“Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti”
JUEVES SANTO 2011
Homilía del Papa
en la Misa en la Cena del Señor
Queridos hermanos y hermanas:
"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc
22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de
la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al
encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba
a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento
que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la
transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos,
para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de
Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su
creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el
amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo
que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los
hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos
verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a
su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en
la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente
en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él
conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa,
el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial
del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una
parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que
había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de
aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda,
sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una
orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de
sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el
traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice
así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la
que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la
fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión
eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también
como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la
Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con
insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento,
mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús
sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la
oración de Jesús en el momento central de la Cena: "eucharistesas" y "eulogesas"
-"agradecer" y "bendecir". El movimiento ascendente del agradecimiento y el
descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son
parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su
Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de
su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los
que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos
transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es
nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al
hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios
mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la
Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo
tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos.
Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús
repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en
su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por
nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta
súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino
que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean
uno "como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La
unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a
él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la
unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior,
místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la
prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un
sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en la Primera
carta a los Corintios: "El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de
Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 16s). La Iglesia nace con
la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo
del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos
hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima
cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión
visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el
misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo:
ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero
acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada
comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las
comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de
la Iglesia las palabras: "una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro". Esto no
es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria
de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre:
la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad,
se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio
concreto.
San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la
unidad: "Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como
trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te
hayas convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de
nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de
manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de
Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a
través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está
siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero
después sigue un anuncio y un encargo. "Tú, cuando te hayas convertido...":
Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse
continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha
tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder
divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: "Señor, apártate de
mí, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce
su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe
pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta humildad. En Cesarea de
Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser
crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el
Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su
imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada.
Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no
conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira para poder
permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un
puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a
aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese.
También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las
limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar
que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de
pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso.
Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y
ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la
voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire también a
nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y
que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato
exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la
unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa Eucaristía. Queridos
amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración
eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del
Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia, el Papa
puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el
rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de
la misión de Jesús de parte del Padre.
"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros". Señor, tú tienes
deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa
Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de
ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la
unidad, para que el mundo crea. Amén.
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