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Domingo 6 del Tiempo Ordinario A - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Exégesis:  W. Trilling - La verdadera justicia en el cumplimiento de la Ley (Mt 5,17-48)

Comentario Teológico: Santo Tomas de Aquino - La Ley Antigua fue buena

Santos Padres: San Agustín - Comentario a Mt 5,22

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - “Se ha dicho... pero Yo os digo” (Mt 5,17-37)

Aplicación: San Juan Pablo II - “Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?” “Guarda los mandamientos” (Mt 19,16-17).

Aplicación: Benedicto XVI - la nueva ley

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La ley interior de Cristo Mt 5, 17-37

Aplicación: S.S. Francisco p.p.  - Decir la verdad a nosotros mismos

Aplicación: SS. Francisco p.p. - Jesús y la ley de los judíos

Aplicación: Hans Urs von Balthasar - Cumplir la voluntad de Dios

Directorio Homilético: Domingo 6 del Tiempo Ordinario A

Ejemplos

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

Para ser más felices" Curso con y sobre las Bienaventuranzas"

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo


Exégesis  W. Trilling - La verdadera justicia en el cumplimiento de la Ley (Mt 5,17-48)

Las bienaventuranzas han proclamado la nueva justicia en forma programática. En una segunda y larga sección san Mateo prosigue este tema, partiendo de la ley mosaica. Para el cristianismo, especialmente para los que proceden del judaísmo, en seguida tenía que surgir la cuestión de cuáles son las relaciones que tiene con la ley de los padres lo que Jesús ha anunciado y exigido. ¿Hay que realizar el concepto de la perfección expresado en las bienaventuranzas con absoluta independencia de esta ley? ¿Es una doctrina enteramente nueva? ¿Está también arraigada en el suelo materno de la historia del pueblo de Dios, de Israel, y en la ley? A estas preguntas da respuesta el siguiente y largo capítulo (5,17-48). También aquí se trata de la verdadera justicia, de la vida perfecta. Pero este tema se desarrolla desde el punto de vista de la ley y de la manera contemporánea de entenderla.

a) Aclaración de principios (Mt 5,17-20).

17 No vayáis a pensar que vine a abolir la ley o los profetas; no vine a abolir, sino a dar cumplimiento.

La ley fue dada por Dios como orden santo de toda la vida de Israel. También fue dada como una indicación para el individuo. para su pensamiento y acción éticos y religiosos. La voluntad solicitante de Dios se ha hecho patente en la ley, está detrás de cada una de las letras. Junto a la ley están los profetas. También en el mensaje de éstos se ha patentizado la voluntad de Dios. Las dos juntas, la ley y los profetas, no sólo han tenido importancia para su tiempo. La ley fue solemnemente presentada por Moisés al pueblo, y el pueblo en el monte Sinaí se obligó al cumplimiento de la ley. Los profetas en su tiempo han dado a conocer en discursos expresivos lo que Dios reclama. No se redujo a palabras orales ni al mensaje hablado: todas estas palabras, «la ley y los profetas» fueron puestas por escrito y retransmitidas a cada una de las siguientes generaciones con la misma fuerza obligatoria. Como sagrados escritos pasaron a ser el meollo y la norma interna en la vida del pueblo de la alianza. ¿Puede derrumbarse de repente lo que viene de parte de Dios de una forma tan inequívoca y actualizó durante siglos la voluntad de Dios? ¿Puede derribarse por medio de Jesús, que ha declarado que estaba dispuesto a «cumplir toda justicia» (3,15)? Es inconcebible. Jesús habla de su misión, como no ha hablado ningún profeta antes que él, cuando dice que ha venido. La palabra vine se refiere a un ser venido por parte de otro, a un ser enviado por el Padre. Lo que Jesús hace, sucede en nombre y por encargo del Padre. El mismo de quien en último término se derivan la ley y los profetas, no puede enviar a Jesús a abolirla. Abolir significa invalidar, así como en el ámbito terreno se dejan sin vigor una disposición o una ley. No empieza algo enteramente nuevo, que no tenga ningún enlace con lo antiguo. Jesús no elimina las antiguas leyes y establece otras nuevas. Su misión se refiere a algo distinto, en lo que está la novedad. No vine a abolir, sino a dar cumplimiento. A la voluntad de Dios y a las Sagradas Escrituras, que la han insertado en sí, se les debe dar cumplimiento. Lo nuevo no es completamente distinto, sino que es el perfeccionamiento de lo antiguo. La ley y los profetas son revelación de Dios, pero todavía no son la definitiva revelación. (La voluntad de Dios se da a conocer en ellos, pero no todavía en su forma más pura. Después de estas palabras de Jesús la situación se ha cambiado por completo. La ley y los profetas, los escritos sagrados del Antiguo Testamento como tales no tienen para nosotros ninguna obligatoriedad. Pero tampoco han venido a carecer de importancia, tampoco han pasado a ser como quien dice tan sólo una sombra de la futura salvación en el Nuevo Testamento, sino que siguen en vigor, pero en su última perfección dada por Jesús). Él ha dicho de una forma definitiva cómo hay que llevar a cabo la voluntad de Dios de un modo efectivo; una vez que Jesús «vino a dar cumplimiento», ya no podemos volver atrás. Si leemos este libro, sólo podemos hacerlo a la luz de la revelación de Jesús. Entonces se cae el velo de nuestros ojos, y todo aparece con una nueva luz: en todas partes vemos a Dios actuando y podemos separar lo imperfecto de lo perfecto. Pero para los judíos, como dice san Pablo, «en la lectura del Antiguo Testamento, sigue sin descorrerse el mismo velo, porque éste sólo en Cristo queda destruido. Hasta hoy, pues, cuantas veces se lee Moisés permanece el velo sobre sus corazones; pero cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo» (2Cor 3,14-16). Pedimos y deseamos vivamente que les sea quitado este velo y vean la verdadera gloria de Dios en la faz de Jesucristo (cf. 2Cor 4,6).

18 Porque os lo aseguro: antes pasarán el cielo y la tierra, que pase una sola yod o una sola tilde de la ley sin que todo se cumpla.

He aquí una comparación vigorosa. Todo el mundo ha de desaparecer antes que se suprima la mínima parte, incluso la mínima letra de la ley. La yod es la letra más pequeña en el alfabeto hebreo, y las tildes son pequeños signos empleados como auxiliares de la lectura al escribir los sagrados textos, cuyas partes y cuyas letras son palabra santa de Dios inviolables. Nunca pueden dejar de estar vigentes, porque es Dios quien por ellas ha hablado. Las palabras humanas son fugaces y pasajeras, la palabra de Dios tiene consistencia perenne...

Pero Dios no sólo ha hablado en la ley y por medio de los profetas, sino también «en estos últimos días, por el Hijo» (Heb 1,1s). Ésta es su última palabra. después de la cual Dios ya no dirá otra alguna con la misma autoridad. Esta última palabra perfecciona las precedentes y las pone en la verdadera luz. Porque la ley perdura, pero necesita un perfeccionamiento. Esto se expresa con la breve añadidura: sin que todo se cumpla. Esta frase quiere decir que toda la ley tiene que llegar a la perfección que ya empieza ahora en este momento por medio de la doctrina de Jesús. Pero también quiere decir: tiene que cumplirse todo lo que allí se predijo y que señala el tiempo futuro. Jesús no solamente enseña el cumplimiento de la ley, sino que lo muestra también en su persona, en su vida, en su muerte. Cuando todo esto se haya cumplido -la doctrina perfecta y la realización perfecta por medio de Jesús-, entonces todo se habrá cumplido realmente. En las páginas siguientes tenemos que ver siempre a Jesús en este gran conjunto. Jesús no es fundador de una secta ni un genio religioso, como a veces se oye decir. Antes bien es el último profeta, la última palabra de Dios, el definitivo revelador de la voluntad de Dios y, por tanto, es nuestro camino y nuestra verdad.

19 El que viole, pues, uno solo de estos mandamientos mínimos y enseñe así a los hombres, mínimo será en el reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, ése será grande en el reino de los cielos.

Nadie puede atreverse a violar ni siquiera uno solo de los mandamientos de Dios, aunque sea solamente un mandamiento insignificante y de poca importancia. No procede según la voluntad de Jesús. Es sencillo poner aparte lo antiguo, y procurarse nuevas ideas. Es mucho más difícil hacer lo que es tradicional, de tal forma que dé un nuevo resplandor. Jesús prosigue diciendo: «El que los cumpla y los enseñe...» Precede y se recalca el cumplimiento, porque es lo que sobre todo importa. Pero este cumplimiento y enseñanza de los mandamientos ahora sólo es posible en el sentido y de la nueva forma, con que Jesús los proclama. A continuación leemos varios ejemplos, que nos muestran a qué se hace referencia. Incluso los mandamientos menores debemos cumplirlos con el mismo vigor en la entrega y en el amor. Esto nos preserva de una manera de pensar de miras demasiado amplias, de un modo quizás incluso arrogante de pensar, para el cual las cosas pequeñas de la vida cotidiana son de poca monta. En el reino de Dios uno será tal como aquí haya vivido y enseñado. No solamente aquí en la tierra, sino también allí en el reino de Dios hay cosas pequeñas y cosas grandes. La solicitud incluso en las cosas pequeñas determina la categoría en el reino de los cielos. Uno será tal como ha vivido y enseñado. La frase puede aplicarse sobre todo a los que ejercen un magisterio en la Iglesia: catequistas y párrocos, sacerdotes y seglares. No pueden procurarse ideas favoritas, y hacer una elección arbitraria en el tesoro de la fe: a ellos les está confiado el conjunto, en el que cada parte, incluso la más pequeña, tiene su importancia.

(…)

b) La ira y la reconciliación (Mt/05/21-26).

21 Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y quien mate, comparecerá ante el tribunal.

Jesús se refiere a la instrucción dada por los escribas. De sus labios se percibe la palabra de Dios y su explicación. Los discípulos han oído todo lo que Dios mandó, pero sólo poquísimos podían leer. Han aceptado con ánimo creyente lo que Dios antiguamente habló a sus antepasados. Los antepasados, la generación de la salida de Egipto y de la peregrinación por el desierto son los antiguos, a quienes Dios se reveló. Permaneciendo con santo temor al pie del monte Sinaí, percibieron de labios de Moisés su mandamiento. Esta palabra permanece viva en la historia, se retransmite de generación en generación hasta los días de Jesús, que también la ha escuchado y aprendido en la sinagoga. Una de las frases lapidarias de los diez mandamientos es la siguiente: No matarás. Toda vida viene de Dios y es santa. Al hombre, Dios sólo le había permitido expresamente matar los animales, y así había autorizado nutrirse con carne (Gn 9,2s). La vida humana permaneció como posesión intangible de la divinidad. (…).

Es seguro y también lo fue siempre en la aplicación que el homicidio (deliberado) se castiga con la pena de muerte. Esta manera de pensar (vida por vida, ojo por ojo) estaba profundamente grabada no sólo en los israelitas, sino en todo oriente. Una cosa implica necesariamente la otra. El homicida queda a merced de la sentencia del juicio y de la pena de muerte, a la que se le condena en el nombre de Dios, el Señor de la vida. En el juicio humano tiene lugar el juicio de Dios.

22a Pero yo os digo: todo el que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal.

A esta manera de pensar Dios contrapone algo nuevo. Se anuncia solemnemente con la fórmula, que suena como si la pronunciara un legislador: Pero yo os digo. A los antiguos Dios les dijo entonces las palabras precedentes. Ahora Jesús dice de una forma nueva lo que Dios quiere. Ya no está en vigor la unidad insoluble, la balanza continuamente equilibrada: la muerte se castiga con pena de muerte. Ahora se dice: el sentimiento del corazón ya hace que se esté a punto para comparecer ante el tribunal humano, en el que se hace patente el tribunal de Dios. Los platillos de la balanza parecen desequilibrarse, ningún hombre puede concebir, a primera vista, cómo puede decirse: Todo el que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal. Eso sólo puede ocurrir, si la ira en el corazón pesa tanto como el homicidio. ¿No hay algo que coincida con nuestra experiencia? El que lleva la ira en el corazón, querría toda clase de desgracias a otra persona, desea no tener nada que ver con ella, que ella ya no exista para él. ¿No es esta ira como un asesinato espiritual, un sentimiento que aborrece a otra persona, la envilece y rechaza? «Quien odia a su hermano es homicida...» (/1Jn/03/15). En seguida nos damos cuenta de cómo en este ejemplo debe haberse conseguido la «justicia que supera la de los escribas y fariseos» (cf. 5, 20). El discípulo de Jesús ante la ira que brota en el corazón, debe tener tanto temor como ante el homicidio. La norma se ha cambiado y exige algo interior y mucho más excelso.

22b y el que diga a su hermano «estúpido», comparecerá ante el sanedrín; y el que le diga «loco», comparecerá para la gehenna del fuego.

Los dos ejemplos siguen desarrollando el mismo principio sin cambiar su esencia y sin que haya que concebirlo como una triple gradación. Se trata de lo mismo, con la diferencia de que se aplica el principio a otros dos casos de la ira: Y el que diga a su hermano «estúpido»... El que tal dice, no solamente tiene la ira oculta en el corazón, sino que la patentiza en la injuria. El texto griego dice raka. Esta palabra es una ofensa degradante, una voz de escarnio. El discípulo también se ha de precaver de proferir esta palabra. Es arriesgado. No se quiere decir ni nunca ha sucedido que una tal persona haya sido llevada ante el sanedrín y haya sido condenado por él. Lo que debe decirse es lo mismo que en el primer ejemplo: la ira hace que ya se esté a punto para el tribunal. Lo mismo puede decirse del tercer ejemplo, que nombra otra injuria: loco. La primera injuria es difícil distinguirla de la segunda, en cualquier caso, no se distingue tanto que se pueda entender tan gran diferencia en el castigo. Más bien los dos ejemplos se complementan mutuamente: el sanedrín y la gehenna del fuego. El que injuria a su hermano con ira y le degrada, jurídicamente es como un asesino ante el tribunal, pero por causa de su culpa ante Dios, por su pecado es como quien está a punto para la gehenna. Regularmente se habla del hermano. ¿Quién es este hermano? Los israelitas se daban entre sí este nombre honorífico. Era un título para el que pertenecía al pueblo de la alianza. Hermano es el hombre de la misma procedencia, de la misma sangre y de la misma fe. A este hombre también se refiere Jesús en primer lugar. Más tarde la Iglesia, cuando se aplicó a sí misma estas palabras de Jesús, tuvo que entender con el vocablo «hermano» al compañero en la fe.

