Domingo 2° de Cuaresma A - 'Se transfiguró' - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la prepración
Directorio Homilético: Segundo domingo de Cuaresma
Exégesis: W. Trilling - Transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9)
Comentario Teológico: Directorio Homilético - Evangelio del II domingo de Cuaresma
Santos Padres: San Agustín - La transfiguración (Mt 17,1-9).
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Transfiguración (Mt 17,1-9)
Aplicación: San Juan Pablo II - "Este es mi Hijo, el amado; escuchadle".
Aplicación: Benedicto XVI - Tentación y Transfiguración
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Transfiguración y cruz Mt 17, 1-9
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La segunda etapa del camino cuaresmal
COMENTARIOS A LAS LECTURAS DEL DOMINGO
Directorio Homilético: Segundo domingo de Cuaresma
CEC 554-556, 568: la Transfiguración
CEC 59, 145-146, 2570-2571: la obediencia de Abrahán
CEC 706: la promesa de Dios a Abrahán se cumple en Cristo
CEC 2012-2014, 2028, 2813: la llamada a la santidad
Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.
554 A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día"
(Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo
comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el
episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P
1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro,
Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes
como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que
estaba para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó
una voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle"
(Lc 9, 35).
555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la
confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24,
26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían
visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían
anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es
la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf.
Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas
apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara"
("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el
Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):
Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran
capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de
que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria
y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre
(Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)
556 En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la
Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue manifestado el
misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración
"es es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección
(Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la
Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos
del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada
de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero ella nos
recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22):
Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña
(cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte.
Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en
la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida
desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino
desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y
tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, serm. 78, 6).
568 La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los
Apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un "monte alto"
prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo
que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: "la esperanza de la
gloria" (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).
59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo
"fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él
"Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En
ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12,3 LXX; cf. Ga
3,8).
145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados
insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y
salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a
dónde iba" (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y
peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó
el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a
su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).
146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los
Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades
que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como
justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20),
Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn
15,15).
La Promesa y la oración de la fe
2570 Cuando Dios le llama, Abraham parte "como se lo había dicho el Señor"
(Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia
del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen
un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente
con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor.
Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja
velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15,
2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la
tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en la fidelidad a Dios.
2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en
alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su
tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré,
preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15;
Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su Plan, el corazón
de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los
hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn
18, 16-33).
706 Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia,
como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1,
26-38. 54-55; Jn 1, 12-13; Rm 4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las
naciones de la tierra (cf. Gn 12, 3). Esta descendencia será Cristo (cf. Ga
3, 16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará "la unidad de los
hijos de Dios dispersos" (cf. Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento
(cf. Lc 1, 73), Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado (cf. Gn 22, 17-19;
Rm 8, 32;Jn 3, 16) y al don del "Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda
... para redención del Pueblo de su posesión" (Ef 1, 13-14; cf. Ga 3, 14).
2012 "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le
aman...a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la
imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y
a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos
también los justificó; a los que justificó, a )sos también los glorificó"
(Rm 8,28-30).
2013 "Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).
Todos son llamados a la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto" (Mt 5,48):
Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas,
según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de
Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo,
haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad
del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos
abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida
de los santos (LG 40).
2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con
Cristo. Esta unión se llama "mística", porque participa en el misterio de
Cristo mediante los sacramentos -"los santos misterios"- y, en él, en el
misterio de la Santa Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima
con él, aunque gracias especiales o signos extraordinarios de esta vida
mística sean concedidos solamente a algunos para así manifestar el don
gratuito hecho a todos.
2028 "Todos los fieles...son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a
la perfección de la caridad" (LG 40). "La perfección cristiana sólo tiene un
límite: el de no tener límite" (S. Gregorio de Nisa, v. Mos.).
2813 En el agua del bautismo, hemos sido "lavados, santificados,
justificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro
Dios" (1 Co 6, 11). A lo largo de nuestra vida, nuestro Padre "nos llama a
la santidad" (1 Ts 4, 7) y como nos viene de él que "estemos en Cristo
Jesús, al cual hizo Dios para nosotros santificación" (1 Co 1, 30), es
cuestión de su Gloria y de nuestra vida el que su Nombre sea santificado en
nosotros y por nosotros. Tal es la exigencia de nuestra primera petición.
¿Quién podría santificar a Dios puesto que él santifica? Inspirándonos
nosotros en estas palabras 'Sed santos porque yo soy santo' (Lv 20, 26),
pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que hemos
comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente y
debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante...
Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en
nosotros (San Cipriano, Dom orat. 12).
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Exégesis: W. Trilling - Transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9)
1 Seis días después, toma Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y
los conduce a un monte alto, aparte. 2 Y allí se transfiguró delante de
ellos: su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. 3 En aquel momento se les aparecieron Moisés y Elías,
que conversaban con él. 4 Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: ¡Señor,
qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías.
De nuevo en la vida de Jesús se habla de un monte, el lugar de la proximidad
de Dios y del encuentro con Dios. Jesús toma consigo a tres de los primeros
apóstoles que fueron llamados. Esta vez quiere tener testigos, a diferencia
del coloquio nocturno entre el Padre y el Hijo (14,23). En la obscuridad de
la noche se transfigura ante ellos. La palabra griega (metamorphei) designa
una transformación, un cambio de la apariencia visible. Los apóstoles
perciben otra figura de su Maestro, de una forma semejante como sucederá más
tarde después de la resurrección. Su rostro brilla como el sol y los
vestidos son blancos como la luz. La gloria de Dios resplandece en él y luce
a través de él. "Porque es Dios que dijo: De entre las tinieblas brille la
luz, él es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que
resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo"
(2Co_4:6). La gloria refulgente de Dios que dio origen a la luz de la
creación, irradia en el rostro de Jesucristo. En él se reconoce la gloria de
Dios. Cuando Moisés después del encuentro con Dios bajó de la montaña,
brillaba su semblante, de tal forma que los hijos de Israel no lo podían
mirar, no podían soportar el fulgor luminoso y tenían miedo (Exo_34:29 s).
El semblante de Moisés reflejaba la gloria de Dios. Aquí la gloria de Dios
es sumamente intensa y brillante, ya que en ninguna parte Dios está tan
próximo, más aún, corporalmente presente como en Jesús. La gloria de Dios no
solamente hace que el rostro resplandezca sino que atraviesa con sus rayos
todo el cuerpo, de tal forma que éste aparece sumergido en la gloria de Dios
y absorbido por ella. ¿No es una respuesta a la confesión de Pedro: "Tú eres
el Mesías, el Hijo del Dios viviente" (Exo_16:16)? "La gloria que me has
dado, yo se la he dado a ellos" (Jua_17:22a). En el reino del Padre los
justos también "resplandecerán como el sol" (Mt_13:43) y los rayos de la
gloria se transparentarán en ellos como en Jesús en este monte. Además se
hacen visibles Moisés y Elías, el primer legislador y el primer profeta.
