Solemnidad de Corpus Christi, Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo B: Comentarios de Sabios y Santos II - Ayudados por ellos preparemos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración Eucarística
Recursos adicionales para la preparación
Santos Padres: San Agustín - Yo soy el pan de vida
Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Corpus Christi
Aplicación: San Juan Pablo II - Glorifica al Señor Jerusalén
Aplicación: SS. Benedicto XVI - "Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre".
Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Corpus
Christi - B
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Las Lecturas del Domingo
Santos
Padres: San Agustín - Yo soy el pan de vida
10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: En verdad, en verdad os
digo que quien cree en mí posee la vida eterna. Quiso descubrir lo que era,
ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo
Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene
a mí, y el que viene a mí me posee. ¿Qué es poseerme a mí? Poseer la vida
eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero
en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que
pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano.
Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació
allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con
el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. El que cree en mí,
dice, tiene la vida eterna, que no es lo que aparece, sino lo que está
oculto. «La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el
Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres». El mismo que es vida
eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, más
al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que
resucita, está la muerte, que fue aniquilada.
11. Yo soy, dice, el pan de vida. ¿De qué se enorgullecían? Vuestros padres,
continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron. ¿De qué nace
vuestra soberbia? Comieron el maná y murieron. ¿Por qué comieron y murieron?
Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso
precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo
que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por
ventura nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron
aquéllos, como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta
muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la
muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los
padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y
allí comieron otros muchos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por
qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y
espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser
espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento
visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del
sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el
mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: El mismo come y bebe su
condenación. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo
comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No
porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado
lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del
cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos
pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros
al altar, mirad lo que decís: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también.
Acércate con confianza, que es pan, no veneno. Más examínate si es verdad
que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no
puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El
bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por
dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te
corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y
murmuradores padres de éstos, son perversos e infieles y murmuradores como
ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo
que con sus murmuraciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor
presentarlos como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto:
¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres
murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron,
no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala
disposición.
12. Este es el pan que descendió del cielo. El maná era signo de este pan,
como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos
sacramentales: como signos, son distintos; más en la realidad por ellos
significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: No quiero,
hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y
que todos atravesaron el mar, y que todos fueron bautizados bajo la
dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo
manjar espiritual. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el
corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta;
pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros
padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de
aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: Y todos bebieron la misma
bebida espiritual. Una cosa bebieron ellos, otra dis-tinta nosotros; mas
sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud
espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma
piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y
ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo verdadero
es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra
con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. Este es,
pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no
muera. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento
visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo
come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.
13. Yo soy el pan vivo que descendí del cielo. Pan vivo precisamente, porque
descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la
sombra, éste la verdad. Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente;
y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo. ¿Cuándo iba
la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el
nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la
carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que
esto era demasiado y que no podía ser. Mi carne, dice, es la vida del mundo.
Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de
Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu
de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo.
Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y
tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es
alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo
que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la
vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu?
Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si
vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente
de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de
Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu
espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El
mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí
que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: Somos muchos un solo
pan, un solo cuerpo. ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y
qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe
de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a
este cuerpo, para que tenga participación de su vida. No le horrorice la
unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado;
ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello,
proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para
Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.
14. Discutían entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer
su carne? Altercaban, es verdad, entre sí, porque no comprendían el pan de
la concordia, y es más, no querían comerlo; pues los que comen este pan no
discuten entre sí: Somos muchos un mismo pan y un mismo cuerpo. Por este pan
hace Dios vivir en su casa de una misma y pacífica manera.
