Meditación sobre los Pasajes
Bíblicos del Domingo NUESTRA
OFRENDA ESPIRITUAL (Del Tratado de Tertuliano,
presbítero, Sobre la oración Cap. 28-29: CCL 1, 273-274) (cfr. Jn 11, 22) La oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los
antiguos sacrificios ¿Qué me importa -dice- el número de vuestros
sacrificios? Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la
sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras
manos? El Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega
la hora -dice- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad. Porque Dios es espíritu y, por esto, tales son
los adoradores que busca. Nosotros somos los verdaderos adoradores y verdaderos
sacerdotes, ya que, orando en espíritu, ofrecemos el sacrificio espiritual de
la oración, la ofrenda adecuada y agradable a Dios, la que él pedía, la que él
preveía. Esta ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe,
cuidada con la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad,
coronada con el amor, es la que debemos llevar al altar de Dios, con el
acompañamiento solemne de las buenas obras, en medio de salmos e himnos,
seguros de que con ella alcanzaremos de Dios cualquier cosa que le pidamos. ¿Qué podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede
del espíritu y de la verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y
creído los argumentos que demuestran su gran eficacia. En tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las
bestias, de la falta de alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo
su forma propia. ¡Cuánta más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana!
Ciertamente, no hace venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la
boca de los leones, ni transporta a los hambrientos la comida de los segadores
(como en aquellos casos del antiguo Testamento); no impide milagrosamente el
sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece
con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los
ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por el nombre de Dios. En el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba
los ejércitos enemigos, impedía la lluvia necesaria. Ahora, por el contrario,
la oración del justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos,
suplica por los perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer el agua del
cielo, si pudo impetrar que de allí bajara fuego? La oración es lo único que
tiene poder sobre Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal
alguno, sino que toda la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien. Por esto, su finalidad es servir
de sufragio a las almas de los difuntos, robustecer a los débiles, curar a los
enfermos, liberar a los posesos, abrir las puertas de las cárceles, deshacer
las ataduras de los inocentes. La oración sirve también para perdonar los
pecados, para apartar las tentaciones, para hacer que cesen las persecuciones,
para consolar a los abatidos, para deleitar a los magnánimos, para guiar a los
peregrinos, para mitigar las tempestades, para impedir su actuación a los
ladrones, para alimentar a los pobres, para llevar por buen camino a los ricos,
para levantar a los caídos, para sostener a los que van a caer, para hacer que
resistan los que están en pie. Oran los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los
animales domésticos y los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de
sus establos o guaridas, levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su
manera, hacen vibrar el aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el
vuelo hacia el cielo y extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de
cruz y dicen algo que asemeja una oración. ¿Qué más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor
en persona oró; a él sea el honor y el poder por los siglos de los siglos. (Liturgia
de las Horas, Jueves III Cuaresma) |