Santos y Santass
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«Las rocas se resquebrajaron»
Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.
1. La Pasión y el Sudario
La Pasión de Cristo es el tema más tratado en el arte occidental. Basta con
pensar en las innumerables representaciones, en pintura y escultura, del
Jesús de Getsemaní, del Ecce
Homo, de la crucifixión, en los famosos descendimientos de la cruz
llamados «piedades», y, en el mundo alemán, «Vesperbild». En nuestro mundo
secularizado, el arte permanece como una de las pocas formas de
evangelización que penetra también en ambientes cerrados a cualquier otro
modo de anuncio. Conocí a una joven japonesa que se convirtió y recibió el
bautismo estudiando Arte en Florencia.
Ninguna representación artística de la Pasión, en cambio, ha ejercido y aún
lo hace una fascinación comparable a la del Sudario [Sábana Santa. Ndt]. No
importa, desde nuestro punto de vista, saber si el Sudario es «auténtico» o
no, si la imagen se ha formado natural o artificialmente, si es sólo un
icono o también una reliquia. Lo cierto es que es la representación más
solemne y más sublime de la muerte que ningún ojo humano haya contemplado
jamás. Si un Dios puede morir, ésta es la manera menos inadecuada de
representarnos su muerte.
Los párpados cerrados, los labios juntos, los rasgos del rostro serenos: más
que en un muerto, todo hace pensar en un hombre inmerso en profunda y
silenciosa meditación. Parece la traducción en imágenes de la antigua
antífona del Sábado Santo: «Caro
mea requiescet in spe», «mi carne descansa segura». También la antigua
homilía sobre el Sábado Santo que se lee en el Oficio de lecturas adquiere
una fuerza especial leída ante el Sudario: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un
gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un
gran silencio, porque el Rey duerme» [1].
La teología nos dice que en la muerte de Cristo su alma se separó del cuerpo
como en todo hombre que muere, pero su divinidad permaneció unida tanto al
alma como al cuerpo. El Sudario es la representación más perfecta de este
misterio cristológico. Aquel cuerpo está separado del alma, pero no de la
divinidad. Algo divino se mueve sobre el rostro martirizado, pero lleno de
majestad, del Cristo del Sudario.
Para percibirlo es suficiente con comparar el Sudario con otras
representaciones del Cristo muerto, realizadas por mano de artistas humanos,
por ejemplo el Cristo muerto de Mantegna, y más aún el de Holbein el Joven,
en el Museo de Basilea, que representa el cuerpo de Cristo con toda la
rigidez de la muerte y la incipiente descomposición de los miembros. Ante
esta imagen –decía Dostoievski, quien la había contemplado largamente en un
viaje-- fácilmente se puede perder la fe [2]; ante el Sudario, al contrario,
se puede encontrar la fe, o volver a hallarla si se había perdido.
El rostro de Cristo del Sudario es como un límite, una pared que separa dos
mundos: el mundo de los hombres lleno de agitación, de violencia y de
pecado, y el mundo de Dios inaccesible al mal. Es una orilla en la que
rompen todas las olas. Como si, en Cristo, Dios dijera a las fuerzas del mal
lo que en el Libro de Job dice al océano: «Llegarás hasta aquí, no más allá,
aquí se romperá el orgullo de tus olas» (Jb 38,11).
Ante el Sudario podemos orar así: «Señor, haz de mi tu sudario. Cuando,
descendido nuevamente de la cruz, vengas a mí en el sacramento de tu cuerpo
y de tu sangre, que yo te envuelva con mi fe y mi amor como en un sudario,
de forma que tus rasgos se impriman en mi alma y dejen también en ella una
huella indeleble. Señor, ¡haz del áspero y tosco paño de mi humanidad tu
sudario!».
2. La Pasión del alma del Salvador
En esta meditación, nos conducimos idealmente al Calvario. Los evangelistas
encierran el acontecimiento más desconcertante de la historia del mundo en
tres palabras: «y le crucificaron» (Marcos y Mateo), «allí le crucificaron»
(Lucas), «para crucificarle» (Juan). Los lectores a quienes se dirigían bien
sabían qué encerraban esas palabras; nosotros no; debemos deducirlo de otras
fuentes. Pero también éstas son extrañamente reticentes; el suplicio de la
cruz era considerado tan espantoso que debía mantenerse lejos, decía
Cicerón, «no sólo de los ojos, sino también de los oídos de un ciudadano
romano» [3]. No se debía hablar de ello entre gente de bien.