15. A la cuestión causa de litigio entre ellos, es a saber: ¿Cómo es posible
que pueda darnos el Señor a comer su carne, no contesta inmediatamente, sino
que aún les sigue diciendo: En verdad, en verdad os digo que, si no coméis
la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros. No sabéis cómo se come este pan ni el modo especial de comerlo;
sin embargo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su
sangre, no tendréis vida en vosotros. Esto, es verdad, no se lo decía a
cadáveres, sino a seres vivos. Así que, para que no entendiesen que hablaba
de esta vida (temporal) y siguiesen discutiendo de ella, añadió en seguida:
Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna. Esta vida, pues,
no la tiene quien no come este pan y no bebe esta sangre. Pueden, sí, tener
los hombres la vida temporal sin este pan; mas es imposible que tengan la
vida eterna. Luego quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene en sí
mismo la vida; pero sí quien come su carne y bebe su sangre tiene en sí
mismo la vida, y a una y a otra les corresponde el calificativo de eterna.
No es así el alimento que tomamos para sustentar esta vida temporal. Es
verdad que quien no lo come no puede vivir; pero también es verdad que no
todos los que lo comen vivirán; pues sucede que muchos que no lo comen, sea
por vejez, o por enfermedad, o por otro accidente cualquiera, mueren. Con
este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del Señor, no
sucede así. Pues quien no lo toma no tiene vida, y quien lo toma tiene vida,
y vida eterna. Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre
el cuerpo y sus miembros, que es la Iglesia santa, con sus predestinados, y
llamados, y justificados, y santos ya glorificados, y con los fieles. La
primera de las condiciones, que es la predestinación, se realizó ya; la
segunda y la tercera, que son la vocación y la justificación, se realizó ya,
y se realiza, y se seguirá realizando; y la cuarta y la última, que es la
glorificación, ahora se realiza sólo en la esperanza y en el futuro será una
realidad. El sacramento de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo
y de la sangre de Cristo, se prepara en el altar del Señor, en algunos
lugares todos los días y en otros con algunos días de intervalo, y es comido
de la mesa del Señor por unos para la vida, y por otros para la muerte. Sin
embargo, la realidad misma de la que es sacramento, en todos los hombres,
sea el que fuere, que participe de ella, produce la vida, en ninguno la
muerte.
16. Y para que no se les ocurriese pensar que con este manjar y bebida se
promete la vida eterna en el sentido de que quienes lo comen no mueren ni
aun siquiera corporalmente, tiene el Señor la dignación de adelantarse a
este posible pensamiento. Porque después de haber dicho: Quien come mi carne
y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, añadió inmediatamente: Y yo le
resucitaré en el día postrero. Para que, entretanto, tenga en el espíritu la
vida eterna con la paz, que es la recompensa del alma de los santos; y, en
cuanto al cuerpo se refiere, no se encuentre defraudado tampoco de la vida
eterna, sino que la tenga en la resurrección de los muertos en el día
postrero.
17. Porque mi carne, dice, es una verdadera comida, y mi sangre es una
verdadera bebida. Lo que buscan los hombres en la comida y bebida es apagar
su hambre y su sed; más esto no lo logra en realidad de verdad sino este
alimento y bebida, que a los que lo toman hace inmortales e incorruptibles,
que es la sociedad misma de los santos, donde existe una paz y unidad plenas
y perfectas. Por esto, ciertamente (esto ya lo vieron antes que nosotros
algunos hombres de Dios), nos dejó nuestro Señor Jesucristo su cuerpo y su
sangre bajo realidades, que de muchas se hace una sola. Porque, en efecto,
una de esas realidades se hace de muchos granos de trigo, y la otra, de
muchos granos de uva.
18. Finalmente, explica ya cómo se hace esto que dice y qué es comer su
cuerpo y beber su sangre. Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y
yo en él. Comer aquel manjar y beber aquella bebida es lo mismo que
permanecer en Cristo y tener a Jesucristo, que permanece en sí mismo. Y por
eso, quien no permanece en Cristo y en quien Cristo no permanece, es
indudable que no come ni bebe espiritualmente su cuerpo y su sangre, aunque
materialmente y visiblemente toque con sus dientes el sacramento del cuerpo
y de la sangre de Cristo; sino antes, por el contrario, come y bebe para su
perdición el sacramento de realidad tan augusta, ya que, impuro y todo, se
atreve a acercarse a los sacramentos de Cristo, que nadie puede dignamente
recibir sino los limpios, de quienes dice: Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios.
