Domingo 4 de Cuaresma C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - El escándalo (Lc 15,
1-2)
El hijo pródigo
Comentario Teológico: San Juan Pablo II - La
parábola del hijo pródigo
Comentario Teológico: S.S. Benedicto XVI - La parábola de los dos hermanos
Santos Padres: San Ambrosio - El hijo pródigo
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El hijo
pródigo
Aplicación: Benedicto XVI - El hijo pródigo
Aplicación: San Juan Pablo II - El hijo
pródigo
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El
hijo pródigo (Lc 15, 11-32)
Aplicación: San Alberto Hurtado - “¡Éste recibe a los pecadores!”
Aplicación: San Juan Pablo II - La reconciliación
Aplicación: Directorio Homilético - Cuarto domingo de Cuaresma
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - El escándalo (Lc 15, 1-2)
1 Íbanse acercando a él, para escucharlo, todos los publicanos y pecadores.
2 y tanto los fariseos como los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre
acoge a los pecadores y come con ellos!
Grandes multitudes del pueblo acompañan a Jesús, pero también se le acercan
todos los publicanos y pecadores. Los publicanos se cuentan entre la gente
más despreciable. Se enumeran juntos: el publicano y el ladrón; el publicano
y el bandido; el publicano y el gentil; cambistas y publicanos; publicanos y
meretrices; bandidos, engañadores, adúlteros y publicanos; asesinos,
bandidos y publicanos. Son designados como pecadores todos aquellos cuya
vida inmoral es notoria y los que ejercen una profesión nada honorable o que
induce a faltar a la honradez, como los jugadores de dados, los usureros,
los pastores, arrieros, buhoneros curtidores. También pasa por pecador el
que no conoce la interpretación farisea de la ley, pues si no conoce la
interpretación de la ley, tampoco la observa.
Jesús es profeta, poderoso en obras y palabras (24,19). Los publicanos y los
pecadores han visto sus obras y le han visto a él. Vienen a él para
escucharlo. Lo que han visto se hace comprensible por la palabra. Jesús
ofrece la salud y exige conversión, reforma de las costumbres. Escuchar es
el comienzo de la fe, y la fe es el comienzo de la conversión y del perdón.
La coronación del hecho de escuchar es la obediencia que se cifra en la fe,
y la fe que se cifra en obedecer. Los pecadores se acercan a Jesús y por él,
el profeta, a Dios. El profeta es portador del oráculo de Dios. Se acercan
para oír a Dios. De ellos se puede decir: «Buscadme y me hallaréis. Sí.
cuando me busquéis de todo corazón, yo me mostraré a vosotros... y trocaré
vuestra suerte, y os reuniré de entre todos los pueblos y de todos los
lugares a que os arrojé... y os haré volver a este lugar del que os eché»
(Jer 29:12 ss).
Los fariseos y los escribas hablan despectivamente de Jesús: Este hombre. Lo
observan en toda ocasión, pues se sienten responsables de la santidad del
pueblo. Descontentos, murmuran: Tolera que se le acerquen los pecadores, los
acoge y se sienta con ellos a la mesa (Lc.5:29). Con tal manera de proceder
hace vano el empeño que tienen por la santidad del pueblo escogido.
Su lema es: «El hombre no debe mezclarse con los impíos.» Hay que aislar a
los transgresores de la ley y a los pecadores. Hay que expulsarlos de la
comunidad del pueblo santo de Dios. Así es como se ha de castigar el pecado,
estigmatizar el vicio, proscribir al pecador, restaurar el orden y conservar
la santidad. Lo que hace Jesús debe parecer necesariamente escandaloso.
Además él se presenta como profeta que pretende obrar y hablar en nombre de
Dios.
Jesús responde a los fariseos con una trilogía de parábolas. Las dos
primeras responden al reproche de que acoge a los pecadores; la tercera, que
culmina en el banquete festivo, responde al reproche de que Jesús come con
ellos. Jesús tiene conciencia de proclamar el mensaje de Dios y no tiene
nada de qué retractarse. Los pobres reciben la buena nueva, el Evangelio, y
entre los pobres se cuentan también los pecadores que están dispuestos a
convertirse.
El hijo pródigo - (Lc 15,
11-32)
11 Añadió luego: Un hombre tenía dos hijos. 12 Y el más joven de ellos dijo
al padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Entonces
el padre les repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo más
joven lo reunió todo, se fue a un país lejano y allí despilfarró su
hacienda, viviendo licenciosamente.
Las dos parábolas relativas a la búsqueda de lo que se había perdido han
puesto de manifiesto el proceder de Dios con los pecadores; la parábola del
hijo pródigo mostrará también lo que pasa en el que se ha perdido. Antes se
habían perdido una oveja y una moneda, aquí se ha perdido el hijo...
Anteriormente se ha hablado de retorno, de conversión, pero sin decir lo que
ésta significa. Ahora se descubre el sentido de esta palabra. En ambos casos
se trata de defender Jesús el proceder misericordioso de Dios con los
pecadores.
El hombre que tiene dos hijos es un labrador hacendado: tiene muchos
jornaleros, a los que no les falta nada (v. 17) y criados (v. 22); tiene
inmediatamente a su disposición un becerro cebado (v. 23). Los dos hijos son
solteros, aún no han cumplido veinte años. El padre mismo explota su granja.
El hijo menor ruega -así habrá que entender el imperativo después de la
cordial interpelación como «padre»- que le sea entregada la parte de la
herencia que le corresponde por la ley. La granja misma, siendo bien
inmueble, era inalienable y debía recaer en el hijo mayor (Lev 25:23 ss). De
los bienes muebles recibe el primogénito dos terceras partes, el resto, por
partes iguales, los demás (Deu 21:17). En esta narración el hijo menor pidió
la tercera parte de los bienes muebles. Aunque la parte de los bienes que
correspondía a cada uno se transmitía ya en vida del padre, esto no implica,
sin embargo -además del derecho de propiedad-, derecho de disposición y de
usufructo. El padre otorga la petición. Reparte el capital entre los hijos.
El mayor es designado como propietario futuro absoluto (v. 31), pero el
padre ejerce el usufructo (v. 22s.29). El hijo menor pide la propiedad y el
derecho de disponer, pues quiere ser independiente. Ambos derechos le son
otorgados. El padre no lo trata ya como menor de edad. Es un riesgo que se
afronta.
La vida en la casa paterna, con sus reglamentos y obligaciones, ha venido a
ser una carga para el hijo, que aspira a la autonomía y quiere vivir a su
arbitrio. Pocos días después el hijo menor lo reúne todo, lo liquida y se va
al extranjero, a la tierra al este del Jordán. Palestina no podía alimentar
a sus habitantes. Quien quisiera prosperar, tenía que abandonar el país. En
la diáspora vivían cuatro millones de judíos, en la patria, en Palestina,
medio millón. La patria es una atadura, el extranjero promete una libertad e
independencia que seduce. En el extranjero acaba pronto por gastarse el
capital en una vida de libertinaje y despilfarro. «EI que ama la sabiduría
alegra a su padre, el que frecuenta rameras pierde su hacienda» (Pro 29:3).
14 Después de haberlo malgastado todo, sobrevino un hambre muy grande por
toda aquella región, y él comenzó a sufrir privaciones. 15 Y fue a ponerse
al servicio de uno de los ciudadanos de aquella región, que lo mandó a sus
campos para apacentar puercos. 16 Y ansiaba llenar su estómago siquiera de
algunas algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba.
En períodos de hambre y de carestía lo pasa mal incluso quien posee capital.
¿Qué decir del que no tiene nada? ¿Qué haría el hijo que se lo había gastado
todo y no le quedaba ya nada? Los doctores judíos de la ley dirían que debía
andar hasta destrozarse los pies para llegar a la próxima comunidad judía e
implorar allí ayuda y trabajo. ¿Qué hace, en cambio, el «hijo pródigo». Lo
más insoportable para un judío piadoso. Se presenta a un ciudadano de aquel
país pagano y se agarra a él como un pordiosero importuno. Quiere trabajar
para poder vivir, quiere hacer todo lo posible para no perecer, quiere
sacrificarlo todo para poder siquiera «ir tirando», y nada más. Se halla en
una tierra pagana, en la que no existe el reposo sabático, no hay comidas
rituales, no se observan leyes de pureza. Vive en medio de pecadores y de
gentes sin ley. El trabajo que asume es intolerable para un judío piadoso:
«Maldito el hombre que cría puercos.» Tiene que tratar constantemente con
animales impuros (Lev 11:7), con lo cual reniega de su religión. El hijo
pródigo se vuelve pecador, apóstata, impío. ¿Qué le queda ya?
En el hijo pródigo se demuestra la verdad del proverbio: «El bebedor y el
comilón empobrecerán» (Pro 23:21). Se ve privado de todo lo que necesita el
hombre para poder vivir como hombre. Pasa hambre. La comida que se le da es
tan escasa, que suspira por el pienso de los puercos. Ansiaba llenarse el
estómago con las algarrobas a medio madurar que se daban a los puercos. Él
vale menos que los animales; nadie le da de ese pienso; es un forastero.
Tiene que vivir como bajo la maldición de Dios... «El Altísimo aborrece a
los pecadores y les hará experimentar su venganza» (Eco 12:6). ¿Los odia
Dios siempre y para siempre?
17 Entrando entonces dentro de sí mismo, se dijo. ¡Cuántos jornaleros de mi
padre tienen pan de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18
Ahora mismo iré a casa de mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo
y contra ti; 19 ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de
tus jornaleros.
Los judíos tienen un refrán que dice: «Cuando los israelitas tienen
necesidad de algarrobas, entonces se vuelven (a Dios).» En el hijo pródigo
se verifica el refrán. Entra dentro de sí mismo, recapacita. Todo lo que se
arremolinaba en torno a él, se le ha escapado. Su miseria le trae a la
memoria la casa paterna con su abundancia. Las algarrobas de los puercos le
hacen pensar en el pan de los jornaleros, el extranjero tan poco acogedor le
traslada a la casa de su padre. No quiere consumirse, sino vivir. Ni Dios ni
su padre ocupan el centro de sus reflexiones, sino en primer lugar salir con
vida del hambre que padece en país extranjero. «Si el impío entra dentro de
sí» -hacen decir a Dios los doctores judíos de la ley- «le ceñiré una corona
a la hora de la muerte (la corona de la vida eterna)... Si el impío entra
dentro de sí, podrá entrar cada vez más (en la proximidad del Santo).» El
camino del que entra dentro de sí conduce a Dios...
El hijo pródigo entra dentro de sí, se vuelve a su padre y va a acabar en
Dios. Las palabras de su conversión están inspiradas en la Sagrada
Escritura: «El faraón llamó en seguida a Moisés y Aarón, y dijo: He pecado
contra Yahveh, vuestro Dios, y contra vosotros» (Exo 10:16). Y en los Salmos
se hallan estas palabras: «Contra ti, sólo contra ti he pecado, he hecho lo
malo a tus ojos para que sea reconocida la justicia de tus palabras y seas
vencedor en el juicio» (Sal 51:6). El recuerdo de la casa paterna, de su
abundancia, de su vida religiosa -y el recuerdo del que está por encima de
todo, el padre- le hace acordarse de Dios, despierta en él la conciencia del
pecado y le mueve a volverse a Dios. La imagen del padre amoroso hace nacer
en él la seguridad del perdón. De lo contrario, ¿cómo se resolvería a
emprender la marcha hacia su padre? A través de la imagen de su padre se le
ofrece la imagen de Dios. «Vuelve, apóstata Israel, palabra de Yahveh, que
quiero dejar de mostrarte rostro airado, porque soy misericordioso..., que
no es eterna mi cólera, siempre que reconozcas tu maldad al pecar contra
Yahveh» (Jer 3:12 s). El hijo pródigo se da cuenta de su culpa y reconoce
que con su modo de vivir ha perdido sus derechos de hijo. Sólo quiere ser
tratado como uno de los jornaleros.
20 Partió, pues, y volvió a la casa de su padre. Todavía estaba lejos,
cuando su padre lo vio venir y, hondamente conmovido, corrió a abrazarse a
su cuello y lo besó repetidamente. 21 El hijo le dijo entonces: Padre, pequé
contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo.