Están al lado de Jesús como dos testigos. Moisés ha dado la ley que el
Mesías ha llevado a la última perfección. Elías ha renovado la verdadera
adoración de Dios, que Jesús perfecciona. Los dos "conversan" con Jesús. No
hay ninguna grieta entre la antigua alianza y la nueva, no hay solución de
continuidad con el gran tiempo pasado.
5 Todavía estaba él hablando, cuando una nube luminosa los envolvió y de la
nube salió una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me he
complacido; escuchadle. 6 Al oír esto los discípulos, cayeron rostro en
tierra y quedaron sobrecogidos de espanto. 7 Entonces se acercó Jesús, los
tocó y les dijo: Levantaos y no tengáis miedo 8 y cuando ellos alzaron los
ojos, no vieron a nadie, sino a él, a Jesús solo. 9 Y mientras iban bajando
del monte, les mandó Jesús: No digáis a nadie esta visión, hasta que el Hijo
del hombre haya resucitado de entre los muertos.
Sobre el monte desciende una nube luminosa, la nube de la presencia divina.
Se puso sobre el Sinaí, como se dice en el libro del éxodo: cuando "Moisés
subió al monte, lo cubrió luego una nube. Y la gloria del Señor se manifestó
en el Sinaí, cubriéndolo con la nube por seis días..." (Exo_24:15 s). La
gloria de Dios llena el templo: "Al salir los sacerdotes del santuario, una
niebla llenó la casa del Señor; de manera que los sacerdotes no podían estar
allí para ejercer su ministerio por causa de la niebla; porque la gloria del
Señor llenaba la casa del Señor" (1Re_8:10 s). La nube indica y al mismo
tiempo encubre. Dios permanece en escondido y encubierto. Desde la nube
resuena una voz que dice lo mismo que en el bautismo del Jordán: Este es mi
Hijo amado, en quien me he complacido. Ahora el mismo Padre testifica lo que
Pedro había confesado por divina revelación (Mt_16:17).
El camino hacia Jerusalén ya está tomado y el objetivo de la muerte ya está
ante la mirada. Sobre este camino resuena la voz del Padre. Al Hijo ha dado
el Padre su gloria, que no se destruye ni extingue en la muerte. Irradiará
con el más intenso fulgor en la más profunda obscuridad. Y así Jesús puede
decir en el Evangelio de san Juan que "tiene que ser levantado" (Jua_3:14).
La más profunda humillación en realidad será el más alto ensalzamiento. Los
enemigos injurian a Jesús y blasfeman contra él incluso en las horas de la
pasión, en las que se le golpea, se hace burla de él y se le humilla. En
toda circunstancia descansará sobre él la complacencia de Dios. Jesús es el
siervo obediente, que recorre el camino de la pasión y de la expiación
vicaria. Esta obediencia y esta humillación voluntaria son muy agradables a
Dios. La unidad y el amor entre el Padre y el Hijo no se alteran, sino que
se profundizan. Como conclusión, la voz exhorta: Escuchadle.
Cuando Jesús anunció la pasión, encontró oídos sordos y corazones embotados
(Mt_16:23). Los pensamientos de Dios todavía son extraños y están cerrados
para los pensamientos de los hombres, ¿Logrará Jesús formar a los hombres y
hacerles penetrar en los pensamientos divinos? La voz del cielo confirma la
doctrina del Mesías, sobre todo la necesidad de padecer la pasión
(Mt_16:21), e invita a rechazar la tentación satánica salida de labios de
Pedro (Mt_16:23). Lo que dirá Jesús, otra vez lleva el sello de la
confirmación divina. Jesús había exhortado a "oir" (Mt_13:9) y "escuchar"
(Mt_13:18); ahora Dios interviene, y manda escuchar con autoridad todavía
superior. Los discípulos caen atemorizados rostro en tierra y tienen que ser
alentados por Jesús: "Levantaos y no tengáis miedo." Cuando se ponen en pie,
solamente está Jesús. Han desaparecido los dos testigos, la nube y el fulgor
luminoso de la figura de Jesús. Parece haber sido un sueño y sin embargo fue
una realidad. El velo del mundo de Dios se dejó por un momento a un lado, y
los testigos contemplaron la gloria descubierta. Dios se revela por medio de
la palabra y de la figura. Da testimonio de sí a nuestros principales
sentidos, el oído y la vista.
El camino normal de Dios es el camino que conduce a nuestro oído y, mediante
el oído, a la obediencia del corazón. Pero a algunos elegidos Dios también
se ofrece por medio de la visión. En el reino consumado la visión cabrá en
suerte a todos: "Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando
como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos
transfigurando de gloria en gloria..." (2Co_3:18). "Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es"
(1Jn_3:2)... Al descender del monte Jesús ordena a los testigos que a nadie
digan nada de la visión, antes que el Hijo del hombre haya resucitado de
entre los muertos (Mt_17:9).
Así como deben mantener oculta la mesianidad de Jesús (Mt_16:20), así
también han de mantener oculto lo que acaban de ver. La razón es la misma.
Los hombres deben obtener la salvación escuchando y obedeciendo, por medio
del conocimiento de las señales y de la inteligencia creyente, y no por
medio de noticias sensacionales. Sólo cuando Dios haya hablado definitiva y
públicamente, y la mesianidad haya triunfado, en la resurrección de entre
los muertos, se puede hablar de estos acontecimientos. Entonces la obra de
Jesús queda concluida, y el alma creyente podrá descubrir y clasificar en
Jesús los caminos de Dios. Así lo han hecho para nuestra fe los evangelistas
en sus libros.
(Trilling, W., Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico: Directorio Homilético - Evangelio del II
domingo de Cuaresma
64. El pasaje evangélico del II domingo de Cuaresma es siempre la narración
de la Transfiguración. Es curioso cómo la gloriosa e inesperada
transfiguración del cuerpo de Jesús, en presencia de los tres discípulos
elegidos, tiene lugar inmediatamente después de la primera predicación de la
Pasión. (Estos tres discípulos – Pedro, Santiago y Juan – también estarán
con Jesús durante la agonía en Getsemaní, la víspera de la Pasión). En el
contexto de la narración, en cada uno de los tres Evangelios, Pedro acaba de
confesar su fe en Jesús como Mesías. Jesús acepta esta confesión, pero
inmediatamente se dirige a los discípulos y les explica qué tipo de Mesías
es él: «empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes
y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Sucesivamente pasa a enseñar qué implica seguir al Mesías: «El que quiera
venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
Es después de este evento, cuando Jesús toma a los tres discípulos y los
lleva a lo alto de un monte, y es allí donde su cuerpo resplandece de la
gloria divina; y se les aparecen Moisés y Elías, que conversaban con Jesús.
