ASCENSION DEL
SEÑOR A Hch 1,1-11 - Ef 1,17-23 - Mt 28,16-20 La primera lectura (Hch 1,1-11) constituye la introducción general al libro de los Hechos
de los Apóstoles, que enlaza directamente con el final del evangelio de Lucas
(Hch 1,1; cf. Lc 24,45-53: «Ya traté en mi primer libro querido Teófilo todo lo
que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el día en que subió al
cielo...»). De esta forma Lucas sigue el uso literario de la época de
introducir el segundo volumen de una obra con una introducción que resumía el
libro anterior. Para Lucas, la actividad terrena de Jesús concluye no con el
momento de su muerte, sino con su ascensión al cielo, que incluye naturalmente
la experiencia pascual de las apariciones. Por eso de ahora en adelante serán
los apóstoles, aquellos que han visto al Señor y han sido instruidos por él
«bajo la acción del Espíritu Santo» (Hch 1,2), los testigos autorizados de la
palabra de Jesús y de su resurrección. En efecto, Lucas insiste en el realismo
de las apariciones y en la enseñanza de Jesús Resucitado a los apóstoles antes
de subir al cielo: «Después de su pasión, Jesús se les presentó muchas veces
con muchas y evidentes pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante
cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1,3). Estos «cuarenta días»
son un número simbólico que evoca un tiempo perfecto y arquetípico. El tiempo
necesario para pasar de una etapa a otra en la historia de la salvación y, por
tanto, el tiempo de las manifestaciones divinas importantes y decisivas. El
número evoca los cuarenta años que Israel caminó en el desierto siendo probado
y educado por Dios (Dt 8,2-6); los cuarenta días que pasó Moisés en el monte
Sinaí para recibir la Ley de parte de Dios (Ex 24,18); los cuarenta días de
Jesús en el desierto antes de iniciar su misión (Lc 4,1-2). «Cuarenta» indica
el tiempo de la prueba y de la enseñanza necesaria. En los Hechos, sin embargo,
se insiste solamente en la segunda dimensión. En la tradición de los rabinos el
número «cuarenta» también tenía, en línea con la tradición bíblica, un valor
simbólico para indicar un período de aprendizaje completo y normativo. Lucas
quiere poner de manifiesto que los apóstoles han recibido del Señor resucitado
aquella formación autorizada y completa que los prepara para continuar su obra
y ser testigos del reino de Dios en la historia. Jesús les recomienda no
apartarse de Jerusalén y esperar la promesa del Padre, el don del Espíritu
Santo (v. 4). Jerusalén, la ciudad en la cual Jesús concluyó su camino, se
convierte en el punto de partida de la misión de la iglesia. En Jerusalén los
apóstoles recibirán el don escatológico del Espíritu Santo y desde allí
comenzarán a ser testigos de Jesús hasta los confines de la tierra. Jerusalén
es y permanecerá para siempre la madre de todas las iglesias. La misión de la
comunidad cristiana, en efecto, echa sus raíces en aquella misma ciudad santa,
sede del Templo y centro de toda la tierra santa, porque como anunció Isaías:
«de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la Palabra del Señor» (Is 2,3). En
Jerusalén los apóstoles serán «bautizados en el Espíritu Santo», es decir,
serán inmersos en la potencia divina y vivificante del Espíritu que los llenará
plenamente (Hch 2). El texto hace
referencia a la mentalidad de los apóstoles, enraizada en la esperanza
mesiánica del Antiguo Testamento, en relación a la instauración del reino
mesiánico en favor del pueblo elegido: «Señor, ¿vas a restablecer ahora el
reino de Israel?» (v. 6). Esta expectativa no era necesariamente nacionalística
o política, sino que reflejaba la estrecha concepción del pueblo de la primera
alianza que limitaba la salvación a Israel. Al mismo tiempo la pregunta evoca
un interrogante de la iglesia primitiva y que en nuestro tiempo vuelve a
resultar de actualidad: «¿cuándo va a ser reconstruido el Reino?». Jesús
rechaza categóricamente todas las especulaciones apocalípticas sobre la fecha
del fin del mundo. Ese momento definitivo del reino sólo lo conoce el Padre que
guía la historia de la salvación: «No les toca conocer a ustedes los tiempos y
momentos que ha establecido el Padre con su autoridad» (v. 7). En un segundo
momento Jesús les enseña que no hay conexión temporal directa entre el don del
Espíritu y la llegada del reino. La experiencia del Espíritu más bien servirá
para dar inicio al tiempo de la iglesia, a la misión de la comunidad cristiana
(Hch 1,8). Después de este diálogo
con Jesús Lucas relata la ascensión del Señor (vv. 9-11). Para comprender la
narración de Lucas hay que tener en cuenta que utiliza un conocido esquema
simbólico presente en tantas religiones y también en la Biblia, que coloca en
