tenidos por
nadie.
"Estas cosas" son las obras de Jesús, el evangelio en su totalidad. Es
decir, la nueva comprensión de Dios y de su reino que se contiene en las
palabras y en los hechos de Jesús. Es comprender el sentido de las obras
del Mesías, ver en ellas la actividad del Maestro. La revelación del
Mesías podía haberse hecho de manera deslumbradora y autoritaria, única
forma que tiene de entender la sociedad de las medallas y de las
condecoraciones. Así no hubiera habido problema: habrían entendido "los
listos" y no "los tontos".
Es la limpieza de corazón, la ausencia de todo interés torcido, lo que
permite discernir en las obras que realiza Jesús la mano de Dios. En
última instancia, depende de la disposición del hombre.
2. Sólo el Hijo revela el verdadero rostro de Dios
La segunda afirmación parece más propia del evangelio de Juan. Nos
describe el misterio de la filiación de Jesús, Hijo de Dios, con la
terminología y profundidad propias del cuarto evangelio.
La revelación de Dios como Padre y Amor y de su reino constituye el
centro de la predicación de Jesús. En la paternidad de Dios resume la
relación de Dios con los hombres; en la filiación divina, la relación de
los hombres con Dios. Es el mejor resumen del evangelio: Dios es Padre,
sobre todo de Jesús y, a través de él, de todos los hombres. "Todo me lo
ha entregado mi Padre". Jesús es el único revelador pleno de Dios, la
plenitud de la revelación, por su vida de intimidad con el Padre desde
toda la eternidad. Todos los demás han sido reveladores parciales.
"Nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
CON/RV: Habla de conocer y revelar. Conocer no es una ciencia del
entendimiento. Conocer en la Biblia tiene un significado mucho más
hondo: llega a las últimas razones y causas de las cosas y de los
acontecimientos humanos. Es una sabiduría. En la acción de conocer
participan por igual la voluntad, los sentimientos y la inteligencia.
Conocer y amar son una misma cosa. Estas palabras nos indican la
profunda relación entre Dios y Jesús. Sólo el Padre sabe quién es en
verdad Jesús; sólo Jesús sabe quién es realmente el Padre. Conocer es
una experiencia personal. Se emplea en la Escritura para expresar
también la relación íntima del hombre y de la mujer en el matrimonio.
Estas palabras contradicen a los que pretenden poseer y guardar el
"depósito de la fe". Nadie es depositario de la revelación; nadie puede
acaparar o imponer, con dogmatismos legislativos o culturales, las
formas con las que los hombres pueden encontrarse con el Dios de Jesús y
hablar con él: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y nadie conoce al
Hijo sino el Padre".
Pero el Hijo no posee este conocimiento para sí solo, sino que debe
transmitirlo, ya que el Padre se "lo ha entregado todo".
¿Y cómo lo transmite? ¿Cómo recibirlo? La respuesta nos la ha dado el
apartado anterior, que traducido con otro pasaje evangélico dice así:
"Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Mc
10,15). No lo transmite como ciencia, a través del estudio de la ley o
de la teología, sino como nuevo nacimiento por el Espíritu (Jn 3,3-8).
Este fue el riesgo y la equivocación de los dirigentes judíos, custodios
de la revelación de los profetas; y éste es el riesgo y la posible
equivocación de los cristianos. ¿Qué son los sacramentos para nosotros?
¿Cómo los administramos y a qué edades? ¿Basta con el bautismo de agua
para ser cristianos?...
¿Cómo puede hablar así un hombre? No entenderemos nada que merezca la
pena si únicamente hemos nacido del agua, si nos falta nacer del
Espíritu.
3. Todos los cansados y oprimidos pueden encontrar alivio en Jesús
"Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os
aliviaré". Jesús tiene delante a las personas a las que había dedicado
toda su vida: los pobres, los hambrientos de tantas hambres, los
ignorantes, la gente sencilla, los apenados y enfermos... Siempre le han
rodeado. Ahora los llama a sí y les promete aliviarlos de una doble
carga que les cansa y les deja embotados: la vida agobiante llena de
dificultades y los insoportables centenares de preceptos de la ley (más
de seiscientos), que había sido dada para la salvación y la vida;
prescripciones que nadie era capaz de cumplir, ni los mismos que las
imponían (Mt 23,4). Jesús los quiere liberar de la enseñanza de esos
"sabios y entendidos". Les quiere decir que no sigan penando bajo las
intolerables y complicadas prescripciones de los sacerdotes, que dejen
de sentirse perdidos ante la sutil y difícil doctrina de los rabinos.
