Domingo 3 de Pascua C - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical parroquial
Recursos adicionales para la preparación
Comentario Teológico: J.R. - Benedicto XVI - Las apariciones de Jesús en los
Evangelios
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La Resurrección
Aplicación: San Juan Pablo II - ¿Qué quiere decir ser cristiano?
Aplicación: S.S. Francisco p.p.- anunciar, dar testimonio, adorar
Aplicación: Directorio
Homilético - Tercer domingo de Pascua
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
COMENTARIOS A Las Lecturas del Domingo
Comentario Teológico: J.R. - Benedicto XVI - Las apariciones de
Jesús en los Evangelios
Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente
de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como
los otros hombres: camina con los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque
sus heridas; según Lucas, acepta incluso un trozo de pez asado para comer,
para demostrar su verdadera corporeidad. Y, sin embargo, también según estos
relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de
la muerte.
Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer
momento. Esto no sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con
María Magdalena y luego de nuevo junto al lago de Tiberíades: "Estaba ya
amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no
sabían que era Jesús" (Jn 21,4). Solamente después de que el Señor les hubo
mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: "Y
aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor""
(21,7).Es, por decirlo así, un reconocer desde dentro que, sin embargo,
queda siempre envuelto en el misterio. En efecto, después de la pesca,
cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación de
algo extraño. "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era,
porque sabían bien que era el Señor" (21,12). Lo sabían desde dentro, pero
no por el aspecto de lo que veían y presenciaban.
El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no
reconocer. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se
presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como
al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo.
Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes
del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y
alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del
cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva
existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo
-un hombre de carne y hueso- y es también el Nuevo, el que ha entrado en un
género de
existencia distinto.
La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en
los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver
que son verídicos. Si se hubiera tenido que inventar la resurrección, se
hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la
posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal
vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado.
Pero en el aspecto contradictorio de lo experimentado, que caracteriza todos
los textos, en el misterioso conjunto de alteridad e identidad, se refleja
un nuevo modo del encuentro, que apologéticamente parece bastante
desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como
descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido.
Una ayuda para entender las misteriosas apariciones del Resucitado pueden
ser, creo yo, las teofanías del Antiguo Testamento. Quisiera señalar aquí
brevemente sólo tres tipos de estas teofanías.
Ante todo la aparición de Dios a Abraham en la encina de Mambré (cf. Gn
18,1-33). Hay sencillamente tres hombres que se paran al lado de Abraham. Y,
sin embargo, él se da cuenta inmediatamente desde dentro de que se trata del
"Señor" que quiere ser su huésped. En el Libro de Josué se nos narra cómo
Josué, levantando los ojos, de repente ve ante sí a un hombre con una espada
desenvainada en la mano. Josué, que no lo reconoce, le pregunta: "¿Eres de
los nuestros o de nuestros enemigos?". Y la respuesta es: "No, sino que soy
el jefe del ejército del Señor... Quítate las sandalias de tus pies, porque
el lugar en que estás es sagrado" (5,13ss).
Son significativos también los dos relatos sobre Gedeón (cf. Jc 6,11-24) y
sobre Sansón (cf. Jc 13), en los que "el ángel del Señor", que aparece bajo
el aspecto de un hombre, es reconocido siempre como ángel solamente en el
momento en que desaparece misteriosamente. En ambos casos, un fuego consume
la comida ofrecida mientras "el ángel del Señor" desaparece. (…)
Éstas son ciertamente solamente analogías, porque la novedad de la
"teofanía" del Resucitado consiste en el hecho de que Jesús es realmente
hombre: como hombre, ha padecido y ha muerto; ahora vive de modo nuevo en la
dimensión del Dios vivo; aparece como auténtico hombre y, sin embargo,
aparece desde Dios, y Él mismo es Dios.
Son importantes, pues, dos acotaciones. Por una parte, Jesús no ha retornado
a la existencia empírica, sometida a la ley de la muerte, sino que vive de
modo nuevo en la comunión con Dios, sustraído para siempre a la muerte. Por
otra parte -y también esto es importante- los encuentros con el Resucitado
son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas:
son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo
y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como
temieron en un primer momento los discípulos, un "fantasma", un "espíritu",
sino que tiene "carne y huesos" (cf. Lc 24,36-43).
