Fiesta de la Sagrada Familia Jesús, María y José - Comentarios de Sabios y Santos I : Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra Dios proclamada durante la celebración eucarística de la Fiesta
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Exégesis: Alois Stöger - El Niño de doce años (Lc 2, 41-52)
a) Jesús en el templo (Lc 2, 41-52)
41 Iban sus padres todos los años a Jerusalén por la fiesta de pascua.
El clima religioso en que creció Jesús era el de la piedad
veterotestamentaria. Parte importante de ésta eran las peregrinaciones al
templo. «Tres veces cada año celebraréis fiesta solemne en mi honor. Guarda
la fiesta de los ázimos... También la solemnidad de la recolección, de las
primicias de tu trabajo, de cuanto hayas sembrado en tus campos...
También la solemnidad del fin del año y de la recolección, cuando hubieres
recogido del campo todos sus frutos. Tres veces en el año comparecerá todo
varón ante Yahveh, tu Dios» (Exo 23:14-17). La sagrada familia hacía más de
lo que exigía la ley. En efecto, también María hacía la peregrinación,
aunque ésta no obligaba a las mujeres. El niño los acompañaba para irse
acostumbrando al cumplimiento de la ley. Según la prescripción de los
doctores de la ley, el muchacho que había cumplido los trece años estaba
obligado a cumplir con todos los preceptos de la ley.
42 Y cuando cumplió los doce años, subieron a la fiesta, según la costumbre,
43 Y, terminados aquellos días, al regresar ellos, el niño Jesús se quedó en
Jerusalén, sin que lo notaran sus padres. 44 Creyendo ellos que estaría en
la caravana, hicieron una jornada de camino. Luego se pusieron a buscarlo
entre los parientes y conocidos; 45 pero, como no lo encontraron, se
volvieron a Jerusalén en busca de él.
La fiesta pascual de los ácimos duraba siete días. La vuelta sólo se podía
emprender pasado el segundo día de la fiesta; la sagrada familia se quedó
allí la semana entera. Al final emprendieron la vuelta María y José. Se
viajaba en una caravana. La fila no era compacta: iba dividida en grupos de
parientes y conocidos. Esta manera de peregrinar juntos aumentaba la
seguridad y daba a la vez cierta libertad de movimientos. El niño Jesús se
desprendió de la guía y solicitud materna, con que María lo rodeaba durante
la infancia. Se quedó en Jerusalén.
Había terminado la primera jornada de viaje. Las familias se reunieron. Se
echó de menos a Jesús. Comenzó la búsqueda. La decisión de Jesús es un
enigma...
46 Y resultó que a los tres días lo encontraron en el templo, sentado ante
los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. 47 Todos los que le
oían, se quedaban asombrados de su talento y de sus respuestas.
Los pórticos del atrio exterior del templo eran utilizados por los doctores
de la ley para dar lecciones. El método didáctico de los rabinos era la
discusión. Según un dicho judío, se llega al conocimiento de la ley mediante
la investigación de los colegas, mediante la discusión de los discípulos. Se
pregunta y se responde, se escucha y se añade algo. Jesús está probablemente
sentado en el suelo en medio de los doctores. El asombro de los doctores de
la ley confirma el conocimiento de la misma que tiene Jesús. Más tarde se le
interpelará como a maestro y por tal se le tendrá (Lc 10:25). Entonces se
admirará el pueblo de su doctrina y asegurará que enseña con autoridad y no
como los doctores de la ley (Mat 7:28s). Sus adversarios preguntarán
extrañados: «¿Cómo sabe éste de letras, sin haber estudiado?» (Jua 7:15). él
proclama la voluntad de Dios en forma nueva y directa; reivindica ser el
único maestro de la voluntad divina. «Uno sólo es vuestro maestro» (Mat
23:8), a saber, Cristo. Algo de esta vocación docente asoma ya en el templo
en Jerusalén.
48 Al verlo, se quedaron profundamente impresionados; entonces su madre le
dijo: Pero, hijo: ¿Por qué lo has hecho así con nosotros? Mira que tu padre
y yo, llenos de angustia, te estábamos buscando.
Las palabras de María son expresión espontánea del dolor y de la angustia
durante las largas horas de la búsqueda. María es una verdadera madre. La
exposición tan sencilla y tan natural en nada disimula los sentimientos
humanos.
Jesús ha obrado por su cuenta. María le habla como a niño, aunque ya es un
muchacho. Hasta ahora no había hecho nada a espaldas de su padre y de su
madre; por eso lo buscan ahora con tanta aflicción. En él hay enigmas. ¿Por
qué lo has hecho así con nosotros? La relación del niño con su padre y su
madre parece ser como la de todos los niños. Cuando el niño se va haciendo
mayor, surgen enigmas. La seguridad de sí con que se expresa Jesús es algo
que consterna a los padres. Jesús los sitúa constantemente ante nuevos
misterios, más que los otros niños. Es que la conciencia que tiene de sí
supera a la de cualquier ser humano.
49 Pero él les contestó ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tenía que
estar en las cosas de mi Padre? 50 Ellos, sin embargo, no comprendieron lo
que les había dicho.
Las primeras palabras que los Evangelios ponen en boca de Jesús nos muestran
una profunda conciencia de sí mismo; son unas palabras que desligan a Jesús
de toda dependencia humana y lo ponen por encima de toda inteligencia
limitada, unas palabras que indican ya el rumbo de su vida. También en esto
supera Jesús a Juan. Mientras que éste es ya hombre cuando siente su
vocación (Mat 1:80), Jesús conoce ya la suya en los umbrales de la juventud.
No sin razón se sitúa la narración entre las dos menciones de la sabiduría
de Jesús (Mat 2:40.52); Jesús tiene sabiduría porque es Hijo de Dios. «El
justo pretende tener la ciencia de Dios y llamarse hijo del Señor» (Sab
2:13).
Jesús tiene que estar en las cosas de su Padre. Con esta expresión se
refiere Jesús al templo. El templo está consagrado a Dios, en él está Dios
presente. Jesús llama Padre a Dios, en su lengua materna Abba. Así llaman
los niños pequeños a su padre carnal. También más tarde conservará Jesús
esta designación de Dios. De esta expresión filial hace el fundamento de sus
relaciones, y de las de los suyos, con Dios (Cf. Rom 8:15; Gal 4:6). Sobre
la vida de Jesús se cierne una necesidad que rige su actuación (4:43), que
lo lleva al sufrimiento y a la muerte y por tanto a su gloria (9:22; 17:25).
Esta necesidad tiene su razón de ser en la voluntad de Dios consignada en la
Sagrada Escritura, voluntad que él sigue incondicionalmente.
