Santos y Santass
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Reflexiones sobre algunos aspectos de la Pasión de Cristo
«Con lo que padeció aprendió la obediencia»
Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.
1. ¿Sacrificio u obediencia?
No se puede abarcar el océano, pero se puede hacer algo mejor: dejarse
abarcar por él sumergiéndose en un lugar cualquiera de su extensión. Es lo
que sucede con la Pasión de Cristo. No se la puede abrazar totalmente con la
mente, ni ver su fondo; pero podemos sumergirnos en ella partiendo de alguno
de sus momentos. En esta meditación desearíamos entrar en ella por la puerta
de la obediencia.
La obediencia de Cristo es el aspecto de la Pasión que más se pone en
evidencia en la catequesis apostólica. «Cristo se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2,8); «Por la obediencia de uno solo
todos serán constituidos justos» (Romanos 5,19); «Con lo que padeció
aprendió la obediencia, y llegado a la perfección se convirtió en causa de
salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hebreos 5,8-9). La
obediencia aparece como la clave de lectura de toda la historia de la
Pasión, de donde ésta toma sentido y valor.
A quien se escandalizaba de que el Padre pudiera hallar complacencia en la
muerte de cruz de su Hijo Jesús, San Bernardo respondía justamente: «No es
la muerte lo que le complació, sino la voluntad del que moría
espontáneamente»: «Non mors
placuit sed voluntas sponte morientis» [1].
Así, no es tanto la muerte de Cristo por sí misma lo que nos ha salvado,
sino su obediencia hasta la muerte.
Dios quiere la obediencia, no el sacrificio, dice la Escritura (1 Salmo 15,
22; Hebreos 10, 5-7). Es verdad que en el caso de Cristo Él quiso también el
sacrificio, y lo quiso asimismo por nosotros, pero de las dos cosas una es
el medio, la otra el fin. La obediencia Dios la quiere por sí misma, el
sacrificio lo quiere sólo indirectamente, como la condición que por sí hace
posible y auténtica la obediencia. En este sentido, la Carta a los Hebreos
dice que Cristo «con lo que padeció aprendió la obediencia». La Pasión fue
la prueba y la medida de su obediencia.
Intentemos conocer en qué consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño,
obedeció a sus padres; de mayor se sometió a la ley mosaica; durante la
Pasión se sometió a la sentencia del Sanedrín, de Pilatos... Pero el Nuevo
Testamento no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa en la
obediencia de Cristo al Padre. San Ireneo interpreta la obediencia de Jesús
a la luz de los cantos del Siervo, como una interior, absoluta sumisión a
Dios, llevada a cabo en una situación de extrema dificultad:
«Aquel pecado que había aparecido por obra del leño, fue abolido por obra
de la obediencia sobre el leño, pues obedeciendo a Dios, el Hijo del hombre
fue clavado en el leño, destruyendo la ciencia del mal e introduciendo y
haciendo penetrar en el mundo la ciencia del bien. El mal es desobedecer a
Dios, como obedecer a Dios es el bien... Así pues, en virtud de la
obediencia que prestó hasta la muerte, colgado del leño, eliminó la antigua
desobediencia ocurrida en el leño» [2]
.
La obediencia de Jesús se ejerce, de forma particular, en las palabras que
están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los profetas y en los
salmos». Cuando quieren oponerse a su captura, Jesús dice: «Pero, ¿cómo se
cumplirían las Escrituras, según las cuales así debe suceder?» (Mt 26, 54).
2. ¿Puede Dios obedecer?
¿Pero cómo se concilia la obediencia de Cristo con la fe en su divinidad? La
obediencia es un acto de la persona, no de la naturaleza, y la persona de
Cristo, según la fe ortodoxa, es la del Hijo mismo de Dios. ¿Puede Dios
obedecerse a sí mismo? Tocamos aquí el núcleo más profundo del misterio
cristológico. Procuremos contemplar en qué consiste este misterio.
En Getsemaní Jesús dice al Padre: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que
quieras tú» (Marcos 14,36). Todo el problema consiste en saber quién es ese
«yo» y quién ese «tú»; quién dice el fiat y
a quién lo dice. A esta cuestión, en la antigüedad, se dieron dos respuestas
bastante diferentes, según el tipo de cristología subyacente.