La diferencia con un fantasma, lo que es la aparición de un "espíritu"
respecto a la aparición del Resucitado, se ve muy claramente en el relato
bíblico sobre la nigromante de Endor que, por la insistencia de Saúl, evoca
el espíritu de Samuel y lo hace subir del mundo de los muertos(cf. 1 S
28,7ss). El "espíritu" evocado es un muerto que, como una existencia-sombra,
mora en los avernos; puede ser temporalmente llamado fuera, pero debe volver
luego al mundo de los muertos.
Jesús, en cambio, no viene del mundo de los muertos -ese mundo que Él ha
dejado ya definitivamente atrás-, sino al revés, viene precisamente del
mundo de la pura vida, viene realmente de Dios, Él mismo como el Viviente
que es, fuente de vida. Lucas destaca de manera drástica el contraste con un
"espíritu", al decir que Jesús pidió algo de comer a los discípulos todavía
perplejos y, luego, delante de sus ojos, comió un trozo de pez asado.
(…).
Pienso que es útil examinar aquí los otros tres pasajes en que se habla de
la participación del
Resucitado en una comida.
El texto antes comentado está precedido por la narración de Emaús. Ésta
concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el
pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos. En aquel momento
se les abrieron los ojos "y lo reconocieron. Pero Él desapareció" (Lc
24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que antes, con la
plegaria de bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista
externa y, justo en este desaparecer se les abre la vista interior: lo
reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin embargo, es nueva. En el
partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hace realmente
reconocible.
Según la estructura interior, estos dos relatos de comidas son muy parecidos
al que encontramos en Juan 21,1-14: los discípulos han faenado toda la noche
sin éxito; sus redes no han capturado ningún pez. Por la mañana, Jesús está
en la orilla, pero no lo reconocen. Él les pregunta: "Muchachos, ¿tenéis
pescado?". Ante su respuesta negativa, les manda salir de nuevo a pescar, y
esta vez vuelven con una pesca superabundante. Ahora, en cambio, Jesús, que
ya ha puesto pescado sobre las brasas, los invita: "Vamos, almorzad". Y
entonces ellos "supieron" que era Jesús.
El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo
en que el Resucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de
los Apóstoles.
Sin embargo, la singularidad de lo que se dice en este texto no se pone
claramente de manifiesto en las traducciones corrientes. En la traducción
alemana se dice: "... se les apareció durante cuarenta días y les habló del
Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran de
Jerusalén..." (Hch 1,3s). A causa del punto después de la palabra "Reino de
Dios" -una exigencia redaccional para construir la frase-, queda en penumbra
una conexión interior. Lucas habla de tres elementos que caracterizan cómo
está el Resucitado con los suyos: Él se "apareció", "habló" y "comió con
ellos". Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tres auto-
manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las
cuales Él se revela como el Viviente.
Para comprender correctamente el tercer elemento que, como los dos primeros,
se extiende todo a lo largo de los "cuarenta días", es de capital
importancia la palabra usada por Lucas: synalizómenos. Traducida
literalmente, significa "comiendo con ellos sal". Indudablemente, Lucas ha
elegido a propósito esta palabra. ¿Cuál es su significado?
En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal,
sirve para sellar sólidas alianzas (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5; Hauck ThWNT,
I, p. 229). La sal es considerada como garantía de durabilidad. Es remedio
contra la putrefacción, contra la corrupción que forma parte de la
naturaleza de la muerte. Cada vez que se toma alimento se combate contra la
muerte; es un modo de conservar la vida. El "comer sal" de Jesús después de
la resurrección, que de este modo se nos muestra como signo de la vida nueva
y permanente, hace referencia al banquete nuevo del Resucitado con los
suyos. Es un acontecimiento de alianza y, por ello, está en íntima conexión
con la Última Cena, en la cual el Señor había instituido la Nueva Alianza.
Así, la clave misteriosa del "comer sal" expresa un vínculo interior entre
la comida anterior a la Pasión de Jesús y la nueva comunión de mesa del
Resucitado: El se da a los suyos como alimento y así los hace partícipes de
su vida, de la Vida misma.
Finalmente, conviene recordar aquí todavía algunas palabras de Jesús que
encontramos en el Evangelio de Marcos: "Todos serán salados a fuego. Buena
es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la sazonaréis? Repartíos
la sal y vivid en paz unos con otros" (9,49s). Algunos manuscritos,
retomando Levítico 2,13, añaden además: "En todas tus ofrendas ofrecerás
sal". El salar las ofrendas tenía también el sentido de dar sabor al don y
de protegerlo de la putrefacción. Así se unen muchos sentidos: la renovación
de la alianza, el don de la vida, la purificación del propio ser en función
de la entrega de sí a Dios.
