Solemnidad de la EPIFANÍA A-B-C: Comentarios de Sabios y Santos preparando la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la Celebración Eucarística
Recursos adicionales para la prepración
Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de oriente adoran al niño (Mt.2,1-12)
Comentario Teológico: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas lo adoraron”
Santos Padres: San Agustín - La manifestación del Señor.
Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Epifanía
Aplicación: San Juan Pablo II - Cristo es la luz de los pueblos
Aplicación: Benedicto XVI - El destino y el significado universales del nacimiento
Directorio Homilético: Solemnidad de la Epifanía del Señor
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas de La fiesta
Exégesis: W. Trilling - Unos sabios de oriente adoran al niño
(Mt.2,1-12)
1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos
sabios llegaron de Oriente a Jerusalén, 2 preguntando: ¿Donde está el rey de
los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente y
venimos a adorarlo.
El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Jesús quedaron en el
ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran
mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico habíamos ido
tentando el camino de la historia hasta David y Abraham. Sigue luego un
pasaje (1,18-25) en que resuena la profecía de que un niño hijo de una
virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha logrado con una creyente
mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo pasado desde el tiempo
presente consumado. El acontecimiento de la adoración de unos sabios de
Oriente de nuevo parece que realiza grandes profecías, con la diferencia de
que aquí sucede con una publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía
conocer la mirada de la fe: la venida del verdadero Mesías. Por primera vez,
nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en
Belén, en el país de Judá. Ambas circunstancias cumplen la profecía, según
la cual solamente entra en consideración el país real de Judá y una ciudad
que se encuentra en este país. Ambas indicaciones del versículo primero ya
anticipan la cita del Antiguo Testamento, que se aduce por extenso en el v.
6.
El profeta Miqueas sobre esta pequeña ciudad había hecho el oráculo de que
de ella debe salir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo
el pueblo de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el
profeta, así como el nombre del niño ha sido determinado por Dios. Se dice
en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que podamos conocer una
determinación más próxima del tiempo. Se alude a Herodes el Grande, que a
pesar de apreciables méritos, como extranjero (idumeo) y dependiente de los
favores de Roma, ejerció el mando arbitraria y horriblemente, sin escrúpulos
y con desenfreno. Es verdad que había arreglado suntuosamente el templo y
que hizo mucho bien al pueblo, no obstante las agrupaciones piadosas de los
judíos tienen la sensación de que es un dominador extranjero.
Aunque su poder era pequeño, usaba el título de «rey». que Roma le había
concedido. Aquí se usa muchas veces este título, en contraste con el rey que
buscan los sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de Jesús como el
«rey de los judíos»: aquí en contraste con el tirano Herodes, y hacia el fin
en el proceso usan este título el pagano Pilato (27,11), los soldados que
hacen escarnio de Jesús (27,29) y la inscripción en la cruz (27,37). Jesús
respondió afirmativamente a la pregunta de Pilatos (27,11), pero el título
no era expresión de la verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe.
Aquí se ha de considerar que quien pretende ser rey de los judíos está
sentado tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad
del niño. Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria,
tampoco se dice el número de ellos.
Las circunstancias externas permanecen ocultas ante la sola pregunta que les
mueve: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Son personas
instruidas, probablemente sacerdotes babilonios, familiarizados con el curso
y las apariciones de las estrellas. La notable aparición de una estrella les
ha movido a partir. A esta estrella estos sabios la llaman «su estrella», la
del rey de los judíos. Es la estrella del nuevo rey infante. Según
persuasión del antiguo Oriente los movimientos de las estrellas y el destino
de los hombres están interiormente relacionados. (Pero hasta hoy día no se
han aclarado todas las investigaciones y cálculos ingeniosos sobre esta
estrella, si designa una constelación determinada, un cometa o una aparición
enteramente prodigiosa.
Aquí dejamos aparte la cuestión y solamente vemos la estrella según el
significado que tiene para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos
a emprender su expedición otra señal.) Lo que es seguro es que la aparición
de la estrella no podía explicarse de una forma puramente natural, sino que
era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios de las
naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias externas de la
aparición, sino su finalidad interna. Pero ¿qué significa la señal para la
gente instruida? Para ésta el país de los judíos es ridículamente pequeño,
carece de importancia desde el punto de vista político, desde hace siglos ya
no se hace sentir por su función independiente dentro del próximo Oriente.
¿Cómo se explica que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de
emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La
Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente informa
sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan estas preguntas,
nos conduce a descubrir el profundo sentido de este relato... Dios no
solamente había elegido a su pueblo sacándolo de la servidumbre de Egipto,
sino que había elegido para sí una ciudad santa: Jerusalén, y había
escogido, por así decir, como domicilio un monte santo: el monte de Sión.
Para el comienzo de la salvación Israel no solamente espera la llegada del
Mesías y el establecimiento del reino davídico, sino mucho más: la bendición
de todas las naciones por medio de Israel. La ciudad y el monte son la sede
y el origen de la salvación, que ha deparado Dios a las naciones. Allí
resplandece la luz, allí se tiene que adorar. El monte-Sión se convierte en
el monte de todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los
últimos días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y
van en romería a Jerusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y anden
por las sendas de Dios (cf. Isa_2:2 s). Allá van reyes y príncipes de todo
el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por el fulgor
de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de tu
claridad naciente.
Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira; todos ésos se han congregado para
venir a ti; vendrán de lejos tus hijos, y tus hijas acudirán a ti de todas
partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu corazón, y se
ensanchará, cuando vengan hacia ti los tesoros del mar; cuando a ti afluyan
las riquezas de los pueblos. Te verás inundada de una muchedumbre de
camellos, de dromedarios de Madián y de Efá; todos los sabeos vendrán a
traerte oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Isa_60:3-6;
cf. Sal_71:10 s). (La peregrinación de los pueblos al fin del tiempo).
¿Tiene el evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el «fin
de los días»? Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino en la
pequeña y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede explicarse que
todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén? ¿Y cómo es
posible que el Mesías no nazca en el palacio real de Herodes, sino en
cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño el verdadero
Mesías? Es difícil responder a estas preguntas. La respuesta tenía
preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre los judíos. Hasta que
un día el Espíritu Santo también le indicó el camino. Todo esto también lo
atestigua la Escritura. )
El profeta Miqueas nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco
importante y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el
dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el texto
del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Efratá,
pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser dominador de
Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días muy antiguos... Y él
permanecerá firme, y apacentará la grey con la fortaleza del Señor. En el
nombre altísimo del Señor Dios suyo, y ellos se establecerán, porque ahora
será glorificado él hasta los últimos términos del mundo. Y él será paz»
(Miq_5:1.3-4). Efratá era una estirpe numéricamente pequeña de Israel, de la
cual procedía David (lSam 17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y
volverá a hacerlo en la consumación del tiempo.
3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con él. 4 Y
convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les estuvo
preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le respondieron: En
Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6 y tú, Belén, tierra
de Judá, de ningún modo eres la menor entre las grandes ciudades de Judá;
porque de ti saldrá un jefe que gobernará a mi pueblo Israel. 7 Entonces
Herodes llamó en secreto a los sabios y averiguó cuidadosamente el tiempo
transcurrido desde la aparición de la estrella. 8 y encaminándolos hacia
Belén, les dijo: Id e informaos puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo
encontréis, avisadme, para que también yo vaya a adorarlo.
Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le
estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la pregunta
estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas medidas de
terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de la Escritura el
rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene que convocar un
consejo de personas constituidas en dignidad: sumos sacerdotes y escribas,
para que oficialmente le den respuesta.
El lugar, pues, no lo han inventado los cristianos creyentes ni lo han
dispuesto posteriormente. Los judíos e incluso Herodes tienen que testificar
que Belén es la ciudad del Mesías. Por la mediación de Dios la romería de
los sabios no termina en Jerusalén, sino más allá de la ciudad, en la
cercana Belén. ¡Singular providencia! Jerusalén no es la ciudad de la luz,
en la que los pueblos pueden disponer del derecho y de la salvación.
Jerusalén está en pecado, es la ciudad de los asesinos de los profetas
(23,37-39), la ciudad de la desobediencia y de la sublevación, del desprecio
de la voluntad de Dios. El Mesías no viene a Jerusalén, a no ser para morir
en ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de una forma muy
distinta de la que se esperaba.
9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en
Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar
donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. 11 Y
entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrados en
tierra, lo adoraron; abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro,
incienso y mirra. 12 y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes,
regresaron a su tierra por otro camino.
Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran promesa: los
hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le presentan su
homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro, incienso y mirra. Su
alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa alegría, la alegría del
hallazgo, del anhelo cumplido. Es un comienzo, el principio de la adoración
de todos los pueblos en la presencia del único Señor. La luz no sólo brilla
para los judíos; el dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel»
(v. 6), los gentiles también participan de la luz; antes que los demás,
antes que un solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes se queda
inmovilizado con sombríos pensamientos homicidas, estos gentiles venidos de
Oriente se arrodillan delante del niño.
Se atestigua que en Jesús vino la salvación para todo el mundo. No podía ser
atestiguado de una forma más solemne que mediante este grandioso
acontecimiento. Empieza a llegar el fin de los tiempos. Se presentan las
primeras grandes señales. Herodes no consigue su objetivo. Su intención
hipócrita de ir a adorarlo es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena
que regresen por otro camino. Se requiere solamente una indicación, y el mal
queda alejado...
(Trilling, W., El Evangelio de San Mateo, en El Nuevo Testamento y su
mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
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Comentario Teológico: Benedicto XVI - “Cayendo de rodillas lo
adoraron”
Queridos jóvenes:
En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos de Oriente hemos llegado
al momento que san Mateo describe así en su evangelio: "Entraron en la casa
(sobre la que se había detenido la estrella), vieron al niño con María, y
cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos
hombres terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo
camino para ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida.
Porque seguramente se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién
nacido. Se habían detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey
local información sobre el Rey prometido que había nacido. Sabían que el
mundo estaba desordenado y por eso estaban inquietos.
Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un Dios justo y
bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes profecías en
las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría en íntima
armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería el orden
en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en lo más
hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de Dios, y
querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también ellos a
la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre y sed de
justicia" (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el camino; se
hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios y para
ponerse a su servicio.
Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en
realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían que para cambiar el
mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la
promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se postran ante una
criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes -el rey al que
habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la familia no le
quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el que se
postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían,
pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se
postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido. Pero
debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así
cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es
diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto
de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este
mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No
contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto
de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf.
Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el
poder inerme del amor, que en la cruz -y después siempre en la historia-
sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a
la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan
cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser
diferentes, han de aprender el estilo de Dios.
Habían venido para ponerse al servicio de este Rey, para modelar su majestad
sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de acatamiento, de su
adoración. Una adoración que comprendía también sus presentes -oro, incienso
y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino. La adoración
tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes que
venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño
como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias
posibilidades, siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían
servir junto a él a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto
tenían razón. Pero ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a
través de órdenes impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben
entregarse a sí mismos: un don menor que este es poco para este Rey.
Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de ejercer el poder,
a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en hombres de la
verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia.
Ya no se preguntarán: ¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien:
¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté presente en el mundo? Tienen que
aprender a perderse a sí mismos y, precisamente así, a encontrarse. Al salir
de Jerusalén, han de permanecer tras las huellas del verdadero Rey, en el
seguimiento de Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo esto significa para
nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza diversa de Dios,
que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo vago y
difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de
Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en
su vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han
buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica
el camino.
Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los
cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio,
hojeando sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la
riqueza del Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela
luminosa que Dios ha dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando
aún. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, que está aquí con
nosotros en este momento, beatificó y canonizó a un gran número de personas,
tanto de tiempos recientes como lejanos. Con estos ejemplos quiso
demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra llevar una vida
del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los beatos y los santos
han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad,
sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por
la luz de Cristo.
De este modo, nos indican la vía para ser felices y nos muestran cómo se
consigue ser personas verdaderamente humanas. En las vicisitudes de la
historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado
a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro
de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la
posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar
la obra de la creación: "Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san
Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola,
san Carlos Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo
XIX, que animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de
nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa, padre Pío.
Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa "adorar" y lo que
quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a medida de Jesucristo y de
Dios mismo.
Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora
quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de
Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el
siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de
Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para
transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se
tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de
orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se
llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y
lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo
dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de
nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La
revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida
de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede
salvarnos sino el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos breves ideas. Muchos hablan
de Dios; en el nombre de Dios se predica también el odio y se practica la
violencia. Por tanto, es importante descubrir el verdadero rostro de Dios.
Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se postraron ante el niño de
Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn
14, 9). En Jesucristo, que por nosotros permitió que su corazón fuera
traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro de Dios. Lo seguiremos
junto con la muchedumbre de los que nos han precedido. Entonces iremos por
el camino justo.
Esto significa que no nos construimos un Dios privado, un Jesús privado,
sino que creemos y nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas
Escrituras, y que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se
manifiesta viviente, siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante
nosotros. Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo
nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y
cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la
Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón
por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los
actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha
hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos
nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó
a formarse con los Magos de Oriente.
En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante
todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a
Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una
familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios,
mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los
continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta
gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo.
Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una
familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el
pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En esta
gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la
estrella que ilumina la historia.
"Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de
rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos, esta no es una historia
lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia
consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta
misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente
así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que
cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24).
Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación
interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta
peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe.
Amén.
Benedicto XVI, discurso con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud,
vigilia con los jóvenes, Colonia, Explanada de Marienfeld, Sábado 20 de
agosto de 2005.
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Santos Padres: San Agustín - La manifestación del Señor.