Jesús debe estar en las cosas de su Padre. Se refiere al templo, pero no lo
menciona. Con su venida, el antiguo templo pierde su posición en la historia
de la salud. Un nuevo templo viene a ocupar su lugar; el templo está allí
donde se realiza la comunión de Padre e Hijo. En la vida de Jesús ocupa
Jerusalén un puesto destacado. En Jerusalén ha puesto él la mira. Allí se
cumple la voluntad del Padre en su muerte y en su exaltación. Así se edifica
una nueva Jerusalén con un nuevo templo. «Y vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios... y oí una gran voz que
procedía del trono, la cual decía: Aquí está la morada de Dios con los
hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo con ellos
estará» (Rev 21:2s).
Tampoco María y José entendieron estas palabras. A lo largo de la historia
de la infancia recibe María revelación sobre su hijo por ángeles, profetas y
por la Sagrada Escritura. Las palabras que se le dirigen las combina ella
para formar una imagen cada vez más completa. Aun después de la revelación y
de la meditación quedan enigmas. Sólo gradualmente se levantan los velos que
encubren los abismos del amor de Dios y de su ungido. A cada descubrimiento
sigue un nuevo enigma: El nacimiento en el establo, su infancia, su vida con
los parientes y con el pueblo, sus fracasos, su muerte en cruz...
Nosotros tenemos constantemente necesidad de la palabra revelada y de la
meditación sobre Jesús y sobre el acontecer salvífico. Por muy familiar que
se nos hiciera Jesús, aun entonces nos quedarían obscuridades y enigmas. El
acceso a Jesús será siempre en la tierra la fe. Ahora bien, la fe no es
todavía visión.
b) De nuevo en Nazaret (Lc 2, 51-52)
51 Bajó con ellos y regresó a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Pero su madre
conservaba todas estas palabras en su corazón.
La gran vivencia había pasado; él estaba en lo que es de su Padre, de este
mundo de su comunión con el Padre se proyecta un rayo de luz sobre sus
palabras de revelación. Ahora comienza un nuevo descenso. Nazaret es la
ciudad a la que tiene que bajar: en la predicación, ahora al comienzo de su
actividad...
Estaba sujeto a ellos: a José y a María. Guardaba la verdad de su filiación
divina mostrándose obediente. Con la obediencia se prepara para su
glorificación después del bautismo. «Testigos de estas cosas somos nosotros
y el Espíritu Santo que Dios ha concedido a los que le obedecen» (Hec 5:32).
Los acontecimientos de la historia de la infancia tienen carácter de
revelación; son hechos y palabras. María los conservaba en su corazón (cf.
2,19). Llenaban su espíritu y se convertían en luz de su vida. Nadie, fuera
de su madre, podía ser testigo de la historia de la infancia. Ella era el
testigo fidedigno, pues conservaba en el corazón todo lo sucedido. Lucas
menciona estos hechos porque lo investigó todo comenzando desde el
principio.
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje,
Herder, Barcelona, 1969)
Comentario Teológico: San Juan Pablo II - Jesús, perdido y hallado
en el templo
1. Como última página de los relatos de la infancia, antes del comienzo de
la predicación de Juan el Bautista, el evangelista Lucas pone el episodio de
la peregrinación de Jesús adolescente al templo de Jerusalén. Se trata de
una circunstancia singular, que arroja luz sobre los largos años de la vida
oculta de Nazaret.
En esa ocasión Jesús revela, con su fuerte personalidad, la conciencia de su
misión, confiriendo a este segundo «ingreso» en la «casa del Padre» el
significado de una entrega completa a Dios, que ya había caracterizado su
presentación en el templo.
Este pasaje da la impresión de que contradice la anotación de Lucas, que
presenta a Jesús sumiso a José y a María (cf. Lc 2,51). Pero, si se mira
bien, Jesús parece aquí ponerse en una consciente y casi voluntaria
antítesis con su condición normal de hijo, manifestando repentinamente una
firme separación de María y José. Afirma que asume como norma de su
comportamiento sólo su pertenencia al Padre, y no los vínculos familiares
terrenos.
2. A través de este episodio, Jesús prepara a su madre para el misterio de
la Redención. María, al igual que José, vive en esos tres dramáticos días,
en que su Hijo se separa de ellos para permanecer en el templo, la
anticipación del triduo de su pasión, muerte y resurrección.
Al dejar partir a su madre y a José hacia Galilea, sin avisarles de su
intención de permanecer en Jerusalén, Jesús los introduce en el misterio del
sufrimiento que lleva a la alegría, anticipando lo que realizaría más tarde
con los discípulos mediante el anuncio de su Pascua.
Según el relato de Lucas, en el viaje de regreso a Nazaret, María y José,
después de una jornada de viaje, preocupados y angustiados por el niño
Jesús, lo buscan inútilmente entre sus parientes y conocidos. Vuelven a
Jerusalén y, al encontrarlo en el templo, quedan asombrados porque lo ven
«sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles» (Lc
2,46). Su conducta es muy diversa de la acostumbrada. Y seguramente el hecho
de encontrarlo al tercer día revela a sus padres otro aspecto relativo a su
persona y a su misión.
Jesús asume el papel de maestro, como hará más tarde en la vida pública,
pronunciando palabras que despiertan admiración: «Todos los que lo oían
estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47).
Manifestando una sabiduría que asombra a los oyentes, comienza a practicar
el arte del diálogo, que será una característica de su misión salvífica.
Su madre le pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y
yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48). Se podría descubrir aquí
el eco de los «porqués» de tantas madres ante los sufrimientos que les
causan sus hijos, así como los interrogantes que surgen en el corazón de
todo hombre en los momentos de prueba.
3. La respuesta de Jesús, en forma de pregunta, es densa de significado: «Y
¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi
Padre?» (Lc 2,49).
Con esa expresión, Jesús revela a María y a José, de modo inesperado e
imprevisto, el misterio de su Persona, invitándolos a superar las
apariencias y abriéndoles perspectivas nuevas sobre su futuro.
En la respuesta a su madre angustiada, el Hijo revela enseguida el motivo de
su comportamiento. María había dicho: «Tu padre», designando a José; Jesús
responde: «Mi Padre», refiriéndose al Padre celestial.
Jesús, al aludir a su ascendencia divina, más que afirmar que el templo,
casa de su Padre, es el «lugar» natural de su presencia, lo que quiere dejar
claro es que él debe ocuparse de todo lo que atañe al Padre y a su designio.
Desea reafirmar que sólo la voluntad del Padre es para él norma que vincula
su obediencia.
El texto evangélico subraya esa referencia a la entrega total al proyecto de
Dios mediante la expresión verbal «debía», que volverá a aparecer en el
anuncio de la Pasión (cf. Mc 8,31).
Así pues, a sus padres se les pide que le permitan cumplir su misión donde
lo lleve la voluntad del Padre celestial.
4. El evangelista comenta: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les
dio» (Lc 2,50).
María y José no entienden el contenido de su respuesta, ni el modo como
reacciona a su preocupación de padres, que parece un rechazo. Con esta
actitud, Jesús quiere revelar los aspectos misteriosos de su intimidad con
el Padre, aspectos que María intuye, pero sin saberlos relacionar con la
prueba que estaba atravesando.