Cuando, al principio de los Hechos de los Apóstoles, Lucas resume los
acontecimientos postpascuales y describe la comunión de mesa del Resucitado
con los suyos usando el término "synalizómenos, comiendo con ellos la sal"
(Hch 1,4), no se disipa el misterio de esta nueva comunión entre los
comensales, pero, por otro lado, semanifiesta al mismo tiempo su esencia: el
Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza
consigo y con el Dios vivo. Los hace partícipes de la vida verdadera, los
convierte en vivientes y sazona su vida con la participación en su pasión,
en la fuerza purificadora de su sufrimiento.
No nos podemos imaginar cómo era concretamente la comunión de mesa con los
suyos. Pero podemos reconocer su naturaleza interior y ver que en la
comunión litúrgica, en la celebración de la Eucaristía, este estar a la mesa
con el Resucitado continúa, aunque de modo diferente.
(Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en
Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 308 -
316)
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - La Resurrección
VII
No afrentéis, pues, la presente fiesta con la embriaguez; porque nuestro
Señor lo mismo ha honrado a los ricos y a los pobres, a los siervos y a los
señores; antes correspondámosle por su benignidad para con nosotros; y la
mejor correspondencia es una vida pura y un corazón vigilante. Esta fiesta y
solemnidad no necesita de dinero ni de gastos, sólo de voluntad fervorosa y
alma muy limpia; estas son las cosas que aquí se venden.
Ninguna cosa terrena se vende aquí, sino la atención a la divina palabra,
las oraciones de los padres, las bendiciones de los sacerdotes, la unión de
los entendimientos, la paz y la concordia: espirituales son estos dones,
espiritual es el precio. Celebremos esta festividad gloriosísima y
esplendorosa en que resucitó el señor; porque resucitó el Señor, e hizo
resucitar juntamente a toda la tierra; resucitó él rompiendo todas las
ataduras de la muerte, y nos hizo resucitar a nosotros deshaciendo todas las
cadenas de los pecados.
Pecó Adán, y murió. ¿Por qué? Para que el que pecó y murió pudiera en
virtud del que no pecó y murió despojarse de las trabas del pecado.
Lo mismo suele suceder también con el dinero; debe uno a veces una cantidad,
y no teniendo con qué pagarla, se ve preso en la cárcel; otro, que no debía
y tiene con qué pagar, paga y deja libre al deudor. Pues he aquí lo que
aconteció también con Adán: debía Adán, era presa del demonio, mas no tenía
con qué pagar; no debía Cristo, ni era presa del mal espíritu, más podía
pagar la deuda. Vino, pues, y dio en pago su propia vida por el que era
presa de Satanás, para librarle de él.
VIII
¿No ves aquí las maravillas de la resurrección? Dos muertes morimos
nosotros, esperamos pues, dos resurrecciones: Cristo murió una muerte; por
esto resucitó con una resurrección. ¿Cómo así? Ahora voy a explicarlo: murió
Adán en el cuerpo y en el alma, murió con la muerte del pecado y con la
muerte natural. En el día en que comiereis del árbol, ciertamente moriréis
(Gn 2, 17). Y no fue este el día en que murió según la naturaleza, sino
según el pecado; según la naturaleza murió más tarde, pero fue más atroz su
muerte por el pecado; esta era muerte del alma, la otra lo era del cuerpo.
Pero al oír muerte del alma, no creas que el alma muere, pues es inmortal;
la muerte del alma consiste en el pecado y suplicio sempiterno. Por esta
razón dice también Jesucristo: No temáis a los que matan el cuerpo, mas no
pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede hacer perder cuerpo y
alma en el infierno (Mt 10, 28), y lo que una vez se pierde, subsiste
todavía, es cierto, pero queda oculto a los ojos de quien lo perdió.