1. Hace pocos días celebramos la fecha en que el Señor nació de los judíos;
hoy celebramos aquella en que fue adorado por los gentiles. La salvación, en
efecto, viene de los judíos; pero esta salvación llega hasta los confines de
la tierra, pues en aquel día lo adoraron los pastores y hoy los magos. A
aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo
aprendieron del cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que
fuese realidad la gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad. Tal es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de los
dos uno. Por eso este niño nacido y anunciado se muestra como piedra
angular; ya desde su mismo nacimiento se manifestó como tal. Ya entonces
comenzó a unir en sí mismo a dos paredes que traían distinta dirección,
guiando a los pastores de Judea y a los magos de Oriente para hacer en sí
mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, estableciendo la paz; paz a los de
lejos y paz a los de cerca. De aquí que unos, acercándose desde la vecindad
aquel mismo día, y otros, llegando desde la lejanía en la fecha de hoy, han
marcado para la posteridad estos dos días festivos; pero unos y otros vieron
la única luz del mundo.
2. Pero hoy hemos de hablar de aquellos a quienes la fe condujo a Cristo
desde tierras lejanas. Llegaron y preguntaron por él, diciendo: ¿Dónde está
el rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el oriente y
venimos a adorarlo. Anuncian y preguntan, creen y buscan, como simbolizando
a quienes caminan en la fe y desean la realidad. ¿No habían nacido ya
anteriormente en Judea otros reyes de los judíos? ¿Qué significa el que éste
sea reconocido por unos extranjeros en el cielo y sea buscado en la tierra,
que brille en lo alto y esté oculto en lo humilde? Los magos ven la estrella
en oriente y comprenden que ha nacido un rey en Judea.
¿Quién es este rey tan pequeño y tan grande, que aún no habla en la tierra y
ya publica sus decretos en el cielo? Sin embargo, pensando en nosotros, que
deseaba que le conociésemos por sus escrituras santas, quiso que también los
magos, a quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos
corazones había revelado su nacimiento en Judea, creyesen lo que sus
profetas habían hablado de él. Buscando la ciudad en que había nacido el que
deseaban ver y adorar, se vieron precisados a preguntar a los príncipes de
los sacerdotes; de esta manera, con el testimonio de la Escritura, que
llevaban en la boca, pero no en el corazón, los judíos, aunque infieles,
dieron respuesta a los creyentes respecto a la gracia de la fe. Aunque
mentirosos por sí mismos, dijeron la verdad en contra suya. ¿Era mucho pedir
que acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que,
tras haber visto la estrella, venían ansiosos a adorarlo? ¿Era mucho el que
ellos, que les habían dado las indicaciones de acuerdo con los libros
sagrados, los condujesen a Belén de Judá, y juntos viesen, comprendiesen y
lo adorasen?
Después de haber mostrado a otros la fuente de la vida, ellos mismos
murieron de sed. Se convirtieron en piedras miliarias: indicaron algo a los
viajeros, pero ellos se quedaron inmóviles y sin sentido. Los magos buscaban
con el deseo de hallar; Herodes para perder; los judíos leían en qué ciudad
había de nacer, pero no advertían el tiempo de su llegada. Entre el piadoso
amor de los magos y el cruel temor de Herodes, ellos se esfumaron después de
haberles indicado a Belén. A Cristo, que allí había nacido, al que no
buscaron entonces, pero al que vieron después, habían de negarlo, como
habían de darle muerte; no entonces, cuando aún no hablaba, sino después,
cuando predicaba. Más dicha aportó, pues, la ignorancia de aquellos niños a
quienes Herodes, aterrado, persiguió que la ciencia de aquellos que él
mismo, asustado, consultó. Los niños pudieron sufrir por Cristo, a quien aún
no podían confesar; los judíos pudieron conocer la ciudad en que nacía, pero
no siguieron la verdad del que enseñaba.
3. La misma estrella llevó a los magos al lugar preciso en que se hallaba,
niño sin habla, el Dios Palabra. Avergüéncese ya la necedad sacrílega y
—valga la expresión— cierta indocta doctrina que juzga que Cristo nació bajo
el influjo de los astros, porque está escrito en el evangelio que, cuando él
nació, los magos vieron en oriente su estrella. Cosa que no sería cierta ni
aun en el caso de que los hombres naciesen bajo tal influjo, puesto que
ellos no nacen, como el Hijo de Dios, por propia voluntad, sino en la
condición propia de la naturaleza mortal. Ahora, no obstante, dista tanto de
la verdad el decir que Cristo nació bajo el hado de los astros, que quien
tiene la recta fe en Cristo ni siquiera cree que hombre alguno nació de esa
manera. Expresen los hombres vanos sus insensatas opiniones acerca del
nacimiento de los hombres, nieguen la voluntad para pecar libremente, finjan
la necesidad que defienda sus pecados; intenten colocar también en el cielo
las perversas costumbres que los hacen detestables a todos los hombres de la
tierra y mientan haciéndolas derivar de los astros; pero mire cada uno de
ellos con qué poder gobierna no ya su vida, sino su familia; pues, si así
piensan, no les está permitido azotar a sus siervos cuando pecan en su casa
sin antes obligarse a blasfemar contra sus dioses, que irradian la luz desde
el cielo.
Más por lo que respecta a Cristo, ni siquiera conformándose a sus vanas
conjeturas y a sus libros, a los que llamaré no fatídicos, sino falsos,
pueden pensar que nació bajo la ley de los astros por el hecho de que,
cuando él nació, los magos vieron una estrella en oriente. Aquí Cristo
aparece más bien como señor que como sometido a ella, pues la estrella no
mantuvo en el cielo su ruta sideral, sino que mostró el camino hasta el
lugar en que había nacido a los hombres que buscaban a Cristo. En
consecuencia, no fue ella la que de forma maravillosa hizo que Cristo
viviera, sino que fue Cristo quien la hizo aparecer de forma extraordinaria.
Tampoco fue ella la que decretó las acciones maravillosas de Cristo, sino
que Cristo la mostró entre sus obras maravillosas. El, nacido de madre,
desde el cielo mostró a la tierra un nuevo astro; él que, nacido del Padre,
hizo el cielo y la tierra.
Cuando él nació apareció con la estrella una luz nueva; cuando él murió se
veló con el sol la luz antigua. Cuando él nació, los habitantes del cielo
brillaron con un nuevo honor; cuando él murió, los habitantes del infierno
se estremecieron con un nuevo temor. Cuando él resucitó, los discípulos
ardieron de un nuevo amor, y cuando él ascendió, los cielos se abrieron con
nueva sumisión. Celebremos, pues, con devota solemnidad también este día, en
el que los magos, procedentes de la gentilidad, adoraron a Cristo una vez
conocido, como ya celebramos aquel día en que los pastores de Judea vieron a
Cristo una vez nacido. El mismo Señor y Dios nuestro eligió a los apóstoles
de entre los judíos como pastores para congregar, por medio de ellos, a los
pecadores que iban a ser salvados de entre los gentiles.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 199, 1-3, BAC Madrid 1983,
75-80
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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - La Epifanía
Introducción
Celebramos hoy la solemnidad de la Epifanía. Esta solemnidad se halla toda
ella bajo el signo del misterio. ¿Qué significa la palabra ‘epifanía’? ¿Por
qué en la fiesta de la Epifanía se lee este evangelio en que tres personajes
de Oriente vienen a buscar al Niño Dios? ¿Por qué el evangelio los llama
‘magos’? ¿Qué fue realmente esa estrella que los iluminó y que se ha
convertido en el símbolo de la Navidad? Son todas cosas que deben ser
explicadas.
