La Pasión de Cristo III
Tercera predicación de Cuaresma
Reflexiones sobre algunos aspectos de la Pasión de Cristo
«Las rocas se resquebrajaron»
Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.
1. La Pasión y el Sudario
La Pasión de Cristo es el tema más tratado en el arte occidental. Basta con
pensar en las innumerables representaciones, en pintura y escultura, del Jesús
de Getsemaní, del Ecce Homo, de la crucifixión, en los famosos
descendimientos de la cruz llamados «piedades», y, en el mundo alemán,
«Vesperbild». En nuestro mundo secularizado, el arte permanece como una de las
pocas formas de evangelización que penetra también en ambientes cerrados a
cualquier otro modo de anuncio. Conocí a una joven japonesa que se convirtió y
recibió el bautismo estudiando Arte en Florencia.
Ninguna representación artística de la Pasión, en cambio, ha ejercido y aún lo
hace una fascinación comparable a la del Sudario [Sábana Santa. Ndt]. No
importa, desde nuestro punto de vista, saber si el Sudario es «auténtico» o no,
si la imagen se ha formado natural o artificialmente, si es sólo un icono o
también una reliquia. Lo cierto es que es la representación más solemne y más
sublime de la muerte que ningún ojo humano haya contemplado jamás. Si un Dios
puede morir, ésta es la manera menos inadecuada de representarnos su muerte.
Los párpados cerrados, los labios juntos, los rasgos del rostro serenos: más que
en un muerto, todo hace pensar en un hombre inmerso en profunda y silenciosa
meditación. Parece la traducción en imágenes de la antigua antífona del Sábado
Santo: «Caro mea requiescet in spe», «mi carne descansa segura». También
la antigua homilía sobre el Sábado Santo que se lee en el Oficio de lecturas
adquiere una fuerza especial leída ante el Sudario: «¿Qué es lo que hoy sucede?
Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un
gran silencio, porque el Rey duerme» [1].
La teología nos dice que en la muerte de Cristo su alma se separó del cuerpo
como en todo hombre que muere, pero su divinidad permaneció unida tanto al alma
como al cuerpo. El Sudario es la representación más perfecta de este misterio
cristológico. Aquel cuerpo está separado del alma, pero no de la divinidad. Algo
divino se mueve sobre el rostro martirizado, pero lleno de majestad, del Cristo
del Sudario.
Para percibirlo es suficiente con comparar el Sudario con otras representaciones
del Cristo muerto, realizadas por mano de artistas humanos, por ejemplo el
Cristo muerto de Mantegna, y más aún el de Holbein el Joven, en el Museo de
Basilea, que representa el cuerpo de Cristo con toda la rigidez de la muerte y
la incipiente descomposición de los miembros. Ante esta imagen –decía
Dostoievski, quien la había contemplado largamente en un viaje-- fácilmente se
puede perder la fe [2]; ante el Sudario, al contrario, se puede encontrar la fe,
o volver a hallarla si se había perdido.
El rostro de Cristo del Sudario es como un límite, una pared que separa dos
mundos: el mundo de los hombres lleno de agitación, de violencia y de pecado, y
el mundo de Dios inaccesible al mal. Es una orilla en la que rompen todas las
olas. Como si, en Cristo, Dios dijera a las fuerzas del mal lo que en el Libro
de Job dice al océano: «Llegarás hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el
orgullo de tus olas» (Jb 38,11).
Ante el Sudario podemos orar así: «Señor, haz de mi tu sudario. Cuando,
descendido nuevamente de la cruz, vengas a mí en el sacramento de tu cuerpo y de
tu sangre, que yo te envuelva con mi fe y mi amor como en un sudario, de forma
que tus rasgos se impriman en mi alma y dejen también en ella una huella
indeleble. Señor, ¡haz del áspero y tosco paño de mi humanidad tu sudario!».
2. La Pasión del alma del Salvador
En esta meditación, nos conducimos idealmente al Calvario. Los evangelistas
encierran el acontecimiento más desconcertante de la historia del mundo en tres
palabras: «y le crucificaron» (Marcos y Mateo), «allí le crucificaron» (Lucas),
«para crucificarle» (Juan). Los lectores a quienes se dirigían bien sabían qué
encerraban esas palabras; nosotros no; debemos deducirlo de otras fuentes. Pero
también éstas son extrañamente reticentes; el suplicio de la cruz era
considerado tan espantoso que debía mantenerse lejos, decía Cicerón, «no sólo de
los ojos, sino también de los oídos de un ciudadano romano» [3]. No se debía
hablar de ello entre gente de bien.