Para la escuela alejandrina, el «yo» que habla es la persona del
Verbo que, en cuanto encarnado, dice su «sí» a la voluntad divina (el «tú»)
que Él mismo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. Quien dice
«sí» y aquel a quien dice «sí» constituyen la misma voluntad, pero
considerada en dos tiempos o en dos estados diferentes: en el estado de
Verbo encarnado y en el estado de Verbo eterno. El drama (si de tal se puede
hablar) tiene lugar más en el seno de Dios que entre Dios y el hombre, y
esto porque no se reconoce aún claramente la existencia también de una
voluntad humana y libre en Cristo.
Más válida, en este punto, es la interpretación
de la escuela antioquena. Para que pueda darse la obediencia, dicen los
autores de esta escuela, se necesita que haya un sujeto que obedece y un
sujeto a quien obedecer: ¡nadie se obedece a sí mismo! Como además la
obediencia de Cristo es la antítesis de la desobediencia de Adán, a la
fuerza debe tratarse de la obediencia de un hombre, el Nuevo Adán, capaz
como tal de representar a la humanidad. He aquí, entonces, quiénes son aquel
«yo» y aquel «tú»: ¡el «yo» es el hombre Jesús; el «tú» es Dios, a quien
obedece!
Pero también esta interpretación tenía una laguna grave. Si el fiat de
Jesús en Getsemaní es esencialmente el «sí» de un hombre, aunque esté
indisolublemente unido al Hijo de Dios (el homo
assumptus), ¿cómo puede tener un valor universal tal como para poder
«constituir justos» a todos los hombres? Jesús parece más un modelo sublime
de obediencia que una intrínseca «causa de salvación» para todos los que le
obedecen (Hebreos 5, 9).
El desarrollo de la cristología colmó esta laguna, sobre todo gracias a la
obra de San Máximo Confesor y del Concilio Constantinopolitano III. San
Máximo afirma: el «yo» no es la humanidad que habla a la divinidad
(antioquenos); tampoco es Dios que, en cuanto encarnado, se habla a sí mismo
en cuanto eterno (alejandrinos). El «yo» es el Verbo encarnado que habla en
nombre de la voluntad humana libre que ha asumido; el «tú» en cambio es la
voluntad trinitaria que el Verbo tiene en común con el Padre.
¡En Jesús el Verbo obedece humanamente al Padre! Y sin embargo no se anula
el concepto de obediencia, ni Dios, en este caso, se obedece a sí mismo,
porque entre el sujeto y el fin de la obediencia está toda la anchura de una
humanidad real y de una voluntad humana libre [3].
¡Dios obedeció humanamente! Se entiende entonces el poder universal de
salvación contenido en elfiat de
Jesús: es el acto humano de un Dios; es un acto divino-humano, teándrico.
Ese fiat es
verdaderamente, por utilizar la expresión de un salmo, «la roca de nuestra
salvación» (Sal 95,1). Es por esta obediencia que «todos han sido
constituidos justos».
3. La obediencia a Dios en la vida cristiana
Como siempre, intentemos extraer de ello alguna enseñanza práctica para
nuestra vida, recordando la advertencia de la Primera Carta de Pedro:
«Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas».
Reflexionar sobre la obediencia puede contribuir a crear el clima espiritual
adecuado en la Iglesia cada vez que se está ante la eventualidad de cambios
de personas y de funciones.
En cuanto se hace la prueba de buscar en el Nuevo Testamento en qué consiste
el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, esto es,
que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla
también, ciertamente, de las demás formas de obediencia: a los padres, a los
patrones, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución
humana» (1 P 2,13), pero con mucha menor frecuencia y de manera mucho menos
solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza única y exclusivamente
para indicar la obediencia a Dios o, de cualquier modo, a instancias que
están de parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón,
donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rm
1,5; 16,26), de obediencia a la doctrina (Rm
6,17), de obediencia al Evangelio (Rm
10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad (Gal
5,7), de obediencia aCristo (2
Co 10,5). Encontramos el mismo lenguaje también en otros sitios: los Hechos
de los Apóstoles hablan de obediencia a la fe (Hch
6,7), la Primera Carta de Pedro habla de obediencia aCristo (1
P 1,2) y de obediencia a la verdad (1
P 1,22).
¿Pero es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de
que la nueva y viviente voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha
expresado y objetivado cumplidamente en toda una serie de leyes y de
jerarquías? ¿Es lícito pensar que existe todavía, después de todo ello,
«libres» voluntades de Dios que hay que acoger y cumplir?