1. Los magos y la estrella: realidad histórica
Hasta ahora, todo lo que rodeaba el nacimiento del Niño Dios estaba marcado
por el sello de la humildad o, mejor, de la humillación. De golpe aparecen
en escena tres personajes con regalos valiosos a los que el evangelio llama
‘magos’.
La palabra que aparece en el original griego del evangelio es magoi, pero la
traducción castellana ‘magos’ no es la mejor, porque la palabra griega magoi
es una transliteración casi exacta de una palabra siria (magusai) que en la
época de Cristo designaba a los sabios del momento. La palabra ‘sabio’ era
integral y designaba a los hombres cuyos conocimientos abarcaban todos los
campos del saber: la filosofía, la ética, las ciencias naturales, la
astronomía, etc. Eran los científicos del momento, pero con un saber mucho
más amplio que el que se le atribuye a los que hoy llamamos ‘científicos’.
Eran aquellos que habían alcanzado “casi el ‘non plus ultra’ de la
sabiduría, incluso de la ciencia, de lo que podía alcanzar el saber humano
en el orden de los últimos secretos de la naturaleza”. Parte importante de
esta sabiduría consistía en la astronomía, es decir, las leyes que rigen los
movimientos de los astros. De manera que la mejor traducción de la palabra
magoi que trae el original griego, es ‘sabios’.
En la zona de Babilonia, lo que actualmente es Irán e Irak, se concentraba
buena parte de estos sabios del mundo, es decir, en la zona que,
precisamente, el evangelio llama Oriente. Eran sabios venidos de Oriente.
¿Y por qué los llamamos ‘Reyes’? Esta denominación no es caprichosa ni
producto de la leyenda. Suetonio, importante historiador romano, habla de
embajadas persas enviadas a Roma y los llama ‘magos’. De manera que estos
embajadores persas eran ‘magos’ porque eran ‘sabios’, ‘científicos’, gente
de prestigio; y eran ‘reyes’ en cuanto representaban al rey de Persia. Así
también, los Reyes Magos del evangelio son sabios que vienen representando a
un rey de Oriente. Eran legados que representaban a reyes y, por lo tanto,
sobre todo en la mentalidad oriental antigua, eran la presencia del rey.
Ellos dicen que vieron la estrella del Niño en Oriente y que por eso han
venido a buscarlo. ¿Es esta estrella un signo milagroso para guiar a los
‘magos’ o un simple fenómeno natural? Algunos han querido ver en la estrella
de Belén al cometa Halley, que aparece sobre la tierra cada 77 años, pero es
imposible que haya aparecido por la época del nacimiento del Niño Dios.
Otros, una conjunción de los planetas Marte, Júpiter y Saturno que, según
Kepler, se da cada 805 años y tuvo lugar en el año 7 a/C. Sin embargo, es
inútil buscar una explicación natural al hecho evidentemente milagroso de la
estrella, porque las estrellas se mueven de este a oeste (y en eso coincide
con la primera parte del viaje de los sabios) pero ninguna estrella se mueve
de norte a sur, tal como lo hizo la estrella acompañando a los magos de
Jerusalén a Belén. Además ninguna estrella natural se posa de tal manera
sobre una casa que la designe y señale sin confusiones. Por otro lado es
evidente que la estrella se mostró sólo a los sabios de Oriente, porque de
otra manera no le hubiera sido nada difícil a Herodes encontrar al verdadero
rey para matarlo. Además, y no en último lugar sino en el primero, San Mateo
cuando narra esto piensa en una aparición milagrosa del astro. Es la
intención del autor y por lo tanto del Espíritu Santo.
Todos estos intentos de buscar explicaciones naturales a los fenómenos
sobrenaturales de la Biblia, suenan más bien a intentos racionalistas de
rebajar y diluir el origen sobrenatural de la Palabra de Dios. Uno de los
estudiosos que más se empeñó en buscar explicaciones racionales para los
milagros fue el teólogo protestante Bultmann, quien hablaba de
‘demitologizar’ la Biblia (purificarla de los mitos), entendiendo por mito
todo lo que tenga de milagroso y sobrenatural. Lamentablemente, bajo el
manto de una supuesta adultez de la fe, este método de interpretación
bíblica ha entrado también en el análisis de algunos teólogos católicos.
2. Qué significa Epifanía
La palabra ‘epifanía’ viene del griego. Está compuesta por la preposición
epí, que significa ‘sobre’; y la palabrá fanía, que proviene del verbo
faíno, que significa ‘brillar’, ‘alumbrar’. Por lo tanto, la palabra
‘epifanía’ significa ‘brillar sobre’, es decir, manifestarse.
Hoy es la fiesta de la Manifestación de Cristo. Esta manifestación de Cristo
se da en la conjunción de la estrella que brilla y la venida de Oriente de
los magos. “La Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos ‘magos’
venidos de Oriente (Mt 2, 1). En estos ‘magos’, representantes de religiones
paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones
que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada
de los magos a Jerusalén para “rendir homenaje al rey de los Judíos” (Mt 2,
2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David
(cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24,
17-19). Los magos representan a los pueblos paganos que no recibieron la
revelación” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 528).
¿Cómo qué se manifiesta Cristo? Lo descubrimos en el simbolismo que
encierran los dones que los sabios le llevan. El incienso se usaba para
manifestar la oración y el sacrificio que sube a Dios. Por lo tanto, el
incienso es algo privativo de Dios. Por eso, en primer lugar, Cristo se
manifiesta como Dios. El oro indica la realeza. Por eso, en segundo lugar,
Cristo se manifiesta como Rey de Israel. La mirra es una mezcla aromática
para embalsamar los cadáveres. Con esto se está indicando que Cristo se ha
sujetado a la muerte. Por eso, en tercer lugar, Cristo se manifiesta como
Salvador, que a través de su muerte salvará al mundo.
Por lo tanto, Cristo se manifiesta como Dios hecho hombre para salvar al
mundo. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Epifanía es la
manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del
mundo” (nº 528).
3. La finalidad de la búsqueda: la adoración
Es importante notar que los sabios interpretan la manifestación de Cristo,
Dios hecho hombre, con mucha exactitud y la aceptan con un corazón dócil.
Porque reconocen que la manifestación consiste en que Dios se deja ver a los
ojos sensibles de los hombres, porque, según dice el evangelio, la finalidad
superior de su peregrinación, de su búsqueda es adorar al Niño. “¿Dónde está
el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y
hemos venido a adorarle” (v.2). El mismo Herodes reconoce esta finalidad del
viaje de los sabios y por eso les dice lleno de falsedad: “Id e indagad
cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para
ir también yo a adorarle” (v.8). Y cumplieron con esa finalidad: “Entraron
en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron”
(v.11).
¿Y qué es adorar? “La adoración es el primer acto de la virtud de la
religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador,
Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso.
"Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto" (Lc 4,8), dice Jesús
citando el Deuteronomio (6,13)” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2096).
Adorar es el acto por el cual Dios es reconocido como el ser supremo, como
el ser infinitamente perfecto, como Creador, como el Dueño de dar la vida o
la muerte, como el Salvador, como el que premia a los buenos y castiga a los
malos, como el único digno del honor supremo, que tiene dominio supremo
sobre todos los hombres, que tiene el derecho a la sumisión de todos los
seres, que tiene el derecho a la entrega total de todos los seres.
