Domingo Pascua de Resurrección A - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la prepración
Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección del Señor
Santos Padres: San Gregorio Magno - La resurrección del Señor
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Vivir impregnados de la resurrección de Cristo
Aplicación: S.S. Francisco p.p - Volver a Galilea
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El sepulcro vacío Jn 20, 1-9
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección del Señor
CEC 638-655, 989, 1001-1002: la Resurrección de Cristo y nuestra
resurrección
CEC 647, 1167-1170, 1243, 1287: la Pascua, el Día del Señor
CEC 1212: los Sacramentos de la iniciación cristiana
CEC 1214-1222, 1226-1228, 1234-1245, 1254: el Bautismo
CEC 1286-1289: la Confirmación
CEC 1322-1323: la Eucaristía
Párrafo 2 AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS
638 "Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios
la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33).
La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo,
creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central,
transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos
del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al
mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado la vida.
(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)
I EL ACONTECIMIENTO HISTORICO Y TRANSCENDENTE
639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que
tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo
Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios:
"Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y
luego a los Doce: "(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición
viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas
de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).
El sepulcro vacío
640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha
resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el
primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una
prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría
explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el
sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su
descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento
del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas
mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El
discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro
vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn
20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20,
5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y
que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el
caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo
de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes
Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en
encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres
fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios
Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a
Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la
fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que
los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: "¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de
los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva
que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los
apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera
comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos,
conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos
todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son
ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente
de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez,
además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de
Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico.
Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba
radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él
de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan
grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan
pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos
una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos
presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y
asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que
regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24,
11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de
Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber
creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad
de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver
un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y
estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo,
"algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la
cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad)
de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia
directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas
mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf.
Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es
un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo
resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido
martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf
Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al
mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado
en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad
donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14.
19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y
no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por
esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como
quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra
figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y
eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el
caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija
de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos
milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por
el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán
a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del
espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del
Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto
que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co
15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció
el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie
fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún
evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos
aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro
vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo
resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del
Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que
ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).
II LA RESURRECCION OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención
transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las
tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia
originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch
2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta
su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela
definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por
su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la
manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1,
19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad
muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su
poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho,
morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31;
10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para
recobrarla de nuevo ... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de
nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Te 4, 14).
650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de
Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por
la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en
cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte
se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la
unión de las dos partes separadas" (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también
DS 325; 359; 369; 539).
III SENTIDO Y ALCANCE SALVIFICO DE LA RESURRECCION
651 "Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también
vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la
confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades,
incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación
si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina
según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo
Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida
terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las
Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica
que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El
había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis
que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que
verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo
pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido
en nosotros ... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero:
'Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy" (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7).
La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de
Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera
del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta
es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios
(cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre
los muertos ... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4).
Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva
participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción
filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús
mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis
hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don
de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real
en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado -
es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que
en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15,
20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el
corazón de sus fieles. En El los cristianos "saborean los prodigios del
mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida
divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha
resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre,
igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo
resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como
la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la
vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm
8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
Cómo resucitan los muertos
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el
cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro
con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su
omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible
uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan
hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para
la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del
mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora"
(Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de
gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):
Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras
no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra
corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán
incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista
de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1
Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no
es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía
nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la
invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por
dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan
en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la
resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al
fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta
de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en
primer lugar (1 Ts 4, 16).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo
es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto,
gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora,
una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe
en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente
en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida
permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con El nos ha
resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6).
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al
Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos
"manifestaremos con El llenos de gloria" (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de
la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia
el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó
al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis...
Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció
el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie
fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún
evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos
aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro
vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo
resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del
Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que
ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).
1167 El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que
los fieles "deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y
participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la
gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los 'hizo renacer a la
esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'" (SC
106):
Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este
día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del
domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación...la salvación del
mundo...la renovación del género humano...en él el cielo y la tierra se
regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del
domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán
y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de
Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).
El año litúrgico
1168 A partir del "Triduo Pascual", como de su fuente de luz, el tiempo
nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De
esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la
Liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (cf Lc 4,19). La Economía
de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en
la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es
anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la
humanidad.
1169 Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la
"Fiesta de las fiestas", "Solemnidad de las solemnidades", como la
Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S.
Atanasio la llama "el gran domingo" (Ep. fest. 329), así como la Semana
santa es llamada en Oriente "la gran semana". El Misterio de la
Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro
viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido.
1170 En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de
acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al
plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera. Por
causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de
Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la
fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para
llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del
Señor.
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Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - El sepulcro vacío(Lc 24,
1-12; Mc 16, 1-8; Mt 18, 1-8; Jn 20, 1-10)
Cuentan los cuatro evangelistas, cada uno a su manera, cómo el sepulcro de
Jesús fue hallado vacío, con extrañeza grande de los amigos de Cristo. San
Mateo y san Marcos se parecen mucho, san Lucas se acerca ordinariamente más
a san Marcos. En cuanto a san Juan, sigue su camino, de acuerdo, no
obstante, con san Lucas respecto a la indagación de san Pedro. Se ha
exagerado mucho la dificultad de conciliarlos, siendo cosa muy sencilla, si
no se repara en minucias indiferentes y se atiende a la composición de cada
Evangelio.
A la puesta del sol se daba por terminado el día del sábado, y con él la
prescripción del reposo del día de Pascua. La fiesta duraba ocho días, pero
sólo el primero y el último eran días no laborables (Dt 16, 8). Sin embargo,
las mujeres adictas a Jesús no salieron de casa, donde estuvieron
probablemente juntas hasta el día siguiente, pero muy de mañana. Estaban
allí, según san Marcos, María de Magdala, María madre de Santiago y Salomé.
En lugar de Salomé, nombra san Lucas a Juana, que sólo él ha dado a conocer
(Lc 8, 3), en tanto que san Mateo no cita más que a María de Magdala y a
otra María. Ninguno completó la enumeración: siguió cada cual sus propias
enseñanzas sin ponerse de acuerdo con los demás. No obstante, hay que
advertir que María de Magdala aparece en todos en primer lugar. San Juan
sólo la citará a ella.
Para armonizar los hechos basta suponer que María de Magdala, más impetuosa,
se dirigió directamente hacia el sepulcro. Las otras mujeres habían ya
preparado, según san Lucas, los aromas y el aceite perfumado, desde el
viernes por la tarde. ¿Tendrían cantidad suficiente en su provisional
alojamiento? Es probable que san Lucas, según su método (Cf. 3, 20; 22, 19
s.), haya cerrado el relato de la sepultura y anticipado lo que san Marcos
coloca después del sábado, es decir, la compra de los aromas. Se comprende
muy bien que las mujeres, yendo muy de mañana, cuando aún estaba oscuro,
hubiesen sufrido muchas dilaciones, mientras les abrían las tiendas para
comprar sus especias. Así, según san Mateo, no llegaron a vista del
monumento hasta después de salido el sol.
