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Domingo 3 de Adviento C: Comentarios de Sabios y Santos II  para preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa dominical

 

Páginas relacionadas



A su disposición

Santos Padres: San Ambrosio - El mensaje de San Juan Bautista

 Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - Indigno Precursor

 Aplicación: Juan Pablo II - "Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4. 5)

Aplicación: Benedicto XVI  - Tercer Domingo de Adviento

Aplicación: Papa Francisco - ¿Qué tenemos que hacer?

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E.  - Preparar el corazón cumpliendo el deber de estado Lc 3, 2b-3.10-18

Aplicación: Directorio Homilético Tercer domingo de Adviento




 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

Comentarios a Las Lecturas del Domingo


Santos Padres   San Ambrosio    El mensaje de San Juan Bautista

77. El santo Bautista da aún la respuesta que conviene a cada profesión humana, la única para todos: a los publicanos, por ejemplo, que no exijan más que la tasa; a los soldados, de no hacer agravios, de no buscar botines, recordándoles que la paga del ejército ha sido instituida para que no busquen el sustento necesario en el saqueo y en la injusticia. Mas estos preceptos y los otros son propios de cada función; la misericordia es común a todos, luego también el precepto de hacerla: ella es necesaria a toda misión y a toda edad, y todos deben ejercerla. No están excluidos de este deber el publicano ni el soldado, ni el agricultor ni el ciudadano, ni el rico ni el pobre: todos han sido amonestados de dar al que no tiene... Pues la misericordia es la plenitud de las virtudes; así a todos ha sido propuesta como norma de virtud perfecta: no ser avaro de sus vestidos ni de sus alimentos. Sin embargo, la misericordia misma guarda una medida según las posibilidades de la condición humana, de tal modo que cada uno no se desprenda enteramente de todo, sino que lo que tiene lo divida con el pobre.

78. Estando el pueblo en expectación y discurriendo todos en sus corazones acerca de Juan, si por ventura no sería él el Mesías, respondió a todos Juan diciendo: Yo os bautizo en agua y en penitencia. Juan veía, pues, el secreto de los corazones; pero veamos de quién procede esta gracia. ¿Cómo se descubre a los profetas el secreto de los corazones? Nos lo ha mostrado San Pablo en estos términos: Los secretos de su corazón se hacen patentes, y así, cayendo sobre su rostro, adorará a Dios, proclamando que verdaderamente está Dios entre vosotros (1 Co 14, 25). Es, pues, el don de Dios el que revela, no el poder del hombre, que está ayudado por una gracia divina más que por la facultad natural.

¿Para qué aprovecha este pensamiento de los judíos sino para probar que, según las Escrituras, el Mesías ha venido? Había uno que era esperado, y ciertamente el que era esperado vino, no el que no era esperado. ¿Hay locura más grande que reconocer a uno en otro y no creer al que es en sí?. Pensaban que vendría de una mujer y no creen en el que ha venido de una virgen. ¿Y había un nacimiento, según la carne, más digno de Dios que el suyo el Hijo inmaculado de Dios guardando, aun al tomar cuerpo, la pureza de un nacimiento inmaculado? Y ciertamente el signo del advenimiento divino había sido constituido en el parto de una virgen, no de una mujer (Is 7, 14).

79. Yo os bautizo en agua. Se apresura a demostrar (el Bautista) que él no es el Mesías, puesto que realiza un ministerio visible. Pues el hombre, subsistiendo en dos naturalezas, esto es, el alma y el cuerpo, la parte visible está consagrada por elementos visibles, la invisible por un misterio invisible: el agua limpia el cuerpo, el Espíritu purifica las faltas del alma. Nosotros realizamos uno e invocamos el otro, aunque, sobre la misma fuente, la divinidad ha soplado su santificación; pues el agua no es toda la ablución, más estas cosas no se pueden separar; por esto uno fue el bautismo de penitencia y otro el bautismo de gracia, éste lleva consigo los dos elementos, aquél sólo uno... Pues perteneciendo las faltas en común al cuerpo y al alma, la purificación habla de ser también común. San Juan ha respondido, pues, rectamente: mostrando que él había comprendido lo que pensaban en su corazón, y, como si no lo hubiera comprendido, esquivando toda envidia de grandeza, ha mostrado, no por su palabra sino por sus obras, que él no era el Mesías. La obra del hombre es hacer penitencia por sus faltas, la misión de Dios dar la gracia del misterio.

