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Domingo 5 de Cuaresma A - 'Lázaro, sal afuera' - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa Dominical
Recursos adicionales para la preparación
Directorio Homilético - Quinto domingo de Cuaresma
Comentario Teológico: Directorio Homilético - Domingo V de Cuaresma (Ciclo A)
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La resurrección de Lázaro (Jn 11,1-45)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La resurrección de Lázaro Jn 11, 1-45
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La cumbre de los signos prodigiosos
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo II
Directorio Homilético - Quinto domingo de Cuaresma
CEC 992-996: la revelación progresiva de la Resurrección
CEC 549, 640, 646: los signos mesiánicos que prefiguran la Resurrección de
Cristo
CEC 2603-2604: la oración de Jesús antes de la resurrección de Lázaro
CEC 1002-1004: nuestra experiencia actual de la Resurrección
CEC 1402-1405, 1524: la Eucaristía y la Resurrección
CEC 989-990: la resurrección de la carne
I LA RESURRECCION DE CRISTO Y LA NUESTRA
Revelación progresiva de la Resurrección
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a
su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso
como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo
entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél
que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta
doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus
pruebas, los mártires Macabeos confiesan:
El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una
vida eterna (2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la
esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14; cf.
7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn
11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los
saduceos que la niegan responde: "Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni
el poder de Dios, vosotros estáis en el error" (Mc 12, 24). La fe en la
resurrección descansa en la fe en Dios que "no es un Dios de muertos sino de
vivos" (Mc 12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia
persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús
el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5,
24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En
su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección
devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11),
anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden.
De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12,
39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al
tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22;
cf. 4, 33), "haber comido y bebido con El después de su Resurrección de
entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección
está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros
resucitaremos como El, con El, por El.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado
incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún
punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de
la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que,
después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma
espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal
pueda resucitar a la vida eterna?
549 Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,
5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf.
Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para
abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a
liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8,
34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas
sus servidumbres humanas.
El sepulcro vacío
640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha
resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el
primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una
prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría
explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el
sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su
descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento
del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas
mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El
discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro
vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn
20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20,
5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y
que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el
caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el
caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija
de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos
milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por
el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán
a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del
espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del
Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto
que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co
15, 35-50).
2603 Los evangelistas han conservado dos oraciones más explícitas de Cristo
durante su ministerio. Cada una de el las comienza precisamente con la
acción de gracias. En la primera (cf Mt 11, 25-27 y Lc 10, 21-23), Jesús
confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los
misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los
"pequeños" (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor "¡Sí, Padre!"
expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que
fue un eco el "Fiat" de Su Madre en el momento de su concepción y que
preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en
esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al "misterio de la voluntad"
del Padre (Ef 1, 9).
2604 La segunda oración es narrada por San Juan (cf Jn 11, 41-42) en el
pasaje de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al
acontecimiento: "Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado", lo que
implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a
continuación: "Yo sabía bien que tú siempre me escuchas", lo que implica que
Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción
de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que la
petición sea otorgada, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus
dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el "tesoro", y en El
está el corazón de su Hijo; el don se otorga como "por añadidura" (cf Mt 6,
21. 33).
La oración "sacerdotal" de Jesús (cf. Jn 17) ocupa un lugar único en la
Economía de la salvación. (Su explicación se hace al final de esta primera
sección) Esta oración, en efecto, muestra el carácter permanente de la
plegaria de nuestro Sumo Sacerdote, y al mismo tiempo contiene lo que Jesús
nos enseña en la oración del Padrenuestro (la cual se explica en la sección
segunda).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo
es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto,
gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora,
una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe
en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente
en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida
permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con El nos ha
resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6).
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al
Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos
"manifestaremos con El llenos de gloria" (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de
la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia
el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó
al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis...
Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).
VII LA EUCARISTIA, "PIGNUS FUTURAE GLORIAE"
1402 En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía:
"O sacrum convivium in quo Christus sumitur. Recolitur memoria passionis
eius; mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur" ("¡Oh
sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de
su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria
futura!"). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por
nuestra comunión en el altar somos colmados "de toda bendición celestial y
gracia" (MR, Canon Romano 96: "Supplices te rogamus"), la Eucaristía es
también la anticipación de la gloria celestial.
1403 En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos
hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: "Y os digo que desde
ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con
vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc
14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa
y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora
su venida: "Maran atha" (1 Co 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu
gracia venga y que este mundo pase" (Didaché 10,6).
1404 La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que
está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por
eso celebramos la Eucaristía "expectantes beatam spem et adventum Salvatoris
nostri Jesu Christi" ("Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro
Salvador Jesucristo", Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt 2,13),
pidiendo entrar "en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la
plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos,
porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre
semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor
Nuestro" (MR, Plegaria Eucarística 3, 128: oración por los difuntos).
1405 De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en
los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura,
signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra
este misterio, "se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3) y "partimos
un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino
para vivir en Jesucristo para siempre" (S. Ignacio de Antioquía, Eph 20,2).