La Magdalena se les había adelantado, pues era todavía casi de noche cuando
notó que la piedra había sido removida, es decir, rodada, de modo que el
sepulcro estaba abierto. Los guardias habían desaparecido, cosa que nada le
extrañó, ignorante como estaba de que los hubieran puesto. Una mirada
furtiva le bastó para comprobar que el cuerpo no estaba allí. No vio ningún
ángel, pues el mismo Jesús se había reservado informarla.
Con toda presteza, dada su extremada inquietud, temiendo una profanación del
cuerpo adorado de Jesús, tomó el camino y fue directamente a ver a Simón
Pedro y al discípulo amado de Jesús. Estaba como fuera de sí, no dudando en
afirmar: «Han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han
puesto». Dice «no sabemos» porque supone su propia convicción en las que con
ella habían salido, pero que en aquel momento llegaban al sepulcro.
Estas mujeres, atendiendo sólo a los impulsos de sus corazones, no habían
medido las dificultades de la empresa. Ignoraban lo de los guardias, pero
¿cómo entrar en el sepulcro para practicar las unciones fúnebres? La gruesa
piedra que cerraba la entrada era un obstáculo infranqueable; ellas no se
sentían con fuerzas para removerla. Un hombre tendría aun necesidad de una
palanca, y tan de mañana era muy mala hora para poder encontrar a un alma de
buena voluntad que se prestase a ello. Se comunicaban sus inquietos
pensamientos cuando advirtieron que la piedra estaba ya removida y fue para
ellas de grandísima satisfacción, por cuanto la piedra era, en verdad,
enorme.
Entraron, pues, en el sepulcro y no encontraron el cuerpo. Su extrañeza fue
grande. No habían sido, por tanto, los discípulos los que removieron la
piedra, porque ellos no habrían profanado el cuerpo, turbando el reposo
sagrado de un muerto. Entonces pudieron ver a un joven sentado a su derecha
sobre el poyo*1, vestido de blanco. Aterradas, bajaron sus ojos. El joven
les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret, crucificado. Ha
resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde estuvo depositado. Id y decid a
sus discípulos y a Pedro que Él os precede en Galilea; allí le veréis, como
os ha dicho» (Mc 16, 6 s.)*2.
Según san Marcos, las santas mujeres huyeron y a nadie dijeron nada. ¡Tan
asustadas iban! Era muy natural: temerían también no ser creídas. Sin duda,
volvieron sobre su acuerdo, porque san Lucas y san Mateo dicen sumariamente
que ellas cumplieron su mensaje con los apóstoles, lo cual no fue obra de un
momento, ni sin que ocurrieran ciertas particularidades.
San Marcos, que aventajaba a los demás en contar las peripecias, nos habría
dicho lo sucedido sobre este punto si el hilo de su discurso no hubiera sido
cortado en este lugar. Cuando su Evangelio fue terminado por él o por
otro*3, quedó sin llenar esta laguna.
Los apóstoles hubieran creído rebajarse dando fe a las habladurías de las
mujeres. San Lucas, sin embargo, dice cómo san Pedro, que debió ser el
primer avisado, siendo como era el jefe, corrió al sepulcro y lo halló
vacío: no vio más que las fajas, lo cual le dio mucho en qué pensar*4.
Este punto lo ha descrito san Juan con todos los pormenores, pues tomó parte
en esta ansiosa indagación, designándose a sí mismo por el «otro discípulo a
quien Jesús amaba».
Juntos parece que estaban Pedro y él cuando la Magdalena fue a comunicarles
la fatal nueva de la desaparición del cuerpo. Salieron inmediatamente y,
afectados por la noticia, ambos corrían; pero Juan, como más joven, corrió
más aprisa que Pedro y llegó primero. No entró, sin embargo, seguramente por
deferencia a su compañero; se inclinó sólo para ver, y vio al otro lado de
la antecámara las vendas en el suelo.
Llegó san Pedro y entró resuelto en el sepulcro. También él vio, y con más
claridad, las vendas, lo cual bien a las claras probaba que el cuerpo no
había sido robado, porque de serlo, lo hubieran llevado como estaba. Aun se
maravilló más al ver que el sudario colocado sobre la cabeza no estaba
revuelto con las vendas; estaba envuelto aparte. El otro discípulo entró y
vio lo mismo. Ambos guardaron silencio y, sobrecogidos y meditabundos, ni
siquiera cambiaron impresiones. San Juan dice solamente que él desde
entonces creyó que Jesús había resucitado, y ésta, de seguro, era también la
convicción de san Pedro. Hasta aquel momento no habían comprendido que,
según la Escritura, Jesús había de resucitar, a pesar de que Él mismo se lo
había anunciado a todos los apóstoles. El suceso les parecía tan fuera de lo
probable, que sólo la evidencia del hecho pudo convencerlos, y les pareció
entonces que esta consagración suprema del Mesías estaba ya predicha (Is 53,
11).
(Lagrange, J. M., La Vida de Jesucristo, EDIBESA, Madrid, 1999, p. )
*1- Según San Mateo que lo cuenta muy
rápidamente, pudiera creerse que el ángel que había removido la piedra
estaba todavía sentado en ella. San Lucas ha distinguido mejor que San
Marcos el hecho de que el sepulcro estaba vacío y la aparición. Hay dos
hombres que llevaban un vestido resplandeciente, que hablan los dos, lo que
debe entenderse de que uno hablaba en nombre de los dos.
*2- San Lucas no habla de citas tomando la
determinación de contar sólo las apariciones de Judea.
*3- Fillion (III, p.515) dice del final de San
Marcos: “Cualquiera que haya sido el autor de él”.
*4- San Lucas no dice que las mujeres hayan
hablado inmediatamente a todos los apóstoles: esto no era verosímil.
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Santos Padres: San Gregorio Magno - La resurrección del Señor
2. Hermanos, la lección del santo Evangelio que acabáis de oír es harto
clara en su sentido histórico, pero debemos inquirir brevemente su sentido
místico.
Cuando todavía estaba obscuro, fue María Magdalena al sepulcro. Según la
historia, se hace notar la hora del suceso; pero, según el sentido místico,
señala el estado en que se hallaba la inteligencia de la que buscaba, esto
es, qué era lo que entendía María Magdalena. En efecto, María buscaba en el
sepulcro al Creador de todo, al cual había visto muerto corporalmente, y al
no encontrarle creyó que había sido robado. Todavía estaba obscuro cuando
llegó al sepulcro, echó a correr apresurada y lo anunció a los discípulos.
