Domingo 4 del Tiempo Ordinario A - Bienaventuranzas: Comentarios de Sabios y Santos, con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
Ocho días para insertar las Bienaventuranzas en nuestra Vida y/o Familia
Exégesis: W. Trilling - La doctrina de Jesús (Mt 5,1ss)
Comentario Teológico SS Benedicto XVI - Las Bienaventuranzas
Comentario teológico: A. Benito - Dichosos...
Santos Padres: San Agustín Mt 5,1-12a: Los muchos modos de llegar a la vida
feliz
Apliciación: NBCD
Aplicación: P. Lic. José A. Marcone, I.V.E. - Las bienaventuranzas(Mt 4,25-5,12)
Aplicación: San Juan Pablo II - “Dichosos vosotros...” (Mt. 5,11).
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Las bienaventuranzas Mt 5, 1-12
Aplicación: SS Benedicto XVI - Jesús, el nuevo Moisés
Directorio Homilético: Cuarto domingo del Tiempo Ordinario
Falta un dedo: Celebrarla
Para ser más felices" Curso con y sobre las Bienaventuranzas"
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: W. Trilling - La doctrina de Jesús (Mt 5,1ss)
El Evangelio de san Mateo se caracteriza especialmente por los grandes
discursos. En cada uno de estos discursos ocupa el centro un tema de la
predicación de Jesús. El primero y el más importante es el llamado «sermón
de la montaña». En él se ponen los fundamentos del reino mesiánico. Desde
los tiempos más antiguos del cristianismo hasta hoy día estos tres capítulos
actuaron como un horno ardiente que atizaba el fuego del Evangelio en
innumerables corazones. Es como si se entrara en una catedral construida de
grandes sillares. Es «el Evangelio del Evangelio».
Introducción (Mt 5,1-2)
1 Cuando vio aquellas muchedumbres, subió al monte; se sentó y se le
acercaron sus discípulos. 2 Y abriendo sus labios, los instruía así:...
Las «muchedumbres» que contempla Jesús, son las que le habían seguido,
aquella multitud abigarrada procedente de todos los territorios de Israel
(4,25). Así pues, el discurso debe estar dirigido a toda la tierra de Israel
(4,25), a los representantes de todas las zonas y tribus. Con esto sólo se
recalca la importancia de la predicación que sigue. Se recalca esta
importancia diciendo que Jesús «subió al monte» y allí se sentó. No se dice
qué montaña es. (Carece de fundamento cualquier suposición sobre este
particular).
Se alude a la montaña como tal, al lugar elevado, desde el cual se puede
contemplar una gran muchedumbre, pero también es el lugar de la instrucción
divina. Así también estaba Esdras, cuando leyó al pueblo el libro de la ley
«en un lugar más elevado que todos» (Neh_8:5). La postura de estar sentado
es propia del maestro. Los rabinos se sentaban en la cátedra de Moisés en
las sinagogas (cf. 23,2), en la basílica de san Pedro en Roma, Pedro está
sentado en la cátedra con el brazo derecho levantado en actitud de enseñar.
Al antiguo arte cristiano gusta de representar así a Cristo. Lo que aquí
oímos es enseñanza que se propone con pleno poder y con la autoridad de
Dios.
El discurso va dirigido a todo Israel, pero también a sus discípulos. Se les
menciona de propósito, se le acercan. Le pertenecen. Es el principio del
Israel despertado de nuevo, convocado de entre las doce tribus. La
coordinación de pueblo y discípulos no hay que entenderla como si algunas
partes del discurso estuvieran destinadas a la generalidad, otras solamente
para los discípulos. Tampoco hay que entender esta coordinación como si las
palabras solamente se dirigieran a los discípulos, y las masas sólo fueran
espectadores. Jesús habla a los discípulos como al verdadero Israel, que
ahora ya existe, y Jesús habla a todos como al Israel de la esperanza y del
futuro. O viceversa: Jesús habla a todos los oyentes de la verdadera
voluntad de Dios, que todos ellos tienen que cumplir, pero que los
discípulos ya han empezado a cumplir. No es un discurso para los que tienen
un gusto exquisito en materia religiosa, para los piadosos y obedientes,
sino para todos los que están llamados a ser discípulos, al «Israel», que
quiere tener realmente a Dios, a quien todos deben pertenecer, incluso
nosotros mismos...
Así pues, todas las palabras van dirigidas a nosotros, y no hay posibilidad
de soslayar sus grandes exigencias.
Vocación de los discípulos (Mt 5,3-16)
a) Las bienaventuranzas (Mt 5,3-12).
El discurso empieza con la palabra «bienaventurados», que se repite ocho
veces. Es una proclamación, es una promesa, una apelación cordial, cuyo
sentido es ¡dichosos vosotros! Esta palabra se emplea en el Antiguo
Testamento para desear la victoria, la paz y la felicidad, y para aclamar.
Lo contrario son las condenaciones conminatorias encabezadas con la
exclamación «¡ay de vosotros!». Bienaventuranza y conminación van dirigidas
a personas concretas.
San Mateo inicia el discurso con una larga serie de tales bienaventuranzas.
En el capítulo 23 hay una serie todavía más larga de conminaciones contra
los «escribas y fariseos» (Cf. Luc_6:20-26, donde cuatro bienaventuranzas
van seguidas de las cuatro imprecaciones correspondientes. Según convicción
general las cuatro bienaventuranzas de san Lucas son más primitivas que las
ocho de san Mateo; lo mismo puede aplicarse al uso de la segunda persona en
vez de la tercera en san Mateo). Las bienaventuranzas aquí revelan la imagen
auténtica del pueblo de Dios y con ello, la de los elegidos por Dios. Allí
las conminaciones juzgan al falso Israel y a todos los que no conocen ni
cumplen la voluntad de Dios. Las ocho bienaventuranzas juntas dan una idea
del perfecto discípulo de Jesús, que se expone con más pormenor en todo el
sermón de la montaña. Aquí ya podría servir de título lo que leeremos más
adelante en un importante pasaje: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es
vuestro Padre celestial» (Luc_5:48).
3 Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos.
Jesús fue enviado «a llevar la buena nueva a los pobres» (Isa_61:1). En
primer lugar, en el Antiguo Testamento no se tenía ninguna estima de los
pobres, antes bien las propiedades y las riquezas eran consideradas como
signo de la bendición de Dios. Sin embargo, en tiempo posterior se reconoce
más claramente que el indigente y desvalido puede estar especialmente cerca
de Dios. Así puede haberlo confirmado la experiencia de tales hombres. Así
especialmente en los salmos vemos representado al pobre, que es amado por
Dios y está especialmente vinculado a su benevolencia (Cf. Sal_18:28;
Sal_41:17; Sal_86:1s; 70.6). Este «pobre» ha aprendido a ver de una forma
nueva su destino. No se siente como desatendido ni desamparado. Su carencia
de bienes terrenos se le convierte en riqueza de bienes espirituales, en
libertad ante Dios, en humildad y esperanza. Jesús se refiere a estos
«pobres». No están descontentos con su suerte ni traman una revolución
violenta. No son tontos, de pocas luces o ineptos, sino pobres «en el
espíritu», su pobreza tiene una faceta espiritual.
Transfieren su modesta posición en la sociedad terrena a sus relaciones con
Dios. Todo lo esperan de él, no se fían de los propios bienes de justicia y
piedad. Por consiguiente toda su vida ha llegado a ser pobre, la vida
terrena y la vida espiritual. A estos pobres espirituales se promete el
reino de Dios. Si lo miramos bien, sólo ellos pueden entrar en posesión del
reino de Dios, porque no traen nada consigo, sino que todo lo esperan de
arriba. Están libres de la carga de los bienes terrenos y de la carga de la
propia presunción, por eso también están libres para Dios. Tienen que ser
espiritualmente pobres todos los que quieren entrar en posesión del reino de
Dios, solamente a ellos se les puede hacer donación de este reino.
4 Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Así como el Mesías debe llevar la buena nueva a los pobres, así también debe
«curar a los de corazón lastimado» y proclamar la hora en que se consolará
«a todos los que lloran» (Isa_61:1s). Los que lloran son aproximadamente los
mismos que los «pobres en el espíritu»: todos los que presentan a Dios su
sufrimiento, la inquietud silenciosa en el corazón, y el grito del dolor
penetrante.
Hay muchas lágrimas en el mundo, un mar de lamentaciones y sufrimientos.
Llanto por la pérdida de un ser querido, de bienes o incluso de prestigio,
por los desengaños y reveses de fortuna, pero detrás de todo esto hay una
gran tribulación. Es el llanto por el estado perdido del mundo, en el que no
son respetados Dios y su ley; es el llanto inherente a toda pesadumbre
particular. Es el llanto que tiene toda persona que ve y está en vela. No
sólo ve su propio destino personal con sus miserias, sino lo general, todo
el mundo en un estado de confusión y sufrimiento. Pero los discípulos no
deben ser personas cuyos ojos parezcan lúgubres y los rostros melancólicos;
no han de llevar la cabeza gacha. Aceptan el dolor sin asustarse, pero
tampoco lo alejan de sí a la ligera. Abren su alma oprimida a Dios. Y Dios
los consolará ya ahora, cuando el esperado «consuelo de Israel» (Luc_2:25)
manifiesta la promesa liberadora, pero sobre todo cuando Dios «enjugará toda
lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni lamentos, ni
trabajos existirán ya» (Rev_21:4)...
5 Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Casi lo mismo leemos en el Sal_36:11 : «los mansos heredarán la tierra».
¿Quiénes forman parte de este grupo? Los «pobres» y los «mansos» están
estrechamente unidos en el Antiguo Testamento. Ambos se contentan con todo y
son pobres, se conforman con la voluntad de Dios y están llenos de esperanza
en la benevolencia divina. No oprimen ni explotan, ni pretenden una venganza
feroz ni la obtención violenta de sus objetivos. Saben que Dios odia la
injusticia social y juzga a los opresores orgullosos: «Porque ellos venden
el justo a precio de plata, y el pobre por un par de sandalias; abaten hasta
el suelo las cabezas de los pobres, y esquivan el trato con los humildes;
recuéstanse junto a cualquier altar, sobre los vestidos tomados en prenda, y
en la casa de su Dios beben el vino de aquellos que han sido multados»
(Amo_2:6s.8).
Los pobres y los mansos también saben que Dios «juzgará a los pobres con
justicia, y tomará con rectitud la defensa de los humildes de la tierra»
(Isa_11:4). Son los sencillos, los doblegados, pero son personas enteramente
abiertas para Dios. Los mansos heredarán la tierra. ¿Qué tierra es ésta? En
primer lugar la tierra de la promesa, Canaán, que los israelitas tenían ante
su vista en el desierto y miraban con ansia, y que luego obtuvieron de Dios
como regalo gratuito. Esta tierra fue profanada por el culto idolátrico y la
apostasía, se perdió en el gran reino de Babilonia, fue de nuevo otorgada
después de la cautividad. Con todo en la historia del pueblo nunca pareció
que su posesión estuviera plenamente asegurada.
En la catástrofe del año 70 después de Jesucristo, fue de nuevo conquistada
y poseída por los romanos. Entonces se rompió definitivamente la unidad
entre Dios, el pueblo y la tierra. Mucho tiempo antes ya se había
espiritualizado la esperanza: la tierra se convirtió en el símbolo de la
herencia celestial imperecedera. Así continúa el anhelo, incluso más allá
del Nuevo Testamento, hasta el futuro del reino de Dios. También la tierra,
como espacio donde se desarrolla la vida, pertenece a cada hombre y a cada
pueblo. Los escribas dicen que «no es persona humana quien a ninguna tierra
puede llamar propia» Llegará a restablecerse la unidad de Dios, pueblo y
tierra, pero de una forma nueva y muy distinta de antes. No poseerán la
tierra los conquistadores y soberanos, sino los que se han doblegado, los
mansos y los pacíficos de la tierra...
6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados.
El hambre en el mundo. En efecto, ningún tiempo ha experimentado y sufrido
esta indigencia tan profundamente como el nuestro. El hambre es como un
clamor que surge de todo el género humano, una indigencia del hombre, que
nos sobrecoge a la vista de mil escenas y casos angustiosos. Se promete a
los hambrientos la saciedad, pero una saciedad completa y duradera, que
jamás dejará pendiente una necesidad. Esta saciedad tampoco se logra ahora,
sino en el comienzo del reino de Dios. Más tarde Jesús subrayará claramente
estas palabras mediante su obra: en la prodigiosa multiplicación de los
panes (Isa_14:13-21; Isa_15:32-39). Pero es importante que los hambrientos
sean como los «pobres» y «mansos», que llenos de confianza ponen su vida en
manos de Dios, y de él esperan la ayuda en la necesidad. Pero el hambre del
cuerpo sólo es una faceta del hambre humana. Las voces que piden pan son
voces de todo el hombre. Aunque el cuerpo esté saciado, pero queda otra
hambre y sed, que puede ser igualmente atormentadora, pero todavía mucho más
intensa. Es el hambre del espíritu y del corazón, de ser tal como Dios nos
ha creado y nos quiere tener.
Esta bienaventuranza habla de esta hambre. La saciedad se promete a los que
tienen hambre y sed de justicia. Ésta no es la justicia civil de la
jurisprudencia, tampoco es la justicia en el trato cotidiano con los demás,
justicia que con frecuencia echamos de menos con dolor. Aquí hay que
entender la justicia en el sentido en que se llamó justo a José. Es la
justicia que hace perfecto al hombre ante Dios, es esta misma perfección. El
que quiere ser justo, ansía cumplir íntegramente y sin reserva la voluntad
de Dios. No se indica si esta justicia también puede lograrse con la
actuación humana o si sólo es un obsequio propicio de Dios. Más adelante se
esclarece esta cuestión mejor que en el texto que comentamos (Cf.
6,1.33;25,14-30). Lo principal es que el hombre tenga el anhelo de dirigir
su vida hacia Dios, y de ver el sumo bien de su vida en la justicia que le
hace digno de Dios. Pero ciertamente se dice que la suprema saciedad y la
más profunda satisfacción del ser humano no tiene lugar aquí, sino en el
tiempo futuro... No es que se huya de la realidad o se entumezca la
actividad humana, sino que se adquiere el conocimiento desapasionado de la
verdad de que el hombre no vive sólo de pan (cf. 4,4).
7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Jesús promete el reino de Dios a los pobres en el espíritu, a los que
lloran, a los mansos y a los que tienen hambre de justicia. Es común a todos
ellos que su vida no está cerrada, sino abierta por la necesidad. Todos
experimentan su indigencia, su debilidad, su dependencia, el carácter
truncado de su vida. Lo mismo puede decirse de los misericordiosos. Se los
declara bienaventurados, porque obran el bien, colocan la misericordia por
encima del derecho, no tratan con hostilidad al prójimo, sino que alivian
las necesidades y curan las heridas. No por sentimientos benévolos y
amistosos hacia los hombres, sino porque saben que necesitan la misericordia
de Dios, viven continuamente de ella.