El Viático, último sacramento del cristiano
1524 A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción
de los enfermos, la Eucaristía como viático. Recibida en este momento del
paso hacia el Padre, la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene una
significación y una importancia particulares. Es semilla de vida eterna y
poder de resurrección, según las palabras del Señor: "El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn
6,54). Puesto que es sacramento de Cristo muerto y resucitado, la Eucaristía
es aquí sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre
(Jn 13,1).
989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha
resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre,
igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo
resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como
la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la
vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm
8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
990 El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de
mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La "resurrección de la carne"
significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma
inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" (Rm 8, 11) volverán a
tener vida.
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Comentario Teológico: Directorio Homilético - Domingo V de Cuaresma
(Ciclo A)
75. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». La exhortación
el domingo precedente de san Pablo, a despertar a los que se han dormido,
encuentra una viva expresión en el último y más grande de los «signos» de
Jesús en el cuarto Evangelio: la resurrección de Lázaro. La naturaleza
definitiva de la muerte, enfatizada en el hecho de que Lázaro está muerto
desde hace cuatro días, parece suponer un obstáculo todavía mayor que el de
hacer brotar agua de una roca o devolver la vista a un ciego de nacimiento.
No obstante Marta, puesta delante de esta situación, hace una profesión de
fe similar a la de Pedro: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios, el que tenía que venir al mundo». Su fe no está en lo que Dios
podría cumplir en el futuro, sino en lo que Dios está cumpliendo ahora: «Yo
soy la Resurrección y la vida». Aquel «yo soy», que recorre toda la
narración de Juan, clara alusión a la auto-revelación de Dios a Moisés,
aparece en los pasajes evangélicos de todos estos domingos.
Cuando la samaritana habla del Mesías, Jesús le responde: «Yo soy, el que
habla contigo». En la narración del ciego, Jesús dice: «Mientras estoy en el
mundo, yo soy la luz del mundo». Y hoy nos dice: «Yo soy la Resurrección y
la vida». La clave para recibir esta vida es la fe: «¿Crees esto?». Pero
incluso Marta duda después de su ardiente profesión de fe y, cuando Jesús
pide que se quite la losa del sepulcro, pone como objeción que ya huele mal.
Y es aquí, una vez más, que se recuerda cómo seguir a Cristo es un
compromiso que dura toda la vida y, ya sea que nos preparamos a recibir los
Sacramentos de la Iniciación dentro de dos semanas, como sea que hemos
vivido tantos años como católicos, debemos luchar sin interrupción para
reforzar y hacer más profunda nuestra fe en Cristo.
76. La resurrección de Lázaro es el cumplimiento de la promesa de Dios
proclamada en la primera lectura por medio del profeta Ezequiel: «Yo mismo
abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros». El
corazón del Misterio Pascual consiste en el hecho de que Cristo ha venido
para morir y resucitar de nuevo, para hacer por nosotros exactamente lo que
ha hecho por Lázaro: «Desatadlo y dejadlo andar». Él nos libera, no solo de
la muerte física sino de tantas otras muertes que nos afligen y nos
convierten en ciegos: el pecado, las desventuras, las relaciones
interrumpidas. Para nosotros los cristianos es, por tanto, esencial
sumergirse de forma continua en su Misterio Pascual. Como proclama el
prefacio de este día: «El cual, hombre mortal como nosotros, que lloró a su
amigo Lázaro, y Dios y Señor de la vida, que lo levantó del sepulcro, hoy
extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los
restaura a una nueva vida». El encuentro semanal con el Señor crucificado y
resucitado expresa nuestra fe en el hecho de que Él es, aquí y ahora,
nuestra resurrección y nuestra vida. Esta convicción es la que nos hace
capaces, el domingo siguiente, de acompañarle en su entrada en Jerusalén,
diciendo con Tomás: «Vamos también nosotros y muramos con él».
(Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos,
Directorio Homilético, 2014, nº 78 – 79)
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La resurrección de Lázaro
(Jn 11,1-45)
Introducción
La Iglesia ha querido que los tres últimos domingos de Cuaresma estén
modelados según el catecumenado, es decir, el camino que recorren los
adultos que pidieron el Bautismo. A cada uno de estos domingos se le ha
asignado un evangelio en estrecha relación con ese sacramento, de manera que
cada uno de estos domingos ha quedado identificado por un elemento que
simboliza el Bautismo. En consecuencia, el tercer domingo de Cuaresma está
identificado por el agua (evangelio de la Samaritana, Jn 4,5-42); el cuarto
domingo está identificado por la luz (evangelio del ciego de nacimiento, Jn
9); el quinto domingo, el presente, está identificado por la vida (evangelio
de la resurrección de Lázaro, Jn 11,1-45). Hay, entonces, una progresión en
estos tres últimos domingos de Cuaresma: Agua – Luz – Vida.