Ya no valían las diferencias entre paganos y judíos, libres y esclavos, sino que todos eran hermanos en Cristo. Esta ley va dirigida a los compañeros en la fe y en el combate, y a los coherederos de Jesucristo. Tiene que vivir en la fraternidad, en la comunidad cristiana. En ellas deben estar prohibidas y se han de temer la aversión, la ira y el odio. ¡Cuán cuidadosa y exactamente tendría que estar formada la conciencia! ¡Qué sensación tan terrible debería causar el quebrantamiento de este mandato de Jesús en la comunidad! ¡Cuán fuerte tendría que ser en nosotros el impulso de estrangular ya en el primer brote todo el mal contra el hermano!

23 Por tanto, si al ir a presentar tu ofrenda ante el altar, recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, 24 deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.

Entre los hermanos no debe haber nada que separe, ninguna aversión ni discordia. De no ser así, los hermanos no son aptos para servir dignamente a Dios. El ejemplo de la ofrenda en el templo explica el mandamiento de Jesús: si entre los hermanos hay desunión, también se ha roto el lazo entre ellos y Dios. Jesús nada dice contra la presentación de sacrificios, que estaba prescrita y naturalmente era ejercitada según lo que disponía la ley. (…). En la presentación de ofrendas, de las públicas para todo el pueblo y de las privadas para la salvación del individuo, puede hacerse ostensible la auténtica adoración de Dios. Pero esta manifestación está enlazada con una indispensable condición: el sentimiento de la adoración de Dios sólo es auténtico, cuando viene de la paz y de la unidad entre los hermanos.

El ejemplo no nombra el caso en que yo tenga algo contra otra persona, aversión, un reproche justificado, cuando no el rencor en el corazón; sino por el contrario, ya basta saber que hay quien tiene algo contra mí. Entonces debo dar el primer paso para la reconciliación, irme y restablecer la paz. Este primer paso es tan urgente, que debo dejar y deponer mi ofrenda, el animal escogido o los frutos de la cosecha ante el altar, no obstante la detención y retraso en el decurso de los sacrificios, a pesar del ruido y de las habladurías que causará mi partida.

Solamente por el conocimiento alarmante (del que me he dado cuenta repentinamente) de que no vivo en paz con mi hermano, y que por ello soy indigno. Sólo cuando habré conseguido la reconciliación, seré apto para ofrecer mi sacrificio. Entonces mi ofrenda resultará muy agradable a Dios y también logrará la reconciliación con Dios. La paz entre los hermanos es condición previa para la paz con Dios. Esto es realmente algo nuevo. El culto divino y la realización de la fraternidad en la vida cotidiana están estrechamente enlazadas entre sí. El servicio ante Dios pierde su valor, si no es sostenido por el amor y la unidad fraternas. Nunca pueden sustituir esta condición previa los sacrificios que se presentan, por muchos y por valiosos que sean. Jesús aquí tiene ante su vista los sacrificios que en su tiempo se ofrecían en el culto del templo.

San Marcos nos ha conservado un ejemplo de la práctica que los escribas declaraban como permitida. Allí el Señor defiende el mismo principio: Nunca puede ser agradable a Dios un don que se adquiere a costa de las obligaciones del hijo con sus padres (Mc 7,9-13; Mt 15,3-9).

Siempre existe el peligro de cercenar las obligaciones humanas y morales en nombre de la adoración de Dios. Desde los abusos que los profetas denunciaban hasta muchas formas de piedad hipócrita en el día de hoy. ¡Cuánto nos gustaría exonerarnos de una tarea humana (pesada) mediante la (fácil) evasión al terreno exclusivamente religioso, a la oración o a una obra de penitencia! Desde que Jesús como el sumo sacerdote una vez para siempre ha ofrecido a Dios un sacrificio muy agradable en el Espíritu Santo, han sido anulados estos antiguos sacrificios en el culto (Léase Heb 9,9-18). Con todo los cristianos también ofrecen sacrificios, dones espirituales, sus cuerpos y a sí mismos como dádivas muy agradables en el sumo sacerdote Cristo y por medio de él (Cf. Rom 12,1; 1Pe 2,5; Heb 13,15).

Las palabras de Jesús también pueden aplicarse a estos sacrificios, sobre todo a su fuente y a su centro, el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Dios solamente los acepta por el amor y la paz mutua. ¡Con cuánto cuidado hemos de pensar en este respecto! La discordia y la desunión incapacitan a la comunidad para el culto divino. ¡Con cuánto empeño y solicitud hemos de procurar reconciliarnos para que el culto divino no pierda su sentido y llegue a quedar vacío!

25 Procura hacer pronto las paces con tu contrario mientras vas con él por el camino; no sea que él te entregue al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. 26 Te lo aseguro: no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante.

Este segundo ejemplo como el primero es fiel trasunto de la vida. Al que tiene deudas con otro y no quiere pagar, el acreedor le arrastra a viva fuerza entre injurias y maldiciones al juez. El juez certifica la deuda y manda al guardia que lleve al deudor al calabozo. Allí tiene que estar hasta que haya pagado el último cuadrante de la suma adeudada. Así sucede también entre los hombres: todos intentan con la ayuda de la ley hallar justicia, y si es preciso, por la violencia. ¿En qué consiste la advertencia que Jesús enlaza con esta historia narrada de una forma casi astutamente humorística?

Aprovecha el tiempo para la reconciliación, mientras todavía tienes esperanzas de lograrla. Vas por el camino con tu adversario en el proceso, a solas. Allí puedes intentarlo todo para arreglarte con él. Quizás tengas éxito en tu tentativa, quizás no, si el adversario se mantiene duro e inflexible. Pero en cualquier caso debes aprovechar el tiempo. Aquí no parece que se vea la componenda con el adversario como una obligación de la fraternidad. ¿No es un consejo muy trivial decir que se obre según exige la prudencia? Lo sería, si la breve historia no tuviera un fondo tan serio. Aprovecha el tiempo, antes que sea demasiado tarde -estas prisas denotan otro acontecimiento que se aproxima, y el juez se refiere a otro juez mayor: el reino y la magistratura de Dios-. Todos vamos por el camino hacia el juicio. Nos podemos imaginar las consecuencias y casi calcular la hora... La reconciliación se convierte en una solicitud urgente, mientras todavía hay tiempo. Luego será tarde. Así pues, no aplacéis el tiempo de la reconciliación, y poned todo el empeño en vivir mutuamente en paz.

c) El adulterio (Mt/05/27-30).

27 Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. 28 Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer con mal deseo, ya en su corazón cometió adulterio con ella.

El sexto mandamiento del decálogo ha de proteger y asegurar el matrimonio. La prohibición: No cometerás adulterio, tiene validez universal, tanto para el hombre como para la mujer. Pero la interpretación de la ley y la manera como los escribas la aplicaban, daba mayor libertad al hombre que a la mujer, como pronto veremos (5,31s). El carácter sagrado de esta comunidad entre el hombre y la mujer solamente fue asegurado a causa de que fue prohibida la infracción externa, el adulterio consumado, que representa un estado jurídico de las cosas que estorban la vida en comunidad. La alta estima social y la protección jurídica del matrimonio siempre son importantes: los pueblos y los estados deben velar para lograr estos fines. Jesús no quita esta prohibición, pero enseña que la pureza del matrimonio no está ya asegurada por dicha prohibición.

El matrimonio ya se quebranta por el hecho de desear a otra mujer. El acto externo sólo es la consumación de la concupiscencia interna. Ante Dios tiene importancia el sentimiento, la pureza de lo que se piensa, la voluntad incorrupta y límpida. El cónyuge debe estar formado por esta pureza hasta en las raíces de su manera de pensar. Si realmente se hace así, se hacen patentes por sí mismas muchas disposiciones sociales y leyes eclesiásticas sobre la inviolabilidad del matrimonio. Dios penetra en el corazón, nos juzga según nuestros sentimientos. Es también un hecho que una conducta exteriormente intachable puede ser fingida. Detrás de la brillante fachada puede esconderse un montón de gérmenes dañinos y perversos. Deben coincidir por completo lo externo y lo interno, la vida y los pensamientos, la apariencia y los sentimientos. Se puede conocer a los hombres que viven así por sus ojos, por la nitidez en su manera de hablar, por su acción sincera.

29 Si, pues, tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ser arrojado todo tu cuerpo a la gehenna. 30 y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ir todo tu cuerpo a la gehenna.

Son palabras duras, que sólo se entienden bien, si se sabe lo que es el escándalo. Este vocablo puede tener diferentes significados. Se habla de «dar escándalo», cuando uno induce a otro a un pecado, o de «escandalizarse», cuando alguien es incitado desde fuera a pecar. Entre las posibilidades de caer en el pecado, hay una que sobrepasa a todas las demás: es el gran escándalo, la verdadera tentación, la apostasía perfecta. De esto se habla más tarde repetidas veces (Cf. 16,23; 18,6-9; 24,10).

Aquí no se habla de este tema, sino de la inducción a un pecado particular, al pecado del abuso sexual, del desliz moral. Porque san Mateo ha puesto estos dos versículos después de la advertencia sobre la perfecta pureza del corazón. Aquí la tentación no procede de otros hombres, sino del propio interior, del que brotan «malas intenciones... adulterios, fornicaciones» (cf. 15,19). Pero la tentación se sirve de los miembros del propio cuerpo. Se nombran en particular el ojo y la mano, que parecen ser instrumentos especialmente preferidos de este escándalo.

El ojo que contempla de un modo lascivo y mira alrededor de sí de una manera concupiscente; la mano que busca el bien prohibido y lo quiere poseer, como ocurre en el adúltero con respecto a la mujer ajena. No son malos los miembros ni tampoco el cuerpo en general, como se ha pensado en el desprecio anticristiano de la materia, pero podemos ser instrumentos del mal, esclavos de la sensualidad. Si la tentación sobreviene como un enemigo, el discípulo debe proceder radicalmente, ha de rechazar en seguida el primer ataque. A esta decisión aluden las siguientes palabras: sácatelo y arrójalo de ti... córtatela y arrójala de ti. Del combate aparentemente pequeño depende toda la lucha. Si el discípulo abre solamente un resquicio de la puerta al pecado, éste le dominará por completo, su fortaleza es tomada por asalto. El libertinaje sexual siempre tiene por consecuencia un debilitamiento de toda la moralidad, de la fuerza del carácter y del fervor de la vida religiosa.

El camino que se aleja de Dios, a menudo empieza por no querer rechazar el pecado con prontitud. Lo que amenaza al que no procede con esta decisión, es la gehenna. En tiempo de Jesús los judíos llamaban así el lugar del castigo después del juicio final. Jesús habla de él con frecuencia, incluso tan a menudo, que llama la atención*1.

Cuando se conoce esta posibilidad de ser arrojado para siempre y de estar separado de Dios, nuestro afán adquiere su plena seriedad. No es ningún juego, el camino de los discípulos no es un paseo cómodo. Seguramente muchas veces tomaríamos otra decisión, si pensáramos más en dicha posibilidad. No con angustia, sino con sobriedad varonil. El lenguaje de estos dos versículos es sólidamente realista y conscientemente extremado. Tiene que entenderse por lo que se dice en el v. 28: las intenciones son lo decisivo. En ellas no se hace tan sólo una escaramuza junto a los límites entre lo lícito y el pecado, o en una zona neutral de los frentes de batalla, sino que se entabla todo el combate. Se nos pone ante una alternativa. Estas palabras del Señor no agobian, sino liberan a quien ya ha dado sinceramente su consentimiento a la voluntad de Dios y al Evangelio. Hay un solo camino.

Pero no dependemos de nuestras débiles fuerzas, sino que el mismo Dios obra en nosotros por medio del Espíritu Santo los actos de querer y obrar: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, y que lo tenéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis a vosotros mismos? Porque habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1Cor 6,19-20).

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d) El divorcio (Mt 5,31-32).

31 También se dijo: El que despida a su mujer, dele certificado de divorcio. 32 Pero yo os digo: todo el que despide a su mujer, excepto en caso de fornicación, la induce a cometer adulterio; y quien se casa con una despedida, comete adulterio.

Aquí se trata de una ley positiva del Antiguo Testamento. En Deut 24,1 se determinó que el hombre está autorizado para repudiar a su mujer «por haber visto en ella una tara imputable», con tal que haya dado un documento explicativo, una emancipación escrita de la mujer, el certificado de divorcio*2. Es el único caso que conocemos, en que Jesús anula una ley formal del Antiguo Testamento y la sustituye por un nuevo mandamiento. Aquí donde los antepasados se habían desviado de la primitiva disposición de Dios, y donde se había hecho a la mujer una injusticia tan deplorable, se tenía que poner de nuevo en vigor la verdadera voluntad de Dios. Así lo hace el Señor con la autoridad del que vino «a dar cumplimiento» a la ley. Esto aquí significa que la imperfecta ley antigua se sustituye por la perfecta ley nueva. Pero esta ley nueva en realidad es la antigua, porque corresponde a la primitiva voluntad de Dios, que se había patentizado en el libro de la creación (Gen_1:26s; Gen_2:23s).

Jesús prohíbe al hombre que despache a su mujer. Si así ocurre, sería una adúltera volviéndose a casar, porque sigue en vigor el vínculo del antiguo matrimonio. Y viceversa, si un hombre se casa con una mujer que ha sido despedida por otro hombre, comete con ella un adulterio, porque todavía es válido su matrimonio precedente.