80. Mas he aquí que viene uno más fuerte que yo. No ha formulado esta comparación para decir que el Mesías es más fuerte que él —pues entre el Hijo de Dios y un hombre no puede haber término de comparación—, sino porque hay muchos fuertes... El diablo es también fuerte, pues nadie puede, entrando en la casa del fuerte, saquear su ajuar si primero no atare al fuerte (Mc 3, 27). Hay, pues, muchos fuertes, pero el más fuerte es sólo Cristo. Para guardarse de compararse a él ha añadido: No soy digno de llevar su calzado (Mt 3, 11), mostrando que la gracia de predicar el Evangelio ha sido dada a los apóstoles, que están calzados para el Evangelio (E 6, 15).

81. Parece, sin embargo, que habla así porque Juan personifica a veces al pueblo judío. A este se refiere cuando dice: Conviene que El crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30): es menester, en efecto, que el pueblo de los judíos disminuya y que crezca en Cristo el pueblo cristiano. Por lo demás, Moisés también personificó al pueblo; pero él no llevaba el calzado del Señor, sino de sus pies. Aquéllos están calzados con un calzado tal vez no de sus pies; más a éste se le manda que deje su calzado (Ex 3, 5), a fin de que los pasos de su corazón y de su alma, libres de las trabas y de los lazos del cuerpo, marchen por el camino del espíritu. En cuanto a los apóstoles, ellos se han despojado del calzado del cuerpo cuando fueron enviados sin calzado, sin bastón, sin alforjas y sin cinto (Mt 10, 9ss), mas ellos no llevaron inmediatamente el calzado del Señor. Tal vez, después de la resurrección, comenzaron ellos a llevarlo; pues antes habían sido advertidos de no decir a nadie las acciones del Maestro (Lc 8, 56), y más tarde se les dice: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio (Mc 16, 15), a fin de que avanzando los pasos de la predicación evangélica, ellos llevasen por todo el mundo la serie de los hechos del Señor. Luego el calzado nupcial es la predicación del Evangelio. Pero de esto hablaremos en otro lugar más oportunamente.

82. Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. En su mano tiene su bieldo para limpiar su era y allegar el trigo en sus graneros; más la paja la quemará con fuego inextinguible.

Tiene en su mano el bieldo. Este emblema del bieldo significa que el Señor tiene el derecho de discriminar los méritos, pues cuando los granos de trigo son aventados en el aire, el que está lleno es separado del vacío, el fructuoso del seco, por una suerte de control que hace el soplo del aire. Esta comparación muestra que el Señor, el día del juicio, hará la separación entre los méritos y los frutos de la sólida virtud y la ligereza estéril de la vana jactancia y de las acciones vacías, para colocar a los hombres de un mérito perfecto en la mansión de los cielos. Pues para estar el fruto en su punto es menester tener el mérito de ser conforme a Aquel que, cual grano de trigo, ha sido enterrado para llevar en nosotros frutos abundantes, el cual desprecia la paja y no estima las obras estériles. Y, por lo mismo, ante El arderá el fuego (Sal 96, 3) de una naturaleza no dañosa, puesto que consumirá los malos productos de la iniquidad y hará resplandecer el brillo de la bondad.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.2, 77-82, BAC Madrid 1966, pág. 131-35)


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Aplicación P. Alfredo Sáenz, SJ.    Indigno Precursor


El domingo pasado meditábamos sobre aquella Voz que clamaba en el desierto exhortando a la conversión. Fue ésta casi la síntesis de la predicación del Bautista. Parece él haberse propuesto hacemos entender nada más que una verdad: se acerca la Salvación, somos indignos de ella, apresurémonos a disponemos lo mejor posible.