Estaban todavía hablando, cuando una nube, signo de la presencia divina,
como había sucedido en el monte Sinaí, le envolvió junto a sus discípulos.
De la nube se elevó una voz, así como en el Sinaí el trueno advertía que
Dios estaba hablando con Moisés y le entregaba la Ley, la Torah. Esta es la
voz del Padre, que revela la identidad más profunda de Jesús y la testimonia
diciendo: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7).
65. Muchos temas y modelos puestos en evidencia en el presente Directorio se
concentran en esta sorprendente escena. Ciertamente, cruz y gloria están
asociadas. Claramente, todo el Antiguo Testamento, representado por Moisés y
Elías, afirma que la cruz y la gloria están asociadas. El homileta debe
abordar estos argumentos y explicarlos.
Probablemente, la mejor síntesis del significado de tal misterio nos la
ofrecen las bellísimas palabras del prefacio de este domingo. El sacerdote,
iniciando la oración eucarística, en nombre de todo el pueblo, da gracias a
Dios por medio de Cristo nuestro Señor, por el misterio de la
Transfiguración: «Él, después de anunciar su muerte a los discípulos les
mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de
acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la
Resurrección». Con estas palabras, en este día, la comunidad se abre a la
oración eucarística.
66. En cada uno de los pasajes de los Sinópticos, la voz del Padre
identifica en Jesús a su Hijo amado y ordena: «Escuchadlo». En el centro de
esta escena de gloria trascendente, la orden del Padre traslada la atención
sobre el camino que lleva a la gloria. Es como si dijese: «Escuchadlo, en él
está la plenitud de mi amor, que se revelará en la cruz». Esta enseñanza es
una nueva Torah, la nueva Ley del Evangelio, dada en el monte santo poniendo
en el centro la gracia del Espíritu Santo, otorgada a cuantos depositan su
fe en Jesús y en los méritos de su cruz. Porque él enseña este camino, la
gloria resplandece del cuerpo de Jesús y viene revelado por el Padre como el
Hijo amado. ¿Quizá no estemos aquí adentrándonos en el corazón del misterio
trinitario? En la gloria del Padre vemos la gloria del Hijo,
inseparablemente unida a la cruz. El Hijo revelado en la Transfiguración es
«luz de luz», como afirma el Credo; este momento de las Sagradas Escrituras
es, ciertamente, una de las más fuertes autoridades para la fórmula del
Credo.
67. La Transfiguración ocupa un lugar fundamental en el Tiempo de Cuaresma,
ya que todo el Leccionario Cuaresmal es una guía que prepara al elegido
entre los catecúmenos para recibir los sacramentos de la iniciación en la
Vigilia pascual, así como prepara a todos los fieles para renovarse en la
nueva vida a la que han renacido. Si el I domingo de Cuaresma es una llamada
particularmente eficaz a la solidaridad que Jesús comparte con nosotros en
la tentación, el II domingo nos recuerda que la gloria resplandeciente del
cuerpo de Jesús es la misma que él quiere compartir con todos los bautizados
en su Muerte y Resurrección. El homileta, para dar fundamento a esto, puede
justamente acudir a las palabras y a la autoridad de san Pablo, quien afirma
que “Cristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su
condición gloriosa” (Fil 3,21). Este versículo se encuentra en la segunda
lectura del ciclo C, pero, cada año, puede poner de relieve cuanto hemos
apuntado.
68. En este domingo, mientras los fieles se acercan en procesión a la
Comunión, la Iglesia hace cantar en la antífona las palabras del Padre
escuchadas en el Evangelio: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto.
Escuchadlo». Lo que los tres discípulos escogidos escuchan y contemplan en
la Transfiguración viene ahora exactamente a converger con el acontecimiento
litúrgico, en el que los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor. En
la oración después de la Comunión damos gracias a Dios porque «nos haces
partícipes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino». Mientras
están allí arriba, los discípulos ven la gloria divina resplandecer en el
Cuerpo de Jesús. Mientras están aquí abajo, los fieles reciben su Cuerpo y
Sangre y escuchan la voz del Padre que les dice en la intimidad de sus
corazones: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».
(Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Directorio Homilético, 2014, nº 64 -68)
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Santos Padres: San Agustín - La transfiguración (Mt 17,1-9).
1. Hermanos amadísimos, debemos contemplar y comentar esta visión que el
Señor hizo manifiesta en la montaña. En efecto, a ella se refería al decir:
En verdad os digo que hay aquí algunos de los presentes que no gustarán la
muerte hasta que vean al Hijo del hombre en su reino. Con estas palabras
comenzó la lectura que ha sido proclamada. Después de seis días, mientras
decía esto, tomó a tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, y subió a la
montaña. Estos tres eran de los que había dicho hay aquí algunos que no
gustarán la muerte hasta que no vean al Hijo del hombre en su reino. No es
una cuestión sencilla. Pues no ha de tomarse la montaña como si fuese el
reino. ¿Qué es una montaña para quien posee el cielo? Esto no solamente lo
leemos, sino que en cierto modo lo vemos con los ojos del corazón. Llama
reino suyo a lo que en muchos pasajes denomina reino de los cielos. El reino
de los cielos es el reino de los santos. Los cielos, en efecto, proclaman la
gloria de Dios. De esos cielos se dice a continuación en el salmo: No hay
discurso ni palabra de ellos que no se oiga. A toda la tierra alcanza su
pregón y hasta los confines de la tierra su lenguaje. ¿De quiénes, sino de
los cielos? Por tanto, de los apóstoles y de todos los fieles predicadores
de la palabra de Dios. Reinarán los cielos con aquel que hizo los cielos.
Ved lo que hizo para manifestar esto.
2. El mismo Señor Jesús resplandeció como el sol; sus vestidos se volvieron
blancos como la nieve y hablaban con él Moisés y Elías. El mismo Jesús
resplandeció como el sol, para significar que él es la luz que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo. Lo que es este sol para los ojos de la
carne, es aquél para los del corazón; y lo que es éste para la carne, lo es
aquél para el corazón. Sus vestidos, en cambio, son su Iglesia. Los
vestidos, si no tienen dentro a quienes los llevan, caen. Pablo fue como la
última orla de estos vestidos. El mismo dice: Yo, ciertamente, soy el más
pequeño de los Apóstoles, y en otro lugar: Yo soy el último de los
Apóstoles. La orla es la parte última y más baja de un vestido.
Por eso, como aquella mujer que padecía flujo de sangre y al tocar la orla
del Señor quedó salvada, así la Iglesia procedente de los gentiles se salvó
por la predicación de Pablo. ¿Qué tiene de extraño señalar a la Iglesia en
los vestidos blancos, oyendo al profeta Isaías que dice: Y si vuestros
pecados fueran como escarlata, los blanquearé como nieve? ¿Qué valen Moisés
y Elías, es decir, la ley y los profetas, si no hablan con el Señor? Si no
da testimonio del Señor, ¿quién leerá la ley? ¿Quién los profetas? Ved cuan
brevemente dice el Apóstol: Por la ley, pues, el conocimiento del pecado;
pero ahora sin la ley se manifestó la justicia de Dios: he aquí el sol.