Pero, de éstos, se apresuraron más los que más amaban, a saber, Pedro y
Juan. Los dos corrían igualmente, pero Juan corrió más aprisa que Pedro,
llegó el primero al sepulcro, pero no se determinó a entrar; llegó, pues,
Pedro tras él y entró.
¿Qué, hermanos, qué significa este correr? ¿Creeremos, acaso, que esta
descripción del evangelista carece de misterio? No por cierto, que tampoco
Juan diría que él llegó delante y que no entró, si creyera que en esa misma
indecisión suya no hubiera misterio. Ahora bien, ¿qué se significa por Juan
sino la Sinagoga, y qué por Pedro sino la Iglesia? Y no parezca cosa extraña
el que se exponga que la Sinagoga está figurada por el más joven, y la
Iglesia por el más viejo, puesto que, si bien la Sinagoga vino al culto de
Dios primero que la Iglesia de los gentiles, con relación a la vida
presente, la multitud de los gentiles fue primero que la Sinagoga, como lo
atestigua San Pablo, que dice (1 Co 15,46): Pero no es el espiritual el que
ha sido formado primero, sino el animal. De suerte que por Pedro, el más
viejo, se significa la Iglesia de los gentiles, y por Juan, el más joven, la
Sinagoga de los judíos.
Corren los dos igualmente, porque, desde el principio de la vida hasta el
fin, la gentilidad y la Sinagoga corren por igual y común camino, mas no por
igual y común sentido. La Sinagoga llegó la primera al sepulcro, pero no
entró, porque ella, sí, recibió los preceptos de la Ley, oyó las profecías
referentes a la encarnación y a la pasión del Señor, pero no quiso creer en
El muerto; Juan, pues, vio los lienzos puestos en el suelo, pero no entró;
lo cual significa que la Sinagoga conoció los misterios de la Sagrada
Escritura y, con todo, difirió entrar, esto es, creer, en la fe de la pasión
del Señor. Vio presente a aquel a quien había profetizado hacía mucho tiempo
desde lejos y ampliamente, pero se negó a recibirle; tuvo a menos el que
fuera hombre; no quiso creer en Dios hecho mortal en la carne. ¿Qué
significa, por tanto, esto sino que corrió más aprisa y, con todo,
permaneció vacua ante el sepulcro?
Y llegó tras él Pedro y entró en el sepulcro, porque la Iglesia de los
gentiles, que llegó después, además de reconocer que el Mediador entre Dios
y los hombres, Jesucristo, había muerto en la carne, le creyó Dios vivo. Vio
los lienzos puestos en el suelo, y el sudario que había sido puesto sobre su
cabeza, colocado, no junto con los demás lienzos, sino separadamente doblado
en otro lugar.
¿Qué creemos, hermanos, que signifique el no estar el sudario de la cabeza
junto con los demás lienzos sino que Dios, como dice San Pablo, es la cabeza
de Cristo, y que los misterios incomprensibles de la divinidad están fuera
de lo que alcanza a conocer nuestra pequeñez, y que su poder trasciende la
naturaleza de la criatura?
Y es de notar que se dice que estaba no sólo separado, sino también doblado
en otro lugar. Pues bien, del lienzo que se halla doblado no se ve el
principio ni el fin; y así, con razón se halla doblado el sudario de la
cabeza, porque la Majestad divina es sin principio ni fin, ni nace
principiando ni está sujeta a concluir. Y rectamente se dice en otro lugar
que Dios no se halla en las almas desacordes de los pastores, porque Dios
está en la unidad y no merecen recibir su gracia los que unos de otros se
hallan divididos por los escándalos de las sectas.
Ahora bien, como con el sudario suele enjugarse el sudor de los que
trabajan, con el nombre de sudario puede también significarse el cansancio
de Dios, que cierto es que en sí permanece siempre inmutable, pero, sin
embargo, se muestra como cansado cuando soporta las crueles maldades de los
hombres. Por eso dice también el profeta (Jr 6, 11): Me cansé de sufrir.
Dios, pues, cuando apareció en la carne, padeció en nuestra flaqueza; a
vista de cuya pasión, los incrédulos no quisieron venerarla, pues tuvieron a
menos creer. Por eso Jeremías dice también (Lm 3, 64): Tú les darás, ¡oh
Señor!, lo que merecen las obras de sus manos. Pondrás sobre su corazón, en
vez de escudo, las aflicciones que les enviarás. Pues para que no llegaran a
sus corazones las punzadas de la predicación, menospreciando los
sufrimientos de su pasión, pusieron como escudo los mismos sufrimientos
suyos, es a saber, que no permitieron que llegaran a ellos las palabras de
El, por lo mismo que le vieron sufrir hasta la muerte.
Pero ¿qué somos nosotros sino miembros de nuestra cabeza, esto es, de Dios?
De manera que por los lienzos de su cuerpo se significan las ligaduras de
los sufrimientos que ahora oprimen a todos los elegidos, es decir, a sus
miembros. Y se halla aparte el sudario que se había puesto sobre su cabeza,
porque la pasión de nuestro Redentor dista mucho de nuestros sufrimientos,
puesto que El soportó sin culpa lo que nosotros soportamos culpables. Él
quiso sucumbir voluntariamente a la muerte, a la cual llegamos nosotros
contra nuestra voluntad.
5. Prosigue: Entonces entró también el discípulo que había llegado el
primero al monumento. Después de haber entrado Pedro, entró Juan también:
éste, que había llegado primero, entró el último. Es de notar, hermanos, que
al fin del mundo se acogerá también la Judea a la fe del Redentor, según lo
atestigua San Pablo, que dice (Rm 51, 25): Hasta tanto que la plenitud de
las naciones haya entrado en la Iglesia, y entonces se salvará todo Israel.
Y vio y creyó. ¿Qué es, hermanos, lo que os parece que creyó? ¿Acaso que el
Señor a quien buscaban había resucitado? No por cierto, porque aún no se
veía en el sepulcro y, además, porque lo contradicen las palabras que
siguen, y que dicen: Y vio y creyó. ¿Qué es, pues, lo que vio y lo que
creyó? Vió los lienzos que estaban en el suelo, y creyó lo que había dicho
la mujer: que el Señor había sido robado del sepulcro. En lo cual debemos
reconocer una gran providencia de Dios; porque así el corazón de los
discípulos se encendió en deseos de buscarle y a la vez se les dilata el
encontrarle, para que la debilidad de su espíritu, acosado por su misma
tristeza, se robusteciera más al hallarle y con tanto mayor valor le
retuviera después de hallado cuanto más había tardado en encontrarle.
