Domingo II de Navidad A-B-C: Comentarios de Sabios y Santos II: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios durante la Celebración Dominical Parroquial
Exégesis: P. Alfredo Sáenz, S. J. - El prólogo del Evangelio de San Juan
Comentario Teológico: Reginald Garrigou - Lagrange, O. P. - El Verbo hecho carne según San Juan
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Y el Verbo se hizo carne
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - El Verbo sabiduría de Dios
Aplicación: Benedicto XVI - La gran esperanza
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jn 1, 18
Directorio Homilético - Segundo domingo después de Navidad
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: P. Alfredo Sáenz, S. J. - El prólogo del Evangelio de San
Juan
Todavía en el ambiente de la Navidad, la liturgia de hoy nos conduce no
tanto ya al gozo que ofrece la visión del pesebre cuanto a la contemplación
de lo más insondable del misterio de la Encarnación, presentándonos el texto
que constituye el prólogo del evangelio de San Juan, el evangelista teólogo,
con visión de águila. Este prólogo es un himno, quizás el más magnífico de
los himnos cristianos. Porque si es cierto que la belleza es el esplendor de
la verdad, en ninguna parte lo es más que en este himno, anclado todo él en
la verdad de Dios. Y en una verdad que une el tiempo con la eternidad,
porque nos muestra, en visión panorámica, el estado eterno del Verbo y el
hecho temporal de su venida al mundo por la Encarnación.
Será ésta una homilía un tanto difícil, ya que en ella trataré de hacer la
exégesis de aquel sublime e inefable texto. Pero creo que el esfuerzo merece
la pena.
1. LA PALABRA
La primera idea del prólogo de San Juan gira en torno al Verbo de Dios, a la
Palabra de Dios. "Al principio existía el Verbo", empieza nuestro himno, en
notable paralelismo con el comienzo del Génesis que relata la Creación. Y
ese Verbo "estaba junto a Dios", agrega, es decir que si bien el Verbo
constituye una Persona distinta, el Hijo de Dios, al mismo tiempo está en
estrecha proximidad con la raíz de la divinidad que es el Padre. Es lo que
recalca enseguida el evangelista: "y el Verbo era Dios". Se distingue, pues,
del Padre, pero simultáneamente comparte de manera plenaria su divinidad, es
esa divinidad. O como lo profesamos en el Credo, el Verbo es "Dios de Dios".
Pues bien, ese Dios eterno, increado, está en el origen de toda creación:
"Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo, y sin él no se hizo nada
de todo lo que existe". Se ve que San Juan quiere relacionar la eternidad
del Verbo con la creación del mundo. Nos impresiona pensar que el Hijo de
Dios, que luego se haría carne, estuvo ya presente y actuando en la
Creación. Entonces, como nos dice el Génesis, "Dios dijo que se hiciese la
luz... y la luz fue hecha": es decir que Dios creó por su Verbo, por su
"dicción", su Palabra. Algo semejante afirmaría San Pablo: "En él todas las
cosas han sido creadas".
2. LA VIDA
Una vez que San Juan mostró cómo por medio del Verbo fue creado el mundo,
pasa a un segundo tema: "En él estaba la vida". Tema grato a ese
evangelista, quien a lo largo de todos sus escritos hablaría tanto de la
vida. No de la vida en el sentido puramente terrestre, sino de la vida
eterna, de la vida de Dios, de la vida del Verbo, vida eterna, pero siempre
joven. Cristo prometería la vida a Nicodemo, la vida para quien renace del
agua y del Espíritu, así como a la samaritana, a quien le aseguró que le
daría de beber agua viva. Esa Vida que Dios posee desde siempre, la quiere
comunicar, difundir, dar a beber. "Si tú conocieses el don de Dios", le
diría a la misma samaritana. La Vida es el don de Dios, Dios la da, en ella
Dios se da. "Dios Amor", enseña San Juan.
3. LA LUZ
Prosigue el evangelista: "y la vida era la luz de los hombres". La luz es el
tercero de los grandes temas de este texto, tema que ocupa en el cuarto
evangelio un lugar no menos importante que el de la vida. San Juan
identifica la Luz con la Vida: la Vida era la Luz. En su primera epístola
explicaría mejor la relación que media entre la Luz y la Vida: "La nueva que
hemos aprendido del Señor -dice allí- es que Dios es luz y que en él no hay
tinieblas...; el que ama a su hermano permanece en la luz". Hemos visto que
para aquel evangelista la esencia de la vida es el amor, el amor que se da.
Y ahora nos dice que el que ama está en la luz. Así ama el Padre a su Hijo,
su Verbo, su Imagen perfecta, Imagen donde nada es oscuro, Imagen que es Luz
indeficiente.
La vida es, pues, "la luz de los hombres". Ser cristiano es contemplar a
Dios en su Verbo encarnado. Nuestro texto entra ahora en un momento trágico:
"la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron". Los
hombres, con sus pecados, se cierran a la luz. La separación de la luz y de
las tinieblas había sido el primer acto creador. En esta segunda creación
-que es la redención- la luz vuelve a entrar en conflicto con las tinieblas.
Luz y Tinieblas se enfrentan, como se enfrentan Vida y Muerte. Las Tinieblas
son el símbolo del mundo sin Dios, del mundo que se clausura frente a Dios.
Hay un contraste frontal entre la riqueza infinita del Dios, que no pone
límites a su don, y la nada de la creatura, que pretende bastarse sin Dios.
La Vida divina es Luz, pero lo que los hombres mundanos llaman vida, y a la
que se adhieren fanáticamente, es Tiniebla.
Sigue el texto: "Él estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de
él, y el mundo no lo conoció". Es la primera venida del Verbo: Dios se hace
presente al mundo por su obra creadora. Vino al mundo, es decir, se
manifestó a todos los hombres, judíos y gentiles, por medio de las
creaturas, mediante las cuales se puede, con la sola luz de la razón, llegar
a conocer al Creador. Esta luz, que en última instancia procede del Verbo,
del Hijo de Dios, está al alcance de todos. A pesar de ello, "el mundo no lo
conoció". Pero el Verbo dio un paso más: "Vino a los suyos, y los suyos no
lo recibieron-. Es la segunda venida del Verbo, cuando se manifestó a los
suyos, a su pueblo elegido, cuando se encarnó en el seno de ese pueblo. Y
también su pueblo lo rechazó.
"Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre; les dio
el poder de llegar a ser hijos de Dios". Porque hubo quienes lo recibieron y
siempre habrá quienes lo reciban, quienes crean en El, en su encarnación, en
sus palabras. Somos nosotros, amados hermanos, los que hemos creído en El, y
a quienes se nos ha dado "poder de llegar a ser hijos de Dios". Es lo que
dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: "El Padre nos predestinó a ser
sus hijos adoptivos por medio de Jesucris-to". No contento con sacarnos de
la nada, el Verbo nos quiso asociar a su filiación divina, nos hizo hijos en
el Hijo, hijos de un Padre común, gracias a lo cual nos atrevemos a decir:
Padre nuestro. Nosotros que, como sigue diciendo San Juan, en lo que atañe a
la vida divina no hemos "nacido de la sangre, ni por obra de la carne, ni de
la voluntad del hombre, sino engendrados por Dios", a semejanza de Jesús,
que nació de una Virgen y del Espíritu Santo. Y llegamos así al punto
culminante de todo el texto:
4. LA TIENDA Y LA GLORIA. LA GRACIA Y LA VERDAD
"Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto
su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y
de verdad-. Es éste el motivo central de todo el cuarto evangelio: el Verbo
se hizo carne. En el lenguaje hebreo, "carne" significa la creatura en
general, considerada en su debilidad natural, a la que el Verbo creador hace
el gesto increíble de asociársela. La Encarnación no es una conquista de la
creatura, sino pura gracia. Dios une a su grandeza, que le es propia,
nuestra debilidad, que le es ajena. Para eso ha venido hasta nosotros, para
que nosotros pudiésemos ir hasta El; se ha humillado para que nos elevemos;
se ha empobrecido para que nos hiciésemos ricos con su pobreza. Dios se
encarnó para estar con nosotros; es Emmanuel, Dios con nosotros. El "habitó"
entre nosotros, o mejor, como dice la versión original, "acampó" entre
nosotros, puso su "tienda" entre nosotros, que fue la expresión usada en el
libro del Éxodo para señalar el lugar de reunión entre Dios y su pueblo, la
morada de Yahvé. San Juan no teme decir: "Nosotros hemos visto su gloria".
Gloria y Morada de Dios son dos expresiones que siempre se unen en la
Escritura. La Presencia de Dios invade con su Gloria el recinto elegido, sea
en el desierto, sea en el Templo de Jerusalén, sea en Jesús, templo
definitivo. Gracias a la Encarnación, en cierto modo el hombre se hace capaz
de ver a Dios, aunque sólo por la fe, que es también un don de Dios. Como
dijo el Señor a Marta: "Si creyeras, verías la gloria de Dios". Por la
Encarnación resplandeció, pues, en Cristo, la gloria de Dios, "la gloria que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad".
Y termina el texto: "De su plenitud todos nosotros hemos participado y hemos
recibido gracia sobre gracia". Porque está lleno de Gracia, el Hijo redunda
sobre los miembros de su cuerpo, rebalsa y derrama su vida divina. "Nadie ha
visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el
seno del Padre". Así culmina este admirable prólogo, en forma de un círculo
que se cierra: del Padre procede el Verbo; ese Verbo viene al mundo,
manifiesta la Luz divina; y mediante esa Luz divina, que es la Vida de Dios
entre nosotros, ese Verbo nos hace capaces de conocer al Padre, de ir hasta
el Padre.
Dentro de algunos instantes nos acercaremos a comulgar el Cuerpo de Jesús.
Por la gracia de Dios no nos contamos entre aquellos que, a pesar de ser de
los suyos, se resisten a recibirlo. Pidámosle la gracia de que prolongue en
cierto modo su Encarnación en nuestras almas, que tienda en nosotros la
carpa de su morada, que por la Eucaristía se haga carne en nuestro interior,
para que su luz nos encandile, para que su vida y su gracia nos invadan, de
modo que nuestro interior se llene así con la gloria de Dios.
(Saenz a., Palabra y Vida, Ciclo B, Segundo Domingo de Adviento, Gladius
Buenos Aires 1993, 44-48)
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Comentario Teológico: Reginald Garrigou - Lagrange, O. P. - El Verbo
hecho carne según San Juan
Los exegetas católicos han demostrado ampliamente en estos últimos años que
no es posible aportar ningún argumento válido en contra de la autenticidad y
de la historicidad del cuarto Evangelio, Evangelio que, unánimemente, la
tradición atribuyó siempre al apóstol San Juan
Se ha demostrado, por la misma lengua en la que está escrito y por la manera
en que está compuesto, que su autor era judío, que era un testigo ocular y
un discípulo de Jesús, aquel del que se dice en este libro, en el que no se
nombra nunca al apóstol San Juan, que era el discípulo que Jesús amaba. Éste
ha querido suplir lo que faltaba en los sinópticos referente a la
descripción de los hechos, sobre todo de los hechos ocurridos en Judea, e,
igualmente, en los sermones de Nuestro Señor, sermones que, con frecuencia,
los tres primeros Evangelios sólo referían en sustancia. Tal como reconoce
el racionalista Harnack, el libro fue escrito entre el 80 y el 100.
El fin principal del cuarto Evangelio es, ciertamente, dogmático; fue
escrito para demostrar, en contra de los corintianos y los ebionitas, que
Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, tal y como se declara en las
primeras líneas. En cuanto a los hechos que refiere, jamás éstos están
presentados como alegorías o parábolas; están expuestos como hechos
ocurridos realmente.
Tampoco se puede decir que San Juan, cuando refiere los sermones de Jesús,
expone, más bien, sus ideas personales, puesto que en varios lugares
distingue claramente las palabras de Cristo de las reflexiones personales
que hace a propósito de éstas.
El prólogo
El prólogo del cuarto Evangelio sirve de fundamento dogmático a todo el
libro e indica el punto de vista. Expone quién es el Verbo hecho carne y, en
primer lugar, cuáles son las relaciones del Verbo con Dios :
Al principio era el Verbo,
y el Verbo estaba en Dios,
y el Verbo era Dios.
Él estaba al principio en Dios.
Es decir, antes del mundo, antes del Verbo, era el Verbo desde toda la
eternidad. Estaba en Dios, como su palabra interior, estaba en comunión
substancial y activa con Dios Padre pero, diferente de Él, fue enviado por
Él. Distinto del Padre, el Verbo era, sin embargo, consubstancial al Padre,
puesto que se dice: y el Verbo era Dios, et Deus erat Verbum. El Verbo
estaba unido eternamente a su Padre por unidad de naturaleza y de voluntad.
Por estos primeros versículos del prólogo, San Juan se remonta de la
humanidad del Salvador a su personalidad divina y a su divinidad, de la
misma manera que, desde el borde el océano, la mirada se dirige desde la
orilla hasta la inmensidad de este mismo océano y se pierde en él sin que
pueda alcanzar más que una ínfima parte. Sin embargo, la extensión del
océano es finita, mientras que la perfección del Verbo es infinita.