Las palabras de Lucas nos permiten conocer cómo vivió María en lo más
profundo de su alma este episodio realmente singular: «Conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,51). La madre de Jesús
vincula los acontecimientos al misterio de su Hijo, tal como se le reveló en
la Anunciación, y ahonda en ellos en el silencio de la contemplación,
ofreciendo su colaboración con el espíritu de un renovado «fiat».
Así comienza el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que llevará
a María a superar progresivamente el papel natural que le correspondía por
su maternidad, para ponerse al servicio de la misión de su Hijo divino.
En el templo de Jerusalén, en este preludio de su misión salvífica, Jesús
asocia a su Madre a sí; ya no será solamente la madre que lo engendró, sino
la Mujer que, con su obediencia al plan del Padre, podrá colaborar en el
misterio de la Redención.
De este modo, María, conservando en su corazón un evento tan rico de
significado, llega a una nueva dimensión de su cooperación en la salvación.
María en la vida oculta de Jesús
1. Los evangelios ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años que la
Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo refiere que san José, después
del regreso de Egipto, tomó la decisión de establecer la morada de la
Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2,22-23), pero no da ninguna otra
información, excepto que José era carpintero (cf. Mt 13,55). Por su parte,
san Lucas habla dos veces de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret (cf.
Lc 2,39.51) y da dos breves indicaciones sobre los años de la niñez de
Jesús, antes y después del episodio de la peregrinación a Jerusalén: «El
niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios
estaba sobre él» (Lc 2,40), y «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y
en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere
probablemente los recuerdos de María acerca de ese período de profunda
intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera
con mucho la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está
arraigada en una particular condición sobrenatural y está reforzada por la
especial conformidad de ambos con la voluntad divina.
Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la
casa de Nazaret y la constante orientación hacia el cumplimiento del
proyecto divino conferían a la unión entre la madre y el hijo una
profundidad extraordinaria e irrepetible.
2. En María la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había
encomendado atribuía un significado más alto a su vida diaria. Los sencillos
y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular,
pues los vivía como servicio a la misión de Cristo.
El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que
realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se
trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia
bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret
revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente,
de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que
consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor
extraordinario a los ojos del Señor.
Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba
dominada por la monotonía. En el contacto con Jesús, mientras crecía, se
esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando.
Dice san Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las
meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51).
«Todas estas cosas» son los acontecimientos de los que ella había sido, a la
vez, protagonista y espectadora, comenzando por la Anunciación, pero sobre
todo es la vida del Niño. Cada día de intimidad con él constituye una
invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado
de su presencia y el misterio de su persona.
3. Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer, dado que
vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto,
que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la
personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía
una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos.
Durante los treinta años de su permanencia en Nazaret, Jesús no revela sus
cualidades sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos. Ante las primeras
manifestaciones extraordinarias de su personalidad, relacionadas con el
inicio de su predicación, sus familiares (llamados en el evangelio
«hermanos») se asumen -según una interpretación- la responsabilidad de
devolverlo a su casa, porque consideran que su comportamiento no es normal
(cf. Mc 3,21).
En el clima de Nazaret, digno y marcado por el trabajo, María se esforzaba
por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este
respecto, para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que
Jesús pronunció en el templo de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No
sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Meditando en
esas palabras, María podía comprender mejor el sentido de la filiación
divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el
comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel
que él llamaba «mi Padre».
4. La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no
sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58), sino
también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo
de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda su existencia
terrena, pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y
ocultamiento que pasó en Nazaret.
Entre las paredes del hogar la Virgen vive la esperanza de forma excelsa;
sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los
modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta
de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de
su Hijo, ella espera, más allá de toda evidencia, aguardando de Dios el
cumplimiento de la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento de la fe y de la esperanza, se
convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo
deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de
la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del
evangelio de la caridad divina.
Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta
de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el
misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo, «está oculta
con Cristo en Dios» (Col 3,3).
A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero
que, en la escuela de María, puede revelar potencialidades inesperadas de
salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
(S. JUAN PABLO II, Audiencias Generales de los días 15 y 29 de enero de
1997)
Santos Padres: San Ambrosio - Jesús, ejemplo de virtudes familiares
Y cuando llegó a la edad de doce años. A los doce años, según leemos, es
cuando comenzó la enseñanza del Señor; pues un mismo número de mensajeros se
había reservado a la predicación de la fe. No sin motivo, olvidándose de
sus padres según la carne, el que, aun en su carne mortal, estaba lleno de
la sabiduría de Dios y de su gracia, al cabo de tres días fue encontrado en
el templo, como signo de que a los tres días de su pasión triunfante,
resucitado, debía presentarse a nuestra fe sobre el trono del cielo y entre
los honores divinos el que era creído muerto.
¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debía dedicarme en los asuntos de mi
Padre? Existen en Cristo dos filiaciones: una es de su Padre, y otra de su
Madre. La primera, por su Padre, es toda divina, mientras que por su Madre
ha descendido a nuestros trabajos y costumbres. Por lo mismo, lo que
sobrepasa la naturaleza, la edad, la costumbre, no ha de ser atribuido a
las facultades humanas, sino referido a las energías divinas. En otro lugar,
la madre le impulsa a hacer un acto misterioso (milagroso) (Jn 2,3); aquí
la madre es reprendida por exigir todavía algo humano. Mas, como aquí se le
muestra en la edad de doce años, allí se nos dice que tenía discípulos,
observa que la Madre aprendió del Hijo a exigir el misterio en su mayor
edad, la que se admiraba del milagro en el más joven.
Y vino a Nazaret y les estaba sometido. Maestro de la virtud, ¿podría no
cumplir sus deberes de piedad filial? ¿Y nos extrañan a nosotros sus
deferencias para con el Padre si se somete a la Madre? No es su debilidad,
sino su piedad la que hace esta dependencia, aunque, saliendo de su antro
tortuoso, la serpiente del error levante la cabeza y, de sus entrañas
viperinas, vomitase el veneno. Cuando el Hijo se llama "enviado", el hereje
llama mayor al Padre, para declarar imperfecto a este Hijo que puede tener a
Alguien más grande que El, para afirmar que tiene necesidad de socorros
extraños, puesto que ha sido "enviado". ¿Necesitaba acaso un auxilio humano
para servir al mandato materno? Era deferente con el hombre, era deferente
con la esclava —pues ella dijo de sí: He aquí la esclava del Señor—, era
deferente con su padre putativo; ¿por qué te extraña su deferencia para con
Dios? ¿Sería, pues, ser deferente para con el hombre piedad, y para con Dios
debilidad? Que al menos lo humano te haga apreciar lo divino y reconocer qué
amor es debido a un padre. El Padre honra al Hijo (Jn 8,54), ¿no quieres que
el hijo honre al Padre? El Padre, hablando desde el cielo, declara que se
complace en su Hijo, ¿no quieres tú que el Hijo, cubierto con el vestido de
una carne humana, expresando en el lenguaje del hombre un sentimiento
humano, declare a su Padre mayor que El? Pues si el Señor es grande, y digno
de toda alabanza, y su grandeza no tiene fin (Ps 144,3), es cierto que una
grandeza que no tiene fin no puede recibir aumento. Pero ¿por qué no
entender y admitir con espíritu religioso la obediencia del Hijo para con
el Padre en el cuerpo que ha tomado, cuando admito religiosamente el
homenaje del Padre para con el Hijo?