Los derechos están repartidos por igual. No solamente la mujer, sino también el hombre peca, si contraen un segundo matrimonio sin respetar que el otro consorte todavía esté ligado por un matrimonio anterior. Esta clara disposición nos la han conservado los tres primeros evangelios. San Pablo también lo conoce como precepto del Señor (1Cor_7:10s).

La Iglesia desde los primeros tiempos se ha sentido ligada a esta orden, como a una ley ineludible. Ningún poder del mundo, ni siquiera la Iglesia ni el papa, están en condiciones de desatar por autoridad propia lo que Dios ha unido. La dureza con frecuencia incomprendida de la legislación eclesiástica sobre el matrimonio fluye de esta fuente, de la clara orden del Señor, de la santa voluntad de Dios expresada en esta orden. Así está determinado por amor al hombre, para el orden de su vida y para su salvación, como lo confirma la experiencia de múltiples maneras. No tenemos que soportar esta disposición férrea como una ley opresora, sino que hemos de darle de corazón una respuesta afirmativa: es una ley que manifiesta la verdad *3.

..........................

e) El juramento (Mt 5,33-37).

33 Igualmente habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso, sino que cumplirás al Señor tus juramentos.

Por segunda vez Jesús empieza con la introducción más larga: «Habéis oído que se dijo a los antiguos» (cf. 5,21), y con estas palabras inicia un segundo grupo de ejemplos de la verdadera justicia. Aquí se trata de dos mandamientos del Antiguo Testamento. El primero se refiere a la solemne aseveración ante Dios, al invocarle como testigo de lo que se declara. A esta aseveración la llamamos juramento. El Antiguo Testamento ordena no jurar en falso (Lv 19,12). Cuando el hombre se vuelve a Dios y le llama para dar testimonio, tiene que ser muy verdadero y real lo que dice. De lo contrario haría el ultraje de rebajar a Dios poniéndole al servicio de una mentira, haciéndole testigo del error a él, que es santo y veraz.

El segundo mandamiento también se refiere a las relaciones del hombre con Dios, pero en otro aspecto. Si una persona hace a otra una promesa, el honor de los dos exige que se mantenga la promesa. También se puede prometer algo a Dios. Entonces surge una especie de juramento, que llamamos voto. Cuando alguien se ha comprometido así con Dios, sobre él recae el santo deber de cumplir la promesa. El mandamiento advierte: «cumplirás al Señor tus juramentos». Las dos veces se trata de deberes del hombre con Dios, se exhorta al hombre a tener profundo respeto ante la santidad de Dios. También hemos de cuidar de este respeto, pero aún no es suficiente...

34 Pero yo os digo: no juréis en manera alguna ni por el cielo, porque es trono de Dios; 35 ni por la tierra, porque es escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey.

Jesús no viola estos dos mandamientos, pero los hace llegar a una mayor profundidad. No basta precaverse tan sólo de los pecados y negligencias con respecto a Dios, por tanto no basta limitarse a evitar el mal. El discípulo debe tener una proximidad más personal con Dios. Aunque se cumplan escrupulosamente estos dos mandamientos, se puede vulnerar la santidad de Dios. Así lo hacían los rabinos y fariseos con motivos a menudo sutiles.

Por eso en primer lugar se prohíbe con energía: No juréis en manera alguna. Porque el juramento, tal como es usual entre nosotros, ya deteriora el profundo respeto a Dios. Entonces algunos dicen: No se puede pronunciar el nombre de Dios ni emplearlo en una obtestación*4, en una afirmación solemne, porque el nombre de Dios es santo. Pero se puede hacer una circunlocución: por el cielo, por Jerusalén, y con estas expresiones siempre se hace alusión a Dios. Pero de este modo se abre más la puerta al abuso y a la ligereza. Jesús pone el dedo en esta doblez de los sentimientos, en este sutil manejo de las cosas divinas...

Dice Jesús: El que jura por el cielo, prácticamente nombra a Dios, porque el cielo es el trono de Dios, como se puede leer en Isaías: «Esto dice el Señor: el cielo es mi solio, y la tierra peana de mis pies: ¿qué casa es esa que vosotros edificaréis para mí, y cuál es aquel lugar donde he de fijar mi asiento? Estas cosas todas las hizo mi mano» (Isa_66:1s). Lo mismo puede decirse, si se jura por la tierra. Esta expresión no era costumbre emplearla como circunlocución del nombre de Dios. Pero si la tierra es el escabel de los pies de Dios, también es propiedad de Dios. Algo semejante puede decirse de la expresión «por Jerusalén», porque Dios ha escogido para sí esta ciudad y el monte de Sión como lugar de su presencia.

Esta ciudad es ensalzada en el salmo: «Hermosa altura, alegría de la tierra, la colina de Sión, en el extremo norte, la ciudad del gran rey» (Sal_47:3). El que pronuncia el nombre de Jerusalén con ligereza para jurar, también quebranta el honor de Dios.

36 ni tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro un solo cabello.

El último ejemplo suena con un acento humorístico. Imaginémonos un charlatán, que gesticulando con violencia y revolviendo los ojos procura convencer a otro de la verdad de lo que dice, quizás tan sólo de la baratura de su mercancía. El otro no le cree y le reprocha su desmedido afán de lucro. Entonces el vendedor recurre al juramento solemne: Te juro por mi cabeza... ¿Qué quiere decir toda esta ostentación? dice Jesús.

Le ofreces tu cabeza como precio de tu veracidad, por una materia ridícula. Nunca puedes volver blanco o negro uno solo de tus cabellos, es decir hacer fija tu edad o cambiarla. Esta frase de Jesús es de una sencillez tan estupenda y tiene una profundidad de pensamiento tan recóndita como otras muchas. Porque detrás de esta sentencia está la gran verdad de que Dios es el Señor de tu vida, ha contado todos los cabellos de tu cabeza (Sal_10:30) y te ha hecho tal cual eres. ¿Cómo se podría ofrecer, por así decir, como garantía algo de lo que no se dispone? ¿No estamos con frecuencia prontos para usar expresiones fuertes como «por mi vida», «por mi alma», sin reflexionar en lo que decimos? Lo que decimos debe ser tan sencillo y verdadero, que no necesitemos exagerar nada.

37 Vuestro hablar sea: sí, sí; no, no. Lo que de esto excede, proviene del malo.

Cuando habláis, vuestras palabras deben decir realmente lo que pensáis en el corazón. Un sí debe ser realmente un sí, y un no debe ser realmente un no*5 . Esto tiene validez sobre todo ante Dios, pero también ante los hombres, porque solamente somos una persona, y siempre la misma. El que ante Dios es abierto y verídico, también lo será ante los hombres. Porque Jesús no quiere solamente dar una regla ética, establecer una norma para una conducta humanamente recta. Esta norma permanecería dentro de una manera mundana de pensar, que está al alcance de las fuerzas propias del hombre, y que también ha sido alcanzada por gentiles nobles. No se trata de ningún humanismo. La palabra de Jesús siempre está orientada desde el punto de vista de Dios.

Jesús también ve el gran adversario, el demonio. Las habladurías ligeras, los juegos de equilibrio con el honor de Dios no solamente son una imperfección humana, sino un pecado: Lo que de esto excede, proviene del malo. Al malo le gusta, de forma especial, permanecer en el extenso campo entre el mandamiento terminante y la prohibición terminante. Procurar hacernos responsables solamente de las prescripciones y de la letra de la ley, y procurar persuadirnos que tenemos a nuestra disposición un extenso campo libre de lo que ni está prohibido ni permitido. También le gusta escudarse con interpretaciones de la palabra de Dios, que exteriormente parecen ser tersas e intachables, pero que interiormente son hipocresía. ¿Nos hemos de dar crédito solamente cuando empleamos una fórmula de juramento? Es preciso ser veraces hasta las raíces de los sentimientos. Entonces todos los accesorios se vuelven superfluos.

(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)

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*1 Con la manera de ver del hombre que no distingue entre el cuerpo y el alma, sino entre el cuerpo y la vida, está en consonancia que allí se torture todo el cuerpo. En la manera israelita de pensar siempre se ve al hombre como una unidad. Solamente existe el cuerpo animado y el cuerpo sin vida, y después de la muerte todo el hombre en la bienaventuranza o todo el hombre en la gehenna.
*2 Con esta disposición estaba permitido anular el vínculo matrimonial. Este derecho fue ejercido a través de los siglos hasta llegar a Jesús. No obstante, con independencia de este derecho, hubo en la tradición judía un alto concepto y una elevada moral del matrimonio, gravemente quebrantada con la aceptación del repudio que siempre constituyó una dificultad para los espíritus sensibles, lo que atestigua la secta de Qumrám. No solamente se aflojó la unidad e indisolubilidad del matrimonio, queridas por Dios, sino que el hombre quedaba en situación de injusto privilegio con respecto a la mujer, pues sólo él estaba autorizado a ejercer el repudio, mientras que la mujer por sí misma no podía llevar a término ninguna separación. La exégesis más inmediata de la ley tenía que dilucidar sobre todo del motivo bastante obscuro, expresado con las siguientes palabras: «por haber visto en ella una tara imputable» (Deut_24:1). Había margen para apreciaciones generosas y mezquinas. En tiempo de Jesús la discusión estaba en pleno curso y fue dirigida sobre todo por las dos escuelas doctas del rabí Hilel y del rabí Shammay. La posición de Jesús sobre esta cuestión la conocemos con más precisión en 19,1-9. Aquí solamente se toma la frase principal de Jesús y se contrapone al precepto del Antiguo Testamento.
*3 La breve locución «excepto en caso de fornicación» ¿no va en contra de esta claridad? La nota sólo se encuentra en san Mateo aquí y también más tarde en 19,9. Ni san Marcos, ni san Lucas, ni san Pablo saben nada de ello. Es inconcebible que Jesús pueda haber pronunciado estas palabras en el sentido de que la prohibición decidida de cualquier disolución del matrimonio de nuevo sea suavizada con casos de excepción. Pero no podemos indicar con precisión el sentido que tuvieron estas palabras y lo que tuvo en cuenta san Mateo cuando las puso por escrito. La tradición y exégesis de la Iglesia aquí tienen que declarar posiciones. La Iglesia, sin hacer caso de esta nota, enseña la imposibilidad de anular el vínculo matrimonial. En otras palabras, la Iglesia expone los dos pasajes de san Mateo de acuerdo con los textos más terminantes de san Marcos (10,11s), san Lucas (16,18), san Pablo (1Cor_7:10s).
*4 obtestación. (Del lat. obtestatio, -onis). f. Ret. Figura que consiste en poner por testigo de algo a Dios, a los hombres, a la naturaleza, a las cosas inanimadas, etc. (DRAE)
*5 Cf. sobre este versículo de san Mateo el texto de la carta de Santiago, que sobre todo en la segunda parte es más claro, porque no dice un doble «sí, sí; no, no» (que los rabinos ya consideraban como juramento): «Ante todo, hermanos míos, no juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni con ningún otro juramento. Que vuestro "sí" sea "sí", y que vuestro "no" sea "no", para que no caigáis en juicio.

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Comentario Teológico: Santo Tomas de Aquino - La Ley Antigua fue buena

Sin duda alguna la ley antigua fue buena. A la manera que una doctrina se muestra ser buena por cuanto concuerda con la razón, así una ley se prueba ser buena por estar conforme con la recta razón. Ahora bien, la ley antigua estaba conforme con la razón, por cuanto reprimía la concupiscencia, que contraría a la razón, como se declara en aquel precepto de Ex 20,15 que dice: No codiciarás los bienes de tu prójimo. Por este modo prohibía la ley todos los pecados que contradicen la razón; de donde se pone de manifiesto que la ley era buena. Ésta es la razón alegada por el Apóstol en Rom 7,22: Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior. Y antes (v.16): Reconozco que la ley es buena.

Mas conviene notar que el bien tiene diversos grados, según dice Dionisio en De div. nom.2 Hay un bien perfecto y un bien imperfecto. La bondad perfecta se halla en las cosas que, estando ordenadas a un fin, son suficientes para alcanzarlo. La bondad imperfecta es aquella que contribuye a la consecución del fin, pero sin ser suficiente para lograrlo. Así, la medicina es perfecta si logra dar la salud; imperfecta, si no llega a esto pero ayuda para que el hombre la alcance. Ahora bien, es preciso saber que uno es el fin que se propone la ley humana, y otro el de la divina. Es el fin de la ley humana la tranquilidad temporal del Estado. Esto lo alcanza cohibiendo los actos exteriores en aquello que pueden alterar la paz del Estado. Pero la ley divina mira a conducir a los hombres al fin de la eterna felicidad, lo que es impedido por cualquier pecado y acto, sea exterior, sea interior. Por esto, lo que basta para la perfección de la ley humana, a saber, que prohiba la infracción y señale su castigo, no es suficiente para la perfección de la ley divina. De ésta se exige que haga al hombre totalmente capaz de alcanzar la felicidad eterna, la cual sólo se logra por la gracia del Espíritu Santo, por la que se derrama la caridad en nuestros corazones (Rom 5,5). En esta caridad se halla el cumplimiento de la ley. Así se lee en Rom 6,23: Gracia de Dios es la vida eterna. Esta gracia no la podía conferir la ley antigua; estaba reservada a Cristo, según se dice en Jn 1,17: Porque la ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vino por Jesucristo. De donde se sigue que la ley antigua es buena, sí, pero imperfecta, según aquello de Heb 7,19: La ley no llevó nada a la perfección.