La reflexión se traduce en acción. La conversión interior reclama «frutos de
penitencia», ruptura con la vida pasada, retorno a Dios. El padre sale al
encuentro a su hijo. El amor y la nostalgia del hijo aguza su vista. Se
siente hondamente conmovido cuando ve su miseria. Corre a su encuentro, cosa
nada corriente e indigna para los antiguos orientales. El padre olvida su
dignidad y le prodiga todas las muestras de su amor paterno. Besándolo en la
mejilla lo acoge como hijo antes de que él haya podido pronunciar sus
palabras de arrepentimiento. Comienza la «frasecita» de confesión, pero no
la termina. El padre no aguarda para perdonar a que se cumplan todos los
requisitos de la penitencia. A través de la imagen de este padre se nos
presenta la imagen del Padre celestial, que nos ama anticipadamente.
22 Pero el padre ordenó a sus criados: Inmediatamente, traed el vestido más
rico y ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus
pies. 23 Luego traed el becerro cebado, matadlo, y vamos a comer y a
celebrar alegremente la fiesta. 24 Porque este hijo mío estaba muerto y ha
vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a celebrar
la fiesta con alegría.
Hasta aquí había guardado silencio el padre. Ahora comienza él a hablar.
Antes había estado lleno de solicitud vigilante y amorosa, ahora estallan
sus palabras rebosantes de alegría. No pide cuentas, no pone condiciones, no
fija período alguno de prueba. No se pronuncian palabras de perdón, pero más
significativas que estas palabras son las obras de perdón. El padre
restituye al hijo pródigo sus derechos de hijo. El vestido más rico lo
constituye en huésped de honor, el anillo lo capacita de nuevo para proceder
como hijo.
Las sandalias lo declaran hombre libre; es otra vez hijo libre de un
labrador libre, no uno de los jornaleros que van con los pies descalzos.
Sacrificando el becerro cebado se inicia una fiesta de alegría; el hijo es
admitido de nuevo en la comunidad de mesa de la casa paterna. La alegría
festiva en el corazón del padre no puede contenerse y llena toda la casa.
La alegría de la fiesta desborda de las palabras: «Este hijo mío estaba
muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» Este júbilo
festivo es el júbilo del tiempo de salvación. El Evangelio de la
misericordia es el Evangelio de la alegría. Jesús salva de la perdición y de
la muerte, puesto que vino para «iluminar a los que yacen en tinieblas y
sombra de muerte» (1,79). Las palabras cierran como un estribillo la primera
y la segunda parte de la parábola, a saber: la narración de la magnanimidad
amorosa del padre y la narración de la severidad sin piedad y de la
estrechez de espíritu del hijo mayor. Dios es como el primero, el fariseo
como el segundo. «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre»
(6,36).
25 Pero el hijo mayor estaba en el campo. Y al volver, cuando se acercó a la
casa, oyó música y danzas, 26 y llamando a uno de los criados le preguntó
qué significaba aquello. 27 El criado le respondió: Es que ha vuelto tu
hermano, y tu padre, como lo ha recobrado sano y salvo, ha mandado matar el
becerro cebado. 28a Entonces él se enfadó y no quería entrar.
El hijo mayor es fiel en el servicio, día tras día. Ahora vuelve a casa del
trabajo del campo. El banquete ha terminado, y ha comenzado la alegre danza.
Desde fuera se oye la música y el zapato de la danza. El hijo que se dedica
al cumplimiento escrupuloso del deber se ve envuelto en el júbilo festivo y
en la algazara. El criado que le explica la razón del júbilo, ve sólo lo
exterior: el regreso del hermano, el sacrificio del becerro cebado, la salud
del que ha vuelto a casa. Pero ¿cómo podía ver también lo que había sucedido
en el interior del padre y del hijo vuelto al hogar? Este drama del retorno,
de la conversión, la transformación que había tenido lugar, la resurrección
del muerto... ¡cuántas cosas habían sucedido! La penitencia es un comienzo
de los acontecimientos escatológicos. Lo que allí sucede entre el hombre y
Dios es imagen del acontecimiento que abarca al mundo entero, que se había
aguardado y que ahora se produce. El tiempo de salvación es tiempo de
alegría.
Lo que siente el hijo mayor tiene también lugar con los fariseos. Su imagen
es la imagen de los piadosos de Israel. Enfadado se rebela contra el
proceder de su padre, protesta contra el peligro en que se pone el orden
moral, murmura contra esta increíble misericordia. El día de Dios, en el que
se erigirá el reino de Dios, es sin embargo «día de ira», en el que los
transgresores de la ley recibirán su castigo. ¿Entrar en la sala del festín?
Esto sería entrar en comunión con un pecador, sentarse a la mesa con uno que
se ha contaminado con meretrices, con paganos y con puercos... El hijo mayor
se comporta como los «justos», los piadosos, los fariseos... «Este hombre
acoge a los pecadores y come con ellos» (15,2).
28b Pero su padre salió para llamarlo. 29 El contestó a su padre: De modo
que hace ya tantos años que te vengo sirviendo, sin haber quebrantado jamás
ninguna orden tuya, y nunca me diste un cabrito para que yo celebrara
alegremente una fiesta con mis amigos; 30 pero, cuando llega ese hijo tuyo
que ha devorado tus bienes con meretrices, has mandado matar para él el
becerro cebado.
El padre sale a ver a su hijo mayor; éste no le es indiferente. Le habla con
ruegos y exhortaciones. Sin embargo, del alma del hijo mayor irrumpe como
una corriente impetuosa que ha roto la presa que la contenía. Lo que está
sucediendo en casa le parece provocador: el justo es preterido, el pecador
desencadena la alegría. A sus ojos se contraponen «tantos años» de servicio
fiel y «devorar tus bienes»; «no haber quebrantado jamás ninguna orden» y
despilfarrar «con meretrices»; «nunca me diste un cabrito para celebrar
alegremente una fiesta con mis amigos» y «matar para él el becerro cebado».
También la misericordia de Dios y su amor son misterios que no se pueden
apreciar con criterios humanos. Jesús anuncia el reino de Dios que se
acerca, que trae perdón y salvación, y lo anuncia revelando a Dios como
Padre misericordioso.
31 Pero el padre le contestó: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis
cosas son tuyas; 32 pero había que hacer fiesta y alegrarse, porque ese
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
hallado.
El padre se justifica. ¿Ha considerado el mayor lo que tiene recibido de su
padre? Es para él un hijo querido -«hijito» se dice en el texto original-,
ha gozado siempre del amor del padre, ha vivido en comunión con él. él no
pierde nada de la parte que le corresponde, se le ratifica la propiedad de
lo que era de su padre. ¿Se le hace acaso injusticia porque el padre sea
bondadoso con el otro hijo? (Mat 20:15) ¿Pierde él acaso algo con esta
bondad?
Por los tres bienes que enumera el padre se deja entrever la alianza de Dios
con su pueblo: hijo mío, pueblo mío; yo contigo, tú conmigo; comunidad de
bienes. La nueva economía de la salud que trae Jesús vuelve a restaurar la
primera, ahondándola y perfeccionándola. Su sangre establece la nueva
alianza (Mat 22:20) que confiere el perdón de los pecados: «Les perdonaré
sus maldades, de las que no me acordaré más» (Jer 31:34). La voluntad de
Dios exige que se celebre la fiesta con júbilo. Se trata del hermano. El
mayor sólo se preocupa por la ley, pero carece de amor fraterno. Ahora bien,
según el mensaje de Jesús, este amor es el núcleo de la ley y de la voluntad
de Dios. Una vez más vuelve a emerger lo que habían descubierto ya los
conflictos sabáticos (Lc. 14:5). Los fariseos guardan el reposo sabático,
pero descuidan el amor fraterno. Dios, en cambio se glorifica con las obras
de misericordia y de amor.
Si se perdona demasiado fácilmente el pecado, ¿no se impondrá éste como una
oleada que todo lo inunda? El anuncio del gozo del Señor por la conversión
del pecador ¿no será una catástrofe para la moralidad? ¿No es cierto que la
predicación de Jesús que proclama la misericordia de Dios con los pecadores
representa una amenaza para el orden moral? En las palabras de Jesús se
muestran dos poderes de orden: la conversión y el amor fraterno. El hijo
pródigo efectúa la conversión, el retorno al padre; el hijo mayor es
conducido al amor fraterno. En la conversión y en el amor fraterno se revela
el comienzo del reino de Dios y del tiempo de la salud. La predicación de
los apóstoles, bajo el impulso del Espíritu Santo, lleva a la conversión e
incorpora a la comunidad de los que están congregados en el nombre de Jesús
y forman un solo corazón y una sola alma (cf. Hec 2:37-47). La conversión a
Dios y el amor fraterno son las fuerzas fundamentales del orden moral.
También la antigua Iglesia hubo de preocuparse por esta cuestión: ¿Cómo hay
que tratar a los pecadores en el santo pueblo de Dios? En el Evangelio de
Mateo hay un orden de este procedimiento, que es de naturaleza jurídica:
corrección fraterna en privado, presentación de testigos, juicio ante la
comunidad reunida, exclusión de la comunidad (Mat 18:15-17). Lucas muestra
el camino de la misericordia y de la bondad con amor. Ambos caminos tienen
en común que se remontan a Jesús, ambos están arraigados en la proclamación
del alborear del reino de Dios. La realeza de Dios es juicio y misericordia.
En la parábola del hijo pródigo se menciona tres veces el banquete festivo.
Cuando la comunidad se congrega para celebrar el banquete eucarístico hace
memoria de la acción salvadora y perdonadora de Dios por Jesús (Mat 22:10;
1Co 11:26) en el júbilo de la salvación (Hec 2:46). La comunidad era una vez
«no pueblo», ahora en cambio es pueblo de Dios; una vez estaba sin gracia,
ahora en cambio está agraciada (1Pe 2:10). En el banquete del Señor se da la
sangre del Señor «para el perdón de los pecados» (Mat 26:28) y con gozosa
acción de gracias se celebra la nueva economía salvadora y la reintegración
en la filiación divina.
La narración de la parábola se interrumpe sin decir lo que piensa hacer el
padre con el hijo mayor. Jesús no celebra juicio, sino que ofrece la
salvación. Quiere también salvar a los fariseos. Todos tienen necesidad de
conversión, los pecadores y también los que se tienen por justos (Mat
18:9-14). «Todos estamos bajo pecado» (Rom 3:9).
(STÖGER, A., El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, BAC, Barcelona, 1969)
Volver Arriba
Comentario Teológico: Beato Juan Pablo II - La parábola del hijo
pródigo
Analogía
Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el evangelio de san Lucas
una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia
divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición
veterotestamentaria. Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos
vinculados a la terminología diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a
María que, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la
grandeza del Señor « por su misericordia », de la que « de generación en
generación » se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios.
Poco después, recordando la elección de Israel, ella proclama la
misericordia, de la que « se recuerda » desde siempre el que la escogió a
ella.60 Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre
Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha
concedido « a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza ».61 En
las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del Antiguo Testamento
se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia
en la parábola del hijo pródigo,62 donde la esencia de la misericordia
divina, aunque la palabra « misericordia » no se encuentre allí, es
expresada de manera particularmente límpida. A ello contribuye no sólo la
terminología, como en los libros veterotestamentarios, sino la analogía que
permite comprender más plenamente el misterio mismo de la misericordia en
cuanto drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre y la
prodigalidad y el pecado del hijo.
Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y
abandona la casa para malgastarla en un país lejano, « viviendo
disolutamente », es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos,
comenzando por aquél que primeramente perdió la herencia de la gracia y de
la justicia original. La analogía en este punto es muy amplia. La parábola
toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda
pérdida de la gracia, todo pecado. En esta analogía se pone menos de relieve
la infidelidad del pueblo de Israel, respecto a cuanto ocurría en la
tradición profética, aunque también a esa infidelidad se puede aplicar la
analogía del hijo pródigo. Aquel hijo, « cuando hubo gastado todo...,
comenzó a sentir necesidad », tanto más cuanto que sobrevino una gran
carestía « en el país », al que había emigrado después de abandonar la casa
paterna. En este estado de cosas « hubiera querido saciarse » con algo,
incluso « con las bellotas que comían los puercos » que él mismo pastoreaba
por cuenta de « uno de los habitantes de aquella región ». Pero también esto
le estaba prohibido.