En cada uno de estos domingos hay un escrutinio de los catecúmenos, que
consiste en escrutar las disposiciones que tiene el bautizando para recibir
el sacramento. Cada uno de estos escrutinios tiene dos oraciones, una de
exorcismo y otra sobre los elegidos. Estas oraciones son las que expresan el
nexo que hay entre el sacramento del Bautismo y el evangelio del domingo
correspondiente. Las oraciones del tercer y último escrutinio,
correspondiente a este quinto domingo de Cuaresma, son las siguientes:
Oración de Exorcismo: “Oh Padre de la vida eterna, que no eres Dios de
muertos sino de vivos, y que enviaste a tu Hijo como mensajero de la vida,
para arrancar a los hombres del reino de la muerte y conducirlos a la
resurrección, te rogamos que libres a estos elegidos de la potestad del
espíritu maligno, que arrastra a la muerte, para que puedan recibir la nueva
vida de Cristo resucitado y dar testimonio de ella” *1.
Oración sobre los elegidos: “Señor Jesús, que, resucitando a Lázaro de la
muerte, significaste que venías para que los hombres tuvieran vida
abundante, libra de la muerte a éstos, que anhelan la vida de tus
sacramentos, arráncalos del espíritu de la corrupción y comunícales por tu
Espíritu vivificante la fe, la esperanza y la caridad, para que viviendo
siempre contigo, participen de la gloria de tu resurrección”*2.
La idea central expresada en estas oraciones es que, así como Cristo
resucitó a Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, así también el sacramento
del Bautismo, que toma su fuerza de la muerte y resurrección de Cristo, da
la vida de la gracia santificante al alma del cristiano. La resurrección
física del cuerpo de Lázaro es un signo o un símbolo de la resurrección del
alma del cristiano por el sacramento del Bautismo. Allí, el alma del
cristiano pasa de la muerte del pecado a la vida de la gracia santificante.
1. El sentido principal del milagro de la resurrección de Lázaro
El sentido principal del milagro que narra el evangelio de hoy está
manifestado en el versículo 4: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la
gloria de Dios (dóxa toû Theoû), para que el Hijo de Dios sea glorificado
(verbo doxádsein en voz pasiva) por ella”. La palabra ‘gloria’ (dóxa) y el
verbo ‘ser glorificado’ (doxádsein en voz pasiva) encierran toda la
finalidad del milagro.
El evangelio de San Juan narra solamente siete milagros de Jesús. La
resurrección de Lázaro es el último de ellos. El primero es la conversión
del agua en vino en las Bodas de Caná (Jn 2,1-11). En ese primer milagro se
dice que Jesús “manifestó su gloria (dóxa) y creyeron en Él sus discípulos”
(Jn 2,11). Esa su gloria que Jesús manifestó es su divinidad. En efecto, San
Juan ya lo había dicho: “Nosotros hemos visto su gloria (dóxa), gloria
(dóxa) como Unigénito que está junto al Padre, lleno de gracia y de verdad”
(Jn 1,14). La ‘gloria del Unigénito del Padre’ no puede ser otra que su
divinidad.
Y ahora, en el evangelio de hoy, Jesús dice: “Esta enfermedad es para gloria
(dóxa) de Dios” (Jn 11,4). Y en el momento en que Marta pone como obstáculo
el hecho de que Lázaro lleva cuatro días muerto, Jesús responde: “¿No te he
dicho que, si crees, verás la gloria (dóxe) de Dios?” (Jn 11,40). La gloria
del Padre es la gloria del Unigénito del Padre. Ver la gloria de Dios es
aquí creer en la divinidad de Jesús. Este milagro tiene, por tanto, la
finalidad de inducir a creer en la divinidad de Jesús.
Hay otras dos indicaciones en el trozo de hoy que nos hablan de un interés
de San Juan de hacer notar que la divinidad de Jesús está en el centro de la
polémica. La primera es la mención de sus discípulos del acontecimiento en
el cual quisieron apedrear a Jesús (Jn 11,8). Ese acontecimiento está
narrado inmediatamente antes del evangelio de hoy, en Jn 10,30-33. Allí los
judíos quieren lapidar a Jesús y, ante la pregunta de Jesús acerca del ‘por
qué’, ellos responden: “Porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios”
(Jn 10,33). La revelación de la divinidad de Jesús es tachada por parte de
los judíos de blasfemia y merecedora de la muerte. Sin embargo, Jesús no
retrocede y hace que la enfermedad y la muerte de Lázaro sean para
manifestación de su gloria, es decir, de su divinidad.
La segunda indicación que hace notar que este milagro está ordenado a la
revelación de la divinidad de Jesús es el hecho de que Jesús se aplique a sí
mismo el nombre de Yahveh al decir: “Yo Soy”. “Yo Soy” es el nombre sagrado
de YHWH, el tetragrama sagrado. Al decir: “Yo Soy la resurrección y la vida”
(Jn 11,25), Jesús se aplica a sí mismo el nombre de Dios*3.