(Suma Teológica, I-II, q. 98, a. 1 c)


La Ley Antigua procede de Dios

La ley fue dada por el Dios bueno, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La ley, en efecto, llevaba a los hombres a Cristo de dos maneras: la primera, dando testimonio de El; por donde dice el mismo Señor en Lc 24,44: Es preciso que se cumpla cuanto está escrito de mí en la Ley, en los Salmos y en los Profetas. Y en Jn 5,46: Si prestarais fe a Moisés, tal vez me la prestaríais a mí, pues de mí ha escrito él. Lo segundo, la ley disponía a los hombres, apartándolos del culto idolátrico y reteniéndolos en el culto del Dios verdadero, que había de salvar a los hombres por medio de Cristo. Y así dice el Apóstol en Gál 3,23: Antes de que viniera la fe, estábamos guardados bajo la ley, retenidos para aquella fe que se había de revelar. Ahora bien, es evidente que disponer para un fin y conducir a ese fin es del mismo, que lo puede ejecutar por sí mismo o por sus mandatarios. El diablo no daría una ley que llevase a los hombres a Cristo, por quien había de ser expulsado, según lo que se lee en Mt 12,26: Si Satanás arroja a Satanás, luego su reino está dividido. En suma, no hay duda de que la ley antigua fue dada por aquel mismo Dios que nos da la salud por la gracia de Cristo.

(Suma Teológica, I-II, q. 98, a. 2 c)


Los preceptos morales de la Ley Antigua permanecen para siempre


Los preceptos morales se distinguen de los ceremoniales y judiciales. Los morales versan directamente sobre las buenas costumbres. Ahora bien, estas costumbres se regulan por la razón, que es la norma propia de los actos humanos, y así aquéllos serán buenos que concuerdan con la razón, y malos los que de ella se apartan. Y como todo juicio de la razón especulativa se funda en el conocimiento natural de los primeros principios, así todo juicio de la razón práctica se funda en ciertos principios naturalmente conocidos, como dijimos, de los cuales se procede de diferente modo en la formación de los diversos juicios. Porque en los actos humanos hay cosas tan claras que con una pequeña consideración se pueden aprobar o reprobar, mediante la aplicación de aquellos primeros y universales principios. Otras hay cuyo juicio requiere mucha consideración de las diversas circunstancias, que no todos alcanzan, sino sólo los sabios, como la consideración de las conclusiones particulares de las ciencias no es de todos, sino de sólo los filósofos. Otras hay para cuyo juicio necesita el hombre ser ayudado por la revelación divina, como son las cosas de la fe. Resulta, pues, claro que, versando los preceptos morales sobre las buenas costumbres, rigiéndose éstas por la razón natural y apoyándose de algún modo todo juicio humano en la razón natural, síguese que todos los preceptos morales son de ley natural, aunque en diverso modo. Pues unos hay que cualquiera, con su razón natural, entiende que se deben hacer o evitar; v.gr.: Honra a tu padre y a tu madre. No matarás. No hurtarás1 y otros tales, que son absolutamente de ley natural. Otros hay que se imponen después de atenta consideración de los sabios, y éstos son de ley natural, pero tales que necesitan de aquella disciplina con que los sabios instruyen a los rudos; v.gr.: Levántate ante la cabeza blanca y honra la persona del anciano (Lev 19,32); y como éste, otros semejantes. Finalmente, otros hay cuyo juicio exige la enseñanza divina, por la que somos instruidos de las cosas divinas, como aquello: No te harás imágenes talladas ni figuración alguna. No tomarás en vano el nombre de tu Dios.

(Suma Teológica, I-II, q. 100, a. 1 c)


La ley nueva es ley infusa en los corazones

La ley nueva es la ley del Nuevo Testamento y ésta es infundida en el corazón, según dice el Apóstol en Heb 8,8 y 10, que alega el siguiente testimonio de Jer 31,31.33: Vienen días, palabra de Yahveh, en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y con la casa de Judá. Y, declarando luego cuál será esa alianza, dice: Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yahveh: Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Luego la ley nueva es ley infusa.

Dice el Filósofo en IX Ethic.2 que cada cosa se denomina por aquello que en ella es principal. Ahora bien, lo principal en la ley del Nuevo Testamento y en lo que está toda su virtud es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo. Por consiguiente, la ley nueva principalmente es la misma gracia del Espíritu Santo, que se da a los fíeles de Cristo. Y esto lo declara bien el Apóstol en Rom 3,27: ¿Dónde está, pues, tu jactancia? Ha quedado excluida. ¿Por qué ley? ¿Por la ley de las obras? No, sino por la ley de la fe. Y llama ley a la gracia de la fe. Y más explícitamente dice en Rom 8,2: Porque la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte. De donde dice San Agustín, en De spiritu et littera, que, como la ley de las obras fue escrita en tablas de piedra, así la ley de la fe está escrita en los corazones de los fieles. Y añade en otro lugar de la misma obra: ¿Cuáles son las leyes de Dios escritas por El mismo en los corazones, sino la misma presencia del Espíritu Santo? Tiene, sin embargo, la ley nueva ciertos preceptos como dispositivos para recibir la gracia del Espíritu Santo y ordenados al uso de la misma gracia, que son como secundarios en la ley nueva, de los cuales ha sido necesario que fueran instruidos los fieles de Cristo, tanto de palabra como por escrito, ya sobre lo que se ha de creer como sobre lo que se ha de obrar. Y así conviene decir que la ley nueva es principalmente ley infusa; secundariamente es ley escrita.

Hay tres cosas más que hay tener en cuenta:

1. En el texto del santo Evangelio no se contiene sino lo que toca a la gracia del Espíritu Santo, bien sea como disposición, bien como ordenación para el uso de la gracia. Como disposición del entendimiento para la fe, mediante la cual se nos da la gracia del Espíritu, se contiene en el Evangelio cuanto pertenece a la manifestación de la divinidad y humanidad de Cristo; como disposición del afecto, se contiene en el Evangelio cuanto mira al desprecio del mundo, por el cual se hace el hombre capaz de la gracia del Espíritu Santo. Pues el mundo, esto es, los amadores del mundo, no puede recibir el Espíritu Santo, según se lee en Jn 14,17. El uso espiritual de la gracia consiste en las obras de las virtudes, a las que de muchas maneras exhorta a los hombres la escritura del Nuevo Testamento.

2. De dos maneras se puede infundir al hombre una cosa: de una, como algo que es de la naturaleza humana, y así la ley natural es infusa en el hombre; de otra, se infunde una cosa al hombre como añadida a la naturaleza por un don de la gracia, y de este modo la ley nueva es ley infusa en el hombre, y que no sólo indica lo que se debe hacer, sino que ayuda para ejecutarlo.

3. Nunca tuvo nadie la gracia del Espíritu Santo si no es por la fe de Cristo, o explícita o implícita. Pues por esta fe pertenece el hombre al Nuevo Testamento, de manera que cuantos recibieron esta ley de gracia infusa, por ésta pertenecen al Nuevo Testamento.
(Suma Teológica, I-II, q. 106, a. 2 c, ad 1, ad 2 y ad 3)


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La Ley Nueva justifica

Dice el Apóstol en Rom 1,16: No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree. Pero no hay salvación sino para los justificados; luego la ley evangélica justifica.

Según queda dicho en el artículo precedente, dos cosas abarca la ley nueva: una, la principal, es la gracia del Espíritu Santo, comunicada interiormente, y en cuanto tal justifica la ley nueva. Por donde dice San Agustín en De spiritu et littera: Allí, es decir, en el Viejo Testamento, fue dada por defuera una ley que infundía terror a los injustos; aquí, en el Nuevo Testamento, fue dada interiormente otra ley que nos justifica. Como elementos secundarios de la ley evangélica están los documentos de la fe y los preceptos, que ordenan los afectos y actos humanos, y en cuanto a esto, la ley nueva no justifica. Por esto dice el Apóstol en 2 Cor 3,6: La letra mata, el espíritu es el que da vida. Y San Agustín, exponiendo esta sentencia en la misma obra, dice que por letra se entiende cualquiera escritura que está fuera del hombre, aunque sea de preceptos morales, cuales se contienen en el Evangelio, por donde también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia interior de la fe, que sana.

(Suma Teológica, I-II, q. 106, a. 2 c)


La Ley Nueva da cumplimiento a la Antigua

Dice el Señor: No he venido a anular la ley, sino a cumplirla; y después añade: Ni una «jota» o ápice pasará de la ley hasta que todo se cumpla.

Según hemos explicado (a.1), la ley nueva se compara con la antigua como lo perfecto a lo imperfecto. Pues bien, todo lo perfecto suple lo que a lo imperfecto falta; y, según esto, la ley nueva perfecciona a la antigua en cuanto suple lo que faltaba a la antigua. En la antigua ley pueden considerarse dos cosas: el fin y los preceptos contenidos en ella. Ahora bien, el fin de toda ley es hacer a los hombres justos y virtuosos, como se ha dicho atrás (q.92 a.l). Y por eso, el fin de la antigua ley era la justificación de los hombres, lo cual la ley no podía llevar a cabo, y sólo la representaba con ciertas ceremonias, y con palabras la prometía. En cuanto a esto, la ley nueva perfecciona a la antigua justificando por la virtud de la pasión de Cristo. Esto es lo que da el Apóstol a entender cuando dice en Rom 3,3s: Lo que era imposible a la ley, Dios, enviando a su Hijo en la semejanza de la carne del pecado, condenó al pecado en la carne, para que se cumpliese en nosotros la justificación de la ley.

Y, en cuanto a esto, la nueva ley realiza lo que la antigua prometía, según aquello de 2 Cor 1,20: Cuantas son las promesas de Dios, están en él, esto es, en Cristo. Y, asimismo, en esto también realiza lo que la antigua ley representaba. Por lo cual, en Col 2,17, se dice de los preceptos ceremoniales que eran sombra de las cosas futuras, pero la realidad es Cristo; esto es, la verdad pertenece a Cristo. Y por eso la ley nueva se llama ley de verdad, mientras que la antigua es ley de sombra o figura.

Ahora bien, Cristo perfeccionó los preceptos de la antigua ley con la obra y con la doctrina; con la obra, porque quiso ser circuncidado y observar las otras cosas que debían observarse en aquel tiempo, según aquello de Gál 4,4: Hecho bajo la ley. Con su doctrina perfeccionó los preceptos de la ley de tres maneras: en primer lugar, declarando el verdadero sentido de la ley, como consta en el homicidio y adulterio, en cuya prohibición los escribas y fariseos no entendían prohibido sino el acto exterior; por lo cual el Señor perfeccionó la ley enseñando que también caían bajo la prohibición los actos interiores de los pecados (Mt 5,20). En segundo lugar, el Señor perfeccionó los preceptos de la ley ordenando el modo de observar con mayor seguridad lo que había mandado la antigua ley. Por ejemplo: estaba mandado que nadie perjurase, lo cual se observará mejor si el hombre se abstiene totalmente del juramento, a no ser en caso de necesidad (Mt 5,33). En tercer lugar, perfeccionó el Señor los preceptos de la ley añadiendo ciertos consejos de perfección, como aparece por Mt 19,21 en la respuesta al que dijo que había cumplido los preceptos de la ley antigua: Aún te falta una cosa; si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, etc. (cf. Me 10,21; Lc 18,22).
(Suma Teológica, I-II, q. 107, a. 2 c)

Los preceptos ceremoniales debieron desaparecer
para instituir las ceremonias de la Ley Nueva

El culto exterior debe estar en armonía con el interior, que consiste en la fe, la esperanza y la caridad. Luego, según la diversidad del culto interior, debe variar el exterior. Podemos distinguir tres grados en el culto interior: el primero, en que se tiene la fe y la esperanza de los bienes celestiales y de aquellos que nos introducen en estos bienes, como de cosas futuras; y tal fue el estado de la fe y de la esperanza en el Viejo Testamento. El segundo es aquel en que tenemos la fe y la esperanza de los bienes celestiales como de cosas futuras; pero de las cosas que nos introducen en aquellos bienes las tenemos como de cosas presentes o pasadas, y éste es el estado de la Ley Nueva. El tercer estado es aquel en que unas y otras son ya presentes y nada de lo que se cree es ausente ni se espera para el futuro, y éste es el estado de los bienaventurados.

En este estado de los bienaventurados, nada habrá figurativo de cuanto pertenece al culto divino; todo será acción de gracias y voces de alabanza (Is 51,3); por lo cual se dice en el Apocalipsis (21,22) que en la ciudad de los bienaventurados no se ve templo; porque el Señor Dios omnipotente es su templo junto al Cordero. Pero, por la misma razón, las ceremonias del primer estado, figurativo del segundo y del tercero, llegado el segundo estado, debieron desaparecer, para instituir otras ceremonias que se armonizasen con el estado del culto divino en aquel tiempo en que los bienes celestiales son futuros, pero los beneficios de Dios, que nos introducen en el cielo, son presentes.El misterio de la redención del género humano se consumó en la pasión de Cristo. Por esto dijo el Señor: ‘Acabado es’, según leemos en Jn 19,30, y entonces debieron cesar totalmente los ritos legales, como que ya estaba consumada su razón de ser. En señal de esto se lee que se rasgó el velo del templo (Mt 27,51).
(Suma Teológica, I-II, q.103, a.3, c; ad 2)

Es pecado mortal observar los ritos antiguos después de la Pasión de Cristo

Está la sentencia del Apóstol, que dice a los Gálatas 5,2: ‘Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará de nada.’ Pero nada excluye el fruto de la redención de Cristo, fuera del pecado mortal; luego el circuncidarse y observar los otros ritos legales después de la pasión de Cristo es pecado mortal.

Son las ceremonias otras tantas profesiones de la fe, en qué consiste el culto interior; y tal es la profesión que el hombre hace con las obras cual es la que hace con las palabras. Y, si en una y otra profesa el hombre alguna falsedad, peca mortalmente. Y, aunque sea una misma la fe que los antiguos patriarcas tenían de Cristo y la que nosotros tenemos, como ellos precedieron a Cristo y nosotros le seguimos, la misma fe debe declararse con diversas palabras por ellos y por nosotros pues ellos decían: ‘He aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo,’ que es expresión de tiempo futuro; mientras que nosotros expresamos la misma fe por palabras de tiempo pasado: que la Virgen ‘concibió y parió.’