Atestiguada por la ley y los profetas: he aquí su resplandor.
3. Ve esto Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, es bueno
estarnos aquí. Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de
la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de allí hacia
las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto,
las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: Si
quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías. Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, sí, una
respuesta. Pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió.
El buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros
es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es el Verbo
de Dios, Verbo de Dios en la ley, Verbo de Dios en los profetas. ¿Por qué
quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende
también la unidad.
4. Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó
desde ella una voz que decía: Este es mi Hijo amado. Allí estaba Moisés,
allí Elías. No se dijo: «Estos son mis hijos amados». Una cosa es, en
efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomendaba a aquél de donde
procedía la gloria a la ley y los profetas. Este es, dice, mi hijo amado, en
quien me he complacido; escuchadle, puesto que en los profetas a él
escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto,
cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En
ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley
en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros.
Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y
escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
5. El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no
vieron a nadie más que a Jesús solo. ¿Qué significa esto? Oísteis, cuando se
leía al Apóstol, que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero entonces
veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando venga lo que
ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la mortalidad,
puesto que se dijo a la carne: Eres tierra y a la tierra irás. Y cuando el
Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la
ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te
queda el que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y
el Verbo era Dios. Te queda el que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés,
pero no ya la ley. Veremos allí a Elías, pero no ya al profeta.
La ley y los profetas dieron testimonio de Cristo, de que convenía que
padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su
gloria. Allí se realiza lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me
ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase:
«Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?» Y me mostraré a él. ¡Gran don y gran
promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por
qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo prometió? Te crees rico; pero si
no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios,
¿qué no tiene?
6. Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende,
predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta,
increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos
tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las
buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. Cuando se
lee al Apóstol, oímos en elogio de la caridad: No busca lo propio. No busca
lo propio, porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo que, si no
lo entiendes bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad,
el Apóstol ordena a los fieles miembros de Cristo: Nadie busque lo suyo,
sino lo ajeno. Oído esto, la avaricia, como buscando lo ajeno a modo de
negoció, maquina fraudes para embaucar a alguien y conseguir, no lo propio,
sino lo ajeno.
Reprímase la avaricia y salga adelante la justicia; escuchemos y
comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo ajeno.
Pero a ti, avaro, que ofreces resistencia y te amparas en este precepto para
desear lo ajeno, hay que decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te
conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para obtener lo
ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo tú que no quieres buscar lo
tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, ¡oh
avaro!; escucha.
En otro lugar te expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie
busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: “Pues no busco mi utilidad,
sino la de muchos, para que se salven”. Pedro aún no entendía esto cuando
deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para
después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la
tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la
tierra. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir
hambre; bajó el camino para cansarse en el camino; descendió el manantial
para tener sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas. Ten caridad,
predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás
seguridad».
(SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón
78, 1-6, BAC Madrid 1983, 430-435)
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Transfiguración (Mt
17,1-9)
Introducción
Los evangelios que se leen en los cinco domingos de Cuaresma están
claramente divididos en dos grupos. Por un lado, los dos primeros domingos;
y por otro, los tres últimos. Los dos primeros domingos están tendientes a
resaltar la realidad de que es necesario sufrir voluntariamente a través de
la penitencia interior y la penitencia exterior para llegar a gozar de la
resurrección de Cristo. Por eso en el primer domingo se lee el evangelio que
narra el ayuno de cuarenta días de Jesús en el desierto y las gravísimas
tentaciones a las que el diablo lo sometió, tentaciones de apostasía y de
adoración satánica. Ese evangelio representa el camino de cruz de Jesús,
anticipado en su vida pública, y que todo cristiano debe recorrer para
llegar a la resurrección. Y en el segundo domingo, el domingo de hoy, se lee
la Transfiguración del Señor, que es un anticipo de la resurrección de
Cristo. Por eso dice un autor: “En este doble episodio emblemático de los
dos primeros domingos cuaresmales, encontramos el doble rostro del misterio
pascual, anticipado en la vida de Jesús y, por lo tanto, en la celebración
de la Iglesia”*1.
Los evangelios de los tres últimos domingos de Cuaresma están ordenados a
resaltar el camino bautismal del cristiano, ya sea para aquellos que son
efectivamente catecúmenos, ya sea para que lo recuerden aquellos que ya
están bautizados.
Por lo tanto, la Transfiguración tiene como fin mostrar el fin hacia el que
se dirige la Cuaresma: la resurrección del Señor. Pero haciendo notar que es
imposible llegar a esa resurrección sin pasar por la cruz. Cruz y
resurrección se entrelazan admirablemente en el misterio de la
Transfiguración.
1. El sentido primero y fundamental de la Transfiguración
Digámoslo rápidamente y de una sola vez: la finalidad primera y fundamental
de la Transfiguración de Cristo es mostrar, en la vida presente, la gloria
de su divinidad resplandeciendo en su cuerpo mortal. Lo dice Santo Tomás de
Aquino: “Aquel resplandor que Cristo asumió en la Transfiguración, fue el
resplandor de su gloria en cuanto a la esencia (…). En efecto, el resplandor
de los cuerpos gloriosos se deriva del resplandor del alma (…). De la misma
manera, el resplandor del cuerpo de Cristo en la Transfiguración se deriva
de su divinidad (…) y de la gloria de su alma. El hecho que la gloria del
alma de Cristo no redundara en el cuerpo desde el principio de la
concepción, se debió a una dispensa divina para que pudieran cumplirse los
misterios de nuestra redención en un cuerpo pasible. Sin embargo, no por
esto fue quitada a Cristo la potestad de derivar la gloria del alma al
cuerpo. Y esto, precisamente, es lo que hizo en la Transfiguración”*2.
Y el Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Por un instante, Jesús muestra
su gloria divina” (CEC, 555).
No faltan los teólogos que niegan que Cristo haya tenido la visión
beatífica. Para estos teólogos la Transfiguración no tiene explicación.
Algunos, incluso, hablan de la fe de Cristo. Creen que de este modo
construyen un Cristo más humano, más cercano al hombre de la calle. Pero así
también destruyen la Encarnación del Verbo y, por lo tanto, la teología
católica expresada en el Magisterio de la Iglesia.
Es necesario en esto ser clarísimos: la luz y el resplandor con el que
brilló el cuerpo físico de Cristo en el monte de la Transfiguración es la
luz y el resplandor propios de un cuerpo que está unido hipostáticamente, es
decir, personalmente, a la segunda persona de la Santísima Trinidad, el
Hijo, el Verbo. Si esa luz y ese resplandor no brilló en cada instante de la
vida de Cristo fue porque Dios dispensó de esa redundancia a Cristo para que
pudiera sufrir y morir por nosotros.