No juzgan para no ser juzgados (7,1); no pagan mal por mal, porque a ellos
sólo se los retribuye con bienes; no condenan al hermano, porque ellos no
son condenados; perdonan a los que les hacen injusticias, porque son
constantemente perdonados por Dios (cf. 6,14s; 18,35). Pero sobre todo no
podrán sostenerse el día del juicio sin esta misericordia. Así como su
anhelo tiende a la saciedad y a la posesión de la «tierra», también tiende a
la gran misericordia en el juicio...
8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
No sólo tenemos hambre y sed de justicia, sino también, y con mucha mayor
intensidad, tenemos hambre y sed de contemplar a Dios. Todo el mundo y su
gloria sólo es un reflejo de la belleza de Dios. En todas partes están
grabadas las huellas de Dios, en el fulgor radiante del sol, en la sencilla
nitidez de la flor, en el rostro del niño. Pero al mismo Dios no lo vemos.
Cuando el israelita subía por el monte de Sión para ir al templo, pedía a
Dios la gracia de verle: «Sedienta está mi alma del Dios viviente. ¡Ay!
¿Cuándo tornaré y veré de Dios la cara?» (Sal_41:3).
Moisés pide a Dios la misma gracia: «Muéstrame tu gloria.» Respondió el
Señor: «Yo te mostraré a ti todo el bien y pronunciaré el nombre del Señor
delante de ti. Usaré de misericordia con quien yo quiera y haré gracia a
quien me plazca. En cuanto a ver mi rostro, prosiguió el Señor, no lo puedes
alcanzar, porque no me verá hombre alguno sin morir. Mas yo tengo aquí,
añadió, un paraje especial mío. Tú, pues, te estarás sobre aquella peña. Y
al mismo tiempo de pasar mi gloria te pondré en el resquicio de la peña y te
cubriré con mi mano derecha hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi
mano y verás mis espaldas; pero mi rostro no podrás verlo» (Exo_33:18-23).
Sólo se otorga en parte la gracia pedida. La visión de Dios aquí nos está
prohibida y está reservada a la eternidad. El Dios oculto e invisible mora
en la luz inaccesible. «Ningún hombre lo vio ni puede verlo» (1Tim_6:16).
Pero luego sucederá el prodigio de que Dios llegue a ser visible a nuestros
ojos glorificados.
No todos verán a Dios, sino solamente los limpios de corazón. Con estas
palabras se alude a una íntima pureza y claridad, por así decir, a un
receptáculo perfectamente diáfano y limpio para la plenitud de aquella luz.
El corazón se ensucia con pecados de toda clase: «Lo que sale de la boca,
del corazón procede, y esto sí que contamina al hombre. Porque del corazón
salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos,
falsos testimonios, injurias» (1Ti_15:18s). El mal nace en el corazón. De
este modo se vuelve impuro el corazón y, por tanto, todo el hombre (cf.
6,22s). Son limpios de corazón aquellos de quienes procede el bien, los
pensamientos de amor y de misericordia, el anhelo de Dios y de su justicia.
Este anhelo quedará satisfecho, si el mismo Dios se ofrece a nuestros ojos
de una forma imponente y beatificante...
9 Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de
Dios.
«Dios es un Dios de paz, tiene designios de paz, y no de aflicción»
(Jer_29:11). En él está la plenitud de la vida, pero ningún antagonismo ni
contradicción. En nuestro mundo y en la sociedad humana hay discordias y
contiendas bulliciosas. Se ha roto la unidad, se ha perturbado la paz. No
solamente se trata de sentimientos benignos, de tolerancia o disposición
para ceder. La paz es un bien excelso, en último término un bien divino como
la justicia y la verdad, una prenda de la salvación, que el hombre debe
seguir dando. Nuestra aspiración tiende a una paz en la que Dios esté
incluido y los hombres estén de acuerdo entre sí y con Dios. Cuando éste no
es el caso, incluso puede suceder que surja la división entre los padres y
los hijos, entre los esposos, «y serán enemigos del hombre los de su propia
casa» (Mat_10:36). Bienaventurados los que traen la paz, reconcilian a los
contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado.
En la vida cotidiana normal, con un pequeño gesto, con una palabra
conciliadora, que procede de un corazón lleno de Dios. Bienaventurados los
que sienten estas ansias y velan por la paz entre las naciones y trabajan
por ella con intención pura. Sobre todo bienaventurados los que ponen paz
entre Dios y el hombre. Éste es el especial encargo de cualquier servicio
apostólico, que según dice san Pablo, en el fondo es «servicio de la
reconciliación» y «mensaje de la reconciliación» (2Co_5:18-21). Pero también
puede decirse de cualquier cristiano. El que irradia la propia paz en Dios,
no necesita abundar en palabras: será camino y puente para que muchos
encuentren esta paz. Al fin de los tiempos todos serán llamados hijos de
Dios, es decir serán hijos de Dios. Jesús siempre emplea nuevas imágenes
para describir la vida en la consumación del reino: posesión de la tierra,
saciedad, visión de Dios, filiación divina.
El Antiguo Testamento llama «hijos de Dios» a los ángeles y seres
celestiales, pero raras veces a los hombres. Es un privilegio de personas
ensalzadas, sobre todo de los reyes de Israel. En la expectación también se
designa como hijo al futuro Mesías: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado
hoy» (Sal_2:7), y en el bautismo mostró el Padre con las mismas palabras su
predilección por su «hijo amado» (Luc_3:22). Esta filiación del Mesías es
única y sin igual. Pero las demás deben venir a ser un tesoro general de
salvación en la eternidad. Ésta es la metáfora más bella de nuestra elección
y vocación. Indica una plena solidaridad con Dios, un amor personal como el
que hay entre el Padre y el Hijo, la proximidad íntima del soberano
universal, la armonía con el Dios santo. Ahora ya se lleva a término algo de
esta promesa para el tiempo futuro. No todavía en sentido pleno, pero sin
embargo ya está en vigor real y verdaderamente lo que se dice de nosotros en
la primera carta de san Juan: «Somos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos!»
(1Jn_3:1)...
10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos
es el reino de los cielos.
En todos los tiempos ha habido persecuciones, por enemistad personal, por
aversión racial, por discordias sobre la propiedad entre tribus o naciones,
pero ¿se puede ser perseguido por «causa de la justicia»? Se trata de
aquella justicia de Dios, de la que debemos tener hambre y sed (5,6): la
entrega a Dios y la perfecta pureza y orden en la vida, a imitación de
Jesús. Esta justicia ¿no tendría que acuciar a los demás, en vez de
repudiarlos? ¿No tendría que entusiasmar a los demás, en vez de excitarlos
al odio? Jesús sabe y atestigua aquí que incluso la mayor honradez puede
convertirse en motivo de enemistad. Juan el Bautista fue encarcelado por su
integridad, y por ella fue muerto (4,12; cf. 14,3-12).
El mismo Jesús tuvo que experimentarlo en su propio destino. También puede
aplicarse a los que son sus discípulos. A pesar de todo son bienaventurados.
Su futura exaltación estará en vivo contraste con su humillación actual.
Todos los que por causa de aquella justicia han sufrido el oprobio y la
persecución, recibirán el reino de Dios. Aunque en su vida terrena
exteriormente no se pueda ver nada de su gloria, aquella promesa se mantiene
firme y está asegurada por la palabra del Señor. Con ella se podrán
esclarecer y suprimir muchos desalientos y cansancios...
11 Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten y persigan y
digan toda clase de calumnia contra vosotros. 12 Alegraos y regocijaos,
porque vuestra recompensa es grande en los cielos; pues así persiguieron a
los profetas anteriores a vosotros.
La última bienaventuranza no se ajusta a las anteriores. La simetría de la
tercera persona: «Bienaventurados los...», es relevada por el tratamiento
conmovido en segunda persona: «Bienaventurados seréis...�� Esta última
bienaventuranza también es considerablemente más extensa que todas las
precedentes. Se refiere al versículo décimo con el tema de la persecución y
refuerza todavía la oración encabezada por la voz «bienaventurados» con la
exclamación: «Alegraos y regocijaos.» «Perseguidos por causa de la justicia»
y perseguidos por causa mía son dos ideas yuxtapuestas que se explican
mutuamente. Porque solamente se puede conseguir la verdadera justicia por el
camino de Jesús y de su doctrina. Y viceversa: el que sufre persecución por
causa de Jesús, al mismo tiempo es perseguido por causa de la justicia.
No hay ninguna grieta entre el Antiguo Testamento y la doctrina de Jesús,
sino plena unidad. Los escribas y fariseos tampoco pueden recurrir a la
justicia del Antiguo Testamento y de su propia vida para oponerse a la
doctrina de Jesús. Múltiples son las formas de la enemistad: se los cargará
de insultos y maledicencias, incluso de toda clase de calumnia. Todo esto
sucederá, pero será falso e inventado. Cuando Jesús está ante el sanedrín,
es difamado, y se hace mofa de él incluso al pie de la cruz. Los discípulos
lo tendrán constantemente ante su mirada y ya no se sorprenderán...
Estos hechos no deben producir en ellos ninguna tristeza ni lamentación,
ninguna terca irritación o ira enconada, antes bien deben ser causa de
alegría y regocijo. No por causa de los insultos y humillaciones, sino
porque su recompensa es grande en los cielos. Jesús no da ningún consuelo
barato para el otro mundo, pero dice sobriamente que no hay que esperar en
la tierra esta recompensa. Aquí los discípulos son entregados como él a los
poderes del mal, a la mentira y a la enemistad. ¿Cuál es esta gran
«recompensa en los cielos»? Es lo que se ha prometido con locuciones siempre
nuevas: el mismo Dios, su soberanía real, la visión de Dios y la posesión de
la tierra, la filiación divina...
Los discípulos deben prepararse no solamente con vistas a un tiempo futuro
que está ante ellos con incertidumbre, sino también en vista del tiempo
pasado, de la historia de los antepasados. Aquí ya se perfila esta ley:
«Pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» ¿Quiénes son
estos perseguidores? Sus propios antepasados, que se opusieron a la palabra
de los profetas y fueron su oprobio. La figura del profeta Jeremías,
saturado de oprobios y probado por el sufrimiento, es un testimonio
elocuente de las persecuciones promovidas por los antepasados. «Colman la
medida de sus padres» (cf. 23, 32) los descendientes de aquellos padres, que
procesan a Jesús, y luego odiarán a los discípulos como a él. Así pues, se
piensa en las persecuciones debidas a los judíos. Ellos fueron los primeros
que quisieron ahogar la semilla naciente del mensaje cristiano.
Ésta es la experiencia de la primera misión y especialmente de san Pablo
(Cf., por ejemplo 1Te_2:14-16). Aquí ya se mostró una ley general, que
continuó en vigor en todo tiempo y en cualquier lugar, como sabemos hoy día
después de casi dos mil años de historia de la Iglesia, especialmente
después de las dolorosas experiencias del tiempo de los nazis. Jesús hace
volver la mirada de los discípulos a la historia de Israel; nuestra mirada
abarca todavía más tiempo, y esta mayor amplitud puede hacernos sensatos,
puede preservarnos de sueños optimistas. Los apóstoles realmente se
regocijaban cuando habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de
Jesús (cf. Hec_5:41). ¿Nos alegraríamos también nosotros?
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico SS Benedicto XVI - Las Bienaventuranzas
Advertencia: Este profundo texto de Benedicto XVI que
presentamos aquí puede parecer demasiado largo si se lo considera solamente
desde el punto de vista de una lectura como preparación de una homilía
dominical. Sin embargo, creemos que es la oportunidad de que el predicador
profundice en la teología de las bienaventuranzas leyendo este precioso
texto y lo exhortamos a ello. Hemos tratado de aligerar el texto y aliviar
la tarea del lector extrayendo aquellos párrafos que, a nuestro corto modo
de ver, no contribuirían a la preparación de una homilía o excederían los
intereses teológicos del lector-predicador. Pero un predicador responsable
iría al mismo libro de Benedicto XVI y leería todo lo que el Papa dice
acerca del Sermón de la Montaña (Nota de los Editores de Homilética).
¿Qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga
tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por
ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17, 7s: «Dichoso
el hombre que confía en el Señor...». Son palabras de promesa que sirven al
mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en
palabras orientadoras. El marco en el que Lucas sitúa el Sermón de la
Montaña ilustra claramente a quién van destinadas en modo particular las
Bienaventuranzas de Jesús: «Levantando los ojos hacia sus discípulos...».
Cada una de las afirmaciones de las Bienaventuranzas nacen de la mirada
dirigida a los discípulos; describen, por así decirlo, su situación fáctica:
son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos (cf. Lc 6,
20ss). Han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también
teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han
convertido en su familia.
A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los
suyos, ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene
del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las
Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo
apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala
de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que
según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los
realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no
obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las
que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y
en las que «se invierten los valores». Son promesas escatológicas, pero no
debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro
infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y
a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos
criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por
venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación (98-99)
(…)
Esto resulta más claro si analizamos la versión de las Bienaventuranzas en
Mateo (cf. Mt 5,3-12). Quien lee atentamente el texto descubre que las
Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un
retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,
20), es el auténtico pobre; El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí,
porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente
humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin
cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las
Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a
entrar en comunión con El. Pero precisamente por su oculto carácter
cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también
a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el
seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las
diversas vocaciones.
Analicemos más detenidamente las distintas partes de la serie de las
Bienaventuranzas. Encontramos en primer lugar la expresión enigmática, de
los «pobres de espíritu», que tantos han intentado descifrar. Esta expresión
aparece en los rollos de Qumrán como autodefinición de los piadosos. Éstos
se llamaban también «los pobres de la gracia», «los pobres de tu redención»
o simplemente «los pobres» (Gnilka I, p. 121). Con estos nombres expresan su
conciencia de ser el verdadero Israel; de hecho recogen con ello tradiciones
profundamente enraizadas en la fe de Israel. En los tiempos de la conquista
de Judea por los babilonios, el 90 por ciento de los habitantes de la región
podía contarse entre los pobres; dada la política fiscal persa tras el
exilio, se volvió a crear una dramática situación de pobreza. La antigua
concepción de que al justo le va bien y que la pobreza es consecuencia de
una mala vida (relación entre la conducta y la calidad de vida) ya no se
podía sostener. Ahora, precisamente en su pobreza, Israel se siente cercano
a Dios; reconoce que precisamente los pobres, en su humildad, están cerca
del corazón de Dios, al contrario de los ricos con su arrogancia, que sólo
confían en sí mismos. (101-103)
(…)
Aquí también ha madurado calladamente esa actitud ante Dios que Pablo
desarrolló después en su teología de la justificación: son hombres que no
alardean de sus méritos ante Dios. No se presentan ante Él como si fueran
socios en pie de igualdad, que reclaman la compensación correspondiente a su
aportación. Son hombres que se saben pobres también en su interior, personas
que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por
eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios. Las
palabras de santa Teresa de Lisieux de que un día se presentaría ante Dios
con las manos vacías y las tendería abiertas hacia Él, describen el espíritu
de estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que
agarran y sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas
para la bondad de Dios que da. (103-104)
(…)
La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza
puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados
de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero
el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser
malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y
codiciando sólo bienes materiales.