El condenado podía ser atado con cuerdas en las muñecas o sujetado con
clavos a la cruz. La mención de las heridas en las manos y en los pies del
Resucitado nos dice que para Jesús se adoptó la segunda forma, y se puede
fácilmente imaginar el suplicio que esto comportaba.
Se han propuesto varias teorías acerca de la causa física inmediata de la
muerte de Jesús: infarto, asfixia; la más reciente indica en la
deshidratación y en la pérdida de sangre la explicación médica más admisible
de la muerte de Cristo.
Pero mucho más profunda y dolorosa que la pasión del cuerpo fue la del alma
de Cristo. Ésta tuvo varias causas. La primera es la soledad.
Los Evangelios insisten mucho en el progresivo abandono de Jesús en su
Pasión: por parte de la multitud, de los discípulos y finalmente del Padre
mismo. «Me dejaréis solo» (Jn 16,32); «entonces los discípulos le
abandonaron todos, y huyeron» (Mt 26,56; Mc 14,50).
La soledad de Cristo es impresionante sobre todo en el episodio de
Getsemaní, cuando Él busca repetidamente y en vano a alguno que esté a su
lado. Para expresar la angustia de este momento, Marcos y Mateo utilizan el
verbo ademonein. En griego
se sabe que la letra a- al comienzo de una palabra indica ausencia,
privación; demonein tiene
la misma raíz que demos, pueblo, y que democracia. La idea subyacente es,
por lo tanto, la de un hombre aislado del consorcio humano, presa de una
especie de terror solitario, como uno que se encuentra proyectado hacia un
punto remoto del universo donde, si grita, su voz se pierde en un vacío
sideral.
La soledad alcanza el culmen en la cruz, cuando Jesús, en su humanidad, se
siente abandonado hasta del Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Éste no fue un grito de desconsuelo y de desesperación, como a
veces se ha pensado. Si los evangelistas lo hubieran considerado tal,
ciertamente no habrían hecho depender de él la confesión de fe del centurión
romano: «¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!» (Mt 27,54; Mc 15,39). Sin
embargo nada impide pensar que los evangelistas hayan interpretado el grito
de Jesús, a la luz del salmo citado, como expresión de la extrema soledad y
abandono que Jesús experimenta en este momento en su humanidad [4].
Aquello que el apóstol Pablo supone como la suprema renuncia y sufrimiento
posible en el mundo, «ser anatema, separado de Cristo, por el bien de sus
hermanos de raza, según la carne» (Cf. Rm 9,1 s.), Cristo en la cruz, de
hecho, lo ha experimentado respecto a Dios. Él se ha convertido en el ateo,
el sin Dios, para que los hombres pudieran regresar a Dios. Existe un
ateísmo activo, culpable, que consiste en rechazar a Dios, y existe un
ateísmo pasivo, de pena y de expiación, que consiste en ser rechazado o
sentirse rechazado por Dios. Hay que preguntar a los místicos que han
compartido en pequeña parte la noche oscura de Dios, la última entre ellos
la Madre Teresa de Calcuta, para saber cuán dolorosa es esta forma de
ateísmo...
Otro aspecto de la Pasión interior de Cristo es la humillación y el
desprecio. «Despreciado, rechazado por los hombres... maltratado, él se
humilló» (Is 53,3.7). Así lo había predicho Isaías y así sucedió. Desde el
momento de la detención hasta bajo la cruz hay un crescendo de desprecio,
insultos y escarnios en torno a la persona de Cristo. «Le vistieron de
púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron. Y se pusieron a
saludarle: “¡Salve, Rey de los judíos!”. Y le golpeaban en la cabeza con la
caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Cuando se
hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le
sacaron fuera para crucificarle» (Mc 15,17-20). Bajo la cruz «los sumos
sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo:
“A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse”» (Mt 27,41 s.). Jesús es el
vencido. Todos los innumerables «vencidos» de la vida tienen a alguien que
puede entenderles y ayudarles.
Pero la pasión del alma del Salvador tiene una causa aún más profunda que la
soledad y la humillación. En Getsemaní ruega para que se aparte de Él el
cáliz (Mc 14,36). La imagen del cáliz evoca casi siempre, en la Biblia, la
idea de la ira de Dios contra el pecado (Is 51,22; Sal 75,9; Ap 14,10).