El condenado podía ser atado con cuerdas en las muñecas o sujetado con clavos a
la cruz. La mención de las heridas en las manos y en los pies del Resucitado nos
dice que para Jesús se adoptó la segunda forma, y se puede fácilmente imaginar
el suplicio que esto comportaba.
Se han propuesto varias teorías acerca de la causa física inmediata de la muerte
de Jesús: infarto, asfixia; la más reciente indica en la deshidratación y en la
pérdida de sangre la explicación médica más admisible de la muerte de Cristo.
Pero mucho más profunda y dolorosa que la pasión del cuerpo fue la del alma de
Cristo. Ésta tuvo varias causas. La primera es la soledad. Los Evangelios
insisten mucho en el progresivo abandono de Jesús en su Pasión: por parte de la
multitud, de los discípulos y finalmente del Padre mismo. «Me dejaréis solo» (Jn
16,32); «entonces los discípulos le abandonaron todos, y huyeron» (Mt 26,56; Mc
14,50).
La soledad de Cristo es impresionante sobre todo en el episodio de Getsemaní,
cuando Él busca repetidamente y en vano a alguno que esté a su lado. Para
expresar la angustia de este momento, Marcos y Mateo utilizan el verbo
ademonein. En griego se sabe que la letra a- al comienzo de una palabra
indica ausencia, privación; demonein tiene la misma raíz que demos,
pueblo, y que democracia. La idea subyacente es, por lo tanto, la de un hombre
aislado del consorcio humano, presa de una especie de terror solitario, como uno
que se encuentra proyectado hacia un punto remoto del universo donde, si grita,
su voz se pierde en un vacío sideral.
La soledad alcanza el culmen en la cruz, cuando Jesús, en su humanidad, se
siente abandonado hasta del Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Éste no fue un grito de desconsuelo y de desesperación, como a
veces se ha pensado. Si los evangelistas lo hubieran considerado tal,
ciertamente no habrían hecho depender de él la confesión de fe del centurión
romano: «¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!» (Mt 27,54; Mc 15,39). Sin
embargo nada impide pensar que los evangelistas hayan interpretado el grito de
Jesús, a la luz del salmo citado, como expresión de la extrema soledad y
abandono que Jesús experimenta en este momento en su humanidad [4].
Aquello que el apóstol Pablo supone como la suprema renuncia y sufrimiento
posible en el mundo, «ser anatema, separado de Cristo, por el bien de sus
hermanos de raza, según la carne» (Cf. Rm 9,1 s.), Cristo en la cruz, de hecho,
lo ha experimentado respecto a Dios. Él se ha convertido en el ateo, el sin
Dios, para que los hombres pudieran regresar a Dios. Existe un ateísmo activo,
culpable, que consiste en rechazar a Dios, y existe un ateísmo pasivo, de pena y
de expiación, que consiste en ser rechazado o sentirse rechazado por Dios. Hay
que preguntar a los místicos que han compartido en pequeña parte la noche oscura
de Dios, la última entre ellos la Madre Teresa de Calcuta, para saber cuán
dolorosa es esta forma de ateísmo...
Otro aspecto de la Pasión interior de Cristo es la humillación y el desprecio.
«Despreciado, rechazado por los hombres... maltratado, él se humilló» (Is
53,3.7). Así lo había predicho Isaías y así sucedió. Desde el momento de la
detención hasta bajo la cruz hay un crescendo de desprecio, insultos y escarnios
en torno a la persona de Cristo. «Le vistieron de púrpura y, trenzando una
corona de espinas, se la ciñeron. Y se pusieron a saludarle: “¡Salve, Rey de los
judíos!”. Y le golpeaban en la cabeza con la caña, le escupían y, doblando las
rodillas, se postraban ante él. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la
púrpura, le pusieron sus ropas y le sacaron fuera para crucificarle» (Mc
15,17-20). Bajo la cruz «los sumos sacerdotes junto con los escribas y los
ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo no puede
salvarse”» (Mt 27,41 s.). Jesús es el vencido. Todos los innumerables «vencidos»
de la vida tienen a alguien que puede entenderles y ayudarles.
Pero la pasión del alma del Salvador tiene una causa aún más profunda que la
soledad y la humillación. En Getsemaní ruega para que se aparte de Él el cáliz
(Mc 14,36). La imagen del cáliz evoca casi siempre, en la Biblia, la idea de la
ira de Dios contra el pecado (Is 51,22; Sal 75,9; Ap 14,10).