En el Evangelio de hoy advertimos la semejanza y cercanía que existen entre el Precursor y su Señor. Los corazones han sido preparados debidamente. Todos se han admirado de la vida de pobreza y del ejemplo que ha dado el Predicador del Jordán. Tanta es la gente que se acerca a escucharlo y tan enardecidos están los corazones por el incendio que provocó este "nuevo Elías", que comienzan a preguntarse si de verdad no sería el Mesías que Dios había prometido. Por eso leemos en el Evangelio que "el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías".

Pero el Bautista, lejos de vanagloriarse por lo que opinaban de él, asume gozoso la postura que le corresponde frente a Jesús. En un gesto de profunda humildad, va a romper el falso concepto que las personas tienen de él. Como Profeta, cumple fielmente su misión de señalar al Mesías verdadero; como Santo se anonada para que los ojos aguarden con expectativa al que debía venir. El Mesías sería aquel que colmaría todas las esperanzas, el que colmaría la apetencia de los sentidos con su presencia y figura, el que llenaría de gozo a los corazones afligidos. El Mesías, en fin, engolfaría a las almas en Dios...

Y San Juan establece las diferencias: él confiere tan sólo un bautismo de penitencia; el Señor bautizará con un Bautismo de penitencia y de gracia. Por eso dice San Ambrosio: "La obra del hombre consiste en hacer penitencia de sus pecados, el don de Dios obrar la gracia del misterio".

No soy digno

El Precursor se considera indigno frente al Maestro. Ni se atribuye para sí alguna dignidad, ya que a su juicio no es siquie­ra digno de cumplir el oficio de esclavo, cual es el de desatar y llevar las sandalias del amo. En la más sincera humildad, Juan tiene exacto conocimiento de sí. ¿Qué es el hombre frente a Dios?, ¿acaso se puede atribuir alguna dignidad?, ¿acaso después del pecado original, somos dignos de acercamos sin vergüenza a Dios?

No somos dignos de que el Señor nos visite con su Persona en la Humanidad que ha asumido. No somos dignos que visite nuestra alma, que Él ha querido poseer como morada propia. Antes de comer el Cuerpo de Cristo nosotros expresamos: "No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". La indignidad nuestra considerada en relación con la grandeza de Dios, nos coloca en la justa medida de lo que somos. No hemos de perder las proporciones. Démosle a Dios lo que es de Él; lo propio de Él es su infinitud, su absoluta felicidad en sí mismo, su trascendencia y tantos otros atributos excelsos de Aquel que Es. El hombre considerado en su justa proporción es un ser creado, dependiente en todo de Dios, un ser contingente, mantenido minuto a minuto en la existencia por el que gobierna todas las cosas. Hay algo más que agregar: de Dios no podremos nunca tener una justa comprehensión, porque siempre será muchísimo más de lo que podemos pensar o imaginar.

El hombre moderno desproporciona esta conjunción tan armoniosa entre la Infinitud del Todopoderoso y la finitud dependiente del ser humano. Hoy se eleva al hombre y se abaja a Dios. Ello no resulta novedoso, porque será siempre la gran tentación adámica. No se trata de una elevación del hombre en el sentido cristiano de su dignidad, una elevación desde la gra­cia, desde los preceptos divinos, sino de un endiosamiento en detrimento de Dios, a costa de su soberanía. Se impone de esta manera un humanismo sin Dios. En este esquema se lo ve al Señor como un competidor del hombre. Cristo no fue un com­petidor de San Juan, ni éste de Cristo. La resultante de semejante separación es la edificación de una sociedad sin Dios, de la aparición de sistemas, instituciones, culturas y morales donde se cree encontrar la verdadera dimensión y derechos del hombre, pero donde el Señor no cuenta.

Cada uno de nosotros debe decir ahora y siempre: "no soy digno". No soy digno de haber sido objeto del amor de Dios para ser creado, no soy digno de haber sido preocupación redentora de Cristo, no soy digno de sus dones, sus sacramentos, su Madre Santísima, su herencia eterna... ¡Cómo nos ubica esta verdadera proporción de las cosas!