Por otro lado, la pobreza de que se habla aquí tampoco es simplemente una
actitud espiritual. Ciertamente, la radicalidad que se nos propone en la
vida de tantos cristianos auténticos, desde el padre del monacato Antonio
hasta Francisco de Asís y los pobres ejemplares de nuestro siglo, no es para
todos. Pero la Iglesia, para ser comunidad de los pobres de Jesús, necesita
siempre figuras capaces de grandes renuncias; necesita comunidades que le
sigan, que vivan la pobreza y la sencillez, y con ello muestren la verdad de
las Bienaventuranzas para despertar la conciencia de todos, a fin de que
entiendan el poseer sólo como servicio y, frente a la cultura del tener,
contrapongan la cultura de la libertad interior, creando así las condiciones
de la justicia social. (104-105)
(…)
Con todo, hasta ahora sólo nos hemos ocupado de la primera mitad de la
primera Bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; tanto en
Lucas como en Mateo la correspondiente promesa es: «Vuestro (de ellos) es el
Reino de Dios (el reino de los cielos)» (Lc 6, 20; Mt 5, 3). El «Reino de
Dios» es la categoría fundamental del mensaje de Jesús; aquí se introduce en
las Bienaventuranzas: este contexto resulta importante para entender
correctamente una expresión tan debatida. Lo hemos visto ya al examinar más
de cerca el significado de la expresión «Reino de Dios», y tendremos que
recordarlo alguna vez más en las reflexiones siguientes. Pero quizás sea
bueno que, antes de avanzar en la meditación del texto, nos centremos un
momento en esa figura de la historia de la fe que de manera intensa ha
traducido esta Bienaventuranza en la existencia humana: Francisco de Asís.
Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura. El
significado de una expresión resulta mucho más comprensible en aquellas
personas que se han dejado ganar por ella y la han puesto en práctica en su
vida. La interpretación de la Escritura no puede ser un asunto meramente
académico ni se puede relegar a un ámbito exclusivamente histórico. Cada
paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo
cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió
la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto
de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo
como representante de la bondad paterna de Dios, que viste a los lirios del
campo con más esplendor que Salomón con todas sus galas (cf. Mt 6, 28s).
Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir,
libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de
las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un
correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había
perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una
íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se
identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como
persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo. Francisco no tenía
intención de fundar ninguna orden religiosa, sino simplemente reunir de
nuevo al pueblo de Dios para escuchar la Palabra sin que los comentarios
eruditos quitaran rigor a la llamada. No obstante, con la fundación de la
Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la
necesidad de vivir en el mundo. Tercera Orden significa aceptar en humildad
la propia tarea de la profesión secular y sus exigencias, allí donde cada
uno se encuentre, pero aspirando al mismo tiempo a la más íntima comunión
con Cristo, como la que el santo de Asís alcanzó. «Tener como si no se
tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): aprender esta tensión interior como la
exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en
quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido
de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede
significar para todos. En Francisco se ve claramente también lo que «Reino
de Dios» significa. Francisco pertenecía de lleno a la Iglesia y, al mismo
tiempo, figuras como él despiertan en ella la tensión hacia su meta futura,
aunque ya presente: el Reino de Dios está cerca...
Pasemos por alto, de momento, la segunda Bienaventuranza del Evangelio de
Mateo y vayamos directamente a la tercera [según el orden de la Vulgata],
que está estrechamente relacionada con la primera: «Dichosos los sufridos
(mansos) porque heredarán la tierra» (5,4). La traducción alemana de la
Sagrada Escritura de la palabra griega praeis (de prays) es: «los que no
utilizan la violencia». Se trata de una restricción del término griego, que
encierra una rica carga de tradición. Esta afirmación es prácticamente la
cita de un Salmo: «Los humildes (mansos) heredarán la tierra» (Sal 37, 11).
La expresión «los humildes», en la Biblia griega, traduce la palabra hebrea
anawim, con la que se designaba a los pobres de Dios, de los que hemos
hablado en la primera Bienaventuranza. Así pues, la primera y la tercera
Bienaventuranza en gran medida coinciden; la tercera vuelve a poner de
manifiesto un aspecto esencial de lo que significa vivir la pobreza a partir
de Dios y en la perspectiva de Dios.
Sin embargo, el espectro se amplía más si consideramos otros textos en los
que aparece la misma palabra. En el Libro de los Números se dice: «Moisés
era un hombre muy humilde, el hombre más humilde sobre la tierra» (12, 3).
¿Cómo no pensar a este respecto en las palabras de Jesús: «Cargad con mi
yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mt 11,29).
Cristo es el nuevo, el verdadero Moisés (ésta es la idea fundamental que
recorre todo el Sermón de la Montaña); en El se hace presente esa bondad
pura que corresponde precisamente a Aquel que es grande, al que tiene el
dominio.
Podemos profundizar todavía un poco más considerando una ulterior relación
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento basada en la palabra prays, humilde,
manso. En el profeta Zacarías encontramos la siguiente promesa de salvación:
«Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a
ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de
borrica. Destruirá los carros... Romperá los arcos guerreros, dictará la paz
a las naciones. Dominará de mar a mar.» (9, 9s). Se anuncia un rey pobre, un
rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima
es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia,
que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho
de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres, imagen que
contrasta con los carros de guerra que él rechaza. Es el rey de la paz, y lo
es gracias al poder de Dios, no al suyo propio.
Y hay que añadir otro aspecto: su reinado es universal, abarca toda la
tierra. «De mar a mar»: detrás de esta expresión está la imagen del disco
terrestre circundado por las aguas, que nos hace intuir la extensión
universal de su reinado. Con razón, pues, afirma Karl Elliger que para
nosotros «a través de la niebla se hace visible con sorprendente nitidez la
figura de Aquel... que ha traído realmente la paz a todo el mundo, de Aquel
que está por encima de toda razón, al renunciar en su obediencia filial a
todo uso de la violencia y padeciendo hasta que fue rescatado del
sufrimiento por el Padre, y que ahora construye continuamente su reino
solamente mediante la palabra de la paz.» (ATD 25, 151). Sólo así
comprendemos todo el alcance del relato del Domingo de Ramos, entendemos a
Lucas cuando nos dice (cf. 19, 30) —de modo parecido a Juan— que Jesús mandó
a sus discípulos que le llevaran una borrica con su pollino: «Eso ocurrió
para que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado. Decid a la hija
Sión: "Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno..."» (Mt
21, 5; cf. Jn 12, 15).
Por desgracia, la traducción alemana de estos pasajes ha oscurecido esta
conexión al utilizar diferentes palabras para el término prays. En un amplio
arco de textos —que van desde el Libro de los Números (cap. 12), pasando por
Zacarías (cap. 9), hasta las Bienaventuranzas y el relato del Domingo de
Ramos— se puede reconocer esta visión de Jesús como rey de la paz que rompe
las fronteras que separan a los pueblos y crea un espacio de paz «de mar a
mar». Con su obediencia nos llama a entrar en esa paz, la establece en
nosotros. Por un lado la palabra «manso, humilde» forma parte del
vocabulario del pueblo de Dios, del Israel que en Cristo se ha hecho
universal, pero al mismo tiempo es una palabra regia, que nos descubre la
esencia de la nueva realeza de Cristo. En este sentido, podríamos decir que
es una palabra tanto cristológica como eclesiológica; en cualquier caso, nos
llama a seguir a Aquel que en su entrada en Jerusalén a lomos de una borrica
nos manifiesta toda la esencia de su remado.
En el texto del Evangelio de Mateo, esta tercera Bienaventuranza va unida a
la promesa de la tierra: «Dichosos los humildes porque heredarán la tierra».
¿Qué quiere decir? La esperanza de una tierra es parte del núcleo original
de la promesa a Abraham. Cuando el pueblo de Israel peregrina por el
desierto, tiene como meta la tierra prometida. En el exilio, Israel espera
regresar a su tierra. Pero no debemos pasar por alto ni por un instante que
la promesa de la tierra va claramente más allá de la simple idea de poseer
un trozo de tierra o un territorio nacional, como corresponde a todo pueblo.
En la lucha de liberación del pueblo de Israel para salir de Egipto aparece
en primer plano sobre todo el derecho a la libertad de adorar, a la libertad
de un culto propio y, a medida que avanza la historia del pueblo elegido, la
promesa de la tierra adquiere de un modo cada vez más claro el siguiente
sentido: la tierra se concede para que ésta sea un lugar de obediencia, un
espacio abierto a Dios y para que el país se libere de la abominación de la
idolatría. Un contenido esencial del concepto de libertad y de tierra es la
idea de la obediencia a Dios y del modo correcto de tratar el mundo. En esta
perspectiva se puede también entender el exilio, la privación de la tierra:
se había convertido en un espacio de culto a los ídolos, de desobediencia y,
así, la posesión de la tierra contradecía su razón de ser (106-111)
(…)
Naturalmente, en un primer momento, se puede ver en la relación entre
«humildad» y promesa de la tierra una normalísima sabiduría histórica: los
conquistadores van y vienen. Quedan los sencillos, los humildes, los que
cultivan la tierra y continúan con la siembra y la cosecha entre penas y
alegrías. Los humildes, los sencillos, son también desde el punto de vista
puramente histórico más estables que los que usan la violencia. Pero hay
algo más. La progresiva universalización del concepto de tierra a partir de
los fundamentos teológicos de la esperanza se corresponde también con el
horizonte universal que hemos encontrado en la promesa de Zacarías: la
tierra del Rey de la paz no es un Estado nacional, se extiende «de mar a
mar». La paz tiende a la superación de las fronteras y a un mundo nuevo,
renovado por la paz que procede de Dios. El mundo pertenece al final a los
«humildes», a los pacíficos, nos dice el Señor. Debe ser la «tierra del rey
de la paz». La tercera Bienaventuranza nos invita a vivir en esta
perspectiva.
Para nosotros los cristianos, cada reunión eucarística es un lugar donde
reina el Rey de la paz. De este modo, la comunidad universal de la Iglesia
de Jesucristo es un proyecto anticipador de la «tierra» de mañana, que
deberá llegar a ser una tierra en la que reina la paz de Jesucristo. También
aquí se ve la gran consonancia entre la tercera Bienaventuranza y la
primera: nos permite ver algo mejor lo que significa el «Reino de Dios», aun
cuando esta expresión va más allá de la promesa de la tierra.
Con esto hemos anticipado ya la séptima Bienaventuranza: «Dichosos los que
trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Un
par de breves indicaciones bastarán para explicar estas palabras
fundamentales de Jesús. Ante todo, permiten entrever el trasfondo de la
historia universal. En el relato de la infancia de Jesús, Lucas había dejado
ver el contraste entre este niño y el todopoderoso emperador Augusto,
ensalzado como «salvador de todo el género humano» y el gran portador de
paz. César ya había pretendido antes el título de «pacificador de la
ecumene». En los creyentes de Israel salta a la memoria Salomón, cuyo nombre
incluye el vocablo shalom, «paz». El Señor había prometido a David: «En sus
días concederé paz y tranquilidad a Israel... Será para mí un hijo y yo seré
para él un padre» (1 Cro 22, 9s). Con ello se pone en evidencia la relación
entre filiación divina y realeza de la paz: Jesús es el Hijo, y lo es
realmente. Por eso sólo El es el verdadero «Salomón», el que trae la paz.
Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo. La séptima
Bienaventuranza, pues, invita a ser y a realizar lo que el Hijo hace, para
así llegar a ser «hijos de Dios».
Esto vale en primer lugar en el ámbito restringido de la vida de cada uno.
Comienza con esa decisión fundamental que Pablo apasionadamente nos pide en
nombre de Dios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con
Dios» (2 Co 5, 20). La enemistad con Dios es el punto de partida de toda
corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz
en el mundo. Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar también
reconciliado y en armonía consigo mismo, y sólo el hombre reconciliado con
Dios y consigo mismo puede crear paz a su alrededor y en todo el mundo. Pero
la resonancia política que se percibe tanto en el relato lucano de la
infancia de Jesús como aquí, en las Bienaventuranzas de Mateo, muestra todo
el alcance de esta palabra. Que haya paz en la tierra (cf. Lc 2, 14) es
voluntad de Dios y, por tanto, también una tarea encomendada al hombre. El
cristiano sabe que el perdurar de la paz va unido a que el hombre se
mantenga en la eudokía de Dios, en su «beneplácito». El empeño de estar en
paz con Dios es una parte esencial del propósito por alcanzar la «paz en la
tierra»; de ahí proceden los criterios y las fuerzas necesarias para
realizar este compromiso. Cuando el hombre pierde de vista a Dios fracasa la
paz y predomina la violencia, con atrocidades antes impensables, como lo
vemos hoy de manera sobradamente clara.
Volvamos a la segunda Bienaventuranza: «Dichosos los afligidos, porque ellos
serán consolados». ¿Es bueno estar afligidos y llamar bienaventurada a la
aflicción? Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que
ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre
por dentro; pero también existe la aflicción provocada por la conmoción ante
la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta
tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un
ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien —profundamente abatido por
su caída— pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo
del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada del
Señor, prorrumpe en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su
alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo.
Este tipo positivo de aflicción, que se convierte en fuerza para combatir el
poder del mal, queda reflejado de modo impresionante en Ezequiel 9,4. Seis
hombres reciben el encargo de castigar a Jerusalén, el país que estaba
cubierto de sangre, la ciudad llena de violencia (cf. 9, 9). Pero antes, un
hombre vestido de lino debe trazar una «tau» (una especie de cruz) en la
frente de los «hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se
cometen en la ciudad» (9, 4), y los marcados quedan excluidos del castigo.
Son personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por el espíritu
gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo
normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la
situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la
resistencia pasiva del sufrimiento: la aflicción que pone límites al poder
del mal.
La tradición nos ha dejado otro ejemplo de aflicción salvadora: María, al
pie de la cruz junto con su hermana, la esposa de Cleofás, y con María
Magdalena y Juan. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de
connivencia provocada por el miedo, encontramos de nuevo —como en la visión
de Ezequiel— un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden
cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del
condenado, y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es Amor.