19. Así como mi Padre viviente, dice, me envió y yo vivo por mi Padre, así
también quien me come a mí vivirá por mí. No dice: Así como yo como a mi
Padre y vivo por mi Padre, así quien me come a mí vivirá por mí. Pues el
Hijo no se hace mejor por la participación de su Padre, porque es igual a Él
por nacimiento; mientras que nosotros sí que nos haremos mejores
participando del Hijo por la unidad de su cuerpo y sangre, que es lo que
significa aquella comida y bebida. Vivimos, pues, nosotros por El mismo
comiéndole a Él, es decir, recibiéndole a Él, que es la vida eterna, que no
tenemos de nosotros mismos. Vive El por el Padre, que le ha enviado; porque
se anonadó a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de cruz. Si tomamos
estas palabras: Vivo por el Padre, en el mismo sentido que aquellas otras:
El Padre es mayor que yo, podemos decir también que nosotros vivimos por El,
porque Él es mayor que nosotros. Todo esto es así por el hecho mismo de ser
enviado. Su misión es, ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su
aceptación de forma de siervo; lo cual rectamente puede así decirse, aun
conservando la identidad absoluta de naturaleza del Hijo con el Padre. El
Padre es mayor que el Hijo-hombre; pero el Padre tiene un Hijo-Dios, que es
igual a Él, ya que uno y el mismo es Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del
hombre, que es Cristo Jesús. Y en este sentido dijo (si se entienden bien
estas palabras): Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre,
así quien me come vivirá para mí. Como si dijera: La razón de que yo viva
por el Padre, es decir, de que yo refiera a Él como a mayor mi vida, es mi
anonadamiento en el que me envió; más la razón de que cualquiera viva por mí
es la participación de mí cuando me come. Así, yo, humillado, vivo por el
Padre, y aquel, ensalzado, vive por mí. Si se dijo Vivo por el Padre en el
sentido de que El viene del Padre y no el Padre de Él, esto se dijo sin
detrimento alguno de la identidad entre ambos. Pero diciendo: Quien me come
a mí, vivirá por mí, no significa identidad entre Él y nosotros, sino que
muestra sencillamente la gracia de mediador.
20. Este es el pan que descendió del cielo, con el fin de que, comiéndolo,
tengamos vida, y que de nosotros mismos no podemos tener la vida eterna. No
como comieron, dice, el maná vuestros padres, y murieron; el que come este
pan vivirá eternamente. Aquellas palabras: Ellos murieron, quieren
significar que no vivirán eternamente. Porque morirán en verdad
temporalmente también quienes coman a Cristo; pero viven eternamente, ya que
Cristo es la vida eterna.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIII), Tratado 26,
10-20, BAC Madrid 19682, 582-93)
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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Corpus Christi
Celebramos hoy el mismo misterio que conmemoramos el Jueves Santo, pero
ahora sin el telón de fondo de la Pasión sangrienta. En aquel día, ya
remoto, recordamos la doble entrega: la de Judas y la de Cristo, la entrega
de Judas para la muerte, la entrega de Cristo para la vida. Hoy la Iglesia
cubre con el velo de su piedad la negrura de la traición para que resalte el
resplandor puro de la liberalidad divina.
1. ENCARNACION Y EUCARISTIA
La Eucaristía es, en cierto modo, la prolongación de la Encarnación del
Verbo. En virtud de esta última, Dios se unió, en desposorio indisoluble,
con la naturaleza humana. De por sí, hubiera querido unirse íntimamente con
cada uno de nosotros, como lo hizo con su propia humanidad. Pero ello era
imposible. Sin embargo, la delicadeza de su amor encontró la manera:
convirtió su carne en alimento y nos la dio, para que al comerla nos
uniéramos con El, nos hiciéramos una cosa con El, nos transformáramos en El.