Aprende mejor los preceptos que te serán útiles y reconoce los ejemplos de
piedad filial. Aprende lo que tú debes hacer con tus padres al leer que el
Hijo no se separa del Padre ni por la voluntad, ni por la actividad, ni en
el tiempo. Aunque son dos personas, por el poder no son más que Uno. Y este
Padre celestial no ha experimentado los trabajos de la generación; tú, en
cambio, debes a tu madre la pérdida de su integridad, el sacrificio de su
virginidad, los peligros del parto; a tu madre las fatigas prolongadas, pues
la pobre, en estos frutos tan deseados, peligra mucho más, y el nacimiento
que ha deseado la libra de su trabajo, no de sus temores. ¿Qué decir del
cuidado de los padres por la educación de sus hijos, de sus cargas
multiplicadas por las necesidades de otros, de las semillas lanzadas por el
trabajo y que aprovecharán a las generaciones siguientes? ¿No debe exigir
todo esto al menos alguna sumisión? ¿Cómo encuentra el ingrato que su padre
vive demasiado tiempo y le incomoda la comunidad de patrimonio, cuando
Cristo no ha desechado a los herederos?
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 63-66, BAC
Madrid 1966, pp. 121-24)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Sagrada Familia
De la vida oculta del Señor en Nazaret sabemos muy poco. Esto no quiere
decir que con los ojos de la fe no podamos descubrir cuánto encierra este
misterio. Quizás el Maestro no nos quiso revelar mucho más de su vida
oculta, porque oculto en cada familia cristiana sigue reeditando sus
misterios de dolor y de gozo. Cada familia, en su ostracismo de vida, oculta
a los ojos de tantos, vive la reedición de Nazaret. Si no lo hace, debe
hacerlo. Estas son las realidades más importantes, las del Reino de Dios y
su justicia, no siempre bien valoradas en el mundo actual. Nazaret se
presenta, hoy más que nunca, como un modelo para imitar.
Familia y deberes religiosos
Lo primero que rescatamos del evangelio de hoy es la religiosidad de la
Familia del Señor.
En el libro del Deuteronomio se prescribía que cada año los varones
israelitas debían acudir tres veces al Templo de Jerusalén: par la fiesta de
Pascua, de Pentecostés y de los Tabernáculos. De esta manera los Jefes de
familia se juntaban en la ciudad capital. Las mujeres no estaban obligadas a
ello, pero por el relato del evangelista vemos también que María Santísima,
fiel a la ley y a las tradiciones, se adhirió voluntariamente a dicho acto
religioso. José y la Virgen Madre no faltaban ningún año a estos
acontecimientos. Para ello debían recorrer una larga distancia, de casi 120
km, lo que implicaba al menos 4 o 5 jornadas de viaje. La ley obligaba que
los niños también fuesen a partir de los 12 años. No sabemos si antes de
esta edad José llevaba a Jesús, pero podemos suponerlo.
El evangelio suscita una primera reflexión. Hoy vemos cómo esta Familia
paradigmática cumple con un acto de religión, tributando a Dios el culto que
le es debido. San José, jefe de la Familia, es el primero en preocuparse de
que ello se cumpla. Aquí está el paradigma. La familia cristiana debe ser
fiel, como la de Nazaret, a sus obligaciones religiosas. Con facilidad se
deja de lado el cumplimiento del deber de santificar el día del Señor. Toda
la Iglesia, distribuida por los campos de esta vida como los granos de
trigo, debería encontrarse formando un solo cuerpo en el día de la
Resurrección, para tributar a Dios la "acción de gracias", que esto
precisamente significa Eucaristía. Sin embargo en los tiempos desacralizados
que conocemos a lo sumo el 10 % de los bautizados van a Misa. Por cierto que
no se ha de asistir por la mera obligación de ir. Hay algo mucho más grande
que el deber, y esto es el amor. ¡Cuánto amaban a Dios los distintos
integrantes de la familia de Nazaret! Cuando el cristiano ama a Dios, desea
estar con Él, desea agradarle, conversar con Él, corría un amigo conversa
con otro amigo. También se acerca porque se sabe indigente, necesitado del
auxilio divino, para que se haga más llevadera la carga de la cruz de cada
día. Si se cumple con este espíritu el tercer mandamiento de la ley de Dios,
como una derivación del primero de ellos, con mucha facilidad se cumplen los
otros, ya que la caridad impera entonces en todos los actos. Aquel que de
veras ama a Dios, no considera el precepto de santificar las fiestas como
una mera obligación. Cumple, porque necesita estar con Dios, y porque desea
hacer Su voluntad. Muchas veces se suele argumentar que no se siente la
necesidad de ir a Misa, no se tiene "ganas". Sabemos que la religión
fundamentalmente se dirige al espíritu del hombre. Los verdaderos adoradores
adorarán a Dios "en espíritu y en verdad", como dijo el Señor a la
Samaritana.
En el día domingo festejamos las grandes gestas de Dios. La mayor obra que
hizo el Señor para con el hombre es haberlo rescatado de la miseria en que
se encontraba. Él se hizo Buen Pastor, cargó a la oveja perdida y la
devolvió al rebaño. Sabemos que la Santa Misa es una actualización de los
misterios pascuales. Ella nos recuerda el "paso" del Señor por este mundo.
En el Santo Sacrificio del altar, el Redentor hace presente el misterio del
Calvario. Si bien no lo hace de manera cruenta, con todo se trata del único
y verdadero sacrificio redentor de Cristo. Festejamos el misterio supremo de
la fe. Por medio de la Eucaristía, nos insertamos en el Corazón de Cristo,
para dar permanentemente al Padre el culto que le es debido y para rendirle
acción de gracias por todos los beneficios recibidos de sus manos.
Ausentarse de la Santa Misa es como querer seguir viviendo en el Antiguo
Testamento. Es como renunciar a los beneficios de la Redención. Por eso se
hace necesario que renovemos constantemente nuestra fe en la presencia real
de Cristo en la Eucaristía. Un santo obispo español de este siglo, monseñor
Manuel González, hablaba siempre de los sagrarios olvidados. ¡Cuántos de
ellos olvidados por sus fieles, e incluso por los mismos sacerdotes! Allí
está esperando el Señor, el que ha dicho que encuentra sus delicias entre
los hijos de los hombres. ¡Cuán grande es nuestro olvido y negligencia, al
punto que podríamos preguntarnos si somos indignos del nombre de fieles, o
de cristianos! Allí, detrás de las especies del pan y del vino, está todo
Cristo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. ¿Nos damos cuenta suficientemente
de lo que esto significa? ¿Acaso no se esconde un cierto desprecio a sus
dones, a su Persona, cuando sabiéndose que Él mismo se ofrece en el altar,
los que se suponen sus seguidores no se hacen presentes?