Las relaciones del Verbo con las criaturas en general se expresan en el
versículo siguiente:
Todas las cosas fueron hechas por Él,
y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.
Todo, sin excepción, incluso la materia, ha sido hecho por Él. El Padre
posee todo el poder creador, pero nada llega a existir si el Verbo no le da
forma. Antes de su creación el mundo tenía una existencia ideal en el Verbo;
estaba eternamente presente en la inteligencia divina, en donde todo es
vida.
Finalmente, las relaciones del Verbo con los hombres están contenidas en
estos versículos:
En Él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz nace en las tinieblas,
pero las tinieblas no la acogieron.
La luz natural de la inteligencia y la luz sobrenatural de la revelación y
de la fe, que el Verbo extiende sobre la tierra, brilla entre los hombres
sumergidos en las tinieblas de la ignorancia y del pecado; a pesar de los
milagros del Verbo hecho carne, muchos de ellos permanecieron en un estado
de endurecimiento y no recibieron la luz que traía.
El evangelista dice más adelante: Vino a los suyos, pero los suyos no le
recibieron; vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que
la luz, porque sus obras eran malas.
Por el contrario, a aquellos que le recibieron, ¿qué les dio? Mas a cuantos
le recibieron, dioles poder de venir a ser hijos de Dios. Es decir, a todos
aquellos que le recibieron como creador y autor de la salvación eterna, ya
fuesen judíos o paganos, les dio el poder de llegar a ser, en el orden
sobrenatural, hijos adoptivos de Dios.
Esta filiación no es resultado de la generación natural, no proviene de la
sangre, ni de la voluntad de la carne (del ciego instinto de los sentidos),
ni de la voluntad del hombre (esclarecida por la razón), sino que proviene
inmediatamente de Dios. Se puede decir que el hijo adoptivo de Dios ha
nacido de Dios, en el sentido en el que Jesús se lo dirá a Nicodemo: Quien
no naciere del agua y del Espíritu (por el bautismo), no puede entrar en el
reino de los cielos. Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del
Espíritu, es espíritu. De la misma manera, San Pedro dice que, por medio de
la gracia que nos santifica, hemos sido hechos: partícipes de la divina
naturaleza, participamos de la vida íntima de Dios.
Tal es el Verbo en sus relaciones con Dios Padre y con los hombres. El Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros. La palabra carne significa aquí
hombre, como, a menudo, en el lenguaje bíblico; ha sido elegida para señalar
mejor la realidad de la humanidad de Cristo y la suprema humillación del
Verbo. Todas las herejías que hacen relación a Cristo Jesús se estrellarán
contra esta palabra, ya nieguen su divinidad, la realidad de su humanidad, o
su unión en la persona del Verbo.
¿Cuáles son las fuentes de esta doctrina? Se encuentran en la enseñanza
misma de Nuestro Señor, conservada en la tradición apostólica y comparada
con lo que el Antiguo Testamento nos dice de la Sabiduría eterna y de la
Palabra de Dios.
Tras el Prólogo, el cuarto Evangelio se divide naturalmente en dos partes:
Jesús manifiesta su misión y su divinidad durante su vida pública; Jesús
manifiesta su misión y su divinidad durante su pasión y tras su
resurrección.
(Garrigou - Lagrange, R., El Salvador, Ediciones RIALP, Madrid, 1977, p. 91
- 95)
Notas
Recordemos que San Ireneo, en su libro Adversus
Haereses, escrito del 174 al 189, dice que el cuarto Evangelio fue compuesto
por Juan, discípulo del Señor, aquel que descansó sobre su pecho, y que lo
publicó cuando vivía en Éfeso. San Ireneo tuvo una relación muy íntima con
San Policarpo y otros discípulos inmediatos de los Apóstoles; es un testigo
excepcional por cuanto que nació en Asia, vivió en Roma y fue obispo de
Lyón.
Cfr. LAGRANGE, Saint Jean (1925), Introd.: caps.
I, II, III ; y J. M. Vosté : Studia Joannea , 2° ed. , Roma, 1930. Cap. II:
De prólogo Joaneo et Logo, y cap. VI: Ultimi Chrisiti Sermones; Batiffol: L´
Enseignement de Jesús, p. 196 ss.
Cap. 20, 31.
Cap. 2, 21; 12, 33; 7, 39.
Io. 1, 1-2.
Io. 1, 3.
Cfr. S. Agustín, In Evang. Sec. Joannem, cap. I,
tr. I, 16; Sto. Tomás, I, q. 18, a.4; Bossuet, Elévations sur les Mystéres,
semana 12, 10° elevación.
Io. 1, 4-5.
Io. 1, 11.
Io. 3, 19.
Io. 1, 12-13.
Io. 1, 13.
Io. 3, 5-8.
2. Pet. 1, 4.
Io. 1, 14.
Toda carne había corrompido su camino sobre la
tierra (Gen. 6, 12; Is. 40, 5; Ioel 2, 28).
Varios racionalistas mantienen que la doctrina de
San Juan sobre el Verbo o Logos proviene, en parte, del judío Filón,
contemporáneo suyo. Filón habla por cierto de un Logos a quien llama hijo de
Dios, que tiene un papel en la formación del mundo y que aporta a los una
revelación celestial. Pero el Logos de Filón no es creador, es hijo de Dios
con el mismo título que el mundo, no es ni Mesías ni Redentor. Filón nunca
tuvo la idea de la encarnación.
En el Antiguo Testamento la creación se atribuye
a l apalabra de Dios. Dios dice: ¡Hágase la luz! Y la luz fue hecha (Gen. 1,
3). La palabra de Dios se personifica seguidamente en los salmos (Ps. 33, 6;
107, 20; 147, 15, 18; 148, 8). Según el Eclesiastés, la Sabiduría tiene su
origen y morada en Dios (1, 1); es eterna y se manifiesta en las obras de su
creación (1, 4, 9, 10); es un abismo insondable de ciencia (24, 38-47).
Esta doctrina se desarrolla y se precisa en el
Libro de la Sabiduría (7, 25-26; 8, 6, 8; 9, 4, 9).
Las Epístolas de San Pablo contenían varios
elementos de la doctrina de San Juan sobre el Logos: Col. 1, 15-16; 2, 9;
Phil. 2, 5-11; Heb. 1, 1-3; 4, 12. San Juan ha podido emplear
preferentemente la palabra Logos, cuyo sentido falseaban muchos filósofos,
para precisar su significación.
Io. 1, 19, cap. 12.
Io. Caps. 13-20.
