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Solemnidad de Corpus Christi C - Comentarios de Sabios y Santos I: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de los panes (Lc 9,10-17)

Comentario Teológico: San Pedro Julián Eymard - El testamento de Jesucristo

Santos Padres: San Agustín - La Eucaristía

Aplicación: San Pedro Julián Eymard (I) - Sacrificios de Jesús en la Eucaristía

Aplicación: San Pedro Julián Eymard (II) - El estado de gracia para la comunión

Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - ¡Misterio de la fe!

Aplicación: Benedicto XVI - Corpus Christi

Aplicación: San Juan Pablo Magno - Sacrificio y presencia

Ejemplos

 

 

La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas de la solemnidad



Exégesis: Alois Stöger - Regreso de los apóstoles y primera multiplicación de los panes (Lc 9,10-17)


10 Regresaron los apóstoles y contaron a Jesús todo lo que habían hecho. él los tomó consigo y se retiró a solas hacia una ciudad llamada Betsaida.

¿Cómo terminó la actividad de Jesús incrementada por los apóstoles? Salió a la luz la pregunta acerca de Jesús. Produjo inquietud hasta en la corte. Los apóstoles regresan y refieren lo que han hecho. ¿Qué habían logrado? ¿Cómo terminó la actividad en Galilea? Jesús se retiró a solas con los apóstoles. Herodes representaba un peligro. Había mandado decapitar a Juan. La exposición de Lucas apunta hacia adelante, al proceso de Jesús. El pueblo no alcanzó el verdadero conocimiento de Jesús. La más intensa actividad no logró el resultado que se habría podido esperar. El fin fue el retiro a la soledad, al borde más extremo de la tierra de Israel, hacia Betania, ciudad al nordeste del lago de Genesaret. Jesús tomó consigo sólo a los apóstoles: estos representaban lo único que podía considerarse como un éxito.


11 Pero al darse cuenta de ello la gente, lo siguieron. él los acogió y les hablaba del reino de Dios, al mismo tiempo que devolvía la salud a los que tenían necesidad de curación.

Hasta entonces había buscado Jesús al pueblo, personalmente o por medio de los apóstoles; ahora le busca el pueblo a él. Antes se decía que el pueblo le acogía, ahora acoge él al pueblo. Jesús no interrumpe su actividad. De nuevo habla del reino de Dios y de nuevo realiza curaciones. Sin embargo, se observa cierta reserva: curaba a los que tenían necesidad de curación. Pero todo sigue envuelto en la atmósfera luminosa de la infatigable bondad del Señor. Acogía amablemente al pueblo. Habla y cura sin cesar, infatigablemente, hasta el caer de la tarde, hasta que va declinando el día. Lo que hacía Jesús era también la primera instrucción sobre el modo como deben comportarse los apóstoles con el pueblo al que él busca.


12 Comenzaba ya a declinar el día, cuando se le acercaron los doce y le dijeron: Despide ya al pueblo, para que vayan a las aldeas y caseríos del contorno, a fin de que encuentren alojamiento y comida. pues aquí estamos en un lugar despoblado. 13 él les respondió: Dadles vosotros de comer. Pero ellos replicaron. No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar alimentos para todo el pueblo. 14 Pues había unos cinco mil hombres. Dijo entonces a sus discípulos: Haced que se sienten por grupos de unos cincuenta cada uno. 15 Lo hicieron así y se sentaron todos.

Se trataba de proporcionar al pueblo en el desierto albergue y alimentos. Como solución de esta dificultad proponen los apóstoles: Despídelos. Se sienten responsables del pueblo. ¿Pero era la verdadera solución la que ellos proponían de alejarlos de Jesús? La verdadera solución sólo puede consistir en que el pueblo vaya a Jesús.

Jesús encarga a los apóstoles que se cuiden del pueblo. Dadles vosotros de comer. ¿Pero cómo? Cinco panes y dos peces para cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños... Había otra posibilidad: la de comprar la comida para aquella muchedumbre. ¿Pero cómo reunir los medios para ello? Los discípulos se reconocen incapaces de remediar la necesidad. No pueden hacer nada si no interviene el Señor. Sólo pueden reconocer su apuro. Pero esto era necesario, pues sólo a los pobres y a los débiles se da el reino de Dios.

Los discípulos tienen que contribuir a la comida milagrosa. Se les ordena que hagan que la gente se siente en grupos de a cincuenta. Jesús quiere preparar un banquete. A la sazón de la salida de Egipto estaba dividido el campamento israelita por miles, por centenas, por cincuentenas y decenas. «Moisés eligió entre todo el pueblo a hombres capaces, que puso sobre el pueblo como jefes de millar, de cincuentena y de decena» (Exo_18:25). La Regla de guerra, del mar Muerto, contiene la misma organización de los destacamentos militares en la guerra santa de los hijos de la luz. El banquete pascual que se acercaba exigía agrupaciones de comensales. Se despiertan reminiscencias del gran pasado del pueblo y también esperanzas para el futuro. La gran muchedumbre que se había puesto en movimiento, debido también a la predicación de los apóstoles, se reúne ahora y se organiza como comunidad del reino de Dios. Vuelven a repetirse los grandes tiempos del éxodo; estamos ante los acontecimientos salvíficos de los últimos tiempos.


16 Tomó, pues, los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y los iba dando a los discípulos para que los sirviesen al pueblo. 17 Comieron todos hasta quedar saciados, y se recogieron, de lo que les sobró, doce canastos de pedazos.

Jesús actúa como padre de familia en medio de la gran comunidad que está sentada a la mesa. Como tal, tomó en sus manos los panes y los peces, los bendijo, y partió el pan. Con esta comida reúne como comunidad de comensales de los últimos tiempos a la comunidad aunada según el antiguo orden del campamento. él mismo designó como banquete la comunidad en el reino de Dios (22,30). El evangelista pone de relieve los cuatro actos puestos por Jesús al comienzo de la comida, porque en la comida milagrosa se insinuaba ya la celebración eucarística de la antigua Iglesia con su ritual. Con la comida en el desierto se representa anticipadamente el tiempo de la salvación. Viene a ser realidad en el banquete que celebra el Señor con sus apóstoles y que tiene su consumación en el reino que se espera.

