DOMINGO
DE PENTECOSTES
Introducción a las tres Lecturas
(Hch 2,1-11 - 1Cor 12,3-7.12-13 - Jn 20,19-23) Contenido LA PRIMERA LECTURA (Hch 2,1-11), LA SEGUNDA LECTURA (1 Cor 12,3-7.12-13) LA PRIMERA LECTURA (Hch 2,1-11),
El relato de Pentecostés, es el cumplimiento de la
promesa hecha por Jesús al final del evangelio de Lucas y al inicio del libro
de los Hechos (Lc 24,49: «Por mi parte, les voy a enviar el don prometido por
mi Padre... quédense en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que
viene de lo alto»; Hch 1,5.8: «Ustedes serán bautizados con Espíritu Santo
dentro de pocos días... ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo»). Con
esta narración Lucas profundiza un aspecto fundamental del misterio pascual:
Jesús resucitado ha enviado el Espíritu Santo a la naciente comunidad,
capacitándola para una misión con horizonte universal. La efusión del Espíritu
en Pentecostés, en efecto, marca el inicio de la misión de la Iglesia de la
misma forma que el bautismo de Jesús indica el comienzo de la vida pública del
Señor. En ambos casos se habla de un «descenso» del Espíritu (Lc 3,22: «El
Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como de una paloma»; cf. Hch
2,3); se dona el Espíritu para la misión (Lc 4,18: «El Espíritu del Señor está
sobre mí porque me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres»; cf.
Hch 2,14-41); y en las dos ocasiones el descenso del Espíritu concluye un
período de preparación e inaugura el de la actividad pública (cf. Lc 4,14-15). El relato de Hechos 2 inicia dando algunas indicaciones
relativas al tiempo, al lugar y a las personas implicadas en el evento. Todo
ocurre «al llegar el día de Pentecostés» (Hch 2,1). Pentecostés es una fiesta
judía conocida como «fiesta de las semanas» (Ex 34,22; Num 28,26; Dt 16,10.16;
etc.) o «fiesta de la cosecha» (Ex 23,16; Num 28,26; etc.), que se celebraba
siete semanas después de la pascua. Parece ser que en algunos ambientes judíos
en época tardía, en esta fiesta se celebraban las grandes alianzas de Dios con
su pueblo, particularmente la del Sinaí ligada al don de la Ley. Aunque Lucas
no desarrolla esta temática en el relato de Pentecostés, seguramente conocía
esta tradición y es probable que haya querido asociar el don del Espíritu,
enviado por Cristo resucitado, al don de la Ley recibido en el Sinaí. En la
comunidad de Qumrán, contemporánea a Jesús, por ejemplo, Pentecostés había
llegado a ser la fiesta de la Nueva Alianza que aseguraba la efusión del
Espíritu de Dios al nuevo pueblo purificado (cf. Jer 31,31-34; Ez 36). Lucas
añade: «estaban todos juntos en un mismo lugar» (Hch 2,1). Con esta indicación
quiere sugerir que los presentes están unidos no sólo en un mismo sitio sino
con el corazón. Aunque no se habla de una reunión cultual no sería extraño que
Lucas imaginara a los creyentes en oración, esperando la venida del Espíritu,
de la misma forma que Jesús estaba orando cuando el Espíritu bajó sobre él en
el bautismo (Lc 3,21: «Mientras Jesús oraba.... el Espíritu Santo bajó sobre
él»; Hch 1,14: «Solían reunirse de común acuerdo para orar en compañía de
algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de los hermanos de éste»). «De repente vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento
impetuoso y llenó la casa donde se encontraban» (Hch 2,2). No obstante los
discípulos estaban a la espera del cumplimiento de la promesa del Señor
resucitado, el evento ocurre «de repente» y, por tanto, en forma imprevisible y
repentina. Es una forma de subrayar que se trata de una manifestación divina,
ya que el actuar de Dios no puede ser calculado ni previsto por el hombre. El
ruido llega «del cielo», es decir, del lugar de la trascendencia, desde Dios. Su
origen es divino. Y es como el rumor de un ráfaga de viento impetuoso. El
evangelista quiere describir el descenso del Espíritu Santo como poder, como
potencia y dinamismo y, por tanto, el viento era un elemento cósmico adecuado
para expresarlo. Además, tanto en hebreo como en griego, espíritu y viento se
expresan con la misma palabra (hebreo: ruah; griego: pneuma). No es extraño,
por tanto, que el viento sea uno de los símbolos bíblicos del Espíritu. Basta
pensar al gesto de Jesús en el evangelio de hoy, cuando «sopla» sobre los
discípulos y les dice: «Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22), o a la visión de
los esqueletos calcinados narrada en Ezequiel 37, donde el viento–espíritu de
Dios hace que aquellos huesos se revistan de tendones y de carne, recreando el
nuevo pueblo de Dios. «Entonces aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se
posaban sobre cada uno de ellos» (Hch 2,3). Lucas se sirve de otro elemento
cósmico que era utilizado frecuentemente para describir las manifestaciones
divinas en el Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza
irresistible y trascendente. La Biblia habla de Dios como un «fuego devorador»
(Dt 4,24; Is 30,27; 33,14); «una hoguera perpetua» (Is 33,14). Todo lo que
entra en contacto con él, como sucede con el fuego, queda transformado. El