lo «alto», en el «cielo», todo aquello que es mejor y que domina el ámbito
«horizontal», de «abajo», de nuestro mundo, en el cual se coloca el mal y la
muerte. Por eso la Biblia habla muchas veces que Dios «baja» del cielo (Gen
11,5; Es 19,11-13; Sal 144,5) para hablar con el hombre y vuelve a «subir» (Gen
17,22) después de realizar su obra. Por tanto, el lenguaje simbólico de la
ascensión no tenemos que interpretarlo en base a esquemas espaciales, que
representan solamente la envoltura externa. Es necesario leer la ascensión
desde la óptica de la pascua y captar en este misterio el mensaje fundamental:
Jesús ha sido introducido eternamente en el ámbito de la trascendencia y en el
mundo de lo divino. Lucas ha intentando hacer visible la afirmación de fe en
relación con la plenitud divina del Resucitado y su señorío absoluto en el
mundo. Sin embargo, en el texto el acento está puesto sobre todo en la
«despedida». Se trata de una «separación». El Señor Jesús ya no está presente
en medio de nosotros en forma física; su cuerpo glorificado está presente ahora
en la historia con la fuerza vivificante de Dios. La «nube» que oculta a Jesús
de la vista de los discípulos es precisamente el signo de esta nueva forma de
presencia. Un signo que al mismo tiempo «esconde» y «revela» la trascendencia
de Dios. En el Antiguo Testamento la nube indica la cercanía de Yahvéh: una
presencia escondida y majestuosa, pero cierta y salvadora para su pueblo (cf.
Ex 13,21; 24,16.18; 33,9-11; 34,5; Ez 1,4; Sal 96/97,2; etc.). Los apóstoles
aparecen «mirando atentamente» a Jesús hasta el último momento (v. 10). Este
«mirar» no debe ser entendido en sentido material. Con esta indicación Lucas
quiere subrayar que ellos son testigos de toda la historia de Jesús, incluido
el momento de la plenitud del misterio pascual, cuando Jesús es glorificado e
introducido en el mundo de Dios. Así como Eliseo que, mirando a Elías que era
llevado al cielo en un carro de fuego, fue digno de recibir los dos tercios de
su espíritu (2 Re 2,9-12), también los apóstoles que «miran» a Jesús recibirán
el Espíritu de Jesús. El Resucitado continuará estando presente en los
apóstoles mediante el Espíritu. El texto de los Hechos,
en síntesis, invita a superar una fe pasiva y demasiado ligada a lo
espectacular: «Por qué se han quedado mirando al cielo?» (Hch 1,10). Estas
palabras son un llamado indirecto a no perder el tiempo cuando hay que ser
testigos de Jesús y a no esperar del cielo soluciones milagrosas o revelaciones
especiales. La desaparición material de Jesús marca el inicio de la misión y
del compromiso de la iglesia. La fe verdadera se basa, según las palabras de
Jesús en el v. 8, en la fuerza del Espíritu, en el testimonio cristiano en el
mundo y en la apertura universal de la iglesia. La ascensión, más que recuerdo,
es exigencia y llamado a la misión y al compromiso. El evangelio (Mt 28, 16-20) refiere la aparición pascual en Galilea con la que
concluye el evangelio de Mateo, estructurada en tres partes: la presentación de
Cristo, la misión y la promesa de la presencia del Señor hasta el final de los
tiempos. El escenario es un «monte», símbolo bíblico que evoca un espacio
privilegiado en el que Dios se ha revelado en la primera alianza (cf. Ex 19; 1
Re 19). La indicación geográfica ha referencia sobre todo a la historia de
Jesús, que desde un monte proclama las bienaventuranzas (Mt 5,1; 8,1); que
subía a la montaña para orar en soledad (Mt 14,23); que sentado en la montaña
acogía a las multitudes y curaba a los enfermos (Mt 15,29); y que en una
montaña se había revelado a los discípulos como el definitivo enviado por Dios
(Mt 17,1.5). El último encuentro y la última revelación de Jesús tiene lugar
también en un monte, espacio simbólico de la revelación y de la salvación de
Dios. (a) La presentación de
Jesús. Se trata de una solemne declaración sobre su señorío absoluto sobre el
cielo y la tierra: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt
28, 18). La formulación pasiva de la frase indica que Jesús ha recibido el
poder de parte de Dios (Mt 11,27: «Todo me ha sido entregado por mi Padre»). La
palabra «poder» traduce el término griego exousía, que indica el «poder», el
«derecho» y la «capacidad» que caracterizan la palabra y la obra de Jesús para
llevar a cabo el proyecto del reino (Mt 7,29: «enseñaba con exousía»; 9,6: «el
Hijo del Hombre tiene en la tierra exousía para perdonar pecados»; 21,27:
«tampoco yo os digo con qué exousía hago esto»). En dos ocasiones esta exousía
mesiánica se extiende también a los discípulos y a la comunidad (9,8: «la gente
temió y glorificó a Dios, que había dado tal exousía a los hombres»; 10,1: «y
llamando a sus doce discípulos les dio exousía sobre los espíritus inmundos»).