Por lo tanto, lo que Jesucristo quiso hacer con sus tres apóstoles en el
monte de la Transfiguración fue mostrar su divinidad, hasta donde un hombre
puede ver la divinidad en esta vida presente.
De este hecho primero y fundamental se siguen todas las demás consecuencias
de la Transfiguración, tanto para la vida de los discípulos de Cristo como
para los cristianos de hoy, incluido el sentido de la Cuaresma que estamos
recorriendo en este momento.
2. Por la cruz a la luz: la relación entre cruz y Transfiguración
La Transfiguración, en los tres sinópticos, se encuentra en el punto exacto
entre la primera predicción de su pasión, muerte y resurrección y el inicio
de su subida a Jerusalén para morir en la cruz. En efecto, en Lc 9,51,
después de la Transfiguración, se dice: “Habiéndose cumplido los días de su
asunción (análempsis), Jesús endureció su rostro para ir a Jerusalén”. Su
asunción o subida es el camino que Jesús hace desde Galilea hacia las
alturas de Judea, siguiendo hasta la altura del monte Sión, Jerusalén,
siguiendo hasta la altura del monte Calvario, donde es subido todavía más
arriba, en la cruz. Y luego su resurrección y su subida a los cielos.
Análempsis implica todo ese movimiento: Galilea – Jerusalén – Calvario –
Asunción a los cielos. Es la misma realidad teológica que San Juan expresa
con la palabra ‘exaltación’ o ‘elevación’ (Jn 3,14; 8,28; 12,32.34). Y
‘endureció su rostro’ es la expresión que usa San Lucas para expresar la
firme decisión de Jesús de afrontar su cruz por propia voluntad.
Podríamos decir, entonces, que la Transfiguración se encuentra entre cruz y
cruz: la cruz anunciada y la cruz vivida concretamente. Y los apóstoles
están en medio de esas revelaciones impresionantes que los deja perplejos.
La finalidad principal de la Transfiguración, entonces, es la de animar y
alentar a los apóstoles ante el escándalo de la cruz, rasgando un poquito el
velo de su cuerpo y mostrándoles por esa rasgadura un vislumbre de su
divinidad. Lo dice San Juan Crisóstomo: “Ut neque in Domini morte iam
doleant”, “para que ya no se afligieran a causa de la muerte del Señor”*3.
Lo dice también el prefacio de la Misa de hoy: “Él mismo, después de
anunciar su muerte a sus discípulos, les reveló el esplendor de su gloria en
la montaña santa, para mostrar, que, por la pasión, debían llegar a la
gloria de la resurrección”.
El escándalo experimentado por Pedro cuando Jesucristo le habló de su cruz
(Mc 8,31-32), ahora se ve atenuado por la revelación de su divinidad y de su
gloria. La revelación de sus sufrimientos y su muerte en cruz, es algo tan
fuerte y tan impresionante que debe ser contrarrestado con la manifestación
explícita de su divinidad. Pedro y los discípulos deben mantener unidas tres
cosas que son aparentemente contradictorias: la divinidad de Jesucristo, su
mesianidad y su muerte en cruz. Deben evitar a toda costa lo que San Pablo
llama ‘el escándalo de la cruz’: “Mientras los judíos piden señales y los
griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los
llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y
sabiduría de Dios” (1Cor 1,22-24). A Pedro y los discípulos les cuesta mucho
adquirir y abrazar esta ‘sabiduría de Dios’. Por eso Jesucristo se
transfigura delante de ellos.
La Transfiguración es la manifestación de la divinidad de Jesucristo, pero,
al mismo tiempo, es la confirmación de que ese Hombre-Dios redimirá al mundo
a través de la cruz. En la Transfiguración, la manifestación de la divinidad
de Cristo se entrelaza con varios elementos que nos hablan de la cruz de
Cristo. Ya mencionamos dos: el anuncio de la pasión y la decisión de Cristo
para ir a Jerusalén a cumplir su análempsis.
Pero además hay, por lo menos, otras cinco clarísimas indicaciones a la
pasión de Cristo en la Transfiguración. En primer lugar, los tres apóstoles
elegidos para que sean testigos de la Transfiguración: Pedro, Santiago y
Juan. En efecto, ellos mismos serán los que estarán delante de la más grande
humillación moral de Cristo en el Huerto de los Olivos: su kénosis*4 más
profunda, su angustia hasta la muerte (Mc 14,33-34) y su sudor de sangre (Lc
22,44). El paralelismo textual, es decir, literal entre la presencia de esos
tres apóstoles en el monte de la Transfiguración y su presencia en el Huerto
de los Olivos queda reforzada y asegurada por el hecho de que Jesucristo
siempre quiere rezar solo (Mt 14,23; Lc 3,21; Lc 6,12), salvo esas dos
veces: en el monte de la Transfiguración (Lc 9,28) y en el Huerto (Mt
26,36-37), cuyos únicos compañeros y testigos serán los mismos: Pedro,
Santiago y Juan. Refuerza también esta afirmación el hecho de que Jesús les
diga que no cuenten a nadie la visión que tuvieron (Mt 17,9), lo cual indica
que Jesús tenía una intención particular de realizar esta Transfiguración
para los dichos tres apóstoles.
En segundo lugar, el motivo de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías.
San Lucas dice textualmente: “Hablaban acerca de la partida (éxodos) de Él,
la cual debía cumplirse en Jerusalén” (Lc 9,31). No cabe ninguna duda que el
éxodos que Cristo debía cumplir en Jerusalén es su muerte. San Lucas dice
explícitamente que Moisés y Elías, en la Transfiguración, se aparecieron
glorificados (en dóxe, ‘en gloria’). Jesucristo glorificado, Moisés
glorificado, Elías glorificado, pero… ¿de qué hablan? Del éxodos de Jesús:
de su cruz.
En tercer lugar, el hecho de que Mateo y Marcos digan que Jesús subió a un
‘monte alto’ es una referencia al monte Calvario y, por lo tanto, a su cruz.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La subida a un ‘monte alto’
prepara la subida al Calvario” (CEC, 568).
En cuarto lugar, la presencia de Moisés y Elías representan a la Ley y los
Profetas. Jesucristo va a decir a los discípulos de Emaús que son,
precisamente, la Ley y los Profetas los que describen los sufrimientos del
Mesías: “¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera esas cosas para
entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés, y continuando por todos los
profetas, les fue interpretando todos los pasajes de la Escritura que se
referían a él” (Lc 24,26-27). Por lo tanto, la sola presencia de Moisés y
Elías están haciendo mención a la cruz de Cristo. Respecto a esto dice el
Catecismo de la Iglesia Católica: “La Ley y los profetas habían anunciado
los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24,27)” (CEC, 555).