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El
patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes
materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad
de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando
ya había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por
necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello
anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio
que le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea
consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: « ¡Cuántos asalariados en casa
de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! ». El se
mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya « no
posee », mientras que los asalariados en casa de su padre los « poseen ».
Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes
materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde el drama de la
dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder.
Es entonces cuando toma la decisión: « Me levantaré e iré a mi padre y le
diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser
llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros ».63 Palabras,
éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja
situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse
debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de
la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su
padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones
de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre y de la
miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia
de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es
ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo
está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que
ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su
padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de
aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia.
Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia
del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella
dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión
emprende el camino.
En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el
término « justicia »; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra
« misericordia »; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que
se manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el
contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se
transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la
justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas
las riquezas recibidas de su padre, merece —a su vuelta— ganarse la vida
trabajando como jornalero en la casa paterna y eventualmente conseguir poco
a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero quizá nunca en tanta
cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del orden de la
justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo había disipado la parte de
patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo
y había ofendido a su padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había
desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su padre; debía
hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo. Pero en fin de cuentas se
trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida
por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente de ello y es
precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad
perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía
corresponderle aún en casa de su padre.
Reflexión particular sobre la dignidad humana
Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite
comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay
lugar a dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del
progenitor nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la
parábola, su modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos
permite hallar cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la
misericordia, en una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de
profundidad. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor
que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la
parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa
después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con
aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador
después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el
hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había abandonado
la casa.
La fidelidad a sí mismo por parte del padre —un comportamiento ya conocido
por el término veterotestamentario « hesed »— es expresada al mismo tiempo
de manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el
padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, « le salió
conmovido al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó ».64 Está
obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica
también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará
tanto al hijo mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que
buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha
salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien
éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su
humanidad. Es más, ésta ha sido de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen
las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: « Había que hacer fiesta
y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había
perdido y ha sido hallado ».65 En el mismo capítulo XV del evangelio de san
Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada 66 y sucesivamente de la
dracma perdida.67 Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en
el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente
centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica
ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa.
Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor
que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al
padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye
la medida de su amor, como escribirá san Pablo: « La caridad es paciente, es
benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la
injusticia, se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera » y
« no pasa jamás ».68 La misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado
en la parábola del hijo pródigo— tiene la forma interior del amor, que en el
Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo
hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o
pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente
humillado, sino como hallado de nuevo y « revalorizado ». El padre le
manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido « hallado de nuevo »
y por « haber resucitado ». Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo,
por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además
un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la
verdad de sí mismo.
Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo, en la parábola de
Cristo, no se puede valorar « desde fuera ». Nuestros prejuicios en torno al
tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración
exterior. Ocurre a veces que, siguiendo tal sistema de valoración,
percibimos principalmente en la misericordia una relación de desigualdad
entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos
dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende
la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa
es la realidad: la relación de misericordia se funda en la común experiencia
de aquel bien que es el hombre, sobre la común experiencia de la dignidad
que le es propia. Esta experiencia común hace que el hijo pródigo comience a
verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad (semejante visión en la
verdad es auténtica humildad); en cambio para el padre, y precisamente por
esto, el hijo se convierte en un bien particular: el padre ve el bien que se
ha realizado con una claridad tan límpida, gracias a una irradiación
misteriosa de la verdad y del amor, que parece olvidarse de todo el mal que
el hijo había cometido.
La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la
realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del
amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado
verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en
la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral,
físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y
propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de
mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el
contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza
constitutiva de su misión. Así entendían también y practicaban la
misericordia sus discípulos y seguidores. Ella no cesó nunca de revelarse en
sus corazones y en sus acciones, como una prueba singularmente creadora del
amor que no se deja « vencer por el mal », sino que « vence con el bien al
mal »,69
Es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre desvelado
de nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente
necesaria en nuestros tiempos.
(B. JUAN PABLO II, Encíclica Dives in misericordia, nn. 5-6)
Volver Arriba
Comentario Teológico: S.S. Benedicto XVI - La
parábola de los dos hermanos (el hijo pródigo y el hijo que se
quedó en casa) y del padre bueno (Lc 15, 11-32)
Esta parábola de Jesús, quizás la más bella, se conoce también como la
«parábola del hijo pródigo». En ella, la figura del hijo pródigo está tan
admirablemente descrita, y su desenlace —en lo bueno y en lo malo— nos toca
de tal manera el corazón que aparece sin duda como el verdadero centro de la
narración. Pero la parábola tiene en realidad tres protagonistas. Joachim
Jeremías y otros autores han propuesto llamarla mejor la «parábola del padre
bueno», ya que él sería el auténtico centro del texto.
Pierre Grelot, en cambio, destaca como elemento esencial la figura del
segundo hijo y opina —a mi modo de ver con razón— que lo más acertado sería
llamarla «parábola de los dos hermanos». Esto se desprende ante todo de la
situación que ha dado lugar a la parábola y que Lucas presenta del siguiente
modo (15, ls): «Se acercaban a Jesús los publícanos y pecadores a
escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: "Ése acoge
a los pecadores y come con ellos"». Aquí encontramos dos grupos, dos
«hermanos»: los publícanos y los pecadores; los fariseos y los letrados.
Jesús les responde con tres parábolas: la de la oveja descarriada y las
noventa y nueve que se quedan en casa; después la de la dracma perdida; y,
finalmente, comienza de nuevo y dice: «Un hombre tenía dos hijos» (15, 11).
Así pues, se trata de los dos.
El Señor retoma así una tradición que viene de muy atrás: la temática de los
dos hermanos recorre todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel,
pasando por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra
vez, de modo diferente, en el comportamiento de los once hijos de Jacob con
José. En los casos de elección domina una sorprendente dialéctica entre los
dos hermanos, que en el Antiguo Testamento queda como una cuestión abierta.
Jesús retoma esta temática en un nuevo momento de la actuación histórica de
Dios y le da una nueva orientación. En el Evangelio de Mateo aparece un
texto sobre dos hermanos similar al de nuestra parábola: uno asegura querer
cumplir la voluntad del padre, pero no lo hace; el segundo se niega a la
petición del padre, pero luego se arrepiente y cumple su voluntad (cf. Mt
21,28-32). También aquí se trata de la relación entre pecadores y fariseos;
también aquí el texto se convierte en una llamada a dar un nuevo sí al Dios
que nos llama.
Pero tratemos ahora de seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la
figura del hijo pródigo, pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos
también la magnanimidad del padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir
su parte de la herencia y reparte la heredad. Da libertad. Puede imaginarse
lo que el hijo menor hará, pero le deja seguir su camino.
El hijo se marcha «a un país lejano». Los Padres han visto aquí sobre todo
el alejamiento interior del mundo del padre —del mundo de Dios—, la ruptura
interna de la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y
de lo que es auténtico. El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar.
Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una «vida en
plenitud». No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad:
busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna
exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo.
¿Acaso nos es difícil ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión
moderna contra Dios y contra la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que
hasta ahora era el fundamento básico, así como la búsqueda de una libertad
sin límites? La palabra griega usada en la parábola para designar la
herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos
«sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», se
desperdicia a sí mismo.
Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte
realmente en siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera
llenar su estómago con lo que ellos comían. El hombre que entiende la
libertad como puro arbitrio, el simple hacer lo que quiere e ir donde se le
antoja, vive en la mentira, pues por su propia naturaleza forma parte de una
reciprocidad, su libertad es una libertad que debe compartir con los otros;
su misma esencia lleva consigo disciplina y normas; identificarse
íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa autonomía conduce
a la esclavitud: la historia, entretanto, nos lo ha demostrado de sobra.
Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser cuidador de cerdos es,
por tanto, la expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento
del hombre. El que era totalmente libre se convierte en un esclavo
miserable.
Al llegar a este punto se produce la «vuelta atrás». El hijo pródigo se da
cuenta de que está perdido. Comprende que en su casa era un hombre libre y
que los esclavos de su padre son más libres que él, que había creído ser
absolutamente libre. «Entonces recapacitó», dice el Evangelio (15, 17), y
esta expresión, como ocurrió con la del país lejano, repropone la reflexión
filosófica de los Padres: viviendo lejos de casa, de sus orígenes, dicen,
este hombre se había alejado también de sí mismo, vivía alejado de la verdad
de su existencia. Su retorno, su «conversión», consiste en que reconoce todo
esto, que se ve a sí mismo alienado; se da cuenta de que se ha ido realmente
«a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en sí mismo
encuentra la indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera
libertad de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos
permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora
emprende. Son la expresión de una existencia en camino que ahora —a través
de todos los desiertos— vuelve «a casa», a sí mismo y al padre. Camina hacia
la verdad de su existencia y, por tanto, «a casa». Con esta interpretación
«existencial» del regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo
que es la «conversión», el sufrimiento y la purificación interna que
implica, y podemos decir tranquilamente que, con ello, han entendido
correctamente la esencia de la parábola y nos ayudan a reconocer su
actualidad.
El padre ve al hijo «cuando todavía estaba lejos», sale a su encuentro.
Escucha su confesión y reconoce en ella el camino interior que ha recorrido,
ve que ha encontrado el camino hacia la verdadera libertad. Así, ni siquiera
le deja terminar, lo abraza y lo besa, y manda preparar un gran banquete.
Reina la alegría porque el hijo «que estaba muerto» cuando se marchó de la
casa paterna con su fortuna, ahora ha vuelto a la vida, ha revivido; «estaba
perdido y lo hemos encontrado» (15, 32).
Los Padres han puesto todo su amor en la interpretación de esta escena. El
hijo perdido se convierte para ellos en la imagen del hombre, el «Adán» que
todos somos, ese Adán al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo
en su casa. En la parábola, el padre encarga a los criados que traigan
enseguida «el mejor traje». Para los Padres, ese «mejor traje» es una
alusión al vestido de la gracia, que tenía originalmente el hombre y que
después perdió con el pecado. Ahora, este «mejor traje» se le da de nuevo,
es el vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven una imagen de
la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete
eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al
regresar a casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de
la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta.
Pero lo esencial del texto no está ciertamente en estos detalles; lo
esencial es, sin duda, la figura del padre. ¿Resulta comprensible? ¿Puede y
debe actuar así un padre? Pierre Grelot ha hecho notar que Jesús se expresa
aquí tomando como punto de referencia el Antiguo Testamento: la imagen
original de esta visión de Dios Padre se encuentra en Oseas (cf. 11, 1-9).
Allí se habla de la elección de Israel y de su traición: «Cuanto más los
llamaba, más se alejaban de mí; sacrificaban a los Baales, e incensaban a
los ídolos» (11,2). Dios ve también cómo este pueblo es destruido, cómo la
espada hace estragos en sus ciudades (cf. 11, 6). Y entonces el profeta
describe bien lo que sucede en nuestra parábola: «¿Cómo te trataré, Efraín?
¿Acaso puedo abandonarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me
conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a
destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti.» (11,
8ss). Puesto que Dios es Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría
actuar. Dios tiene un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo,
contra sí mismo: aquí encontramos de nuevo, tanto en el profeta como en el
Evangelio, la palabra sobre la «compasión» expresada con la imagen del seno
materno. El corazón de Dios transforma la ira y cambia el castigo por el
perdón.
Para el cristiano surge aquí la pregunta: ¿dónde está aquí el puesto de
Jesucristo? En la parábola sólo aparece el Padre. ¿Falta quizás la
cristología en esta parábola? Agustín ha intentado introducir la
cristología, descubriéndola donde se dice que el padre abrazó al hijo (cf.
15, 20). «El brazo del Padre es el Hijo», dice. Y habría podido remitirse a
Ireneo, que describió al Hijo y al Espíritu como las dos manos del Padre.
«El brazo del Padre es el Hijo»: cuando pone su brazo sobre nuestro hombro,
como «su yugo suave», no se trata de un peso que nos carga, sino del gesto
de aceptación lleno de amor. El «yugo» de este brazo no es un peso que
debamos soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte
en hijos. Se trata de una explicación muy sugestiva, pero es más bien una
«alegoría» que va claramente más allá del texto.