La adoración es un acto de la mente y la voluntad que se someten totalmente
a Dios. Sus manifestaciones más intensas y más auténticas son la obediencia
a sus mandatos, la oración, el sacrificio y la entrega de la propia vida.
Pero también debe expresarse en formas exteriores, como la reverencia y
posturas adecuadas.
Adorar es reconocernos criaturas, humillándonos con respeto y sumisión. La
adoración nos libera del egocentrismo y la esclavitud del pecado.
“La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante
su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y
la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de
humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 14, 9-10) y el silencio
respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal. 62, 16).
La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de
humildad y da seguridad a nuestras súplicas” (Catecismo de la Iglesia
Católica, nº 2628).
“Adorar a Dios es reconocer, en el respeto y la sumisión absoluta, la "nada
de la criatura", que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo,
exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magnificat,
confesando con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es
santo (cf Lc 1,46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del
repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del
mundo” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2097).
La manifestación de Jesucristo que se muestra como Dios, la adoración de
Dios que se da con esfuerzo, a pesar de los peligros y de los engaños del
mundo, trae como consecuencia ineludible una alegría inmensa. Esto sucede
tanto con los Reyes Magos como con los pastores. De los Reyes se dice: “La
estrella (...) se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la
estrella se llenaron de una inmensa alegría” (Mt 2,9.10). Y de los pastores:
“Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que
habían oído y visto” (Lc 2,20).
Conclusión
El ocultamiento voluntario de Jesucristo, el girar la cabeza hacia otro lado
ante el paso de Jesús, la búsqueda de sí mismo, la exaltación del hombre por
el hombre mismo en desmedro de la soberanía de Dios, la exaltación de las
obras del hombre para querer ‘tapar’ las obras de Dios, el encierro en la
realidad de la propia subjetividad, la renuncia a bajar la cabeza ante la
grandeza de Dios, trae, también ineluctablemente, la tristeza.
Lo que sucede en el mundo de hoy, ¿no es exactamente el reverso de lo que
acabamos de contemplar en el evangelio recién leído? Los sabios de oriente,
guiados por sus conocimientos científicos y por un corazón dócil y
religioso, encuentran a Dios en la humildad de la carne humana, doblan sus
cuellos ante Él, se postran ante Él, se humillan y... experimentan una
inmensa alegría. Hoy pareciera que sucede todo lo contrario. Nunca jamás
antes la humanidad había alcanzado las cotas de desarrollo científico y
progreso técnico como hasta ahora. Y sin embargo, nunca como ahora la
humanidad se ha visto tan atormentada por el stress, por la depresión, por
la tristeza y por las tentaciones de suicidio y por toda una serie de
enfermedades sicológicas (enfermedades del alma) relacionadas con la
ausencia del gusto por la vida (bulimia, anorexia, ostracismo, autismo,
sentimiento de soledad, inseguridad, etc). El mundo de hoy tiene la
inteligencia y los conocimientos de los sabios de oriente (y más que ellos)
pero no tiene el corazón dócil y religioso de ellos, y por eso, mientras no
cambie su corazón, tampoco tendrá la inmensa alegría que experimentaron
cuando se prosternaron delante del Hombre-Dios.
Es digno de respeto, como dice Juan Pablo II , el ejemplo de los musulmanes
que, en donde estén, sin preocuparse del tiempo ni del lugar, sacan sus
alfombras y se postran para adorar a Dios. Los católicos de Occidente, en
cambio, han desertado de sus magníficas catedrales, embotados en el
bienestar y el consumismo.
Nosotros no debemos hacer como el mundo moderno. Nosotros debemos tener alma
de niños, como los pastores y los sabios de Oriente. Debemos adorar a Cristo
cuando se eleva la Hostia en la Misa y adorarlo visitándolo en los sagrarios
abandonados. Adorarlo entregándole toda nuestra vida. Así brotará la
alegría, porque “Dios es alegría infinita” (Santa Teresa de los Andes).
“En el fondo la alegría brota de considerar que Dios es, que Cristo es:
Ánimo, Yo soy (Mc 6,50), que la verdad prima sobre la mentira, el bien
sobre el mal, la belleza sobre la fealdad, el amor sobre el odio, la paz
sobre la guerra, la misericordia sobre la venganza, la vida sobre la
muerte, la gracia sobre el pecado, en fin, el ser sobre la nada, la Virgen
sobre Satanás, Cristo sobre el Anticristo, Dios sobre todo. “Dios es alegría
infinita” (Constituciones del Instituto del Verbo Encarnado, nº 245).
Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés Editores,
Milán, 1994, p. 106.
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Aplicación: San Juan Pablo II - Cristo es la luz de los pueblos
1. "Lumen gentium (...) Christus, Cristo es la luz de los pueblos" (Lumen
gentium, 1). El tema de la luz domina las solemnidades de la Navidad y de la
Epifanía, que antiguamente -y aún hoy en Oriente- estaban unidas en una sola
y gran "fiesta de la luz". En el clima sugestivo de la Noche santa apareció
la luz; nació Cristo, "luz de los pueblos". Él es el "sol que nace de lo
alto" (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del
mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El evangelista san Juan
escribe: "La luz verdadera, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre"
(Jn 1, 9).
"Deus lux est, Dios es luz", recuerda también san Juan, sintetizando no una
teoría gnóstica, sino "el mensaje que hemos oído de él" (1 Jn 1, 5), es
decir, de Jesús. En el evangelio recoge las palabras que oyó de los labios
del Maestro: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).
Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz. No sólo luz externa,
en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia
personal. Se hizo uno de nosotros, dando sentido y nuevo valor a nuestra
existencia terrena. De este modo, respetando plenamente la libertad humana,
Cristo se convirtió en "lux mundi, la luz del mundo". Luz que brilla en las
tinieblas (cf. Jn 1, 5).
2. Hoy, solemnidad de la Epifanía, que significa "manifestación", se propone
de nuevo con vigor el tema de la luz. Hoy el Mesías, que se manifestó en
Belén a humildes pastores de la región, sigue revelándose como luz de los
pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares. Para los Magos, que
acudieron de Oriente a adorarlo, la luz del "rey de los judíos que ha
nacido" (Mt 2, 2) toma la forma de un astro celeste, tan brillante que atrae
su mirada y los guía hasta Jerusalén. Así, les hace seguir los indicios de
las antiguas profecías mesiánicas: "De Jacob avanza una estrella, un cetro
surge de Israel..." (Nm 24, 17).
¡Cuán sugestivo es el símbolo de la estrella, que aparece en toda la
iconografía de la Navidad y de la Epifanía! Aún hoy evoca profundos
sentimientos, aunque como tantos otros signos de lo sagrado, a veces corre
el riesgo de quedar desvirtuado por el uso consumista que se hace de él. Sin
embargo, la estrella que contemplamos en el belén, situada en su contexto
original, también habla a la mente y al corazón del hombre del tercer
milenio. Habla al hombre secularizado, suscitando nuevamente en él la
nostalgia de su condición de viandante que busca la verdad y anhela lo
absoluto. La etimología misma del verbo desear -en latín, desiderare- evoca
la experiencia de los navegantes, los cuales se orientan en la noche
observando los astros, que en latín se llaman sidera.