Así la unión personal que no pudo realizarse en la Encarnación, se lleva a
cabo gracias a este banquete singular.
2. SACRIFICIO Y EUCARISTIA
Pero la Eucaristía no sólo continúa la Encarnación sino también el
Sacrificio de la Cruz. Lo que hizo Moisés, según escuchamos en la primera
lectura, de tomar la sangre y rociar con ella al pueblo diciendo: "Esta es
la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con vosotros", no fue sino
el preludio de lo que realizó Jesús en la Ultima Cena, como nos lo relata el
evangelio de hoy, al decir: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que
se derrama por muchos". Primera y segunda alianza, la de Moisés y la de
Cristo, la sellada con sangre de animales y la sellada con la sangre de
Cristo. Por esto, como oímos en la epístola, "Cristo es mediador de una
nueva alianza entre Dios y los hombres, a fin de que, habiendo muerto para
redención de los pecados cometidos en la primera alianza, los que son
llamados reciban la herencia eterna que ha sido prometida".
Pues bien, el sacrificio de Cristo es el origen de nuestra Eucaristía.
Cristo debió ser triturado en la Cruz para que pudiera ofrecerse en alimento
a nuestros dientes de leche. La Eucaristía será siempre la Cruz que revive a
lo largo de la historia.
Cada vez que comulgamos, Cristo se encarna de algún modo en nosotros,
después de haberse dejado inmolar sacramentalmente en la misa.
3. LA EUCARISTIA: SACRAMENTO DE LA UNIDAD PERSONAL
Unión tan íntima como no la podíamos ni soñar. Ya nuestros cuerpos por la
gracia son miembros de Cristo, pero ello era todavía poco para el amor
omnipotente de Dios. Deseaba unirse. Y no tan sólo por una presencia visual
o táctil. Quiso dejarse comer por nosotros.
Quiso que lo asimilásemos, como se asimila un alimento. Extraño modo el de
esta asimilación, porque aquí el alimento es superior a aquel que lo
consume, y por tanto no somos nosotros quienes lo asimilarnos, sino el
alimento el que nos asimila a él. Por eso San Agustín puso en boca de Cristo
estas palabras: "No eres tú el que me convertirás en ti, sino que soy yo el
que te convertiré en mi'. O, si se prefiere, hay una doble comunión: yo lo
comulgo y El me comulga. De ahí lo que dijo el mismo Señor: "El que come mi
carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él". Derramarse por
nuestras articulaciones, ser la carne de nuestra carne, la vida de nuestra
vida, volcar su sangre por nuestras venas para que circulara juntamente con
la nuestra, hacernos concorpóreos y consanguíneos suyos.
Este era el sueño de Dios: serán dos en una sola carne. Una unión nupcial y
fecundante.
4. LA EUCARISTIA: SACRAMENTO DE LA UNIDAD ECLESIAL
Pero ello no es todo. Si bien la Eucaristía es el sacramente de la unidad
personal, también es el sacramento de la unidad de la Iglesia. Es el tema de
la oración sobre las ofrendas de la misa de hoy: "Señor, con tu bondad
concede a tu Iglesia los dones de la unidad y la paz, sacramentalmente
significados en las ofrendas que te presentamos".
Porque si bien es cierto que Cristo se nos da en alimento, no es sólo para
unimos personalmente con El, sino para reunirnos a todos en Sí. Se reparte,
pero para congregarnos en la unidad Todos nosotros, por naturaleza, estamos
divididos en nuestra: propias individualidades, pero al alimentarnos de una
sola carne nos fundimos en un solo Cuerpo. "Que sean uno, Padre, come tú y
yo somos uno, que sean consumados en la unidad". Ninguna división puede
sobrevenir en el interior de Cristo.