6. Hermanos carísimos, hemos repasado brevemente todo esto en la exposición
de la lección evangélica; ahora resta decir algo acerca de la grandeza de
esta solemnidad. Y con razón digo la grandeza dé esta solemnidad, porque es
la primera de todas las otras solemnidades; y así como en la Sagrada
Escritura, por razón de su dignidad, se llaman el sancta sanctorum y el
Cantar de los Cantares, así esta solemnidad puede llamarse la solemnidad de
las solemnidades, puesto que en ella se nos muestra el ejemplo de nuestra
resurrección, la esperanza segura de la patria celestial y la realidad de la
gloria del reino celeste, que ya casi tocamos con las manos. Por ella son
llevados ya a las amenidades del paraíso los justos que, si bien en el seno
tranquilo de Abrahán, sin embargo estaban cerrados en los abismos de la
muerte.
Lo que el Señor había prometido antes de su pasión, en la resurrección lo
cumplió (Jn 52,32): Cuando fuere levantado en alto en la tierra, dijo, todo
lo atraeré a mí; porque todo lo atrajo quien no dejó ninguno de sus elegidos
en el infierno. Se llevó todos, claro que los elegidos, pues a ningún
infiel, ni a los condenados a los suplicios eternos por sus delitos, los
restituyó el Señor al perdón cuando resucitó, sino que sólo arrancó de las
profundidades del infierno a los que reconoció como suyos por la fe y por
las obras.
De ahí también se dice con razón por Oseas (53,54): ¡Oh muerte!, yo he de
ser la muerte tuya; seré tu mordedura, ¡oh infierno!; pues aquello a lo que
damos muerte hacemos que totalmente no sea, pero de lo que solamente
mordemos, una parte substraemos y dejamos otra parte; luego porque a todos
sus elegidos libró totalmente de la muerte, fue muerte para la muerte; pero
como del infierno sacó una parte y dejó otra parte, no mató del todo al
infierno, sino que le destruyó o le mordió; por eso dice: Yo he de ser la
muerte tuya, ¡oh muerte!; como si claramente dijera: Porque acabo totalmente
contigo en mis elegidos, seré tu muerte, ¡oh muerte!, y seré tu mordedura,
¡oh infierno!, porque, arrebatándote los elegidos, te dejo la otra parte.
¡Qué tal será, pues, esta solemnidad que ha destruido los abismos del
infierno y nos ha dejado abiertas las puertas del reino de los cielos!
7. Analicemos detenidamente su nombre; preguntemos al apóstol San Pablo y
veamos qué es lo que declara acerca de su valor. Dice, pues (1 Co 5, 7):
Porque Jesucristo, que es nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado por
nosotros. Ahora bien, si Cristo es la Pascua, debemos atender a lo que la
Ley dice de la Pascua, para que indaguemos sutilmente si es que ello parece
dicho de Cristo.
Dice Moisés (Ex. 52,7...): Y tomarán la sangre del cordero y rociarán con
ella los dos postes y el dintel de las casas en que le comerán. Las carnes
las comerán aquella noche asadas al fuego, y panes ázimos con lechugas
silvestres. Nada de él comeréis crudo ni cocido en agua, sino solamente
asado al fuego. Comeréis también la cabeza, y los pies, y los intestinos. No
quedará nada de él para la mañana siguiente; si sobrare alguna cosa, la
quemaréis al fuego. Donde todavía se añade: Y le comeréis de esta manera:
tendréis ceñidos vuestros lomos y puesto el calzado en los pies y un báculo
en la mano, y comeréis aprisa. Cosas todas ellas que nos causarán grande
admiración si las exponemos en su significado místico.
Porque cuál sea lo que significa la sangre del cordero, bebiéndola lo habéis
aprendido mejor que oyéndolo. Y con esta sangre se rocían los dos postes
cuando se bebe no sólo con la boca del cuerpo, sino también con la del
corazón; se han rociado, pues, los dos postes cuando el sacramento de su
pasión se toma por la boca para nuestra redención y con la mente atenta se
la medita para su imitación; porque quien recibe la sangre de su Redentor de
tal modo que, no obstante, no quiera imitar su pasión, pone en un solo poste
la sangre que debe poner además en el dintel de las casas.
¿Y qué entendemos espiritualmente por las casas sino nuestras almas, en las
cuales habitamos por el pensamiento?; el dintel de las cuales es la
intención que preside nuestras acciones. Por tanto, quien dirige la
intención de su alma a imitar la pasión del Señor, pone la sangre del
Cordero en el dintel de la casa. O bien, nuestras casas son nuestros
cuerpos, en los que habitamos mientras vivimos; y ponemos en el dintel de la
casa la sangre del Cordero cuando llevamos en la frente la señal de la cruz
de la pasión del Cordero.
Acerca del cual aún se dice: Las carnes las comerán de noche asadas al
fuego. Efectivamente, comemos de noche el Cordero, porque en el sacramento
recibimos el cuerpo del Señor ahora cuando todavía no vemos nuestras
conciencias respectivas. Pero estas carnes deben asarse al fuego, sin duda
porque el fuego deshace las carnes que se cuecen en agua, pero da mayor
firmeza o consistencia a las que cuecen sin agua.
De manera que el fuego asó las carnes de nuestro Cordero, porque la misma
virtud de su pasión le hizo más poderoso para resucitar y más resistente
para la incorrupción; pues al fuego de la pasión se endurecieron las carnes
de aquel que tomó a la vida después de muerto. De ahí lo que también el
Salmista dice (Sal 21, 16): Todo mi verdor se ha secado como un vaso de
barro cocido. Pues ¿qué es un vaso de barro antes de ponerse al fuego sino
barro blando? Pero con el fuego se consigue solidificarle. Luego el verdor
de su humanidad se secó como un vaso de barro cocido, porque con el fuego de
la pasión adquirió la firmeza de la incorrupción.
8. Mas para la verdadera solemnidad del alma no es bastante con sólo
entender los misterios de nuestro Redentor, sino que a ellos deben agregarse
además las buenas obras; porque ¿qué aprovecha comer y beber su sangre y
ofenderle con las malas acciones? Por eso todavía se añade cómo se ha de
comer: con panes ácimos y lechugas silvestres. Y come los panes sin
fermentar quien realiza las buenas obras sin el fermento de la vanagloria,
quien practica las obras de misericordia sin mezcla de pecado, a fin de no
desvirtuar malamente lo que al parecer dispensa rectamente. También habían
mezclado a su buena acción el fermento del pecado aquellos a quienes el
Señor, increpándolos, decía por el profeta (Am 4, 4): Id a Betel a continuar
vuestras iniquidades; y poco después: Y ofreced el sacrificio de alabanza
con pan fermentado; porque quien de la rapiña ofrece a Dios sacrificio
inmola a los ídolos el sacrificio de alabanza.