Sólo si se cree en un «Señorío» actual y puntual del Resucitado en la
Iglesia, sólo si se está convencido en lo íntimo de que también hoy --como
dice el Salmo-- «habla el Señor, Dios de los dioses, y no se calla» (Sal 50,
1), sólo entonces se esta capacitado para comprender la necesidad y la
importancia de la obediencia a Dios. Consiste en prestar escucha a Dios que
habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras
de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, haciendo de ellas
canales de la viviente y actual voluntad de Dios para nosotros.
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestos, sino
unidos, así debemos mostrar que la obediencia espiritual a Dios no disuade
de la obediencia a la autoridad visible e institucional; al contrario, la
renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a
los hombres es criterio para juzgar si existe o no, y si es auténtica, la
obediencia a Dios.
La obediencia a Dios es como el «hilo de lo alto» que sostiene la espléndida
tela de araña colgada de un seto. Bajando desde arriba por el hilo que él
mismo fabrica, el animalito construye su tela, perfecta y tendida a todo
rincón. Sin embargo ese hilo de lo alto, que ha servido para tejer la tela,
no se rompe una vez terminada la obra; es más, es lo que desde el centro
sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se desprende uno de
los hilos laterales, la araña se emplea en reparar velozmente su tela, pero
si se rompe aquel hilo de lo alto, se aleja; sabe que ya no hay nada que
hacer.
Algo parecido sucede respecto a la trama de las autoridades y de las
obediencias en una sociedad, en una orden religiosa, en la Iglesia. La
obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo se ha construido a partir de
aquella; pero no puede ser olvidada ni siquiera después de que ha concluido
la construcción. En caso contrario todo entra en crisis, hasta proclamar,
como ha ocurrido en años no lejanos: «la obediencia ya no es una virtud».
¿Pero por qué es tan importante obedecer a Dios? ¿Por qué a Dios le importa
tanto ser obedecido? ¡Ciertamente no por el gusto de mandar y de tener
súbditos! Es importante porque obedeciendo hacemos la voluntad de Dios,
queremos las mismas cosas que quiere Dios, y así realizamos nuestra vocación
originaria, que es la de ser «a su imagen y semejanza». Estamos en la
verdad, en la luz y como consecuencia en la paz, como el cuerpo que ha
alcanzado su punto de quietud. Dante Alighieri encerró todo ello en un verso
considerado por muchos el más bello de toda la Divina Comedia: «y en su
querer se encuentra nuestra paz» [4].
4. Obediencia y autoridad
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos realizar siempre.
Obedecer a órdenes y autoridades visibles se da sólo en ocasiones, tres o
cuatro veces en toda la vida (hablo, se entiende, de las de cierta
seriedad); sin embargo obedecer a Dios es algo que se da muy a menudo.
Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque Él
sabe que éste es el don más bello que puede dar, el que concedió a su Hijo
predilecto, Jesús.
Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida en
sus manos, como se toma el timón de una embarcación, o como se toman las
riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en
«Señor», en quien «rige», quien «gobierna» determinando, se puede decir,
momento a momento, los gestos, las palabras de esa persona, su modo de
utilizar el tiempo, todo.
Esta «dirección espiritual» se ejerce a través de las «buenas inspiraciones»
y con mayor frecuencia aún en las palabras de Dios de la Biblia. Lees o
escuchas pasajes de la Escritura y he aquí que una frase, una palabra, se
ilumina; se hace, por decirlo así, radiactiva. Sientes que te interpela, que
te indica qué hay que hacer. Aquí se decide si se obedece a Dios o no. El
Siervo de Yahvé dice de sí en Isaías: «Mañana tras mañana despierta mi oído
para escuchar como discípulo» (Isaías 50, 4). También nosotros, cada mañana,
en la Liturgia de las Horas o de la Misa, deberíamos estar con el oído
atento. En ella hay casi siempre una palabra que Dios nos dirige
personalmente y el Espíritu no deja de actuar para que se la reconozca entre
todas.
He mencionado que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre.
Debo añadir que es también la obediencia que podemos hacer todos,
tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer
para poder mandar. No se trata sólo de una afirmación empírica; existe una
profunda razón teológica en su base, si por obediencia entendemos la
obediencia a Dios.