Esta revelación de Jesús tendrá plena acogida en Marta quien confesará
abiertamente que Jesús es el Mesías y es Dios: “Señor, yo creo que tú eres
el Mesías*4, el Hijo de Dios, aquel que viene al mundo” (Jn 11,27). Con esta
confesión Marta se hace parecida a Pedro (cf. Mt 16,16); sólo ella y el
Príncipe de los Apóstoles expresarán su fe plena en Jesús con estas
palabras*5.
La finalidad que Cristo busca con su milagro la logra con anticipación en un
alma dócil, el alma de Marta. Pero esa finalidad queda frustrada en el alma
de aquellos que su primer interés es el poder y el dinero: los fariseos. En
efecto, después del milagro, ellos dijeron: “‘¿Qué hacemos? Porque este
hombre realiza muchos milagros. Si le dejamos que siga así, todos creerán en
él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Templo y nuestra nación’. (…)
Y desde ese día decidieron matarlo” (Jn 11,47-48.53)
De esta manera, se une la manifestación de la gloria de Jesús (su divinidad)
con su glorificación, que consiste en su pasión, muerte, resurrección y
exaltación a la diestra del Padre. Para San Juan, y no así para los
sinópticos, el momento de la muerte de Jesús es el momento de su
glorificación y de su exaltación.
Que el momento de su muerte es el momento de su glorificación se ve en Jn
12,23-24: “Jesús dijo: ‘Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo
del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto’”. Esto queda
confirmado cuando se está por consumar su pasión. Judas ya ha decidido
entregar a su Maestro, sale del Cenáculo para traicionarlo y, entonces, el
evangelista San Juan dice: “Cuando salió, dice Jesús: ‘Ahora ha sido
glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha
sido glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo y le
glorificará pronto’” (Jn 13,31-32).
Que el momento de su muerte es también el momento de su exaltación se ve en
Jn 12,31-33: “‘Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este
mundo será echado fuera. Y yo cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré a
todos hacia mí’. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir”. La
muerte en cruz es el polo de atracción de toda la humanidad. Y también: “Les
dijo, pues, Jesús: ‘Cuando hayáis exaltado al Hijo del hombre, entonces
sabréis que Yo Soy” (Jn 8,28). Aquí la exaltación en la cruz es demostración
de su divinidad, dado que el ‘Yo Soy’ es el nombre de Dios.
Ahora se entiende perfectamente la finalidad del milagro de la resurrección
de Lázaro: “Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para
que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4). Es para su gloria,
porque es un signo de su divinidad. Por este milagro el Hijo de Dios es
glorificado porque, a causa de este milagro, será llevado a la cruz*6.
2. La resurrección de Lázaro y el Bautismo
La relación entre la resurrección de Lázaro quedó expresada en la
introducción con las oraciones del tercer escrutinio y sus consecuencias: la
resurrección de Lázaro es un signo o un símbolo de lo que sucede con el que
se bautiza: pasa de la muerte del pecado a la vida de la gracia
santificante.
Pero además hay una relación textual entre el Bautismo y este milagro. En
efecto, la mención de los judíos acerca de que Jesús había curado al ciego
de nacimiento (Jn 11,37) funciona como nexo entre este milagro y el del
ciego de nacimiento, que tiene un claro significado bautismal.
Lo esencial en la resurrección de Lázaro, al igual que en milagro de la
curación del ciego de nacimiento, es la fe. En el caso del ciego de
nacimiento, la fe del ciego curado alcanza la luz. En este caso, la fe de
Marta y María alcanza la vida.
En el bautizado (sea catecúmeno o sea que ya haya recibido el sacramento) es
la fe lo principal para lograr que el efecto principal del Bautismo, es
decir, la gracia santificante, la vida del alma se verifique efectivamente.
Por eso dice San Pablo: “Sepultados con él en el bautismo, con él también
habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre
los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas
de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 2,12; 3,1).
Y el Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Si es verdad que Cristo nos
resucitará en ‘el último día’, también lo es, en cierto modo, que nosotros
ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la
vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte
y en la Resurrección de Cristo. (…) Unidos a Cristo por el Bautismo, los
creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado
(cf. Flp 3, 20)” (CEC, 1002-1003).
3. El amor, motor del milagro de Jesús
Tres veces se dice en Jn 11 que Jesús amaba a Lázaro: Jn 11,3: “Señor, aquel
a quien tú amas (verbo philéo), está enfermo”. Jn 11,5: “Jesús amaba (verbo
agapáo) a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Jn 11,36: “¡Mirad cómo le amaba!”
(verbo philéo). Las repeticiones de tres veces indican, en el lenguaje
bíblico, intensidad e intencionalidad manifiesta de subrayar y remarcar lo
que se dice (cf. Jn 21,15-17)*7. Por lo tanto, se subraya la intensidad del
amor de Jesús hacia Lázaro. Pero esto no es todo. Hay, además, una cuarta
vez en que Jesús afirma su amor por Lázaro: “Nuestro amigo (philós) Lázaro
duerme” (Jn 11,11). Esta cuarta vez indica una cierta sobreabundancia en el
amor que Jesucristo tiene por Lázaro, un ‘rebalsar’ del amor y, si así se
nos permitiera expresarnos, un cierta ‘exageración’ de amor.