Pero, como las lechugas silvestres son muy amargas, las carnes del cordero
deben comerse con lechugas silvestres, para que, al recibir el cuerpo del
Redentor, nos aflijamos llorando nuestros pecados, y de esa manera el mismo
amargor de la penitencia purifique del humor de la mala vida el estómago del
alma.
Además también allí se agrega: Nada de él comeréis crudo ni cocido en agua.
Ved que ahora las mismas palabras de la historia se oponen al sentido
histórico.
Pues qué, hermanos carísimos, ¿acaso aquel pueblo, cuando estaba asentado en
Egipto, había tenido por costumbre comer el cordero crudo, para que la Ley
diga: Nada de él comeréis crudo? También se añade: Ni cocido en agua. Pues
¿qué se significa por el agua sino la sabiduría humana, según esto que pone
Salomón en boca de los herejes (Pr 9, 17): aguas hurtadas son más dulces
¿Qué significan las carnes crudas del cordero sino la falta de consideración
a su humanidad, el pensar en ella con descuido e irreverencia?; pues todo lo
que meditamos minuciosamente, como lo cocemos en el alma. Mas la carne del
Cordero ni se ha de comer cruda ni cocida en agua, porque a nuestro Redentor
ni hemos de tenerle por puro hombre ni la ciencia humana debe investigar
cómo Dios pudo encarnarse; porque quien cree que nuestro Redentor es
solamente hombre, ¿qué otra cosa hace sino comer crudas las carnes del
Cordero, las cuales no ha querido cocer mediante el reconocimiento de su
divinidad? Y todo el que se empeña en descubrir, mediante la ciencia humana,
los misterios de su encarnación, quiere cocer en agua las carnes del
Cordero, esto es, quiere penetrar el misterio de su providencia mediante una
ciencia que le disuelve.
Por consiguiente, quien quiera celebrar la solemnidad del pozo pascual, no
cueza en agua el Cordero ni le coma crudo; esto es, ni quiera penetrar lo
misterioso de su encarnación con los recursos de la humana sabiduría, ni
crea que Él es un puro hombre, sino que debe comer sus carnes asadas al
fuego, esto es, debe saber que todo ello es obra providencial del poder del
Espíritu Santo.
Y todavía se añade con respecto a ello: Comeréis la cabeza, y los pies, y
los intestinos. Según dijimos antes, hermanos, hemos aprendido del
testimonio de San Pablo que Cristo es la cabeza, porque nuestro Redentor es
el alfa y la omega, esto es, Dios antes de los siglos y hombre hasta el fin
de los siglos; comer, pues, la cabeza del Cordero es recibir por la fe su
divinidad; y comer los pies del Cordero es investigar las huellas de su
humanidad mediante el amor y la imitación. Y ¿qué son los intestinos sino
los preceptos encerrados y ocultos en sus palabras, los cuales comemos
cuando escuchamos con avidez sus palabras de vida? Y al decir: y comeréis de
prisa, ¿qué otra cosa se condena sino la languidez de nuestra pereza cuando
no buscamos por nosotros mismos sus palabras y sus misterios y lo oímos de
mala gana cuando otros lo predican?
No quedará nada de él para el día siguiente; porque sus palabras deben
meditarse con grande solicitud, a fin de que antes de que llegue el día de
la resurrección, durante la noche de esta vida presente, todos sus mandatos
sean entendidos y cumplidos. Mas, como es muy difícil poder entender toda la
Escritura y penetrar sus misterios, oportunamente se agrega: Si sobrase
alguna cosa, la quemaréis al fuego. Quemamos al fuego lo que resta del
Cordero cuando humildemente atribuimos al Espíritu Santo lo que del misterio
de la encarnación no podemos entender ni comprender; así que nadie se
atreva, soberbio, ni a despreciar ni contradecir lo que no entiende, sino
que, atribuyéndolo al Espíritu Santo, lo entregue al fuego.
9. Pues que ya sabemos cuál es la Pascua que se debe comer, aprendamos ahora
cuáles deben ser los que deben comerla.
Prosigue: Y le comeréis de esta manera: tendréis ceñidos vuestros lomos.
¿Qué se entiende por los lomos sino los deleites carnales? Por lo que el
Salmista pide (Sal 25,2): Acrisola al fuego mis lomos o afectos; pues, si no
supiera que el placer de la liviandad reside en los lomos, no pediría que se
los acrisolase al fuego. De ahí que, como principalmente por el placer
sensual prevaleció sobre el género humano el poder del diablo, de éste dice
el Señor (Job 40, 55): Su fortaleza está en sus lomos. Luego quien come la
Pascua debe tener ceñidos sus lomos; es decir, que quien celebre la
solemnidad de la resurrección y de la incorrupción, no debe estar ya sujeto
a la corrupción por vicio alguno; debe domar sus apetitos y apartar de la
lujuria su carne.
Así es que no ha aprendido aún qué cosa sea la solemnidad de la incorrupción
quien, por la incontinencia, es todavía esclavo de la corrupción.
Duras cosas son éstas para algunos, pero angosta es la puerta que conduce a
la vida, y tenemos ya muchos ejemplos de continentes. De ahí que todavía se
añade con acierto: Tendréis el calzado puesto en los pies. ¿Y qué son
nuestros pies sino nuestras obras, y qué el calzado sino pieles de animales
muertos? ¿Y cuáles son los animales muertos con cuyas pieles protegemos
nuestros pies sino los Padres antiguos, que nos han precedido en la vida
eterna? Cuando, pues, meditamos en sus ejemplos, protegemos los pies de
nuestras obras. Luego tener puesto el calzado en los pies significa
contemplar el camino que siguieron los muertos y evitar que a nuestras obras
las hiera el pecado.
Teniendo un báculo en la mano. ¿Qué designa la Ley por el báculo sino la
vigilancia pastoral? Y es de notar que primero se preceptúa tener ceñidos
los lomos y después tener los báculos en la mano; porque los que ya saben
dominar en sus cuerpos las inclinaciones de la lujuria, ésos son los que
deben recibir el ministerio pastoral, para que, cuando predican a otros
obligaciones fuertes, no caigan ellos flojamente en los suaves lazos de la
molicie.
Y se añade rectamente: Y comeréis aprisa. Fijaos, hermanos carísimos, fijaos
en que se dice: aprisa, apresurados. Aprended aprisa los mandamientos de
Dios, los misterios del Redentor, los gozos de la patria celestial.
Apresuraos a cumplir en seguida los preceptos que conducen a la vida, pues
así como sabemos que hoy todavía se nos permite obrar, no sabemos si mañana
nos será permitido. Por lo tanto, comed aprisa la Pascua, esto es, anhelad
la solemnidad de la patria celeste.