Por la Eucaristía comulgamos a la Iglesia. Comulgar a Cristi es, de alguna
manera, comulgar también a la Iglesia. Al clamo: la hostia el celebrante nos
dice: "El Cuerpo de Cristo", es decir aquí está el cuerpo físico de Cristo,
pero también en cierto moda está aquí su cuerpo místico, la Iglesia, todos
los miembros de si cuerpo. Y respondemos "Amén" al misterio de Cristo, del
Cristo total, no permitiéndonos disociar su cuerpo físico de su cuerpo
místico.
Nuestro encuentro con Cristo debe ser, así, el fundamento de nuestra
caridad. "Si pues todos participamos del mismo pan —escribe San Juan
Crisóstomo— y todos nos hacemos una misma cosa, ¿por qué no manifestamos la
misma caridad, y con ello nos convertimos en una misma cosa?".
5. EUCARISTIA Y ESCATOLOGIA
Una cosa con Cristo. Una cosa entre nosotros en Cristo. Pero esta maravilla
no es terminal, sino una etapa en nuestro largo viaje a la eternidad. La
Eucaristía de la tierra es maná de peregrino, tiene siempre algo de viático.
Esperamos una Eucaristía final, un banquete celestial en el cual Dios mismo,
nuestro Padre, será quien tienda los manteles. Sabemos que Cristo es desde
ya la levadura que va fermentando nuestra existencia y nos va preparando
para la alegría eterna de la reunión final. A ello apunta la súplica con que
la oración postcom unión cierra la misa de hoy, compuesta toda ella por la
mano maestra de Santo Tomás de Aquino: "Señor, te rogamos que podamos
saciarnos con el eterno gozo de tu divinidad, prefigurado por la comunión
temporal de tu Cuerpo y de tu Sangre". A la espera de este acontecimiento
tan feliz, celebramos desde ya su preludio en el misterio. Hasta que caigan
las escamas de nuestros ojos de carne y, atravesando el velo de los
sacramentos, podemos sentarnos a la mesa del cielo.
En el entretanto, nos acercaremos a comulgar al Señor bajo las especies del
sacramento. Cuando se apoye sobre nuestros labios, pidámosle que nos
compenetre con El para que no seamos ya dos sino uno, para que mueran
nuestros pecados, se debiliten nuestras malas inclinaciones y viva en
nosotros su plenitud. Que nos entrañe cada vez más en la unidad de la
Iglesia, y que nos prepare para la resurrección final, de modo que todos los
aquí presentes volvamos a encontrarnos en el banquete del cielo.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993,
p. 168-171)
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Aplicación: San Juan Pablo II - Glorifica al Señor Jerusalén
“Glorifica al Señor Jerusalén” (cf. Sal 147,12). Ésta es la batalla en la
que resuena un eco del Salmo del Antiguo Testamento, llamada dirigida a
Jerusalén, a Sión, convertida en lugar sagrado para los hijos y las hijas de
Israel cuando se establecieron en la tierra de la promesa. En este lugar
ellos adoraban al Dios de la Alianza, que les había hecho salir del país de
Egipto, de la condición de esclavos (cf. Ex 8,14). En este lugar daban
gracias por el don de la Revelación, por el don de la intimidad con Dios,
por la Palabra del Dios vivo y por la alianza. Daban también gracias por los
dones de la tierra, de los que gozaban año tras año y día tras día.
“Glorifica al Señor, Jerusalén,/ alaba a tu Dios, Sión que... anuncia su
palabra a Jacob,/ sus decretos y mandatos a Israel.../ Ha puesto paz en tus
fronteras/ te sacia con flor de harina” (Sal 146,12-13.19.14).
La liturgia dirige hoy ésta llamada a la Iglesia; a la Iglesia en todo lugar
donde se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
(Corpus Christi).
La Iglesia hoy da las gracias por la Eucaristía. Da las gracias por el
Santísimo Sacramento de la nueva y eterna Alianza igual que los hijos y las
hijas de Sión y del Jerusalén han agradecido el don de la Antigua Alianza.
La Iglesia da las gracias por la Eucaristía, el don más grande otorgado por
Dios en Cristo, mediante la cruz y la resurrección: mediante el misterio
pascual.