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Y el Verbo se hizo carne
UN FAVOR os voy a pedir antes de comenzar la explicación de las palabras del
evangelio; y os suplico que no me neguéis lo que os pido. No pido cosa que
gravosa sea ni pesada; y en cambio será útil, si la consigo, no tan sólo
para mí, sino también para vosotros, si la concedéis; y aun quizá sea más
útil para vosotros que para mí. ¿Qué es lo que pido? Que el primer día de la
semana o el sábado mismo, tomando cada uno la parte del evangelio que luego
se leerá en la reunión, sentados allá en vuestro hogar repetidamente la
leáis y muchas veces la exploréis y examinéis y cuidadosamente peséis su
valor y anotéis lo que es claro y las partes que son oscuras; y también lo
que en las expresiones parezca contradictorio, aunque no lo sea; y así, tras
de examinarlo todo, luego vengáis a la reunión. De empeño semejante nos
vendrá no pequeña ganancia a vosotros y a mí.
En efecto: a nosotros no nos será necesario mucho trabajo para explicar las
sentencias y su fuerza, estando ya vuestra mente acostumbrada al
conocimiento de las expresiones; y vosotros, por este camino, os tornaréis
más perspicaces y más agudos para penetrar, no sólo oír, y entender y
enseñar a otros. Tal como ahora procedéis, muchos de vosotros os veis
obligados juntamente a conocer el texto de las Sagradas Escrituras y a
escuchar nuestra explicación; pero así, ni aun cuando gastemos el año
íntegro, sacarán grande provecho. Porque no les será posible, así a la
ligera y brevemente, atender a lo que se dice. Y si algunos pretextan sus
negocios y preocupaciones del mundo y el mucho trabajo en los asuntos
públicos y privados, desde luego no es pequeña culpa eso de sobrecargarse de
tan gran multitud de negocios y de tal modo empeñarse y esclavizarse en los
negocios seculares, que ni siquiera ocupen un poco de tiempo en las cosas
que sobre todo les son necesarias.
Por otra parte, que sólo se trate de pretextos simulados, lo demuestran las
conversaciones con los amigos, la frecuencia en acudir al teatro, los
interminables tiempos dedicados a las carreras de caballos, en que a veces
se consumen los días íntegros; y sin embargo, para todo eso no ponen
obstáculo ni pretextan la cantidad de negocios. De manera que para esas
cosas de nonada no hay ocupación que estorbe; pero si se ha de poner empeño
en las cosas divinas, entonces éstas os parecen superfluas y de tan poca
monta que juzgáis no deberse poner en ellas ni el menor empeño. Quienes así
piensan ¿merecerán acaso respirar o ver este sol?
Hay otra excusa ineptísima de parte de tales hombres notablemente
desidiosos: la falta de ejemplares de la Escritura. Sería cosa ridícula
tratar de esto ante los ricos. Pero puesto que muchos pobres usan de tal
pretexto, quisiera yo así pacíficamente preguntarles si acaso tienen
íntegros y en buen estado los instrumentos de sus oficios respectivos, aun
cuando ellos se encuentren en suma pobreza. Pero ¿cómo ha de ser absurdo no
excusarse para eso con la pobreza y andar poniendo todos los medios para
remover los impedimentos, y en cambio acá, en donde se ha de obtener crecida
utilidad, quejarse de la pobreza y las ocupaciones?
Por lo demás, aun cuando hubiera algunos tan extremadamente pobres, podrán
llegar a no ignorar nada de las Sagradas Escrituras, por sola la lectura
aquí acostumbrada. Y si esto también os parece imposible, con razón os lo
parece, puesto que muchos no ponen gran cuidado a la dicha lectura: sino
que, una vez que a la ligera oyen lo que se lee, inmediatamen-te se marchan
a sus hogares. Y si algunos permanecen en la reunión, no proceden mejor que
los otros que se alejan, pues están presentes únicamente con el cuerpo.
Más, para no sobrecargaros el ánimo con mis quejas, ni consumir todo el
tiempo en reprensiones, empecemos la explicación de las sentencias
evangélicas, porque ya es tiempo de entrar en la materia propuesta. Atended
para que no se os escape cosa alguna de las que se digan.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Habiendo el evangelista
afirmado que quienes lo recibieron fueron nacidos de Dios y se hicieron
hijos de Dios, pone el otro motivo de tan inefable honor, que no es otro
sino haberse hecho carne el Verbo, y haber tomado el Señor la forma de
siervo. Porque el Hijo se hizo hombre, siendo verdadero Hijo de Dios, para
hacer a los hombres hijos de Dios. Al mezclarse lo que es altísimo con lo
que es bajísimo, nada pierde de su gloria, y en cambio eleva lo otro desde
lo profundo de su bajeza. Así sucedió con Cristo.
Con su abajamiento, su naturaleza no se disminuyó; y en cambio a nosotros,
que prácticamente vivíamos en vergüenza y en tinieblas, nos levantó a una
gloria indecible. Cuando el rey le habla con benevolencia y cariño a un
pobre mendigo, no hace cosa alguna vergonzosa; y en cambio al pobre lo torna
ilustre y esclarecido delante de todos. Pues si en esa pasajera y totalmente
adventicia dignidad humana, la conversación y compañía con un hombre de baja
clase social para nada perjudica al que es más honorable, con mucha mayor
razón no perjudicará a la substancia aquella incorpórea y bienaventurada,
que nada tiene de adventicio, nada que ahora tenga y ahora no tenga, sino
que posee todos los bienes sin mutaciones y que eternamente permanecen. De
modo que cuando oyes: El Verbo se hizo carne, no te perturbes ni decaigas de
ánimo. Esa substancia divina no se derribó ni cayó en la carne (sería
impiedad aun el solo pensarlo), sino que permaneciendo lo que era, tomó la
forma de siervo.
Pero entonces ¿por qué el evangelista usó de esa expresión: Se hizo? Para
cerrar la boca de los herejes. Como los hay que afirman ser toda esa
economía de la Encarnación una simple ficción y pura fantasmagoría, para
adelantarse a quitar de en medio semejante blasfemia, usó de esa expresión:
Se hizo; declarando así no un cambio de substancia ¡lejos tal cosa! sino que
verdaderamente se encarnó. Así como cuando dice Pablo: Cristo nos libró de
la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición , no significa que
la substancia divina se apartara y dejara la gloria y se convirtiera en
maldición -pues tal cosa no la pensarían ni los demonios, ni los hombres más
necios y locos: ¡tan grande sabor de impiedad y de necedad juntamente
contiene!-; de modo que Pablo no dice eso, sino que Cristo, habiendo tomado
la maldición que había en contra nuestra, no permitió que en adelante
fuéramos malditos; del mismo modo acá Juan dice que el Verbo se hizo carne,
no porque cambiara en carne su substancia, sino permaneciendo ésta intacta
después de haberse encarnado.