Grelot ha encontrado una interpretación más conforme al texto y que va más a
fondo. Hace notar que, con esta parábola, con la actitud del padre de la
parábola, como con las anteriores, Jesús justifica su bondad para con los
pecadores, su acogida de los pecadores. Con su actitud, Jesús «se convierte
en revelación viviente de quien El llamaba su Padre». La consideración del
contexto histórico de la parábola, pues, delinea de por sí una «cristología
implícita». «Su pasión y su resurrección han acentuado aún más este aspecto:
¿cómo ha mostrado Dios su amor misericordioso por los pecadores? Haciendo
morir a Cristo por nosotros "cuando todavía éramos pecadores" (Rm 5,8).
Jesús no puede entrar en el marco narrativo de su parábola porque vive
identificándose con el Padre celestial, recalcando la actitud del Padre en
la suya. Cristo resucitado está hoy, en este punto, en la misma situación
que Jesús de Nazaret durante el tiempo de su ministerio en la tierra» (pp.
228s). De hecho, Jesús justifica en esta parábola su comportamiento
remitiéndolo al del Padre, identificándolo con Él. Así, precisamente a
través de la figura del Padre, Cristo aparece en el centro de esta parábola
como la realización concreta del obrar paterno.
Y he aquí que aparece el hermano mayor. Regresa a casa tras el trabajo en el
campo, oye la fiesta en la casa, se entera del motivo y se enoja.
Simplemente, no considera justo que a ese haragán, que ha malgastado con
prostitutas toda su fortuna —el patrimonio del padre—, se le obsequie con
una fiesta espléndida sin pasar antes por una prueba, sin un tiempo de
penitencia. Esto se contrapone a su idea de la justicia: una vida de trabajo
como la suya parece insignificante frente al sucio pasado del otro. La
amargura lo invade: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una
orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis
amigos» (15,29). El padre trata también de complacerle y le habla con
benevolencia. El hermano mayor no sabe de los avatares y andaduras más
recónditos del otro, del camino que le llevó tan lejos, de su caída y de su
reencuentro consigo mismo. Sólo ve la injusticia. Y ahí se demuestra que él,
en silencio, también había soñado con una libertad sin límites, que había un
rescoldo interior de amargura en su obediencia, y que no conoce la gracia
que supone estar en casa, la auténtica libertad que tiene como hijo. «Hijo,
tú estás siempre conmigo —le dice el padre—, y todo lo mío es tuyo» (15,
31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas palabras con
las que Jesús describe su relación con el Padre en la oración sacerdotal:
«Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10).
La parábola se interrumpe aquí; nada nos dice de la reacción del hermano
mayor. Tampoco podría hacerlo, pues en este punto la parábola pasa
directamente a la situación real que tiene ante sus ojos: con estas palabras
del padre, Jesús habla al corazón de los fariseos y de los letrados que
murmuraban y se indignaban de su bondad con los pecadores (cf. 15, 2). Ahora
se ve totalmente claro que Jesús identifica su bondad hacia los pecadores
con la bondad del padre de la parábola, y que todas las palabras que se
ponen en boca del padre las dice El mismo a las personas piadosas. La
parábola no narra algo remoto, sino lo que ocurre aquí y ahora a través de
El. Trata de conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y
participar en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de
reconciliación. Estas palabras permanecen en el Evangelio como una
invitación implorante. Pablo recoge esta invitación cuando escribe: «En
nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co5, 20).
Así, la parábola se sitúa, por un lado, de un modo muy realista en el punto
histórico en que Jesús la relata; pero al mismo tiempo va más allá de ese
momento histórico, pues la invitación suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a
quién se dirige ahora? Los Padres, muy en general, han vinculado el tema de
los dos hermanos con la relación entre judíos y paganos. No les ha resultado
muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado de Dios y de sí mismo, un
reflejo del mundo del paganismo, al que Jesús abre las puertas a la comunión
de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta de su amor. Así,
tampoco resulta difícil reconocer en el hermano que se había quedado en casa
al pueblo de Israel, que con razón podría decir: «En tantos años como te
sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya». Precisamente en la fidelidad a
la Torá se manifiesta la fidelidad de Israel y también su imagen de Dios.
Esta aplicación a los judíos no es injustificada si se la considera tal como
la encontramos en el texto: como una delicada tentativa de Dios de persuadir
a Israel, tentativa que está totalmente en las manos de Dios. Tengamos en
cuenta que, ciertamente, el padre de la parábola no sólo no pone en duda la
fidelidad del hijo mayor, sino que confirma expresamente su posición como
hijo suyo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Sería
más bien una interpretación errónea si se quisiera transformar esto en una
condena de los judíos, algo de lo no se habla para nada en el texto.
Si bien es lícito considerar la aplicación de la parábola de los dos
hermanos a Israel y los paganos como una dimensión implícita en el texto,
quedan todavía otras dimensiones. Las palabras de Jesús sobre el hermano
mayor no aluden sólo a Israel (también los pecadores que se acercaban a Él
eran judíos), sino al peligro específico de los piadosos, de los que estaban
limpios, «en regle» con Dios como lo expresa Grelot (p. 229). Grelot subraya
así la breve frase: «Sin desobedecer nunca una orden tuya». Para ellos, Dios
es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este
aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más: han de convertirse del
Dios-Ley al Dios más grande, al Dios del amor. Entonces no abandonarán su
obediencia, pero ésta brotará de fuentes más profundas y será, por ello,
mayor, más sincera y pura, pero sobre todo también más humilde.
Añadamos ahora otro punto de vista que ya hemos mencionado antes: en la
amargura frente a la bondad de Dios se aprecia una amargura interior por la
obediencia prestada que muestra los límites de esa sumisión: en su interior,
también les habría gustado escapar hacia la gran libertad. Se aprecia una
envidia solapada de lo que el otro se ha podido permitir. No han recorrido
el camino que ha purificado al hermano menor y le ha hecho comprender lo que
significa realmente la libertad, lo que significa ser hijo. Ven su libertad
como una servidumbre y no están maduros para ser verdaderamente hijos.
También ellos necesitan todavía un camino; pueden encontrarlo sencillamente
si le dan la razón a Dios, si aceptan la fiesta de Dios como si fuera
también la suya. Así, en la parábola, el Padre nos habla a través de Cristo
a los que nos hemos quedado en casa, para que también nosotros nos
convirtamos verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, tomo I, Planeta,
Santiago de Chile, 2007, p. 243 -253)
Volver Arriba
Santos
Padres: San Ambrosio - El hijo pródigo
No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en
placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que
antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo
hubiese dado todo, el que no perdió lo que dio, lo tiene todo. Y no temas
que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los
vivos (Sb 1, 13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a
tu cuello —pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145, 8) —, te
dará un beso, que es la señal de la ternura y del amor, y mandará que te
pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la
afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú
tienes miedo al castigo, y El, sin embargo, te besa; tú temes, en fin, el
reproche, pero Él te agasaja con un banquete. Y ahora, examinemos ya la
parábola misma.
Un hombre tenía dos hijos, y dijo el menor de ellos a su padre: dame la
parte de herencia que me corresponde. Observa cómo el patrimonio divino se
da a todos aquellos que lo piden, y no creas que el padre comete una falta
porque se lo haya dado al más joven. En el reino de Dios no existe la
minoría de edad, ni crece la fe a medida que pasan los años. El que lo pide
es que se ha juzgado a sí mismo ya capaz ¡Ojalá no se hubiese apartado de su
padre y así no hubiera conocido los inconvenientes de su edad! Pero después
de que se marchó lejos —realmente malgasta su patrimonio el que se aleja de
la Iglesia— después de dejar —dice— la casa paterna, se marchó lejos a una
región muy distante.
Y ¿dónde más apartado que alejarse de sí mismo, que estar lejos, no de un
lugar, sino de las buenas costumbres, y estar distante, no de las tierras
paternas, sino de los buenos deseos, y encontrarse como dominado por la
apetencia malsana de los placeres carnales de este mundo; distante, por
tanto, a causa de su conducta? Y es que, en verdad, el que se separa de
Cristo está desterrado de la patria y se hace ciudadano del mundo. Pero
"nosotros no somos extranjeros ni peregrinos, sino que somos conciudadanos
de los santos y de la casa de Dios (Ef 3, 19); pues los que estábamos lejos,
nos hemos hecho hermanos en la sangre de Cristo (ibíd., 13). Y no tratemos
mal a los que vienen de una región lejana, porque nosotros también
estuvimos, como lo enseña Isaías: Una luz ha brillado para los que habitaban
en el país de las sombras de la muerte (Is 9, 2). El país lejano es el de
las sombras de la muerte; sin embargo, nosotros que tenemos al Señor Jesús,
como espíritu ante nuestra vista, vivimos a la sombra de Cristo. Y por eso
dice la Iglesia: Yo he deseado estar y sentarme a su sombra (Ct 2, 3). Y
entonces, dice, viviendo lujuriosamente, malgastó todos los adornos de su
naturaleza. Y por eso tú, que recibiste la imagen de Dios, que eres
semejante a Él, guárdate de destruir esta imagen y esa semejanza por una
fealdad irracional. Eres una obra de Dios, por tanto, no digas a un trozo de
palo: Tú eres mi padre (Jr 2, 27), para que no te hagas semejante a la
madera, porque está escrito: Los que fabrican (ídolos) se hacen semejantes a
ellos (Sal 113, 8).
Aconteció que el hambre empezó a hacerse sentir por aquella región: no un
hambre de alimentos, sino la de las buenas obras y la de las virtudes. ¿Qué
ayuno más miserable puede existir? Porque el que se aparta de la palabra de
Dios, siente una fuerte hambre, ya que no sólo de pan vive el hombre, sino
de toda palabra de Dios (Lc 4, 4). El que se aparta de la fuente, se muere
de sed; el que se distancia del tesoro, padece necesidad; él que se aleja de
la sabiduría, se hace necio, y el que abandona la virtud se destruye a sí
mismo. Con razón, pues, el que dejó los tesoros de la sabiduría y ciencia de
Dios (Col 2, 3) y se olvidó de mirar a la grandeza de los bienes
celestiales, comenzó a pasar necesidad. Y, como consecuencia de esa penuria,
le sobrevino el comenzar a sentir hambre, porque el placer al que
continuamente se está alimentando, nunca dice basta. El que no sabe
saciarse con el alimento que no se corrompe, siempre estará hambriento.
Así, pues, se fue y se puso a servir a uno de los ciudadanos de allí. No
hay duda de que el que es esclavo está, de alguna manera, atado. Es fácil
ver en este ciudadano la figura del príncipe de este mundo. Poco después es
enviado a una granja, que él había comprado, alejándose, por esta causa, del
reino (Lc 14, 18ss); y comienza a guardar cerdos; estos animales son
precisamente aquellos en los que pide entrar el demonio y a los que
precipita en el mar (Mt 8, 32), porque viven entre inmundicia y fetidez.
Y continúa: Deseaba llenar su vientre de las bellotas. Realmente, los
lujuriosos no se preocupan más que de llenar su vientre, ya que éste es su
dios (Flp 3, 19). Y ¿qué alimento más a propósito para tales hombres, que
ése, que, como la bellota, es vano por dentro y suave por fuera, que no
tiene por finalidad propia la de alimentar y que de tal manera grava el
cuerpo, que resulta más perjudicial que útil?
Hay algunos que quieren ver representados en los puercos las diversas clases
de demonios, y en las bellotas, la falsa virtud de los hombres vanos y la
vanagloria de sus palabras, las cuales no les sirven de provecho alguno, ya
que, por medio de una falsa filosofía, quieren llamar la atención sobre una
aparatosidad externa, anteponiendo esto a otra cosa más útil. Pero estos
engaños no pueden ser duraderos.
Y por eso nadie se las daba; porque estaba en una región donde no tenía a
nadie, ya que dicha región no tenía dominio sobre los que allí estaban. En
verdad, "todas las naciones son como nada" (Is 40, 17), y sólo Dios es quien
vivifica a los muertos y llama a las cosas que no son como si fueran (Rm 4,
17).