La Iglesia da las gracias por el don del Jueves Santo, por el don de la
última Cena. Da las gracias por “el pan que partimos”, por “la copa de
bendición que bendecimos” (cf. 1 Cor 10,16-17). Realmente este pan es
“comunión con el Cuerpo de Cristo” (cf. ib.).
La Iglesia da gracias, pues, por el sacramento que incesantemente, sea en
los días de fiesta, sea en otros días, nos da a Cristo, como Él ha querido
darse a Sí mismo a los Apóstoles y a todos aquellos que, siguiendo su
testimonio, han acogido la Palabra de vida.
La Iglesia da gracias por Cristo convertido en “el pan vivo”. Quien “come de
este pan, vivirá para siempre” (cf. Jn 6,51). La Iglesia da gracias por el
Alimento y la Bebida de la vida divina, de la vida eterna. En esto está la
plenitud de la vida para el hombre: la plenitud de la vida humana en Dios.
“Si no coméis la Carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis
vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna y
yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,53-54). Ésta es la peregrinación
humana a través de la vida temporal marcada por la necesidad de morir, para
alcanzar hasta los últimos destinos del hombre en Dios, el mundo invisible,
más real que el visible.
Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia
celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación
del pueblo de la Antigua Alianza en el desierto.
Moisés dice a su pueblo: “No sea que te olvides del Señor tu Dios que te
sacó del Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto...
que sacó agua para ti de una roca de pedernal, que te alimentó en el
desierto con un maná” (Dt 8,14-16).
“Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para
ponerte a prueba y conocer tus intenciones... para enseñarte que no sólo de
pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios” (Dt 8,2-3).
Sus palabras van dirigidas a Israel, al pueblo de la Antigua Alianza. Si, no
obstante, la liturgia de la solemnidad de hoy nos las refiere, esto
significa que estas palabras se dirigen también a nosotros, al pueblo de la
Nueva Alianza, a la Iglesia.
“No olvidéis...” ...Dios está cerca de los que le buscan con sincero
corazón. Él sigue a todo hombre que sufre interiormente en el contexto de la
indiferencia... Continuad buscando a Dios, aunque no lo hayáis encontrado.
Sólo en Él es posible descubrir la respuesta exhaustiva a todos los
interrogantes últimos de la existencia: sólo de Él deriva la inspiración
profunda que ha animado la cultura de la que vivís.
A quienes ya creen recomiendo: No sofoquéis la esperanza que viene de
Cristo; no olvidéis que la vida tiene una prospectiva abierta a la
inmortalidad y, precisamente por estar destinada a lo eterno, jamás puede
destruirse, por nadie y bajo ninguna razón: la vida que cada uno posee, la
del que va a nacer, la del que crece, la del que envejece, la del que está
próximo a morir.
En este “no olvides” se contiene algo penetrante.
No olvides. El mundo no es para ninguno de nosotros “una morada eterna”. No
se puede vivir en él como si fuese para nosotros “todo”, como si Dios no
existiese; como si Él mismo no fuese nuestro fin, como si su reino no fuese
el último destino y la vocación definitiva del hombre. No se puede existir
sobre esta tierra como si ella no fuese para nosotros sólo un tiempo y un
lugar de peregrinación.
“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn
5,56).
No se puede vivir en este mundo sin poner nuestra morada en Cristo.
No se puede vivir sin Eucaristía.
No se puede vivir fuera de la “dimensión” de la Eucaristía. Ésta es la
“dimensión” de la vida de Dios injertada en el terreno de nuestra humanidad.
Cristo dice: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por
el Padre, del mismo modo el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57). Acojamos
esta invitación de Cristo. Vivamos por Él. Fuera de Él no hay vida
verdadera. Sólo el Padre “tiene la vida”. Fuera de Dios, todo lo creado
pasa, muere. Sólo Él es vida.