En el comienzo de la Carta, San Pablo estableció un hecho que tiene valor de
principio universal: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda
impiedad» (Rm 1,18). Donde hay pecado, ahí no puede no dirigirse el juicio
de Dios contra aquél; si no, Dios llegaría a un compromiso con el pecado y
caería la propia distinción entre el bien y el mal. La ira de Dios es la
misma cosa que la santidad de Dios. Jesús en Getsemaní es la impiedad, toda
la impiedad del mundo. Él, escribe el Apóstol, es el hombre «hecho pecado»
(2 Co 5,21). Es contra Él que «se revela» la ira de Dios. La infinita
atracción que existe desde la eternidad entre Padre e Hijo es atravesada
ahora por una repulsión igualmente infinita entre la santidad de Dios y la
malicia del pecado, y esto es «beber el cáliz».
3. «¿Soy acaso yo, Señor?»
Es momento de pasar de la contemplación de la Pasión a nuestra respuesta a
ella. Aludí al principio al papel desempeñado por el arte respecto a la
Pasión de Cristo. Junto a la pintura y la escultura, hay que recordar con
gratitud también la música. Para muchas personas, dentro y fuera del
Cristianismo, la Pasión según
San Mateo de Bach es el único
medio de conocimiento de la Pasión de Cristo. Un medio frente al cual es
difícil permanecer del todo neutrales y distantes. En el relato de los
hechos (recitativos), se alterna en ella la meditación (las arias), la
oración (corales), el impulso del corazón; todo penetra en los sentidos y en
el alma por la sugestión de una música que toca aquí una de sus cumbres más
sublimes.
He querido volver a oír la Pasión
según San Mateo de Bach en
vista de estas meditaciones, y ha habido un momento que me ha conmovido
profundamente. Al anuncio de la traición, todos los apóstoles preguntan a
Jesús: «¿Soy acaso yo, Señor?», «Herr, bin ich’s?». Pero antes de hacernos
oír la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre el acontecimiento
y su recuerdo, el compositor hace intervenir al devoto cristiano de hoy,
quien grita su confesión: «Sí, soy yo, ¡yo el traidor!», «Ich bin’s, ich
sollte büßen».
Esta interpretación es profundamente bíblica. El kerigma,
o anuncio, de la Pasión está formado siempre por dos elementos: un hecho
--«padeció», «murió»-- y la motivación del hecho --«por nosotros», «por
nuestros pecados»--. Él fue entregado a la muerte –dice el Apóstol-- «por
nuestros pecados» (Rm 4,25); murió «por los impíos», murió «por nosotros»
(Rm 5, 6.8). Siempre es así.
La Pasión inevitablemente nos es ajena mientras no se entra en ella por esa
puertecita estrecha del «por nosotros». Conoce verdaderamente la Pasión sólo
quien reconoce que es también obra suya. Sin esto lo demás es divagación.
Soy yo Judas que traiciona, Pedro que niega, la multitud que grita «¡A
Barrabás, no a ése!». Cada vez que he preferido mi satisfacción, mi
comodidad, mi honor, a Cristo, se ha realizado esto. El padre Primo
Mazzolari, en un memorable discurso de Viernes Santo, no carecía de razón al
hablar de «nuestro hermano Judas».
Si Cristo murió «por mí» y «por mis pecados», entonces quiere decir
–poniendo simplemente la frase en su forma activa-- que yo he matado a Jesús
de Nazaret, que mis pecados
le han aplastado. Es lo que Pedro proclama con fuerza a los tres mil que le
escuchan el día de Pentecostés: «¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!»,
«¡Renegasteis del Santo y del Justo!» (Cf. Hch 2,23; 3,14)
Aquellos tres mil no habían estado presentes en el Calvario para martillear
los clavos, ni ante Pilatos para pedir que fuera crucificado. Habrían podido
protestar; en cambio aceptan la acusación y dicen a los apóstoles: «¿Qué
hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37). El Espíritu Santo les había
«convencido de pecado» dejándoles hacer un sencillo razonamiento: si el
Mesías murió por los pecados de su pueblo y yo he cometido un pecado, yo he
matado al Mesías.
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se
rasgó en dos, de arriba a abajo; tembló la tierra, las rocas se
resquebrajaron, se abrieron los sepulcros y muchos santos que habían muerto
resucitaron» (Mt 27,51 s.). De estos signos se da, comúnmente, una
explicación apocalíptica (lenguaje simbólico para describir el evento
escatológico), pero tienen también un significado parenético: indican lo que
debe ocurrir en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo.