En quinto lugar, Moisés y Elías son dos personajes bíblicos que tuvieron el
enorme privilegio de encontrarse con Dios y tener una experiencia personal
de Dios. “Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña” (CEC,
555). Pero antes de ver la gloria de Dios se entregaron a una mortificación
y penitencia generosísima: ayunaron durante cuarenta días y cuarenta noches
(Éx 24,18; 34,28; 1Re 19,8). La presencia de Moisés y Elías en la
Transfiguración también anuncia este mensaje: antes de gozar de la gloria de
Dios es necesario pasar por el camino de la penitencia y de la cruz; antes
de llegar a la gloria de la Pascua hay que pasar por la penitencia de la
Cuaresma. Por la cruz a la luz.
Conclusión
Hoy, a través de la palabra de Dios, hemos contemplado el misterio de la
Transfiguración del Señor. Parecería que ya estamos preparados para afrontar
el escándalo de la cruz sin escandalizarnos. Sin embargo, no confiemos en
nuestras propias fuerzas. Estamos necesitados perentoriamente de la gracia
de Dios para que nos permita aceptar completamente su mensaje. Para los
apóstoles no fue fácil aceptar el mensaje de un Cristo crucificado ni
siquiera después de la Transfiguración. En efecto, las tinieblas de las
dudas y de la confusión, aún después de la Transfiguración, seguían
gobernando las inteligencias de los discípulos.
Esto queda de manifiesto en dos ocasiones. En primer lugar, luego del
segundo anuncio de la pasión, muy poco después de la Transfiguración.
Entonces, San Lucas comenta: “Ellos no comprendían tales cosas, pues les
parecían tan obscuras que no captaban su sentido; pero les daba miedo
preguntarle acerca de ellas” (Lc 9,45). Y más tarde, cuando anuncie por
tercera vez su pasión y muerte, Lucas aclarará: “Sin embargo, ellos nada de
esto comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo
que decía” (Lc 18,34).
No es fácil quitar de nosotros el escándalo de la cruz, tanto de la cruz de
Cristo como las cruces de nuestra vida. El domingo de hoy es un domingo
privilegiado para adentrarse en el misterio de Cristo y pedir la gracia de
entender y aceptar el misterio de la cruz como camino necesario hacia la
resurrección.
En este segundo domingo de Cuaresma debemos hacer una experiencia muy
singular: debemos caminar a través del ayuno, de la limosna y de la oración
con la cabeza levantada y con la mirada fija en la gloria que nos espera en
la Pascua (cf. Heb 12,2). Así lo hicieron Moisés y Elías. Y así lo hizo,
sobre todo, Jesucristo, quien sufrió valientemente los sufrimientos de la
pasión para alcanzar la gloria que lo esperaba. La siguiente frase de San
Pedro es muy apropiada para este segundo domingo de Cuaresma y debe
servirnos de aliciente para seguir recorriendo el camino de la
mortificación: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos
de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su
gloria” (1Pe 4,13).
El Santo Sacrificio de la Misa es la experiencia perfecta de la
Transfiguración de Cristo y de su sacrificio en la cruz. En la Hostia
consagrada y elevada por las manos del sacerdote en la consagración se nos
hace presente Cristo glorioso y radiante, lleno de luz, en lo alto del monte
que forman los brazos del sacerdote. Pero en la consagración de su Sangre,
se completa, se perfecciona y, por lo tanto, se actualiza el sacrificio de
Cristo en la cruz. La separación entre Cuerpo y Sangre que se hace en el
altar es un verdadero sacrificio. La participación activa en la Santa Misa
es el mejor modo de estar presentes en el misterio de la Transfiguración y
el mejor modo de prepararse para el Triduo Pascual, la muerte y la
resurrección del Señor.
*1- Augé, M., Liturgia: Storia, Celebrazione,
Teologia, Spiritualitá, Edizioni San Paolo, Milano, 1992, p. 278; traducción
nuestra.
*2- Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III,
q. 45, a. 2 c.; traducción nuestra. Santo Tomás reafirma esto con la
autoridad de San Jerónimo y San Juan Crisóstomo. San Jerónimo dice: “Jesús
se apareció a sus apóstoles en la Transfiguración tal cual será el día del
juicio final”. Y San Juan Crisóstomo: “Jesús se reveló a los apóstoles en la
vida presente para mostrar aquella gloria con la cual Él vendrá después,
según les era posible a ellos captarla” (sed contra, traducción nuestra).
*3- San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San
Mateo, nº 56, MG 58,549, citado en Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica,
III, q. 45, a. 2 s.c.
*4- Kénosis significa ‘vaciamiento’,
‘humillación’, ‘abajamiento’ (Filp 2,7).
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Aplicación: San Juan Pablo II - "Este es mi Hijo, el amado;
escuchadle".
Con el apóstol san Pedro, yo también digo: "¡Qué hermoso es estar aquí!" (Mt
17, 4), reunidos, como sucede ahora, en torno al Señor Jesús. Su rostro
resplandece como la luz que penetra en esta antigua basílica de Santa
Pudenciana. Al proseguir la peregrinación cuaresmal hacia la Pascua, nos
sentimos como envueltos por una nube luminosa. El Padre nos dice desde lo
alto del cielo: Escuchad a Jesús. Sin embargo, como Pedro, Santiago y Juan,
también nosotros a veces tenemos miedo. Preferimos otras voces, voces de la
tierra, puesto que es más fácil escucharlas y parecen tener más sentido.
Pero sólo Jesús puede conducirnos a la vida. Sólo su palabra es palabra de
vida eterna. Con gratitud acojamos su invitación: ¡No tengáis miedo!
¡Escuchad mi voz!
Esta mañana, Jesús nos habla de bendición. Señala la bendición suprema de la
Pascua, y evoca la bendición prometida a Abraham y a sus descendientes.
En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, Dios promete a Abraham
dos cosas que parecen imposibles: un hijo y una tierra. Abraham era rico,
pero, sin la promesa del Señor, su vida hubiera terminado simplemente con la
muerte. Al bendecir a Abraham con un hijo y una tierra, Dios le ofrece una
vida que es más grande que la muerte. Dios asegura a "nuestro padre en la
fe" que no será la muerte, sino la vida, la que dirá la última palabra. Esta
promesa encuentra su cumplimiento definitivo en la Pascua, cuando Cristo
resucita de entre los muertos. No basta que el seno estéril de Sara dé a luz
a Isaac, porque la muerte seguirá dominando. La promesa hecha a Abraham sólo
se cumple cuando la muerte misma es destruida; y la muerte es destruida
cuando Cristo resucita a una vida nueva.