Y el Hijo, “que vive por el Padre”, nos trae -pese a la caducidad del mundo,
pese a la necesidad de morir- la Vida que está en Él. Nos da esta Vida. La
comparte con nosotros.
El Sacramento de este don, de esta vida, es la Eucaristía: “el pan bajado
del cielo”. No es como el que nuestros padres han comido en el desierto y
han muerto. “Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,49-51)
(Solemnidad de Corpus Christi, 4 de Junio de 1988)
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Aplicación: SS. Benedicto XVI - "Esto es mi cuerpo. Esta es mi
sangre".
Queridos hermanos y hermanas:
Estas palabras, que pronunció Jesús en la última Cena, se repiten cada vez
que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar en el
evangelio de san Marcos, y resuenan con singular fuerza evocadora hoy,
solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos
hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la
Pascua con los suyos, el Señor anticipó, en el misterio, el sacrificio que
se consumaría al día siguiente en la cruz. De este modo, la institución de
la Eucaristía se nos presenta como anticipación y aceptación por parte de
Jesús de su muerte. Al respecto escribe san Efrén Sirio: Durante la cena
Jesús se inmoló a sí mismo; en la cruz fue inmolado por los demás (cf. Himno
sobre la crucifixión 3, 1).
"Esta es mi sangre". Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba
en Israel para los sacrificios. Jesús se presenta a sí mismo como el
sacrificio verdadero y definitivo, en el cual se realiza la expiación de los
pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se había cumplido nunca
totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante
todo, Jesucristo dice que su sangre "es derramada por muchos" con una
comprensible referencia a los cantos del Siervo de Dios, que se encuentran
en el libro de Isaías (cf. Is 53). Al añadir "sangre de la alianza", Jesús
manifiesta además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la
nueva alianza fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho
hombre; una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la
humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito
de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura, y el
pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido cumplir
todos los mandamientos dados por el Señor (cf.Ex 24, 3).
En verdad, desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, Israel
fue incapaz de mantenerse fiel a esa promesa y así al pacto sellado, que de
hecho transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que
debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no
faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó de recordar la
dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en
el corazón de sus fieles (cf.Jr 31, 33), transformándolos con el don del
Espíritu (cf. Ez 36, 25-27). Y fue durante la última Cena cuando estableció
con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de
animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió en
"sangre de la nueva alianza". Así pues, la fundó sobre su propia obediencia,
más fuerte, como dije, que todos nuestros pecados.
Esto se pone muy bien de manifiesto en la segunda lectura, tomada de la
carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es "mediador de
una nueva alianza" (Hb 9, 15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor
exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de
su sangre. En la cruz Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima
digna de Dios, porque no tiene mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí
mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la
humanidad. Así pues, la cruz es misterio de amor y de salvación que —como
dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las "obras muertas", es decir,
de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro
corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces
de vivir fielmente la comunión con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, os saludo a todos con afecto, comenzando por
el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes. Como el
pueblo elegido, reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta
tarde queremos renovar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, al
inaugurar la asamblea diocesana anual, recordé la importancia de permanecer,
como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando
las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir,
de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido
numerosas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en
las comunidades religiosas, en las cofradías, en las asociaciones y los
movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana.
A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo
fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos
amigos, muestra que Dios plasma nuestra comunidad, caracterizada por una
pluralidad de culturas y de experiencias diversas, como "su" pueblo, como el
único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble
mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus
discípulos, recibimos la misión de ser "el alma" de nuestra ciudad (cf.
Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I, p. 400; ver también Lumen gentium, 38),
fermento de renovación, pan "partido" para todos, especialmente para quienes
se hallan en situaciones de dificultad, de pobreza y de sufrimiento físico y
espiritual. Somos testigos de su amor.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha
elegido para que junto con él viváis vuestra vida como sacrificio de
alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis
obtener la fecundidad espiritual que genera esperanza en vuestro ministerio
pastoral. San León Magno recuerda que "nuestra participación en el cuerpo y
la sangre de Cristo sólo tiende a convertirnos en aquello que recibimos"
(Sermón 12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para cada cristiano,
con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes.