Jesús bendijo los panes. Según Lucas no pronunció la acción de gracias sobre el pan, como era costumbre entre los judíos, sino que lo bendijo. Así se atribuye a la bendición de Jesús la alimentación de los muchos con aquellos pocos panes. Los discípulos repartieron la comida. Otorgó a los discípulos el que presidieran. Jesús es el dador, los discípulos los distribuidores. Todo procede de Jesús; los apóstoles son los mediadores enviados por él. Proclaman la buena nueva, curan enfermos y sacian al pueblo...

Todos quedaron saciados. Los pedazos de pan restantes se recogieron en canastos como los que llevaban consigo los soldados romanos como ración alimenticia del día. Cada uno de los doce apóstoles recogió todavía un canasto lleno. La comida no es un alimento que escasamente sacia, sino un banquete abundantísimo. Se inicia la exuberancia del tiempo mesiánico. Jesús dio de comer a su pueblo como segundo Moisés -como un Moisés más grande- en el desierto. Con poder y amor preparó una comida y los apóstoles colaboraron con sus servicios.

Con esto alcanza su punto culminante la revelación en Galilea. Jesús es el portador de la salud de los últimos tiempos. ¿Pero fue reconocido como tal?
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)



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Comentario Teológico: San Pedro Julián Eymard - El testamento de Jesucristo


Hic calix novam testamentum
est in meo sanguine.

“Este cáliz de mi sangre
es mi testamento”.
(1 Co 11, 25)


El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y cariño.

¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nos­otros!

¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz; el día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no dura más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!

Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.


I
Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacer testamento.

¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!

El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los ami­gos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.

Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene dónde reclinar la cabeza. Los que esperen de El algún bien temporal se lleva­rán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas...

¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían entonces ser dis­cípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.

Y, sin embargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, sí, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.

Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.

Toma las apariencias de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.

Esta es toda nuestra herencia: Nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren reci­birle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que El mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.


II
Admiremos las divinas invenciones del amor de nuestro señor Jesucristo. Sólo Él ha podido excogitar esta obra de amor.

¿Quién hubiera podido preverla, ni aun concebirla siquie­ra?... Ni los mismos ángeles. Sólo nuestro Señor pudo idearla.

¿Que tenéis necesidad de pan? Yo seré vuestro pan.

Jesús muere contento dejándonos este pan, ¡y qué pan!, como un padre de familia que pasa la vida trabajando sin otro fin que dejar a sus hijos al morir un pedazo de pan. ¿Podía darnos algo más, por ventura?

En su testamento de amor lo ha incluido todo: todas sus gracias, su misma gloria.

Así que podemos decir al Padre celestial: “Dadme, Señor, las gracias que necesito, cuyo precio satisfaré enteramente. Sí, Señor, os pagaré con Jesús sacramentado, pertenencia mía, propiedad mía, que se ha entregado a mí para que pueda ne­gociar con Vos todo lo que necesito. Todas vuestras gracias, vuestra misma gloria son inferiores, ¡oh Padre eterno!, al pre­cio que por ellas doy”.

Cuando pecamos tenemos una víctima que ofrecer por nuestras culpas, pues nos pertenece, es nuestra, y nos autoriza para hablar al Padre celestial en esta forma: “¡Oh Padre!, yo os la ofrezco y espero me perdonaréis por Jesús. Porque ¿no ha sufrido por mí con exceso y satisfecho superabundantemen­te por mis pecados?”

Por muchos y excelentes que sean los dones que Dios nos concede, siempre le podemos considerar como deudor nuestro, puesto que podemos retribuirle con Jesús, que es de valor infinitamente superior a todos los beneficios divinos, incluso el mismo cielo.

Cuando los sarracenos tenían preso a san Luis de Francia, esta nación les era deudora. Nosotros, poseyendo a Jesu­cristo, podemos decir que poseemos el cielo.

Aprovechémonos de este pensamiento; hagamos fructi­ficar a Jesucristo.

La mayor parte de los cristianos lo sepultan en su inte­rior o lo dejan envuelto en su sudario, sin valerse de él para conseguir el cielo y conquistar reinos a nuestro Señor. ¡Y cuántos hay que obran de este modo! Valgámonos de Jesús sacramentado para orar y reparar; paguemos las deudas contraídas, por medio de Jesús, cuyo precio es subido en ex­tremo.


III
Pero ¿cómo es posible que después de dieciocho siglos llegue íntegra hasta nosotros esta herencia?

Jesucristo la confió a los que constituyó tutores, los cuales la han conservado y administrado para entregárnosla al tiempo de nuestra mayor edad: dichos tutores son los apóstoles, y entre ellos su jefe indefectible; los apóstoles la transmitieron a los sacerdotes, y éstos nos ponen en posesión de ella. Abren el testamento a nuestro favor, y nos entregan nuestra Hostia, consagrada ya en el pensamiento de Jesús la noche misma de la cena, porque como para Jesucristo no hay pasado, presente ni futuro, nos conocía entonces muy bien a todos como buen Padre y consagró en potencia y en deseo todas nuestras hostias. Veinte siglos antes de nacer fuimos amados personalmente por Jesús.

Más aún: Jesucristo, al tenernos presentes en aquella hora, consagró para nosotros no una, sino cien, mil, todas las hostias que necesitáramos mientras viviésemos en la tie­rra. ¿Hemos parado mientes en esta idea? Nos quiso amar con exceso: todas nuestras hostias están preparadas. ¡Ah, no desperdiciemos ni una sola!

Nuestro Señor no viene a nosotros sino para producir frutos, ¿y le condenaremos a la esterilidad? ¡No, jamás! Hacedle fructificar por sí mismo: Negotiamini. ¡No de­jéis Hostias infecundas!

¡Cuán bueno es el Salvador!

La cena duró, próximamente, tres horas: fue la pasión de su amor. ¡Ah, qué caro costó este pan!

Se dice a veces que el pan es caro... pero, ¿qué compa­ración puede establecerse con el Pan celestial, con el pan de vida?

Comamos este pan, pues es nuestro. Nuestro Señor lo compró para nosotros y ya lo tiene pagado. Nos lo da..., ¡no hay más que tomarlo!