Son muchas las excusas que se aducen para no concurrir los domingos a Misa.
Frente a nuestra negligencia, pensemos en el amor que mostraba por Dios la
Familia de Nazaret. Para ellos, ni la distancia ni el esfuerzo cuentan. Lo
que más los mueve es agradar a Dios. Nosotros a veces creemos que el Señor
es el que resulta beneficiado con nuestra asistencia. Ello sucede con
frecuencia cuando consideramos este cumplimiento desde el punto de vista del
deber y no del amor. Dios es infinitamente feliz en sí mismo, y no necesita
de nosotros para ser más feliz. Si nos pide que lo glorifiquemos, es
simplemente porque en ese acto encontramos nuestra dignidad y elevación como
hombres. Sólo conociendo, amando y sirviendo a Dios, cumplimos con la
felicidad de nuestra existencia. Hemos sido creados, como dice el Apóstol a
los efesios, para ser "alabanza de la gloria de su gracia", para celebrar
perpetuamente los beneficios recibidos por Cristo. Bien dice el salmista:
"cantaré eternamente las misericordias del Señor".
El nuevo Catecismo señala a este respecto: "La celebración del día y de la
Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia.
El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición
apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de
precepto", y agrega a renglón seguido: "Es un testimonio de perfecta
fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en
la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza
de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo".
Si Dios exigía tanto a los judíos en el día de descanso, y una respuesta tan
fiel a la vieja Alianza, cuánto más a nosotros, que festejamos el día del
Señor y la realización de la Nueva y Eterna Alianza.
A la defensa de la familia
La reconstrucción del mundo caído en el pecado comenzó por la elección de
una Mujer para que fuera Madre de Dios, se le sumó la cooperación de su
esposo San José, quien con su gran fe y autoridad protegió a María y al
Niño. Así la reconstrucción de los hombres, de su dignidad perdida, comenzó
en Belén, y luego siguió en Nazaret. Desde aquí, desde este pequeño solar,
el Evangelio se irradió al mundo entero.
Vivimos una época difícil. Han decaído los resortes de la moral cristiana en
la sociedad. Es una época de relativismo de la verdad, de pérdida de los
verdaderos valores, de desmontaje del orden natural y sobrenatural. Todo
ello se debe a una sola cosa que nos permite descubrir el por qué de tanto
desastre, y ella es que los hombres se han propuesto construir la sociedad
sin Dios, al margen de Dios y fuera de Dios.
Sabemos que la sociedad tiene como fundamento a esta célula vital que es la
familia. ¿No está acaso flaqueando la familia, no está dejando de ser
cristiana? Hoy no hay espacio más zarandeado que el núcleo familiar. En una
alocución de pocos años atrás, decía Juan Pablo II: "La familia es
insustituible y como tal, ha de ser defendida con todo vigor. Es necesario
hacer lo imposible para que la familia no sea suplantada. Lo requiere, no
sólo el bien «privado» de cada persona, sino el bien común de toda la
sociedad, nación y estado. La familia ocupa el centro mismo del bien común
en sus varias dimensiones, precisamente porque en ella es concebido y nace
el hombre". Si queremos ver « el bien común vigoroso y sano, si deseamos una
Patria restablecida en el orden natural y cristiano, hemos de comenzar por
la base de todo ello que es el hogar.
El padre de familia tiene una importantísima misión. Debe ser como el
sacerdote en ese pequeño recinto de Dios. Por él se deben elevar todas las
acciones de gracias, por él todas las súplicas. El Apóstol nos dice que los
padres deben atesorar para sus hijos. El tesoro más grande que les pueden
comunicar es el de una buena educación cristiana. Ésta no es reductible al
mero hecho de mandar a los hijos a colegios católicos, sino que incluye el
ejemplo constante de los progenitores, también en el campo de la fe y la
vida de la gracia. Deben los padres atesorar continuamente en sus propias
almas los dones sobrenaturales, convirtiéndose en algo así como en las
fuentes donde los hijos habrán de abrevar. Toda deficiencia personal suya
redunda no sólo en quienes la sufren, sino también en sus vástagos. ¿Quién
de nosotros, sabiendo que tiene en sí la virtualidad de un Miguel Ángel para
hacer obras de arte, no las haría? Si así no lo hiciera, la entera sociedad
sufriría el detrimento de dicho patrimonio artístico. Pues bien, todos los
padres tienen en sí la gracia y el apoyo de Dios para hacer de sus hijos
verdaderas joyas, dignas de la Iglesia de Cristo. ¿Desdeñarán realizarlo?
Buscar al niño
Advertimos en el evangelio de hoy la gran preocupación y el dolor de los
padres del Niño cuando no lo encontraron en la caravana de vuelta a Nazaret.
Inmediatamente se pusieron en su búsqueda. Pero Jesús estaba en las cosas de
su Padre. Reflexionemos sobre este hecho. Cuando los hijos no están en las
cosas de Dios, cuando se los ve perdidos en la calle, cuando cultivan malas
amistades, entonces los padres han de sufrir hasta encontrarlos. Por cierto
que la Virgen y San José no se afligieron por esto, sino tan sólo porque no
sabían dónde estaba el Niño. Pero si los jóvenes y niños se encuentran, como
Jesús, en las cosas de Dios, de su Reino, trabajando por la Iglesia, no
hemos de afligirnos. La principal preocupación de los padres debe ser buscar
el Reino de Dios y su justicia, para ellos y para los que dependen de ellos.
Si cada familia así lo hiciese, si cada familia se transformase en un
Nazaret viviente, entonces tendríamos por fin una Patria grande. La
salvación empezó dando frutos en Nazaret. Por allí debemos empezar...
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 38-44)
Aplicación:
Pablo VI - La familia de Nazaret
En Nazaret, nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:
- Para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad
- Para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera,
profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de
Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre
por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el
cielo, a la Reina beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.
En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre
venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas
que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar
nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más
confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la
confianza de la perfección humana;
- Y en seguida, le presentaremos nuestras oraciones por todo lo que más
llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor
y de intercesión:
- La oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia
Ella,
- La oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el
vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la
palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya
cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de
sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la
visión de Dios;
- Y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa,
juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo,
de su humano y divino Hijo Jesús.
Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La
escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a
penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima,
humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.
Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se
aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se
comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre
nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la
religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla.
Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la
que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la
escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente
estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos,
la que en el lenguaje bíblico se llama la "letra", cosa preciosa y
necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de
infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio,
con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el
aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es
decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo
presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el
haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del
corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí
mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita
fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que
rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en
determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—.
Este es el "espíritu".
Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina
espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de
Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde,
sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra
introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior
de la divina verdad!
Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el
deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del
Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente,
algunos fragmentos de la lección de Nazaret.
Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de
esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros,
aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra
ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el
recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas
inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad
y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida
personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión
de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable;
enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e
insuperable de su sociología.
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del "Hijo del Carpintero", cómo
querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la
fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo;
recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto
más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los
valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo
y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia
para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!
He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos
montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del
Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para
reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no
podemos privarnos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas,
síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco
que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa
atmósfera, llega hasta Nos.
Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que
absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la
actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que
pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del
temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y
el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley
del Amor. Él se enseñó a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su
liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo
quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem
charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha
dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso
mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie
vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona
humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana
encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.
Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y
vivirla.
Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de
nuestro tiempo. Diríase que nos dice:
Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu sabemos librarnos de la
confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los
bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como
hermanos e imágenes vivientes de Cristo.
Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes,
sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la
sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la
alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.
Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de
la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la
sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio
el vértice de la grandeza.
Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y
si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.
Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá
del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.
No quedaremos engañados para siempre.
Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y
más tremenda: era divina.
Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos
parece hacerNos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría,
un nuevo valor.
(PABLO VI, Visita a Iglesia de la Anunciación de Nazaret, Domingo 5 de enero
de 1964)
Aplicación: Benedicto XVI - El silencio y el amor de la Sagrada
Familia
"¡Que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido
llamados formando un solo Cuerpo! (Colosenses 3, 15). Con estas palabras del
apóstol Pablo, saludo a todos con afecto en el Señor. Me alegro de haber
venido a Nazaret, lugar bendecido por el misterio de la Anunciación, lugar
que contempló los años escondidos del crecimiento de Jesús en sabiduría,
edad y gracia (Cf. Lucas 2,52). Agradezco al arzobispo Elias Chacour sus
gentiles palabras de bienvenida, y abrazo con el signo de la paz a mis
hermanos obispos, sacerdotes, religiosos y todos los fieles de Galilea, que
en la diversidad de sus ritos y tradiciones, expresan la universalidad de la
Iglesia de Cristo. Deseo dar las gracias en especial a cuantos han hecho
posible esta celebración, particularmente a quienes han participado en la
planificación y construcción de este nuevo escenario con su espléndido
panorama de la ciudad.
Aquí en la ciudad de Jesús, María y José, nos reunimos para destacar la
conclusión del Año de la Familia celebrado por la Iglesia en Tierra Santa.
Como signo de esperanza para el futuro, bendeciré la primera piedra de un
Centro Internacional para la Familia, que será construido en Nazaret. Oremos
para que este Centro promueva una sólida vida familiar en esta región,
ofrezca apoyo y asistencia a las familias en cualquier lugar y las anime en
su insustituible misión en la sociedad.
Esta etapa de mi peregrinación, estoy seguro, llamará la atención de toda la
Iglesia hacia esta ciudad de Nazaret. Como dijo el Papa Pablo VI todos
necesitamos volver a Nazaret para contemplar siempre de nuevo el silencio y
el amor de la Sagrada Familia, modelo de toda vida familiar cristiana. Aquí,
tras el ejemplo de María, José y Jesús, podemos apreciar aún más la santidad
de la familia que, en el plan de Dios, se basa en la fidelidad para toda la
vida de un hombre y una mujer, consagrada por el pacto conyugal y abierta al
don de Dios de nuevas vidas. ¡Cuánta necesidad tienen los hombres y mujeres
de nuestro tiempo de volver a apropiarse de esta verdad fundamental, que
constituye la base de la sociedad y qué importante es el testimonio de
parejas casadas para la formación de conciencias maduras y la construcción
de la civilización del amor!
En la primera lectura de hoy, tomada del libro del Eclesiástico (3,
3-7.14-17), la palabra de Dios presenta a la familia como la primera escuela
de la sabiduría, una escuela que educa a los propios miembros en la práctica
de esas virtudes que conducen a la felicidad auténtica y duradera. En el
plan de Dios para la familia, el amor del marido y la mujer produce el fruto
de nuevas vidas, y encuentra su expresión cotidiana en los esfuerzos
amorosos de los padres para asegurar una formación integral humana y
espiritual para sus hijos. En la familia cada persona, ya sea el niño más
pequeño o el familiar más anciano, es valorada por lo que es en sí misma, y
no es vista meramente como un medio para otros fines. Aquí empezamos a
atisbar algunos de los papeles esenciales de la familia como primera piedra
de la construcción de una sociedad bien ordenada y acogedora. Además
alcanzamos a apreciar, dentro de la sociedad en general, el deber del Estado
de apoyar a las familias en su misión educadora, de proteger la institución
de la familia y sus derechos inherentes, y de asegurar que todas puedan
vivir y florecer en condiciones de dignidad.
El apóstol Pablo, escribiendo a los Colosenses, habla instintivamente de la
familia cuando busca ilustrar las virtudes que edifican "el único cuerpo"
que es la Iglesia. Como "elegidos de Dios, santos y amados", estamos
llamados a vivir en armonía y en paz los unos con los otros, mostrando sobre
todo magnanimidad y perdón, con el amor como el vínculo más grande de
perfección (Cf. Colosenses 3, 12-14). En la alianza conyugal, el amor del
hombre y de la mujer es elevado por la gracia hasta convertirse
participación y expresión del amor de Cristo y de la Iglesia (Cf. Efesios 5,
32), de modo que la familia, fundada sobre el amor, esta llamada a ser una
"iglesia doméstica", un lugar de fe, de oración y de preocupación amorosa
por el verdadero y duradero bien de cada uno de sus miembros.
Al reflexionar sobre estas realidades, aquí, en la ciudad de la Anunciación,
nuestro pensamiento se dirige naturalmente a María, "llena de gracia", la
Madre de la Sagrada Familia y nuestra Madre. Nazaret nos recuerda el deber
de reconocer y respetar la dignidad y misión concedidas por Dios a las
mujeres, como también sus carismas y talentos particulares. Ya sea como
madres de familia, en cuanto presencia vital en las fuerzas laborales y en
las instituciones de la sociedad, ya sea en la particular vocación a seguir
al Señor mediante los consejos evangélicos de castidad, pobreza y
obediencia, las mujeres tienen un papel indispensable en la creación de esa
"ecología humana" (Cf. Centesimus annus, 39) de la que nuestro mundo y
también esta tierra tienen una necesidad urgente: un ambiente en el que los
niños aprendan a amar y querer a los demás, a ser honestos y respetuosos con
todos, a practicar las virtudes de la misericordia y del perdón.
En esto, pensamos también en san José, el hombre justo que Dios quiso poner
al frente de su casa. Del ejemplo fuerte y paterno de José, Jesús aprendió
las virtudes de la piedad masculina, la fidelidad a la palabra dada, la
integridad y del trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vemos cómo la
autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el
poder que busca el dominio. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del
ejemplo, de la guía y de la silenciosa calma de hombres como José!