Y entrado dentro de sí, dijo: ¡Cuántos mercenarios de mi padre tienen pan en
abundancia! Con toda razón se puede decir que vuelve en sí el que se había
salido de sí mismo pues, en realidad, el que vuelve al Señor, vuelve en sí,
y el que se aparta de Cristo, se aleja de sí mismo. Y ¿ quiénes son los
mercenarios sino aquellos que sirven por la recompensa, esos que proceden de
Israel y que buscan, no lo que es bueno, sino lo que ven que puede tener
algún provecho para ellos, y están guiados, no por la fuerza de la virtud,
sino por su visión utilitarista? Pero el hilo Que lleva en el corazón el
sello del Espíritu Santo (Co 1, 22) no busca la ganancia mezquina de un
salario terreno, puesto que está en posesión del derecho a la herencia.
También son mercenarios los que son enviados a la viña. Y Pedro, y Santiago,
a quienes se les dijo: Venid, os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19)
también son mercenarios, pero buenos. Estos no gozan de una abundancia de
bellotas, pero sí de pan. Una vez llenaron doce cestos con los trozos que
sobraron. ¡Oh, Señor Jesús, quítanos las bellotas y danos pan! —porque, en
la casa del Padre, Tú eres el mayordomo— y ¡dígnate hacernos también a
nosotros mercenarios, aunque seamos de los de última hora!, ya que te
complaces en dar igual salario que a los demás, a los que llamas a la
undécima hora, salario que, a pesar de ser igual por lo que a la vida se
refiere, se diferencia en lo tocante a la gloria, puesto que no a todos se
les pondrá la corona de justicia, sino sólo a aquel que pueda decir : he
librado un buen combate (Tm 4, 17ss).
Por lo cual no me ha parecido bien dejar de decir eso, puesto que sé que hay
algunos que sostienen que es bueno esperar a la muerte para recibir el
bautismo o la penitencia. Pero ¿acaso sabes tú si en la noche próxima se te
va a pedir o no el alma? (Lc 12, 20). Y además, ¿piensas, quizás, que
después de no haber hecho nada se te va a dar todo? Aunque tú supongas que
tanto la gracia como el salario es para todos igual, con todo, otra cosa
distinta es el precio de la victoria, a ese precio al que tendió Pablo y,
ciertamente, no en vano, pues él, después de conseguir el salario, luchaba
por adquirir el premio (Flp 3, 14) y esto porque sabía que, aunque la paga,
en cuestión de gracia, es igual para todos, la palma, sin embargo, es propia
de muy pocos.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1), nn. 212-221,
BAC, Madrid, 1966, pp. 457-462)
Volver Arriba
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El hijo pródigo
El pasaje evangélico que acabamos de escuchar es una de las páginas poéticas
más sublimes del cristianismo. Allí vemos cómo los fariseos y los escribas
murmuraban porque el Señor recibía a los pecadores y comía con ellos. Como
los textos evangélicos que la Iglesia propone a nuestra meditación, en el
transcurso de estos domingos de Cuaresma, tienen por objetivo irnos
preparando a los acontecimientos cumbres de la Semana Santa, no debe
extrañarnos que en todos ellos se manifieste una tensión, siempre
creciente, entre Jesús y las autoridades religiosas judías. El obstáculo
principal es la soberbia farisaica, la incapacidad de reconocer la propia
miseria espiritual y de abrirse a la gracia salvadora de Cristo. La ceguera
que no les permite, a fariseos y escribas, comprender que ellos también
necesitan de un Redentor. Porque ¿cómo iban a aceptar un Redentor quienes
no creían precisar de redención?
Esta ceguera se manifiesta, ante todo, en la incapacidad de amar, y tener
una actitud misericordiosa con aquellos que viven lejos de Dios, caminando
por los senderos del pecado. Bien es sabido que es difícil compadecerse con
el prójimo de una herida que uno primero no ha sufrido en carne propia, y
éste parece haber sido el caso de los fariseos y escribas, quienes creyendo
cumplir perfectamente con Dios, ciegos para ver su propio pecado, se
mostraban inmisericordes y despiadados con quienes no cumplían a la letra lo
que ellos consideraban la ley de Dios. Es evidente que para llegar a una
actitud semejante, primero es necesario haberse excluido a sí mismo del
número de aquellos que se juzgan indignos de presentarse ante Dios con
méritos suficientes como para mirarlo frente a frente, haberse excluido del
número de los pecadores. En la parábola del fariseo y el publicano que
subieron al templo a orar, advertimos que el publicano no osaba siquiera
mirar a lo alto, mientras el fariseo le declaraba a Dios la perfección con
que observaba la ley. El Señor, especialmente a través de sus parábolas,
trató de tocar estos corazones endurecidos, para que comprendiesen su
propia miseria espiritual, se abriesen a la penitencia y se dejasen sanar
por la gracia divina. Pero la incapacidad de mirar dentro de sí, de
reconocer la desproporción total entre la propia justicia y el amor siempre
exigitivo de Dios, puso una barrera infranqueable entre la clase dirigente
judía y la buena nueva de Jesucristo.
La acusación de los fariseos era muy concreta: Jesús, que se presenta como
el enviado del Padre, va al encuentro de los pecadores, y hasta come con
ellos. Para responderles, Jesús expuso en esta bellísima parábola cuál es la
actitud de Dios para con aquellos que se han desviado del recto camino, y
cuál debe, por ende, ser la actitud en caso semejante de todo aquel que
quiera ser considerado hijo de Dios. Nuevamente, el marco de la parábola
excede el de la pura moral individual, para abrirse a la dimensión universal
de la historia de la salvación. Así lo afirma San Agustín, explicando con
gran belleza el sentido espiritual de este texto: "El hombre que tuvo dos
hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el
menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la
mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que Dios nos dio para que lo
conociésemos y alabásemos".
El hijo menor –es decir los pueblos gentiles– se alejó de la casa del Padre
hacia una región lejana, para derrochar el tesoro y disipar la herencia que
Dios pródigamente le había confiado. En medio de las vanidades y lascivias
de este mundo, se fue oscureciendo la imagen y semejanza que el Creador
había puesto en su alma. El hijo mayor representa al pueblo judío que
permaneció fiel, guiado por los Patriarcas y Profetas, a la Alianza divina.
Sin embargo, poco a poco, un gusano fue carcomiendo esta fidelidad, el peor
de todos los males, la soberbia. Olvidando que la elección divina era un don
gratuito, y no algo que le era debido en justicia, comenzó a despreciar a
aquellos que se habían marchado a regiones lejanas. Perdió el sentido
universal de su misión, enterró el talento que le había sido confiado, sin
hacerlo producir para bien de todos.
Cuidémonos también nosotros, queridos hermanos, de caer en ninguno de los
dos excesos opuestos. Ni en la infidelidad del hijo pródigo, que
traicionando el amor de su Padre, fue en busca de ilusorios espejismos,
tratando de saciar la sed de felicidad que se anidaba en su corazón con los
placeres de este mundo; ni en la dureza de corazón y soberbia del hijo
mayor, que no habiendo experimentado la debilidad y miseria de su hermano
menor, trató de bloquearle toda posibilidad de retomar a la casa paterna,
volviendo a gozar de sus privilegios filiales. Por el bautismo todos hemos
recibido un glorioso privilegio, el de ser hijos adoptivos de Dios. Pero
ello no fue sino una gracia, un don, no un derecho que hubiésemos podido
reclamar. Debemos, pues, alegrarnos profundamente cada vez que alguien es
llamado a esta vocación. La medida de la gracia no depende del tiempo que se
haya pasado en la casa paterna, sino de la intensidad del arrepentimiento,
así como del propósito de servir a Dios con decisión. Ante los fariseos que
se escandalizaban de que Jesús recibiera con afecto a la pecadora María
Magdalena, el Señor dijo: "Porque mucho ha amado, mucho se le ha perdonado".
Cerremos nuestras consideraciones sobre este texto evangélico, poniendo de
relieve dos pormenores de la parábola del Señor que nos parecen esconder
importantes enseñanzas para nuestra vida cristiana. En primer lugar, si
analizamos con atención nuestro relato, podemos constatar que el momento
crucial de la parábola, en que se verifica un cambio radical de actitud en
el hijo pródigo, está sintetizado en las siguientes palabras: "Entonces
recapacitó y dijo", que mejor sería traducir "Volviendo entonces sobre sí
mismo, se dijo..." Es el momento de la reflexión. El pecado nos da la
ilusión de que los bienes exteriores de este mundo pueden saciar la sed
infinita de nuestro corazón; Dios permite nuestra miseria para que,
volviendo sobre nosotros mismos, experimentemos nuestra indigencia, sintamos
la nostalgia de la casa del Padre y retornemos al único Bien que puede
apagar nuestra sed de infinito. Vienen aquí al caso aquellas palabras de
San Agustín, él también pecador, quien luego de haber buscado afanosamente
por entre los bienes de este mundo aquello que pudiera saciar su ansia de
felicidad, comprendió por fin dónde radicaba la dicha verdadera: "Nos has
hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti". Es, pues, la vida de oración, de diálogo profundo con el Señor en el
seno del silencio, lo que nos permitirá conocernos mejor a la luz de Dios,
confesando así nuestra miseria. Entonces podremos decir con total
sinceridad: ¡Señor, ten piedad de mí! Exclamación que proviene de la
humildad de quien reconoce su propia indigencia, y que no puede quedar
desoída por Aquel que dijo: "Doy mi gracia a los humildes y rechazo a los
soberbios". Santa Teresa de Jesús, aquella maestra del diálogo entre el alma
y Dios, decía que el primer paso de la vida de oración era conocerse a sí
mismo a la luz de Dios. El Señor nos dé a todos, queridos hermanos, esta
luz, pues tantas veces somos ciegos para ver nuestras propias miserias.
El segundo punto que quisiéramos resaltar es la gran importancia que Jesús
le da a la vida familiar en la formación espiritual del cristiano. En
efecto, si el hijo pródigo se decide a volver a la casa de su padre, es
porque allí se encontraba mejor. Es cierto que cuando todavía se debatía en
su proceso de conversión, lo que más añoraba eran las comodidades materiales
que le brindaba su vida familiar, pero ciertamente al volver y sentir la
inmensa calidez del amor paterno que todo lo perdona y olvida todo reproche
para consolarlo de sus heridas, ha de haber percibido que la raíz de todas
aquellas ventajas materiales residía en la nobleza del amor paterno.
¡Qué enseñanza ésta, queridos hermanos, para nuestra vida cristiana! Cuántos
hijos que tras caer en la miseria de la droga, los placeres carnales, las
falsas ideologías, y todo tipo de desviaciones, sienten la náusea de una
vida sin sentido que los va destruyendo poco a poco, no saben adónde ir
porque no han experimentado nunca el calor de un hogar cristiano donde se
ama de verdad. ¿Cómo comprender, muchas veces, que hay algo más, cuando
nunca se lo ha experimentado?
Ciertamente que Dios, rico en misericordia, encuentra caminos excepcionales
para llegar a un alma que está perdida: un toque de su gracia interior; el
ejemplo de alguna persona, de virtud heroica, que conmueve su corazón
endurecido; la doctrina de un verdadero maestro cristiano, que desbarata la
falacia y aparente coherencia del error. Pero no deja de ser verdad que
Jesús en esta parábola intentó llamar la atención sobre la formación que el
hombre recibe en el seno de su familia. Porque es allí, en la familia
cristiana, donde el joven aprende a amar viendo cómo se aman sus padres en
virtud de la gracia sacramental del matrimonio, allí se siembran las
primeras semillas de la Fe, allí se forman los hábitos que liberan al hombre
de la esclavitud interior. Quizás fue para enseñarnos eso que el Señor quiso
vivir treinta años de vida oculta en una familia, la de Nazareth, dedicando
apenas tres años a la predicación explícita del Evangelio.
Será por ello también, queridos hermanos, que hoy el demonio y el espíritu
del mundo desatan toda su violencia contra la familia, contra la pureza del
amor humano tal cual Dios los ha creado y redimido en Cristo, contra la
inocencia de los niños despertando en ellos la desconfianza hacia sus padres
y hacia toda autoridad legítima, proponiendo "nuevos maestros", hablando de
amor libre, de divorcio, llamando normales a conductas destructivas para la
familia, manipulando la vida humana por los abusos de la ingeniería
genética. Atentar contra la familia es atentar contra la vida y contra el
hombre. Quiera Dios fortalecer a las familias verdaderamente cristianas para
que sean capaces de soportar esta tormenta que se ciñe sobre ellas y puedan
seguir formando en las auténticas virtudes. Imploremos a la Sagrada Familia
de Nazareth que nos ayude a todos a vencer en este combate crucial por la
civilización y la Fe.