Además, es notable que San Juan, para expresar el amor de Cristo hacia
Lázaro, use los dos verbos que el NT utiliza para designar el acto de amar:
el verbo philéo (Jn 11,3.36) y el verbo agapáo (Jn 11,5). El verbo philéo
expresa “el amor de amistad”*8; es un verbo que expresa el amor hacia el
amigo y que implica el afecto. Por eso, tiene implicaciones y repercusiones
“en el sentimiento y en la emotividad”*9, y “denota más bien un afecto
entrañable”*10.
Por eso se entiende que San Juan exprese tres veces distintas las
repercusiones emotivas que ese amor (philía) de Jesús hacia Lázaro tiene en
sus entrañas: “Se conmovió en su espíritu y se conturbó” (Jn 11,33)*11;
“Jesús lloró” (Jn 11,35); “Entonces Jesús se conmovió profundamente de
nuevo” (Jn 11,38)*12. Otra vez tres repeticiones expresando plenitud e
intensidad.
El verbo agapáo incluye el amor de amistad expresado en el verbo philéo,
pero implica algunas perfecciones más profundas. El verbo agapáo no sólo
ansía el bien del amado, como el verbo philéo, sino que además “se convierte
en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca”*13; agapáo es
“el amor oblativo” y, por eso, es “la denominación del amor fundado en la fe
y plasmado por ella”*14.
Amor de amistad, amor afectivo, amor que se conmueve hasta las entrañas,
amor que se sacrifica y se ofrece en oblación, amor intensísimo,
sobreabundante y, en cierto modo, ‘exagerado’: ese es el amor que Jesucristo
tiene por Lázaro y por sus hermanas Marta y María. Ese amor es la causa
principal del milagro.
Este mismo amor que Jesús tiene por Lázaro debemos aplicarlo a cada uno de
nosotros. Ese amor tan señalado se ha verificado el día de nuestro Bautismo.
Jesús nos llamó ‘nuestro amigo’ y lloró por la muerte que representan
nuestros pecados, pero ese mismo amor lo llevó a resucitarnos dándonos la
gracia bautismal.
Conclusión
En primer lugar, nosotros no debemos ser ingratos al amor que Jesucristo nos
mostró dándonos el Bautismo.
En segundo lugar, debemos llevar a plenitud la gracia bautismal de la vida
sobrenatural comulgando su Cuerpo y su Sangre dentro del Santo Sacrificio de
la Misa dominical. En efecto, si el Bautismo es la resurrección a una nueva
vida espiritual, la Eucaristía es el alimento indispensable para que esa
vida no se corrompa y se acabe, desembocando en la muerte. Esto está
expresado con gran claridad por el mismo Cristo en Jn 6,48-58 cuando nos
habla de la Eucaristía, precisamente, como “el Pan que da la vida”: “Yo soy
el pan de la vida. Y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del
mundo. En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del
hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día”
(Jn 6,48.51.53-54).
Pidámosle a la Virgen María la gracia de ser fieles al amor de Cristo y de
recibir la vida que Él quiere darnos a través de la Eucaristía.
Notas
*1- Ritual de la iniciación cristiana de adultos,
nº 78.
*2- Ritual de la iniciación cristiana de adultos,
nº 78.
*3- Dice el Directorio Homilético: “Aquel «yo
soy», que recorre toda la narración de Juan, clara alusión a la
auto-revelación de Dios a Moisés, aparece en los pasajes evangélicos de
todos estos domingos. Cuando la samaritana habla del Mesías, Jesús le
responde: «Yo soy, el que habla contigo». En la narración del ciego, Jesús
dice: «Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo». Y hoy nos dice:
«Yo soy la Resurrección y la vida»” (Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos, Directorio Homilético, 2014, nº 78).
*4- El verbo ‘creer’ en griego está en pretérito
perfecto. Por lo tanto, habría que traducir ‘he creído’. Sin embargo, en
este caso el verbo está en perfecto porque expresa una acción completa,
terminada y (como el nombre lo indica), perfecta. Por eso es que Max Zerwick
traduce: firmiter credo (Zerwick, M., Analysis philologica Novi Testamenti
graeci, Romae, Sumptibus Pontificii Instituti Biblici, 19844, p. 233).
*5- Otras dos veces aparecen en los evangelios la
afirmación que reúne los dos títulos de Jesús: Mesías e Hijo de Dios (lo que
equivale, sencillamente, a Dios), pero no en forma de confesión de un
hombre. Una de ellas es la que el mismo Jesús hace de sí mismo en Mt 26,64,
en respuesta a la pregunta de Caifás en el versículo anterior. La otra es de
San Juan evangelista, quien dice que su evangelio fue escrito “para que
creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn 20,31).
*6- Hay también una insinuación de su muerte en
la observación de que María era aquella que ungió al Señor (Jn 11,2). Esa
acción se narra en el capítulo siguiente (Jn 12,1-8) y la conclusión de
Jesús es que ella está ungiendo su cuerpo adelantándose a la unción que
recibirá Él mismo después de muerto.