En el comienzo de la Carta, San Pablo estableció un hecho que tiene valor de
principio universal: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda
impiedad» (Rm 1,18). Donde hay pecado, ahí no puede no dirigirse el juicio de
Dios contra aquél; si no, Dios llegaría a un compromiso con el pecado y caería
la propia distinción entre el bien y el mal. La ira de Dios es la misma cosa que
la santidad de Dios. Jesús en Getsemaní es la impiedad, toda la impiedad del
mundo. Él, escribe el Apóstol, es el hombre «hecho pecado» (2 Co 5,21). Es
contra Él que «se revela» la ira de Dios. La infinita atracción que existe desde
la eternidad entre Padre e Hijo es atravesada ahora por una repulsión igualmente
infinita entre la santidad de Dios y la malicia del pecado, y esto es «beber el
cáliz».
3. «¿Soy acaso yo, Señor?»
Es momento de pasar de la contemplación de la Pasión a nuestra respuesta a ella.
Aludí al principio al papel desempeñado por el arte respecto a la Pasión de
Cristo. Junto a la pintura y la escultura, hay que recordar con gratitud también
la música. Para muchas personas, dentro y fuera del Cristianismo, la Pasión
según San Mateo de Bach es el único medio de conocimiento de la Pasión de
Cristo. Un medio frente al cual es difícil permanecer del todo neutrales y
distantes. En el relato de los hechos (recitativos), se alterna en ella la
meditación (las arias), la oración (corales), el impulso del corazón; todo
penetra en los sentidos y en el alma por la sugestión de una música que toca
aquí una de sus cumbres más sublimes.
He querido volver a oír la Pasión según San Mateo de Bach en vista de
estas meditaciones, y ha habido un momento que me ha conmovido profundamente. Al
anuncio de la traición, todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Soy acaso yo,
Señor?», «Herr, bin ich’s?». Pero antes de hacernos oír la respuesta de Cristo,
anulando toda distancia entre el acontecimiento y su recuerdo, el compositor
hace intervenir al devoto cristiano de hoy, quien grita su confesión: «Sí, soy
yo, ¡yo el traidor!», «Ich bin’s, ich sollte büßen».
Esta interpretación es profundamente bíblica. El kerigma, o anuncio, de
la Pasión está formado siempre por dos elementos: un hecho --«padeció»,
«murió»-- y la motivación del hecho --«por nosotros», «por nuestros pecados»--.
Él fue entregado a la muerte –dice el Apóstol-- «por nuestros pecados» (Rm
4,25); murió «por los impíos», murió «por nosotros» (Rm 5, 6.8). Siempre es así.
La Pasión inevitablemente nos es ajena mientras no se entra en ella por esa
puertecita estrecha del «por nosotros». Conoce verdaderamente la Pasión sólo
quien reconoce que es también obra suya. Sin esto lo demás es divagación. Soy yo
Judas que traiciona, Pedro que niega, la multitud que grita «¡A Barrabás, no a
ése!». Cada vez que he preferido mi satisfacción, mi comodidad, mi honor, a
Cristo, se ha realizado esto. El padre Primo Mazzolari, en un memorable discurso
de Viernes Santo, no carecía de razón al hablar de «nuestro hermano Judas».
Si Cristo murió «por mí» y «por mis pecados», entonces quiere decir –poniendo
simplemente la frase en su forma activa-- que yo he matado a Jesús de Nazaret,
que mis pecados le han aplastado. Es lo que Pedro proclama con fuerza a
los tres mil que le escuchan el día de Pentecostés: «¡Vosotros matasteis a Jesús
de Nazaret!», «¡Renegasteis del Santo y del Justo!» (Cf. Hch 2,23; 3,14)
Aquellos tres mil no habían estado presentes en el Calvario para martillear los
clavos, ni ante Pilatos para pedir que fuera crucificado. Habrían podido
protestar; en cambio aceptan la acusación y dicen a los apóstoles: «¿Qué hemos
de hacer, hermanos?» (Hch 2,37). El Espíritu Santo les había «convencido de
pecado» dejándoles hacer un sencillo razonamiento: si el Mesías murió por los
pecados de su pueblo y yo he cometido un pecado, yo he matado al Mesías.