¡Qué honor!... ¡Qué amor!
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, Obras Eucarísticas, Eucaristía, Madrid, 1963, pp. 26-29)





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Santos Padres: San Agustín - La Eucaristía


1. ¿Qué palabras habéis oído de boca del Señor invitándonos? ¿Quién invitó? ¿A quiénes invitó y qué preparó? Invitó el Señor a sus siervos, y les preparó como alimento a sí mismo. ¿Quién se atreverá a comer a su Señor? Con todo, dice: Quien me come vive por mí. Cuando se come a Cristo, se come la vida. Ni se le da muerte para comerlo, sino que él da la vida a los muertos. Cuando se le come da fuerzas, pero él no mengua. Por tanto, hermanos, no temamos comer este pan por miedo de que se acabe y no encontremos después qué tomar. Sea comido Cristo; comido vive, puesto que muerto resucitó. Ni siquiera lo partimos en trozos cuando lo comemos. Y, ciertamente, así acontece en el sacramento; saben los fieles cómo comen la carne de Cristo: cada uno recibe su parte, razón por la que a esa gracia llamamos «partes». Se le come en porciones, y permanece todo entero; en el sacramento se le come en porciones, y permanece todo entero en el cielo, todo entero en tu corazón. En efecto, todo él estaba junto al Padre cuando vino a la Virgen; la llenó, pero sin apartarse de él. Venía a la carne, para que los hombres lo comieran, y, a la vez, permanecía íntegro junto al Padre, para alimentar a los ángeles. Para que lo sepáis, hermanos —los que ya lo sabéis, y quienes no lo sabéis debéis saberlo—, cuando Cristo se hizo hombre, el hombre comió el pan de los ángeles. ¿En base a qué, cómo, por qué camino, por mérito de quién, por qué dignidad iba a comer el hombre pan de los ángeles si el creador de los ángeles no se hubiera hecho hombre? Comámosle, pues, tranquilos; no se acaba lo que comemos; comámoslo para no acabar nosotros. ¿En qué consiste comer a Cristo? No consiste solamente en comer su cuerpo en el sacramento, pues muchos lo reciben indignamente, de los cuales dice el Apóstol: Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, come y bebe su condenación.

2. Pero ¿cómo ha de ser comido Cristo? Como él mismo lo indica: Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Así, pues, si él permanece en mí y yo en él, es entonces cuando me come y bebe; quien, en cambio, no permanece en mí ni yo en él, aunque reciba el sacramento, lo que consigue es un gran tormento. Lo que él dice: Quien permanece en mí, lo repite en otro lugar: Quien cumple mis mandamientos, permanece en mí y yo en él. Ved, pues, hermanos, que, si los fieles os separáis del cuerpo del Señor, hay que temer que muráis de hambre. El mismo dijo: Quien no come ni bebe mi sangre, no tendrá en sí la vida. Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el cuerpo y la sangre del Señor, es de temer que muráis; en cambio, si lo recibís y bebéis indignamente, es de temer que comáis y bebáis vuestra condenación. Os halláis en grandes estrecheces; vivid bien, y esas estrecheces se dilatarán. No os prometáis la vida si vivís mal; el hombre se engaña cuando se promete a sí mismo lo que no le promete Dios. Mal testigo, te prometes a ti mismo lo que la verdad te niega. ¿Dice la Verdad: «Si vivís mal, moriréis por siempre», y tú te dices: «Vivo ahora mal y viviré por siempre con Cristo»? ¿Cómo puede ser posible que mienta la Verdad y tú digas la verdad? Todo hombre es mentiroso. Así, pues, no podéis vivir bien si él no os ayuda, si él no os lo otorga, si él no os lo concede. Orad y comed de él. Orad y os libraréis de esas estrecheces. Él os llenará al obrar el bien y al vivir bien. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará con la alabanza y el gozo de Dios, y, una vez liberados de tan grandes estrecheces, le diréis: Libraste mis pasos bajo mí y no se han borrado mis huellas.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 132 A, 1-2, BAC, Madrid, 1983, pp. 173-175)



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Aplicación: San Pedro Julián Eymard (I) - Sacrificios de Jesús en la Eucaristía



Dilexit me et tradidit semetip­
sum pro me.

“Me amó y se entregó a sí
mismo a la muerte por mí”.
(Ga 2, 20)

Cuáles son los caracteres distintivos del amor? Uno solo: el sacrificio. El amor se conoce por los sacrificios que inspira o que acepta gustoso.

Un amor sin sacrificios es una palabra sin sentido, un egoísmo disfrazado.

¿Queremos conocer la grandeza del amor de Jesús para con los hombres en el misterio de la Eucaristía? Pues veamos los sacrificios que ha tenido que imponerse para realizarlo. Son los mismos que aceptó el hombre-Dios al tiempo de su pasión. Ahora como entonces, Jesucristo inmola su vida civil, su vida natural y su vida divina.

I
Durante la pasión, a la que le impulsaba su inmenso amor hacia nosotros, Jesucristo fue excluido de la ley; su pueblo reniega de Él y le calumnia, más El no pronuncia una sola palabra para defenderse; se pone a merced de sus enemigos y nadie le protege, más El no alega los derechos del último de los acusados. Todos sus derechos de ciudadano y de hombre honrado los inmola por la salvación y el amor de su pueblo.

En la Eucaristía Jesús acepta y continúa los mismos sacrificios. Inmola su vida civil, por cuanto está sin derecho alguno; la ley ni siquiera le reconoce su personalidad; al que es Dios y hombre a la vez, al Salvador de los hombres, apenas si las naciones por El redimidas le consagran una sola palabra en sus códigos. Vive en medio de nosotros y es desconocido. “Medius autem vestrum stetit quem vos nescitis”.

Tampoco se le conceden honores públicos. En muchos países hasta se ha suprimido la fiesta del Corpus. Jesucristo no puede salir, no puede mostrarse en público. ¡ Tiene que esconderse, porque el hombre se avergüenza de El! Non novi hominem!, ¡no le conozco! ¿Y sabéis quiénes son los que se avergüenzan de Jesucristo? ¿Serán acaso los judíos, o tal vez los mahometanos? No, ¡son cristianos!

La sagrada Eucaristía se encuentra sin defensa ni pro­tección humanas. Mientras no perturbéis e impidáis el ejer­cicio público del culto, ya podéis injuriar a Jesús y cometer los sacrilegios que queráis: son cosas en que nada tienen que ver las autoridades.