Este sufrimiento compartido nos hace pensar en las palabras sublimes de san
Bernardo de Claraval en su comentario al Cantar de los Cantares (Serm. 26,
n.5): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis», Dios no puede
padecer, pero puede compadecerse. A los pies de la cruz de Jesús es donde
mejor se entienden estas palabras: «Dichosos los afligidos, porque ellos
serán consolados». Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la
necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su
opresión, dando razón así a la verdad, a Dios, ése abre la ventana del mundo
de par en par para que entre la luz. A estos afligidos se les promete la
gran consolación. En este sentido, la segunda Bienaventuranza guarda una
estrecha relación con la octava: «Dichosos los perseguidos a causa de la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».
La aflicción de la que habla el Señor es el inconformismo con el mal, una
forma de oponerse a lo que hacen todos y que se le impone al individuo como
pauta de comportamiento. El mundo no soporta este tipo de resistencia, exige
colaboracionismo. Esta aflicción le parece como una denuncia que se opone al
aturdimiento de las conciencias, y lo es realmente. Por eso los afligidos
son perseguidos a causa de la justicia. A los afligidos se les promete
consuelo, a los perseguidos, el Reino de Dios; es la misma promesa que se
hace a los pobres de espíritu. Las dos promesas son muy afines: el Reino de
Dios, vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, éste
es el verdadero consuelo.
Y a la inversa: sólo entonces será consolado el que sufre; cuando ninguna
violencia homicida pueda ya amenazar a los hombres de este mundo que no
tienen poder, sólo entonces se secarán sus lágrimas completamente; el
consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del
pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de
reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará sólo cuando «el último
enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26), sea aniquilado con todos sus
cómplices. Así, la palabra sobre el consuelo nos ayuda a entender lo que
significa el «Reino de Dios» (de los cielos) y, viceversa, el «Reino de
Dios» nos da una idea del tipo de consuelo que el Señor tiene reservado a
todos los que están afligidos o sufren en este mundo.
Llegados hasta aquí, debemos añadir algo más: para Mateo, para sus lectores
y oyentes, la expresión «los perseguidos a causa de la justicia» tenía un
significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el
Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se
había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida «a causa de la
justicia». En el lenguaje del Antiguo Testamento «justicia» expresa la
fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían
reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta
indicada por Dios, cuyo núcleo está formado por los Diez Mandamientos. En el
Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo
Testamento es el de la «fe»: el creyente es el «justo», el que sigue los
caminos de Dios (cf. Sal 1; Jr 17, 5-8). Pues la fe es caminar con Cristo,
en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo
mismo.
Los hombres perseguidos a causa de la justicia son los que viven de la
justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a
emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse sólo a sí mismo, la fe
aparecerá siempre como algo que se contrapone al «mundo» —a los poderes
dominantes en cada momento—, y por eso habrá persecución a causa de la
justicia en todos los periodos de la historia. A la Iglesia perseguida de
todos los tiempos se le dirige esta palabra de consuelo. En su falta de
poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí
donde llega el Reino de Dios.
Si, como ocurrió antes con las Bienaventuranzas precedentes, podemos
encontrar en la promesa una dimensión eclesiológica, una explicación de la
naturaleza de la Iglesia, también aquí nos podemos encontrar de nuevo con el
fundamento cristológico de estas palabras: Cristo crucificado es el justo
perseguido del que hablan las profecías del Antiguo Testamento,
especialmente los cantos del siervo de Dios, y del que también Platón había
tenido ya una vaga intuición (La república, II 361e-362a). Y así, Cristo
mismo es la llegada del Reino de Dios. La Bienaventuranza supone una
invitación a seguir al Crucificado, dirigida tanto al individuo como a la
Iglesia en su conjunto.
La Bienaventuranza de los perseguidos contiene en la frase con que se
concluyen los macarismos una variante que nos permite entrever algo nuevo.
Jesús promete alegría, júbilo, una gran recompensa a los que por causa suya
sean insultados, perseguidos o calumniados de cualquier modo (cf. Mt 5,11).
Entonces su Yo, el estar de su parte, se convierte en criterio de la
justicia y de la salvación. Si bien en las otras Bienaventuranzas la
cristología está presente de un modo velado, por así decirlo, aquí el
anuncio de Cristo aparece claramente como el punto central del relato. Jesús
da a su Yo un carácter normativo que ningún maestro de Israel ni ningún
doctor de la Iglesia puede pretender para sí. El que habla así ya no es un
profeta en el sentido hasta entonces conocido, mensajero y representante de
otro; Él mismo es el punto de referencia de la vida recta, Él mismo es el
fin y el centro.
A lo largo de las próximas meditaciones podremos apreciar cómo esta
cristología directa es un elemento constitutivo del Sermón de la Montaña en
su conjunto. Lo que hasta ahora sólo se ha insinuado, se irá desarrollando a
medida que avancemos.
Escuchemos ahora la penúltima Bienaventuranza, que no hemos tratado todavía:
«Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán
saciados» (Mt 5, 6). Esta palabra es profundamente afín a la que se refiere
a los afligidos que serán consolados: de la misma manera que en aquella
reciben una promesa los que no se doblegan a la dictadura de las opiniones y
costumbres dominantes, sino que se resisten en el sufrimiento, también aquí
se trata de personas que miran en torno a sí en busca de lo que es grande,
de la verdadera justicia, del bien verdadero. Para la tradición, esta
actitud se encuentra resumida en una expresión que se halla en un estrato
del Libro de Daniel. Allí se describe a Daniel como vir desideriorum, el
hombre de deseos (9,23 Vlg). La mirada se dirige a las personas que no se
conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa
inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un
camino interior, como los Magos de Oriente que buscan a Jesús, la estrella
que muestra el camino hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Son
personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales
sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo
acostumbrado.
¿Quién no pensaría aquí en los santos humildes en los que la Antigua Alianza
se abre hacia la Nueva y se transforma en ella? ¿En Zacarías e Isabel, en
María y José, en Simeón y Ana, quienes, cada uno a su modo, esperan con
espíritu vigilante la salvación de Israel y, con su piedad humilde, con la
paciencia de su espera y de su deseo, «preparan los caminos» al Señor? Pero,
¿cómo no pensar también en los doce Apóstoles, en hombres (como ya veremos)
de procedencias espirituales y sociales muy distintas, que sin embargo en
medio de su trabajo y su vida cotidiana mantuvieron el corazón abierto,
dispuesto a escuchar la llamada de Aquel que es más grande? ¿O en el celo
apasionado de san Pablo por la justicia, que aunque mal encaminado lo
prepara para ser derribado por Dios y llevado hacia una nueva clarividencia?
Podríamos recorrer así toda la historia. Edith Stein dijo en cierta ocasión
que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino
de Cristo. De esas personas habla la Bienaventuranza, de esa hambre y esa
sed que son dichosas porque llevan a los hombres a Dios, a Cristo, y por eso
abren el mundo al Reino de Dios.
(…)
Queda aún el Macarismo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán
a Dios» (Mt 5, 8). A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no
basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en
armonía todas las fuerzas de su existencia.
(…). Teófilo de Antioquía (+ c. 180) lo expresó del siguiente modo en un
debate: «Si tú me dices: "muéstrame a tu Dios", yo te diré a mi vez:
"muéstrame tú al hombre que hay en ti"... En efecto, ven a Dios los que son
capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu... El alma
del hombre tiene que ser pura, como un espejo reluciente.» (Ad Autolycum, I,
2.7: PG, VI, 1025.1028).
Así surge la pregunta: ¿cómo se vuelve puro el ojo interior del hombre?
¿Cómo se puede retirar la catarata que nubla su mirada o al final la ciega
por completo? La tradición mística del «camino de purificación», que
asciende hasta la «unión», ha intentado dar una respuesta a esta pregunta.
Ante todo, debemos leer las Bienaventuranzas en el contexto bíblico. Allí
encontramos el tema, sobre todo en el Salmo 24, expresión de una antigua
liturgia de entrada en el santuario: «¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en su recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro
corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso»
(v. 3s). Ante la puerta del templo surge la pregunta de quién puede estar
allí, cerca del Dios vivo: las condiciones son «manos inocentes y puro
corazón».
El Salmo explica de varios modos el contenido de estas condiciones para
entrar en la morada de Dios. Una condición indispensable es que las personas
que quieran llegar a la casa de Dios pregunten por Él, busquen su rostro (v.
6): por tanto, como requisito fundamental vuelve a aparecer la misma actitud
que hemos encontrado descrita antes en las palabras «hambre y sed de
justicia». Preguntar por Dios, buscar su rostro: ésa es la primera condición
para subir al encuentro con Dios. Pero ya antes, como contenido del concepto
de manos inocentes y puro corazón, se ha indicado la exigencia de que el
hombre no jure en falso contra el prójimo: esto es, la honradez, la
sinceridad, la justicia con el prójimo y con la sociedad, eso que podríamos
denominar el ethos social, pero que en realidad llega hasta lo más hondo del
corazón.
El Salmo 15 lo desarrolla aún más, de forma que se puede decir que la
condición para llegar a Dios es simplemente el contenido esencial del
Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar
hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el
individuo y la comunidad (segunda tabla). No se mencionan condiciones
basadas específicamente en el conocimiento que procede de la revelación,
sino el «preguntar por Dios» y los fundamentos de la justicia que una
conciencia atenta —despierta precisamente gracias a la búsqueda de Dios— le
dice a cada uno. Las consideraciones que hemos hecho precedentemente sobre
la cuestión de la salvación tienen aquí una ulterior confirmación.
Sin embargo, en boca de Jesús la palabra adquiere una nueva profundidad. Es
propio de su naturaleza específica el ver a Dios, el estar cara a cara
delante de Él, en un continuo intercambio interior con El, viviendo su
existencia como Hijo. Así la expresión adquiere un valor profundamente
cristológico. Veremos a Dios cuando entremos en los mismos «sentimientos de
Cristo» (Flp 2,5). La purificación del corazón se produce al seguir a
Cristo, al ser uno con El. «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en
mí» (Ga 2, 20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce
precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor,
que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que
capacita al hombre para percibir y ver a Dios. En Jesucristo Dios mismo se
manifiesta en ese descenso: «El cual, a pesar de su condición divina, no
hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y
tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos... se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo
exaltó.» (Flp 2, 6-9).
Estas palabras marcan un cambio decisivo en la historia de la mística.
Muestran la novedad de la mística cristiana, que procede de la novedad de la
revelación en Cristo Jesús. Dios desciende hasta la muerte en la cruz. Y
precisamente así se revela en su verdadero carácter divino. El ascenso a
Dios se produce cuando se le acompaña en ese descenso. La liturgia de
entrada en el santuario del Salmo 24 adquiere así un nuevo significado: el
corazón puro es el corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de
obediencia con Jesucristo. El amor es el fuego que purifica y une razón,
voluntad y sentimiento, que unifica al hombre en sí mismo gracias a la
acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la
unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada
de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurado.
Tras este intento de profundizar algo más en la visión interior de las
Bienaventuranzas —no tratamos aquí el tema de los «misericordiosos» del que
nos ocuparemos en el contexto de la parábola del buen samaritano— hemos de
plantearnos todavía brevemente un par de preguntas más con el fin de
entender el conjunto. En Lucas, tras las Bienaventuranzas siguen cuatro
invectivas: «Ay de vosotros, los ricos... Ay de vosotros, los que estáis
saciados... Ay de los que ahora reís... Ay si todo el mundo habla bien de
vosotros...»(Lc 6,24-26). Estas palabras nos asustan. ¿Qué debemos pensar?
En primer lugar, se puede constatar que de esta manera Jesús sigue el
esquema que encontramos también en Jeremías 17 y en el Salmo 1: a la
descripción del recto camino, que lleva al hombre a la salvación, se
contrapone la señal de peligro que desenmascara las promesas y ofertas
falsas, con el fin de evitar que el hombre tome un camino que le llevaría
fatalmente a un precipicio mortal. Esto mismo lo volveremos a encontrar en
la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Quien comprende
correctamente los signos de esperanza que se nos ofrecen en las
Bienaventuranzas, reconoce aquí fácilmente las actitudes contrarias que atan
al hombre a lo aparente, lo provisional, y que llevándolo a la pérdida de su
grandeza y profundidad, y con esto a la pérdida de Dios y del prójimo, lo
encaminan a la ruina. De esta manera, sin embargo, se hace comprensible
también la verdadera intención de estas señales de peligro: las invectivas
no son condenas, no son expresión de odio, envidia o enemistad. No se trata
de una condena, sino de una advertencia que quiere salvar.
Pero ahora se plantea la cuestión fundamental: ¿es correcta la orientación
que el Señor nos da en las Bienaventuranzas y en las advertencias
contrarias? ¿Es realmente malo ser rico, estar satisfecho, reír, que hablen
bien de nosotros? Friedrich Nietzsche se apoyó precisamente en este punto
para su iracunda crítica al cristianismo. No sería la doctrina cristiana lo
que habría que criticar: se debería censurar la moral del cristianismo como
un «crimen capital contra la vida». Y con «moral del cristianismo» quería
referirse exactamente al camino que nos señala el Sermón de la Montaña.
«¿Cuál había sido hasta hoy el mayor pecado sobre la tierra? ¿No había sido
quizás la palabra de quien dijo: "Ay de los que ríen"?». Y contra las
promesas de Cristo dice: no queremos en absoluto el reino de los cielos.
«Nosotros hemos llegado a ser hombres, y por tanto queremos el reino de la
tierra».
La visión del Sermón de la Montaña aparece como una religión del
resentimiento, como la envidia de los cobardes e incapaces, que no están a
la altura de la vida, y quieren vengarse con las Bienaventuranzas, exaltando
su fracaso e injuriando a los fuertes, a los que tienen éxito, a los que son
afortunados. A la amplitud de miras de Jesús se le opone una concentración
angosta en las realidades de aquí abajo, la voluntad de aprovechar ahora el
mundo y lo que la vida ofrece, de buscar el cielo aquí abajo y no dejarse
inhibir por ningún tipo de escrúpulo.
Muchas de estas ideas han penetrado en la conciencia moderna y determinan en
gran medida el modo actual de ver la vida. De esta manera, el Sermón de la
Montaña plantea la cuestión de la opción de fondo del cristianismo, y como
hijos de este tiempo sentimos la resistencia interior contra esta opción,
aunque a pesar de todo nos haga mella el elogio de los mansos, de los
compasivos, de quienes trabajan por la paz, de las personas íntegras.
Después de las experiencias de los regímenes totalitarios, del modo brutal
en que han pisoteado a los hombres, humillado, avasallado, golpeado a los
débiles, comprendemos también de nuevo a los que tienen hambre y sed de
justicia; redescubrimos el alma de los afligidos y su derecho a ser
consolados.
Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que
degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender
mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que
Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón que
destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran
parte del mundo. Sí, las Bienaventuranzas se oponen a nuestro gusto
espontáneo por la vida, a nuestra hambre y sed de vida. Exigen «conversión»,
un cambio de marcha interior respecto a la dirección que tomaríamos
espontáneamente. Pero esta conversión saca a la luz lo que es puro y más
elevado, dispone nuestra existencia de manera correcta.
El mundo griego, cuya alegría de vivir se refleja tan maravillosamente en
las epopeyas de Homero, sabía muy bien que el verdadero pecado del hombre,
su mayor peligro, es la hybris, la arrogante autosuficiencia con la que el
hombre se erige en divinidad: quiere ser él mismo su propio dios, para ser
dueño absoluto de su vida y sacar provecho así de todo lo que ella le puede
ofrecer. Esta conciencia de que la verdadera amenaza para el hombre es la
conciencia de autosuficiencia de la que se ufana, que en principio parece
tan evidente, se desarrolla con toda profundidad en el Sermón de la Montaña
a partir de la figura de Cristo.
Hemos visto que el Sermón de la Montaña es una cristología encubierta. Tras
ella está la figura de Cristo, de ese hombre que es Dios, pero que
precisamente por eso desciende, se despoja de su grandeza hasta la muerte en
la cruz. Los santos, desde Pablo hasta la madre Teresa pasando por Francisco
de Asís, han vivido esta opción y con ello nos han mostrado la imagen
correcta del hombre y de su felicidad. En una palabra: la verdadera «moral»
del cristianismo es el amor. Y éste, obviamente, se opone al egoísmo; es un
salir de uno mismo, pero es precisamente de este modo como el hombre se
encuentra consigo mismo. Frente al tentador brillo de la imagen del hombre
que da Nietzsche, este camino parece en principio miserable, incluso poco
razonable. Pero es el verdadero «camino de alta montaña» de la vida; sólo
por la vía del amor, cuyas sendas se describen en el Sermón de la Montaña,
se descubre la riqueza de la vida, la grandiosidad de la vocación del
hombre.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (I), Editorial Planeta,
Santiago de Chile, 2007, p. 97 – 129)
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Comentario
teológico: A. Benito - Dichosos...
El versículo inicial, que da cuenta de la presencia de la gente y de los
discípulos, ya había quedado preparado el domingo pasado con la invitación
al seguimiento y con la actividad por toda Galilea. En la montaña y en
postura docente, a semejanza de los rabinos rodeados de discípulos. Para el
marco Mateo sigue sirviéndose del cliché del Éxodo: presenta a Jesús en la
montaña a semejanza de Moisés, a quien Jesús da sentido y cumplimiento.
La enseñanza es cadenciosa, debido a la reiteración del adjetivo "dichosos"
en cada comienzo de una enumeración de ocho miembros, que a su vez tienen
todos una misma estructura: dichosos los ...porque... La cadencia se rompe
en los dos últimos versículos con la presencia de la segunda persona, en
referencia directa a los discípulos presentes.
La enumeración recoge ocho tipos diferentes de personas, cada uno de ellos
designado por una situación o tarea que comportan sufrimiento y riesgo. En
la enumeración propuesta por la traducción litúrgica (las ediciones críticas
prefieren actualmente el orden inverso para el segundo y tercer miembro) los
tipos de personas que se recogen son los siguientes: pobres en el espíritu,
sufridos o no violentos, los que lloran, hambrientos y sedientos de
justicia, misericordiosos o los que prestan ayuda, limpios de corazón,
trabajadores o constructores de la paz y, por último, perseguidos por causa
de la justicia.
Es importante observar que lo que se declara bienaventurado son las personas
y no las situaciones. La observación es importante porque ello significa que
las bienaventuranzas no convalidan o consagran situaciones sociológicas de
injusticia y dolor, sino que alaban a personas activas, a personas que
llevan adelante una tarea dolorosa o que han hecho una opción dolorosa. Esto
es especialmente esclarecedor para la primera bienaventuranza, en la que se
habla de pobres en el espíritu: se trata de personas que han optado por la
pobreza como forma de vida.
En la segunda parte de cada uno de los ocho miembros de que consta la
enumeración, Jesús promete en nombre de Dios a todas estas personas un final
a su sufrimiento y dolor. En el pasado se ha querido ver en estas palabras
de Jesús una proclama reaccionaria, adormecedora de conciencias y
favorecedora del mantenimiento de situaciones de injusticia en beneficio de
los dominantes. A la luz del análisis anterior queda bastante claro que una
interpretación así supone un total desenfoque del texto. Nadie con seriedad
la sostiene hoy.
Mateo ha dispuesto que estas palabras abran el conjunto de la enseñanza de
Jesús. Se realza así la importancia de las mismas.
Dirigidas como están a los discípulos, el carácter programático de estas
palabras ilumina el concepto de discípulo que Mateo tiene. Ser discípulo o
seguidor de Jesús es para este autor llevar un estilo de vida caracterizado
por la solidaridad con los que sufren y por la construcción de un orden de
cosas diferente.
A su vez, las palabras de Jesús confieren a este estilo de vida una
perspectiva trascendente. El seguidor de Jesús sabe que cuenta con Dios y
que los riesgos y las dificultades no serán quienes tengan la última
palabra. Por eso se sabe y se siente bienaventurado el seguidor de Jesús.
(A. BENITO, DABAR 1990/12)
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Santos Padres: San Agustín Mt 5,1-12a: Los muchos modos de llegar a
la vida feliz
La solemnidad de la santa virgen (Inés) que dio testimonio de Cristo y
mereció que Cristo lo diera de ella, virgen públicamente martirizada y
ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella
exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el evangelio, exponiendo los
muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que todos desean. No puede
encontrarse, en efecto, quien no quiera ser feliz. Pero ¡ojalá que los
hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran la tarea que
conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas
a ser feliz»? Mas ha de oír también de buen grado lo que se dice a
continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el
premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente la tarea ante la
recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que
pedimos vendrá después. Lo que se nos ordena hacer con vistas a lo que
vendrá después, hemos de realizarlo ahora.
Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos
como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de
ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde;
ahora sé pobre de espíritu.
¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién
eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de
espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos
está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11).
Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos
poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas
poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído.
Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el
saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido
cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la
tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto
consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo
bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras
no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él,
desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él.
Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran,
porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la
recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne?
Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde
teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida
de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el
primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto,
encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que
nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se
gozarán de ser consolados.
Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes
tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte.
¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión,
aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere
-dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento
que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en
cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como
alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el
remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos,
pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora
estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que
ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior,
pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan
que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene
hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de
la vida (Sal 35,10).
Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios
tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que
se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre
también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides
tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con
quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío
del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.
Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que
llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el
alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser
comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se
acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que
obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias
e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios.
Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le
puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y
ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios.
Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que
deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están
sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te
permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón
puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues dichosos los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra
dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los
deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se
ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de
corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues
alli están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol
Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo
a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos,
serán iluminados por la realidad misma.
(San Agustín, Sermón 53,1-6)
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Apliciación: NBCD
Hemos empezado hoy, hermanos, la lectura del llamado «sermón de la montaña»,
tal como nos lo ha transmitido el evangelista san Mateo.
Esta pieza fundamental de la enseñanza de Jesús, la iremos leyendo durante
todos esos domingos que nos faltan antes de empezar el tiempo de Cuaresma,
y, por ello, es importante que reflexionemos sobre el sentido global que
contiene esa colección de máximas y sentencias que Mateo pone en labios de
Jesús al comienzo de su predicación, como el resumen programático de todo el
mensaje cristiano.
En cuanto a su contenido, nos pueden ser útiles estas palabras de un
comentarista moderno, Joachim Jeremías: «El sermón de la montaña no es ley
sino evangelio. Porque esta es la distinción entre ambos: la ley pone al
hombre ante sus propias fuerzas y le pide que las use hasta el máximo; el
evangelio sitúa al hombre ante el don de Dios y le pide que convierta de
verdad ese don inefable en fundamento de su vida. Dos mundos».
Ello significa que el sermón de la montaña -encabezado por la proclamación
solemne de las bienaventuranzas- no es un código jurídico, ni tampoco,
propiamente hablando, una lista de normas morales: se trata, en cambio, del
anuncio gozoso de las condiciones que hacen posible el seguimiento del
camino del Reino de Dios, trazado por Jesús.
Dicho de otro modo: el sermón de la montaña no constituye el resumen de las
normas legales y éticas que rigen la vida cristiana, sino que es,
sencillamente, la proclamación de las consecuencias -exigentes y liberadoras
al mismo tiempo- de la fe cristiana cuando se vive de veras.
Sin ánimo de sentar cátedra ni hacer un análisis exhaustivo, vamos a
intentar desenmascarar algunas falsas concepciones de las bienaventuranzas;
vamos a tratar de ver qué no son las bienaventuranzas, muy brevemente.
-Frecuentemente se han considerado las bienaventuranzas como las pautas de
vida del cristiano, como el camino para seguir a Cristo; ni Cristo las
presenta como tales, pues simplemente hace una relación de quiénes son
dichosos, ni podemos nosotros interpretarlo así, puesto que en ellas para
nada se habla de seguimiento de Cristo. A Jesús no se le sigue simplemente
llorando, porque hay muchos que lloran y eso no significa que le sigan a él;
ni basta con ser pobres, pues hay muchos pobres de quienes no se pueden
decir en absoluto que sigan a Cristo, etc.
-Tampoco se pueden entender las bienaventuranzas como el código de ética
cristiana, o como los mandamientos de la nueva ley (a pesar de los
paralelismos del evangelio de hoy con la escena del Sinaí). Cristo no dio
más que un mandato, el del amor; y las bienaventuranzas, repito, no son más
que una relación de quiénes son dichosos; ni siquiera tienen la forma
gramatical de unos mandatos.
-Las bienaventuranzas no son un seguro para la felicidad, ni indican el
camino a seguir para alcanzar la felicidad, ni son una bendición que cause
la felicidad, ni son, tampoco, un seguro para la salvación; nos demuestra la
experiencia que cientos de personas sufren, lloran, pasan hambre... y no son
felices. Las bienaventuranzas no aseguran al pobre que, por el simple hecho
de serlo, sea feliz -la experiencia nos lo demuestra. Esa pobreza ha de
tener un por qué que la explique y le dé sentido.
-Mucho menos se puede decir que sean un consuelo, una anestesia contra los
males del mundo; ésta sería una solución alienante para tales males o
problemas -en realidad ni siquiera sería solución-; sería una salida
esclavizadora, impropia del estilo de Jesús. Las bienaventuranzas,
entendidas como bálsamo serían, en realidad, verdadero opio en manos de los
poderosos.
Es importante observar que lo que se declara bienaventurado son las personas
y no las situaciones. La observación es importante porque ello significa que
las bienaventuranzas no convalidan o consagran situaciones sociológicas de
injusticia y dolor, sino que alaban a personas activas, a personas que
llevan adelante una tarea dolorosa o que han hecho una opción dolorosa.
En la segunda parte de cada uno de los ocho miembros de que consta la
enumeración, Jesús promete en nombre de Dios a todas estas personas un final
a su sufrimiento y dolor. En el pasado se ha querido ver en estas palabras
de Jesús una proclama reaccionaria, adormecedora de conciencias y
favorecedora del mantenimiento de situaciones de injusticia en beneficio de
los dominantes. A la luz del análisis anterior queda bastante claro que una
interpretación así supone un total desenfoque del texto. Nadie con seriedad
la sostiene hoy.
En definitiva, las bienaventuranzas no son algo anterior a un encuentro con
Cristo, algo que nos acerque a él, etc., sino todo lo contrario: las
bienaventuranzas son algo «a posteriori» de un encuentro personal con
Cristo. No son otra cosa que la nueva realidad de los que han optado por
Cristo. Las bienaventuranzas no son sino algo que sucede después de haberse
decidido por Jesús, lo que uno se va a encontrar en su vida después de dar
un sí a Cristo. Por eso es dichoso el pobre: porque su pobreza es fruto de
una opción por Jesús. Quien llora porque se le ha muerto su madre no es
bienaventurado; todos lloran cuando pasan tal trance. Quien llora porque el
seguir a Jesús le hace comprender cosas que hacen llorar, quien llega a
llorar como efecto de seguir a Cristo, ese es dichoso. Y así con todas las
bienaventuranzas.
Lo primero es, pues, la decisión por Cristo; y luego, por haber hecho tal
opción, seremos dichosos. Y si lo intentamos al revés no conseguiremos nada.
La dicha no puede venir por sí sola sino, únicamente, como fruto de nuestra
decisión en favor de seguir a Cristo.
El ámbito de las bienaventuranzas es religioso. Es decir, presuponen una
toma de posición previa por Jesús y por el reinado de Dios. Jesús se dirige
exclusivamente a los que han tomado posición por él y por el Reino (=a los
discípulos). Esta toma de posición previa le lleva al discípulo a adoptar
posturas concretas. Estas posturas le colocan unas veces en situaciones
penosas y otras en actividades cuya realización comporta una serie de
dificultades. Tanto en unos casos como en otros el discípulo puede llegar a
experimentar el desánimo, la tentación de mandarlo todo a paseo o puede
incluso «quemarse». Es aquí, ante estas posibilidades muy humanas, donde
interviene Jesús y le dice al discípulo: «No te desanimes. No eres ningún
desgraciado. Todo lo contrario: eres un bienaventurado. Eres tú quien está
construyendo el Reino y llegará un día en que esto aparezca con toda
claridad». La perspectiva de futuro que Jesús introduce no es una evasión;
es, sencillamente, la certeza que necesita el luchador de que su lucha no es
una quimera, la certeza de que su lucha vale la pena porque efectivamente
lleva a un termino glorioso.
........................................................................
Dos ideas claras. Lo que aquí nos interesa es que seamos conscientes de dos
cuestiones esenciales:
-Que vivir como cristianos trae una serie de consecuencias.
-Que esas consecuencias no deben llevarnos al desánimo, sino a considerarnos
y sentirnos bienaventurados.
El cristiano, un hombre diferente. Ser fiel a Jesús, vivir como cristiano,
seguir el Evangelio, trae, necesariamente, una serie de consecuencias; y
también podemos formular esta afirmación en sentido inverso: si no aparecen
las consecuencias, si no se producen esas situaciones en la vida del
cristiano, su cristianismo es, cuando menos, de dudosa fiabilidad. Quizá
estamos demasiado acostumbrados a nuestro cristianismo de diario, un
cristianismo «especial» reducido al cumplimiento de unas obligaciones
religiosas que, por divorciadas de la vida, en nada afectan a ésta; unas
prácticas que no tienen más repercusión en la vida que el tiempo que lleva
el realizarlas; todo lo demás sigue exactamente igual; y podemos hacer
compatible el realizar esas practicas con un estilo de vida plenamente
idéntico al de cualquier no creyente. Pero no debemos tener la más mínima
duda al respecto: si hay verdadera fe, si hay auténtica vivencia cristiana,
eso se tiene que notar en la vida del creyente. Y se tiene que notar en que
su vida es diferente de lo usual. El estilo de vida que se construye sobre
el Evangelio es realmente diferente de cualquier otro estilo de vida que no
se basa en el Evangelio.