Les invita a buscar en otra parte la verdadera voluntad del Padre; una
voluntad sin duda exigente, pero clara y al alcance de todos. Les invita
a buscar en él mismo la respuesta a sus problemas.
"Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y encontraréis vuestro descanso". La imagen del yugo perteneció
a la relación señor-esclavo. Después se aplicó a la relación
maestro-discípulo. Cada maestro tenía un "yugo" que imponer a sus
discípulos. El yugo de Cristo va por otro camino que los demás. Para
animarles a tomarlo se define a sí mismo como "manso y humilde de
corazón": "manso" indica su actitud ante los hombres; es decir,
misericordioso, no-violento, tolerante, pronto al perdón, pero también
exigente. "Humilde" indica su actitud obediente y dócil en todo a la
voluntad del Padre. "De corazón" quiere decir que su docilidad y
obediencia es interior, libre, fundamentada en el amor.
El se presenta como Maestro, pero no como los letrados que dominaban a
los discípulos. No es violento, sino humilde y manso, en contraposición
al orgullo de los rabinos de Israel. Su enseñanza lleva al descanso, a
la paz, si se acepta desde él su doctrina. El que vive desde el amor es
levantado interiormente y se serena. La fe nunca debe convertirse en
carga agobiante, en yugo que cause heridas con el roce. En la libertad
en vivir la fe debería conocerse al discípulo de Jesús.
"Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera". Mateo ha hablado ya de
las tremendas exigencias de Jesús. ¿Cómo puede afirmar que su yugo y su
carga son suaves? Porque nos inculca el espíritu de la ley, con lo que
nos libera de la esclavitud de la letra. Aunque tiene exigencias más
duras que las enseñadas por los escribas y los fariseos, su yugo es
provechoso al hombre, da sentido pleno a su vida. Sólo exige amor, que
es gozo al vivirlo, aunque no exento de sufrimiento. Jesús obra una
profunda revolución religiosa: el culto, el dogma, las instituciones
religiosas..., todo debe estar al servicio del hombre.
"¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis!" (Lc 10,23). Jesús
felicita a los suyos. Estaba convencido de que había llegado la etapa
definitiva en la larga marcha de la historia humana hacia la plena
libertad. Las esperanzas mantenidas por los profetas durante tantos
siglos eran ya una realidad.
Para descubrirlo son necesarios ojos y oídos abiertos a la novedad, al
futuro, a la utopía; apertura que sólo son capaces de tener los
sencillos, los insatisfechos, los buscadores, los artesanos de la paz,
los luchadores por la justicia y la libertad...
¿Descubrimos nosotros a nuestro alrededor signos de los tiempos nuevos?
¿Caminos que se abren a un futuro de paz y fraternidad? ¿Cuáles?
¿Participamos en ellos? O, por el contrario, ¿estamos satisfechos de
cómo van las cosas?
Con Jesús irrumpió el reino de Dios entre nosotros. Su vida es el modelo
que hemos de imitar para hacerlo realidad. Según vayamos viviendo de su
vida, iremos "viendo y oyendo", iremos experimentando ese reino dentro
de nosotros y a nuestro alrededor. Ya no serán necesarias las
explicaciones. ¿Cómo necesitar razones para creer lo que ya se vive?
(FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ, ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2,
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 111-117)
Para enseñar de cómo conquistar la humildad
Pedir con humildad
Copérnico hizo grabar estas palabras en su tumba: "No la gracia
de Pablo, ni el perdón de Pedro, sino la misericordia que concediste al
ladrón en la cruz, ¡oh Señor! Dámela a mí". Ko II, 494
Ahora deme algo para mis pobres.
El santo Clemente María Hofbauer estaba pidiendo limosna para
sus pobres. Entró a un restaurante y, pasando por en medio de las mesas,
solicitaba una donación a los comensales. Se encontró con un enemigo
acérrimo de los sacerdotes. Este en lugar de darle una limosna le
escupió en la cara. El santo no se inmutó. Sacó su pañuelo, se limpió la
cara y dijo: "Bueno, esto era para mí. Ahora deme algo para mis pobres".
El hombre sacó su billetera y la vació en las manos del santo.
Humildad
La humildad es como la ropa interior; indispensable, pero
indecorosa cuando queda a la vista