Por tanto, Jesús sacramentado queda sin defensa por parte de los hombres.

Pero ¿no vendrá el cielo en su defensa? Tampoco. Lo mismo que en el palacio de Pilatos y en casa de Caifás, Jesús es entregado por su Padre a la voluntad de los pecadores. Jesum varo tradidit voluntati eorum.

¿Es posible que Jesucristo supiese todo esto al instituir la Eucaristía y que con todo escogiese libremente ese estado? Sí; lo hizo así para servirnos de modelo en todo y ser nuestro consolador en las persecuciones y penalidades de la vida.

Así ha de permanecer hasta el fin del mundo, dándonos ejemplo y auxiliando con su gracia a cada uno de sus hijos. ¡Tanto nos ama!


II
Al sacrificio de sus derechos añade Jesús en su pasión la inmolación de todo aquello que constituye al hombre: inmola su voluntad, la bienaventuranza de su alma, que permitió fuese presa de tristeza sin igual, de su vida entera acabada en la cruz.

Y cual si fuese poco haberse inmolado así una vez, en la sagrada Eucaristía continúa renovando místicamente esta muerte natural.

Para inmolar la propia voluntad, obedece a su criatura el que es Dios; al súbdito el que es rey, al esclavo su libertador. Obedece a los sacerdotes, a los fieles, a los justos y a los pecadores, sin resistencia ni violencia ninguna, aun a sus mis­mos enemigos y a todos con la misma prontitud. No solamente en la misa, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, sino también en todos los momentos del día y de la noche, según las necesidades de los fieles. Su estado permanente es pura y simplemente un estado de obediencia. ¿Es ello posible? ¡Oh, si comprendiera el hombre el amor de la Eucaristía!

Durante su pasión Jesús estuvo atado, perdió su libertad: en la Eucaristía se ata a sí mismo; a manera de férreas ca­denas, le han sujetado sus promesas absoluta y perpetuamen­te, y le han unido inseparablemente a las sagradas especies las palabras de la consagración. Hállese en el santísimo Sa­cramento sin movimiento propio, sin acción, como en la cruz y como en el sepulcro, aunque posea la plenitud de la vida resucitada.

Jesús está, en absoluto, bajo la dependencia del hombre, como prisionero de amor; no puede romper sus ligaduras ni abandonar su prisión eucarística. Se ha constituido prisionero nuestro hasta el fin de los siglos. ¡A tanto se ha obligado y a tanto se extiende el contrato de su amor!

En cuanto a la bienaventuranza de su alma, claro está que, una vez resucitado, no puede suspender como en Getse­maní sus arrobamientos y goces; pero pierde su felicidad en los hombres, y en aquellos de sus miembros indignos, como son los malos cristianos. ¡Cuántas veces se corresponde a Jesús con la ingratitud y el ultraje! ¡Cuántas y cuántas imi­tan los cristianos la conducta de los judíos! Jesús lloró una vez sobre la ciudad culpable de Jerusalén; si ahora pudiese llorar en el santísimo Sacramento, ¡cuántas lágrimas le harían derramar nuestros pecados y la perdición eterna de los que se condenan! Como nos ama más, le aflige en mayor grado la ruina nuestra que la de los judíos!

Por fin, no pudiendo morir realmente en la sagrada Hos­tia, Jesús toma al menos un estado de muerte aparente. Se consagran separadamente las sagradas especies para significar el derramamiento de su preciosísima sangre, que al salir del cuerpo le ocasionó muerte tan dolorosa.

Se nos da en la santa Comunión; las sagradas especies son consumidas y como aniquiladas en nosotros.

Finalmente, Jesús se expone también a perder la vida sacramental cuando los impíos profanan y destruyen las san­tas especies.

Los pecadores que le reciben indignamente le crucifican de nuevo en su alma y le unen al demonio, dueño absoluto de sus corazones. Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei.


III
Jesús inmola también en la Eucaristía su vida natural cuanto lo permite su estado glorioso.

En la pasión no perdonó su vida divina; tampoco la perdona en la Eucaristía. Porque ¿qué gloria, qué majestad, qué poder aparecen en los tormentos de su pasión? Allí no se ve sino al varón de dolores, al maldito de Dios y de los hombres, a Aquel de quien había dicho Isaías que no le podía recono­cer, desfigurada como estaba su faz augusta por las llagas y las salivas.

Jesús, en su pasión, no dejó ver más que su amor. ¡Des­graciados aquellos que no quisieron reconocerle! Preciso fue que un ladrón, un facineroso, le adorase como a Dios y pro­clamase su inocencia, y que la naturaleza llorase a su criador.

En el Sacramento continúa Jesús con más amor todavía el sacrificio de sus atributos divinos.

De tanta gloria y de tanto poder como tiene sólo vemos una paciencia más que suficiente para escandalizarnos, si no supiésemos que su amor al hombre es infinito, llegando hasta la locura. Insanis, Domine!

Con cuyo proceder parece este dulce Salvador querer de­cirnos: ¿Acaso no hago lo bastante para merecer vuestro amor? ¿Qué más puedo hacer? ¡Indagad qué sacrificio me queda por consumar!

¡Desgraciados aquellos que menosprecian tanto amor! Se comprende que el infierno no sea castigo excesivo para ellos...

Pero dejemos esto... La Eucaristía es la prueba suprema del amor de Jesús al hombre, por cuanto constituye el supremo sacrificio.
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, Obras Eucarísticas…, pp. 45-48)



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Aplicación: San Pedro Julián Eymard (II) - El estado de gracia para la comunión

Probet autem setpsum homo,
et sic de pene illo edat et de
calice bibat.

“Examínese a sí mismo el
hombre antes de comer de este
pan y beber de este cáliz”.
(1 Co 11, 28.)


La Eucaristía es un pan delicioso; para comerlo, la pri­mera condición es la de vivir, a saber, poseer el estado de gracia. Tal es la primera y condición esencial: estar exen­to de pecado mortal.

Bien es verdad que la cortesía requiere pureza de pecados veniales y nos exige piedad y virtudes; pero todo esto es relativo y más exigible a un religioso que no a un seglar, a una persona que vive sola y retirada que no a quien está cargado de los cuidados de una familia. Por consiguiente, la ley general, indispensable, es estar exento de pecado mortal.