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Aplicación: P. Lic. José A. Marcone, I.V.E. - Las
bienaventuranzas(Mt 4,25-5,12)
Introducción
El domingo pasado leíamos el evangelio que nos presentaba el inicio de la
obra apostólica central de Cristo. Este inicio de la etapa central de la
vida de Cristo se realiza en Galilea. Y en ese mismo evangelio se nos
presentaba el núcleo fundamental de toda la doctrina de Cristo, el anuncio y
la proclamación esencial de Cristo, lo que llamamos el kerygma. Ese kerigma
fontal es el siguiente: “El Reino de Dios ha llegado. Crean en el Evangelio
y conviértanse” (cf. Mt 4,17; Mc 1,15).
En el evangelio de hoy se nos presenta una explanación mucho más detallada
de ese kerygma o anuncio fundamental. Jesucristo, una vez iniciada su obra
apostólica central, no se contenta con un conciso anuncio, sino que presenta
en un largo discurso la moral completa de aquel que ha decidido creer en Él
y seguirlo por el mismo camino por el que Él va, es decir, la moral completa
de aquel que ha decidido ser su discípulo.
Este largo discurso de Jesucristo es conocido como el Sermón de la Montaña y
llena los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de San Mateo. Se lo llama así
porque el evangelio de hoy dice explícitamente que Jesucristo subió a la
montaña y comenzó a predicar dicho Sermón (Mt 5,1).
En este discurso Jesucristo presenta el resumen y la sustancia de toda la
doctrina contenida en el evangelio. Por eso se lo ha llamado “el evangelio
del Evangelio”. Pero, a su vez, dentro de este discurso de Jesús los
versículos iniciales son una condensación de todo el Sermón de la Montaña.
Se trata de las Bienaventuranzas, que son el contenido del evangelio que
hemos leído hoy.
Las ocho Bienaventuranzas juntas y que hoy hemos leído quieren delinear el
perfil del perfecto discípulo de Jesús. Si los cimientos sobre los que se
asienta toda la moral cristiana son los Diez Mandamientos, la casa que se
construye sobre esos cimientos está constituida por las Bienaventuranzas.
Nadie vive en los cimientos. El cristiano no puede contentarse con no violar
los Diez Mandamientos.
El cristiano debe vivir en la casa, es decir, debe aspirar a la perfección
de las Bienaventuranzas. Como título de estas Bienaventuranzas podríamos
poner una frase que Jesucristo dirá en el mismo Sermón un poco más adelante:
“Sean perfectos como el Padre celestial de ustedes es perfecto” (Mt 5,48).
La lógica dentro de la que se mueven las ocho Bienaventuranzas es la
búsqueda de la perfección, es decir, la santidad.
No es nada fácil en el corto tiempo de un sermón dominical explicar las ocho
Bienaventuranzas. Pero aguijoneados por el espolón de la Iglesia que no
vuelve a repetir este evangelio durante los domingos del Tiempo Ordinario,
debemos intentarlo.
1. El premio prometido a la bienaventuranza
1.a El sentido de la palabra ‘bienaventurado’
La palabra griega que se usa para decir ‘bienaventurados’ y de donde
proviene la palabra ‘bienaventuranza’ es makários. En el griego clásico, el
sustantivo mákar (genitivo: mákaros) y el adjetivo makários son títulos que
se aplican a los dioses en oposición al hombre mortal. Ser makários
significa poder gozar de la propia autonomía y potencia divina, cosa que a
los hombres no les es debido, precisamente porque ni son autónomos ni gozan
de potencia propia, sino que son débiles y mortales. Por eso, para los
clásicos griegos, los mákares por antonomasia y excelencia son los dioses.
Incluso de Júpiter se dice que era makáron makartáte, es decir, ‘feliz con
toda felicidad’.
Esto tiene su perfecta correspondencia en el NT, ya que makários se aplica
dos veces a Dios, en 1Tim 1,11 y 1Tim 6,15.
El texto más importante es el de 1Tim 6,15 porque explica con mayor
profusión de palabras que makários expresa la felicidad interior de Dios. En
efecto, dice 1Tim 6,13-16: “Te pido que guardes el mandamiento sin mancha y
sin reproche hasta la manifestación (epifaneías) de nuestro Señor
Jesucristo, manifestación que, a su debido tiempo, llevará a cabo el
bienaventurado (ho makários) y único Soberano, Rey de reyes y Señor de los
señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible,
a quien ningún hombre vio ni puede ver. A él, honor y poder eterno. Amén”.
Vemos cómo el uso de makários en San Pablo es aplicado a Dios y coincide con
el uso que se le da en el griego profano. Dios es makários porque goza de su
propia potencia que, en realidad, es omni-potencia, es Soberano, es Rey, es
Señor, posee la inmortalidad, en contraposición al hombre mortal, habita en
una luz, siendo la luz el símbolo de la alegría y de la felicidad,
totalmente trascendente e inaccesible para el hombre. Por lo tanto, lo que
makários designa es la felicidad con que Dios se goza en sí mismo en el
secreto de su propia intimidad. En otras palabras, es la felicidad
intra-trinitaria; es la corriente de felicidad que existe en la comunión de
las tres divinas personas.
Por eso, makários, aplicado al ser humano como se hace en las
Bienaventuranzas, significa en primer lugar una participación escatológica
en la felicidad interna y secreta de Dios. Es decir, es la felicidad que
tendrá el alma humana en el cielo, en la bienaventuranza (eso significa
escatológica). Es la felicidad que tendrá el alma humana cuando, a través
del lumen gloriae, la esencia divina se convierta en el objeto propio de su
inteligencia, con el consiguiente amor de la voluntad que sigue a la
percepción de la inteligencia.
Por lo tanto, cada vez que leemos en cada una de las ocho Bienaventuranzas
la palabra ‘bienaventurado’ o ‘feliz’ debemos saber que se refiere, en
primer lugar, a la gloria del cielo. El premio que Jesucristo promete al que
se esfuerza por ser perfecto en esta vida y poner en práctica las ocho
Bienaventuranzas corresponde a la otra vida, no a esta vida temporal.
Dijimos que el premio que Jesús promete a las Bienaventuranzas pertenece, en
primer lugar, a la vida eterna. Pero no en único lugar. Porque, en segundo
lugar, este premio también pertenece a esta vida temporal. Santo Tomás de
Aquino, siguiendo a San Agustín, dice que los premios que prometen las
bienaventuranzas no son solamente para el cielo, sino que también son para
esta vida presente. ¿En qué sentido son también un premio para la vida
presente? En el sentido que cuando ponemos en práctica las bienaventuranzas
se nos da en este tiempo presente la esperanza de que alcanzaremos la
felicidad del cielo.
El premio de las bienaventuranzas que podemos recibir ya en esta vida
presente consiste en una participación de la alegría y felicidad de Dios en
esta tierra. Para Santo Tomás, el premio que un hombre puede recibir por
practicar las bienaventuranzas es un “cierto comienzo imperfecto de la
futura bienaventuranza en los varones santos, también en esta vida”.
Por lo tanto, el premio de la bienaventuranza, el premio de la makaría, el
premio de ser makários en esta vida, está siempre en relación con la
participación, ya en esta vida, de la alegría y de la felicidad interna de
Dios. Esto es lo que significa la palabra ‘bienaventurados’ en cada
bienaventuranza.
1.b El premio prometido a cada bienaventuranza
El premio prometido a cada bienaventuranza es una variación o un matiz de la
participación en la alegría interna y secreta de Dios que se dará en el
cielo y que, de alguna manera, en forma de esperanza, se da ya en el tiempo
presente.
Podemos decir que el premio a cada bienaventuranza se resume en una sola
palabra: Dios. El premio prometido a cada bienaventuranza es la posesión
plena y definitiva de Dios.
Para expresar que la verdadera felicidad está en alcanzar plenamente a Dios,
el Nuevo Testamento utiliza varias expresiones: Reino de Dios, como lo hace
en la primera y en la octava bienaventuranza (Mt 5,3.10; cf. Mt 4,17);
visión de Dios (Mt 5,8; cf. 1Jn 3,2; 1Cor 13,12); gozo del Señor (cf Mt
25,21.23); descanso en Dios (Hb 4,7-11); seno de Abraham (Lc 16,22). También
gloria de Cristo (cf. Rm 8,18).
Los santos, que han sido buscadores sinceros e incansables de Dios y de la
verdadera felicidad lo han expresado con palabras elocuentes: “Mi alma ha
sido creada por ti y no estará tranquila hasta que descanse en ti” (S.
Agustín). “Sólo Dios sacia” (S. Tomás de Aquino). “Sólo Dios basta” (Santa
Teresa de Jesús).
Poseer el Reino de los Cielos, ser consolado, poseer la tierra en herencia,
ser saciado de santidad, obtener misericordia, ver a Dios, vivir eternamente
como hijo de Dios son distintas facetas de la felicidad que el alma
encontrará cuando participe plenamente de la alegría interna y secreta de
Dios. En el fondo, son facetas de una única realidad: la posesión plena y
definitiva de Dios.
2. Los actos concretos que exige cada bienaventuranza
Primera bienaventuranza. El Leccionario que está en uso en la iglesia de
Argentina y que acabamos de leer traduce esta bienaventuranza como “los que
tienen alma de pobres”. El original griego dice hoí ptojoì tô pneúmati, que
literalmente significa “los pobres en el espíritu”. El adjetivo ptojós
proviene del verbo ptósso, que significa ‘acurrucarse’. Se refiere a la
actitud propia del pordiosero que se agazapa en un rincón para pedir
limosna. Por eso es que ptojós significa propiamente ‘mendigo’, denotando
pobreza y mendicidad absoluta y pública. Jesucristo, en una de sus
parábolas, aplica el nombre de ptojós a Lázaro, el mendigo lleno de llagas
que está a la puerta de la casa del rico Epulón (Lc 16,20).
Por lo tanto, esta bienaventuranza suena más bien así: “Bienaventurados los
mendigos de espíritu”, es decir, aquellos que todo lo esperan de Dios y no
esperan nada de sí mismos. Al agregar ‘de espíritu’ Jesucristo claramente
está poniendo el acento sobre la actitud interior del alma. Son aquellos que
han desterrado totalmente de sí mismos la concupiscencia de los ojos (1Jn
2,16), es decir, el deseo inmoderado de tener bienes materiales. La
concupiscencia de los ojos se llama así porque lo que el ojo ve el corazón
lo desea. Es una de las tres heridas que ha dejado en el alma el pecado
original.
El mundo de hoy está, en general, alejadísimo de esta bienaventuranza, ya
que se ha entregado con alma y vida a la consecución de riquezas. Incluso,
el sistema económico que gobierna todo el mundo actual, el capitalismo, es
una religión que adora el dinero y tiene a la avaricia como su motor más
poderoso.
Segunda bienaventuranza. El Leccionario traduce ‘los afligidos’. El original
griego dice hoí penthoûntes que es un participio presente del verbo penthéo,
que significa ‘estar triste’, ‘lamentarse’, ‘llorar’. Traducir ‘los
afligidos’ no es correcto, dado que el verbo penthéo implica manifestaciones
exteriores de dolor. En el griego clásico significa, en primer lugar,
‘llorar’; en segundo lugar, ‘dolerse’. San Jerónimo traduce con el verbo
lugeo, que significa ‘lamentarse’, ‘estar de luto’ y de donde, precisamente,
viene la palabra latina luctum, de donde, a su vez, proviene la palabra
castellana ‘luto’.
“Tenemos que notar desde el principio al estudiar esta bienaventuranza que
la palabra para llorar que se usa aquí es la más fuerte que existe en
griego. Es la que se usa para hacer duelo por los difuntos, para expresar el
apasionado lamento por la muerte de alguien que se ha amado entrañablemente.
En la Septuaginta, la versión griega del Antiguo Testamento, se usa del
llanto de Jacob cuando dio por muerto a su hijo José (Gen 37,34). Se define
como la clase de pesar que se apodera de una persona y que no se puede
ocultar. No es sólo un dolor que produce dolor de corazón, sino que hace
incontenibles las lágrimas”.
La bienaventuranza de los que lloran se refiere en primer lugar a aquellos
que lloran sus propios pecados: “Bienaventurados los que lloran los pecados
que ellos mismos han cometido, porque serán consolados”.
Si la bienaventuranza de los pobres de espíritu es la humildad del que se
mantiene en la senda de los mandamientos de Dios, la bienaventuranza de los
que lloran es la humildad de los que se han apartado de esa senda y han
decidido volver a ella.
Porque saben el mal que es el pecado, estos bienaventurados son los que
lloran también los pecados ajenos, por la ofensa hecha a Dios y por el mal
que el pecador se ha hecho a sí mismo. Lloran por el desorden mismo del
pecado. Y lloran por las consecuencias del pecado.
La primera consecuencia del pecado por la cual llora el cristiano de la
bienaventuranza es por la posibilidad de la condenación eterna de las almas.
Y ese llanto por las almas que se condenan eternamente rescata otras almas
que están en peligro de condenación y las arranca del pecado.
La segunda consecuencia del pecado por la cual llora el bienaventurado es la
pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El ver los sufrimientos del Hijo de Dios
hecho hombre lo desarma y lo deshace en lágrimas. Es un llanto fecundo y
redentor.
La tercera consecuencia del pecado por la cual llora el cristiano de esta
bienaventuranza son las consecuencias sociales del pecado, es decir, el
desorden de la sociedad y los castigos de Dios que han atraído sobre ella.
Por todo esto, esta bienaventuranza es la de aquellos que han sabido hacer
penitencia y han afligido su carne y su corazón para expiar los pecados
propios y los de los demás.
Puede quedar más claro la exigencia moral de esta bienaventuranza si la
comparamos con su contrario, expresado por el mismo Jesucristo: “¡Ay de
vosotros, los que ahora reís!” (Lc 6,25). El mundo ríe de todo. No es capaz
de sopesar el terrible mal que es el pecado. Ríe mientras se encamina
alegremente a la condenación eterna. No capta el dolor de los que sufren.