De igual modo las ceremonias antiguas significaban a Cristo, que nacería y padecería; pero nuestros sacramentos lo significan como nacido y muerto. Y como pecaría quien ahora hiciera profesión de su fe diciendo que Cristo había de nacer, lo que los antiguos con piedad y verdad decían, así pecaría mortalmente el que ahora observase los ritos que los antiguos patriarcas observaban piadosa y fielmente. Esto es lo que dice San Agustín en Contra Faustum: ‘Ya no se promete que nacerá Cristo, que padecerá, que resucitará, como los antiguos ritos pregonaban; ahora se anuncia que nació, que padeció, que resucitó, y esto es lo que pregonan los sacramentos que practican los cristianos.’
(Suma Teológica, I-II, q.103, a.4, c)

Los preceptos judiciales, que regulan las relaciones humanas en el pueblo hebreo, cesaron con la venida de Cristo

Los preceptos judiciales – estos preceptos implican, pues, un doble concepto: que miran a regular las relaciones de los hombres y que no tienen fuerza de obligar de sola la razón, sino de institución divina o humana (S.Th. I-II, q.104, a.1, co.)

Los preceptos judiciales no tuvieron valor perpetuo y cesaron con la venida de Cristo. Pero de diferente manera que los ceremoniales. Porque éstos de tal suerte fueron abrogados que no sólo son cosa muerta, sino mortífera para quienes los observan después de Cristo, y más después de divulgado el Evangelio. Los preceptos judiciales están muertos, porque no tienen fuerza de obligar; pero no son mortíferos, y si un príncipe ordenase en su reino la observancia de aquellos preceptos, no pecaría, como no fuera que los observasen o impusiesen su observancia considerándolos como obligatorios en virtud de la institución de la ley antigua. Tal intención en la observación de estos preceptos sería mortífera.
(Suma Teológica, I-II, q.104, a.3, c)


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Santos Padres: San Agustín - Comentario a Mt 5,22

1. El capítulo del santo Evangelio que acabamos de escuchar en la lectura debe de habernos aterrorizado si tenemos fe. Quienes no la tienen, no sienten terror alguno. Y, puesto que no lo sienten, quieren vivir en una perversa seguridad, no sabiendo distribuir y distinguir el tiempo del temor y el de la seguridad. Tema, pues, quien se halla en esta vida que tiene un fin; así podrá en aquella otra vida tener seguridad sin fin. Hemos temido, pues.

¿Quién no se llena de temor ante la Verdad que habla y dice: El que dijere a su hermano: «Necio», será reo del fuego del infierno? No hay hombre que pueda dominar su lengua. El mismo hombre que doma a una fiera, no domina su lengua; doma a un león, y no refrena la conversación; es domador, pero no de sí mismo. Doma aquello a lo que temía, y para dominarse a sí mismo no teme lo que debería temer. ¿Qué sucede? Es frase verdadera, que procede también del oráculo de la Verdad: Ningún hombre puede dominar su lengua.

2. ¿Qué haremos entonces, hermanos míos? Estoy hablando a una multitud, me doy cuenta de ello. Mas, puesto que todos somos una sola cosa en Cristo, deliberemos como a puertas cerradas. Ningún extraño nos escucha. Somos una sola cosa, porque estamos en unidad. ¿Qué haremos? El que dijere a su hermano: «Necio», será reo del fuego del infierno. Ningún hombre puede dominar su lengua. ¿Irán, pues, todos al fuego del infierno? En ningún modo.

Señor, te has convertido en nuestro refugio de generación en generación. Tu ira es justa y a nadie envías injustamente al infierno. ¿A dónde iré que me aleje de tu espíritu? ¿A dónde huiré que me aleje de ti? ¿A dónde, sino a ti? Por tanto, hermanos, si ningún hombre puede dominar su lengua, acudamos a Dios para que la domine. Si quieres dominarla tú solo, no podrás, porque eres hombre. Ningún hombre puede dominar su lengua. Pon atención a una semejanza tomada de las mismas fieras que domamos. El caballo no se doma a sí mismo, ni el camello, ni el elefante, ni d áspid, ni el león. Tampoco el hombre se doma a sí mismo. Más para domar al caballo, al buey, al camello, al elefante, al león, al áspid, se requiere el hombre. Por tanto, busquemos a Dios para que dome al hombre.

3. Así, pues, Tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio. Recurrimos a ti, pues nos irá bien contigo. Con nosotros nos va mal. Al abandonarte nosotros a ti, tú nos dejaste en poder de nosotros mismos. Encontrémonos de nuevo en ti, puesto que habíamos perecido en nosotros. Tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio. ¿Vamos a dudar, hermanos, de la capacidad del Señor de volvernos mansos si nos confiamos a él para que nos dome? Has domado tú a un león, que no es obra de tus manos, ¿y no va a domarte a ti quien te hizo? ¿Cómo pudiste domar bestias tan feroces?

¿Puedes, acaso, compararte a ellas en fuerza? ¿De qué poder te serviste para domar tan enormes bestias? Lo que llamamos jumentos, son también bestias. Estando sin domar, no se hace vida de ellos. Mas como la costumbre ha hecho que los hayamos visto siempre sometidos al hombre, bajo sus frenos y su poder, los juzgas mansos de nacimiento. Piensa en las bestias feroces. Cuando ruge un león, ¿quién no se estremece? ¿Por qué, con todo, te consideras más fuerte? No por la fuerza corporal, sino por la razón interior de tu mente. Eres m��s fuerte que el león, por aquello en que fuiste hecho a imagen de Dios. La imagen de Dios doma a la fiera; ¿no va a domar Dios a su imagen?

4. En él está nuestra esperanza; sometámonos a él e imploremos misericordia. Pongamos en él nuestra esperanza, y mientras nos doma y ablanda, es decir, nos hace perfectos, soportémosle en cuanto domador. Frecuentemente se sirve nuestro domador también del látigo. Si tú, para domar tus jumentos, empuñas la vara y el látigo, ¿no los va a utilizar Dios para domar sus jumentos, que somos nosotros, él que de sus jumentos hará hijos suyos? Domas a tu caballo; ¿qué le vas a dar cuando ya amansado comience a llevarte sobre sí, a sufrir tu disciplina, a obedecer tus órdenes, a ser jumento, es decir, ayuda (adiumentum) para tu debilidad? ¿Qué recompensa vas a dar a quien ni siquiera das sepultura una vez muerto, sino que lo arrojas en presa a las aves? Dios, en cambio, una vez que te haya domado, te deja una heredad que es él mismo. Tras una muerte temporal, te resucitará. Te devolverá tu carne con cada uno de sus cabellos y te colocará en compañía de los ángeles cuando ya no necesites ser domado, sino sólo ser poseído por el piadosísimo Señor.

Entonces Dios será todo en todos. No habrá adversidad alguna que nos pruebe, sino únicamente la felicidad que nos alimente. Nuestro Dios será nuestro pastor; nuestro Dios, nuestra bebida y nuestras riquezas. Cualquier cosa que busques aquí, él lo será para ti.

5. Con la vista puesta en esta esperanza se doma el hombre. ¿Hay motivo para considerar intolerable al domador? Se le doma con la mente puesta en esta esperanza. ¿Hay motivo para murmurar contra el domador si alguna vez llega a servirse del látigo? Escuchasteis la exhortación del Apóstol: Si os apartáis de la corrección, sois bastardos., no hijos. Los bastardos son los hijos del adúltero. ¿Qué hijo hay a quien su padre no corrija? Teníamos, dijo, padres carnales que nos corregían y los reverenciábamos. ¿No hemos de sometemos mucho más al Padre de los espíritus, y viviremos? ¿Qué ha podido darte tu padre, hasta llegar a corregirte, a azotarte, a utilizar el látigo y a pegarte? ¿Acaso pudo otorgarte una vida sin fin? Lo que no pudo otorgarse a sí mismo, ¿cómo iba a dártelo a ti? Pensando en una módica cantidad de dinero, acumulada a base de usura y trabajo, te instruía a base de latigazos para que, al dejártela, no malgastaras viviendo mal el fruto de su trabajo.

Y castigó al hijo por temor a que se perdiesen sus fatigas; porque te dejó lo que ni podía retener aquí ni llevar consigo. Nada te dejó aquí que pudiera seguir perteneciéndole. Desapareció él, para que así le sucedieras tú. Tú Dios, tu redentor, tu domador, castigador y padre te corrige. ¿Con qué finalidad? Para recibir una herencia; para lo cual no es preciso en este caso enterrar al padre. Para que tengas como herencia al Padre mismo. Con esta esperanza te corrige, y ¿murmuras? Y si te acaeciere algo desagradable, ¿llegarías a blasfemar? ¿A dónde irías que te alejases de su presencia?

Mira; te deja tranquilo y no te azota. Aunque te deje cuando blasfemas, ¿no le oirás cuando te juzgue? ¿No es mejor que te azote y te reciba, antes que perdonándote te abandone? 6. Digamos, pues, al Señor Dios nuestro: Tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio de generación en generación, Te has hecho nuestro refugio en el primer y segundo nacimiento. Fuiste refugio para que naciéramos, puesto que no existíamos. Refugio también para que renaciéramos, puesto que éramos malos. Tú, refugio para alimentar a quienes desertaban de ti; tú, refugio para levantar y dirigir a tus hijos; tú te has convertido en nuestro refugio. No nos separaremos de ti una vez que nos hayas librado de todos nuestros males y llenado de todos tus bienes. Regalas bienes, acaricias, para que no nos fatiguemos por el camino; corriges, pegas, golpeas, diriges, para que no nos salgamos de él. Tanto cuando acaricias para que no nos fatiguemos como cuando castigas para que no nos salgamos de él, tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio.
[SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 55, 1-5, BAC Madrid 1983, 106-11]


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - “Se ha dicho... pero Yo os digo” (Mt 5,17-37)

Introducción

Desde el Domingo IV al Domingo IX del Tiempo Ordinario la Iglesia quiere que leamos en el evangelio de la Misa el Sermón de la Montaña, que se encuentra en los capítulos del 5 al 7 de San Mateo. Hoy celebramos el Domingo VI del Tiempo Ordinario y, por lo tanto, ya hemos leído los dos domingos anteriores dos trozos del Sermón de la Montaña. Hoy se nos presenta un trozo que es fundamental para entender correctamente la novedad que aporta la revelación de Cristo.

Después de haber leído las Bienaventuranzas, con las que se abre egregiamente el Sermón de la Montaña, comprendemos que todo este sermón está orientado a llevar al cristiano a la perfección moral. Por eso, el título que podría llevar este Sermón está indicado en las mismas palabras de Jesús: “Sean perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo” (Mt 5,48).

El evangelio de hoy está claramente dividido en tres partes. La primera, de 5,17 a 5,19, donde se establece la distinción esencial que hay entre la Ley del Antiguo Testamento y el Evangelio y, al mismo tiempo, se indican lo que tienen en común. Estos versículos tratan acerca de la distinción teológica entre el Nuevo y el Antiguo Testamento.

La segunda parte del evangelio de hoy está constituida por 5,20, donde se establece el principio que debe guiar en la interpretación de la nueva ley, la ley del Nuevo Testamento. Esto se puede resumir en los siguiente: los escribas y fariseos no pueden, de ningún modo, ser guías e intérpretes de la nueva ley. Y esto por dos razones. En primer lugar, porque no entendieron cuál era la finalidad que Dios dio al Antiguo Testamento. En segundo lugar, porque no sólo no entendieron, sino que además corrompieron el Antiguo Testamento con su doctrina y con su mal ejemplo.

La tercera parte del evangelio de hoy está constituida por los versículos de 5,21 a 5,37. En esta parte se presentan ejemplos de cómo debe interpretarse la nueva ley en comparación con la antigua ley. Estos ejemplos son tres. En primer lugar, la caridad con el prójimo, de 5,21 a 5,26. En segundo lugar, el matrimonio y la castidad en general, de 5,27 a 5,32. En tercer lugar, la veracidad del cristiano, de 5,33 a 5,37.

Trataremos de explicar brevemente estas tres partes del evangelio de hoy.

1. La diferencia esencial entre Antiguo y Nuevo Testamento

Las palabras de Jesucristo según las cuales se expresa que nada de la antigua ley dejará de cumplirse y que el que no la enseñe será el menor en el Reino de los Cielos pueden malinterpretarse. En efecto, en el afán de entrar en diálogo con los judíos, lo cual está muy bien, muchas veces se renuncia a la propia identidad cristiana, lo cual está muy mal. Muchas veces quiere difuminarse la línea que separa el Antiguo Testamento del Nuevo en pos de un diálogo malentendido. La diferencia entre la Ley Antigua y la Ley Nueva es esencial.

Lo primero que hay que afirmar es que todo el Antiguo Testamento tiene su razón de ser en el hecho de que es un anuncio anticipado de la llegada de Cristo, Verbo Encarnado, segunda persona de la Santísima Trinidad hecha hombre, verdadero Dios y verdadero hombre, perfecto Dios y perfecto hombre. Dice San Pablo de una manera tajante: “El fin de la Ley es Cristo” (Rm 10,4). Por eso, la diferencia que hay entre Antiguo Testamento es, nada más y nada menos, que la diferencia que hay entre la sombra de un hombre y el hombre mismo (cf. Heb 10,1). ¿Qué tiene de común la sombra de un hombre y el hombre que hace esa sombra? En que la sombra proviene del hombre. ¿Qué tienen de diferente la sombra de un hombre y el hombre que hace esa sombra? El hombre es hombre, la sombra es apenas la privación de luz provocada por el cuerpo sólido del hombre.

Cada libro del Antiguo Testamento, cada página, cada párrafo, cada palabra y hasta cada letra del dicho Antiguo Testamento habla de Cristo y, por lo tanto, solamente tiene sentido en la medida en que se los interpreta desde Cristo.