Y si alegan que siendo Dios que todo lo puede, también pudo convertirse en
carne, responderemos que ciertamente todo lo puede, pero permaneciendo Dios.
Pues si fuera capaz de cambio, y de cambio en peor, ¿cómo fuera Dios? Sufrir
cambio es cosa lejanísima de esa substancia inmortal. Por esto decía el
profeta: Todos ellos como la ropa se desgastan, como un vestido tú los mudas
y se mudan. Pero tú eres siempre el mismo y tus años no tienen fin . La
substancia divina es superior a todo cambio; porque nada hay mejor que ella
de manera que pueda esforzándose llegar a eso otro. Pero ¿qué digo mejor?
Nada hay igual a ella ni que siquiera un poquito se le acerque. De donde se
sigue que si se ha cambiado será en algo peor. Pero en ese caso no puede ser
Dios. ¡Caiga semejante blasfemia sobre la cabeza de quienes la profieren!
Ahora bien, que esa expresión: Se hizo, haya sido dicha para que no
sospeches una fantasmagoría, adviértelo por lo que sigue: verás cómo
esclarece lo dicho y juntamente deshace esa malvada opinión. Porque
continúa: Y habitó entre nosotros. Como si dijera: no vayas a sospechar nada
erróneo por esa expresión: Se hizo, pues no he significado cambio alguno en
la substancia inmutable, sino únicamente he señalado el acampar y la
habitación. Y no es lo mismo el habitar que la tienda de campaña en que se
habita, sino cosa diferente. Un alguien habita en la otra, pues nadie habita
en sí mismo y así la tienda de campaña no sería propiamente habitación. Al
decir alguien me refiero a la substancia, pues por la unidad y conjunción
del Verbo, Dios y la carne son una misma cosa, sin que se confundan, sin que
se pierda la substancia, sino que se hacen una cosa mediante una juntura
inefable e inexplicable.
No investigues cómo sea ella: se hizo en una forma que Dios conoce. Mas
¿cuál fue la tienda de campaña en que habitó? Oye al profeta que dice: Yo
levantaré la cabaña ruinosa de David . Porque verdaderamente cayó nuestra
naturaleza, cayó con ruina irreparable y estaba necesitada de aquella mano,
la única poderosa. No podía por otro medio levantarse, si no le tendía la
mano Aquel mismo que allá al principio la creó, si no la reformaba
celestialmente mediante el bautismo de regeneración y la gracia del Espíritu
Santo.
Observa este secretísimo y tremendo misterio. Para siempre habita en nuestra
carne; porque no la revistió para después abandonarla, sino para tenerla
eternamente consigo. Si no fuera así, no le habría concedido aquel regio
solio, ni lo adoraría en ella el ejército entero de los Cielos, los Ángeles,
los Arcángeles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las
Potestades. ¿Qué discurso, qué entendimiento podrá explicar este honor
sobrenatural y escalofriante, tan excelso, conferido a nuestro linaje? ¿Qué
ángel o qué arcángel será capaz de hacerlo? ¡Nadie ni en el Cielo ni en la
tierra! Así son las obras de Dios. Tan grandes y sobrenaturales son sus
beneficios que superan a lo que puede decir con exactitud no sólo la humana
lengua, sino la misma angélica facultad.
Por tal motivo, cerraremos nuestro discurso con el silencio, únicamente
amonestándoos a que correspondáis a tan excelente y altísimo Bienhechor;
cosa de la cual más tarde nos vendrá toda ganancia. Corresponderemos si
tenemos sumo cuidado de nuestra alma. Porque también esta obra es de su
bondad: que no necesitando de nada nuestro, tenga por correspondencia el que
no descuidemos nuestras almas. Sería el colmo de la locura que, siendo
dignos de infinitos suplicios y habiendo alcanzado, por el contrario, tan
altísimos honores, no hiciéramos lo que está de nuestra parte; sobre todo
cuando toda la utilidad recae en nosotros, y nos están preparados bienes sin
cuento como recompensa de que así procedamos.
Por todo ello glorifiquemos al benignísimo Dios, no únicamente con palabras,
sino sobre todo con las obras, para que así consigamos los bienes futuros.
Ojalá todos los alcancemos, por gracia y benignidad del Señor nuestro
Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con
el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, homilía XI (X),
Tradición Mexico 1981, p. 89-93)
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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - El Verbo sabiduría de Dios
Para penetrar en las riquezas de la Sagrada Escritura, los santos se
humillaban ante Dios. Ellos eran conscientes de lo que significaba el hecho
de que Dios hablase a los hombres. Si hay un pasaje frente al cual se
requiere aquella actitud de los santos, es precisamente el Evangelio de hoy,
el prólogo de San Juan. El presente fragmento es, sin duda, una de las
páginas más profundas de la Sagrada Escritura. En esta portada a la vida del
Verbo Encarnado, encontramos revelados los más altos misterios de la
generación eterna del Verbo, como así también de la creación y el rescate
del hombre. Tratemos con humildad de penetrar en semejantes honduras, que
ayudan a esclarecer el misterio de nuestra vida cristiana, siempre teniendo
ante los ojos al Unigénito del Padre en su sitial de gloria.
El Verbo era Dios
Si alguno de nosotros piensa en su mente un concepto, y éste permanece allí,
sin ser emitido por sonido alguno de la voz, es sólo un verbo mental. Existe
como tal, pero en mi pensamiento. Supongamos que el que tiene ese
pensamiento es un ser eterno. Dicho verbo intelectual, también será eterno,
según lo que afirma San Hilario: "La palabra de un pensamiento es eterna
cuando el que piensa es eterno". De esta manera queremos expresar cómo fue
engendrado el Hijo (el Verbo) por el Padre sapientísimo, desde toda la
eternidad. Y así como cuando alguien acerca una antorcha apagada a otra que
está encendida, la primera se enciende y brilla con el mismo fuego de la
segunda, sin haberlo menoscabado, ni haberle quitado brillantez, de manera
similar se dice del Verbo de Dios que es luz de la luz del Padre, luz la del
Hijo que no menoscaba la del Padre. Trátase de la misma luz, luz eterna la
de ambos. Por eso la Iglesia cuando en el Credo se refiere al Verbo lo
designa como "Luz de Luz".
El Verbo eterno es de la misma substancia que el Padre, expresión de todo su
ser. Tan Omnipotente y Sabio como el Padre, pero distinto que Él, pues se
trata de su Hijo. El Verbo es, así, la Palabra Total e Intelectual del
Padre. Imagen perfectísima de su gloria y distinto a Él en cuanto Persona
Divina.