Ninguno sea perezoso en el camino de esta vida, no sea que pierda su
puesto en la patria. Ninguno demore el cuidado de apetecerla, antes bien,
lleve a cabo lo comenzado, no sea que luego no se le permita concluir lo que
principió. Si no nos emperezamos en el amor de Dios, nos ayudará el mismo a
quien amamos, Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con el Padre, en
unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
(SAN GREGORIO MAGNO, Homilía II (XXII), BAC Madrid 1958, pág. 637-44)
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - Vivir impregnados de la
resurrección de Cristo
Introducción
Los miembros de nuestras comunidades cristianas, a las cuales llega la
Palabra de Dios y nuestra palabra sacerdotal en cada homilía, creen con
firmeza en la resurrección de Cristo. Lo demuestran en muchísimos de los
gestos diarios que hacen tanto en el ámbito profano de sus vidas como en el
ámbito litúrgico.
1. Nuestra fe en la resurrección de Cristo
Uno de esos gestos que manifiestan la fe en la resurrección es el acto de
hacer la genuflexión al entrar al templo. La genuflexión va dirigida a
Jesucristo, que es Dios y hombre verdadero, y está real y sustancialmente
presente en la Eucaristía que se reserva en el sagrario. Todo católico que
hace esa genuflexión está haciendo una confesión de la resurrección de
Cristo. Sabe perfectamente que esa genuflexión es a Alguien que está vivo,
con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La oración dirigida a Cristo es otro acto de fe en su resurrección. Hablamos
con Cristo, le hacemos pedidos, le contamos nuestra vida, nos desahogamos.
Son todas cosas que se hacen con un ser humano de carne y hueso que está
vivo. Y recibimos consuelo y nos alegramos, cosas que provienen de Alguien
que está vivo.
Mucho más todavía cuando nos acercamos a comulgar el Cuerpo de Cristo.
Estamos absolutamente seguros que se trata de su Cuerpo vivo. Y entablamos
con Él una relación de intimidad.
Nuestra fe en la Eucaristía es, particularmente, un acto continuo de fe en
la Resurrección de Cristo. Y creemos que es el mismo Cristo que nació en
Belén, que predicó en toda Palestina y que murió en la cruz y, lógicamente,
resucitó. Sabemos que comemos su cuerpo real, que está presente con sus
llagas intercediendo perpetuamente por todos nosotros. No dudamos acerca de
esta verdad ni mucho menos la negamos, como sí lo han hecho personas muy
eruditas, con muchos estudios, pero que no creen en que Cristo ha resucitado
o no creen que fuera el mismo Cristo.
Algunos han dicho, ¡y dicen!, que Cristo resucitó con un cuerpo
“impalpable”, un cuerpo “más sutil que el aire”, y que dejó que los
Apóstoles lo tocaran solamente para fortalecer la fe, pero estaba fingiendo.
Eso lo dijo ya en el siglo VII un tal Euticio, y lo repiten ahora “grandes
teólogos”, que de teólogos no tienen nada, porque son teólogos modernistas,
teólogos progresistas, que, lamentablemente han caído en la herejía
modernista. Nombramos algunos de esos teólogos, para poner en guardia acerca
de su doctrina: Leon-Dufour, Pannenber, Bultmann, Schillebeck, Karl Rahner,
etc.
Otros dicen que la Resurrección de Jesús significa que resucitó
“espiritualmente”, es decir, que su alma vive, pero no su cuerpo, y que por
eso está presente en medio de nosotros de un modo moral, como cuando decimos
que una persona amada que murió está presente entre nosotros en el recuerdo
de cada uno, en el amor de sus seres queridos, etc.
Nosotros, en cambio, creemos que Cristo resucitó realmente y con su propio
cuerpo, el mismo cuerpo humano que tenía cuando murió, íntegro e idéntico al
cuerpo que murió, pero viviendo una vida inmortal y gloriosa. Y creemos que
ese cuerpo de Cristo y que está actualmente en el cielo “es naturalmente
palpable, resistente al tacto, consistente o denso, que llena un lugar y
posee estas disposiciones no sólo ahora, sino por toda la eternidad, ya que
su cuerpo luego de resucitado no cambia (cf. Rm.6,9)”*1. Y esta fe la
manifestamos cada vez que nos arrodillamos cuando entramos a una iglesia,
cuando comulgamos o cuando en la oración nos dirigimos a Cristo.
2. Nuestro verdadero problema
Pero el problema de nuestras comunidades católicas es otro y se puede
expresar con esta especie de pequeña alegoría de San Alberto Hurtado, santo
chileno: “Los peces del océano viven en agua salada y a pesar del medio
salado, tenemos que echarles sal cuando los comemos: se conservan insípidos,
sosos. Así podemos vivir en la alegría de la resurrección sin empaparnos de
ella: sosos. Debemos empaparnos, pues, en la resurrección”*2.
Así somos nosotros: creemos en la Resurrección de Cristo, vivimos en medio
de ella, nos arrodillamos ante Cristo resucitado, ¡comulgamos a Cristo
resucitado!, pero no nos empapamos de la resurrección de Cristo, no vivimos
impregnados de ella, somos como peces en medio de un océano salado y sin
embargo somos sosos, anodinos, insulsos, desabridos. No se nota al exterior
que “nadamos” en resurrección, que nuestro “medio ambiente” natural o, mejor
dicho, sobrenatural, es la resurrección de Cristo. No vivimos en el ambiente
de Cristo resucitado, al menos como debiera ser.
¿Y cuáles son los signos de aquel que vive empapado en resurrección?
Primero, el vivir en gracia de Dios, es decir, el resucitar espiritualmente.
El que vive en pecado mortal tiene el alma muerta, muerta a la vida de Dios.
El que realmente cree en la resurrección de Cristo y vive impregnado de
ella, ¡se aprovecha de ella! Recibe la vida del alma, se confiesa, recibe
los sacramentos. Resucita espiritualmente. Esto es lo que significa vivir
como resucitados.
El segundo signo es la esperanza en la vida eterna y la fe en la
resurrección de los muertos, en la resurrección de nuestro propio cuerpo. El
que cree que Cristo resucitó y vive habitualmente en gracia, mira la muerte
sin temor. Al contrario, mira la muerte como el momento del encuentro eterno
con Aquel que nos ama. Lo decimos cada vez que rezamos el Credo: “Creo en la
resurrección de los muertos”. Y San Pablo dice: “Si no hay resurrección de
los muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado,
inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe” (1Cor
15,13-14).