Mas, como decía, en nosotros hay dos muertes; por eso conviene que haya dos
resurrecciones. En Cristo hubo sólo una muerte, porque Cristo no pecó, y aun
aquella su muerte única fue por nosotros, porque él no debía sufrir la
muerte por cuanto no era reo de pecado, y por consiguiente, tampoco de
muerte. Por eso él resucitó con una resurrección correspondiente a su única
muerte; más nosotros que morimos con doble muerte, resucitamos también con
doble resurrección: con una hemos ya resucitado, con la resurrección de la
muerte de la culpa, pues fuimos sepultados con Cristo en el bautismo, y por
medio del bautismo resucitamos con Cristo.
Esta primera resurrección nos desata de los pecados; la segunda resurrección
nos desata del cuerpo: nos ha concedido la mayor, espera que te concederá la
menor; porque la resurrección de la muerte del pecado es mucho mayor que la
otra; pues mucho más es verse libre de culpas, que ver el cuerpo resucitado.
La caída del cuerpo fue por haber delinquido: luego si el principio de la
caída fue el pecado, el principio de la resurrección será librarse del
pecado. Hemos ya resucitado con la resurrección mayor, arrojando de nosotros
la terrible muerte del pecado y desnudándonos de la vieja vestidura; por
consiguiente, no desconfiemos de obtener la resurrección menor.
IX
Cuando fuimos bautizados, resucitamos también nosotros hace tiempo con la
misma resurrección con que han resucitado los que esta noche han sido
admitidos al bautismo, estos hermosos corderos del rebaño de Jesucristo.
Antes de ayer fue Cristo crucificado, más ha resucitado la pasada noche;
también éstos antes de ayer eran presa de la culpa, mas todos han resucitado
con él. Cristo murió en el cuerpo y resucitó en el cuerpo; éstos estaban
muertos por la culpa y han resucitado libres de ella. La tierra en este
tiempo de primavera produce rosas, lirios y otras flores; más las aguas
bautismales nos han ofrecido hoy un jardín mucho más ameno que la tierra.
No te admires de que por las aguas hayan germinado flores, que tampoco la
tierra produce el germen de las hierbas por su propia naturaleza, sino por
el precepto de Dios. Produjo, también al principio la naturaleza del agua
seres vivientes: Produzcan, dijo Dios, las aguas reptiles animados (Gn 1,
20); y el precepto tuvo efecto, y aquel ser inanimado comenzó a criar seres
animados; así también ahora han producido las aguas, no reptiles animados,
sino gracias espirituales. Produjeron entonces las aguas peces irracionales
y sin habla; ahora peces racionales y espirituales, peces cogidos por los
apóstoles: Venid, dice, y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19); de esta
pesca hablaba entonces. Nueva manera, por cierto, de pescar; los pescadores
sacan la pesca del agua, nosotros la hemos metido en el agua, y así hemos
pescado.
Tenían antiguamente los judíos una piscina; mira lo que pudo aquella
piscina, para que veas la pobreza de los judíos y entiendas los tesoros de
la Iglesia. Era una piscina de agua, y allí descendía un ángel y agitaba el
agua; después de agitada el agua, entraba en la piscina uno de los enfermos,
y quedaba sano (Jn 5, 4). Uno solo sanaba cada año, no por pobreza de quien
daba la salud, sino por falta de quienes la recibían. ¡Qué diferencia!
Bajaba un ángel a la piscina, agitaba el agua, y quedaba sano un enfermo;
bajó el Señor de los ángeles al Jordán, agitó el agua, y sanó a toda la
tierra.
Por eso allí, si después del primer enfermo entraba otro, no sanaba,
porque aquellos a quienes se concedía la gracia eran los judíos, débiles,
miserables; pero aquí aun cuando entre en la piscina tras el primero el
segundo, tras el segundo el tercero, tras el tercero el cuarto, y aunque
entren diez, y veinte, y ciento, y diez mil, y todo el mundo, no se consume
la gracia, no se gasta el don, no se enturbian las corrientes.
Extraordinaria manera de limpieza; como que no es limpieza corporal, porque
en ésta cuantos más cuerpos lave el agua, tanto más suciedad recibe; pero en
la espiritual, cuantos más sean aquellos a quienes lave, tanto más pura
queda el agua.