En algunos ambientes cristianos, la tendencia actual es mini­mizar la Divinidad del Señor para considerarlo como más cerca del hombre. Se difunden asimismo falsas piedades que se dirigen a Él con una cierta actitud "confianzuda", que parece olvidar la trascendencia de Dios. No hemos de reducir a Cristo en su naturaleza divina, pensando que así exaltamos su dimensión humana. ¡No! Ni tampoco pensemos que por exaltar sus atribu­tos divinos, Él queda como alejado del hombre. ¡No! Miremos bajo la luz de la verdad al Señor: Aquel que, sin dejar de ser lo que Es, el Todopoderoso, quiso, por amor, hacerse dependiente y pasible, para estar cerca del hombre y compadecerse de él. Pro­clamemos la entera verdad de Cristo: verdadero Dios y verdade­ro hombre. No disminuyamos su divinidad para magnificar su humanidad, ni exaltemos su divinidad, negando su humanidad. Ambas cosas implicarían negar el Misterio de la Encarnación.

La tendencia espiritual de hoy es desproporcionar las realida­des, quizás no de manera consciente. Si nuestra visión es despro­porcionada, entonces acabamos por negar la realidad de las co­sas y hasta su belleza. Afeamos realidades que no son feas, sino todo lo contrario. No debe engrandecerse al hombre a costa de los justos derechos de Dios. El hombre encuentra su verdadera dignidad en su anonadamiento frente al Señor, porque El nos enseñó que aquel que se humilla será ensalzado. Dios es quien exalta al hombre y lo quiere elevar hasta lo más alto, esto es, hasta el mismo Trono de Dios donde está la Humanidad resucitada de Cristo como modelo.

Purifiquemos nuestra mirada, nuestra manera de ver las cosas. No mancillemos lo que es Cristo en sí mismo, y lo que es el hombre en sí mismo. Tengamos una visión bella de las cosas. No infravaloremos el gesto magnífico de Aquel que quiso ano­nadarse para salvar al hombre. No lo infravaloremos, digo, infatuando nuestra pobre condición necesitada y menesterosa. Así debemos preparamos para adorar el misterio de la Encarna­ción, que consiste en esto mismo:, la locura de un Dios que ama la dignidad recuperada del hombre en Cristo. El mando entero debe abrir sus oídos y sus corazones a la prédica del Bautista. El Precursor del Señor, nos proclama, ayer, hoy y siempre: "No somos dignos". ¡Que sea ésta nuestra actitud de espera en el Adviento! Proclamémonos indignos de recibir este Don del cielo. Y cuando el día de Navidad nos pongamos frente a Cristo, que ya está en cada Eucaristía, digamos nosotros también con el Bautista: "Es preciso que El crezca y que yo disminuya". Si nos esforzamos en esta tarea veremos cómo se agiganta en nuestro interior la imagen del hombre nuevo. Estamos llamados a proclamar con fuerza el misterio íntimo que experimentó San Pablo: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí".

Si tenemos esta valoración, que es esencial, y constituye algo así como el principio y fundamento de nuestra vida, entonces sólo desde allí, seremos capaces de edificar un mundo sereno, feliz, sano y bello, y por esto mismo, más humano y más cristiano.

El Bautismo

La dignidad perdida en el Paraíso nos la quiso regalar Jesús como don por medio del santo Bautismo. Éste no es un mero rito externo que simboliza el perdón, pero que no lo produce en la realidad. El sacramento que nos da Cristo es un signo exterior de lavado que obra interiormente lo que significa. Nuestros ojos ven derramarse agua sobre la cabeza, pero la fuerza del Espíritu va más allá, penetrando hasta lo más profundo del alma, obrando la regeneración espiritual. Con razón leemos en el Evangelio de hoy que dijo el Bautista: "Viene uno que es más poderoso que yo". Las obras de Jesús tienen la eficacia y el poder de la divinidad: "El bautizará con el Espíritu Santo y en el fuego". Es el Espíritu, quien obra la purificación en las almas. Con su limpieza vienen además la gracia santificante, gracias actuales, dones y frutos del mismo Espíritu. Por eso dice la Sagrada Escritura: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". El fuego al que se refiere el Bautista, nos da a entender la caridad. Ella será la que irá quemando progresivamente en nuestro interior todo lo que no condiga con la imagen nueva que Cristo nos trajo, hasta perfeccionamos en El.