*7- Respecto a esto Raymond Brown dice: “Ya el
modo en el cual es formulada la noticia llevada a Jesús junto al Jordán
revela su amor por Lázaro, un motivo que se repite continuamente” (Brown,
R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni. Breve commentario, Editrice
Queriniana, Brescia, 1994, p. 86; traducción nuestra).
*8- Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est,
2005, nº 2. Dice textualmente el Papa Benedicto XVI: “De los tres términos
griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los
escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego
estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y
profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y
sus discípulos” (cursiva del Papa).
*9- Tuggy, Multiléxico, nº 5368.
*10- Vine, Multiléxico, nº 5368.
*11- En griego: enebrimésato tô pneúmati kaì
etáraxen heautón; Vulgata de San Jerónimo: “Fremuit spiritu et turbavit se
ipsum”.
*12- En griego: Iesoûs oûn, pálin embrimómenos en
heautô. Vulgata de San Jerónimo: “Iesus ergo rursum fremens in semet ipso”.
Raymond Brown dice de una manera muy realista: “Jesús se turbó delante de
tanto dolor. En realidad, el término griego parece implicar ira (quizá
delante a la falta de fe de la mujer, o quizá frente a la presencia del
dolor causado por el príncipe de la muerte”. Y refiriéndose al versículo 38,
dice: “De nuevo Jesús se turba o se aíra delante de la muerte” (Brown, R.,
Il Vangelo…, p. 88; traducción nuestra). R. Brown dice esto porque el verbo
embrimáomai y el verbo latino fremuit con que traduce San Jerónimo
significan ‘indignarse’, ‘dar un suspiro de indignación o de ira’, etc.
Ambos verbos implican la realización de un gesto que hace ruido o murmullo
(cf. Multiléxico y Diccionario Vox). Es una cuestión ardua determinar
exactamente en qué consistió la acción de Jesús expresada con la frase
enebrimésato tô pneúmati. Pero, en líneas generales, se puede traducir con
honestidad como ‘se turbó’.
*13- Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est,
2005, nº 6.
*14- Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est,
2005, nº 7.
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Aplicación: San Juan Pablo II - La muerte y resurrección de Lázaro
sirve de preparación a la Semana Santa y a la Pascua
“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn 11,21,32).
Estas palabras las pronunciaron primero Marta y luego María, las dos
hermanas de Lázaro, e iban dirigidas a Jesús de Nazaret, que era amigo de
ellas y de su hermano.
La liturgia de hoy presenta a nuestra atención el tema de la muerte. Se
acerca el tiempo de la pasión de Cristo. El tiempo de la muerte y la
resurrección. Hoy miramos ese hecho a través de la muerte y de la
resurrección de Lázaro. Este evento desconcertante sirve de preparación a la
Semana Santa y a la Pascua.
“...mi hermano no habría muerto”. En estas palabras resuena la voz del
corazón humano, la voz de un corazón que ama y que da testimonio de lo que
es la muerte. Sabemos que la muerte es un fenómeno común incesante. La
muerte es un fenómeno universal y un hecho normal. La universalidad y la
normalidad del hecho confirman la realidad de la muerte, lo inevitable de la
muerte, pero al mismo tiempo, borran, en cierto modo, la verdad sobre la
muerte, su penetrante elocuencia.
Aquí no basta el lenguaje de las estadísticas. Es necesaria la voz del
corazón humano: la voz de una hermana, la voz de una persona que ama. La
realidad de la muerte se puede expresar en toda su verdad sólo con el
lenguaje del amor. Efectivamente, el amor se resiste a la muerte y desea la
vida...
Cada una de las dos hermanas de Lázaro no dice “mi hermano ha muerto”, sino
que dice: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. La
verdad sobre la muerte sólo se puede expresar a partir de una perspectiva de
vida, de un deseo de vida: esto es, desde la permanencia en la comunión
amorosa de una persona.
La verdad sobre la muerte en la liturgia de hoy se expresa en relación con
la voz del corazón humano.
Simultáneamente se expresa en relación con la misión de Cristo, el Redentor
del mundo. Jesús de Nazaret era amigo de Lázaro y de sus hermanas. La muerte
del amigo también se hizo sentir en su corazón con un eco particular. Cuando
llegó a Betania, cuando oyó el llanto de las hermanas y de otras personas
encariñadas con el difunto, Jesús “sollozó muy conmovido” (ib.,33), y con
esta disposición interior preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?” (ib.).
Jesús de Nazaret es al mismo tiempo el Cristo. Aquél a quien el Padre ha
enviado al mundo: es el eterno testigo del amor del Padre. Es el definitivo
Portavoz de este amor ante los hombres. Es en cierto sentido su Rehén con
relación a cada uno y a todos. En Él y por Él se confirma y se cumple el
eterno amor del Padre en la historia del hombre, se confirma y se cumple de
modo sobreabundante.