En el Antiguo Testamento no hay revelación explícita de la Trinidad. En el Nuevo Testamento sí hay revelación explícita de la Trinidad. En el Antiguo Testamento no hay revelación explícita de la Encarnación. El Nuevo Testamento es, fundamentalmente, la revelación explícita de la Encarnación. El Antiguo Testamento, con todos sus sacrificios de animales, no lograba hacer justo al hombre. En el Nuevo Testamento, Jesucristo, con su sacrificio en la cruz, nos justificó, es decir, nos hizo justos y nos dio la posibilidad, si la libertad del hombre lo acepta, de salvarnos eternamente.

El último punto es importantísimo. Porque el nuevo sacrificio, el de Cristo, instituye una Nueva Alianza que hace ‘antigua’ a la anterior. Hay que decirlo con todas las letras: la Antigua Alianza ha caducado. No existe más. Mal que les pese a los defensores de un diálogo irreal e ilusorio, el sacrificio de Cristo en la cruz hace que caduque la alianza hecha en base a sangre de animales. Éste es el tema fundamental de toda la Carta a los Hebreos. “Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios, limpiará de las obras muertas nuestra conciencia para dar culto al Dios vivo. Y por esto es mediador de una nueva alianza” (Heb 9,14-15).

El sacrificio de Cristo en la cruz abre la posibilidad a la ley nueva. Por los méritos de Cristo en la cruz y por la solidaridad que hay entre la Cabeza y los miembros, es infundida en el bautizado la gracia santificante. La gracia santificante es un hábito sobrenatural que inhiere en la esencia del alma, que hace justo al hombre que la posee y le da la participación real en la misma naturaleza de Dios. Junto con la gracia santificante viene al alma la inhabitación trinitaria. Esto significa que en la esencia del alma en gracia habita el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de una manera real, tan real que el alma puede fruir con libertad de esa presencia. Y junto con la gracia santificante, también son conferidas al alma las virtudes morales infusas y los dones del Espíritu Santo. En esto, en lo dicho en este párrafo, consiste la ley nueva.

Con esto, vemos la diferencia esencial que hay entre ley nueva y ley vieja. La ley nueva es el Espíritu Santo. “La ley nueva principalmente es la misma gracia del Espíritu Santo, que se da a los fíeles de Cristo”*1. La ley vieja consiste en normas exteriores que tenían como función preparar al hombre para que recibiera convenientemente al Verbo Encarnado.

De aquí se sigue una consecuencia esencial: al consistir la ley nueva en el mismo Espíritu Santo que mora en el bautizado por la gracia santificante, esta ley nueva no solamente tiene sus preceptos, fundamentalmente el de la caridad, sino que además da la fuerza necesaria para cumplirlos. El Espíritu Santo que mora en el hombre es la fuerza que ayuda al bautizado a cumplir la ley.

Ahora podemos entender bien las palabras que dice Jesucristo en el evangelio de hoy: “no he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento” (Mt 5,17). Es como si Cristo dijera: “La ley antigua tenía como función preparar mi venida. Al llegar Yo, hago que esa ley cumpla con su cometido, con su fin, con su finalidad, con su función, que consiste en mostrarme a Mí”.

Y también aquellas palabras donde dice que ni la letra más pequeña (la yod en el alefato hebreo, transliterada al griego como iota, transliterada al español como i) ni los signos de puntuación más insignificantes (el dagesh o el maqqef en hebreo*2, la tilde en castellano) de la ley antigua dejarán de cumplirse (Mt 5,18), porque hasta la letra más pequeña de la ley y hasta el signo de puntuación más insignificante hablan de Cristo.

Así también entendemos lo que quiere decir ‘cumplir y enseñar el más pequeño de los mandamientos de la antigua ley’ (Mt 5,19). Quiere decir ‘hacer que esos mandamientos, hasta el más pequeño, te conduzca a la fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y a la recepción del bautismo cristiano’.

Los preceptos morales del Antiguo Testamento permanecen para siempre. Los preceptos ceremoniales y rituales han caducado totalmente, siendo reemplazados por el sacrificio de Cristo. Los preceptos judiciales también han caducado.

2. Los escribas y fariseos

El cristiano, dice Cristo, debe aspirar a una santidad no sólo mayor a la de los escribas y fariseos, sino esencialmente distinta a la santidad que ellos buscaban (Mt 5,20). La expresión ‘escribas y fariseos’ en los evangelios es usada por Cristo como modelo de aquellos que no han querido aceptar Su revelación y han hecho que el Antiguo Testamento no cumpliera su función y su finalidad.

Esto lo han hecho a causa de la incomprensión de la verdadera teología del Antiguo Testamento y a causa de su corrupción personal. Habían cercenado algunas partes de la revelación del Antiguo Testamento, habían agregado infinidad de preceptos puramente humanos que, en definitiva, anulaban la revelación de Dios y, finalmente, habían cedido interiormente a la avidez del dinero, haciendo del Dinero un Dios, el ídolo mammona.

Por lo tanto, la frase de Jesucristo según la cual la santidad del cristiano debe ser mayor que la de los escribas y fariseos significa lo siguiente. En primer lugar, el cristiano no puede aceptar la interpretación teológica que los escribas y fariseos hacían del Antiguo Testamento, es decir, el cristiano no puede aceptar que se niegue que el Antiguo Testamento estaba ordenado a Cristo y que hablaba de Él. En segundo lugar, el cristiano no puede aceptar que se distorsione el Antiguo Testamento agregando máximas humanas que no están contenidas en la revelación. En tercer lugar, el cristiano no puede aceptar que la vida moral del creyente sea totalmente contraria a lo enseñado por Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, mucho menos caer en la adoración del dinero.

3. Tres casos concretos: caridad, castidad, veracidad

Los dos puntos anteriores de nuestro sermón nos permiten afrontar con competencia los casos concretos a los que se refiere Jesucristo en el evangelio de hoy. Esos tres casos son, como dijimos en la introducción: 1. La caridad fraterna (Mt 5,21-26); 2. El matrimonio y la castidad (Mt 5,27-32); 3. La veracidad del cristiano (Mt 5,33-37).

La finalidad fundamental de estas explicaciones que da Jesús acerca de casos concretos de moral es mostrar que Él es Dios, es decir, que Él es el Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre. Aunque parezca extraña, esta afirmación es absolutamente cierta. ¿En qué se basa esta afirmación? En que Jesucristo, en estos versículos se preocupa mucho en resaltar que Él está por encima de la Ley Antigua y, por lo tanto, por encima del Antiguo Testamento y de Moisés. Los oyentes de Jesús sabían que la Ley Antigua provenía de Yahveh y, sin embargo, ahora escuchan que Jesús dice: “La Ley Antigua decía tal cosa, pero Yo os digo otra cosa distinta, que, sin abolir lo anterior, lo perfecciona y cumple definitivamente”. Ese Yo repetido cuatro veces en estos versículos (Mt 5,22. 28. 32. 34) y que debe escribirse con mayúsculas, tiene la función de demostrar que Jesús es Yahveh, que Jesús recibe la misma adoración y gloria que Yahveh, es decir, que es tan Dios como lo es Yahveh*3.

En cada uno de estos casos concretos de moral práctica (caridad, castidad y veracidad) la autoridad de Jesús está por encima de la autoridad de la misma Ley de Moisés.

a. La caridad. La antigua ley prescribía ciertas normas exteriores respecto a la caridad fraterna para que la convivencia fuera posible. La ley nueva es el mismo Espíritu Santo morando en el alma del bautizado, es decir, es la persona-Amor que habita en el cristiano. A partir de ahora, el cristiano no puede contentarse con no infringir ciertos preceptos exteriores. A partir de ahora, el cristiano debe tener una caridad tal con el prójimo que llegue hasta los pensamientos interiores. La nueva ley va mucho más allá del mandamiento de no matar, de no lastimar, de no envidiar. La nueva ley dice: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13,34), es decir, “hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filp 2,8).

b. El matrimonio y la castidad. La posibilidad del divorcio queda totalmente abolida. Este es un precepto judicial que queda perimido con Cristo. A partir de Cristo, el matrimonio cristiano es uno con una para siempre y delante de Dios. No hay excepciones que permitan el divorcio. A partir de Cristo el matrimonio es un sacramento, es decir, santifica a los cónyuges. Esto está afirmado en la Carta a los Efesios, capítulo 5: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra” (Ef 5,25-26). En estos dos versículos está la afirmación de que el matrimonio es sacramento, porque se lo compara al modo en que Cristo santifica a la Iglesia. Toda persona que después de casado cohabita con otra persona more uxorio está en pecado mortal de adulterio y no puede recibir la Sagrada Comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo. Es falso que el Papa Francisco haya dicho en su Magisterio legítimo que esta norma de moral evangélica pueda tener excepciones*4.

El nuevo Legislador, el Verbo Encarnado, no se contenta con declarar abrogado el divorcio. La nueva ley, el Espíritu Santo que mora en el cristiano, impulsa a una delicadeza de conciencia tal que el mero deseo de la mujer ajena es pecado mortal. Y es tal la lucha que el cristiano debe imponerse para guardar la castidad dentro y fuera del matrimonio que se asemeja al arrancarse un ojo o una mano. “Se asemeja”, es decir, es una comparación para expresar la radicalidad que debe existir en la lucha por conservar la castidad. Pero esto supone, más todavía que la lucha personal, la confianza en ese Dulce Huésped que mora en el alma y de donde proviene la fuerza y la capacidad para conservar la castidad. Desde el punto de vista de la ley nueva, la castidad es más un don del Espíritu Santo que la consecuencia del esfuerzo personal. De hecho, uno de los frutos del Espíritu Santo mencionado por San Pablo es la castidad (Gál 5,23 Vulgata).

c. La veracidad. La antigua ley castigaba al perjuro, es decir, a aquel que, jurando, mentía. Mucho más grave era el perjurio si se ponía a Dios por testigo. Pero Jesucristo va más allá. Quiere que el cristiano sea veraz. La veracidad es un hábito que debe ser cultivado por el cristiano. Es, por tanto, una virtud. Consiste en decir siempre la verdad*5. El acto de decir la verdad es un acto bueno, y por eso es una virtud. El cristiano debe recomendarse a sí mismo diciendo siempre la verdad, de manera que nunca le haga falta agregar ningún juramento de ninguna clase. “Que tu sí sea sí y que tu no sea no” quiere decir que debes tener el hábito de decir siempre la verdad. No sólo no ser perjuro, sino mucho más, llegar a no poder decir la más pequeña mentira gracias al hábito arraigado de decir siempre la verdad.

En este sentido, la veracidad es una virtud social y pertenece, como virtud secundaria, a la virtud principal de la justicia. “Un hombre a otro, por honradez, está obligado a decirle la verdad”*6.

La veracidad incluye la simplicidad*7. La simplicidad de corazón es lo contrario de la duplicidad o doblez de corazón. La duplicidad o doblez de corazón consiste en esconder la verdadera intención cuando se dice algo; lo que se dice exteriormente no expresa la verdadera intención. La simplicidad de corazón, en cambio, es la que hace que el hombre siempre tenga recta intención cuando dice algo. La simplicidad forma parte de la virtud de la veracidad. En este sentido, la mejor alabanza para un cristiano debe ser la que Cristo hizo a Natanael, que luego sería el Apóstol San Bartolomé: “Éste es un israelita auténtico (alethôs), en el que no hay engaño (dólos)” (Jn 1,47). Otros traducen: “Éste es un israelita de verdad, en quien no hay doblez”.

Conclusión

¿Por qué los sacerdotes hablamos tan poco de la gracia santificante y de la inhabitación del Espíritu Santo en el alma del justo, siendo que en eso consiste la esencia de la Ley Nueva? ¿No será porque todavía tenemos el espíritu de la Ley Antigua? ¿No será porque tenemos una concepción farisaica del cristianismo? ¿No será porque concebimos el cristianismo y la religión católica como un moralismo y nos olvidamos que, ante todo, es un evento, el de la Encarnación? ¿No será porque nos olvidamos que la ley sólo se puede cumplir porque la gracia del Espíritu Santo nos lo permite?

¿Por qué los fieles católicos saben tan poco de la gracia santificante y del rol que cumple el Espíritu Santo habitando en el alma del justo? ¿No será porque se ha mezclado en el pueblo cristiano una especie de neo-pelagianismo que pone el cumplimiento de la ley en las propias fuerzas, en los propios ‘músculos’ y no en la gracia de Dios?

De estos lamentables errores se siguen consecuencias funestas. La primera de ellas es el desprecio de los sacramentos, que son los canales ordinarios de la gracia santificante. Se le da más importancia a la participación en los grupos parroquiales que a la recepción del Sacramento de la Reconciliación o que a la participación en el Santo Sacrificio de la Misa.

Otra funesta consecuencia de estos errores es que se buscan mil fórmulas hechas para tratar de llevar una vida moral recta y se olvida la fundamental: confesarse y vivir en gracia de Dios.

Pidámosle a la Virgen María la gracia de entender profundamente la esencia de la Ley Nueva y de llevarla a la práctica según el Nuevo Legislador, Jesucristo.