X
¿Has visto la grandeza del don? Pues conserva bien la grandeza de este don,
oh hombre. No te es lícito vivir de cualquiera manera; ponte a ti mismo una
ley que guardes con todo cuidado; en tiempo estas de guerra y pugilato, y el
luchador de todo se abstiene. ¿Quieres que te diga un modo excelente y
seguro de guardar la virtud? Todo lo que parece indiferente, pero engendra
el pecado, arrojémoslo de nuestra alma. Porque hay en las cosas de la vida
unas que son pecado, otras que no son pecado, pero son causas de pecado;
así, por ejemplo, la risa no es pecado por su naturaleza, pero se convierte
en pecado cuando pasa sus límites; porque de la risa viene la chocarrería;
de la chocarrería, la desvergüenza en las palabras; de la desvergüenza en
las palabras, la desvergüenza en las obras; de la desvergüenza en las obras
la pena y los castigos del infierno. Arranca, pues, la raíz misma, si
quieres arrancar la enfermedad; porque si somos cautos en las cosas
indiferentes, nunca caeremos en las prohibidas. Así, el mirar las mujeres
parece a muchos cosa indiferente; más de aquí nace el deseo pecaminoso; del
deseo, la fornicación; de la fornicación, a su vez, la pena y los castigos
del infierno.
Asimismo, el darse a la satisfacción del gusto no parece malo, pero de aquí
viene la embriaguez, y de la embriaguez innumerables males. Arranquemos,
pues, siempre las raíces de los pecados. Por esto tenéis continua
instrucción cada día; por esto celebramos el santo sacrificio siete días
seguidos, poniéndoos delante esta mesa espiritual, haciendo que gocéis de la
divina palabra, exhortándoos al combate cada día, armándoos contra Satanás;
porque ahora es cuando nos urge con más furia; cuanto mayor es el don que se
nos hace, tanto mayor es la guerra. Porque si con ver el demonio a uno solo
en el paraíso no lo pudo sufrir, dime: ¿cómo podrá aguantar el ver a tantos
en el cielo? Has irritado a la fiera, mas no temas; también has recibido más
fuerzas, una espada bien afilada; traspasa con ella a la serpiente. Por esto
ha permitido el Señor que se irrite contra ti, para que aprendas por
experiencia hasta donde llega tu fortaleza.
Y así como un excelente maestro de luchadores, al encargarse de un atleta
escuálido, enervado, descuidado, le unge, le ejercita, le robustece, y lejos
de permitirle darse al ocio, le obliga a entrar en los certámenes, para
enseñarle por experiencia cuánto es el vigor y robustez que le ha hecho
cobrar; así también Cristo hizo lo mismo ni más ni menos con, nosotros,
porque bien podía quitar de en medio a nuestro enemigo; pero para que vieras
el exceso de la gracia que te dio, la grandeza de la fuerza espiritual que
recibiste en el bautismo, le permite trabar lucha contigo, y te proporciona
más y más ocasiones de ganar la corona del triunfo. Por esto van ya siete
días seguidos en que estáis gozando de la instrucción espiritual para que
aprendáis bien cómo haberos en los certámenes.
Es también lo que aquí pasa como una boda espiritual; en las bodas duran los
convites hasta siete días. Por eso también nosotros os hemos mandado venir
por siete días al sagrado convite. Más allí, pasados los siete días, se
acaban los convites; aquí puedes, si quieres, presentarte siempre en la
sagrada mesa. Además, en las bodas terrenales, después del primero o segundo
mes ya no es la esposa tan amada del esposo; más aquí nada de eso acontece,
antes si somos diligentes, cuanto más tiempo transcurre, tanto más nos ama
el esposo, tanto más generosamente nos abraza, más espiritualmente nos une
consigo.
Además, en la vida terrenal, tras la juventud sigue la vejez; aquí,
después de la vejez viene la juventud, y juventud tal, que si queremos,
jamás tendrá fin. Grande es esta gracia, pero todavía será mayor si
queremos. Grande era Pablo cuando se bautizó, pero mucho mayor llegó a ser
después, cuando predicaba, cuando confundía a los judíos; después de esto
fue arrebatado al paraíso y subió al tercer cielo.
De manera que bien podemos, si queremos, aumentar y engrandecer la gracia
concedida por el bautismo y se acrecienta de hecho por las buenas obras, y
adquiere nuevo brillo, y nos comunica luz más esplendorosa. Si tal
hiciéremos, con grande confianza nos presentaremos en el tálamo del esposo,
y gozaremos de los bienes preparados por él para los que le aman: ¡ojalá que
los alcancemos todos nosotros por la gracia y benignidad de nuestro Señor
Jesucristo, con el cual sea dada al Padre y al Espíritu Santo la gloria y la
adoración por lo siglos de los siglos! Amén.