Finalmente, al contemplar la Sagrada Familia de Nazaret, dirigimos ahora la
mirada al niño Jesús, que en la casa de María y de José creció en sabiduría
y conocimiento, hasta el día en el que inició su ministerio público. En
esto, quisiera compartir un pensamiento particular con los jóvenes
presentes. El Concilio Vaticano II enseña que los niños tienen un papel
especial para hacer crecer a sus padres en la santidad (Cf. Gaudium et spes,
48). Les pido que reflexionen sobre ello y dejen que el ejemplo de Jesús les
guíe no sólo para demostrar respeto a sus padres, sino también para
ayudarles a descubrir con más plenitud el amor que da a nuestra vida el
sentido más profundo. En la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús enseñó algo a
María y a José sobre la grandeza del amor de Dios, su Padre de los Cielos,
la fuente última de todo amor, el Padre de quien toda familia en el cielo y
en la tierra toma su nombre (Cf. Efesios 3, 14-15).
Queridos amigos, en la oración colecta de la misa de hoy hemos pedido al
Padre que "nos ayude a vivir como la Sagrada Familia, unidos en el respeto y
en el amor". Renovemos aquí nuestro compromiso de ser levadura de respeto y
de amor en el mundo que nos rodea. Este Monte del Precipicio nos recuerda,
como lo ha hecho con generaciones de peregrinos, que el mensaje del Señor
fue en ocasiones fuente de contradicción y de conflicto con los mismos que
le escuchaban. Por desgracia, como sabe el mundo, Nazaret ha experimentado
tensiones en los años recientes, que han dañado las relaciones entre las
comunidades cristiana y musulmana. Invito a las personas de buena voluntad
de ambas comunidades a reparar el daño cometido, y en fidelidad al credo
común en un único Dios, Padre de la familia humana, a trabajar para
construir puentes y encontrar formas de convivir pacíficamente. ¡Que cada
uno rechace el poder destructivo del odio y del prejuicio, que matan al alma
humana antes que al cuerpo!
Dejad que concluya con unas palabras de gratitud y alabanza a cuantos se
esfuerzan por llevar el amor de Dios a los niños de esta ciudad y por educar
a las nuevas generaciones en los caminos de la paz. Pienso de manera
especial en los esfuerzos de las iglesias locales, particularmente en sus
escuelas y en sus instituciones caritativas, para derribar los muros y para
ser terreno fértil de encuentro, de diálogo, de reconciliación y de
solidaridad. Aliento a los sacerdotes, a los religiosos, a los catequistas y
a los profesores a que se comprometan, junto con los padres y cuantos se
dedican al bien de nuestros pequeños, a perseverar por dar testimonio del
Evangelio, a tener confianza en el triunfo del bien y de la verdad, y a
confiar en que Dios hará crecer toda iniciativa destinada a difundir su
Reino de santidad, solidaridad, justicia y paz. Al mismo tiempo reconozco
con gratitud la solidaridad que muchos hermanos y hermanas nuestros en todo
el mundo expresan hacia los fieles de Tierra Santa, apoyando los loables
programas y actividades de la Catholic Near East Welfar Association.
"Hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1,38). ¡Qué la virgen de la
Anunciación, que con valentía abrió el corazón al misterioso plan de Dios, y
se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos guíe y nos apoye con su
oración! ¡Que obtenga para nosotros y nuestras familias la gracia de abrir
los oídos a esta palabra del Señor que tiene el poder de construir (Cf.
Hechos 20, 32), que nos inspire decisiones valerosas, y que guíe nuestros
pasos por el camino de la paz!
(BENEDICTO XVI, Homilía en Nazareth, Jueves 14 de mayo de 2009)
Aplicación: P. Raniero Cantalamessa - La Familia distorcionada
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos
angustiados». En estas palabras de María vemos mencionados los tres
componentes esenciales de una familia: el padre, la madre, el hijo. No
podemos este año hablar de la familia sin tocar el problema que en estos
momentos más agita a la sociedad y preocupa a la Iglesia: los debates
parlamentarios sobre el reconocimiento de las parejas de hecho.
No se puede impedir que el Estado busque dar respuesta a situaciones nuevas
presentes en la sociedad, reconociendo algunos derechos civiles a personas
también del mismo sexo que han decidido vivir juntas sus propias vidas. Lo
que importa a la Iglesia –y debería importar a todas las personas
interesadas en el bien futuro de la sociedad- es que esto no se traduzca en
un debilitamiento de la institución familiar, ya muy amenazada en la cultura
moderna.
Se sabe que la forma más efectiva de agotar una realidad o una palabra es la
de dilatarla y banalizarla, haciendo que abrace cosas diferentes y entre sí
contradictorias. Esto ocurre si se equipara la pareja homosexual al
matrimonio entre el hombre y la mujer. El sentido mismo de la palabra
«matrimonio» -del latín, función de la madre (matris)- revela la insensatez
de tal proyecto.
No se ve, sobre todo, el motivo de esta equiparación, pudiéndose
salvaguardar los derechos civiles en cuestión también de otras maneras. No
veo por qué esto deberá sonar a un límite y ofensa a la dignidad de las
personas homosexuales, hacia quienes todos sentimos el deber de respetar y
amar, y de quienes, en algunos casos, conozco personalmente su rectitud y
sufrimiento.
Lo que estamos diciendo vale con mayor razón para el problema de la adopción
de niños por parte de parejas homosexuales. La adopción por parte de éstas
es inaceptable porque es una adopción en exclusivo beneficio de los
adoptantes, no del niño, que bien podría ser adoptado por parejas normales
de padre y madre. Hay muchas que esperan hacerlo desde hace años.
Las mujeres homosexuales también tienen, se hace observar, el instinto de la
maternidad y desean satisfacerlo adoptando a un niño; los hombres
homosexuales experimentan la necesidad de ver crecer una joven vida junto a
ellos y quieren satisfacerla adoptando a un niño. Pero ¿qué atención se
presta a las necesidades y a los sentimientos del niño en estos casos? Se
encontrará con que tiene dos madres o dos padres -en lugar de un padre y una
madre-, con todas las complicaciones psicológicas y de identidad que ello
comporta, dentro y fuera de casa. ¿Cómo vivirá el niño, en el colegio, esta
situación que le hace tan diferente de sus compañeros?
La adopción es trastornada en su significado más profundo: ya no es dar
algo, sino buscar algo. El verdadero amor, dice Pablo, «no busca el propio
interés». Es verdad que también en las adopciones normales los progenitores
adoptantes buscan, a veces, su bien: tener alguien en quien volcar su amor
recíproco, un heredero de sus esfuerzos. Pero en este caso el bien de los
adoptantes coincide con el bien del adoptado, no se opone a él. Dar en
adopción un niño a una pareja homosexual, cuando sería posible darlo a una
pareja de padres normales, no es, objetivamente hablando, hacer su bien,
sino su mal.