4. Debemos recordar, asimismo, que la promesa no sólo se hizo a Abraham,
sino también a su descendencia, es decir, ¡a nosotros! Por eso, durante la
Cuaresma presentamos a Dios todo lo que hay de estéril y muerto en nosotros,
todos nuestros sufrimientos y pecados, confiando en que Dios, que dio a Sara
un hijo y que resucitó a Jesús de entre los muertos, transformará todo lo
que hay de estéril y muerto en nuestra existencia en una vida nueva y
maravillosa. Pero esto significa que debemos renunciar a muchas cosas
familiares.
Dios dice a Abraham: "¡Sal de tu tierra, de tu familia y de la casa de tu
padre!". Muchos de vosotros habéis hecho precisamente eso: habéis dejado
vuestro hogar y vuestra familia a fin de llegar a ser, a vuestro modo, una
bendición para vuestros seres queridos que están en Filipinas, contribuyendo
a su sustento y ofreciendo mayores oportunidades culturales y sociales a
vuestros hijos y a vuestras familias. La separación es dolorosa y el precio
es elevado, pero es un precio que estáis dispuestos a pagar en un mundo
difícil y, a menudo, injusto.
Dado que vivimos en un mundo pecaminoso, también la Cuaresma debe llegar a
ser una especie de separación. Estamos llamados a dejar atrás nuestros
antiguos caminos de pecado, que hacen estéril nuestra vida y nos condenan a
la muerte espiritual. Sin embargo, a menudo esos caminos pecaminosos están
tan profundamente enraizados en nuestra vida, que es doloroso dejarlos para
ir a la tierra de bendición que promete Dios. Este arrepentimiento es
difícil; pero es el precio que se debe pagar, si queremos recibir la
bendición que el Padre promete a los que escuchan la voz de Jesús.
Recordad también la promesa de Dios según la cual en Abraham "serán
bendecidas todas las familias de la tierra". La bendición de vida abrazará
al mundo entero. Por tanto, en estos días de Cuaresma y en estos tiempos tan
difíciles, presentemos a Dios todo lo hay de estéril y muerto en el mundo.
Presentémosle el azote de las guerras, la violencia, las enfermedades, el
hambre, la pobreza y la injusticia al Dios de toda bendición. Pidámosle que
toque estos males y los transforme en vida.
5. Al escuchar a Jesús, nos disponemos a lo que san Pablo llama "la fuerza
de Dios, que nos ha salvado". Esta fuerza nos capacita para encontrarlo.
Entonces, podemos dar testimonio de él con nuestra vida, en virtud de la
gracia que nos transfigura interiormente. Resplandeceremos como el sol, "no
por nuestras obras, sino por su propia determinación [de Dios] y por su
gracia", como el Apóstol escribe a Timoteo (2 Tm 1, 9).
Amadísimos hermanos y hermanas, este es el significado de la Cuaresma:
nuestra existencia, renovada mediante la oración, la penitencia y la
caridad, se abre a la escucha de Dios y a la fuerza de su misericordia. Así,
en la Pascua podremos bajar de la montaña santa y disipar las tinieblas del
mundo con la luz gloriosa que resplandece en la faz de Cristo (cf. 2 Co 4,
6).
Esta es la promesa del Señor. Que Aquel que inició en nosotros la obra
buena, la lleve a término (cf. Flp 1, 6). Nos lo obtenga la Virgen María,
Mujer de la escucha dócil y modelo de santidad diaria.
(Misa en la Iglesia de Santa Pudenciana, domingo 24 de febrero de 2002)
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Aplicación: Benedicto XVI - Tentación y Transfiguración
Hoy, segundo domingo de Cuaresma, prosiguiendo el camino penitencial, la
liturgia, después de habernos presentado el domingo pasado el evangelio de
las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el
acontecimiento extraordinario de la Transfiguración en el monte.
Considerados juntos, ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha
de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras
la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por
una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros
incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo de Dios, que
diviniza nuestra humanidad. De este modo, podríamos decir que estos dos
domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la
Cuaresma hasta la Pascua, más aún, toda la estructura de la vida cristiana,
que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida.
El monte —tanto el Tabor como el Sinaí— es el lugar de la cercanía con Dios.
Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira
el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se está en la
presencia del Señor, como Moisés y Elías, que aparecen junto a Jesús
transfigurado y hablan con él del "éxodo" que le espera en Jerusalén, es
decir, de su Pascua.
La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando, Jesús se sumerge
en Dios, se une íntimamente a él, se adhiere con su voluntad humana a la
voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la
verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. También el vestido de Jesús se
vuelve blanco y resplandeciente. Esto nos hace pensar en el Bautismo, en el
vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el Bautismo es
revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis
representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap 7, 9. 13).
Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la
resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a
los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza para afrontar el escándalo de
la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones
para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena desde lo alto,
proclama que Jesús es su Hijo predilecto, como en el bautismo en el Jordán,
añadiendo: "Escuchadlo" (Mt 17, 5). Para entrar en la vida eterna es
necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando en
el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. Spe salvi, salvados en
esperanza. Hoy podemos decir: "Transfigurados en esperanza".
Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconozcamos en ella a la
criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo, y
encomendémonos a su guía para recorrer con fe y generosidad el itinerario de
la Cuaresma.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo 17 de febrero de 2008)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Transfiguración y cruz Mt
17, 1-9
La palabra de este domingo nos exhorta a abrazar la cruz, paso necesario de
nuestra vida cristiana, puestos los ojos en el final feliz de nuestra
historia, si somos fieles, la gloria del cielo.
Abraham confiado en Dios deja su tierra y sufre duros trabajos para llegar a
la tierra prometida. San Pablo alienta a su discípulo Timoteo a afrontar los
duros trabajos del Evangelio para alcanzar la promesa que Cristo le ha
revelado, la vida inmortal. Nuestro Señor manifiesta a sus apóstoles
predilectos (…) su gloria futura para que sigan sus huellas hacia el monte
Calvario.
El misterio sólo se alcanza por la fe. La fe nos dice que la cruz es
necesaria para alcanzar el cielo, la gloria. La fe nos dice que es el mejor
camino, porque es el que abrazó Dios para abrir las puertas del cielo. Pero
así como la fe alcanza el misterio de la cruz, también alcanza el misterio
de la gloria que suaviza el duro misterio de la cruz, al menos para nosotros
hombres imperfectos y que todavía no hemos alcanzado la sabiduría de la
cruz, el sabor y la alegría de abrazarla como lo hicieron los santos.
Dios a Abraham le consuela con la promesa de una descendencia numerosa y un
nombre que será la bendición de muchos pueblos. Una bendición de
perpetuación a través de las generaciones, figura de la gloria que también
recibiría el Santo Patriarca, por su fidelidad a Dios.
Timoteo también es consolado por San Pablo por medio del recuerdo de su
predestinación y su vocación a la santidad, a través también de la gracia de
la buena nueva revelada por el mismo Cristo que contiene la promesa de la
vida futura manifestada ya en Él por su triunfo sobre la muerte.