Volver Arriba
Aplicación:
Benedicto XVI - El hijo pródigo
Queridos hermanos y hermanas; queridos muchachos y muchachas:
En la celebración eucarística es Cristo mismo quien se hace presente en
medio de nosotros; más aún, viene a iluminarnos con su enseñanza, en la
liturgia de la Palabra, y a alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, en la
liturgia eucarística y en la Comunión. De este modo viene a enseñarnos a
amar, viene a capacitarnos para amar y, así, para vivir. Pero, tal vez
digáis, ¡cuán difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del
amor, el secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio
aparecen tres personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las
personas hay dos proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en
paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden
bien sus productos, su vida parece buena.
Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es
aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida:
levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las tradiciones de
Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y,
al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la vida es
algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que
pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de
estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre;
quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus
placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.
Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso
y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su
proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy
lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque
quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque
quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que
me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en
la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me
agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.
Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que
es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero
después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es
siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante;
percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más
aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada
vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de
hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se acaba, y el joven se
da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino
de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir
sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás,
contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad
humana… Así comienza el nuevo camino, un camino interior. El muchacho
reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y comienza a
ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él,
contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con
el Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que
Dios tenía para él.
En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida,
viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver
para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el
camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a empezar con otro
concepto, debo recomenzar.
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la
posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que
significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una
fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo
comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada
día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa
interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir.
Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones
volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no
funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran
sentido de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su
Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a
Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la
libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el
camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el
trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga
la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da
profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de
haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más
bello.
No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su
reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá
sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su
interior debe “volver a casa” y comprender de nuevo qué significa la vida;
comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la
comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de
Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se
aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada
uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que todos
podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad del
Evangelio.
Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a comprender
quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos
ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no
menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos
recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la
dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del
perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida
verdadera.
Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una
“mónada”, una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe tener la
vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido
creados juntamente con los demás, y sólo estando con los demás,
entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en
la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte
de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero
también es capaz de hacer el bien.
Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es
la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la
libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina,
pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual
deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la
libertad y nuestra dignidad.
Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días
antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a
recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes que
ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una
oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el
pecado y elegir volver a Dios.
Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el imperativo
de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la Eucaristía,
fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este amor, de
anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario que decidamos
ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y exteriormente al
padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor,
seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la
comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida que también
él necesita el perdón.
Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono, y a quien
ahora invoco de modo particular por cada uno de vosotros y por vuestros
seres queridos.
(Homilía del Santo Padre Benedicto XVI, Misa en la Capilla del Centro
Penitenciario para menores de Casal del Marmo, Roma, domingo 18 de marzo de
2007)
Volver Arriba
Aplicación: Beato Juan Pablo II - El hijo pródigo
Hoy, IV domingo de Cuaresma, la Iglesia, mediante la liturgia, quiere
dirigirnos una llamada firme a la reconciliación con Dios. El Evangelio nos
la presenta, como actitud fundamental, como contenido primario de nuestra
vida de fe. En este tiempo especial para el espíritu, como es el cuaresmal,
la invitación a la reconciliación debe resonar con fuerza particular en
nuestros corazones y en nuestras conciencias. Si somos verdaderamente
discípulos y confesores de Cristo, que ha reconciliado al hombre con Dios,
no podemos vivir sin buscar, por nuestra parte, esta reconciliación
interior. No podemos permanecer en el pecado y no esforzarnos para encontrar
el camino que lleva a la casa del Padre, que siempre está esperando nuestro
retorno.
En el curso de la Cuaresma, la Iglesia nos llama a la búsqueda de este
camino: "Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios" (2 Cor 5, 20). Sólo
reconciliándonos con Dios en nombre de Cristo, podemos gustar "qué bueno es
el Señor" (Sal 33, 9), comprobándolo, por decirlo así, experimentalmente.
No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo,
en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de
su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces
después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de
alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la
serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en
otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros
pecados, sino sólo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión, recibe la
gracia de una vida nueva del espíritu, que sólo, Dios puede concederle en su
infinita bondad.
"Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias"
(Sal 33, 7).
Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y
profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro
entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en
nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de
los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos
fundamentales de propia historia personal. Son tres los momentos clave en la
historia de ese hijo, con el que se identifica, en cierto sentido, cada uno
de nosotros, cuando se da al pecado.
Primer momento: El alejamiento.
Nos alejamos de Dios, como se había alejado ese hijo del padre, cuando
empezamos a comportarnos respecto a cada uno de los bienes que hay en
nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes recibidos en herencia.
Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como deber, como talento
evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar nuestra herencia, y, de
ese modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos recibido. Por desgracia, nos
comportamos, a veces, como si ese bien que hay en nosotros, el bien del alma
y del cuerpo, las capacidades, las facultades, las fuerzas, fuesen de
nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos servirnos y abusar de
cualquier manera, derrochándola y disipándola.
Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el
derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad,
aun cuando pueda parecer, a veces, que precisamente el pecado nos permite
conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran
destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en
sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia
de la gracia.
El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y
del proceso de conversión.
El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello
de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que
madure en él ese paso decisivo: "Me levantaré e iré a mi Padre" (Lc 15, 18).
Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que ha vuelto las espaldas y
con quien ha roto los puentes para poder pecar "libremente", para poder
derrochar "libremente" los bienes recibidos. Debe encontrarse con el rostro
del Padre, dándose cuenta, como el joven de la parábola, de haber perdido la
dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna en la casa paterna. Al mismo
tiempo, deberá desear ardientemente retornar. La certeza de la bondad y del
amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir
en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia indignidad.
Más aún, esta certeza deberá presentarse como el único camino de salida,
para emprenderlo con ánimo y confianza.
Finalmente el tercer momento: El retorno.
El retorno se desarrollará como habla Cristo de él en la parábola. El Padre
espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en
consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el Padre
solo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha
perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con
el propósito resuelto de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de
la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.
"Padre, he pecado..., no soy digno de llamarme hijo tuyo" (Lc 15, 21).
La Cuaresma es el tiempo de una espera particularmente amorosa de nuestro
Padre en relación con cada uno de nosotros, que, aun cuando sea el más
pródigo de los hijos, se haga, sin embargo, consciente de la dilapidación
perpetrada, llame por su hombre al propio pecado, y finalmente se dirija
hacía Dios con plena sinceridad.
Este hombre debe llegar a la casa del Padre. El camino que allí conduce,
pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de
la enmienda. Como en la parábola del hijo pródigo, éstas son las etapas al
mismo tiempo lógicas y sicológicas de la conversión. Cuando el hombre supere
en sí mismo, en lo íntimo de su humanidad todas estas etapas; nacerá en él
la necesidad de la confesión. Esta necesidad quizá lucha en lo vivo del alma
con la vergüenza, pero cuando la conversión es verdadera y auténtica, la
necesidad vence a la vergüenza: la necesidad de la confesión, de la
liberación de los pecados es más fuerte. Los confesamos a Dios mismo, aunque
en el confesonario los escucha el hombre-sacerdote. Este hombre es el
humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizad, entre el
hijo que retorna y el Padre.
En el período de Cuaresma esperan los confesonarios; esperan los confesores;
espera el Padre. Podríamos decir que se trata de un período de particular
solicitud de Dios para perdonar y absolver los pecados: el tiempo de la
reconciliación:
Nuestra reconciliación con Dios, el retorno a la casa del Padre, se realiza
mediante Cristo. Su pasión y muerte en la cruz se colocan entre cada una de
las conciencias humanas, cada uno de los pecados humanos, y el infinito amor
del Padre. Este amor, pronto aliviar y perdonar, no es otra cosa que la
misericordia. Cada uno de nosotros en la conversión personal, en el
arrepentimiento, en el firme propósito de la enmienda, finalmente en la
confesión, acepta realizar una personal fatiga espiritual, que es
prolongación y reverbero lejano de esa fatiga salvífica, que emprendió
nuestro Redentor. He aquí cómo se expresa el Apóstol de la reconciliación
con Dios: "A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para
que en El fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). Por lo tanto emprendamos
nuestro esfuerzo de conversión y de penitencia por El, con El y en El. Si no
lo emprendemos, no somos dignos del nombre de Cristo, no somos dignos de la
herencia de la redención.
"El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha
hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado
consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,
17-18).
Que no nos falten a ninguno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la
paciencia y el ánimo de enmendarnos de los propios pecados, confesándolos en
el sacramento de la penitencia. Que no nos falte sobre todo el amor por
Cristo que se ha entregado a Sí mismo por nosotros, mediante la pasión y la
muerte en la cruz. Que este amor haga brotar en nuestros corazones la misma
confianza profunda que brotó en el corazón del hijo de la parábola de hoy:
"Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre, he pecado".
(Homilía de S.S. Juan Pablo II durante el Domingo 16 de marzo de 1980)
Volver Arriba
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El hijo pródigo (Lc 15,
11-32)
Antes de reflexionar sobre la parábola quiero resaltar algún aspecto de la
introducción que hace el evangelista a las parábolas de la misericordia.
Dice: “todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírle”.
Preguntémonos ¿por qué se acercaban? Jesús encarna la misericordia de Dios
tan encomiada en el Antiguo Testamento, en especial, con el pueblo elegido.
Jesús es misericordioso sanando a todos. Pero hay un momento previo a
recibir la misericordia que es acercarse a la fuente de la misericordia.
Para acercarse hay que romper una valla que es la humillación. La
humillación brota del reconocimiento de una verdad: la ofensa a Dios. Esta
valla de por sí es dura de romper porque aunque es verdad que hay ofensa a
Dios, nuestro amor propio se resiste a reconocer su miseria. A esto se
agregan otras circunstancias como son el secundar con el acto exterior el
reconocimiento interno e ir a pedir perdón, la vergüenza de verse mirado y
criticado por otros, muchas veces sólo fantaseada, la incomodidad de tener
que ocupar un tiempo y recorrer una distancia para reconciliarse, etc.
Pero hay una circunstancia que cuenta mucho. Aquí la hace notar el
evangelista: la marginación que se hace del pecador o del que yerra.
Jesús mostraba compasión con los pecadores. Él sufría con ellos y por ellos.
Él trasmitía con su palabra y con su vida una fuerza que invitaba a romper
fácilmente la barrera de la humillación, la hacía ser un yugo suave y una
carga ligera y por eso se acercaban a Él para que los perdonase, para que
tuviese misericordia de ellos.
Los fariseos hacían la valla infranqueable, la endurecían haciéndola
irrompible, pues, marginaban y consideraban irremediables a los pecadores y
todavía criticaban la postura del Señor considerándola cismática. Por eso,
los pecadores, huían de ellos, se alejaban, los esquivaban. Nadie quiere
romper la valla de la humillación para encontrarse frente a un ejército que
lo va a aniquilar, se rompe la valla cuando hay esperanza de libertad.
Jesús jamás dejó de corregir al pecador recomendándole que no volviese a
pecar pero siempre abrió la puerta de su misericordia a quien la golpease
por el arrepentimiento. Su misión fue sanar a los pecadores y por ellos
vino. No sólo los acogía, sino que compartía con ellos y les daba su tiempo,
esa era la voluntad del que lo había enviado. Pero más aún buscaba a los
pecadores para poder compadecerse de ellos y usar con ellos de misericordia.
“Cargó con nuestros pecados” pero no sólo cargó compadeciéndose sino que “se
hizo pecado” como el pecador, como el pecador mayor de toda la historia
porque llevó los pecados de todos los hombres. Sintió el pecado como propio
sin tener pecado propio.
El pecador, muchas veces, quiere salir de su pecado y muchas veces no sale
porque encuentra una actitud de marginación y de desprecio por parte del que
lo debe perdonar, me refiero a los que hacen las veces de Jesús. También a
veces encuentra indiferencia o desinterés de parte del que debe ejercer la
misericordia, de aquel que tiene por oficio ejercerla.