Dios Padre, por su Verbo, creó dos mundos: el mundo visible a nuestros ojos
y el invisible o sobrenatural. A uno de ellos, no nos cuesta reconocerlo: lo
vemos, tenemos certeza experiencial de que existe. Al otro, el sobrenatural,
no lo conocemos con los ojos del cuerpo, pero sí con los ojos de la fe, en
la certeza de que existe como tal, porque el Señor así nos lo ha revelado.
Ambos mundos están íntimamente ligados, sin mezclarse ni confundirse, como
el alma está unida al cuerpo. Ambos salidos de las manos de Dios. Ambos en
armónica sinfonía, que canta la gloria de aquella Sabiduría Eterna que supo
crearlos.
Esta obra, que es buena y maravillosa, quedó arruinada parcialmente por el
pecado original. Todo el cosmos se estremeció por la desobediencia del
hombre y entonces las tinieblas cubrieron al mundo sobrenatural y sufrió
desorden el natural. El hombre, errante y vagabundo, se soltó de la mano de
Dios y perdió su amistad paradisíaca.
Y el Verbo se hizo carne
Para evitar que la armonía cósmica se silenciara, y para unir lo
sobrenatural con lo terreno, Dios quiso extender nuevamente su mano y se
quedó como "Puente" entre el cielo y la tierra. ¡Cuántos habían esperado
este momento! Por eso cuando nace en Belén, la alabanza es universal. Se
abren una vez más los labios de los hombres y, juntamente con los ángeles,
entonan himnos a la gloria de Dios. El Verbo, que es la luz de Dios, viene a
disipar las tinieblas de los corazones y a poner potencia visiva en las
almas, para que los hombres estén en condiciones de descubrir, nuevamente,
el "Rostro" de Dios y su gloria. Al tomar el Verbo nuestra frágil
naturaleza, recapitula la integridad de las cosas en ella, y las devuelve a
Dios. Todo cobra sentido desde su Encarnación. Viene el supremo Artífice a
rehacer la obra de sus manos. Lo hará con Arte sumo y con la rúbrica de su
propia sangre.
El Verbo, como Creador nuestro que es, quiso hacernos retornar a la
primigenia y eterna idea que tuvo sobre nosotros. Quiso volvemos inmaculados
por el amor, tales cuales habíamos salido de las manos nodrizas del Creador,
en aquel principio de las cosas. Quiso devolvernos su amistad, la que
habíamos perdido por nuestra culpa.
Tal es su propósito. Como dice hoy San Pablo en la segunda lectura, Dios
"nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo", y a través de Él,
bendecirnos "con toda clase de bienes espirituales". Dejémonos enseñar y
guiar por su Palabra.
Jesús, Sabiduría de Dios
En la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico, se nos invita a
reflexionar sobre la Sabiduría. Ella no es otra que el Verbo, luz de Dios,
que al venir al mundo da adecuada respuesta a los interrogantes más
preocupantes para el hombre: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?,
¿quién es mi Dios?, ¿por qué la muerte?, ¿hay otro mundo trascendente a
éste? A lo largo de la historia han surgido numerosos sistemas de
pensamiento, con la pretensión de dar respuesta a estos interrogantes.
Dichas respuestas nunca han resultado del todo satisfactorias. Y es que sólo
la luz vertical, que nos trae el Verbo al encamarse, resulta capaz de
alumbrarnos el camino. ¿Acaso el hombre puede por sí solo dar razón de sí
mismo, de su propio existir? ¿Acaso puede él explicar el gran misterio que
encierra el dolor, la enfermedad o la muerte? Ciertamente que no. Por más
que se afane en buscar una explicación de esto por medio de la luz natural
de la ciencia, siempre se topará con su limitación. Sólo en el Verbo
Encamado se comprende el misterio del paso del hombre por la tierra. Este es
el tema predilecto de Juan Pablo II, desde que inició su Pontificado.
Al encarnarse la Sabiduría, nos habla en lenguaje humano, con un corazón
humano, disipando así las tinieblas de nuestra inteligencia. Su enseñanza es
obra de su misericordia. No podía el Señor dejar sumidos en la ignorancia a
aquellos a quienes había creado. Y como es generoso y desea que abundemos en
su vida, viene a comunicarnos la más alta sabiduría de que el hombre puede
preciarse tener. Por eso la Palabra no volverá a su sitial con las manos
vacías, sin haber previamente realizado la obra de sementar a cada corazón
dispuesto.
Pero la enseñanza del Señor no se afianza en los corazones arrogantes. No da
frutos en aquellos que, infatuados, pregonan una sabiduría humana, ajena a
sus enseñanzas. Estos campos ya están sembrados con otra semilla que no es
la del trigo, sino de la cizaña. Por eso, con ironía sagrada, la Sabiduría
de Dios se posesiona de aquellos que se hacen como niños, y se aleja de los
que se creen sabios y prudentes según el mundo.
Será, pues, preciso tornarse loco a los ojos del mundo, para hacerse sabio
según Dios. Cuando San Pablo se lanzaba a la predicación, lo hacía
parapetado en esta única sabiduría: Cristo crucificado, escándalo para los
judíos y locura para los griegos. Tal es su sabiduría: Dios se ha encarnado,
ha muerto y resucitado, según estaba escrito. Eso es lo fundamental y lo
que, por otra parte, exige de todo hombre un recambio total del corazón.
El Verbo, Palabra del Padre, vino a enseñar al hombre la verdad. Hoy como
ayer, también se enfrentan a su doctrina evangélica los sistemas que propone
el mundo. Pero el cristiano, iluminado por la Palabra de Dios, tiene el
sagrado deber de anunciar sin complejos la enseñanza del Señor. Sólo en Dios
se encuentra el verdadero sentido del hombre. Sólo en Él se entiende lo que
es verdadero humanismo.
El cristiano debe ser como el alma en el cuerpo social. El alma, además de
dar forma al cuerpo, realiza en él la unidad, evitando la disgregación de
sus partes. El cristiano será como el alma en la sociedad, cuando propagando
la enseñanza del Señor, vaya realizando la unidad soñada por Dios, aunque
para ello tenga primero que verificarse una suerte de lastimadura en el
cuerpo. Sabemos que la verdad hace muchas veces doler, pero siempre resulta
curativa.
El cristiano ha sido llamado a la ingente tarea de ser una especie de
"puente" entre Dios y los hombres, el elemento que aglutina lo natural y lo
sobrenatural. A través de él, se elevan todas las cosas, pues está llamado a
reinar sobre este mundo. A través de él, en el grado en que se haya unido a
Cristo, se va realizando la recapitulación de todas las cosas para que se
verifique aquello del Apóstol: "Todas las cosas son vuestras, vosotros sois
de Cristo, y Cristo es de Dios".