Así como Cristo resucitó, también vamos a resucitar nosotros, con nuestros
propios cuerpos. Aquellos que se han condenado, es decir, se han ido al
infierno, resucitarán para sufrir eternamente incluso con sus cuerpos. Pero
los que han aceptado plenamente la salvación de Cristo y se fueron el cielo,
resucitarán para gozar de Dios eternamente, incluso con sus cuerpos. Lo dice
expresamente Jesucristo: “Los que hicieron el bien resucitarán para la vida,
y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación” (Jn 5,29).
Y esto está unido a uno de los errores más desgraciados de nuestro tiempo,
que es el culto al cuerpo, el terror al envejecimiento, la falta de
esperanza por el hecho de que nuestros cuerpos se van disolviendo. El que
sabe que va a resucitar con su mejor cuerpo, sabe superar los momentos de
angustia ante este tipo de tentaciones.
Un hombre que vivió esta fe en la resurrección de su propio cuerpo fue San
Juan Pablo II. Vivió su vejez con gran energía hasta el final y sabía reírse
de su propio envejecimiento, como cuando en la Jornada de la Juventud en
París, en 1998, agitaba su bastón y decía: “Este bastón me ha rejuvenecido”.
O eludiendo cualquier falsa vergüenza de mostrar su enfermedad y su vejez al
mundo, con el rostro siempre radiante a pesar del dolor. O exigiéndose hasta
el último instante para predicar el evangelio, como cuando se lo vio por
última vez desde la ventana de su cuarto, y en un gesto dramático quiso
gritar el anuncio evangélico sin lograr que saliera una palabra de su
garganta deteriorada.
El P. Buela, un artículo suyo que se llama “La Resurrección, ¿mito o
realidad?”, tiene la siguiente dedicatoria: “A quienes en Cottolengos y
Hogarcitos atienden a Cristo pobre y doliente en la persona de los ciegos,
postrados, deformes, epilépticos, retardados... que resucitarán con su
cuerpo íntegro, sin defecto, para recibir la plenitud del premio.” Eso
significa vivir empapados de resurrección.
El tercer signo del que vive impregnado de resurrección es el respeto por el
día Domingo. Domingo viene de Dominus, que significa Señor. El Domingo es el
día del Señor y es precisamente el día en que litúrgicamente celebramos la
Resurrección de Cristo. Por eso el domingo tiene preeminencia sobre
cualquier otra fiesta litúrgica: si cae en domingo una fiesta litúrgica
importante, se traslada a otro día, porque hay que celebrar la resurrección
del Señor. Por eso es un precepto el participar de la Santa Misa del
Domingo, y es pecado mortal faltar a Misa sin un motivo serio. El que está
impregnado de resurrección recibe a Cristo Resucitado en la comunión.
La ausencia de respeto al día domingo como día de la resurrección del Señor
es uno de los signos más claros y más elocuentes de que somos católicos
sosos e insípidos, que no nos hemos dejado empapar de la sal de la
resurrección, aun viviendo en un ambiente de fe.
El cuarto signo del que está impregnado por la resurrección de Cristo es la
alegría. Es una consecuencia casi necesaria en aquel que se esfuerza por
vivir en gracia de Dios y tiene esperanza de la vida eterna, por la
resurrección de Cristo. Si un hombre sabe que Cristo está realmente vivo y
él está en gracia de Dios, es decir, tiene su alma resucitada,
inmediatamente brota una alegría inmensa. Tan grande que no hay nada ni
nadie que pueda quitarle esa alegría. ¡Y la manifiesta al exterior!
San Pablo era un hombre impregnado de resurrección. Por eso decía: “El Reino
de Dios es alegría en el Espíritu Santo” (Rm 14,17). Y también: “Alegraos,
os lo vuelvo a repetir, alegraos” (Filp 4,4). El que vive impregnado de
resurrección se alegra incluso en los padecimientos, como San Pablo, que
escribe: “Rebozo de alegría en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).
Por eso, un gran autor inglés y católico, Chesterton, decía: “La alegría es
el secreto gigantesco del cristiano”. El mundo de hoy, como no tiene la
alegría de la resurrección, busca la alegría en cosas superficiales.
El quinto signo del que vive impregnado de resurrección es que tiene sentido
de la fiesta, es decir, que sabe festejar, que sabe ‘hacer fiesta’. San Juan
Crisóstomo define la fiesta de la siguiente manera: “Donde se alegra la
caridad, allí hay fiesta”*3. La fiesta es el amor que se alegra. Y la
resurrección es precisamente eso: es el triunfo del amor de Dios hacia los
hombres. La muerte en cruz es la muestra de amor más grande. Y la
resurrección es la alegría de la muerte en cruz, porque es el volver a la
vida. El amor a Dios, el amor al prójimo, el amor a la familia, junto con la
alegría de la resurrección deben hacer de nosotros hombres y mujeres
profundamente festivos.
Pidámosle a la Virgen la gracia de ser hombres y mujeres impregnados en
resurrección, la gracia de dar esos signos de aquel que vive como
resucitado.
*1- Buela, C., La resurrección, ¿mito o
realidad?.
*2- San Alberto Hurtado, Un disparo a la
eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile,
20043, p. 315.
*3- En latín tiene un sonido especial: “Ubi
cáritas gáudeat, íbi est festívitas”.
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Aplicación: S.S. Francisco p.p - Volver a Galilea
El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las
mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana del día después del sábado.
Se dirigen a la tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran
abierta y vacía. Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no tengáis miedo» (Mt
28,5), y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha resucitado de
entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7). Las
mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el camino, Jesús les salió al
encuentro y les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a
Galilea; allí me verán» (v. 10). «No tengáis miedo», «no temáis»: es una voz
que anima a abrir el corazón para recibir este mensaje».
Después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe
se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas las certezas,
muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres, aunque
increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad. La noticia se
difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho… Y también el mandato de ir
a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel,
después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán». «No temáis» y
«vayan a Galilea».
Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver allí,
volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago,
mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo
dejaron todo y lo siguieron (cf. Mt 4,18-22).
Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la
victoria; sin miedo, «no temáis». Releer todo: la predicación, los milagros,
la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición;
releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto
supremo de amor.
También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo del
camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa para
nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías
nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a
Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que
la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo
encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis
hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una
alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y
serena.
En la vida del cristiano, después del bautismo, hay también otra «Galilea»,
una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con
Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este
sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva
de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con misericordia,
me pidió seguirlo; volver a Galilea significa recuperar la memoria de aquel
momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me
hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi
Galilea? Se trata de hacer memoria, regresar con el recuerdo. ¿Dónde está mi
Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? Búscala y la encontrarás. Allí te
espera el Señor. He andado por caminos y senderos que me la han hecho
olvidar. Señor, ayúdame: dime cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver
allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia. No tengáis
miedo, no temáis, volved a Galilea.