Escribe San León Magno: «Que tiemble la naturaleza humana ante el suplicio
del Redentor, que se rompan las piedras de los corazones infieles y quienes
estaban encerrados en los sepulcros de su mortalidad que salgan fuera,
levantando la piedra que pesaba sobre ellos» [5].
Hemos llegado al punto en que debemos recoger el fruto de toda nuestra
meditación de la Pasión. La Biblia ha explicado el sentido profundo de la
palabra metanoia,
conversión, como un cambio de corazón: «Crea en mí, oh Dios, un corazón
nuevo», «Desgarrad vuestro corazón, no vuestros vestidos» (Jl 2,13). También
la conversión de la multitud que escuchó el discurso de Pedro se expresa con
la imagen del corazón: «Se sintieron traspasar el corazón» (Hch 2,37).
Toda conversión supone un movimiento, un paso de un estado a otro, de un
punto de partida a un punto de llegada. El punto de partida, el estado del
que se debe salir, es para la Escritura el de la dureza de corazón: «Yo les
abandoné a la dureza de su corazón, para que caminaran según sus propios
designios» (Sal 80,13), «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro
corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres» (Mt 19,8), «Apenado por la
dureza de sus corazones» (Mc 3,5), «Les reprochó su incredulidad y su dureza
de corazón» (Mc 16,14), «Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas
acumulando cólera contra ti» (Rm 2,5).
En toda la Biblia, pero especialmente en el Nuevo Testamento, el corazón
indica la sede de la vida interior, en contraste con la apariencia exterior:
«El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7).
El corazón es el yo profundo del hombre, su propia persona, en particular su
inteligencia y voluntad. Es el centro de la vida religiosa, el punto en el
que Dios se dirige al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios.
Se comprende entonces qué representa para la Escritura la dureza de corazón:
el rechazo a someterse a Dios, a amarle con todo el corazón, a obedecer su
ley. El término sclerocardia,
inventado por la Biblia, es significativo. El corazón duro es un corazón
esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma de amor que no sea el
amor de sí mismo. Las imágenes empleadas por la Escritura son las del
«corazón de piedra» (Ez 36,26), «corazón incircunciso» (Jr 9,26), «dura
cerviz» (Dt 31,27).
El término ad quem, o el
punto de llegada de la conversión, está descrito, coherentemente, con las
imágenes del corazón contrito, herido, lacerado, circunciso, del corazón de
carne, del corazón nuevo: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un
corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51,19); «¿En
quién me fijaré? En el humilde y contrito que tiembla a mi palabra» (Is
66,2); «Con alma contrita y espíritu humillado te seamos aceptos» (Dn 3,39).
4. «Yo estoy a la puerta y llamo»
Procuremos ahora comprender cómo se obra este cambio del corazón. Es
necesario distinguir dos situaciones. Cuando se trata de la primera
conversión, desde la incredulidad a la fe, o desde el pecado a la gracia,
Cristo está fuera y llama a las paredes del corazón para entrar; cuando se
trata de sucesivas conversiones, desde un estado de gracia a otro más
elevado, de la tibieza al fervor, ocurre lo contrario: ¡Cristo está dentro y
llama a las paredes del corazón para salir!
Me explico. En el bautismo hemos recibido al Espíritu Santo; Él permanece en
nosotros como en su templo (1 Co 3,16), mientras no sea expulsado de ahí por
el pecado mortal. Pero puede suceder que este Espíritu acabe por estar como
aprisionado y tapiado por el corazón de piedra que se le forma alrededor. No
tiene posibilidad de expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones
y los sentimientos de la persona. Cuando leemos la frase de Cristo en el
Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), deberíamos
entender que Él no llama desde fuera, sino desde el interior; no quiere
entrar, sino salir.
El Apóstol dice que Cristo debe ser «formado» en nosotros (Ga 4,19), esto
es, desarrollarse y recibir su forma plena; es este desarrollo el que impide
el corazón de piedra. A veces se ven a los lados de las calles grandes
árboles (en Roma generalmente son pinos) cuyas raíces, aprisionadas por el
asfalto, luchan por extenderse, levantando a tramos el mismo cemento. Así
debemos imaginar que es el reino de Dios dentro de nosotros: una semilla
destinada a transformarse en un árbol majestuoso sobre el que se posan los
pájaros del cielo, pero al que le cuesta trabajo desarrollarse por la
resistencia de nuestro egoísmo.