¿Por qué se acercaban a Jesús los pecadores? Por su misericordia para con
todos los hombres, porque todos los hombres somos pecadores y necesitamos
que Jesús nos sane.
Sólo los hipócritas no se acercan a Jesús porque viven en la mentira de
creerse perfectos, endiosados en sí mismos, endiosados falsamente, como los
fariseos, por los cuales Jesús narra esta parábola.
¡Cómo sería la mirada, los gestos, las palabras de Jesús que dice el
Evangelio que los publicanos y pecadores se acercaban a oírle!
Jesús no tenía pecado y tenía la mirada más misericordiosa que puede
existir. Sus actitudes son incomprensibles para los hombres. Un poco más la
comprende el hijo menor que es un pecador arrepentido pero no la comprende
del todo. Menos aún la comprendió el hijo mayor que nunca había cometido una
falta grave pero que tampoco se mezclaba con los pecadores. El hijo menor no
se enteró pero si lo hubiera oído no se hubiera acercado a él por temor a
ser despreciado, a ser tratado con indiferencia o como un caso perdido. El
padre sin ser áspero con el hijo mayor le hace ver la situación presente, el
hijo menor es un pecador arrepentido, es un hombre nuevo y esto es motivo de
alegría.
Ambos hijos han aprendido una lección pero tienen un largo camino que
recorrer en la dirección de la misericordia. El padre ha sido misericordioso
con los dos y a los dos les ha enseñado. Al menor le enseñó que por más que
uno lleve un camino equivocado siempre hay esperanza de volver a la casa
paterna si uno quiere. El padre siempre lo esperará para acogerlo. El mayor
aprendió del padre a acoger al hombre arrepentido sin recriminaciones ni
rebajamientos y también que tenía que crecer en virtud para imitar a su
padre. Sobre todo tenía que aprender la misericordia con el pecador aunque
fuese o se creyese justo.
Jesús ama a todos los hombres pero tiene predilección por los pecadores. “Yo
no he venido a salvar a los justos sino a los pecadores”1, “pues el Hijo del
hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido”2. ¿Por qué? Es un misterio
de la Sabiduría Divina.
Imitemos a Jesús.
También es para imitar la actitud del padre que va en busca del pecador. En
la parábola quizá no se note tanto con el hijo menor pues no va al país
lejano a buscarlo. Sí se nota en la parábola de la oveja perdida. Sin
embargo, sale al encuentro del hijo que vuelve arrepentido y lo trata con
cariño, con mucha suavidad. Casi no lo deja decir el discurso de
arrepentimiento que ha ensayado porque nota en su porte, en su semblante, en
sus ojos, el arrepentimiento.
El padre sale a buscar al hijo mayor que no quiere entrar a la fiesta. No
quiere compartir la alegría del padre y el padre conoce su falta, ve el
pecado en su corazón y sale a buscarlo para hacerle ver que se equivoca y
que tiene que imitarlo, pues, en definitiva, fue más la ofensa al padre que
a él. Le dice que debe alegrarse, le da el motivo, no le recrimina tampoco
los reproches inmisericordes para con su hermano pero sí le dice que tiene
que imitar su actitud. Todo lo suyo es de él pero no es como su padre por
más que se porta bien y es fiel. Le falta ser misericordioso y alegrarse por
lo bueno que ocurre con su hermano porque en definitiva es su misma sangre.
En su enojo también el hijo mayor reprocha al padre o mejor diríamos, en
cierta manera, lo trata de injusto porque nunca le dio algo para festejar
con sus amigos y no entiende por qué recibe nuevamente a su hermano en casa.
Hay algo en el padre que es disconforme con su justicia. Por una parte, a él
que es justo y se porta bien no le da nada y al mal hijo le da lo mejor. No
ve que el mal hijo ya no es tal. Está ciego porque lo ha condenado. Por otra
parte, le pide que se olvide, supere, la justicia que le manda castigar al
menor para alegrarse, porque ha vuelto, y lo perdone de corazón.
El hijo pródigo añoró la libertad y se fue engañado en su inteligencia sobre
ella. Añoró la utopía de la libertad absoluta del hombre prometeico.
Añoró, después de tener muchos amos, el descanso solariego de la casa
paterna y regresó buscando paz. Cansado y fatigado en el estiércol de los
puercos deseó el descanso de la casa paterna y la simplicidad de la vida
campesina junto a su padre, en su presencia.
Sólo en ti se halla el descanso perfecto y la vida sin perturbación. Quien
entra en ti entra en el gozo de su Señor y no temerá y se hallará sumamente
bien en el sumo bien. Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy
fuera del camino de tu estabilidad en mi adolescencia y llegué a ser para mí
región de esterilidad3.
El volver en sí es la conversión. Volver en sí es encontrarse con Dios que
mora en el corazón.
El motivo de la parábola junto a las otras dos de la misericordia, la de la
oveja perdida y de la dracma, es la respuesta a la murmuración que hacen los
fariseos y escribas porque Jesús acoge a los pecadores4.
Y entrando en sí mismo.
La reflexión produjo la conversión del hijo pródigo así como la irreflexión
lo llevó a apartarse de su padre y vivir libertinamente. Y muchas veces, la
causa de la reflexión son los golpes de la vida, la humillación, la
constatación de la miseria propia, la indigencia.
La conversión es un deseo de interioridad, de sujeción a un remedio seguro a
nuestra indigencia. En el caso de la parábola, sujeción experimentada en el
pasado y anhelada en el momento de la reflexión.
La reflexión lleva al hijo pródigo a darse cuenta de su extravío y a querer
sinceramente humillarse ante el ofendido. “Me levantaré, iré a mi padre y le
diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti”.
El reconocimiento del error, que ya es una humillación, sumado al deseo de
pedir perdón, que también es humillación, si son sinceros y no veleidades ya
producen la salud en el hijo. Sabemos por el Evangelio que “levantándose”
hizo lo que se había propuesto.
Es muy importante reflexionar en nuestra situación actual y compararla con
otros momentos de la vida en que hayamos andado más interiores, en especial
cuando abrazamos la religión. ¿Y si no hay momento en que hayamos andado
mejor? Crecer en interioridad meditando en la vida de Jesús. Siempre hay
aspectos de nuestra vida espiritual que tenemos que convertir, que
interiorizar.
Conviértanse, y al punto estarás tú allí en sus corazones, en los corazones
de los que te confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno a vista de
sus caminos difíciles, y tú, fácil, enjugarás sus lágrimas; y llorarán aún
más y se gozarán en sus llantos, porque eres tú, Señor, y no ningún hombre,
carne y sangre, eres tú, Señor, quien les hiciste, quien les reparas y
consuelas5.
El hijo mayor6.
San Agustín dice que representa al pueblo judío. San Jerónimo que son los
fariseos.
El hijo mayor es un cristiano cualquiera que no se ha extraviado
considerablemente o que no ha tenido nunca pecados graves o que se ha
mantenido fiel a su deber de estado siempre: “Hijo, tú siempre estás
conmigo, y todo lo mío es tuyo”, pero que está un poco orgulloso de su
santidad, en este caso real, como para criticar a su padre lo que ha hecho y
juzgar duramente a su hermano, “somos como impuros todos nosotros, como paño
inmundo todas nuestras obras justas”7.
El hermano mayor vive con el padre y siempre ha estado con él, pero no ha
llegado a imitarlo completamente, “convenía celebrar una fiesta”, dice el
padre, pero él no lo entiende. Le falta interiorizarse para ser un verdadero
hijo que imite a su padre. Tiene que dar un paso para ser como su padre. Es
justo pero no perfecto. Su justicia hace agua en muchos puntos.
El hijo menor ha logrado algo que no ha podido el mayor, un grado profundo
de humildad. Los vaivenes de la vida lo humillaron y aceptados sus errores
lo hicieron humilde en gran medida. Esta es la interioridad y allí es el
encuentro verdadero con el padre. Nada y todo, criatura y Creador, pecado y
Salvador.
El hijo mayor de la parábola se enoja porque su padre es misericordioso.
¿Por qué muchas veces sentimos una especie de enojo cuando un pecador que ha
hecho muchas cosas malas cambia de vida? ¡Da la impresión que quisiéramos
que fuese juzgado y condenado ya! ¡Qué poco hemos calado en la misericordia
de Dios! Y el hijo mayor decía verdad. Había sido fiel sirviendo a su padre.
No había dejado de hacer lo que tenía que hacer, sin embargo, no se sentía
un siervo inútil sino alguien con derecho a recompensa y no con recompensa
futura sino actual. Había un cierto resentimiento hacia su padre que va a
aflorar en el regreso del hijo menor. “Nunca me has dado un cabrito para
tener una fiesta con mis amigos” y a él le matas el cordero engordado. No le
dijo más, pero podríamos sacar un montón de consecuencias de ello y al menos
el escándalo ante la actitud del padre, escándalo de imperfección podríamos
llamarlo, le superaba la perfección de su padre, no la entendía, estaba más
allá de sus pensamientos justos. El padre también fue misericordioso con él
y no le dio muchas vueltas al asunto: ¡hay que festejar! Quizá con el tiempo
comprendería su gran misericordia. Le bastaba al hijo darse cuenta que el
estar en comunión con el padre valía más que todo lo demás: “hijo, tú
siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”.
(1) Mt 9, 13
(2) Lc 19, 10
(3) San Agustín, Confesiones II, 10, 18…, 127.
(4) Cf. Lc 15, 1-3
(5) San Agustín, Confesiones V, 2, 2…, 194.
(6) v. 25-32
(7) Is 64, 5
Volver Arriba
Aplicación: San Alberto Hurtado - “¡Éste recibe
a los pecadores!”
"¡Éste recibe a los pecadores!" es la acusación que lanzaban contra
Jesucristo hipócritamente escandalizados los fariseos (Lc 15,2). "¡Éste
recibe a los pecadores!" Y ¡es verdad! Esas palabras son como la divisa
exclusiva de Jesucristo. ¡Ahí pueden escribirse sobre esa cruz, en la puerta
de ese Sagrario!
Divisa exclusiva porque si no es Jesucristo, ¿quién recibe
misericordiosamente a los pecadores? ¿Acaso el mundo?... ¿El mundo?... ¡por
Dios!, si se nos asomara a la frente toda la lepra moral de iniquidades que
quizás ocultamos en los repliegues de la conciencia, ¿qué haría el mundo
sino huir de nosotros gritando escandalizado: ¡Fuera el leproso!?
Rechazarnos brutalmente diciéndonos, como el fariseo, ¡apártate que manchas
con tu contacto!
El mundo hace pecadores a los hombres, pero luego que los hace pecadores,
los condena, los escarnece, y añade al fango de sus pecados el fango del
desprecio. Fango sobre fango es el mundo: el mundo no recibe a los
pecadores. A los pecadores no los recibe más que Jesucristo.
San Juan Crisóstomo: Miserere mei Deus, ¡Dios mío, ten misericordia de mí!
¿Misericordia pides? ¡Pues nada temas! Donde hay misericordia no hay
pesquisas judiciales sobre la culpa, ni aparato de tribunales, ni necesidad
de alegar razonadas excusas. ¡Grande es la borrasca de mis pecados, Dios
mío! Mayor es la bonanza de tu misericordia!
Jesucristo, luego que apareció en el mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y
después de los magos? ¡Al publicano! Y después del publicano a la meretriz,
¿y después de la meretriz? ¡Al salteador! ¿Y después del salteador? Al
perseguidor impío.
¿Vives como un infiel? Infieles eran los magos. ¿Eres usurero? Usurero era
el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la meretriz. ¿Eres homicida? Homicida
era el salteador. ¿Eres impío? Impío era Pablo, porque primero fue blasfemo,
luego apóstol; primero perseguidor, luego evangelista... No me digas: "soy
blasfemo, soy sacrílego, soy impuro". Pues, ¿no tienes ejemplo de todas las
iniquidades perdonadas por Dios?
¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has pecado mil veces? Haz penitencia mil
veces. A tu lado se pondrá Satanás para desesperarte. No lo sigas, antes
bien recuerda las 5 palabras "éste recibe a los pecadores" que son grito
inefable del amor, efusión inagotable de misericordia, y promesa
inquebrantable de perdón.