El evangelio es claro: es necesario volver allí, para ver a Jesús
resucitado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un volver
atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego
que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos
de la tierra. Volver a Galilea sin miedo.
«Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Is 8,23): horizonte del Resucitado,
horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro… ¡Pongámonos en camino!
(Basílica Vaticana Sábado Santo, 19 de abril de 2014)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - El sepulcro vacío Jn 20,
1-9
Este evangelio no nos narra ninguna aparición de Jesús pero sí tres
personajes que van a ver a Jesús resucitado. Nadie fue testigo de la
resurrección de Jesús pero sí del sepulcro vacío y de la visión del Señor
resucitado.
¿El sepulcro vacío es una prueba definitiva de la resurrección? No. Podría
haber sucedido lo que dijeron las mujeres que se habían llevado su cuerpo o
como difundieron los sacerdotes que lo habían robado los discípulos.
Pedro y Juan, que es el que escribe, ven los lienzos por el suelo y el
sudario plegado. Tampoco esta visión sumaba algo a la del sepulcro vacío.
Podría haber sucedido que los que robaron el cuerpo doblasen el sudario.
Juan vio y creyó, dice el evangelio. ¿Qué creyó? Creyó en la resurrección.
¿Por lo que vio? No. Por su conexión con la revelación. Juan recordó muchos
pasajes de los profetas y principalmente de Jesús que les había preanunciado
su resurrección.
(Los apóstoles Pedro y Juan) van allá sin fe. Sólo al ver comprobados los
hechos, comienzan a brillar en su razón las primeras vislumbres de la fe*1.
Pero esta fe, como dice Bover, es incipiente. ¿Por qué? Porque cuando la
Magdalena vuelve a contarles que ha visto al Señor resucitado y también las
otras mujeres hacen otro tanto, ellos no les creen. Tampoco dieron crédito a
los discípulos de Emaús. Finalmente por la tarde se les aparece a los diez
sin Tomás, dándoles pruebas palpables de su cuerpo resucitado y recién allí
comienzan a creer pero no con una fe muy grande.
¡Cuánto los escandalizó la cruz! Ellos no la asumían en sus cabezas por más
que Cristo se las revelaba.
La cruz se chocó con sus fantasías mesiánicas y se impuso porque manifestaba
la realidad. El mesianismo de Jesús les había parecido un fracaso pero ahora
que lo ven resucitado comienzan a rondar nuevamente sus fantasías ¡qué no
podr�� hacer un hombre que se resucita a sí mismo y resucita a otros! todavía
su fe era muy impura. Sólo la venida del Paráclito la iba a purificar
totalmente.
Ellos van a ser testigos, desde Pentecostés, de la muerte y resurrección y
del verdadero mesianismo, protagonizado por Jesús, que debía salvar al
mundo.
Jesús no se les aparece una sola vez sino muchas y a los que Él quiso “a los
testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros (dirá Pedro) que
comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos”*2.
Jesús se aparece resucitado muchas veces a los discípulos. No sólo a los
apóstoles sino también a otros discípulos, una vez a quinientos a la vez y
también se apareció a Pablo*3.
¿Por qué se aparece tantas veces?
+ Para fortalecer su fe.
+ Para que fueran testigos de su muerte y su resurrección.
+ Para consolarlos.
+ Para que adquieran virtudes.
En este último punto quiero hacer resaltar que el Señor se apareció a los
apóstoles para enseñarles a congratularse con el prójimo.
La dicha, que suele hacer egoístas a los hombres, hace a Jesús más
comunicativo que nunca de su bien y de sus glorias*4.
Jesús hace esto para consolarlos pero también para que se congratulen con
Él.
¿Qué es la congratulación? Es un sentimiento por el cual nos alegramos por
la alegría del prójimo.
Jesús quiere que sus discípulos se alegren con su alegría. Las apariciones
de Jesús sacan a los discípulos de sus estados de tristeza pero también los
impulsan a comunicar la alegría que ellos experimentan.
En la pasión nos compadecíamos con Cristo lleno de dolor, sentíamos dolor
con Cristo doloroso. En la resurrección nos debemos congratular por el gozo
del Señor, alegrarnos con su alegría y aprender a ser comunicativos de la
consolación y de la alegría con nuestros hermanos, especialmente aquellos
que viven tristes, en definitiva, porque no saben que Cristo ha resucitado.
Toda tristeza proviene de no saber esta verdad*5.
Ahora bien, el sentimiento de compasión es más fácil de adquirir que el
sentimiento de congratulación. Es más fácil compadecerse con el que sufre
que alegrarse con el que está alegre. Cristo al aparecerse quiere que ellos
adquiera el sentimiento más difícil de adquirir, la congratulación.
¡Cuánto nos cuesta alegrarnos de la alegría del prójimo! Se ve en la Iglesia
rivalidad entre los cristianos aún en obras buenas. Surge la envidia que es
tristeza por el bien y la alegría del hermano. Perdemos la dimensión de la
fraternidad. ¡Cómo si lo bueno que hace otra persona fuera en detrimento
mío! Por el contrario, lo bueno que sucede en la Iglesia es para mi bien y
lo malo es para mí mal. Somos un solo cuerpo. Distintos miembros de un mismo
cuerpo.
Jesús murió por todos y resucitó por todos. La resurrección es alegría y
gozo para todos. ¡Quién puede sentirse triste porque Cristo resucitó! Nadie.
Y si nos congratulamos porque a nuestra Cabeza le fue bien por qué no nos
congratulamos cuanto a nuestro cuerpo le va bien.
Jesús quiere que sus apóstoles, miembros eminentes del cuerpo de Cristo,
aprendieran a congratularse con sus hermanos para que hubiera unión entre
ellos. Jesús lo había pedido en la oración sacerdotal*6 y ahora les enseña a
unirse por la congratulación. Ellos continuarán el Reino que Jesús trajo al
mundo. Y así lo hicieron. Pues, los primeros cristianos tenían un solo
corazón y una sola alma*7.
La envidia es causa de división, la congratulación es causa de unidad.
Cristo quiere que nos alegremos por lo bueno que sucede a nuestro alrededor,
sea entre nuestros hermanos de la Iglesia, sea a los hombres en general,
porque todos y cada uno de los hombres somos capaces de Dios y todo lo bueno
que sucede en el mundo es participación de la bondad de Dios que es el bien
por esencia.
*1- Bover, El Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo, Balmes Barcelona 1943, 426
*2- Hch 10, 41
*3- Cf. Mc 16, 9s; 1 Co 15, 5s
*4- Bover, El Evangelio…, 424
*5- Cf. 1 Co 15, 14-18
*6- Cf. Jn 17, 20s
*7- Cf. Hch 2, 42-47
(cortesía iveargentina.org)