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se
rasgó en dos, de arriba a abajo; tembló la tierra, las rocas se resquebrajaron,
se abrieron los sepulcros y muchos santos que habían muerto resucitaron» (Mt
27,51 s.). De estos signos se da, comúnmente, una explicación apocalíptica
(lenguaje simbólico para describir el evento escatológico), pero tienen también
un significado parenético: indican lo que debe ocurrir en el corazón de quien
lee y medita la Pasión de Cristo. Escribe San León Magno: «Que tiemble la
naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, que se rompan las piedras de
los corazones infieles y quienes estaban encerrados en los sepulcros de su
mortalidad que salgan fuera, levantando la piedra que pesaba sobre ellos» [5].
Hemos llegado al punto en que debemos recoger el fruto de toda nuestra
meditación de la Pasión. La Biblia ha explicado el sentido profundo de la
palabra metanoia, conversión, como un cambio de corazón: «Crea en mí, oh
Dios, un corazón nuevo», «Desgarrad vuestro corazón, no vuestros vestidos» (Jl
2,13). También la conversión de la multitud que escuchó el discurso de Pedro se
expresa con la imagen del corazón: «Se sintieron traspasar el corazón» (Hch
2,37).
Toda conversión supone un movimiento, un paso de un estado a otro, de un punto
de partida a un punto de llegada. El punto de partida, el estado del que se debe
salir, es para la Escritura el de la dureza de corazón: «Yo les abandoné a la
dureza de su corazón, para que caminaran según sus propios designios» (Sal
80,13), «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió
repudiar a vuestras mujeres» (Mt 19,8), «Apenado por la dureza de sus corazones»
(Mc 3,5), «Les reprochó su incredulidad y su dureza de corazón» (Mc 16,14), «Por
la dureza y la impenitencia de tu corazón vas acumulando cólera contra ti» (Rm
2,5).
En toda la Biblia, pero especialmente en el Nuevo Testamento, el corazón indica
la sede de la vida interior, en contraste con la apariencia exterior: «El hombre
mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7). El corazón es
el yo profundo del hombre, su propia persona, en particular su inteligencia y
voluntad. Es el centro de la vida religiosa, el punto en el que Dios se dirige
al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios.
Se comprende entonces qué representa para la Escritura la dureza de corazón: el
rechazo a someterse a Dios, a amarle con todo el corazón, a obedecer su ley. El
término sclerocardia, inventado por la Biblia, es significativo. El
corazón duro es un corazón esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma
de amor que no sea el amor de sí mismo. Las imágenes empleadas por la Escritura
son las del «corazón de piedra» (Ez 36,26), «corazón incircunciso» (Jr 9,26),
«dura cerviz» (Dt 31,27).
El término ad quem, o el punto de llegada de la conversión, está
descrito, coherentemente, con las imágenes del corazón contrito, herido,
lacerado, circunciso, del corazón de carne, del corazón nuevo: «El sacrificio a
Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo
desprecias» (Sal 51,19); «¿En quién me fijaré? En el humilde y contrito que
tiembla a mi palabra» (Is 66,2); «Con alma contrita y espíritu humillado te
seamos aceptos» (Dn 3,39).
4. «Yo estoy a la puerta y llamo»
Procuremos ahora comprender cómo se obra este cambio del corazón. Es necesario
distinguir dos situaciones. Cuando se trata de la primera conversión, desde la
incredulidad a la fe, o desde el pecado a la gracia, Cristo está fuera y llama a
las paredes del corazón para entrar; cuando se trata de sucesivas conversiones,
desde un estado de gracia a otro más elevado, de la tibieza al fervor, ocurre lo
contrario: ¡Cristo está dentro y llama a las paredes del corazón para salir!
Me explico. En el bautismo hemos recibido al Espíritu Santo; Él permanece en
nosotros como en su templo (1 Co 3,16), mientras no sea expulsado de ahí por el
pecado mortal. Pero puede suceder que este Espíritu acabe por estar como
aprisionado y tapiado por el corazón de piedra que se le forma alrededor. No
tiene posibilidad de expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones y
los sentimientos de la persona. Cuando leemos la frase de Cristo en el
Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), deberíamos entender
que Él no llama desde fuera, sino desde el interior; no quiere entrar, sino
salir.
El Apóstol dice que Cristo debe ser «formado» en nosotros (Ga 4,19), esto es,
desarrollarse y recibir su forma plena; es este desarrollo el que impide el
corazón de piedra. A veces se ven a los lados de las calles grandes árboles (en
Roma generalmente son pinos) cuyas raíces, aprisionadas por el asfalto, luchan
por extenderse, levantando a tramos el mismo cemento. Así debemos imaginar que
es el reino de Dios dentro de nosotros: una semilla destinada a transformarse en
un árbol majestuoso sobre el que se posan los pájaros del cielo, pero al que le
cuesta trabajo desarrollarse por la resistencia de nuestro egoísmo.