3. ¿Quién no siente la necesidad de una "estrella" que lo guíe a lo largo de
su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las
naciones. A fin de satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor
se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para "todos los linajes
de la tierra" (Gn 12, 3). Con la encarnación de su Hijo, Dios extendió luego
su elección a todos los demás pueblos, sin distinción de raza y cultura. Así
nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, "reunidos en Cristo,
son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre
y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos"
(Gaudium et spes, 1).
Por tanto, para toda la comunidad eclesial resuena el oráculo del profeta
Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: "¡Levántate, brilla
(...), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! (...) Y
caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora" (Is
60, 1. 3).
5. Hace un año, en esta fiesta de la Epifanía, al final del Año santo,
entregué idealmente a la familia de los creyentes y a toda la humanidad la
carta apostólica Novo millennio ineunte, que comienza con la invitación de
Cristo a Pedro y a los demás: "Duc in altum, rema mar adentro".
¿Vuelvo a aquel momento inolvidable, amadísimos hermanos, y os entrego de
nuevo a cada uno este texto programático de la nueva evangelización. Os
repito las palabras del Redentor: "Duc in altum". No tengáis miedo a las
tinieblas del mundo, porque quien os envía es "la luz del mundo" (Jn 8, 12),
"el lucero radiante del alba" (Ap 22, 16). Y tú, Jesús, que un día dijiste a
tus discípulos: "Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 14), haz que el
testimonio evangélico de estos hermanos nuestros resplandezca ante los
hombres de nuestro tiempo. Haz eficaz su misión para que cuantos confíes a
su cuidado pastoral glorifiquen siempre al Padre que está en los cielos (cf.
Mt 5, 16).
Madre del Verbo encarnado, Virgen fiel, conserva a estos nuevos obispos bajo
tu constante protección, para que sean misioneros valientes del Evangelio;
fiel reflejo del amor de Cristo, luz de los pueblos y esperanza del mundo.
(Domingo 6 de enero de 2002)
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Aplicación: Benedicto XVI - El destino y el significado universales
del nacimiento
Queridos hermanos y hermanas: En la solemnidad de la Epifanía la Iglesia
sigue contemplando y celebrando el misterio del nacimiento de Jesús
salvador. En particular, la fiesta de hoy subraya el destino y el
significado universales de este nacimiento. Al hacerse hombre en el seno de
María, el Hijo de Dios vino no sólo para el pueblo de Israel, representado
por los pastores de Belén, sino también para toda la humanidad, representada
por los Magos. Y la Iglesia nos invita hoy a meditar y orar precisamente
sobre los Magos y sobre su camino en busca del Mesías (cf. Mt 2, 1-12).
En el Evangelio hemos escuchado que los Magos, habiendo llegado a Jerusalén
desde el Oriente, preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha
nacido? Hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo» (v.
2). ¿Qué clase de personas eran y qué tipo de estrella era esa?
Probablemente eran sabios que escrutaban el cielo, pero no para tratar de
«leer» en los astros el futuro, quizá para obtener así algún beneficio; más
bien, eran hombres «en busca» de algo más, en busca de la verdadera luz, una
luz capaz de indicar el camino que es preciso recorrer en la vida. Eran
personas que tenían la certeza de que en la creación existe lo que podríamos
definir la «firma» de Dios, una firma que el hombre puede y debe intentar
descubrir y descifrar. Tal vez el modo para conocer mejor a estos Magos y
entender su deseo de dejarse guiar por los signos de Dios es detenernos a
considerar lo que encontraron, en su camino, en la gran ciudad de Jerusalén.
Ante todo encontraron al rey Herodes. Ciertamente, Herodes estaba interesado
en el niño del que hablaban los Magos, pero no con el fin de adorarlo, como
quiere dar a entender mintiendo, sino para eliminarlo. Herodes es un hombre
de poder, que en el otro sólo ve un rival contra el cual luchar. En el
fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más aún, un
rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su
espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que señala el camino
que hay que recorrer en la vida y así impide hacer todo lo que se quiere.
Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del
profeta Miqueas (5, 1), pero sólo piensa en el trono. Entonces Dios mismo
debe ser ofuscado y las personas deben limitarse a ser simples peones para
mover en el gran tablero de ajedrez del poder. Herodes es un personaje que
no nos cae simpático y que instintivamente juzgamos de modo negativo por su
brutalidad.
Pero deberíamos preguntarnos: ¿Hay algo de Herodes también en nosotros?
¿También nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿También
nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque
pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de
nuestra existencia como nos plazca? Queridos hermanos y hermanas, cuando
vemos a Dios de este modo acabamos por sentirnos insatisfechos y
descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que está en el
fundamento de todas las cosas. Debemos alejar de nuestra mente y de nuestro
corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un
límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el
amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el único capaz
de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la
verdadera alegría.
Los Magos, luego, se encuentran con los estudiosos, los teólogos, los
expertos que lo saben todo sobre las Sagradas Escrituras, que conocen las
posibles interpretaciones, que son capaces de citar de memoria cualquier
pasaje y que, por tanto, son una valiosa ayuda para quienes quieren recorrer
el camino de Dios. Pero, afirma san Agustín, les gusta ser guías para los
demás, indican el camino, pero no caminan, se quedan inmóviles. Para ellos
las Escrituras son una especie de atlas que leen con curiosidad, un conjunto
de palabras y conceptos que examinar y sobre los cuales discutir doctamente.
Pero podemos preguntarnos de nuevo: ¿no existe también en nosotros la
tentación de considerar las Sagradas Escrituras, este tesoro riquísimo y
vital para la fe la Iglesia, más como un objeto de estudio y de debate de
especialistas que como el Libro que nos señala el camino para llegar a la
vida? Creo que, como indiqué en la exhortación apostólica Verbum Domini,
debería surgir siempre de nuevo en nosotros la disposición profunda a ver la
palabra de la Biblia, leída en la Tradición viva de la Iglesia (n. 18), como
la verdad que nos dice qué es el hombre y cómo puede realizarse plenamente,
la verdad que es el camino a recorrer diariamente, junto a los demás, si
queremos construir nuestra existencia sobre la roca y no sobre la arena.
Pasemos ahora a la estrella. ¿Qué clase de estrella era la que los Magos
vieron y siguieron? A lo largo de los siglos esta pregunta ha sido objeto de
debate entre los astrónomos. Kepler, por ejemplo, creía que se trataba de
una «nova» o una «supernova», es decir, una de las estrellas que normalmente
emiten una luz débil, pero que pueden tener improvisamente una violenta
explosión interna que produce una luz excepcional. Ciertamente, son cosas
interesantes, pero que no nos llevan a lo que es esencial para entender esa
estrella. Debemos volver al hecho de que esos hombres buscaban las huellas
de Dios; trataban de leer su «firma» en la creación; sabían que «el cielo
proclama la gloria de Dios» (Sal 19, 2); es decir, tenían la certeza de que
es posible vislumbrar a Dios en la creación. Pero, al ser hombres sabios,
sabían también que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos
profundos de la razón en busca del sentido último de la realidad y con el
deseo de Dios, suscitado por la fe, como es posible encontrarlo, más aún,
como resulta posible que Dios se acerque a nosotros.