Y el amor se opone a la muerte y quiere la vida. La muerte del hombre, desde
Adán, se opone al Amor: se opone al amor del Padre, el Dios de la Vida. La
raíz de la muerte es el pecado, que se opone también al amor del Padre. En
la historia del hombre la muerte va unida al pecado y, lo mismo que el
pecado, se opone al Amor.
Jesucristo vino al mundo para redimir el pecado del hombre; cada uno de los
pecados arraigados en el hombre. Por esto, Él se puso frente a la realidad
de la muerte; efectivamente, la muerte va unida al pecado en la historia del
hombre: es fruto del pecado. Jesucristo se convierte en Redentor del hombre
mediante su muerte en cruz, la cual ha sido el sacrificio que ha reparado
todo pecado.
En la muerte Jesucristo confirmó el testimonio del amor del Padre. El amor
que se resiste a la muerte, y desea la vida, se ha expresado en la
resurrección de Cristo, de Aquél que, para redimir los pecados del mundo,
aceptó libremente la muerte de cruz.
Este acontecimiento se llama Pascua: el misterio pascual. Cada año nos
preparamos a ella mediante la Cuaresma, y el domingo de hoy nos muestra ya
cercano este misterio en el cual se nos revelan el Amor y la Potencia de
Dios, porque la Vida ha traído la victoria sobre la muerte.
Lo que sucedió en Betania junto al sepulcro de Lázaro, fue como el último
anuncio del misterio pascual. Jesús de Nazaret se detuvo junto al sepulcro
de su amigo Lázaro, y dijo: “¡Lázaro ven fuera!” (Jn 11,43). Con estas
palabras llenas de poder, Jesús lo resucitó a la vida y lo hizo salir de la
tumba.
Antes de realizar este milagro, Cristo, “levantando los ojos a lo alto,
dijo: Padre te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas
siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me
has enviado” (ib.,41-42).
Ante el sepulcro de Lázaro se registró una particular confrontación de la
muerte con la misión redentora de Cristo. Cristo era el testigo del eterno
amor del Padre, de ese Amor que se resiste a la muerte y desea la vida. Al
resucitar a Lázaro, dio testimonio de ese Amor. Dio testimonio también de la
potencia exclusiva de Dios sobre la vida y la muerte.
Al mismo tiempo ante la tumba de Lázaro, Cristo fue el Profeta de su propio
misterio: del misterio pascual, en el que la muerte redentora sobre la cruz
se convierte en la fuente de la nueva Vida en la resurrección.
He aquí las palabras del Profeta Ezequiel: “Dice el Señor Dios:...Cuando
abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío,
sabréis que soy el Señor” (Ez 37,12-13). Estas palabras se realizaron ante
el sepulcro de Lázaro en Betania. Se han realizado definitivamente ante el
sepulcro de Cristo en el Calvario.
En la resurrección de Lázaro se manifestó la potencia de Dios sobre el
espíritu y sobre el cuerpo del hombre. En la resurrección de Cristo fue
otorgado el Espíritu Santo como fuente de la nueva Vida: la Vida divina.
Esta vida es el destino eterno del hombre. Es su vocación recibida de Dios.
En esta Vida se realiza el eterno amor del Padre. Efectivamente el amor
desea la vida y se opone a la muerte.
¡Vivamos de esta vida! ¡Que en nosotros no domine el pecado! ¡Vivamos de
esta Vida cuyo precio es la redención mediante la muerte de Cristo en la
cruz!
“Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
nosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará
también nuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en
vosotros” (Rm 8,11).
Que el Espíritu Santo habite en vosotros por medio de la gracia de la
redención de Cristo.
(domingo 8 de abril de 1984)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La resurrección de Lázaro
Jn 11, 1-45
Esta es la última resurrección que Jesús realiza en su vida pública. Sucede
en el tercer año ya cercano su pasión.
La finalidad del milagro la hace constar Juan en tres ocasiones: en el v. 4,
en el 15 y en el 42. La resurrección de Lázaro busca suscitar la fe en
Jesús.
Este milagro trasmite también una enseñanza clara: Jesús es la resurrección
y la vida. Y la resurrección y la vida que posee Jesús se alcanza por la fe
en Él: “el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en
mí no morirá jamás”.
Jesús podría haber estado allí cuando Lázaro agonizaba y haberlo curado,
salvándolo de la muerte, pero no, quiere que muera para resucitarlo.
Su enseñanza: “Yo soy la resurrección y la vida” la prueba con la
resurrección de Lázaro.
Jesús habla con las dos hermanas de Lázaro al llegar a Betania. Primero con
Marta.
La fe de Marta es imperfecta. Sus palabras son mezcla de confianza y a su
vez de reproche. Ella cree que Jesús va a resucitar a Lázaro el último día,
según lo enseñaba la doctrina de su tiempo, pero Jesús actualiza en sí mismo
y en su poder la espera hasta el fin del tiempo “Yo soy”, no sólo la vida
por esencia sino la vida eterna y puedo resucitar en cualquier tiempo que
quiera*1. Es decir, que en Jesús podemos resucitar ya uniéndonos a Él por la
fe.