fuego es también expresión del misterio de la trascendencia divina. En efecto,
el hombre no puede retener el fuego entre sus manos, siempre se le escapa; y,
sin embargo, el fuego lo envuelve con su luz y lo conforta con su calor. Así es
el Espíritu: poderoso, irresistible, trascendente. El evento extraordinario expresado simbólicamente en los vv. 2-3 se
explicita en el v. 4: «Todos quedaron llenos del Espíritu Santo». Dios mismo
llena con su poder a todos los presentes. No se les comunica un auxilio
cualquiera, sino la plenitud del poder divino que se identifica en la Biblia
con esa realidad que se llama: el Espíritu. Se trata de un evento único que
marca la llegada de los tiempos mesiánicos y que permanecerá para siempre en el
corazón mismo de la Iglesia. Desde este momento, el Espíritu será una presencia
dinámica y visible en la vida y la misión de la comunidad cristiana. «Y
comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les concedía
expresarse» (v. 4). La fuerza interior y transformadora del Espíritu, descrita
antes con los símbolos del viento y del fuego, se vuelve ahora capacidad de
comunicación que inaugura la eliminación de la antigua división entre los
hombres a causa de la confusión de lenguas en Babel (Gen 11). En Jerusalén, no
en la casa donde están los discípulos, en el espacio cerrado de unos pocos
elegidos, sino en el espacio abierto donde hay gente de todos las naciones (v.
5), en la plaza y en la calle, el Espíritu reconstruye la unidad de la
humanidad entera e inaugura la misión universal de la Iglesia. El pecado
condenado en el relato de la torre de Babel es la preocupación egoísta de los
hombres que se cierran y no aceptan la existencia de otros grupos y otras
sociedades, sino que desean permanecer unidos alrededor de una gran ciudad cuya
torre toque el cielo. El día de Pentecostés el Espíritu ha venido a perdonar y
a renovar a los hombres para que no se repitan más las tragedias causadas por
el racismo, la cerrazón étnica y los integrismos religiosos. El Espíritu de
Pentecostés inaugura una nueva experiencia religiosa en la historia de la
humanidad: la misión universal de la Iglesia. La palabra de Dios, gracias a la
fuerza del Espíritu, será pronunciada una y otra vez a lo largo de la historia
en diversas lenguas y será encarnada en todas las culturas. El día de
Pentecostés, la gente venida de todas las partes de la tierra «les oía hablar
en su propia lengua» (Hch 2,6.8). El don del Espíritu que recibe la Iglesia, al
inicio de su misión, la capacita para hablar de forma inteligible a todos los
pueblos de la tierra. LA SEGUNDA LECTURA (1 Cor 12,3-7.12-13)
Pablo, utilizando un esquema trinitario, atribuye a Dios todos los dones espirituales que enriquecen y vitalizan a la comunidad cristiana. Del Espíritu Santo vienen los carismas (v. 4: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo»), del Señor Jesús la diversidad de ministerios (v. 5: «Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo»), y del Padre la energía vital (v. 6: «pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos»). Y en el v. 7 afirma: «A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos». En cada miembro de la Iglesia se manifiesta el poder y la creatividad del Espíritu a través de la diversidad de dones y carismas, no para el uso privado sino para la construcción de la comunidad y para el servicio del prójimo en la caridad. El Espíritu es la fuente de los diversos dones. Bajo la acción del Espíritu la Iglesia se construye en la «unidad» a través de la «diversidad» de carismas y servicios. El Espíritu, por tanto, unifica diferenciando, y diversifica construyendo la unidad. El Espíritu reconcilia lo distinto y distingue en la comunión. Vive según el Espíritu quien promueve y valoriza la diversidad suscitada por él en función de la edificación del único Cuerpo del Señor, que es la Iglesia. En cambio, rechaza el Espíritu quien crea división, promueve la masificación y no es capaz de aceptar la diversidad. EL EVANGELIO (Jn 20,19-23)
Jesús resucitado les comunica a los discípulos cuatro
dones fundamentales: la Paz, el gozo, la misión, y el Espíritu Santo. Los dones
pascuales por excelencia son la paz (el shalom bíblico) y el gozo (la járis
bíblica), que no son dados para el goce egoísta y exclusivo, sino para que se
traduzcan en misión universal. Una única misión: la que el Hijo ha recibido del
Padre ahora se vuelve también misión de la Iglesia para la cual el Señor dona
su Espíritu. Jesús, como Dios cuando creó al hombre en Gen 2,7 o como Ezequiel
que invoca el viento de vida sobre los huesos secos en Ez 37, «sopló sobre
ellos». Con el don del Espíritu el Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y
con el envío de los discípulos comienza un nuevo Israel que cree en Cristo y
testimonia la verdad de la resurrección. Como «hombres nuevos», llenos del
aliento del Espíritu, los discípulos deberán continuar la misión del «Cordero
que quita el pecado del mundo»: la renovación de la humanidad como nueva obra
creadora en virtud del poder vivificante del Resucitado.
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