Ser Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y
compromiso, para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que
hacemos en el altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia.
Cada día el Cuerpo y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro
que nos hace ministros dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que
los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a la
Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de silencio y adoración ante
Jesús, como hacía el santo cura de Ars, al que vamos a recordar de forma
particular durante el ya inminente Año sacerdotal.
San Juan María Vianney solía decir a sus parroquianos: "Venid a la
Comunión... Es verdad que no sois dignos, pero la necesitáis" (Bernad Nodet,
Le curé d'Ars. Sa pensée - Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p.
119). Conscientes de ser indignos a causa de los pecados, pero necesitados
de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento
eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo
en la Eucaristía. No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el
peligro de una secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y
que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en
celebraciones sin la participación del corazón que se expresa en la
veneración y respeto de la liturgia.
Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos
superficiales y apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y por
las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recemos el
Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: "Danos hoy nuestro pan de
cada día", pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para
todos los hombres. Sin embargo, esta petición contiene algo más profundo. El
término griego epioúsios, que traducimos como "diario", podría aludir
también al pan "súper-sustancial", al pan "del mundo futuro". Algunos Padres
de la Iglesia vieron aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida
eterna, del nuevo mundo, que ya se nos da hoy en la santa misa, para que
desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Por tanto, con la
Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al
presente, y en cierto modo el tiempo es abrazado por la eternidad divina.
Queridos hermanos y hermanas, como cada año, al final de la santa misa se
realizará la tradicional procesión eucarística y, con las oraciones y los
cantos, elevaremos una imploración común al Señor presente en la Hostia
consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: "Quédate con nosotros,
Jesús; entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida
eterna. Libra a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio
que contamina las conciencias; purifícalo con el poder de tu amor
misericordioso".
Y tú, María, que fuiste mujer "eucarística" durante toda tu vida, ayúdanos a
caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la
Sangre de Cristo, pan de vida eterna y medicina de la inmortalidad divina.
Amén.
(Solemnidad de Corpus Christi, San Juan de Letrán, Jueves 11 de junio de
2009)
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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Corpus Christi - B
1.-Hoy es la fiesta en honor de la Eucaristía.
2.- Esta fiesta la instituyó el Papa Urbano IV en el siglo XIII con ocasión
del milagro de Bolsena.
3.- Fue así: el sacerdote alemán Pedro de Praga peregrinaba a Roma, y se
detuvo en la ciudad de Bolsena. Mientras celebraba misa, en la consagración,
le entró la tentación de la realidad de la transubstanciación. En aquel
momento la HOSTIA CONSAGRADA sangró manchando el corporal.
4.- El sacerdote, confundido, fue a Orvieto, donde estaba el Papa Urbano IV
a contarle lo sucedido. El Papa mandó investigar el caso, y ante la certeza
del acontecimiento, instituyó la fiesta del CORPUS CHRISTI.
5.- El corporal manchado está hoy en Orvieto.
6.- Un milagro similar ocurrió en Lanciano.
7.- Estando celebrando un sacerdote la Santa Misa, también le entró la
tentación de que realmente el pan y el vino se hubieran transustanciado en
el Cuerpo y Sangre de Cristo con sus palabras.
8.- En aquel momento sobre su patena apareció un trozo de carne.
9.- Él, atónito, se lo dijo a sus feligreses, que subieron al altar a
comprobar lo ocurrido.
10.- En Lanciano se conserva en un relicario este trozo de carne.
11.- Recientemente ha sido examinado por los doctores Linolli y Bertelli y
han afirmado que se trata de carne humana, tejido fibroso, con lóbulos
adiposos, y grupo sanguíneo AB.
12.- El grupo sanguíneo AB es el mismo de la sangre de la SÁBANA SANTA.
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