El seguidor de Cristo, la Verdad encamada, debe saber que tiene que tener
pasta de mártir. Debe estar dispuesto a padecer. Al igual que su Maestro,
deberá vivir en su carne la persecución que provoca la proclamación de la
verdad. Inevitablemente habrá de ser también él signo de contradicción. Hoy,
como ayer, la firmeza en el Evangelio, en la Roca, es escándalo y locura.
Cuando se declara en contra del divorcio, del aborto, de la inmoralidad
pública, de la injusticia social, etc., debe saber que está cumpliendo un
deber de caridad con los demás. Tendrá, pues, que superar ese falso prurito
del "respeto de las opiniones de los demás", cuando esas opiniones son
equivocadas. Respetará, sí, la persona de los demás, no sus opiniones,
cuando son falsas. Contra éstas, deberá predicar la verdad con caridad, sin
remilgos ni cortapisas.
Si hoy avanzan las tinieblas es porque los que tienen la misión de iluminar
esconden la luz. Y la esconden cuando no llevan una vida concorde con el
Evangelio, o cuando por temor y respeto humano, no se animan a enfrentar las
falacias de la "luz mundana". Evitamos las prudencias falsas y carnales. No
mantengamos complicidades con el mundo.
El Verbo debe hacerse carne con su sabiduría en cada cristiano. Él quiere
apoderarse de cada hombre y prestarle sus labios para que se transforme en
heraldo del Evangelio. Démonos completamente al Verbo, y colaboremos en su
empresa de salvación del mundo, que nos aguarda como un desierto sediento de
agua.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994,
p. 51-56)
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Aplicación:
Benedicto XVI - La gran esperanza
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo -segundo después de Navidad y primero del año nuevo- me
alegra renovar a todos mi deseo de todo bien en el Señor. No faltan los
problemas, en la Iglesia y en el mundo, al igual que en la vida cotidiana de
las familias. Pero, gracias a Dios, nuestra esperanza no se basa en
pronósticos improbables ni en las previsiones económicas, aunque sean
importantes. Nuestra esperanza está en Dios, no en el sentido de una
religiosidad genérica, o de un fatalismo disfrazado de fe. Nosotros
confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de modo completo y
definitivo su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia,
para guiarnos a todos a su reino de amor y de vida. Y esta gran esperanza
anima y a veces corrige nuestras esperanzas humanas.
De esa revelación nos hablan hoy, en la liturgia eucarística, tres lecturas
bíblicas de una riqueza extraordinaria: el capítulo 24 del Libro del
Sirácida, el himno que abre la Carta a los Efesios de san Pablo y el prólogo
del Evangelio de san Juan . Estos textos afirman que Dios no sólo es el
creador del universo -aspecto común también a otras religiones- sino que es
Padre, que "nos eligió antes de crear el mundo (...) predestinándonos a ser
sus hijos adoptivos" ( Ef 1, 4-5) y que por esto llegó hasta el punto
inconcebible de hacerse hombre: "El Verbo se hizo carne y acampó entre
nosotros" ( Jn 1, 14). El misterio de la Encarnación de la Palabra de Dios
fue preparado en el Antiguo Testamento, especialmente donde la Sabiduría
divina se identifica con la Ley de Moisés. En efecto, la misma Sabiduría
afirma: "El creador del universo me hizo plantar mi tienda, y me dijo: "Pon
tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel"" ( Si 24, 8). En
Jesucristo, la Ley de Dios se ha hecho testimonio vivo, escrita en el
corazón de un hombre en el que, por la acción del Espíritu Santo, reside
corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9).
Queridos amigos, esta es la verdadera razón de la esperanza de la humanidad:
la historia tiene un sentido, porque en ella "habita" la Sabiduría de Dios.
Sin embargo, el designio divino no se cumple automáticamente, porque es un
proyecto de amor, y el amor genera libertad y pide libertad. Ciertamente, el
reino de Dios viene, más aún, ya está presente en la historia y, gracias a
la venida de Cristo, ya ha vencido a la fuerza negativa del maligno. Pero
cada hombre y cada mujer es responsable de acogerlo en su vida, día tras
día. Por eso, también 2010 será un año más o menos "bueno" en la medida en
que cada uno, de acuerdo con sus responsabilidades, sepa colaborar con la
gracia de Dios. Por lo tanto, dirijámonos a la Virgen María, para aprender
de ella esta actitud espiritual. El Hijo de Dios tomó carne de ella, con su
consentimiento. Cada vez que el Señor quiere dar un paso adelante, junto con
nosotros, hacia la "tierra prometida", llama primero a nuestro corazón;
espera, por decirlo así, nuestro "sí", tanto en las pequeñas decisiones como
en las grandes.
Que María nos ayude a aceptar siempre la voluntad de Dios, con humildad y
valentía, a fin de que también las pruebas y los sufrimientos de la vida
contribuyan a apresurar la venida de su reino de justicia y de paz.
(Basílica Vaticana, Sábado 2 diciembre 2006)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Jn 1, 18
"Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios,
a los que creen en su nombre".
Nosotros hemos visto al Verbo Encarnado, al Emmanuel, pero debemos reconocer
su origen divino. Ese Niño que vemos en el pesebre es el Verbo de Dios. Dios
verdadero de Dios verdadero.
Su nombre es Jesús, el que da la salud. La salud se alcanza confesándolo
como Dios y confesándolo como Dios nos hacemos hijos de Dios.
Jesús nos trae una nueva naturaleza que el Padre ha creado: la gracia
santificante. Gracia porque es don de Dios. Santificante porque nos hace
santos.
Al reconocer al Verbo Encarnado se nos injerta esta nueva naturaleza que es
sobrenatural y nos hace hijos adoptivos de Dios y con derecho a su herencia
que es el cielo.
Un regalo inmenso. Dios que se hace hombre para que el hombre se haga hijo
de Dios.
Nueva vida como le dijo Jesús a Nicodemo. Vida nueva según el Espíritu.
¿Se puede perder la vida sobrenatural? Sí, arrancándola por el pecado
mortal. El pecado mortal significa tomar la decisión de no querer recibir el
don de Dios, rechazarlo y preferir a las criaturas. Pecado mortal porque
mata en nosotros la vida de Dios, la vida sobrenatural.
Y ¿con qué nos quedamos? Con nuestra pobre naturaleza caída…
Entonces… pongamos un precio a la gracia santificante, démosle un valor. Sin
ella no podemos alcanzar el cielo porque hemos rechazado la filiación divina
y por tanto la herencia de Dios, voluntariamente…
La gracia vale el anonadamiento de Dios, vale la vida de Dios, hasta el
derramamiento de la última gota de su Sangre.
Valoremos éste regalo que nos ha traído el Niño Dios.
Los santos estaban dispuestos a morir antes de dejar la filiación divina.