FIN

_______________________________________________________
*1 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 106, a. 2 c.
*2 Dagesh: puntito que se inscribía dentro de una letra hebrea para expresar que esa letra debía reduplicarse. Maqqef: pequeño guion que se utilizaba para unir dos palabras.
*3 Dice Benedicto XVI: “Jesús presenta la relación de la Torá de Moisés con la Torá del Mesías mediante una serie de antítesis: a los antiguos se les ha dicho, pero yo os digo. El Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir. La multitud lo nota; Mateo nos dice claramente que el pueblo «estaba espantado» de su forma de enseñar. No enseñaba como lo hacen los rabinos, sino como alguien que tiene «autoridad» (7, 28; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32). Naturalmente, con estas expresiones no se hace referencia a la calidad retórica de las palabras de Jesús, sino a la reivindicación evidente de estar al mismo nivel que el Legislador, a la misma altura que Dios. El «espanto» (término que normalmente se ha suavizado traduciéndolo por «asombro») es precisamente el miedo ante una persona que se atreve a hablar con la autoridad de Dios. De esta manera, o bien atenta contra la majestad de Dios, lo que sería terrible, o bien —lo que parece prácticamente inconcebible— está realmente a la misma altura de Dios” (Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (Primera Parte), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 132 – 133). En este lugar, Benedicto XVI explica de una manera egregia cómo para un verdadero judío no quedan dudas de que Jesús está diciendo que Él es Dios.
*4 Respecto a la expresión de Cristo “salvo en caso de fornicación”, dice correctamente Trilling: “La breve locución «excepto en caso de fornicación» ¿no va en contra de esta claridad? La nota sólo se encuentra en san Mateo aquí y también más tarde en 19,9. Ni san Marcos, ni san Lucas, ni san Pablo saben nada de ello. Es inconcebible que Jesús pueda haber pronunciado estas palabras en el sentido de que la prohibición decidida de cualquier disolución del matrimonio de nuevo sea suavizada con casos de excepción. Pero no podemos indicar con precisión el sentido que tuvieron estas palabras y lo que tuvo en cuenta san Mateo cuando las puso por escrito. La tradición y exégesis de la Iglesia aquí tienen que declarar posiciones. La Iglesia, sin hacer caso de esta nota, enseña la imposibilidad de anular el vínculo matrimonial. En otras palabras, la Iglesia expone los dos pasajes de san Mateo de acuerdo con los textos más terminantes de san Marcos (10,11s), san Lucas (16,18), san Pablo (1Cor_7:10s)” (Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969).
*5 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 109, a. 1 c.
*6 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 109, a. 3 c. Y agrega Santo Tomás: “Por el hecho de ser animal social, un hombre a otro naturalmente le debe todo aquello sin lo cual la conservación de la sociedad sería imposible. Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad. Y, según esto, la virtud de la verdad tiene en cuenta de algún modo la razón de débito” (S. Th., II-II, q. 109, a. 3, ad 1).
*7 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 109, a. 2, ad 4.
"Alegrémonos todos en el Señor al celebrar esta solemnidad en honor de todos los Santos, de la cual se alegran los ángeles y juntos alaban al Hijo de Dios",


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Aplicación: San Juan Pablo II - “Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?” “Guarda los mandamientos” (Mt 19,16-17).

Esta pregunta y su respuesta se presentan a la memoria cuando escuchamos con atención las lecturas de la liturgia de hoy.

Efectivamente el tema principal de dichas lecturas son los mandamientos de Dios, la ley del Señor.

Sobre ésta canta la Iglesia en el Salmo responsorial:
“Dichoso el que con vida intachable/ camina en la voluntad del Señor./ Tú promulgas tus decretos/ para que se observen exactamente;/ ojalá esté firme mi camino/ para cumplir tus consignas.../ Ábreme los ojos y te contemplaré/ las maravillas de tu voluntad...”.

Y también añade:
“Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes/ y lo seguiré puntualmente;/ enséñame a cumplir tu voluntad/ y guárdala de todo corazón” (Sal 118(119),1-34).

La idea contenida en los versículos de este Salmo es tan transparente que no necesita comentario alguno.
En cambio conviene añadir un comentario breve sobre las palabras del libro del Sirácida de la primera lectura:

“Si quieres, guardarás sus mandamientos, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua, echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida; le darán lo que él escoja” (Sir 15,16-17).

El Sirácida pone en evidencia la vinculación íntima existente entre mandamiento y voluntad libre del hombre: “Si quieres...” Y al mismo tiempo manifiesta que de la elección y decisión del hombre depende el bien o el mal, la vida o la muerte, entendidos con significado espiritual.

La observancia de los mandamientos es el camino del bien, el camino de la vida.
Su trasgresión es el camino del mal, el camino de la muerte.

Pasemos ahora al sermón de la montaña del Evangelio de hoy según San Mateo.
Cristo dice ante todo: “No creáis que he venido a abolir la ley (o los Profetas); no he venido a abolir sino a dar plenitud (Mt 5,17).

“Quien cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,19).
“El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos” (Mt ib.).

Y añade Cristo:
“Si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 5,20).
De modo que la ley, mandamientos y normas son importantes no solo en sí mismos, sino también en el modo de comprenderlos, enseñarlos y cumplirlos. Esto lo deben tener presente los que explican la ley de Dios e interpretan los principios de la moral cristiana en cada época e igualmente en la época contemporánea.

Y Cristo ofrece tres ejemplos del mandamiento y de su interpretación según el espíritu de la Nueva Alianza.
“No matarás” (Mt 5,21).
“No cometerás adulterio” (Mt 5,27).
“No jurarás en falso” (Mt 5,33).

“No matarás”: quiere decir “no sólo no quitar la vida a otros, sino también no vivir con odio e ira hacia los demás; “No cometerás adulterio”, no solo quiere decir no tomar la mujer de otros, sino también no desearla, no cometer adulterio en el corazón.

“No jurarás en falso...”, “pues yo os digo que no juréis en absoluto” (Mt 5,34). “A vosotros os basta decir sí o no (Mt 5,37).

¿Qué es el Evangelio? ¿Qué es el sermón de la montaña? ¿Acaso es sólo un “código moral”?
Sí, ciertamente. Es un código de la moral cristiana. Indica las exigencias éticas principales. Pero es más: indica también el camino de la perfección. Este camino corresponde a la naturaleza de la libertad humana, a la voluntad libre. En efecto, el hombre, gracias a su voluntad libre, puede elegir no sólo entre el bien y el mal, sino también entre el bien y lo mejor. Y claro está que es preciso querer lo “mejor” y lo “más” en el ámbito de la moral, incluso para no descender hacia lo menos bueno e incluso hacia el mal.

En efecto, como continúa diciendo el libro del Sirácida:
“Es inmensa la sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre; no mandó al hombre ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar” (Sir 15,18-20).

Y San Pablo va más allá cuando escribe en la primera Carta a los Corintios:
“Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría...; enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido” (1 Cor 2,6). “Lo que Dios ha preparado para los que le aman, Dios nos lo ha revelado por el Espíritu, y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios” (1 Cor 2,10).
(Homilía en la parroquia de San José Cafasso, 1 de febrero de 1981)


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Aplicación: Benedicto XVI - la nueva ley

Queridos hermanos y hermanas: En la Liturgia de este domingo prosigue la lectura del llamado «Sermón de la montaña» de Jesús, que comprende los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio de Mateo. Después de las «bienaventuranzas», que son su programa de vida, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman nuestros hermanos judíos. En efecto, el Mesías, con su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y es precisamente lo que Jesús declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 17.20). Pero ¿en qué consiste esta «plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?

Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y su modo proponerlos de nuevo. Cada vez comienza diciendo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos...», y luego afirma: «Pero yo os digo...». Por ejemplo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”» (Mt 5, 21-22). Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran impresión en la gente, que se asustaba, porque ese «yo os digo» equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley. La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo «llena» los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de la Ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el lamentable caso de los cuatro niños gitanos que murieron la semana pasada en la periferia de esta ciudad, en su chabola quemada, impone que nos preguntemos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar ese trágico hecho. Y esta pregunta vale para muchos otros acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que acontecen diariamente en nuestras ciudades y en nuestros países.

Queridos amigos, quizás no es casualidad que la primera gran predicación de Jesús se llame «Sermón de la montaña». Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo de Dios que descendió del cielo para llevarnos al cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, él mismo es este camino: lo único que debemos hacer es seguirle, para poner en práctica la voluntad de Dios y entrar en su reino, en la vida eterna. Una sola criatura ha llegado ya a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue perfecta: por esto la invocamos como Speculum iustitiae. Encomendémonos a ella, para que guíe también nuestros pasos en la fidelidad a la Ley de Cristo.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo13 de febrero de 2011)


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La ley interior de Cristo Mt 5, 17-37

En la medida en que en el ámbito de lo santo se establezcan preceptos y se discierna lo que es y lo que no es conforme al derecho, se corre el peligro de coartar la libertad de Dios, de encasillar en normas jurídicas lo que es puro don de la gracia divina*1.
Esta es la conclusión que saca Romano Guardini de la historia de la Ley y es una advertencia para todos nosotros. Porque corremos el peligro de convertir la santidad, que es algo interior principalmente, en algo exterior como se dio en el tiempo de Jesús con el fariseísmo: no sólo en la interpretación de la Ley sino también en la manera de vivir. Formalismo o legalismo e hipocresía.
La primera alianza establecida por Dios con un hombre para formarse un pueblo de su propiedad fue con Abram que lo llamó Abraham al pactar con él porque de su descendencia nacería una muchedumbre inmensa. Esta alianza con Abraham fue en la fe.
Con el transcurso del tiempo la fe del pueblo se fue perdiendo y Dios hizo un segundo pacto con su pueblo por medio de Moisés, esta vez por la Ley.
La Ley fue el pedagogo que debía conducir al pueblo al encuentro con el Mesías, su libertador. Por la fidelidad a la Ley el pueblo se libraría de la fascinación de los ídolos y de las grandezas de los otros pueblos pero también la Ley haría conocer al pueblo su impotencia para liberarlo, su impotencia para poder cumplirla y el anhelo ferviente de redención. La esperanza en el Mesías.
No ocurrió así. Misteriosamente en vez que la Ley elevase al pueblo hacia Dios el pueblo se adueñó de ella y la convirtió en el andamiaje de su existencia terrena, el motivo de su grandeza y señorío terreno.
Los fariseos y los doctores de la Ley multiplicaron los preceptos haciéndolos cada vez más exteriores y exacerbando una esperanza de grandeza terrena fundada en el cumplimiento de la Ley.
La voz de los profetas se alzó contra esta pretensión invitando a Israel a la interioridad pero su voz fue callada.
El reino de Israel desapareció como nación bajo el poder de otras naciones pero la esperanza en el triunfo temporal de Israel por el Mesías y la Ley se incrementó.
Jesús fue el último que quiso dar interioridad a la Ley y también fue callado.
El triunfo aparente del legalismo se repetía. Sin embargo, Jesús había recreado en sí mismo el hombre nuevo. Y por su muerte y resurrección todos recibimos la redención esperada.
La tercera y definitiva alianza es una alianza fundada en la fe, en la fe en Jesús, por la cual, se nos da la gracia para ser justificados. Por la gracia de Jesús tenemos poder para vencer al pecado.
La Nueva Ley, la Ley que nos da Jesús, la Ley del amor, es una Ley de libertad.
Estamos llamados a ser hombres nuevos, hombres libres. Nuestra vocación es la libertad*2.
Pero no olvidemos nunca la advertencia: cuando lo formal oprime lo carismático, cuando lo exterior se pone sobre lo interior, ese hombre, esa sociedad, tiene en sí misma el gusano del fariseísmo, gusano que va comiendo por dentro, dejando sólo la cáscara hasta llevar a la corrupción.
No se puede coartar la libertad de Dios o de Jesús como tampoco legislar en contra de la conciencia del hombre.
Los fariseos critican a Jesús porque no cumple la Ley, porque cura en sábado, porque no sigue los rituales de lavarse antes de comer, porque permite arrancar espigas a sus discípulos en día sábado... Y no se dan cuenta que con su actitud se oponen igual que sus padres, en el Antiguo Testamento, a la libertad de Dios.
¿Acaso Dios que es el autor de la Ley no puede actuar sobre ella? ¿No tiene libertad Jesús para obrar sobre la Ley, pues es el Hijo de Dios?
Estas críticas, que luego se volverán odio y persecución, terminarán en la muerte de Jesús en nombre de la Ley. “Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios”*3.
Jesús obra sobre la Ley insinuando su libertad como legislador divino pero también insinuando ser el portador de una Nueva Ley, una Ley de libertad que hará al hombre definitivamente libre.
Jesús muere para rescatarnos de la maldición de la Ley haciéndose El mismo maldito*4 y de esa forma hacernos hombres nuevos que vivimos por la gracia de Cristo que alcanzamos por la fe en Él.
Nuestra vocación es una vocación a la libertad, como hemos dicho. Vocación eterna pero que queda oscurecida por el pecado y restablecida gracias a la Pascua de Jesús.
“Mi yugo es suave y mi carga ligera”*5.
La Ley se resume en “amarás al prójimo como a ti mismo”*6 porque el que ama al prójimo a quien ve ama a Dios a quien no ve*7 y entonces el doble mandamiento del amor se funde en uno.
Con razón San Agustín dijo: “ama y haz lo que quieras”*8. El que ama cumple la Ley. El que ama es libre. Ha superado la moral común, está en un estado superior, en la libertad de los hijos de Dios, en la vida del Espíritu.

____________________________________
*1 Guardini R., El Señor…, 221
*2 Ga 5, 13
*3 Jn 19, 7
*4 Cf. Ga 3, 13
*5 Mt 11, 30
*6 Ga 5, 14
*7 Cf. 1 Jn 4, 20
*8 l.c.


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Aplicación: S.S. Francisco p.p.  - Decir la verdad a nosotros mismos

Una vez los discípulos de Jesús comían trigo, porque tenían hambre; pero era sábado, y el sábado no se podía comer trigo. Y lo tomaban, hacían así [frota las manos] y comían el trigo. Y [los fariseos] dijeron: «¡Mira lo que hacen! Quién hace eso, va contra la ley y mancha el alma, porque no cumple la ley». Y Jesús responde: «No mancha el alma lo que tomamos fuera. Ensucia el alma lo que viene de dentro, de tu corazón». Y creo que nos hará bien, hoy, pensar no si mi alma está limpia o sucia, sino pensar en lo que hay en mi corazón, qué tengo dentro, que yo sé que tengo y nadie lo sabe. Decir la verdad a nosotros mismos: ¡esto no es fácil!

