Disfruten de
la Palabra Divina de los Domingos
tomados de la mano de los Padres de la
Iglesia, de los Santos y Sabios de todos los tiempos y del Catecismo de la
Iglesia Católica
(Nota
Bene: Los números consignados entre paréntesis ( ) hacen referencia a los
números del Catecismo).También puede saltar a:
INTRODUCCIÓN AL ADVIENTO B
Nunca ha sido bueno que haya personas
que dirijan su mirada en una sola dirección. Si miran sólo hacia el pasado, se
quedan en la simple nostalgia; si lo hacen exclusivamente hacia el presente,
olvidan sus raíces y se quedan sin fundamento. Si les preocupa sólo el futuro,
difícilmente podrán esperar sin apoyos de ahora o de antes.
La grandeza del Adviento está en que
hace mirar en las tres direcciones. La liturgia actualiza el pasado, ilumina
desde él el presente e impulsa hacia un futuro que, por lo que aconteció y lo
que acontece ahora, está sólidamente apoyado. Es otra manera de decir que
celebramos las tres venidas del Señor: la histórica, la permanente presencia en
la vida de la Iglesia y la Parusía como consumación de todo, meta de todas las
promesas.
Los futuros de los que nos habla el
Adviento no son homogéneos. Los hay de largo alcance y de llegada inmediata. Ni
el propio Isaías sabía cuándo habrían de tener lugar sus anuncios. Muchos de
ellos, y en plenitud, aún no se han alcanzado,
aunque estemos ahora disfrutándolos en parte y es sin duda el tiempo
verbal que más se usa en todo el año. Pero al notar que el profeta siempre
apoya sus predicciones en la seguridad de las promesas divinas, se advierte la
confianza en que se cumplirán. Son anuncios que rezuman seguridad. Son futuros
que dependen de Dios y saldrán adelante.
Y al mirar esos apoyos, ¿quién puede
dudar de nuestro presente? Sobre todo al saber que celebramos el cumplimiento
de lo más importante: “He aquí que la
Virgen concebirá un Hijo y le pondrá por nombre Emmanuel que significa
Dios-con-nosotros”.
Por eso el creyente no puede ser
persona de mirada en una sola dirección. El remoto pasado nos invita al cercano
pasado y éste al presente de la permanencia del Dios “que ha visitado a su
pueblo”.
¿Y en que otro apoyo podía fundamentar
Jesús el anuncio de su venida al final de los tiempos? Si Él vendrá es porque
ha venido y si está entre nosotros es porque vino. Es la justificación de este
tiempo de esperanzas. Pero aún es mayor la actualidad cuando descubrimos que
estamos llamados a realizar lo hecho y a volver a empezar lo acabado. ¿Preparó
Juan los caminos del Señor? Claro que sí. Pero se nos invita a prepararlos aquí
y ahora. ¿Se allanaron montes, se enderezaron caminos y se allanaron valles en
su tiempo y por su palabra? Desde luego; y sin embargo se nos llama a continuar
haciéndolo.
Si nos atenemos a la frase del
Bautista: “En el desierto preparad el camino al Señor” nos sentiremos
aparentemente no escuchados como Juan se sintió en su tiempo. Pero se formaron
colas para recibir el bautismo de conversión. A pesar de tanto desierto. Hasta
físico. Y al caer en la cuenta de que hoy como ayer hay muchos que preparan la
venida, que viven la esperanza, que se alegran de la actualización sacramental
que la Liturgia nos ofrece de la espera y de la venida, el desierto es menos y
la alegría mayor porque, además de estar, se Le espera. Y casi sin querer nos
hemos topado con la mirada al presente. Siempre que se aguarda algo en nombre
de unas promesas fiel y puntualmente cumplidas, esa esperanza es fundada. Se
parece mucho a la de los profetas.
El Adviento es un gran acto de fe en
que lo que sirvió hace dos mil años sigue en vigor, tan actual como entonces.
Es la afirmación de que todo aquello que
se anunciaba como inminente: “Hacia Él caminarán las naciones,
confluirán pueblos numerosos”; “nos instruirá en sus caminos y marcharemos por
sus sendas”; “de las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas”; “sales
al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos”; “defenderá
con justicia al desamparado, con equidad dará sentencia al pobre”; “aquel día
se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara”... se ha
cumplido, se está cumpliendo y que se cumplirá en plenitud al final de los
tiempos.
Es el Adviento una solemne afirmación de la permanente
actualidad de Dios en las limitaciones que el tiempo supone para el hombre.
Porque hablar de Dios como “actual” es como poner límites a su eternidad; es
limitarle a un tiempo que, por muy largo que sea, siempre será límite. Por eso
es sólo una manera de hablar.