El que se une a Jesús por la fe tiene la vida eterna aunque necesariamente
tendrá que gustar la muerte corporal. Jesús aparece como el único capaz de
librar de la desesperación de la muerte. Marta se aferra a Jesús. Jesús es
vida sin límites, vida esencial, fuente de vida. Él es la vida que vence a
la muerte y al pecado.
Jesús resucita a Lázaro que estaba puesto en el sepulcro hacía cuatro días*2
y a este hecho hace alusión Marta al decirle “Señor, ya huele”.
La resurrección de Lázaro es un preludio de su propia resurrección y en
ambas vencerá a la muerte. Será glorificado en ésta por el Padre
concediéndole hacer el milagro y también en aquella por su resurrección*3.
El milagro no es una exhibición extraordinaria de poder, quiero decir, que
Cristo no aparece como exigiéndose enormemente, sino que con naturalidad y
manifestando su divinidad y el poder de ella dijo: “¡Lázaro, sal fuera!” y
el muerto salió resucitado.
La fe de Marta confesó a Cristo como Mesías, aunque, como dijimos era una fe
imperfecta. La fe de María era una fe superior. Ella creía que Jesús podía
resucitar a su hermano ya y esto habla de una concepción mesiánica más
profunda. Tiene una fe contra toda esperanza.
¿Qué habrá sido de la fe de estos tres hermanos, de los apóstoles y de los
que presenciaron el milagro? De hecho el efecto sobre los bien dispuestos
habrá sido creer que Cristo era el Enviado, el Mesías*4.
Los discípulos y los tres hermanos creerían en la divinidad de Jesús porque
apropiarse el nombre divino y hablar de la posesión de la vida por esencia
¿a quién puede caberle sino sólo a Dios?
En los incrédulos surtió su efecto porque querían hacer desaparecer la
prueba más contundente de que era el Mesías esperado. La prueba de su
mesianidad, manifestada por el milagro, los escandalizó*5.
Notas
*1- Cf. Jsalén. a v. 25b
*2- v. 17
*3- Cf. v. 4 y Jsalén.
*4- Cf. v. 42
*5- Cf. Jn 12, 9-10
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La cumbre de los signos
prodigiosos
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de
Lázaro. Es la cumbre de los «signos» prodigiosos realizados por Jesús: es un
gesto demasiado grande, demasiado claramente divino para ser tolerado por
los sumos sacerdotes, quienes, al conocer el hecho, tomaron la decisión de
matar a Jesús (cf. Jn 11, 53).
Lázaro estaba muerto desde hacía cuatro días, cuando llegó Jesús; y a las
hermanas Marta y María les dijo palabras que se grabaron para siempre en la
memoria de la comunidad cristiana. Dice así Jesús: «Yo soy la resurrección y
la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y
cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26). Basados en esta Palabra
del Señor creemos que la vida de quien cree en Jesús y sigue sus
mandamientos, después de la muerte será transformada en una vida nueva,
plena e inmortal. Como Jesús que resucitó con el propio cuerpo, pero no
volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos
que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre,
y la fuerza del Espíritu Santo, que lo resucitó, resucitará también a quien
está unido a Él.
Ante la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús «gritó con voz potente:
“Lázaro, sal afuera”. El muerto salió, los pies y las manos atados con
vendas, y la cara envuelta en un sudario» (vv. 43-44). Este grito perentorio
se dirige a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos
nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos
«la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Cristo no se resigna a los sepulcros
que nos hemos construido con nuestras opciones de mal y de muerte, con
nuestros errores, con nuestros pecados. Él no se resigna a esto. Él nos
invita, casi nos ordena salir de la tumba en la que nuestros pecados nos han
sepultado. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión
en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta,
mediocre. «Sal afuera», nos dice, «Sal afuera». Es una hermosa invitación a
la libertad auténtica, a dejarnos aferrar por estas palabras de Jesús que
hoy repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las
«vendas», de las vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos,
esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas.
Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a este
mandamiento de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando caen de nuestro
rostro las máscaras —muchas veces estamos enmascarados por el pecado, las
máscaras tienen que caer— y volvemos a encontrar el valor de nuestro rostro
original, creado a imagen y semejanza de Dios.
El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede llegar la
fuerza de la gracia de Dios, y, por lo tanto, hasta dónde puede llegar
nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchad bien: no existe límite
alguno para la misericordia divina ofrecida a todos. No existe límite alguno
para la misericordia divina ofrecida a todos, recordad bien esta frase. Y
podemos decirla todos juntos: «No existe límite alguno para la misericordia
divina ofrecida a todos». Digámoslo juntos: «No existe límite alguno para la
misericordia divina ofrecida a todos». El Señor está siempre dispuesto a
quitar la piedra de la tumba de nuestros pecados, que nos separa de Él, la
luz de los vivientes.
(Plaza de San Pedro, domingo 6 de abril de 2014)
(cortesía iveargentina)