Porque nosotros siempre buscamos cubrirnos cuando vemos algo que no está bien dentro de nosotros, ¿no? Que no salga a la luz, ¿no? ¿Qué hay en nuestro corazón? ¿Hay amor? Pensemos: ¿amo a mis padres, a mis hijos, a mi esposa, a mi marido, a la gente del barrio, a los enfermos? ... ¿amo? ¿Hay odio? ¿Odio a alguien? Porque muchas veces encontramos que hay odio, ¿no? «Yo amo a todos, excepto a éste, a éste y a ésta». Esto es odio, ¿no? ¿Qué hay en mi corazón? ¿Hay perdón? ¿Hay una actitud de perdón hacia quienes me ofendieron, o hay una actitud de venganza —«¡me la pagarás!»?. Debemos preguntarnos qué hay dentro, porque esto que está dentro sale fuera y hace mal, si es malo; y si es bueno, sale fuera y hace el bien. Y es tan hermoso decir la verdad a nosotros mismos, y avergonzarnos cuando nos encontramos en una situación que no es como Dios la quiere, que no es buena; cuando mi corazón está en una situación de odio, de venganza, tantas situaciones pecaminosas. ¿Cómo está mi corazón?...

Jesús decía hoy, por ejemplo —pondré sólo un ejemplo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar por la cólera contra su hermano, lo mató en su corazón». Y quien insulta a su hermano, lo mata en su corazón; quien odia a su hermano, mata a su hermano en su corazón; quien critica a su hermano, lo mata en su corazón. Tal vez no nos damos cuenta de esto, y luego hablamos, «despachamos» a uno y a otro, criticamos esto y aquello... Y esto es matar al hermano. Por ello es importante conocer qué hay dentro de mí, qué sucede en mi corazón.

Si uno comprende a su hermano, a las personas, ama, porque perdona: comprende, perdona, es paciente... ¿Es amor o es odio? Todo esto debemos conocerlo bien. Y pedir al Señor dos gracias. La primera: conocer qué hay en mi corazón, para no engañarnos, para no vivir engañados. La segunda gracia: hacer el bien que está en nuestro corazón, y no hacer el mal que está en nuestro corazón. Y sobre esto de «matar», recordar que las palabras matan. Incluso los malos deseos contra el otro matan.

 Muchas veces, cuando escuchamos hablar a las personas, hablar mal de los demás, parece que el pecado de calumnia, el pecado de la difamación fue borrado del decálogo, y hablar mal de una persona es pecado. ¿Por qué hablo mal de una persona? Porque en mi corazón tengo odio, antipatía, no amor. Pedir siempre esta gracia: conocer lo que sucede en mi corazón, para hacer siempre la elección justa, la opción del bien. Y que el Señor nos ayude a querernos. Y si no puedo querer a una persona, ¿por qué no puedo? Rezar por esta persona, para que el Señor haga que la quiera. Y así seguir adelante, recordando que lo que mancha nuestra vida es el mal que sale de nuestro corazón. Y que el Señor nos ayude.
(Homilía en la parroquia Santo Tomás Apóstol, 16 de febrero de 2014)


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Aplicación: Papa Francisco: Jesús y la ley judía

El Evangelio de este domingo forma parte aún del así llamado «sermón de la montaña», la primera gran predicación de Jesús. Hoy el tema es la actitud de Jesús respecto a la Ley judía. Él afirma: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17). Jesús, sin embargo, no quiere cancelar los mandamientos que dio el Señor por medio de Moisés, sino que quiere darles plenitud. E inmediatamente después añade que esta «plenitud» de la Ley requiere una justicia mayor, una observancia más auténtica. Dice, en efecto, a sus discípulos: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20).

¿Pero qué significa esta «plenitud» de la Ley? Y esta justicia mayor, ¿en qué consiste? Jesús mismo nos responde con algunos ejemplos. Jesús era práctico, hablaba siempre con ejemplos para hacerse entender. Inicia desde el quinto mandamiento: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; ... Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado» (vv. 21-22). Con esto, Jesús nos recuerda que incluso las palabras pueden matar. Cuando se dice de una persona que tiene la lengua de serpiente, ¿qué se quiere decir? Que sus palabras matan.

Por lo tanto, no sólo no hay que atentar contra la vida del prójimo, sino que tampoco hay que derramar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia. Ni tampoco hablar mal de él. Llegamos a las habladurías: las habladurías, también, pueden matar, porque matan la fama de las personas. ¡Es tan feo criticar! Al inicio puede parecer algo placentero, incluso divertido, como chupar un caramelo. Pero al final, nos llena el corazón de amargura, y nos envenena también a nosotros.

 Os digo la verdad, estoy convencido de que si cada uno de nosotros hiciese el propósito de evitar las críticas, al final llegaría a ser santo. ¡Es un buen camino! ¿Queremos ser santos? ¿Sí o no? [Plaza: ¡Sí!] ¿Queremos vivir apegados a las habladurías como una costumbre? ¿Sí o no? [Plaza: ¡No!] Entonces estamos de acuerdo: ¡nada de críticas! Jesús propone a quien le sigue la perfección del amor: un amor cuya única medida es no tener medida, de ir más allá de todo cálculo. El amor al prójimo es una actitud tan fundamental que Jesús llega a afirmar que nuestra relación con Dios no puede ser sincera si no queremos hacer las paces con el prójimo. Y dice así: «Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano» (vv. 23-24). Por ello estamos llamados a reconciliarnos con nuestros hermanos antes de manifestar nuestra devoción al Señor en la oración.

De todo esto se comprende que Jesús no da importancia sencillamente a la observancia disciplinar y a la conducta exterior. Él va a la raíz de la Ley, apuntando sobre todo a la intención y, por lo tanto, al corazón del hombre, donde tienen origen nuestras acciones buenas y malas. Para tener comportamientos buenos y honestos no bastan las normas jurídicas, sino que son necesarias motivaciones profundas, expresiones de una sabiduría oculta, la Sabiduría de Dios, que se puede acoger gracias al Espíritu Santo. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu, que nos hace capaces de vivir el amor divino.

A la luz de esta enseñanza, cada precepto revela su pleno significado como exigencia de amor, y todos se unen en el más grande mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo16 de febrero de 2014)


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Aplicación: Hans Urs von Balthasar - Cumplir la voluntad de Dios

1. El sentido de la ley.

Al comienzo del evangelio, Jesús subraya que no ha venido a abolir la ley dada por Dios en la Antigua Alianza, sino a darle plenitud: a cumplirla en su sentido original, tal y como Dios quiere. Y esto hasta en lo más pequeño, es decir, hasta el sentido más íntimo que Dios le ha dado. Este sentido fue indicado en el Sinaí: «Santificaos y sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,44). Jesús lo reitera en el sermón de la montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt S,48). Tal es el sentido de los mandamientos: quien quiere estar en alianza con Dios, debe corresponder a su actitud y a sus sentimientos; esto es lo que pretenden los mandamientos. Y Jesús nos mostrará que este cumplimiento de la ley es posible: él vivirá ante nosotros, a lo largo de su vida, el sentido último de la ley, hasta que «todo (lo que ha sido profetizado) se cumpla», hasta la cruz y la resurrección. No se nos pide nada imposible, la primera lectura lo dice literalmente: «Si quieres, guardarás sus mandatos». «Cumplir la voluntad de Dios» no es sino «fidelidad», es decir: nuestro deseo de corresponder a su oferta con gratitud. «El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable... El mandamiento está a tu alcance; en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo» (Dt 30,11.14).

2."Pero yo os digo".

Ciertamente parece que en todas estas antítesis («Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo») Jesús quiere reemplazar la ley de la Antigua Alianza por una ley nueva. Pero la nueva no es más que la que desvela las intenciones y las consecuencias últimas de la antigua. Jesús la purifica de la herrumbre que se ha ido depositando sobre ella a causa de la negligencia y de la comodidad minimalista de los hombres, y muestra el sentido límpido que Dios le había dado desde siempre. Para Dios jamás hubo oposición entre la ley del Sinaí y la fe de Abrahán: guardar los mandamientos de Dios es lo mismo que la obediencia de la fe. Esto es lo que los «letrados y fariseos» no habían comprendido en su propia justicia, y por eso su «justicia» debe ser superada en dirección a Abrahán y, más profundamente aún, en dirección a Cristo. La alianza es la oferta de la reconciliación de Dios con los hombres, por lo que el hombre debe reconciliarse primero con su prójimo antes de presentarse ante Dios. Dios es eternamente fiel en su alianza, por eso el matrimonio entre hombre y mujer debe ser una imagen de esta fidelidad. Dios es veraz en su fidelidad, por lo que el hombre debe atenerse a un sí y a un no verdaderos. En todo esto se trata de una decisión definitiva: o me busco a mí mismo y mi propia promoción, o busco a Dios y me pongo enteramente a su servicio; es decir, escojo la muerte o la vida: «Delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja» (primera lectura).

3. Cielo o infierno.

El radicalismo con el que Jesús entiende la ley de Dios conduce a la ganancia del reino de los cielos (Mt 5,20) o a su pérdida, el infierno, el fuego (Mt 5,22.29.3O). El que sigue a Dios, le encuentra y entra en su reino; quien sólo busca en la ley su perfección personal, le pierde y, si persiste en su actitud, le pierde definitivamente. El mundo (dice Pablo en la segunda lectura) no conoce este radicalismo; sin el Espíritu revelador de Dios «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar» lo que Dios da cuando se corresponde a su exigencia. Pero a nosotros nos lo ha revelado el Espíritu Santo, «que penetra hasta la profundidad de Dios», y con ello también hasta las profundidades de la gracia que nos ofrece en la ley de su alianza: «ser como él» en su amor y en su abnegación.
(HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 40 s.)


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Directorio Homilético: Sexto domingo del Tiempo Ordinario

CEC 577-582: Jesús y la Ley
CEC 1961-1964: la Ley antigua
CEC 2064-2068: el Decálogo en la Tradición de la Iglesia

I JESUS Y LA LEY

577 Al comienzo del Sermón de la montaña, Jesús hace una advertencia solemne presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza, a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:

"No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ese será grande en el Reino de los cielos" (Mt 5, 17-19).

578 Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir jamás la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13, 38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos" (St 2, 10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).

579 Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en una casuística "hipócrita" (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11, 39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).

580 El cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino "en el fondo del corazón" (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el derecho" (Is 42, 3), se ha convertido en "la Alianza del pueblo" (Is 42, 6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la Ley" (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los preceptos de la Ley" (Ga 3, 10) porque, ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9, 15).

581 Jesús fue considerado por los Judíos y sus jefes espirituales como un "rabbi" (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22, 23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2, 23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que "enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas" (Mt 7, 28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en él se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: "Habéis oído también que se dijo a los antepasados ... pero yo os digo" (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas "tradiciones humanas" (Mc 7, 8) de los fariseos que "anulan la Palabra de Dios" (Mc 7, 13).

582 Yendo más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido "pedagógico" (cf. Ga 3, 24) por medio de una interpretación divina: "Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro ... -así declaraba puros todos los alimentos- ... Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7, 18-21). Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7, 22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios (cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo (cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.



II LA LEY ANTIGUA

1961 Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el interior de la Alianza de la salvación.

1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal:

Dios escribió en las tablas de la ley lo que los hombres no leían en sus corazones (S. Agustín, Sal. 57,1).

1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7,12), espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Gal 3,24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una "ley de concupiscencia" (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.

1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras" (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes los "tipos", los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.

Hubo..., bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual "la caridad es difundida en nuestros corazones" (Rm 5,5) (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107,1 ad 2).

El Decálogo en la Tradición de la Iglesia

2064 Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales.

2065 Desde S. Agustín, los "diez mandamientos" ocupan un lugar preponderante en la catequesis de los futuros bautizados y de los fieles. En el siglo quince se tomó la costumbre de expresar los preceptos del Decálogo en fórmulas rimadas, fáciles de memorizar, y positivas. Estas fórmulas están todavía en uso hoy. Los catecismos de la Iglesia han expuesto con frecuencia la moral cristiana siguiendo el orden de los "diez mandamientos".

2066 La división y numeración de los mandamientos ha variado en el curso de la historia. El presente catecismo sigue la división de los mandamientos establecida por S. Agustín y que se hizo tradicional en la Iglesia católica. Es también la de las confesiones luteranas. Los Padres griegos realizaron una división algo distinta que se encuentra en las Iglesias ortodoxas y las comunidades reformadas.

2067 Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo.

Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas..., así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra (S. Agustín, serm. 33,2,2).

2068 El Concilio de Trento enseña que los diez mandamientos obligan a los cristianos y que el hombre justificado está también obligado a observarlos (cf DS 1569-70). Y el Concilio Vaticano II lo afirma: "Los obispos, como sucesores de los apóstoles, reciben del Señor...la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación" (LG 24).

La unidad del Decálogo

2069 El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las "diez palabras" remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (cf St 2,10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.

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Ejemplos

¿Qué es lo que encuentra de atractivo en mi?
Santa Teresita del Niño Jesús escribe en su diario de vida espiritual que se había propuesto de atender con especial cariño a una monja de su convento que era particularmente antipática. La colmó de favores y toda clase de atenciones. La susodicha hermana en la religión le preguntó un día muy curiosa: "Dígame, hermana, qué es lo que encuentra de atractivo en mi? Siempre me sonríe con especial dulzura". Qué sorpresa se habrá llevado la monja cuando leyó después de muerta Santa Teresita, lo que se refería a ella. Lo cierto es que ella, al velar a la Santa, apoyó su frente en los pies de Santa Teresita y experimento instantáneo alivio del dolor de cabeza que la había torturado durante años.

Amor al enemigo
San Melaso, patriarca de Antioquia, fue condenado al destierro por el emperador Valente, en odio a la fe. El gobernador de Antioquia se apoderó del Santo y se lo llevaba en su carroza. El pueblo que amaba apasionadamente a su Santo pastor lanzaba piedras a la cabeza del gobernador; pero el Santo, cubriéndolo con su manto, buscó de protegerlo con su propio cuerpo contra las piedras lanzadas. (Grandmaison II, 35).

(cortesia: ive argentina y otros)


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