Cuaresma 2015 - Papa Francisco: 'Fortalezcan sus corazones'
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
«Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades
y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2).
Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios
porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros.
Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos
cuida y nos busca cuando lo dejamos.
Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que
nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos
olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan
sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a
gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de
indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que
podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un
malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a
las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos
más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la
globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también
para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de
los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su
Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena,
en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la
puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra.
Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la
proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio
de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende
a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra
en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe
sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser
indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes
para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la
indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con
su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha
experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su
bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él,
siervo de Dios y de los hombres.
Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de
los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después
entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos
los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha
dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen "parte" con Él (Jn 13,8)
y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así
llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y
cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos
convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar
para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros
corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es
indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si
un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero
a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos
reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de
cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en
esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino
que lo que tiene es para todos.
Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes
están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras
fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos
abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la
vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se
tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que
recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus
miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos
refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en
el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada?
(cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso
superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la
Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos
que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en
Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la
indiferencia.
La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los
sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y
gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron
definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que
esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con
nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la
Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria
del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra
que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi
deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14
julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos,
así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y
reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para
nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de
dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que
la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los
alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada
en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la
realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede
callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada
hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en
nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y
resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E,
igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para
toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se
manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras
comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la
indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos
saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento
humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para
intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de
horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La
iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la
Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es
expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las
personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de
caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar
interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra
participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la
conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi
vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la
gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades,
confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios.
Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros
solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero
pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de
formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est,
31).
Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien
desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al
tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el
Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y
hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y
lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en
esta Cuaresma: "Fac cor nostrum secundum Cor tuum": "Haz nuestro corazón
semejante al tuyo" (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De
ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso,
que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la
globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad
eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que
recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano, 4 de octubre de 2014
Fiesta de san Francisco de Asís
FRANCISCUS PP.