Esa actualidad, sin embargo, nos la
presenta la Liturgia tal como es: ilimitada y eterna en sus dimensiones, pero
cercana y limitada por las señales que nosotros podemos interpretar . Más
todavía: las celebraciones del Adviento nos acercan tanto la expectación de
muchos siglos que parece corta; nos muestran tan próxima la prolongadísima
esperanza de un pueblo, que se nos antoja corta.
El Catecismo de la Iglesia Católica
amplía también esta espera a los pueblos paganos, “aunque confusa”(522). Y otra
vez tenemos que afirmar la vigencia de un adviento constante en quienes a
tientas y a ciegas, pero con esfuerzo y resolución, buscan afanosamente a Dios
entre los múltiples “semina Verbi” diseminadas en todo lugar y en muchas
creencias.
Durante este tiempo, la Iglesia
quiere y proclama la conversión como preparación para la venida de Cristo. Hay
que destacar un aspecto de tal conversión, algo que la hace original y propia
de este momento. Lo que Juan predicaba a orillas del Jordán era un bautismo de
penitencia para quienes aguardaban desde la fe, para los que esperaban en las
promesas. Ello hace suponer que, a pesar de su creencia, de su capacidad de
espera, de su fidelidad a Yavé y a sus anuncios de salvación, algo había en la
vida de aquéllos no inundado aún
por la fe, no empapado por la
salvación que Dios les había otorgado ya, aunque en nombre de Aquel cuyos
caminos preparaban.
Desde la Liturgia, la Iglesia nos
habla a quienes creemos, a quienes hemos puesto en Dios la esperanza. Y lo
primero que necesitamos es introspección. Desde la luz que el Espíritu nos otorga, podemos ver los
“espacios” que aún no están sintonizados con el Evangelio; las franjas de
existencia a las que no ha llegado la conversión porque hemos puesto diques al
torrente de salvación.
Los personajes que nos salen al
encuentro estos días están a caballo entre los dos Testamentos. Acaso sea más
exacto decir que son amigos de Dios por las dos Alianzas. Desde la primera
esperan; y son inmediato preludio y “puente” de la segunda. Son testigos de
algo que pocos entendieron entonces y que muchos siguen sin comprender ni
aceptar: que Cristo es la Palabra definitiva; que no vendrán tras Él otros
salvadores. Lo entiende el Bautista cuando quiere disminuir a costa del
crecimiento de Cristo. Lo quiere el Profeta, para quien después, en el tiempo
futuro que él entrevé, todo será mejor. Lo quiere la Virgen Santísima, no sólo
al escuchar al ángel Gabriel, sino al cantar la gloria de quien viene a enriquecer
a los pobres y a dejar a los poderosos con las manos vacías. Vive la Iglesia la
gozosa novedad, única e irrepetible, de ver a su Excelsa Madre distinguida
entre todos los mortales por su Concepción Inmaculada, obra que solamente desde
Cristo era posible; como solamente la obra del Espíritu podía hacerla fecunda
en su virginidad. Son demasiadas novedades como para pensar que todo iba a ser
igual.
Es el Adviento un inmenso juicio de
Dios sobre la historia. Revelado desde siglos al pueblo elegido mediante los
Patriarcas y Profetas, y preparando una estirpe en la carne para el Hijo, ha
ido declarando escasa la esperanza y, sobre todo, escasos los que se fiaban de
las promesas. En el momento de la Encarnación, muy poquitos se enteraron y
creyeron en los escandalosos signos que se les ofrecieron. Hoy, el Evangelio
sigue entre nosotros denunciando la indiferencia de los más ante la presencia
permanente de Cristo, o la hostilidad de quienes no quieren ver la indisoluble
vinculación de Cristo con la Iglesia, de su Palabra con la de la Iglesia, de su
salvación con la de la Iglesia.
La mirada del creyente hacia el
pasado (promesas), hace que su fe tenga raíces tan profundamente clavadas en
Dios que se siente constantemente invitado a iluminar desde el pasado el presente.
Cuando mira el ahora mismo, verá al
mismo Cristo presente en la Iglesia, actualizando su salvación mediante los
Sacramentos, haciéndola visible en los signos de la Liturgia, comprometiendo a los suyos en el anuncio de
la Palabra y en la vida vivida según el Evangelio.
Cuando la vista se dirige al mañana,
se está convencido de que el futuro sólo es de Dios, y que sólo desde Él puede
mirarse. Más aún: que sólo quienes ven así el mañana lo podrán hacer distinto.
Porque lo hará Él y no nosotros. Cuando los hombres han hecho la historia ellos
solos, ya sabemos lo que les ha salido. Cuando la han hecho desde Dios (Isaías,
Juan Bautista, María), ya sabemos lo que ha ocurrido. Porque también para ellos
hubo un mañana, que leyeron desde Dios. Y lo grande es que en ese “mañana”
estaba presente Jesucristo.
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