Cuando viene una orden de un superior que se esfuerza por vivir en la
voluntad de Dios, que ha orado antes y no tiene intereses personales que
defender, sino sólo el bien del hermano, entonces la autoridad misma de Dios
hace de contrafuerte de tal orden o decisión. Si surge protesta, Dios dice a
su representante lo que dijo un día a Jeremías: «Mira que hoy te he
convertido en plaza fuerte, como una muralla de bronce [...]. Te harán la
guerra, más no podrán contigo, pues contigo estoy yo» (Jeremías 1,18 s).
Un ilustre exegeta inglés da una interpretación iluminadora del episodio
evangélico del centurión: «Yo --dice el centurión-- soy un hombre sometido a
una autoridad, y tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: ‘Vete’, y va; y
a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace» (Lucas 7,8).
Por el hecho de estar sometido, esto es, obediente, a sus superiores y en
definitiva al emperador, el centurión puede dar órdenes que tienen detrás la
autoridad del emperador en persona; es obedecido por sus soldados porque, a
su vez, obedece y está sometido a su superior.
Así --considera-- ocurre con Jesús respecto a Dios. Dado que Él está en
comunión con Dios y obedece a Dios, tiene detrás de sí la autoridad misma de
Dios y por ello puede mandar a su siervo que sane, y sanará; puede mandar a
la enfermedad que le abandone, y le abandonará [5].
Es la fuerza y la sencillez de este argumento lo que arranca la admiración
de Jesús y le hace decir que no ha encontrado jamás tanta fe en Israel. Ha
entendido que la autoridad de Jesús y sus milagros derivan de su perfecta
obediencia al Padre, como Jesús mismo, por lo demás, explica en el Evangelio
de Juan: «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo
hago siempre lo que le agrada a él» (Juan 8,29).
La obediencia a Dios añade a la potestad la autoridad, o sea, un poder real
y eficaz, no sólo nominal o de cargo; por así decir, ontológico, no sólo
jurídico. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a un colega
suyo de episcopado: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas
nada sin el consentimiento de Dios» [6].
Ello no significa atenuar la importancia de la institución o del cargo, o
hacer depender la obediencia del súbdito sólo del grado de potestad
espiritual o de autoridad del superior, lo que sería manifiestamente el fin
de toda obediencia. Significa sólo que quien ejerce la autoridad, él, debe
apoyarse lo menos posible, o s��lo en ultima instancia, en el título o en el
cargo que desempeña y lo más posible en la unión de su voluntad con la de
Dios, o sea, en su obediencia; el súbdito en cambio no debe juzgar o
pretender saber si la decisión del superior es o no conforme a la voluntad
de Dios. Debe presumir que lo es, a menos que se trate de una orden
manifiestamente contra la conciencia, como ocurre a veces en el ámbito
político, bajo regímenes totalitarios.
Sucede como en el mandamiento del amor. El primer mandamiento es el
«primero», porque la fuente y el móvil de todo es el amor de Dios; pero el
criterio para juzgar es el segundo mandamiento: «Quien no ama a su hermano,
a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Juan 4,20). Lo mismo se
debe decir de la obediencia: si no obedeces a los representantes visibles de
Dios en la tierra, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios que está en el
cielo?
5. Presentar los asuntos a Dios
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene, de por sí, nada de místico o
extraordinario, sino que está abierta a todos los bautizados. Consiste en
«presentar los asuntos a Dios», según el consejo que un día dio a Moisés su
suegro Jetró (Cf. Ex 18,19). Yo puedo decidir por mi mismo tomar una
iniciativa, hacer o no un viaje, un trabajo, una visita, un gasto y después,
una vez decidido, rogar a Dios por el éxito del asunto. Pero si nace en mí
el amor de la obediencia a Dios, entonces actuaré de forma diferente:
preguntaré primero a Dios, con el medio sencillísimo que es la oración, si
es su voluntad que yo realice ese viaje, ese trabajo, aquella visita, aquel
gasto, y después lo haré o no, pero ya será, en todo caso, un acto de
obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa de mi parte.
Normalmente está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz, ni
tendré respuesta explícita alguna sobre qué hacer, o al menos no es
necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Actuando así, de
hecho, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he
renunciado a decidir yo solo y he dado a Dios una posibilidad de intervenir,
si quiere, en mi vida. Lo que ahora decida hacer, regulándome con los
criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios.