(San Juan Crisóstomo, Homilías selectas (t.2), Homilía para el día de
resurrección, VII-X, Apostolado Mariano Sevilla 1991, 47-52)
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Aplicación: San Juan Pablo II - ¿Qué quiere decir ser cristiano?
Deseo llamar vuestra atención sobre tres expresiones de las lecturas
bíblicas de la liturgia de hoy.
La primera de estas frases se encuentra en el Evangelio de San Juan: “¡Es el
Señor!”.
Así dice a Pedro “el discípulo que Jesús tanto quería” (21,7), como sabemos
por el Evangelio. Y lo dice cuando, afanados en la pesca en el lago de
Genesaret, oyeron una voz bien conocida que les llegaba desde la orilla. El
personaje aparecido en la orilla les pregunta primero: “¿No tenéis nada que
comer?” (21,5), y cuando contestan “no”, les manda que echen la red a la
derecha de la barca (cf.21,6).
Se verifica el mismo hecho que había tenido lugar ya una vez cuando Jesús de
Nazaret se hallaba en la barca de Pedro en el lago de Tiberiades. Entonces
les mandó que echaran las redes para pescar y -si bien no habían cogido nada
antes- la red se llenó de peces hasta el punto que no podían sacarla (cfr.
Lc 5,1-11).
Esta vez dice Juan: “¡Es el Señor!”. Y lo dice después de la resurrección;
por ello esta frase reviste un significado particular. Jesús de Nazaret
había manifestado ya su dominio sobre lo creado cuando estaba con los
Apóstoles como “guía” y “Maestro”. Pero en los inolvidables días
transcurridos entre el Viernes Santo y la mañana del “día después del
sábado”, reveló su dominio absoluto sobre la muerte.
Es decir, que ahora se acerca a los Apóstoles en el lago de Genesaret como
el Señor de su propia muerte. Ha vencido la muerte padecida en la Cruz, ¡y
vive! Vive con su propia vida, con una vida que es la misma que antes y, a
la vez, de tipo nuevo.
A esto se refieren las palabras “es el Señor”. Estas palabras las
pronunciaron los labios de los Apóstoles. La pronunció la primera generación
de cristianos y después todas las generaciones sucesivas. También nosotros
pronunciamos las palabras: “El Señor, Cristo-Señor”. Es Aquel que ha
revelado en cuanto hombre un tremendo aspecto del poder divino, el poder
sobre la muerte.
La segunda expresión de la liturgia de hoy hacia la que quiero atraer
vuestra atención es la palabra “obedecer”: “Hay que obedecer a Dios antes
que a los hombres” (Hch 5,29). Así se expresan Pedro y los Apóstoles ante el
Sumo Sacerdote y el Sanedrín cuando estos les ordenaban que no continuaran
enseñando en el nombre de Jesucristo (Hch 5,27-28).
De la respuesta de Pedro es preciso deducir que “obedecer” quiere decir
“someterse a causa de la verdad” o simplemente “someterse a la verdad”.
Esta verdad, la verdad salvífica, está contenida en la misión de Cristo.
Está contenida en la enseñanza de Cristo. Dios mismo la ha confirmado con la
resurrección de Cristo. “La diestra de Dios lo exaltó para otorgarle a
Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos
nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen” (Hch
5,31-32).
Nosotros damos testimonio de esta verdad que Dios nos ha permitido conocer
con nuestros ojos. Damos testimonio de esta verdad y no podemos obrar de
otro modo. Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres.
La tercera expresión de la liturgia de hoy es la palabra “sígueme” (Jn
21,19).
Cristo Señor la dirige a Simón Pedro de modo definitivo después de la
resurrección. Antes ya le había llamado y le había hecho Apóstol; pero
ahora, después de la resurrección, le vuelve a llamar. Primero hace esta
pregunta tres veces a Pedro: “¿Me amas?”, y recibe la contestación. Tres
veces la repite: “Apacienta mis corderos”, “Apacienta mis ovejas” (cfr. Jn
21,15-17). Y Cristo añade a continuación: “Te lo aseguro, cuando eras joven
tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo,
extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras” (Jn
21,18).
Así habló Cristo Señor a Simón Pedro. Y el Evangelista prosigue: “Esto lo
dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios” (Jn 21,19). Y
precisamente tras estas palabras, tras esta explicación, Cristo dice a Pedro
“sígueme”.