Existen obviamente grados diferentes en esta situación. En la mayoría de las
almas comprometidas en un camino espiritual, Cristo no está aprisionado en una
coraza, sino, por así decirlo, en libertad vigilada. Es libre de moverse, pero
dentro de límites bien precisos. Esto sucede cuando tácitamente se le da a
entender qué puede pedirnos y qué no puede pedirnos. Oración sí, pero no como
para comprometer el sueño, el descanso, la sana información...; obediencia sí,
pero que no se abuse de nuestra disponibilidad; castidad sí, pero no hasta el
punto de privarnos de algún espectáculo distendido, aunque lanzado... En
resumen, el uso de medias tintas.
En la historia de la santidad, el ejemplo más famoso de la primera conversión,
aquella del pecado a la gracia, es San Agustín; el ejemplo más instructivo de la
segunda conversión, aquella de la tibieza al fervor, es Santa Teresa de Ávila.
Puede que lo que ella dice de sí misma en su Vida sea exagerado y dictado
por la delicadeza de su conciencia, pero puede servirnos para un útil examen de
conciencia.
«Pues así comencé, de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de
ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan
estragada mi alma en muchas vanidades... Dábanme gran contento todas las cosas
de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos
contrarios --tan enemigo uno de otro-- como es vida espiritual y contentos y
gustos y pasatiempos sensuales».
El resultado de este estado era una profunda infelicidad, en la que tal vez
podamos reconocer también la nuestra: «Pasé este mar tempestuoso casi veinte
años, con estas caídas y con levantarme y mal –pues tornaba a caer— y en vida
tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los
mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los
peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede
imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando
estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con
pena; cuanto estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban» [6].
Fue precisamente la contemplación de la Pasión lo que le dio a Teresa el impulso
decisivo para cambiar. He aquí como describe la santa el momento de su
«conversión»: «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que
habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se
hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me
turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto
lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me
parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de
lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle. Le dije
entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le
suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces»
[7]. ¡Hoy sabemos hasta qué punto fue mejorando!
5. «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme...»
Está escrito que, aquel día, las gentes, «al ver lo sucedido, se volvieron
golpeándose el pecho» (Lc 23,48). Así queremos hacer también nosotros,
regresando a nuestro trabajo después de haber estado con Jesús en el Calvario.
Una vez que hemos pasado a través de nuestro pequeño «terremoto» espiritual,
vemos la cruz y la muerte de Cristo cambiar completamente de signo y, de
capítulo de acusación y motivo de temor y de tristeza, transformarse en motivo
de gozo y seguridad. El propter nos, por causa nuestra, se transforma en
pro nobis, a nuestro favor. La cruz aparece ahora como el honor y la
gloria, esto es, en el lenguaje paulino, como una jubilosa seguridad acompañada
de conmovida gratitud, a la cual se eleva el hombre en la fe y que se expresa en
la alabanza y en la acción de gracias.
Podemos abrirnos sin temor a esa dimensión gozosa y pneumática en la que la cruz
no aparece ya como «necedad y escándalo», sino, al contrario, como «fuerza de
Dios y sabiduría de Dios». Podemos hacer de ella nuestro motivo de
inquebrantable seguridad, prueba suprema del amor de Dios por nosotros, tema
inagotable de anuncio y, sin arrogancia alguna, sino con profunda humildad,
decir con el Apóstol: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6,14).
En un momento en que desde varios lugares se hace presión para retirar el
crucifijo de las aulas y de los lugares públicos, nosotros, los cristianos, lo
debemos fijar más que nunca en las paredes de nuestro corazón. Hemos empezado
esta meditación pidiendo a Jesús que haga de nuestra alma su sudario. A María le
pedimos que nos ayude a realizar este programa con las palabras del Stabat
Mater: «Sancta Mater, istud agas, / crucifixi fige plagas / cordi meo
valide»: «Oh, Santa Madre, haz que las llagas del Crucificado en mi corazón
se graben».
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[1] Antica omelia sul Sabato santo (PG 43, 439 s.)
[2] F. Dostoevskij, L’Idiota, Parte II, iv.
[3] Cf. Cicerón, Pro Rabirio 5, 16.
[4] Cf. R. Brown, The Death of the Messia, II, p. 1051
[5] S. León Magno, Sermo 66, 3 (PL 54, 366).
[6] S. Teresa de Ávila, Vida, cc. 7-8.
[7] Ib. 9, 1-3