Tercera bienaventuranza. El leccionario traduce ‘los pacientes’. El original
griego dice hoí praeîs, que es el plural de praýs. El significado-base de
praýs es dulce. San Jerónimo traduce mitis, que en primer lugar significa
‘tierno’ y de allí viene la idea de ‘manso’. Por eso la mejor traducción
sería ‘los mansos’, sabiendo que se refiere, en primer lugar, a la dulzura
del alma y, en segundo lugar, a la capacidad de cohibir la ira.
Esta dulzura del alma es una actitud que se ejercita en primer lugar hacia
Dios. En efecto, implica una actitud de apertura, receptividad y docilidad
del alma humana hacia la voluntad y la benevolencia divinas. De aquí nace un
deseo eficaz de no presionar ni coaccionar en lo más mínimo la libertad y la
voluntad de los demás. Esta dulzura, que ya aquí se convirtió en
mansedumbre, excluye, por supuesto cualquier opresión o explotación. El que
practica esta bienaventuranza no pretende nunca una venganza feroz ni la
obtención violenta de sus objetivos.
Es todo lo contrario del mundo moderno que, en general, hace de la violencia
el medio principal para alcanzar sus objetivos.
Cuarta bienaventuranza. ‘Los que tienen hambre y sed de justicia’. La
palabra ‘justicia’ no debe entenderse aquí como la entiende el derecho
romano, es decir, darle a cada uno lo que le corresponde. ‘Justicia’ en el
sentido bíblico significa el ajustarse en todo a la voluntad de Dios. Pero
dado que la voluntad de Dios estaba expresada en la Ley, ‘justo’ era aquel
que temía, amaba y respetaba profundamente la Ley de Dios. De José, por
ejemplo, se dice, en Mt 1,19, que era un hombre ‘justo’. Quiere decir con
eso que era un hombre que ajustaba todas sus acciones a la voluntad de Dios.
Por eso la palabra ‘justicia’ en la Biblia termina por equipararse a la
‘perfección espiritual’, es decir, a la ‘santidad’.
En una ocasión Jesús y sus discípulos se habían sentado para comer y le
dijeron: “Rabí, come”. Y Él respondió: “Mi comida es hacer la voluntad de mi
Padre”.
Y cuando fue tentado en el desierto, luego de cuarenta días de ayuno, dice
San Lucas que sintió hambre. El diablo lo incitó a que convirtiera las
piedras en pan y Jesús respondió: “No sólo de pan vive el hombre sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios”.
El cristiano debe manifestar esa misma hambre y esa misma sed de alcanzar,
en base a un esfuerzo cotidiano, la perfección espiritual; hambre y sed de
ser fiel a Dios y a su ley aun en los pequeños detalles.
Quinta bienaventuranza. ‘Los misericordiosos’. La palabra ‘misericordiosos’
en español traduce bien la palabra eleémones del original griego. Ser
misericordioso significa llevar en el corazón (cordis) la miseria del otro.
O mejor todavía, como dice Santo Tomás, ser misericordioso significa quitar
la miseria que hay en el corazón del otro. “Ser misericordioso es tener un
corazón mísero de la miseria de los otros. Pero tenemos misericordia de la
miseria de los otros, cuando consideramos esa misericordia como nuestra.
Ahora bien, de nuestra miseria nos dolemos y nos empeñamos afanosamente por
expulsarla. Por lo tanto, recién eres verdaderamente misericordioso, cuando
te empeñas afanosamente en expulsar la miseria de los otros”.
La principal miseria del hombre de la que habla el NT es el pecado. Por lo
tanto, ser misericordioso significa no escandalizarse del pecado de los
otros, no juzgar a los demás y no juzgar el pecado del otro, empeñarse en
que el prójimo pida perdón y se reconcilie con Dios, corregir al que peca y
perdonar al que me ofende. Esta es la primera y gran obra de misericordia.
Pero no la única. En Lc17,13 los leprosos le dicen a Jesús: “¡Ten
misericordia de nosotros!”, pidiéndole que los cure de su enfermedad
corporal. Y Jesús los cura, es decir, tiene misericordia de ellos. Por eso,
ser misericordioso también implica el afanarse por quitar las miserias
corporales y materiales de los demás. De aquí viene el nombre de ‘obras de
misericordia’.
Dice Santo Tomás: “Eres verdaderamente misericordioso cuando te empeñas
afanosamente en quitar la miseria de los demás. Pero la miseria del prójimo
es doble. La primera se refiere a estas cosas temporales, y hacia estas
miserias temporales debemos tener un corazón misericordioso, como dice San
Juan: ‘Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer
necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de
Dios?’ (1Jn 3,17). La segunda es cuando el hombre se hace miserable a causa
del pecado, porque, así como la bienaventuranza está en las obras de las
virtudes, así la miseria está propiamente en los vicios (cf. Prov 14,34). Y
por eso, cuando amonestamos a los que se han alejado de Dios para que
vuelvan, entonces somos misericordiosos (cf Mt 9,36). Por lo tanto, estos
misericordiosos son bienaventurados. ¿Y por qué? Porque recibirán
misericordia”.
Sexta bienaventuranza. ‘Los puros de corazón’: El hombre de corazón puro
para Jesús es aquel que tiene el alma limpia de toda clase de pecados
actuales, limpia de toda clase malos hábitos, limpia de toda clase de malos
pensamientos, limpia de toda clase de maldad. Un corazón así tendrá la
mirada purificada para ver las cosas puras y la pureza por excelencia: Dios.
Así entiende Jesucristo el corazón puro. Era ya una de las aspiraciones del
justo del Antiguo Testamento: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién
puede estar en su Santuario? El hombre de manos inocentes y puro corazón,
que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso” (Sal
24,3-4).
“Pero se dice ‘bienaventurados los puros de corazón’ especialmente de
aquellos que tienen pureza de la carne. En efecto, nada impide tanto la
contemplación espiritual, como la impureza de la carne. Por eso se dice en
Heb 12,14: ‘Procurad la paz y la pureza, sin la cual nadie verá a Dios’. Y
por eso se dice que las virtudes morales aprovechan a la vida contemplativa,
principalmente la castidad”.
Séptima bienaventuranza. ‘Los que trabajan por la paz’, dice el Leccionario.
El original griego dice eirenopoioí, que significa literalmente ‘hacedores
de paz’. Esta palabra aparece sólo aquí en todo el Nuevo Testamento. Pero
aparece, sólo una vez, el verbo ‘pacificar’ (Col 1,20). Allí se dice que
Cristo ‘hizo la paz’, es decir, ‘pacificó’ (eirenopoiésas) todas las cosas
‘por la sangre de su cruz’. Cristo es uno de ‘los que trabajan por la paz’ o
‘hacedor de paz’ porque sufrió y derramó su sangre para reconciliar a los
hombres con Dios. Por lo tanto, ser ‘hacedor de paz’ significa trabajar para
que los hombres se reconcilien con Dios. De esta reconciliación con Dios
vendrá luego la reconciliación entre todos los hombres.
El ser pacificadores implica, además, otros dos aspectos de la paz: el
lograr la paz del propio corazón y el lograr la pacífica convivencia en el
orden comunitario y social. Con San Jerónimo podemos decir que la palabra
paz implica dos cosas: la paz interior del corazón individual y la paz en la
convivencia entre miembros de una sociedad. “Los pacíficos se llaman
bienaventurados, porque primero tienen paz en su corazón y después procuran
inculcarla en los hermanos en conflicto” (San Jerónimo).
Octava bienaventuranza. “Los perseguidos por causa de la justicia”. Esta
bienaventuranza es inmediatamente ampliada por Jesucristo: “Bienaventurados
seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de
mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra
recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a
los profetas anteriores a vosotros” (Mt.5,11-12).
Dice el P. Carlos Miguel Buela, IVE, fundador de la Familia Religiosa del
Verbo Encarnado: “Hay que recordar siempre que la persecución para que sea
bienaventurada debe reunir, imprescindiblemente, dos requisitos: que seamos
‘injuriados por causa de Cristo’, y que sea ‘falso lo que se dice contra
nosotros’, cuidando mucho de no volver y revolver en nuestros males, en
entretenernos con delicadas complacencias en ellos, en caer en ‘esa creencia
luciferina de que somos algo grande’, de que estamos sufriendo mucho.
Nuestro orgullo nos lleva a ‘considerar como vigas las hierbas, como llagas
las picaduras, como elefantes los ratones’”.
Y también: “La locura de la Cruz consiste en vivir las bienaventuranzas.
¡Bienaventurados los locos por Cristo! Se los llevará de aquí para allá, se
reirán de ellos y los tendrán por torpes, atrasados y, aun, débiles
mentales: de ellos es el Reino de los Cielos. ¡Bienaventurados los locos por
Cristo! porque se han despojado a sí mismos y están ante Dios con toda su
candidez. ¡Bienaventurados estos locos por Cristo!, ninguna sabiduría del
mundo podrá jamás engañarlos. Es la locura del amor sin límites ni medidas.
Es bendecir a los que nos maldicen, es no devolver mal por mal (Rm 12,17).
Cuando el mundo nos diga: ¡Mirad a los locos! Se les tiran piedras y ellos
besan la mano que las tira. Se ríen y burlan de ellos y ellos ríen también,
como niños que no comprenden. Se les golpea, persigue y martiriza, pero
ellos dan gracias a Dios que los encontró dignos. Cuando el mundo diga eso:
señal que vamos bien. ¡Locura del amor!, ‘pero que la locura de la Cruz hace
más sabia que la sabiduría de todos los hombres’”.
Conclusión
Al afirmar con fe las bienaventuranzas de Jesucristo estamos ya tomando
distancia de una inmensa cantidad de hombres que han puesto su felicidad en
una serie de cosas que no son Dios. Y al poner su felicidad en algo que no
es Dios, quien es el único Increado, están poniendo su último fin en cosas
creadas. Y poner el fin último de la vida en cosas creadas es idolatría. La
búsqueda de la felicidad fuera de Dios es, necesariamente, una idolatría.
Cuando se pone la felicidad en el dinero, en las riquezas, en la búsqueda
del poder y del dominio sobre los demás, en la búsqueda de diversiones, en
la venganza, en la búsqueda del placer y del goce desordenados, en el
bienestar, en la fama, en la apariencia corporal, en las ciencias, las
técnicas y las artes se están levantando nuevos ídolos, es decir, seres
materiales que pretenden ser dioses y a los que se les rinde culto y se les
sacrifica. Buena parte del mundo de hoy anda detrás de estos ídolos.
Si distinto es el objeto de la felicidad, distinto será también el camino
que nos conduce a él. Y son precisamente las bienaventuranzas las que nos
indican el camino. Para ir a Dios hay que ir por la pobreza y la humildad,
por la mansedumbre y la dulzura, por el llanto y la súplica, por la justicia
y la pureza, por la misericordia y la paz.
Notas
Cf. Trilling, W., en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969.
Cf. Schenkl, F. – Brunetti, F., Dizionario
Greco-Italiano-Greco, Fratelli Melita Editori, La Spezia, 1990, p. 526.
Dice Santo Tomás: “El premio de las
bienaventuranzas en la vida presente consiste en una ‘esperanza de la futura
beatitud’ (spes futurae beatitudinis)” (SAnto Tomás de Aquino, Suma
Teológica, I-II, q. 69, a. 2).
SAnto Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q.
69, a. 2 c. San Agustín dice respecto a los premios de las bienaventuranzas:
“Ciertamente estas cosas pueden cumplirse en esta vida, como creemos que se
cumplieron en los apóstoles” (citado por Santo Tomas en S. Th., I-II, q. 69,
a. 2, sed contra). Los actos humanos que implican las bienaventuranzas son
los actos más perfectos que puede hacer el hombre sobre la tierra. Por lo
tanto, la verdadera (y única) felicidad que el hombre debe buscar para el
tiempo presente es la de realizar estos actos implicados en las
bienaventuranzas. Esta felicidad (siempre incompleta) se complementa cuando
el alma es capaz de producir también los frutos del Espíritu Santo (cf. Gál
5,22-23), que son actos menos perfectos que las bienaventuranzas.
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1720.
1721.
Cf. Strong, en Multiléxico, nº 4434.
Cf. Vine, en Multiléxico, nº 3996.
Schenkl, F. – Brunetti, F., Dizionario
Greco-Italiano-Greco..., p. 685.
Para San Jerónimo, entonces, podríamos decir,
esta bienaventuranza suena así: “Bienaventurados los que están de luto”.
Barclay, W., Comentario al Nuevo Testamento, Tomo
4, Ed. Clie, Barcelona, 1995.
En este sentido podríamos agregar a Pedro, además
de la bienaventuranza que Jesucristo le manifestó (cf Mt 16,17), una nueva
bienaventuranza: “Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, llamado
Kefas, porque lloraste tus pecados” (cf Lc 22,62).
Praÿs, eìa, û: dulce, tierno, humilde, manso,
plácido; dicho de animales: doméstico; de hombres: dulce, benigno, amoroso,
tierno, gracioso. Adverbio praôs: dulcemente, tiernamente, apaciblemente,
plácidamente, voluntariamente. Praýtes, etos: dulzura, ternura (Shenkl, F. –
Brunetti, F., Dizionario Greco – Italiano – Greco..., p. 735).
Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S.
Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra.
Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S.
Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra. Es de notar que
cuando Santo Tomás habla en la Suma Teológica acerca de esta bienaventuranza
entiende misericordia exclusivamente en relación con el prójimo y en
relación con la miseria constituida por las necesidades de la vida presente.
Santo Tomás de Aquino, Super Evangelium S.
Matthaei lectura, caput 5, lectio 2; traducción nuestra. Santo Tomás cita
aquí, por supuesto, con la Vulgata que traduce la palabra griega hagiasmós
como sanctimonia. Hagiasmós significa simplemente ‘santidad’. Pero
sanctimonia, en latín, significa ‘santidad’ y también ‘pureza’
Instituto del Verbo Encarnado, Directorio de
Espiritualidad, nº 37. Además, en el nº 141 se cita en forma completa esta
octava bienaventuranza.
(Instituto del Verbo Encarnado, Directorio de
Espiritualidad, nº 181)
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Aplicación: San Juan Pablo II - “Dichosos vosotros...” (Mt. 5,11).
Con estas palabras, que acabamos de escuchar, deseo saludaros a todos.
“Dichosos vosotros...”. Son las palabras del “sermón de la montaña”, con las
que Jesús trató de delinear la esencia de su mensaje. Algunos han calificado
como la “carta magna” del Reino de Cristo. Son palabras revolucionarias,
porque proponen un radical trueque de los valores, en los que se inspira la
mentalidad corriente: la de los tiempos de Jesús no menos que la de nuestros
tiempos. Efectivamente, la gente ha creído siempre mucho en el dinero, en el
poder en sus varias formas, en los placeres sensuales, en la victoria sobre
el otro a cualquier precio, en el éxito y en el reconocimiento mundano. Se
trata de “valores” que se sitúan, como aparece claramente, dentro del
horizonte limitado de las realidades terrenas.