El universo no es el resultado de la casualidad, como algunos quieren
hacernos creer. Al contemplarlo, se nos invita a leer en él algo profundo:
la sabiduría del Creador, la inagotable fantasía de Dios, su infinito amor a
nosotros. No deberíamos permitir que limiten nuestra mente teorías que
siempre llegan sólo hasta cierto punto y que —si las miramos bien— de ningún
modo están en conflicto con la fe, pero no logran explicar el sentido último
de la realidad. En la belleza del mundo, en su misterio, en su grandeza y en
su racionalidad no podemos menos de leer la racionalidad eterna, y no
podemos menos de dejarnos guiar por ella hasta el único Dios, creador del
cielo y de la tierra. Si tenemos esta mirada, veremos que el que creó el
mundo y el que nació en una cueva en Belén y sigue habitando entre nosotros
en la Eucaristía son el mismo Dios vivo, que nos interpela, nos ama y quiere
llevarnos a la vida eterna.
Herodes, los expertos en las Escrituras, la estrella. Sigamos el camino de
los Magos que llegan a Jerusalén. Sobre la gran ciudad la estrella
desaparece, ya no se ve. ¿Qué significa eso? También en este caso debemos
leer el signo en profundidad. Para aquellos hombres era lógico buscar al
nuevo rey en el palacio real, donde se encontraban los sabios consejeros de
la corte. Pero, probablemente con asombro, tuvieron que constatar que aquel
recién nacido no se encontraba en los lugares del poder y de la cultura,
aunque en esos lugares se daban valiosas informaciones sobre él. En cambio,
se dieron cuenta de que a veces el poder, incluso el del conocimiento,
obstaculiza el camino hacia el encuentro con aquel Niño. Entonces la
estrella los guió a Belén, una pequeña ciudad; los guió hasta los pobres,
hasta los humildes, para encontrar al Rey del mundo. Los criterios de Dios
son distintos de los de los hombres. Dios no se manifiesta en el poder de
este mundo, sino en la humildad de su amor, un amor que pide a nuestra
libertad acogerlo para transformarnos y ser capaces de llegar a Aquel que es
el Amor.
Pero incluso para nosotros las cosas no son tan diferentes de como lo eran
para los Magos. Si se nos pidiera nuestro parecer sobre cómo Dios habría
debido salvar al mundo, tal vez responderíamos que habría debido manifestar
todo su poder para dar al mundo un sistema económico más justo, en el que
cada uno pudiera tener todo lo que quisiera. En realidad, esto sería una
especie de violencia contra el hombre, porque lo privaría de elementos
fundamentales que lo caracterizan. De hecho, no se verían involucrados ni
nuestra libertad ni nuestro amor. El poder de Dios se manifiesta de un modo
muy distinto: en Belén, donde encontramos la aparente impotencia de su amor.
Y es allí a donde debemos ir y es allí donde encontramos la estrella de
Dios.
Así resulta muy claro también un último elemento importante del episodio de
los Magos: el lenguaje de la creación nos permite recorrer un buen tramo del
camino hacia Dios, pero no nos da la luz definitiva. Al final, para los
Magos fue indispensable escuchar la voz de las Sagradas Escrituras: sólo
ellas podían indicarles el camino. La Palabra de Dios es la verdadera
estrella que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos ofrece el
inmenso esplendor de la verdad divina. Queridos hermanos y hermanas,
dejémonos guiar por la estrella, que es la Palabra de Dios; sigámosla en
nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su
tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro
signo puede darnos. Y también nosotros podremos convertirnos en estrellas
para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha hecho brillar sobre
nosotros. Amén.
(Jueves 6 de enero de 2011)
La historia de Navidad fue, a pesar del canto de alabanza celeste, una
manifestación de Dios discreta, limitada a unos pocos. Pero valía no sólo
para Israel, sino para todo el mundo; y esto es precisamente lo que se
celebra en la fiesta de hoy: la epifanía de Dios está concebida para el
mundo en su totalidad, también para los pueblos paganos que, aunque no
habían recibido ningún anuncio profético previo como los judíos, son ahora
los primeros en venir a rendirle homenaje.
1. El evangelio describe la llegada de los astrólogos paganos que han visto
salir la estrella de la salvación y la han seguido. Dios les ha dirigido una
palabra mediante una estrella insólita en medio de sus constelaciones
habituales; y esta palabra les ha sobresaltado y les ha hecho aguzar el
oído, mientras que Israel, acostumbrado a la palabra de Dios, ha cerrado sus
oídos a las palabras de la revelación: no quiere que nada turbe el curso
habitual de sus dinastías (lo mismo suele ocurrir en la Iglesia, cuando se
siente molesta por el mensaje inesperado de un santo). La pregunta ingenua
de estos extranjeros: «¿Dónde está el Rey que ha nacido?», provoca desazón e
incluso susto. La consecuencia será, en el caso de Herodes, un plan criminal
secreta y arteramente urdido; pero los Magos, guiados por la estrella,
consiguen su meta: rinden homenaje al Niño y, conducidos por la providencia
divina, evitan a Herodes, volviendo a su tierra por otro camino. El
acontecimiento es claramente simbólico: anuncia y preludia la elección de
los paganos; más de una vez, Jesús encontrará en ellos una fe más grande que
en Israel. A menudo son los conversos (raramente deseados) los que abren
caminos nuevos y fecundos a la Iglesia (cfr. Hch 9,26-30).
2. «Vienen todos de Sabá».
Isaías (en la primera lectura) exhorta a Jerusalén a brillar, ahora que no
quiere reconocer a su salvador, «porque llega tu luz». Jerusalén no tiene
luz en sí misma, aunque ella crea que la tiene: debe ver a los pueblos y a
los reyes venir con sus tesoros, pero no a ella, sino a su luz. Sólo a esta
luz podrá reunirse de nuevo a sí misma y salir de su fatal diáspora, pero no
cerrándose ya a los pueblos que le traen «los tesoros del mar» desde los
países más remotos, sino únicamente uniéndose con ellos. La multitud que así
se congregará será un nuevo pueblo, el «Israel de Dios», y por este motivo
Israel debería estar radiante de alegría y «ensanchar su corazón». Ahora
vienen todos de Sabá, pero no como cuando la reina de Sabá vino a Jerusalén
para ver la sabiduría de Salomón; ahora se trata realmente de un pueblo de
Dios elegido entre todos los pueblos de la tierra y representado por los
primeros en venir: unos Magos que han seguido la luz y han rendido homenaje
y adorado al Niño.
3. «Miembros del mismo cuerpo».