No tengamos, pues, temores exagerados, ni nos asusten fútiles espantos por lo que atañe a las condiciones para comulgar. ¿Poseéis el estado de gracia? ¿Queréis acercaros a Jesús y con El uniros? ¡Pues, comulgad! Más glorifica­réis a Dios y vuestras disposiciones serán más perfectas si tenéis virtudes; pero, aun en este caso, ¿quién podrá tener­se por bastante digno? La verdadera virtud es aquella que cree no tener nada. ¿Por ventura creéis tener el derecho de medir vuestras virtudes y vuestras cualidades para ver si merecéis la Comunión? Poneos muy bajo en vuestra estima y desead vivamente, que tal es la verdadera disposición.

Particularmente insisto en que tengáis pura la concien­cia. Si no, el pan de vida será para vosotros pan de muerte. Indudablemente que la Eucaristía no es para dar muerte; pero lo que pasa es que ya estabais muertos ames de reci­birla, y, una vez recibida, lo estáis dos veces.

San Pablo exige el estado de gracia cuando dice: “Exa­mínese el hombre antes de comer de este pan”. Y por co­mulgar algunos con conciencia manchada de culpa grave, les dijo que habían comido su propia condenación. Los tales crucifican en su corazón a Jesús, su propio juez.

La Eucaristía es el pan de vivos; lo dice nuestro Señor al anunciar este misterio: Yo soy el pan vivo; quien me co­miere vivirá en mí y por mí. Ved ahí dos vidas: la vida divina de Jesús en el alma y la vida del alma en Jesús.

Si es cierto que la Comunión es unión del alma con Jesús, preciso será que entre los dos términos haya cierto lazo, cierta igualdad que sea base de la unión, porque las cosas contrarias no se unen nunca. Imposible que la luz se mezcle con las tinieblas ni la muerte con la vida. Dado que Jesús está vivo al venir a nosotros, también nosotros debemos estarlo; si no la unión no será posible. Lograréis, sí, clavar al Señor en vuestro corazón por algunos instantes pero Él no se quedará, y lo que habréis hecho será ejercer contra El una violencia sacrílega.

Tengamos siempre presente esta condición esencial que es la pureza de conciencia. La Iglesia nos la inculca con ahínco por medio del concilio de Trento y terminantemente nos prohíbe comulgar sin antes confesarnos, siempre que la con­ciencia nos reproche algún pecado mortal y sea cual fuere nuestro arrepentimiento.


II
Aunque la Iglesia no nos pidiese tan terminantemente esta pureza, hasta la misma honradez nos la dictaría. La Comu­nión es el banquete, el festín nupcial del cordero. Jesucristo nos recibe a su mesa y nos alimenta con sus propias carnes; es a un tiempo convidado y festín: Dominus ipse conviva et conviditum; ipse comedens et qui comeditur. ¿Sería lícito presentarnos con porte desastroso? ¿Quién osaría correspon­der a una invitación con vestidos sucios? Nadie. Pues no dejemos de hacer por nuestro Señor lo que haríamos por uno cualquiera. Hemos venido a bodas regias. Los ángeles ro­dean a su Rey, sin que puedan, a pesar de su esplendente pureza, sentarse para participar del banquete. Si no tenéis su refulgente blancura, no os falte al menos la pureza de con­ciencia que Jesucristo os pide como condición de admisión a su mesa.


III
Por lo demás, todo en la Eucaristía nos invita a la pu­reza. ¿No habéis asistido a alguna primera Comunión? ¡Cuán bellos y puros son esos niños que en largas filas se siguen!

En el pan del altar, ¡qué pureza también! Es de trigo puro, al que se ha despojado de su corteza y convertido en harina. ¿Y cabe cosa más pura que la blanca harina? El pan ha sido amasado sin la levadura, que comunica al pan el germen de la corrupción. Bien hubiera podido Jesucristo es­cogerse otra materia de distinto color; pero entonces no ha­bríamos descubierto en ella todas estas lecciones de pureza...

Tan natural es la pureza cuando de la Comunión se trata, que si yo os dijera que comulgarais en estado de pecado mortal, de puro horror retrocederíais, antes querríais morir que consumar ese acto.

Aun cuando no os remuerde la conciencia más que ir con pecados veniales, no os atrevéis a comulgar. Bien lo pu­dierais, sin embargo, porque el pecado venial no es un obs­táculo radical para la Comunión. Pero no os atrevéis, porque sentís que no sois bastante dignos; vuestros vestidos no son todo lo lucidos que quisierais, y venís a pedir perdón. Bien está; ello atestigua vuestra delicadeza, pero muestra tam­bién cuán inseparable de la Comunión es la pureza.

Mirad a nuestro Señor antes de la cena: “Estáis limpios —les dice a los apóstoles—; pero algo de polvo os mancha todavía los pies; voy a quitároslo y purificaros por com­pleto”. Y nuestro Señor les lava los pies. Gran lección de humildad es ésta, sin duda; pero lo es incomparablemente más de pureza.

Tened, pues, viva el alma. Dícese que el mayor tormento para un mártir era verse atado vivo a un cadáver. Cien muertes prefiriera a esta tortura. Y no cabe duda, es un tor­mento atroz esta alianza forzada de la muerte con la vida. ¿Por qué, si esto es así, pretender atar a Jesucristo con un cadáver? ¡Cómo! ¿Queréis sepultar a Jesús?... ¡Ah, que sea al menos nuevo y puro el sepulcro!


IV
Pero la razón más eficaz para que las almas genuinamen­te cristianas sean puras es que Jesucristo entra en ellas con mayor o menor intimidad, según sea el grado de pureza.

Si vuestra pureza consiste tan sólo en estar exentos de pecados mortales, Jesús penetrará en vosotros y viviréis de su gracia: pero como Lázaro que, por vivo que estuviese, no podía obrar a causa de las ligaduras que le sujetaban todos los miembros, así la Comunión halla ciertas trabas para producir grandes obras de vida en vuestra alma. Purificaos más y más; volved con frecuencia a recobrar nuevas fuerzas y acabaréis venciéndoos completamente y produciendo los fru­tos de gracia y de buenas obras que Jesús espera de vosotros.