Jesús Resucitado es Señor de cielo y tierra, con el poder mesiánico para
transformar la historia humana y llevarla a la plenitud de Dios. Delante de
Jesús los discípulos se postran en humilde adoración, como habían hecho antes
las mujeres el día de pascua (Mt 28,9). Pero Mateo agrega un detalle
significativo: «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28,17). La fe pascual de los
discípulos no está exenta de la duda, que acompañará también la fe de la
comunidad cristiana en la historia. Es la fe de los discípulos que tienen miedo
en medio de la tempestad del lago (Mt 8,26); es la fe de Pedro que empieza a
hundirse cuando se deja impresionar por la violencia del viento (Mt 14,30-31).
Solamente la presencia y la palabra de Jesús hará que el creyente supere la
duda y el miedo y pueda madurar en el camino de la fe. (b) La misión. Jesús
ordena a los discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y
enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). La misión
de la iglesia aparece sin ningún tipo de límites ni restricciones, destinada a
alcanzar a todos los hombres de la tierra. Los verbos utilizados son
significativos: «ir» sugiere el dinamismo de la vida cristiana y de la misión
que debe caracterizar al discípulo de Jesús; «hacer discípulos» indica el
testimonio en palabras y obras, a través del cual se lleva a otros el anuncio
de Jesús; «bautizar» evoca el signo por el que los hombres se configuran
radicalmente con Cristo Resucitado y la misma actividad sacramental de la
iglesia que santifica las realidades terrenas comunicándoles la vida divina;
«observar» indica la respuesta del creyente, su plena acogida y su obediencia a
la palabra de Jesús en la vida cotidiana. (c) Las presencia de Jesús.
Es la última palabra de Jesús en el evangelio de Mateo. Una promesa que es
fuente de confianza y de esperanza para los discípulos. En el Antiguo
Testamento, la frase: «yo estaré contigo», o «yo estaré con vosotros», expresa
la garantía de una presencia salvadora y activa de Dios en favor de sus
elegidos o de su pueblo (cf. Ex 3,12; Jer 1,8; Is 41,10; 43,5). Jesús,
constituido como Señor universal mediante la resurrección, lleva a plenitud
esta presencia salvadora de Dios. El es «Dios–con–nosotros». Efectivamente así
lo llama Mateo al inicio del evangelio, evocando un texto de Isaías que se
refiere al descendiente mesiánico de David (Mt 1,22-23; cf. Is 7,14). La
presencia de Jesús no está ahora limitada por el espacio y el tiempo de la
Palestina. No se trata tampoco de una presencia provisoria. Los discípulos
realizan la misión universal de Jesús bajo el signo de su presencia consoladora
y reconfortante. La eficacia de la misión y la autoridad de la enseñanza de los
apóstoles se funda en esta presencia de Jesús. Esta síntesis final del
evangelio de Mateo y de la fe de la iglesia nos ofrece el sentido profundo del
misterio de la Ascensión del Señor. Los cristianos tenemos una palabra de
esperanza para ofrecer a la humanidad y una misión liberadora que realizar en
favor de los hombres. Como lo indica la
segunda lectura de hoy (Ef 1,17-23), la glorificación de Cristo produce una
transformación radical de la humanidad. La energía de Cristo resucitado
involucra y compromete a toda la iglesia, que es su cuerpo en la historia, a
vivir la novedad de la pascua y a anunciarla en el mundo. «Que el Dios de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos conceda un espíritu de
sabiduría... que ilumine los ojos de nuestro corazón para que conozcamos la
esperanza a la que hemos sido llamados... la excelsa grandeza de su poder para
con nosotros los creyentes, manifestada a través de su fuerza poderosa. Es la
fuerza con que Dios actuó en Cristo al resucitarlo de entre los muertos y
sentarlo a su derecha en los cielos» (Ef 1,17.18.19.20).
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