Cuán hermoso es tornando a tus huellas
De nuevo por ellas
seguro correr
No es tan dulce tras noche sombría
la lumbre del día
que empieza a nacer.
(San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad
Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 216-217)
Volver Arriba
Aplicación: San Juan Pablo II - La
reconciliación
Si somos verdaderamente discípulos y confesores de Cristo, que ha
reconciliado al hombre con Dios, no podemos vivir sin buscar, por nuestra
parte, esta reconciliación interior. No podemos permanecer en el pecado y no
esforzarnos para encontrar el camino que llega a la casa del Padre, que
siempre está esperando nuestro retorno.
En el curso de la Cuaresma, la Iglesia nos llama a la búsqueda de este
camino: “Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios” (2 Cor 5,20). Sólo
reconciliándonos con Dios en nombre de Cristo, podemos gustar “qué bueno es
el Señor” (Sal 33(34),9), comprobándolo, por decirlo así, experimentalmente.
No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo,
en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de
su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesionario, a veces
después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de
alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la
serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en
otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros
pecados, sino solo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión, recibe la
gracia de una vida nueva del espíritu, que sólo Dios puede concederle en su
infinita bondad. “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva
de sus angustias” (Sal 33(34),7).
Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y
profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro
entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en
nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de
los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos
fundamentales de la propia historia personal. Son tres los momentos claves
de la historia de este hijo, con el que se identifica, en cierto sentido,
cada uno de nosotros, cuando se da al pecado.
Primer momento: el alejamiento. Nos alejamos de Dios, como se había alejado
ese hijo del Padre, cuando empezamos a comportarnos respecto a cada uno de
los bienes que hay en nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes
recibidos en herencia. Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como
deber, como talento evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar
nuestra herencia, y, de este modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos
recibido. Por desgracia, nos comportamos, a veces, como si ese bien que hay
en nosotros, el bien del alma y del cuerpo, las capacidades, las facultades,
las fuerzas, fuesen de nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos
servirnos y abusar de cualquier manera, derrochándola y disipándola.
Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el
derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad,
aun cuando pueda parecer a veces, que precisamente el pecado nos permite
conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran
destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en
sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia
de la gracia.
El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y
del proceso de conversión. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente
lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al
vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: “Me levantaré e
iré a mi Padre” (Lc 15,18). Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que
ha vuelto las espaldas y con quien ha roto los puentes para poder pecar
“libremente”, para poder derrochar “libremente” los bienes recibidos. Debe
encontrarse con el rostro del Padre, dándose cuenta, como el joven de la
parábola, de haber perdido la dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna
en la casa paterna. Al mismo tiempo, deberá desear ardientemente retornar.
La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la
paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia
de la culpa y de la propia dignidad. Más aún, esta certeza deberá
presentarse como el único camino de salida, para emprenderlo con ánimo y
confianza.
Finalmente el tercer momento: el retorno. El retorno se desarrollará como
habla Cristo de él en la parábola. El Padre espera y olvida todo el mal que
el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es
culpable el hijo. Para el Padre sólo hay una cosa importante: que el hijo ha
sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que,
a pesar de todo, vuelva con el propósito de vivir de nuevo como hijo,
precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la
culpa.
“Padre, he pecado..., no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21).
La Cuaresma es el tiempo de una espera especialmente amorosa de nuestro
Padre en relación con cada uno de nosotros, que, aun cuando sea el más
pródigo de los hijos, se haga, sin embargo, consciente de la dilapidación
perpetrada, llame por su nombre al propio pecado, y finalmente se dirija
hacia Dios con plena sinceridad.
Este hombre debe llegar a la casa del Padre. El camino que allí conduce,
pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de
la enmienda. Como en la parábola del hijo pródigo, estas son las etapas de
la conversión. Cuando el hombre supere en sí mismo, en lo íntimo de su
humanidad, todas estas etapas, nacerá en él la necesidad de la confesión.
Esta necesidad quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza, pero cuando
la conversión es verdadera y auténtica, la necesidad vence a la vergüenza:
la necesidad de la confesión, de la liberación de los pecados es más fuerte.
Los confesamos a Dios mismo, aunque en el confesionario los escucha el
hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran
misterio que se ha realizado entre el hijo que retorna y el Padre.
En el período de Cuaresma esperan los confesonarios: esperan los confesores;
espera el Padre. Podríamos decir que se trata de un período de especial
solicitud de Dios para perdonar y absolver los pecados: el tiempo de la
reconciliación.
Nuestra reconciliación con Dios, el retorno a la casa de Padre, se realiza
mediante Cristo. Su pasión y muerte en la cruz se colocan entre cada uno de
los pecados humanos, y el infinito amor del Padre. Este amor, pronto a
aliviar y perdonar, no es otra cosa que la misericordia.
Cada uno de nosotros en la conversión personal, en el arrepentimiento, en el
firme propósito de la enmienda, finalmente en la confesión, acepta realizar
una personal fatiga espiritual, que es prolongación y reverbero lejano de
esa fatiga salvífica, que emprendió nuestro Redentor. He aquí cómo se
expresa el Apóstol de la reconciliación con Dios: “A quien no conoció el
pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de
Dios” (2 Cor 5,21). Por lo tanto, emprendamos nuestros esfuerzos de
conversión y de penitencia por Él, con Él y en Él. Si no lo emprendemos, no
somos dignos del nombre de Cristo, no somos dignos de la herencia de la
redención.
“El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha
hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado
consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación” (2 Cor.
5,17-18).
Que este amor (el amor de Cristo) haga brotar en nuestros corazones la misma
confianza profunda que brotó en el corazón del hijo de la parábola de hoy:
“Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre he pecado”.
(Homilía en la parroquia de Santa María de la Merced y San Adrián Mártir, 20
de febrero de 1983)
Volver Arriba
Aplicación: Benedicto XVI - ¿Qué sería nuestra
vida sin la revelación de un Dios Padre lleno de misericordia?
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de
los dos hijos, más conocido como parábola del "hijo pródigo" (Lc 15,11-32).
Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la
literatura de todos los tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el
arte, y más en general nuestra civilización, sin esta revelación de un Dios
Padre lleno de misericordia? No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la
escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre
nuevos. Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de
Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús
nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora
conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y
dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si
regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una
historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de
ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un
desarrollo positivo— llega a una relación madura, basada en el
agradecimiento y en el amor auténtico.
En estas etapas podemos ver también momentos del camino del hombre en la
relación con Dios. Puede haber una fase que es como la infancia: una
religión impulsada por la necesidad, por la dependencia. A medida que el
hombre crece y se emancipa, quiere liberarse de esta sumisión y llegar a ser
libre, adulto, capaz de regularse por sí mismo y de hacer sus propias
opciones de manera autónoma, pensando incluso que puede prescindir de Dios.
Esta fase es muy delicada: puede llevar al ateísmo, pero con frecuencia esto
esconde también la exigencia de descubrir el auténtico rostro de Dios. Por
suerte para nosotros, Dios siempre es fiel y, aunque nos alejemos y nos
perdamos, no deja de seguirnos con su amor, perdonando nuestros errores y
hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia
sí.
En la parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor se va
y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero
también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando
regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún, se
irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos
modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia
infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la
misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados
con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra
justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con
Dios.
Queridos amigos, meditemos esta parábola. Identifiquémonos con los dos hijos
y, sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos en sus brazos
y dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos ayude en esto la
Virgen María, Mater misericordiae.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 14 de marzo de 2010)
Volver Arriba
Aplicación:Directorio Homilético - Cuarto
domingo de Cuaresma
CEC 1439, 1465, 1481, 1700, 2839: el Hijo pródigo
CEC 207, 212, 214: Dios es fiel a sus promesas
CEC 1441, 1443: Dios perdona los pecados; los pecadores son reintegrados a
la comunidad
CEC 982: la puerta del perdón está siempre abierta para los que se
arrepienten
CEC 1334: el pan cotidiano de Israel es el fruto de la Tierra prometida
1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito
maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo
centro es "el Padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una
libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que
el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación
profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear
alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los
bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable
ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la
alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión.
El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta
vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que
vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de
Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el
abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de
belleza.
1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el
ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen
Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo
acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo
juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es
el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
1481 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en
forma deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: "Que
el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados,
y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas
sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio
de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga
comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los
siglos de los siglos. Amén."
CAPITULO PRIMERO: LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
1700. La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a
imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la
bienaventuranza divina (artícul o 2). Corresponde al ser humano llegar
libremente a esta realización (artículo 3). Por sus actos deliberados
(artículo 4), la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien
prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los
seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de
toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo
6). Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el
pecado y, si lo cometen, recurren como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31) a
la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así acceden a la
perfección de la caridad.
Perdona nuestras ofensas
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre.
Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada
vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no
dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos
volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos
pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza
con una "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su
Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la
redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo
eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su
Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).
III DIOS, "EL QUE ES", ES VERDAD Y AMOR
Dios, "El que es", se reveló a Israel como el que es "rico en amor y
fidelidad" (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las
riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su
benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su
constancia, su fidelidad, su verdad. "Doy gracias a tu nombre por tu amor y
tu verdad" (Sal 138,2; cf. Sal 85,11). El es la Verdad, porque "Dios es Luz,
en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1,5); él es "Amor", como lo enseña el
apóstol Juan (1 Jn 4,8).
Sólo Dios perdona el pecado
1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de
Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los
pecados en la tierra" (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados
están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad
divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo
ejerzan en su nombre.
1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y
su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación
que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio
del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del
"ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado "en
nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a través de él, exhorta y
suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).
Reconciliación con la Iglesia
1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también
manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los
vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los
había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de
que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, él mismo se sienta a su
mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios
(cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).
1444 Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los
pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores
con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa
particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te
daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los
cielos" (Mt 16,19). "Está claro que también el Colegio de los Apóstoles,
unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y
desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)" LG 22).
1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de
vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que
recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya.
La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con
Dios.
982 No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar.
"No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con
confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero" (Catech. R.
1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su
Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que
vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22).
Volver Arriba
Ejemplos
Alumbrando a otros
Hace cientos de años, había un hombre en una ciudad de Oriente. Un hombre
que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite
encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella. En
determinado momento, se encuentra con un amigo. EI amigo lo mira y de pronto
lo reconoce. Se da cuenta de que es Roberto, el ciego del pueblo entonces,
le dice:
- "¿Qué haces Roberto, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no
ves..."
Entonces, el ciego le responde:
- "Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las
calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando
me vean a mí... No sólo es importante la luz que me sirve a mí sino también
la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella. ¿No sabes que
alumbrando a otros, también me beneficio yo, pues evito que me lastimen
otros que no podrían verme en la oscuridad?"
Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto
por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil, muchas veces en vez de
alumbrar, oscurecemos mucho más el camino de los demás. ¿Cómo? A través del
desaliento, la crítica, el egoísmo el desamor, el odio, el resentimiento...
¡Qué hermoso sería si todos ilumináramos los caminos de los demás, sin
fijarnos si lo necesitan o no!. Llevar luz y no oscuridad. Si toda la gente
encendiera una luz, el mundo entero estaría iluminado y brillaría día a día
con mayor intensidad.
Todos pasamos por situaciones difíciles a veces, todos sentimos el peso del
dolor en determinados momentos de nuestras vidas, todos sufrimos en algunos
momentos y lloramos en otros. Pero no debemos proyectar nuestro dolor cuando
alguien desesperado busca ayuda en nosotros. No debemos exclamar como es
costumbre: "La vida es así" llenos de rencor y de odio. No debemos... al
contrario, ayudemos a los demás sembrando esperanza en ese corazón herido.
Nuestro dolor es y fue importante, pero se minimiza si ayudamos a otros a
soportarlo, si ayudamos a otro a sobrellevarlo.
Luz, demos luz. Tenemos en el alma el motor que enciende cualquier lámpara,
la energía que permite iluminar en vez de oscurecer. Está en nosotros saber
usarla. Está en nosotros ser Luz y no permitir que los demás vivan en las
tinieblas.
Volver Arriba