En cierto sentido fue como llamado a Roma, a este lugar donde Pedro iba a
dar la vida por Cristo.
Son tres frases de la liturgia de hoy: “Es el Señor”. “Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres”, “Sígueme”. Conviene que meditemos sobre ella
dentro de nuestro corazón y de nuestra conciencia. Cada una de ellas nos
indica qué quiere decir ser cristiano.
El tiempo de Pascua nos obliga a responder con fe renovada a este reto
concreto: Cristo ha resucitado y yo soy cristiano.
Dios nos ha amado en Cristo Jesús no sólo de palabra, sino con el don
tangible de su Hijo (cfr. Jn 3,16). Al mismo tiempo se nos recuerda el valor
destructor del pecado, o sea, de nuestro alejamiento del Dios de la vida.
“Ha resucitado Cristo, el que ha creado el mundo y ha salvado a los hombres
con su misericordia. Aleluya” (Canto del Evangelio).
(Roma, Parroquia San Felipe Apóstol, domingo 17 de abril de 1983)
Aplicación: S.S. Francisco p.p.- anunciar, dar testimonio, adorar
Queridos Hermanos y Hermanas: Estamos sobre la tumba de san Pablo, un
humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha
dado testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón.
Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a
la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, dar testimonio,
adorar.
1. En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás
Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en
el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden
claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los
detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los
Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el
Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios
a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que
representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra
vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no
consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida,
que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su
vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el
Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la
apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las
manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es
una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el
rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso
donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo
con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a
costa incluso de nuestra vida.
Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado.
Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe?
¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir
como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe
tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de
matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran
designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde
testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su
fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad.
Hay santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media
de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la
santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del
mundo hay también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del
Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo,
con un testimonio marcado con el precio de su sangre.
Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el
testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer
en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios.
Me viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus
hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las
palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles
y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo
de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque
es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha
elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a
él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a
Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía
cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El
Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle
quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un
punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una
intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el
Señor».
¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la
adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los
ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero
inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap
5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos
al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos
a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios?
Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo
que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de
todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal
vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas
consideradas más o menos importantes.
Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar
al Señor quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que
únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir
que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra
vida, el Dios de nuestra historia. Esto tiene una consecuencia en nuestra
vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en
los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos
nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos;
pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el
centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la
pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que
estamos apegados, y muchos otros.
Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y
que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto
tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de
nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como
centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con
valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como
discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero
nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo
cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita
a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar
testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos
ayuden en este camino, e intercedan por nosotros. Así sea.
(Basílica de San Pablo Extramuros, III Domingo de Pascua, 14 de abril de
2013)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. . Jesús resucitado está
presente entre los hombres Jn 21, 1-14
“Se manifestó de esta manera” y relata Juan el suceso. ¿Pero cómo se
manifiesta el Señor? Se manifiesta como un extraño que poco a poco va
ganando amistad.
Primero como alguien que no los conocía y les pregunta: “Muchachos, ¿no
tenéis nada que comer?” Les pregunta siendo un extraño y en un momento no
muy feliz porque no habían pescado en toda la noche.
Jesús irrumpe en nuestra vida cuando quiere y como quiere y a veces por un
extraño o manifestándose Él mismo como un extraño y a veces en momentos
difíciles de nuestro existir. No sé por qué pero cuando nos sentimos mal,
cuando estamos pasando por momentos difíciles nos abrimos más a los demás
como buscando una esperanza a nuestra difícil situación, incluso, a los
extraños. Nuestros problemas a veces terminamos compartiéndolos con los
extraños y no es lo más conveniente. Es mejor compartir nuestros problemas
con los más cercanos, con los que nos quieren bien. Son ellos los más aptos
para ayudarnos.
Jesús se acerca al problema de los discípulos, se hace cercano a su problema
y a ellos mismos y les dice: “echad la red a la derecha de la barca y
encontraréis”. Hay un eco en estas palabras de la primera pesca milagrosa
sino no le hubieran hecho caso aunque los pescadores son hombres de mucha
esperanza pero en concreto hay una moción especial del mismo Jesús que los
hace lanzar las redes a la derecha.
Se llenan las redes y Juan reconoce al Señor. Jesús se manifiesta a los ojos
del alma de Juan y los demás también se dan cuenta de esta presencia y van
al encuentro de Jesús resucitado.