El pasaje del Evangelio de la festividad termina con una escena de vida
familiar que permite entrever toda la vida de Jesús desde los doce a los
treinta años: «Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su
madre iba guardando todas estas cosas en su corazón. Y Jesús iba creciendo
en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres». Que la Virgen
obtenga a todos los niños del mundo el don de poder, también ellos, crecer
en edad y gracia rodeados del afecto de un padre y de una madre.
Aplicación: San Rafael Arnáiz - ¡¡Feliz Año Nuevo!!
“Estamos a primero de enero de 1937".
"Hoy es igual que ayer y será igual que mañana".
"Para el hombre, el tiempo pasa..., para Dios no hay tiempo..., sólo Dios
permanece".
"¡Un año!..., un año más, que como nos ha dicho el predicador, un año que se
hunde en el abismo de la Eternidad".
"Un año que pasó, apenas un instante nos ha parecido".
"Un año, y no hemos hecho nada..., estamos más cerca de Dios, ese es el
único consuelo que obtenemos al pensar que el tiempo va pasando, o que
nosotros vamos pasando con el tiempo..., no lo sé, ni tengo ganas de
discurrir y pensar sobre lo que ya se ha dicho".
"¿Acaso sabemos lo que es el tiempo?..., ¡pues entonces!..."
"Un año, para unos es una vida entera, para otros es apenas un relámpago; no
se puede medir. No importa, no merece la pena; para mí no es más que una
cifra".
"Seguiremos viviendo, nuestros tejidos se ir irán haciendo viejos, el pelo
perderá el color y se caerá, todo el organismo se irá desgastando, y lo que
hoy es joven, mañana será viejo y decrépito..., eso es el tiempo... Lo que
ahora eres, mañana no lo serás, y ahora eres lo que no fuiste..., todo
cambia, y eso lo hace el tiempo; nada hay estable..., qué más da un año que
un siglo, que un millón de siglos..."
"No merece la pena ocuparse del tiempo".
"Sólo hay una verdad, que es Dios, porque sólo Dios permanece, sólo Dios es
inmutable, lo demás es como el año que acaba de existir... Mentira y vanidad
que se mueren con el tiempo..., tiempo que se hunde en los abismos de la
Eternidad..."
"¡Feliz año nuevo!..., bueno, si desde ahora en adelante hemos de ser
mejores, y hemos de andar más deprisa, y en menos tiempo perfeccionarnos en
el amor de Dios".
"Mas no es el año el que ha de ser mejor..., somos nosotros los que hemos
de mejorar..., somos nosotros los que existimos, no es el año que
empieza...; eso es solamente una cifra que está en nuestra mente...; bueno,
bueno, filosofía económica estoy haciendo, válgame Dios y la Santísima
Virgen".
"¡Año de 1937, bien venido, seas lo que seas, pues Dios te envía!..., ¿qué
me traes? Lo mismo me da, pues también el Señor es quien lo envía".
"Que Él me ayude a servirle mejor dentro de tus días y tus meses..., que Él
y María me protejan como lo han hecho en años anteriores, y que cuando
termines, pueda decir, no como hoy, que he dicho que estoy más cerca de Dios
en cuanto al tiempo que me falta de recorrer el camino de mi vida mortal,
sino que pueda decir en verdad que el año 1937 me ha servido para acercarme
a Dios, pero en Santidad, en Perfección y en Verdadero Amor... Todo lo demás
que no me sirva para eso, no lo quiero, pues es realmente tiempo perdido...,
y mirándolo bien, y con mi conciencia a la vista, ya he perdido bastante”.
“¡Año 1937, bienvenido seas, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo”!
(SAN RAFAEL ARNÁIZ VARÓN, Vida y escritos, España, 1960, pp. 307-309)
Ejemplos Predicables
A favor del amor y Matrimonio
Un famoso maestro se encontraba frente a un grupo de jóvenes que estaban en
contra del matrimonio. Los muchachos argumentaban que el romanticismo
constituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar
con la relación cuando esta se apaga, en lugar de entrar a la hueca
monotonía del matrimonio.
El maestro les dijo que respetaba su opinión, pero les relató lo siguiente:
"Mis padres vivieron 55 años casados. Una mañana mi mamá bajaba las
escaleras para prepararle a papá el desayuno y sufrió un infarto. Cayó, mi
padre la alcanzó, la levantó como pudo y casi a rastras la subió a la
camioneta. A toda velocidad, rebasando, sin respetar los altos, condujo
hasta el hospital. Cuando llegó por desgracia, ya había fallecido.
Durante el sepelio, mi padre no habló, su mirada estaba perdida. Casi no
lloró. Esa noche sus hijos nos reunimos con él. En un ambiente de dolor y
nostalgia recordamos hermosas anécdotas. Él pidió a mi hermano teólogo que
le dijera, donde estaría mamá en ese momento. Mi hermano comenzó a hablar de
la vida después de la muerte, conjeturó cómo y dónde estaría ella. Mi padre
escuchaba con gran atención. De pronto pidió: "Llévenme al cementerio".
"Papá -respondimos- ¡son las 11 de la noche! No podemos ir al cementerio
ahora!" Alzó la voz y con una mirada vidriosa dijo: "No discutan conmigo por
favor, no discutan con el hombre que acaba de perder a la que fue su esposa
por 55 años". Se produjo un momento de respetuoso silencio. No discutimos
más. Fuimos al cementerio, pedimos permiso al vigilante, con una linterna
llegamos a la lápida. Mi padre la acarició, lloró y nos dijo a sus hijos que
veíamos la escena conmovidos: "Fueron 55 buenos años ¿saben?, nadie puede
hablar del amor verdadero si no tiene idea de lo que es compartir la vida
con una mujer así". Hizo una pausa y se limpió la cara. "Ella y yo estuvimos
juntos en aquella crisis, cambio de empleo continuo; hicimos el equipaje
cuando vendimos la casa y nos mudamos de ciudad. Compartimos la alegría de
ver a nuestros hijos terminar sus carreras, lloramos uno al lado del otro la
partida de seres queridos, rezamos juntos en la sala de espera de algunos
hospitales, nos apoyamos en el dolor, nos abrazamos en cada Navidad, y
perdonamos nuestros errores. Hijos, ahora se ha ido y estoy contento, saben
¿por qué?, porque se fue antes que yo, no tuvo que vivir la agonía y el
dolor de enterrarme, de quedarse sola después de mi partida. Ser yo quien
pase por eso, y le doy gracias a Dios. La amo tanto que no me hubiera
gustado que sufriera". Cuando mi padre terminó de hablar, mis hermanos y yo
teníamos el rostro empapado de lágrimas. Lo abrazamos y él nos consoló:
"Todo está bien hijos, podemos irnos a casa; ha sido un buen día".
Esa noche entendí lo que es el verdadero amor. Dista mucho del romanticismo,
más bien se vincula al trabajo y al cuidado que se profesan dos personas
realmente comprometidas.
Cuando el maestro terminó de hablar, los jóvenes universitarios no pudieron
debatirle, ese tipo de amor era algo que no conocían.
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