Los mártires murieron para permanecer con la vida sobrenatural.
La gracia santificante, el Reino de los cielos, se parece a un tesoro, a una
perla preciosa…
La acedia. Ataque a la vocación de hijos de Dios
Apliquemos nuestra inteligencia a analizar lo que significa ser hijos de
Dios. Ser hijos de Dios es algo maravilloso, valiosísimo.
Y ¿por qué perdemos esta dignidad tan fácilmente? Porque no medimos el valor
real de esta gracia.
Los hombres del mundo no quieren ser hijos de Dios. Han tomado esa
voluntaria decisión porque les parece algo muy grande y no están dispuestos
al sacrificio que implica la correspondencia a tan gran don. Prefieren que
Dios los deje en paz, prefieren permanecer en el pecado. En realidad
desdicen de su mismo ser, de las posibilidades de plenitud que son naturales
en el hombre: el hombre es capaz de Dios. Y esa falta de aspiración a la
plenitud del ser empequeñece cada día más al hombre y como el hombre aspira
por naturaleza a la plenivivencia se manifiesta una inquietud en el espíritu
que se llena de otras cosas que no son Dios. Pero las cosas creadas no
sacian el corazón del hombre. A la larga producen desesperación y anticipan
el estado definitivo de no plenitud o separación eterna de Dios que es el
infierno.
En la etapa intermedia el orgullo juega un papel importante respondiendo al
estado de deseo de plenitud. El orgullo pone como medio para alcanzar la
plenitud al mismo hombre en lugar de Dios, la presunción, y anticipa la
plenitud. Sin embargo, el hombre vuelve a tener deseo de plenitud porque la
plenitud de las criaturas es imperfecta y volátil.
El cristiano cuando no reza cae en estado de acedia, especie de tristeza por
ser quién es, hijo de Dios. Es tristeza que surge porque no quiere aceptar
grandeza tal y prefiere seguir en la paz mundana. Sabe que el ser hijo de
Dios exige vivir como Jesucristo y dejar de lado todo lo mundano. Y lo que
al principio es como un vértigo o miedo que paraliza o debilita, termina por
convertirse en una decisión voluntaria de rechazo al llamado divino.
¿Cómo podemos vencer este estado que nos paraliza en el amor a Dios? Con la
grandeza de alma. Rezando, dedicándonos a descansar en Dios. Siendo fieles
al domingo y meditando la grandeza de la dignidad de hijos de Dios.
Miremos nuestra vida, ¿están las hijas de la acedia? ¿Está la inquietud de
espíritu? ¿La abundancia de palabras inútiles? ¿La curiosidad? ¿La
inestabilidad de lugar y decisión? ¿La inoportunidad en las palabras y
obras? ¿Tenemos indiferencia a las cosas de Dios? Ya esto es grave ¿Nos
fastidia la oración y las cosas espirituales en nosotros o en los demás?
¿Tenemos ánimo pequeño respecto a la santidad? ¿Odiamos las cosas divinas?
¿Vivimos una vida desesperada? Si vemos las hijas de la acedia en nuestra
alma es porque la madre también habita en ella.
La solución a la acedia es la grandeza de ánimo que responde a la vocación a
la que Dios nos llama, un abismo llama a otro abismo, el abismo de la
vocación de hijos de Dios llama al abismo de nuestra alma. Si crecemos en el
amor a Dios venceremos la tristeza de la acedia y obtendremos la alegría que
es fruto del amor divino sobrenatural.
Notas
Cf. Jn 3, 3.7
Cf. Pieper, Las Virtudes Fundamentales, Rialp Madrid 20038, 394-5
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Directorio Homilético - Segundo domingo después de Navidad
CEC 151, 241, 291, 423, 445, 456-463, 504-505, 526, 1216, 2466, 2787: el
prólogo del
Evangelio de Juan
CEC 272, 295, 299, 474, 721, 1831: Cristo, Sabiduría de Dios
CEC 158, 283, 1303, 1831, 2500: Dios nos da la Sabiduría
I POR QUE EL VERBO SE HIZO CARNE
456 Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos co nfesando: "Por
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del
Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".
457 El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,
10)."El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo" (1 Jn 4, 14). "El
se manifestó para quitar los pecados" (1 Jn 3, 5):
Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida;
muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario
que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacia falta que nos
llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un
socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos
razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar
hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se
encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de
Nisa, or. catech. 15).
458 El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios:
"En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo
a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). "Porque tanto
amó Dio s al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él
no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
459 El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí ... "(Mt 11, 29). "Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). Y el Padre, en
el monte de la transfiguración, ordena: "Escuchadle" (Mc 9, 7;cf. Dt 6,
4-5). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la
ley nueva: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8,
34).
460 El Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina"
(2 P 1, 4): "Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el
Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con
el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de
Dios" (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1). "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre
para hacernos Dios" (S. Atanasio, Inc., 54, 3). "Unigenitus Dei Filius, suae
divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut
homines deos faceret factus homo" ("El Hijo Unigénito de Dios, queriendo
hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que,
habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres") (Santo Tomás de A.,
opusc 57 in festo Corp. Chr., 1).
II LA ENCARNACION
461 Volviendo a tomar la frase de San Juan ("El Verbo se encarnó": Jn 1,
14), la Iglesia llama "Encarnación" al hecho de que el Hijo de Dios haya
asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación.
En un himno citado por S. Pablo, la Iglesia canta el misterio de la
Encarnación:
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante
a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí
mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. (Flp 2, 5-8; cf. LH,
cántico de vísperas del sábado).
462 La carta a los Hebreos habla del mismo misterio:
Por eso, al entrar en este mundo, dice: No quisiste sacrificio y oblación;
pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te
agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu
voluntad! (Hb 10, 5-7, citando Sal 40, 7-9 LXX).
463 La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo
distintivo de la fe cristiana: "Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios:
todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios" (1 Jn
4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando
canta "el gran misterio de la piedad": "El ha sido manifestado en la carne"
(1 Tm 3, 16).
504 Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen
María porque El es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45) que inaugura la nueva
creación: "El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo
viene del cielo" (1 Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción,
está llena del Espíritu Santo porque Dios "le da el Espíritu sin medida" (Jn
3, 34). De "su plenitud", cabeza de la humanidad redimida (cf Col 1, 18),
"hemos recibido todos gracia por gracia" (Jn 1, 16).
505 Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo
nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe "¿Cómo
será eso?" (Lc 1, 34;cf. Jn 3, 9). La participación en la vida divina no
nace "de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de
Dios" (Jn 1, 13). La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es
dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana
con relación a Dios (cf. 2 Co 11, 2) se lleva a cabo perfectamente en la
maternidad virginal de María.
(cortesía iveargentina)