Tenemos que tomar experiencia de los encuentros con Jesús. Estar atentos a
sus mociones e inspiraciones, escuchar su palabra y ser dóciles a lo que nos
manda, darnos cuenta de sus manifestaciones y agradecerlas, reconocer su
mano en las maravillas que obra en nuestra vida.
Jesús pasa de una actitud de querer ser servido, cuando les pidió de comer,
a una de servicio, les prepara la comida. Les dice “traed algunos de los
peces que acabáis de pescar” y luego: “venid y comed”. Comparten los peces,
comen juntos, hacen fraternidad. Saben que es el Señor pero no se atreven a
decirlo.
Jesús resucitado quiere compartir su comida y su vida con nosotros. Quiere
hacerse amigo pero principalmente en la comida de su Cuerpo.
Termina diciendo el evangelista que esta fue la tercera vez que Jesús se
manifestó después de la resurrección.
Su manifestación fue creciendo en intimidad que es el fin de sus
manifestaciones: llegar al interior de nuestras almas y consolarlas con la
alegría de su resurrección.
Hay que estar atentos a las consolaciones de Jesús. Ellas son un toque que
nos dice que Él vive y que ha vencido la muerte. Nos toca para que nos
congratulemos con Él y para que seamos sus testigos ante el mundo. Para que
digamos al mundo que ha resucitado y que es el Señor de la Vida.
Aplicación: Directorio Homilético - Tercer domingo de Pascua
CEC 642-644, 857, 995-996: los Apóstoles y los discípulos dan testimonio de
la Resurrección
CEC 553, 641, 881, 1429: Cristo resucitado y Pedro
CEC 1090, 1137-1139, 1326: la Liturgia celestial
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de
los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva
que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los
apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera
comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos,
conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos
todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son
ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente
de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez,
además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de
Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico.
Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba
radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él
de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan
grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan
pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos
una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos
presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y
asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que
regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24,
11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de
Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber
creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad
de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver
un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y
estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo,
"algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la
cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad)
de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia
directa de la realidad de Jesús resucitado.
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto
en un triple sentido:
- Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2,
20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo
(cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la
enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los
apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
- Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la
vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio
pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros
juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos
pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la
palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de
anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22;
cf. 4, 33), "haber comido y bebido con El después de su Resurrección de
entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección
está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros
resucitaremos como El, con El, por El.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado
incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún
punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de
la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que,
después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma
espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal
pueda resucitar a la vida eterna?
553 Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: "A ti te daré las
llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en
los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos"
(Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la
casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, "el Buen Pastor" (Jn 10, 11)
confirmó este encargo después de su resurrección:"Apacienta mis ovejas" (Jn
21, 15-17). El poder de "atar y desatar" significa la autoridad para
absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones
disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el
ministerio de los apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de
Pedro, el único a quien él confió explícitamente las llaves del Reino.
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo
de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes
Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en
encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres
fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios
Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a
Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la
fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que
los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: "¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).
881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de
él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16,
18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). "Está
claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la
función de atar y desatar dada a Pedro" (LG 22). Este oficio pastoral de
Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se
continúa por los obispos bajo el primado del Papa.
1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación
de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las
lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor,
la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda
conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la
llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen
el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la
Penitencia" (Ep. 41,12).
1090 "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia
celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos
dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre,
como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno
de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de
los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al
Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra
Vida, y nosotros nos manifestamos con El en la gloria" (SC 8; cf. LG 50).
La celebración de la Liturgia celestial
1137 El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos
revela primeramente que "un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado
en el trono" (Ap 4,2): "el Señor Dios" (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela
al Cordero, "inmolado y de pie" (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y
resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15;
10, 19-21; etc), el mismo "que ofrece y que es ofrecido, que da y que es
dado" (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela "el
río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero" (Ap 22,1), uno de los
más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).
1138 "Recapitulados" en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de
Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap
4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de
la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo
Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil, cf Ap 7,1-8; 14,1), en
particular los mártires "degollados a causa de la Palabra de Dios", Ap
6,9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer, cf Ap 12, la Esposa del
Cordero, cf Ap 21,9), finalmente "una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7,9).
1139 En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar
cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos.
1326 Finalmente, la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del
cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos (cf 1 Co
15,28).