No temer más

En las lecturas de hoy, el profeta Sofonías y el Apóstol nos invitan a vivir la alegría espiritual. ¿Puede haber motivo de preocupación y de tristeza? ¿Puede angustiarnos el pecado, que es el gran mal? "Grita de alegría, hija de Sion. ¡Aclama, Israel!"; "alegraos siempre en el Señor". El motivo de nuestra alegría es porque el Señor "ha borrado nuestra condenación".

¿Creemos de veras que Dios ha obrado estas maravillas? ¿Creemos realmente que nos ha limpiado del pecado original por el Bautismo, y de todo pecado por la Confesión? ¿Creemos que es un Dios fuerte, que obra maravillas portentosas, que ni siquiera el Bautista fue capaz de hacer?
Deben disiparse todos los motivos que empañan el cristal de una sana alegría. Para el cristiano, tanto Jesús como sus obras, son motivo de regocijo. El nos alegra con su Persona divina, con su presencia humana, nos alegra con su palabra, con su perdón y consuelo, nos alegra con sus promesas de vida eterna.

El código nuevo que trae Jesús es el de la Bienaventuranzas. Para poder llegar al consuelo total de la vida del cielo, el Señor nos enseña a ingresar por la puerta. Esta puerta, aunque estre­cha, ya nos conduce como de la mano hasta la perfección en Cristo. Esta puerta es la primera de las bienaventuranzas: "Bienaventu­rados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos". ¿Cuál es esta pobreza? La que hemos meditado hoy, la indignidad del hombre frente a Dios. El reconocimiento de nues­tra total indigencia y, además, de nuestra sujeción a Dios. Si ingresamos por esta puerta, el profeta podrá decir también de nosotros: "El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti... es un guerrero victorioso, que exulta de alegría a causa de ti". Si nos consideramos indignos como el Bautista, acabaremos por con­vertimos en precursores de Cristo para nosotros mismos. Sólo entonces Él obrará lo que anuncia el Apóstol en la segunda lectura de hoy, a saber: "la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 19-24)


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Aplicación Juan Pablo II "Alegraos. (...) El Señor está cerca" (Flp 4, 4. 5).

Este tercer domingo de Adviento se caracteriza por la alegría: la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con nosotros, anunciado por los profetas. Es la "gran alegría" de la Navidad, que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que "será de todo el pueblo", porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde las alturas, como sol que surge (cf. Lc 1, 78).

Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina. Es la alegría de este Año santo, que conmemora los dos mil años transcurridos desde que el Hijo de Dios, Luz de Luz, iluminó con el resplandor de su presencia la historia de la humanidad. Por tanto, desde esta perspectiva, cobran singular elocuencia las palabras del profeta Sofonías, que hemos escuchado en la primera lectura: "Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena; ha expulsado a tus enemigos" (So 3, 14-15): este es el "año de gracia del Señor", que nos sana del pecado y de sus heridas.

Resuena con gran intensidad en nuestra asamblea este consolador anuncio profético: "El Señor tu Dios, en medio de ti, es un poderoso salvador. Él se goza y se complace en ti, te ama" (So 3, 17). Él es el que ha venido, y es él al que esperamos.

El evangelio de san Lucas nos presentó el domingo pasado a Juan Bautista, el cual, a orillas del Jordán, proclamaba la venida inminente del Mesías. Hoy la liturgia nos hace escuchar la continuación de ese texto evangélico: el Bautista explica a las multitudes cómo preparar concretamente el camino del Señor. A las diversas clases de personas que le preguntan: "Nosotros, ¿qué debemos hacer?" (Lc 3, 10. 12. 14), les indica lo que es necesario realizar a fin de prepararse para acoger al Mesías.