Existen obviamente grados diferentes en esta situación. En la mayoría de las
almas comprometidas en un camino espiritual, Cristo no está aprisionado en
una coraza, sino, por así decirlo, en libertad vigilada. Es libre de
moverse, pero dentro de límites bien precisos. Esto sucede cuando
tácitamente se le da a entender qué puede pedirnos y qué no puede pedirnos.
Oración sí, pero no como para comprometer el sueño, el descanso, la sana
información...; obediencia sí, pero que no se abuse de nuestra
disponibilidad; castidad sí, pero no hasta el punto de privarnos de algún
espectáculo distendido, aunque lanzado... En resumen, el uso de medias
tintas.
En la historia de la santidad, el ejemplo más famoso de la primera
conversión, aquella del pecado a la gracia, es San Agustín; el ejemplo más
instructivo de la segunda conversión, aquella de la tibieza al fervor, es
Santa Teresa de Ávila. Puede que lo que ella dice de sí misma en su Vida sea
exagerado y dictado por la delicadeza de su conciencia, pero puede servirnos
para un útil examen de conciencia.
«Pues así comencé, de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de
ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan
estragada mi alma en muchas vanidades... Dábanme gran contento todas las
cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar
estos dos contrarios --tan enemigo uno de otro-- como es vida espiritual y
contentos y gustos y pasatiempos sensuales».
El resultado de este estado era una profunda infelicidad, en la que tal vez
podamos reconocer también la nuestra: «Pasé este mar tempestuoso casi veinte
años, con estas caídas y con levantarme y mal –pues tornaba a caer— y en
vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales,
y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba
de los peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se
puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo.
Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios
era con pena; cuanto estaba con Dios, las aficiones del mundo me
desasosegaban» [6].
Fue precisamente la contemplación de la Pasión lo que le dio a Teresa el
impulso decisivo para cambiar. He aquí como describe la santa el momento de
su «conversión»: «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una
imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta
fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en
mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó
por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas
llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con
grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una
vez para no ofenderle. Le dije entonces que no me había de levantar de allí
hasta que hiciese lo que le suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui
mejorando mucho desde entonces» [7]. ¡Hoy sabemos hasta qué punto fue
mejorando!
5. «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme...»
Está escrito que, aquel día, las gentes, «al ver lo sucedido, se volvieron
golpeándose el pecho» (Lc 23,48). Así queremos hacer también nosotros,
regresando a nuestro trabajo después de haber estado con Jesús en el
Calvario. Una vez que hemos pasado a través de nuestro pequeño «terremoto»
espiritual, vemos la cruz y la muerte de Cristo cambiar completamente de
signo y, de capítulo de acusación y motivo de temor y de tristeza,
transformarse en motivo de gozo y seguridad. El propter
nos, por causa nuestra, se transforma en pro
nobis, a nuestro favor. La cruz aparece ahora como el honor y la gloria,
esto es, en el lenguaje paulino, como una jubilosa seguridad acompañada de
conmovida gratitud, a la cual se eleva el hombre en la fe y que se expresa
en la alabanza y en la acción de gracias.
Podemos abrirnos sin temor a esa dimensión gozosa y pneumática en la que la
cruz no aparece ya como «necedad y escándalo», sino, al contrario, como
«fuerza de Dios y sabiduría de Dios». Podemos hacer de ella nuestro motivo
de inquebrantable seguridad, prueba suprema del amor de Dios por nosotros,
tema inagotable de anuncio y, sin arrogancia alguna, sino con profunda
humildad, decir con el Apóstol: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme
si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6,14).
En un momento en que desde varios lugares se hace presión para retirar el
crucifijo de las aulas y de los lugares públicos, nosotros, los cristianos,
lo debemos fijar más que nunca en las paredes de nuestro corazón. Hemos
empezado esta meditación pidiendo a Jesús que haga de nuestra alma su
sudario. A María le pedimos que nos ayude a realizar este programa con las
palabras del Stabat Mater: «Sancta
Mater, istud agas, / crucifixi fige plagas / cordi meo valide»: «Oh,
Santa Madre, haz que las llagas del Crucificado en mi corazón se graben».
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[1] Antica omelia sul Sabato
santo (PG 43, 439 s.)
[2] F. Dostoevskij, L’Idiota,
Parte II, iv.
[3] Cf. Cicerón, Pro Rabirio 5,
16.
[4] Cf. R. Brown, The Death of
the Messia, II, p. 1051
[5] S. León Magno, Sermo 66,
3 (PL 54, 366).
[6] S. Teresa de Ávila, Vida,
cc. 7-8.
[7] Ib. 9, 1-3