Jesús rompe este círculo limitado y limitante: impulsa la visual sobre
realidades que escapan a la comprobación de los sentidos, porque
transcienden la materia y se colocan, más allá del tiempo en el ámbito de lo
eterno. El habla de “reino de los cielos”, de “tierra prometida”, de
“filiación divina”, de “recompensa celeste”, y en esta perspectiva afirma la
preeminencia de la “pobreza en espíritu”, de la “mansedumbre”, de la “pureza
de corazón”, del “hambre de justicia”, que se manifiesta no en la violencia,
sino en soportar valientemente la “persecución”.
“Considerad vuestra llamada, hermanos”, nos ha repetido oportunamente San
Pablo (1 Cor 1,26). Estas palabras nos invitan a reflexionar sobre una
dimensión fundamental de nuestra existencia: nuestra vida forma parte del
designio amoroso de Dios. San Pablo es explícito a este respecto. Por tres
veces, en la lectura de hoy, afirma que “Dios ha elegido” a cada uno de
nosotros, de manera que “somos en Cristo Jesús”, el cual “se ha convertido
para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención”(cfr. 1 Cor
1,27-30).
Este es, en efecto, el maravilloso mensaje de la fe: en los orígenes de
nuestra vida hay un acto de amor de Dios, una elección eterna, libre y
gratuita, mediante la cual, Él, al llamarnos a la existencia, ha hecho de
cada uno de nosotros su interlocutor: “La razón más alta de la dignidad
humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su
mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios”(G et S,19).
Este diálogo, como es sabido, lo interrumpió el hombre con el pecado. Dios,
en su misericordia, ha querido abrirlo de nuevo, dirigiéndose nuevamente a
nosotros con la Palabra misma de su amor eterno, el Verbo consustancial,
que, haciéndose hombre y muriendo por nosotros, nos ha puesto de nuevo en
comunicación con el Padre. He aquí porqué San Pablo dice que estamos
llamados “en Cristo Jesús”: la esencia de la vocación cristiana está
precisamente en “ser en Cristo”. Esto es obra de Dios mismo, es don de su
amor y de su gracia. Por esto, justamente concluye San Pablo que cada uno de
nosotros puede “gloriarse en el Señor”(cfr. 1 Cor 1,31).
Sin embargo, a la llamada de Dios debe corresponder, por nuestra parte, una
respuesta adecuada. ¿Qué respuesta? La que tiene su raíz fundamental en el
bautismo y que se hace consciente y responsable en el acto de fe personal,
suscitado por la escucha de la Palabra, alimentado por la participación en
los sacramentos, testimoniado por una vida que se inspira en las
bienaventuranzas de Cristo y se extiende al cumplimiento generoso de sus
mandamientos, entre los cuales el más grande es el mandamiento del amor.
En el ámbito de esta vocación común, que Dios dirige a cada uno de los
hombres, destacan las vocaciones específicas, mediante las cuales Dios
“elige” a cada una de las personas para una tarea particular.
“Dios ha elegido la flaqueza del mundo, nos recuerda San Pablo, para
confundir a los fuertes”. En el designio misterioso de Dios, la acción
renovadora de la gracia pasa a través de la debilidad humana: por esto,
pasa, de modo particular, a través de estas situaciones de sufrimiento y
abandono.
Al terminar esta meditación sobre la vocación cristiana quiero dirigiros dos
deseos. El primero está tomado del profeta:
“Buscad al Señor los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la
justicia, buscad la moderación”(Sof.2,3)
Si os comprometéis a buscarla, como dice el Profeta o, mejor aún, como dice
Cristo en el “sermón de la montaña”, entonces podrá realizarse en vosotros
el segundo deseo: “Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo” (Mt. 5,12).
(Homilía en la parroquia de San José Cafasso, 1 de febrero de 1981)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Las bienaventuranzas Mt 5,
1-12
Hay dos pasajes del Evangelio en que Jesús enseñó las Bienaventuranzas. Uno
está en Mateo y el otro en Lucas. La de Mt dirigida a la gente y la de Lc
más particularmente a sus discípulos.
La doctrina de las bienaventuranzas es para todos.
La Iglesia pone este Evangelio en la fiesta de todos los santos porque son
el camino para la santidad.
Los principios de las bienaventuranzas se oponen diametralmente a los que
enseñaban los fariseos y a las leyes del mundo. Por eso para el mundo esta
doctrina es necedad.
Tres gradas tiene la escala para subir al cielo dice San Gregorio Niseno.
Las tres primeras bienaventuranzas: los pobres de espíritu, los que lloran y
los mansos, comprenden los impedimentos que se nos pueden atravesar en el
camino de la virtud. El mundo pone la suma felicidad en las riquezas, los
honores y los placeres. Cristo enseña, por el contrario, que hay que oponer
al amor a las riquezas, la pobreza; a los deseos de honores, la humilde
mansedumbre, y a los placeres mundanos las lágrimas del sufrimiento y la
penitencia.
El otro peldaño se refiere a los principios fundamentales que han de regir
la vida del que quiera pertenecer al reino de Cristo. El primero se refiere
a las relaciones para con Dios, fomentando un deseo ardiente de hacer en
todo su santísima voluntad, los que tienen hambre y sed de justicia; el
segundo, para con el prójimo, ejercitando con él la caridad fraterna, los
misericordiosos; y el tercero, para consigo mismo, procurando la limpieza
del alma, libre de todo pecado, los limpios de corazón.
El tercer peldaño es la meta de toda perfección que consiste en la
propagación del evangelio de la paz de palabra y obra, los que trabajan por
la paz y la participación en la cruz de Cristo por las persecuciones y
sufrimientos, los perseguidos por practicar la justicia.
Todo hombre desea la felicidad. Pero para obtener la felicidad hay que
cumplir condiciones. Las condiciones las pone Cristo en cada
bienaventuranza. Si esto haces…serás feliz. Si amas el premio tendrás que
combatir. El trabajo es ahora, la recompensa será después.
Todos los hombres quieren ver a Dios aunque no lo sepan. Pero para ver a
Dios necesitamos buenos ojos y cuáles son estos buenos ojos: el corazón
puro.
El corazón se purifica por la fe. Ahora caminamos en la fe y no en la
visión. Vemos a Dios como en un espejo y confusamente porque lo vemos por la
fe.
Sólo verán a Dios los limpios de corazón. Y ¿los pobres, los mansos, los
pacíficos…? También lo verán. Pero no por ser pobres, mansos, pacíficos…,
sino, por ser limpios de corazón.
La fe purifica el corazón. Pero no la sola fe. Dice el apóstol Santiago:
“los demonios creen y tiemblan”. Los demonios no ven a Dios.
En la vida de Cristo los demonios confesaban a Cristo y Cristo los hacía
callar. San Pedro confesó a Cristo y Cristo le dijo bienaventurado. Los
demonios eran maldecidos, Pedro fue bendecido.
La fe que limpia el corazón es la que obra por la caridad (Ga 5, 6).
Notas
5, 1-12
6, 20-23
1 Co 1, 18
Esta tomado de Del Páramo, La Sagrada Escritura,
Nuevo Testamento, Evangelios, comentario a Mt 5, 1-12, BAC Madrid 1964, 53-7
Cf. 1 Co 13, 12
St 2, 19
Está tomado de San Agustín, Sermones, Sermón 53,
1-11, O.C. (VII), BAC Madrid 19643, 600-609
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Aplicación: SS Benedicto XVI - Jesús, el nuevo Moisés
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo del tiempo ordinario, el Evangelio presenta el primer
gran discurso que el Señor dirige a la gente, en lo alto de las suaves
colinas que rodean el lago de Galilea. «Al ver Jesús la multitud —escribe
san Mateo—, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos; y,
tomando la palabra, les enseñaba» (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, «se
sienta en la “cátedra” del monte» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 92) y
proclama «bienaventurados» a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los
misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de
corazón, a los perseguidos (cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva
ideología, sino de una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición
humana, precisamente la que el Señor, al encarnarse, quiso asumir, para
salvarla.
Por eso, «el Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo, en el
presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús,
caminando con él» (Jesús de Nazaret, p. 96). Las Bienaventuranzas son un
nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del mundo y
abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros. En efecto, cuando Dios
consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de los que
lloran, significa que, además de recompensar a cada uno de modo sensible,
abre el reino de los cielos. «Las Bienaventuranzas son la transposición de
la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo» (ib., p. 101).
Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la
condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación.
Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios, y
debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas
derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación
aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que
seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de Damasco, en Filocalia, vol.
3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con
la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana,
porque —como escribe san Pablo— «Dios ha escogido lo débil del mundo para
humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para
anular a lo que cuenta» (1 Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la
pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad a menudo atraída por
el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que
«lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de
Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone
Domini in monte, I, 5, 13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos a la Virgen María, la
Bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza para buscar al Señor (cf.
So 2, 3) y seguirlo siempre, con alegría, por el camino de las
Bienaventuranzas.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 30 de enero de 2011)
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Directorio Homilético: Cuarto domingo del Tiempo Ordinario
CEC 459, 520-521: Jesús, modelo de las Bienaventuranzas para todos nosotros
CEC 1716-1724: la vocación a las Bienaventuranzas
CEC 64, 716: los pobres, los humildes y los “últimos” traen la esperanza del
Mesías
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí ... "(Mt 11, 29). "Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). Y el Padre, en
el monte de la transfiguración, ordena: "Escuchadle" (Mc 9, 7;cf. Dt 6,
4-5). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la
ley nueva: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8,
34).
520 Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2,
5): él es el "hombre perfecto" (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y
a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar (cf. Jn
13, 15); con su oración atrae a la oración (cf. Lc 11, 1); con su pobreza,
llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (cf. Mt 5,
11-12).
521 Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva
en nosotros. "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo
con todo hombre"(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa
con él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que él vivió
en su carne por nosotros y como modelo nuestro:
Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y
pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en
toda su Iglesia ... Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer
participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su
Iglesia por las gracias que él quiere comunicarnos y por los efectos que
quiere obrar en nosotros gracias a estos Misterios. Y por este medio quiere
cumplirlos en nosotros (S. Juan Eudes, regn.)
I LAS BIENAVENTURANZAS
1716 Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con
ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero
las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al
Reino de los cielos:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos.
Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es
el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira
toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
(Mt 5,3-12).
1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su
caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su
Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes
características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen
la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones
y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen
María y de todos los santos.
II EL DESEO DE FELICIDAD
1718 Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este
deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin
de atraerlo hacia él, el único que lo puede satisfacer:
Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no
hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que
sea plenamente enunciada (S. Agustín, mor. eccl. 1,3,4).
¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al busc arte, Dios mío, busco la
vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive
de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín, conf. 10,20.29).
Sólo Dios sacia (S. Tomás de Aquino, symb. 1).
1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin
último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza.
Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto
de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de
ella en la fe.
Artículo 3 LA BIENAVENTURANZA CRISTIANA
1720 El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la
bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la venida del Reino de Dios
(cf Mt 4,17); la visión de Dios: "Dichosos los limpios de corazón porque
ellos verán a Dios" (Mt 5,8; cf 1 Jn 3,2; 1 Co 13,12); la entrada en el gozo
del Señor (cf Mt 25,21.23); la entrada en el Descanso de Dios (He 4,7-11):
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos.
He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino
llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22,30)
1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y
amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la
naturaleza divina (2 P 1,4) y de la Vida eterna (cf Jn 17,3). Con ella, el
hombre entra en la gloria de Cristo (cf Rom 8,18) y en el gozo de la vida
trinitaria.
1722 Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas
humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos
sobrenatural, así como la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo
divino.
"Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios".
Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, "nadie verá a Dios
y vivirá", porque el Padre es inasequible; pero según su amor, su bondad
hacia los hombres y su omnipotencia llega hasta conceder a los que lo aman
el privilegio de ver a Dios... "porque lo que es imposible para los hombres
es posible para Dios" (S. Ireneo, haer. 4,20,5).
1723 La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales
decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados
y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera
dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el
poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las
técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios solo, fuente de
todo bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje "instintivo" la
multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y,
según la fortuna también, miden la honorabilidad...Todo esto se debe a la
convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno
de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro...La notoriedad, el
hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse
una fama de prensa) ha llegado a ser considerada como un bien en sí misma,
un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Newman, mix. 5, sobre
la santidad).
1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos
describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos
avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia
del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente
frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador:
Mt 13,3-23).
64 Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación,
en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres
(cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb
10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la
purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que
incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los
pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta
esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora,
Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel.
De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).
716 El Pueblo de los "pobres" (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13;
61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los
designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los
hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión
escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar
la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e
iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el
Espíritu prepara para el Señor "un pueblo bien dispuesto" (cf. Lc 1, 17).
Bienaventurados los limpios de corazón,
... porque ellos verán a Dios", ha dicho Jesús. La limpieza del
corazón facilita mucho el camino de la fe. El santo cura de Ars, Juan
Bautista María Vianney, había hablado en el sermón, con mucho calor, sobre
el sacramento de la penitencia. Después, según su costumbre, pasó a la
sacristía, para que los hombres pudieran acercarse a confesar. Allí les
resultaba más fácil.
Uno se le presentó con deseos de aclarar sus dudas sobre la religión.
"Confiésese primero", le dijo el santo. "¿Pero, cómo voy a confesarme sin
aclarar antes mis dudas?". Pero el sacerdote le insistía: "Confiésese
primero". Ante la fuerte convicción de sus palabras, el hombre cedió y se
confesó. Al terminar, le dijo el santo cura: "Explíqueme ahora sus dudas". Y
el penitente le contestó: "Ya no es necesario. Ahora lo veo todo claro".
Mejor ver sus pecados que los ángeles.
Un discípulo dijo a su starets: "Bienaventurados algunos de los
padres que eran dignos de contemplar a los santos ángeles". El maestro
contestó: "Bienaventurados son aquellos que ven continuamente sus pecados"
San Pedro Damasceno escribió: "Cuando ves que tus pecados son tan numerosos
como la arena del mar, eso es salud espiritual".(Juan de Valamo, "Der Herr
möge Euch schützen" Briefe an die geistlichen Kinder. Herder 1990.)
Los cristianos si, tenemos Madre.
Dice San Buenaventura: la novena Bienaventuranza es:
"Bienaventurados los devotos de la Santísima Virgen, porque ellos tendrán
sus nombres escritos en el Libro de la Vida, para la salvación eterna".
La devoción a María no es solo tratarla con amor. Es ante todo, saborear y
disfrutar de su cariño.
Esa presencia de la Virgen facilita la fidelidad y es garantía de
perseverancia. "Confía.- Vuelve.- Invoca a la Señora y serás fiel" (Camino
514).
(Cortesía: iveargentina.org y otros)