La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría. ¿Acaso no es el jubileo -término que deriva de "júbilo"- la exhortación a rebosar de alegría porque el Señor ha venido a habitar entre nosotros y nos ha dado su amor?

Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23).

Dejad que María, la Madre del Verbo encarnado, os guíe. Ella espera en silencio el cumplimiento de las promesas divinas, y nos enseña que para llevar al mundo la paz y la alegría es preciso acoger antes en el corazón al Príncipe de la paz y fuente de la alegría, Jesucristo. Para que esto suceda, es necesario convertirse a su amor y estar dispuestos a cumplir su voluntad.
(Domingo 17 de diciembre de 2000)


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Aplicación Benedicto XVI Tercer Domingo de Adviento

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy en la liturgia resuena la invitación del apóstol san Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. (...) El Señor está cerca" ( Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo. En este domingo, según una bella tradición, los niños de Roma vienen a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño Jesús, que pondrán en sus pesebres. Y, de hecho, veo aquí en la plaza de San Pedro a numerosos niños y muchachos, junto a sus padres, profesores y catequistas.

Queridos hermanos, os saludo a todos con gran afecto y os doy las gracias por haber venido. Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de montar el pesebre. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el pesebre representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo niño pequeño.

La bendición de los "Bambinelli" —como se dice en Roma— nos recuerda que el pesebre es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a reconocer en el "niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre", el "signo" del cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres "a quienes él ama" (Lc 2, 12.14), ¡también para ellos!

En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.
(Ángelus, III Domingo de Adviento, 13 de diciembre de 2009)

 

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Aplicación: Papa Francisco -¿Qué cosa tenemos que hacer?

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad.

Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente  humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista.

Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
(PAPA FRANCISCO, Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo 13 de diciembre de 2015)


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Aplicación P. Gustavo Pascual, I.V.E. Preparar el corazón cumpliendo el deber de estado  Lc 3, 2b-3.10-18

Después que Juan llamó a la gente con un llamado general a la conversión, muchos comenzaron a interrogarse en qué podían cambiar y venían a preguntarle. Luego se bautizaban aceptando formalmente el llamado a la conversión y poniendo los consejos de Juan por obra, es decir, realizando concretamente frutos de conversión.

Aparecen en el Evangelio de hoy varios sectores de la vida social palestina que se acercan a Juan: un grupo de publicanos, unos soldados y gente común del pueblo, probablemente labradores, amas de casa…
Juan recomienda la limosna y el cumplimiento del deber de estado. La limosna borra los pecados. Es una forma concreta de manifestar la conversión. Limosna no solo de dinero sino también limosna de cosas que nos pertenecen y que podemos dar para ayudar a los demás: conocimientos, tiempo, compañía, escucha, diálogo. Por otra parte, recomienda mejorar en el deber de estado. A los soldados les aconseja no hacer denuncias falsas y contentarse con su paga. A los publicanos no exigir más de lo que tienen que cobrar. Podríamos en este momento revisar cada uno el deber de estado propio para ver como lo estamos cumpliendo.

Siempre buscamos recetas fáciles y cómodas para cambiar. Que nos den cosas ya hechas. Aquí van recetas prácticas sacadas de la Sagrada Escritura:

“Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”. “Que las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con pudor y modestia, no con trenzas ni con oro o perlas o vestidos costosos, sino con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de piedad. La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la trasgresión. Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad”. “Igualmente, vosotras, mujeres, sed sumisas a vuestros maridos para que, si incluso algunos no creen en la Palabra, sean ganados no por las palabras sino por la conducta de sus mujeres, al considerar vuestra conducta casta y respetuosa. Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es precioso ante Dios. Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, siendo sumisas a sus maridos; así obedeció Sara a Abraham, llamándole Señor. De ella os hacéis hijas cuando obráis bien, sin tener ningún temor”. “Las mujeres amen a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo”. “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas”. “De igual manera vosotros, maridos, en la vida común sed comprensivos con la mujer que es un ser más frágil, tributándoles honor como coherederas que son también de la gracia de Vida, para que vuestras oraciones no encuentren obstáculo”.

“Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.

Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor.
Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra.

Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados. No exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor.

Que los ancianos sean sobrios, dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos: no calumniadoras ni esclavas de mucho vino, maestras del bien, para que enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus maridos y de sus hijos, a ser sensatas, castas, hacendosas, bondadosas, sumisas a sus maridos, para que no sea injuriada la Palabra de Dios.

Exhorta igualmente a los jóvenes para que sean sensatos en todo.
Que los esclavos (empleados) estén sometidos en todo a sus dueños (patrones), sean complacientes y no les contradigan; que no les defrauden, antes bien muestren una fidelidad perfecta para honrar en todo la doctrina de Dios nuestro Salvador. Esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y temor, con sencillez de corazón, como a Cristo, no por ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios; de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres; conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre.

Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este mundo, no porque os vean, como quien busca agradar a los hombres; sino con sencillez de corazón, en el temor del Señor. Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de que el Señor os dará la herencia en recompensa. El Amo a quien servís es Cristo. El que obre la injusticia, recibirá conforme a esa injusticia; que no hay acepción de personas.

Amos, obrad de la misma manera con ellos, dejando las amenazas; teniendo presente que está en los cielos el Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay acepción de personas. Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo”.

Cada uno en la oración tiene que averiguar qué cosa tiene que cambiar. Tiene que reflexionar cuáles y cómo cambiar sus defectos o acrecentar sus virtudes. Ver la forma práctica y fácil de examinarlos para poder controlar sus avances o retrocesos en la imitación de Jesús.
Consultar a algún guía espiritual como hacía la gente con San Juan Bautista.
Cf. Ef 5, 21- 6,9; Col 3, 18- 4,1; 1 P 3, 1-7; Tt 2, 1-10; 1 Tm 2, 9-15


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Aplicación Directorio Homilético Tercer domingo de Adviento

CEC 30, 163, 301, 736, 1829, 1832, 2015, 2362: el gozo
CEC 523-524, 535: Juan prepara el camino al Mesías
CEC 430-435: Jesús, el Salvador


30 "Se alegre el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1,1,1).

163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Cor 13,12), "tal cual es" (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:

Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día ( S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).

301 Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sa­biduría y de libertad, de gozo y de confianza:

Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida (Sb 11, 24-26).

736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más "obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):

Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).

1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).

1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: "caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad" (Gál 5,22-23, vulg.).

2015 El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).


II LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA
Y DE LA VIDA OCULTA DE JESÚS

Los preparativos

522 La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la "Primera Alianza"(Hb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.

523 San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). "Profeta del Altísimo" (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser "el amigo del esposo" (Jn 3, 29) a quien señala como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús "con el espíritu y el poder de Elías" (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).

524 Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: "Es preciso que El crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30).

535 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él. "Entonces aparece Jesús". El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la manifestación ("Epifanía") de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.

Artículo 2 “Y EN JESUCRISTO, SU UNICO HIJO,
NUESTRO SEÑOR”

I JESUS

430 Jesús quiere decir en hebreo: "Dios salva". En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que "¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre "salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

431 En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de "la casa de servidumbre" (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. El lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo el es quien puede absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del Nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9).

432 El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7).

433 El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando San Pablo dice de Jesús que "Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre" (Rm 3, 25) significa que en su humanidad "estaba Dios reconciliando al mundo consigo" (2 Co 5, 19).

434 La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del "Nombre que está sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, él se lo concede (Jn 15, 16).

435 El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula "Per Dominum Nostrum Jesum Christum..." ("Por Nuestro Señor Jesucristo..."). El "Avemaría" culmina en "y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". La oración del corazón, en uso en oriente, llamada "oración a Jesús" dice: "Jesucristo, Hijo de Dios, Señor ten piedad de mí, pecador". Numerosos cristianos mueren, como Santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: "Jesús".

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