Cuando el que comulga está puro, de suerte que ni peca­dos veniales tenga, Jesús obra en él intensamente y sin que tropiece con obstáculos; inflama el corazón, excita la vo­luntad, ilumina el entendimiento y penetra hasta lo íntimo del corazón. Entra en la cámara de la amistad; ninguna telaraña ofende su vista; saborea el perfume de sus buenos deseos; se queda largo tiempo. Cosas del todo inefables pasan enton­ces entre el alma y Jesús. El alma adquiere una delicadeza inaudita; ella ya no cuenta, porque forma una sola cosa con Jesús, a quien le dice: “Tomadlo vos todo, reinad sobre todo y amémonos siempre; yo seré vuestra esclava por toda la eternidad”.

¡Cuán consolador es el que Jesús se nos una según el grado de nuestra pureza! ¡Sería de espanto, si viniera en ra­zón de nuestras buenas obras y de nuestras virtudes! ¿Qué son nuestras virtudes ante la santidad del Dios de las virtu­des? Pero estar puros, trabajar por estarlo cada vez más, basta para que Jesús nos venga a gusto.

Conservarnos puros, librarnos de todo lo que sea un ger­men de corrupción, adquirir transparencia y brillantez, tal es el trabajo que hemos de realizar en nuestra alma; pero tal es también el fruto de la Comunión; y, comulgando, la unión del alma con Jesús llega a ser continua aun en esta tierra y comienza la eterna que aguardamos en la gloria.
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, Obras Eucarísticas…, pp. 235-238)



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Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - ¡Misterio de la fe!


Unas semanas atrás, la Iglesia celebró litúrgicamente la Última Cena del Señor con sus Apóstoles. Fue el Jueves Santo, con sus misterios del Cenáculo: la humildad de Jesús, el lavatorio de los pies, la institución del sacerdocio católico, el testamento del Señor, la traición de Judas... Pero el misterio central, el Misterio de la Fe, es el invento supremo del amor de Cristo: la Eucaristía.

Cuando todas las fuerzas diabólicas y humanas buscaban la manera de erradicar de este mundo la presencia de Cristo, el Amor decidió hacerse presente, permanecer entre nosotros en el silencio de la Hostia.


1. "Hombre de poca fe..."(Mt. 8, 26)

En su sermón sobre "la Comunión", San Juan María Vianney destaca el anonadamiento del Verbo en el sacramento de la Eucaristía: "Dice San Pablo, que el Salvador, al vestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevó su humillación hasta anonadarse. Pero al instituir el sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de misericordia".

Ya Santo Tomás, al comienzo de su tratado sobre el Santísimo Sacramento, nos había enseñado que este sacramento permanece ininteligible si no nos acercamos a él en actitud de fe. Resultaría inútil tratar de entender con nuestra razón la presencia de un Dios que se esconde en la hostia.

Ante la Eucaristía, la razón debe hacer un humilde silencio, para dar paso a la fe. Es la fe que tuvieron los pastores cuando, guiados por los ángeles, se dirigieron al pesebre y allí encontraron a un niño en un establo. ¡Pero a ese Niño lo adoraron! ¡Era el Emmanuel, Dios con nosotros!

Es la fe que tuvieron los Magos. En la oscuridad de la noche se dejaron conducir por la luz tenue de una estrella. Y cuando llegaron al pesebre, ¿qué encontraron? Sólo a un humilde niño a quien adoraron y le hicieron regalos correspondientes a un Dios, a un Hombre y a un Rey. Al volver, ya no serían guiados por ninguna estrella. A partir de entonces recibirían la iluminación del "Sol que nace de lo alto".

Es la fe que tuvo la mujer que sufría de hemorragias desde hacía doce años. Ya había agotado la totalidad de su dinero en médicos humanos. Había llegado el momento de ir al médico divino, que no pide dinero sino fe. Con sólo tocar el manto de Jesús, esa mujer quedó sana del cuerpo y del alma: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad".

Es la fe de Bartimeo, el mendigo ciego, que clamó cuando Jesús pasaba. Ningún respeto humano lo retuvo, ni le importó el qué dirán. Él quería curarse. Con súplica humilde invocó a Cristo: "¡Hijo de David, ten piedad de mí!". La humildad atrae a Dios. Es la llave que abre el Corazón del Señor. No deja de llamar la atención la respuesta: "¿Qué quieres que haga por ti?". Bartimeo sólo le pide la visión física: "Maestro, ¡que yo pueda ver!". La visión de la fe no la pide, porque ya la tenía...

Es la fe del centurión en el Calvario. Jesús ya no es un niño en un pesebre, ni el Señor que impera sobre las aguas, o el que domina la muerte dando la vida a los muertos. Ante el centurión se encuentra "el crucificado", "sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas... como alguien ante quien se aparta el rostro", según lo vio Jesús proféticamente. Pero el romano, con su fe, logró ir más allá de lo que observaban sus ojos: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios".

Basten estos ejemplos para que nos sintamos impelidos a pedir en este día de la solemnidad del Cuerpo de Cristo, que el mismo Señor nos aumente nuestra fe, humilde pero firme, en su presencia real, escondida tras las apariencias del pan y del vino.

Lamentablemente no son pocos los que, si no niegan, al menos ponen en duda esta presencia divina. También a ellos el Señor les podría dirigir aquellas palabras que dijera en el evangelio: "Hombres de poca fe". El mismo Cristo profetizó que al fin de los tiempos habría una baja de la fe: "Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?".

Cuando Jesús hacía milagros y multiplicaba los panes, la multitud quería hacerlo rey. San Juan nos relata este episodio en su Evangelio. Allí podemos encontrar anticipadamente los misterios de la Semana Santa. Cuando dio de comer a la muchedumbre, la reacción fue positiva, inmediata y general: "Éste es el profeta que debe venir al mundo". Y querían apoderarse de Él para hacerlo rey. Así lo recibirían el domingo de Ramos: ¡Viva el Rey de los judíos! En esta ocasión, Jesús no se opuso, ni ocultó su dignidad: verdaderamente Él era rey. Pero al final del discurso del Pan de Vida, los más cercanos (no sus enemigos) dijeron: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién podrá escucharlo...? Y desde ese momento muchos de sus discípulos se alejaron de él". El abandono de tantos, que poco antes lo habían querido proclamar rey, nos lleva a pensar en el Jueves y Viernes Santo: en la Última Cena, Cristo entregó generosamente, de manera anticipada, su Cuerpo y su Sangre; luego, en las horas de la Pasión, sería cobardemente abandonado por sus "amigos".