En el fondo Israel tendría que haber presentido algo del «Mysterium» que
ahora se revela a Pablo (en la segunda lectura): que el viejo Israel va a
abrirse a todos los pueblos, que éstos son también «partícipes de la promesa
en Jesucristo» y «coherederos» junto con Israel. Pero a pesar del anuncio
hecho por Dios a Abrahán de que los pueblos serían bendecidos en él, Israel
no ha comprendido la promesa e incluso ha rechazado «al rey de los judíos
que acaba de nacer»; únicamente por el «Espíritu Santo» se reveló a los
«apóstoles» y a los «profetas» del Nuevo Testamento que la antigua promesa
hecha a Abrahán y la alianza de Noé -más antigua todavía- con la creación se
ha cumplido en este recién nacido. Sólo la Iglesia de Cristo ve la estrella
que de él sale y cómo su epifanía brilla sobre el mundo entero.
(HANS URS von BALTHASAR, LUZ DE LA PALABRA, Comentarios a las lecturas
dominicales A-B-C, Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 30 s.)
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Directorio Homilético: Solemnidad de la Epifanía del Señor
CEC 528, 724: la Epifanía del Señor
CEC 280, 529, 748, 1165, 2466, 2715: Cristo, luz de las naciones
CEC 60, 442, 674, 755, 767, 774-776, 781, 831: la Iglesia, el sacramento de
la unidad del género humano
528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de
Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas
de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat de las segundas vísperas de
Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos "magos"
venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos "magos", representantes de religiones
paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones
que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada
de los magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2,
2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David
(cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24,
17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y
adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los
judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como
está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía
manifiesta que "la multitud de los gentiles entra en la familia de los
patriarcas"(S. León Magno, serm.23 ) y adquiere la "israelitica dignitas"
(MR, Vigilia pascual 26: oración después de la tercera lectura).
724 En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de
la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del
Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a
conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones
(cf. Mt 2, 11).
280 La creación es el fundamento de "todos los designios salvíficos de
Dios", "el comienzo de la historia de la salvación" (DCG 51), que culmina en
Cristo. Inversamente, el Misterio de Cristo es la luz decisiva sobre el
Misterio de la creación; revela el fin en vista del cual, "al principio,
Dios creó el cielo y la tierra" (Gn 1,1): desde el principio Dios preveía la
gloria de la nueva creación en Cristo (cf. Rom 8,18-23).
529 La Presentación de Jesús en el templo (cf.Lc 2, 22-39) lo muestra como
el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana
toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su Salvador
(la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es
reconocido como el Mesías tan esperado, "luz de las naciones" y "gloria de
Israel", pero también "signo de contradicción". La espada de dolor predicha
a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la
salvación que Dios ha preparado "ante todos los pueblos".
Articulo 9 “CREO EN LA SANTA IGLESIA CATOLICA”
748 "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo,
reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los
hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia,
anunciando el evangelio a todas las criaturas". Con estas palabras comienza
la "Constitución dogmática sobre la Iglesia" del Concilio Vaticano II. Así,
el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende
enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no
tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los
Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
1165 Cuando la Iglesia celebra el Misterio de Cristo, hay una palabra que
jalona su oración: ¡Hoy!, como eco de la oración que le enseñó su Señor (Mt
6,11) y de la llamada del Espíritu Santo (Hb 3,7-4,11; Sal 95,7). Este "hoy"
del Dios vivo al que el hombre está llamado a entrar, es la "Hora" de la
Pascua de Jesús que es eje de toda la historia humana y la guía:
La vida se ha extendido sobre todos los seres y todos están llenos de una
amplia luz: el Oriente de los orientes invade el universo, y el que existía
"antes del lucero de la mañana" y antes de todos los astros, inmortal e
inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el sol. Por
eso, para nosotros que creemos en él, se instaura un día de luz, largo,
eterno, que no se extingue: la Pascua mística (S. Hipólito, pasc. 1-2).
2466 En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. "Lleno de
gracia y de verdad" (Jn 1,14), él es la "luz del mundo" (Jn 8,12), la Verdad
(cf Jn 14,6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn
12,46). El discípulo de Jesús, "permanece en su palabra", para conocer "la
verdad que hace libre" (cf Jn 8,31-32) y que santifica (cf Jn 17,17). Seguir
a Jesús es vivir del "Espíritu de verdad" (Jn 14,17) que el Padre envía en
su nombre (cf Jn 14,26) y que conduce "a la verdad completa" (Jn 16,13).
Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la Verdad: "Sea
vuestro lenguaje: `sí, sí'; `no, no'" (Mt 5,37).
2715 La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. "Yo le miro y él me
mira", decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba
ante el Sagrario. Esta atención a El es renuncia a "mí". Su mirada purifica
el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro
corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por
todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios
de la vida de Cristo. Aprende así el "conocimiento interno del Señor" para
más amarle y seguirle (cf San Ignacio de Loyola, ex. sp. 104).
La Iglesia, sacramento de la unidad del genero humano
60 El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los
patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rom 11,28), llamado a preparar la
reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de loa Iglesia (cf.
Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los
paganos hechos creyentes (cf. Rom 11,17-18.24).
442 No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo
de Dios vivo" (Mt 16, 16) porque este le responde con solemnidad "no te ha
revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
cielos" (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión
en el camino de Damasco: "Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi
madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que
le anunciase entre los gentiles..." (Ga 1,15-16). "Y en seguida se puso a
predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios" (Hch 9, 20).
Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe
apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento
de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia
se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23,
39) del que "una parte está endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad"
respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén
después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros
pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la
consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien
debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que
Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace
eco: "si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su
readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11, 5). La
entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la salvación
mesiánica, a continuación de "la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc
21, 24), hará al Pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13)
en la cual "Dios será todo en nosotros" (1 Co 15, 28).
755 "La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece
el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y
tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11,
13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43
par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a
a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de
la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)".
La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo
767 "Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la
tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que
santificara continuamente a la Iglesia" (LG 4). Es entonces cuando "la
Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión
del evangelio entre los pueblos mediante la predicación" (AG 4). Como ella
es "convocatoria" de salvación para todos los hombres, la Iglesia, por su
misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para
hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
La Iglesia, sacramento universal de la salvación
774 La palabra griega "mysterion" ha sido traducida en latín por dos
términos: "mysterium" y "sacramentum". En la interpretación posterior, el
término "sacramentum" expresa mejor el signo visible de la realidad oculta
de la salvación, indicada por el término "mysterium". En este sentido,
Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: "Non est enim aliud Dei
mysterium, nisi Christus" ("No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo")
(San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y
santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en
los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también
"los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los
instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de
Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia
contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En
este sentido analógico ella es llamada "sacramento".
775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser
el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de
la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la
Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad
ya está comenzada en ella porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo
y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de
la plena realización de esta unidad que aún está por venir.
776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida
por Cristo "como instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento
universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo "manifiesta y
realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45, 1).
Ella "es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad" (Pablo VI,
discurso 22 junio 1973) que quiere "que todo el género humano forme un único
Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un
único templo del Espíritu Santo" (AG 7; cf. LG 17).
I LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS
781 "En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica
la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no
individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un
pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa.
Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue
educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su
historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como
preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en
Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las
gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la
carne, sino en el Espíritu" (LG 9).
831 Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad
del género humano (cf Mt 28, 19):
Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo,
uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los
siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que en el principio creó
una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos... Este
carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del
mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y
eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo
como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13).
(cortesía: iveargentina.org et alii)