También Jesús consuela a sus Apóstoles más cercanos transfigurándose ante
ellos. Esta consolación espiritual tiene la finalidad de ayudarlos a
sobrellevar el escándalo de la cruz. ¡Qué mal llevaron el misterio del
Calvario! Sin embargo, perseveraron, aunque con tropiezos y cobardías ¿Qué
hubiese sido si no hubiesen tenido este consuelo del final de la historia,
la gloria del cielo manifestada por el cuerpo transfigurado de Jesús? Les
entusiasmó el momento que vivieron, quisieron eternizarlo pero Jesús los
sacó de allí y los trajo a la realidad de su vida mortal.
Nos entusiasmamos con las consolaciones, queremos que nunca falten y está
bien, pero todavía no es el momento de la consolación permanente, aunque
podemos irla acrecentando… ¿Cómo? Aprovechando cada consolación para crecer
en el amor a Dios.
Nuestra vida terrena es luz y sombra, consolación y desolación. No nos
abandona el Señor en una desolación perpetua sino que nos consuela. Y
tampoco nos consuela permanentemente para que no nos ensoberbezcamos, para
que lo amemos también en las malas, en la cruz.
En la desolación hay que tener paciencia y pedir al Señor que nos consuele,
en la consolación hay que tomar fuerza como los apóstoles en el monte de la
Transfiguración para el tiempo de la desolación.
En la medida que crecemos en el amor de Dios todo se vuelve consuelo, hasta
la cruz, porque vivimos con Dios en comunión plena de voluntades y lo que Él
quiere nosotros lo queremos.
Cada vez que nos abrumen los trabajos y se nos haga pesada la cruz pensemos
en el cielo y acerquémonos a Jesús para que nos consuele, en un abandono
total en sus palabras “venid a Mí los que estáis cansados y agobiados que Yo
os aliviaré”*1.
Jesús no prometió librarnos de la cruz, es más, cuando Pedro fue nombrado
fundamento de la Iglesia y quiso disuadir a Cristo de la cruz, el Señor lo
llamó Satanás.
La Transfiguración fue un corto tiempo en la vida de los Apóstoles y Jesús
nunca dijo que ya no habría cruz. Les mandó guardasen el recuerdo de la
consolación y no lo contasen hasta después de su resurrección*2. Jesús nunca
nos promete quitarnos la cruz sino que dice que crucificarse como Él es
necesario para todos los que quieran ser verdaderamente discípulos suyos y
quieran alcanzar el cielo. También nos recuerda que su consuelo está presto
y que nunca va a permitir una cruz mayor que la que podemos llevar. Este es
el mensaje de la Transfiguración que, aunque ocurrió hace mucho tiempo,
sigue ocurriendo hoy en nuestras vidas en esos rayos de luz que nos vienen
del rostro de Cristo y que se abren paso fácilmente en las tinieblas que nos
rodean, llenándonos de gozo, de paz y de fervor y dando muerte al tiempo de
desolación.
El diablo, como usó a Pedro para apartar a Cristo de la cruz, nos tienta
para que rechacemos la cruz. El organiza el mal y la oscuridad, de tal
manera que toma dimensiones casi infinitas, más infladas por la fantasía que
la consistencia de verdad que tienen. Por otra parte, intenta hacer surgir
en nuestro interior miedos infundados para que rechacemos la cruz siendo
precisamente ella el medio por el cual nos salvaremos, el camino por el cual
transitó Jesús para llegar al cielo y que deberemos transitar nosotros, sus
discípulos para estar con Él, para llegar a la vida eterna.
*1- Mt 11, 28
*2- Cf. 2 P 1, 18
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - La segunda etapa del camino
cuaresmal
Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfiguración. Es la
segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las tentaciones en el
desierto, el domingo pasado; la segunda: la Transfiguración. Jesús «tomó
consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a
un monte alto» (Mt 17, 1). La montaña en la Biblia representa el lugar de la
cercanía con Dios y del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración,
para estar en presencia del Señor. Allí arriba, en el monte, Jesús se
muestra a los tres discípulos transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego
aparecen Moisés y Elías, que conversan con Él. Su rostro estaba tan
resplandeciente y sus vestiduras tan cándidas, que Pedro quedó iluminado, en
tal medida que quería permanecer allí, casi deteniendo ese momento.
Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Jesús
su Hijo predilecto, diciendo: «Escuchadlo» (v. 5).
¡Esta palabra es importante! Nuestro Padre que dijo a los apóstoles, y
también a nosotros: «Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto».
Mantengamos esta semana esta palabra en la cabeza y en el corazón: «Escuchad
a Jesús». Y esto no lo dice el Papa, lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a
vosotros, a todos, a todos. Es como una ayuda para ir adelante por el camino
de la Cuaresma. «Escuchad a Jesús». No lo olvidéis.
Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús,
estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus
palabras. Para escuchar a Jesús es necesario estar cerca de Él, seguirlo,
como hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos de
Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un
maestro itinerante, proponía sus enseñanzas, que eran las enseñanzas que le
había dado el Padre, a lo largo de los caminos, recorriendo trayectos no
siempre previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Seguir a Jesús para
escucharle.
Pero también escuchamos a Jesús en su Palabra escrita, en el Evangelio. Os
hago una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio?
Sí, no… sí, no… Mitad y mitad… Algunos sí y algunos no. Pero es importante.
¿Vosotros leéis el Evangelio? Es algo bueno; es una cosa buena tener un
pequeño Evangelio, pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el
bolso, y leer un breve pasaje en cualquier momento del día. En cualquier
momento del día tomo del bolsillo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje.
Es Jesús que nos habla allí, en el Evangelio. Pensad en esto. No es difícil,
ni tampoco necesario que sean los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito,
con nosotros. Siempre el Evangelio con nosotros, porque es la Palabra de
Jesús para poder escucharle.
De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos
significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros
necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de
silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del
Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El
encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la
montaña» y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos
hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias,
pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan
dificultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que
hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida.
Y esto es curioso. Cuando oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la Palabra
de Jesús y la tenemos en el corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo crece?
¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en nosotros cuando la
proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es
una misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos
nosotros: escuchar a Jesús y donarlo a los demás. No olvidarlo: esta semana,
escuchad a Jesús. Y pensad en esta cuestión del Evangelio: ¿lo haréis?
¿Haréis esto? Luego, el próximo domingo me diréis si habéis hecho esto:
llevar un pequeño Evangelio en el bolsillo o en el bolso para leer un breve
pasaje durante el día.
Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para
continuar con fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo
un poco más a «subir» con la oración y escuchar a Jesús y a «bajar» con la
caridad fraterna, anunciando a Jesús.
(Basílica Vaticana, domingo 9 de marzo de 2014)
(cortesía de Homiletica.ive)