Como decía el obispo español Manuel González, la Eucaristía no es en el Evangelio una casualidad, un accidente, una de tantas cosas bellas, un milagro más. Es el don supremo de Cristo, su amor llevado hasta el extremo. Sin embargo, cuando vemos tanto olvido de los sagrarios, tanta indiferencia frente a la Hostia divina, tan poco tiempo para adorar a Jesús, cuando observamos todas estas cosas nos preguntamos si realmente estamos convencidos de que Jesús se encuentra realmente presente en la Hostia.


2. "Si conocierais el Don de Dios..." (Jn. 4, 10)

Cuando el Doctor Angélico se pregunta acerca de las causas por las cuales Nuestro Señor ha querido quedarse en la Sagrada Eucaristía, recurre curiosamente a un texto de Aristóteles sobre la amistad. Según el gran filósofo, es natural que los amigos que se quieren busquen estar juntos. Así Cristo decidió quedarse entre nosotros en la Eucaristía.

La Eucaristía es el Don de Dios. Es el amor hecho entrega, presencia, alimento, fortaleza, alivio, consuelo. Es Cristo que quiere unirse con nosotros en bodas espirituales, hacerse con cada uno de nosotros "una sola carne". Aquel que dijo "Yo soy la Vida", ofrendó su vida para darnos la Vida. Amándonos, nos amó hasta el fin, según Él mismo nos lo dejara dicho: "No hay amor más grande que dar la vida por los amigos".

Hoy es un día solemne en el cual se suele llevar a cabo una procesión por las calles con el Santísimo Sacramento. Que la adoración sea la mejor expresión de nuestra fe, hoy manifestada públicamente. Muchos de los que nos verán pasar por las calles, tal vez todavía creen en la presencia real de Jesús en la Hostia, pero frecuentemente se trata de una fe no fecundada por el amor. Pensemos en todos los que han dejado la práctica de la misa dominical, o el precepto de comulgar al menos una vez al año; pensemos en tantos desprecios, sacrilegios, comuniones mal hechas; o en la manera de participar en la Santa Misa, la conducta en las Iglesias, las faltas de respeto según las modas... Es hora de reflexionar también sobre nuestra propia actitud. Todo nos lleva a preguntarnos qué ha pasado con nuestra fe. ¿Dónde quedó la fe que teníamos el día de la Primera Comunión? Ahora somos grandes y "maduros". Entendemos todo, nos sentimos satisfechos y hasta poderosos. Ya no conocemos el "Don de Dios"...

Dentro de unos instantes vamos a recibir la Sagrada Comunión. Cristo, el "Amor de los Amores, estará aquí". Pidámosle entonces que aumente nuestra fe y nuestro amor a la Sagrada Eucaristía.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 184-188)





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Aplicación: Benedicto XVI - Corpus Christi



El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la Eucaristía. Por esto, hoy, en la solemnidad del Corpus Christi se nos invita a meditar en la relación entre la Eucaristía y el sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura de Melquisedec. El breve pasaje del Libro del Génesis (cf. 14, 18-20) afirma que Melquisedec, rey de Salem, era «sacerdote del Dios altísimo» y por eso «ofreció pan y vino» y «bendijo a Abram», que volvía de una victoria en batalla. Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Así, el Mesías no sólo es proclamado Rey sino también Sacerdote. En este pasaje se inspira el autor de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y nosotros lo hemos repetido en el estribillo: «Tú eres sacerdote eterno, Cristo Señor»: casi una profesión de fe, que adquiere un significado especial en la fiesta de hoy.

Es la alegría de la comunidad, la alegría de toda la Iglesia que, contemplando y adorando el Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús, sumo y eterno Sacerdote. La segunda lectura y el Evangelio, en cambio, centran la atención en el misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cf. 11, 23-26) está tomado el pasaje fundamental, en el que san Pablo recuerda a la comunidad el significado y el valor de la «Cena del Señor», que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corrían el riesgo de perderse. El Evangelio, en cambio, es el relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los evangelistas y que anuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la oración de Cristo, en el acto de partir el pan. Naturalmente, hay una neta diferencia entre los dos momentos: cuando parte los panes y los peces para las multitudes, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que no dejará que falte el alimento a toda esa gente. En la última Cena, en cambio, Jesús convierte el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan alimentarse de él y vivir en comunión íntima y real con él.

Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea Jesús se alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33). También en el interior del templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto típicamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, actividades que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Así pues, a Jesús no se le reconoce como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. Incluso su muerte, que los cristianos con razón llamamos «sacrificio», no tenía nada de los sacrificios antiguos, más aún, era todo lo contrario: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, llevada a cabo fuera de las murallas de Jerusalén. Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida las palabras sencillas que describen a Melquisedec: «Ofreció pan y vino» (Gn 14, 18).

Es lo que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radica todo el sentido del misterio de Cristo, como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: «En los días de su vida mortal —escribe el autor refiriéndose a Jesús— ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su pleno abandono a él. Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia; y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (5, 7-10). En este texto, que alude claramente a la agonía espiritual de Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su «hora», que lo lleva a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. La trágica prueba que Jesús afronta, vivida en esta oración, se transforma en ofrenda, en sacrificio vivo. Dice la Carta a los Hebreos que Jesús «fue escuchado». ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en Jesús que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se convirtió en «causa de salvación» para todos los que le obedecen. Es decir, se convirtió en sumo sacerdote porque él mismo tomó sobre sí todo el pecado del mundo, como «Cordero de Dios». Es el Padre quien le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley de Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un orden profético, que sólo depende de su singular relación con Dios. Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia».

El sacerdocio de Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue «hecho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta transformación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar a todos los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente traducido con «hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la Biblia— siempre se usa para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubrimiento es muy valioso, porque nos aclara que la pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero llegó a serlo de modo existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por encima de toda criatura, lo constituyó Mediador universal de salvación. Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Venid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.
(Homilía del PAPA BENEDICTO XVI Basílica de San Juan de Letrán, jueves 3 de junio de 2010)





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Aplicación: San Juan Pablo Magno - Sacrificio y presencia


1. Sacramento del sacrificio
La institución de la Eucaristía fue siempre considerada como el sacramento más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grande. “He aquí el pan de los ángeles, convertido en pan de los caminantes” (secuencia), “...no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58).

¿Por qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini? La respuesta es fácil. Esta solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaúm; al oírle, “muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían”, mientras los Apóstoles respondieron por boca de Pedro: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,66-68). La Eucaristía encierra en sí el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene su anticipo y su comienzo.

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn. 6,54). Eso vale ya para el mismo Cristo, que inicia el triduo pascual el Jueves Santo, con la Ultima Cena, es condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo, y resucitará al tercer día. La Eucaristía es el sacramento de esa muerte y de esa resurrección.


2. Cuerpo y Sangre de Cristo

En ella, el Cuerpo de Cristo se transforma verdaderamente en comida y la Sangre en bebida para la vida eterna, para la resurrección. En efecto, el que come ese Cuerpo eucarístico del Señor y bebe en la Eucaristía la Sangre derramada por Él para la redención del mundo, llega a esa comunión con Cristo, de la que el Señor mismo dice: “Permanece en mí y yo en él” (Jn 15,4). Y el hombre, permaneciendo en Cristo, en el Hijo que vive del Padre, vive también, mediante Él, de esa vida que constituye la unión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo: vive la vida divina.

Celebramos, por tanto, la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo el jueves después de la Santísima Trinidad, para poner de relieve precisamente esa Vida que nos da la Eucaristía. Mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo permanece en ella un reflejo más completo de la Santísima Trinidad, de modo que la Vida divina, es participada, en este sacramento, por nuestras almas. Este es el misterio más profundo, más íntimo que asumimos con todo nuestro corazón, con todo nuestro “yo” interior. Y lo vivimos en la intimidad, en el recogimiento más profundo, sin encontrar ni las palabras justas, ni los gestos adecuados para corresponder a él. Las palabras más exactas quizá sean éstas: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo...” (Mt 8,8), unidas a una actitud de adoración profunda.


3. Culto privado y público

Sin embargo, existe un único día -y un determinado tiempo- en el que nosotros queremos dar, a una realidad tan íntima, una especial expresión exterior y pública. Esto sucede precisamente hoy. Es una expresión de amor y de veneración.

Cristo pensando en su muerte, de la que dejó su propio memorial en la Eucaristía, ¿no dijo acaso una vez “Padre, glorifícame cerca de Ti mismo, con la gloria que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese”? (Jn 17,5).

Cristo permanece en esa gloria después de la resurrección. El sacramento de su expoliación y de su muerte es al mismo tiempo el sacramento de esa gloria en la que permanece. Y aunque a la glorificación, de que goza en Dios, no corresponde ninguna expresión adecuada de adoración humana, es justo sin embargo, que con la Eucaristía del Jueves Santo se enlace también esa liturgia especial de adoración, que lleva consigo la fiesta de hoy. Este es el día en que no solamente recibimos la Hostia de la vida eterna, sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena.

Caminamos por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del Señor, todos tienen o pueden tener en sí la vida (cfr. Jn 6,53). Y para que respeten esa nueva vida que hay en el hombre.
Iglesia santa, alaba a tu Señor! Amén.
(Homilía del BEATO JUAN PABLO II el día 8 de Junio de 1980)



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Ejemplos

Casi se mueren


La Eucaristía es todo lo bueno
La Eucaristía es todo lo bueno, todo lo hermosos de Dios, de Cristo y de nosotros. La Eucaristía es el compendio de todas las maravillas de las obras del Altísimo. Es la nueva creación, en la que no se crea un mundo, sino que se crea un Dios. La Eucaristía es la nueva Encarnación, en la que de nuevo el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, se humaniza y como que se encarna en la hostia del altar. La Eucaristía es la nueva Redención, porque la Eucaristía es la nueva representación de la crucifixión y muerte de Cristo. La Eucaristía es el compendio de todos los milagros, es la suma de todas las virtudes, el gozo del divino amor.

Cuando el profeta Zacarías nos grita alborozado: “¡Que prosperidad y hermosura! El trigo hará crecer a los jóvenes y el vino que engendra vírgenes” (Zac. 9,17), pretende que surja en nosotros un hambre y una sed de Eucaristía, enseñándonos que este deseo de recibir a Cristo es la mejor preparación para la Santa Comunión. Para tomar provechosamente la comida corporal no hay mejor preparación que el apetito. El apetito hace sabroso todo lo insípido, digiere e incorpora lo más indigesto. De aquí ha surgido el conocido aforismo: “el mejor condimento de la comida es el hambre”. Eso pasa también con la comida espiritual del Cuerpo de Cristo. Por eso el Crisóstomo enseña que el que se acerca con avidez a ella recibe todos los frutos de esta comida divina. Debe acercarse como si en ella acercara los labios al costado de Cristo y en él bebiera su Sangre Divina, que al fin y al cabo es lo que hace. Como el niño hambriento, se acerca al pecho de su madre. Así pues acerquémonos nosotros con la misma ansia a esta mesa a beber la gracia del espíritu, y no haya para nosotros mayor dolor que privarnos de ella. Decía Santo Tomás: “nadie puede dignamente descubrir la suavidad de este Sacramento, por el cual se gusta en su misa fuente la dulzura espiritual y se renueva la memoria de Aquel que nos dio muestras de su Pasión de su excelentísima caridad”.

Y Zacarías llamaba a este Pan el trigo de los jóvenes, porque al recibirlo da a nuestra alma vigor de juventud. Cuando recibimos la Sangre de Cristo derramada por nosotros, sentimos unas nuevas fuerzas que nos preparan a derramar nosotros la sangre por Él. Es más fuerte que la muerte el amor, y el amor en la Eucaristía nos hace fuertes para soportar los dolores, para luchar contra los demonios, para vencer en los combates de la vida, para ganar el cielo.

Y al mismo tiempo la Eucaristía es el vino que engendra las vírgenes, el Sacramento de la castidad. La Carne virginal de Cristo, que nos alimenta nos hace semejantes a Él, castos, inmaculados, vírgenes. Así nos prepara para cantar en el reino celestial, rodeando al Cordero Divino, aquel cántico nuevo reservado a los que pasaron por la vida sin mancillar su pureza y en casta y perfecta virginidad.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo V, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 138-139)


(Cortesía: iveargentina.org et alii)



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