Como el servidor fiel no toma jamás una iniciativa ni atiende una orden de
extraños sin decir: «Debo escuchar antes a mi patrón», igualmente el
verdadero siervo de Dios no emprende nada sin decirse a sí mismo: «¡Debo
orar un poco para saber qué quiere mi Señor yo que haga!». ¡Así se ceden las
riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios penetra, de esta
forma, cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia,
embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios» (Rm 12, 1). Toda la vida se convierte en una obediencia a Dios y
proclama silenciosamente su soberanía en la Iglesia y en el mundo.
Dios --decía San Gregorio Magno-- «a veces nos advierte con las palabras, a
veces, en cambio, con los hechos», esto es, con los sucesos y las
situaciones [7]. Existe una obediencia a Dios --a menudo entre las más
exigentes-- que consiste sencillamente en obedecer a las situaciones. Cuando
se ha visto que, a pesar de todos los esfuerzos y los ruegos, hay en nuestra
vida situaciones difíciles, a veces hasta absurdas y --en nuestra opinión--
espiritualmente contraproducentes, que no cambian, es necesario dejar de
«dar coces contra el aguijón» y empezar a ver en ellas silenciosa, pero
resuelta voluntad de Dios en nosotros. La experiencia demuestra que sólo
después de haber pronunciado un «sí» total y desde lo profundo del corazón a
la voluntad de Dios, tales situaciones de sufrimiento pierden el poder
angustiante que tienen sobre nosotros. Las vivimos con más paz.
Un caso de difícil obediencia a las situaciones es el que se impone a todos
con la edad, o sea, la retirada de la actividad, el cese de la función,
tener que pasar el testigo a otros dejando tal vez incompletos y en suspenso
proyectos e iniciativas en marcha. Hay quien, bromeando, ha dicho que la
función de superior es una cruz, pero que a veces lo más difícil de aceptar
no es subir a ella, sino bajar, ¡ser privados de la cruz!
Ciertamente no se trata de ironizar sobre una situación delicada, ante la
cual nadie sabe cómo reaccionará hasta que no llegue. Ésta es una de las
obediencias que más se aproximan a la de Cristo en su Pasión. Jesús
suspendió la enseñanza, truncó toda actividad, no se dejó retener por el
pensamiento de qué pasaría con sus discípulos; no se preocupó de qué sería
de su palabra, confiada, como lo estaba, únicamente a la pobre memoria de
algunos pescadores. Ni siquiera se dejó retener por el pensamiento de que
dejaba sola a una Madre. Ningún lamento, ningún intento de hacer cambiar la
decisión al Padre: «Para que el mundo sepa que amo al Padre y que obro según
el Padre me ha ordenado. Levantaos --dijo--, vamos» (Juan 14,31).
6. María, la obediente
Antes de terminar nuestras consideraciones sobre la obediencia, contemplemos
un instante el icono viviente de la obediencia, a aquella que no sólo imitó
la obediencia del Siervo, sino que la vivió con Él. San Ireneo escribe:
«Paralelamente (se entiende, a Cristo nuevo Adán), se encuentra que también
la Virgen María es obediente, cuando dice: ‘He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra’ (Lucas 1,38). Como Eva, desobedeciendo, se
convirtió en causa de muerte para ella y para todo el género humano, así
María, obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para ella y para todo
el género humano» [8]. María se asoma a la reflexión teológica de la Iglesia
(estamos, de hecho, en presencia del primer esbozo de Mariología) a través
del título de obediente.
También María obedeció con seguridad a sus padres, a la ley, a José. Pero no
es en estas obediencias en las que piensa San Ireneo, sino en su obediencia
a la palabra de Dios. Su obediencia es la antítesis exacta a la
desobediencia de Eva. Pero --otra vez-- ¿a quién desobedeció Eva para ser
llamada la desobediente? Ciertamente no a sus padres, de los que carecía;
tampoco al marido o a alguna ley escrita. ¡Desobedeció a la palabra de Dios!
Como el «Fiat» de María se sitúa, en el Evangelio de Lucas, junto al «Fiat»
de Jesús en Getsemaní (Cf. Lucas 22, 42), así, para San Ireneo, la
obediencia de la nueva Eva se coloca junto a la obediencia del nuevo Adán.
Sin duda María habrá recitado o escuchado, durante su vida terrena, el
versículo del Salmo en el que se dice a Dios: «Enséñame a cumplir tu
voluntad» (Sal 142,10). Nosotros dirigimos a Ella la misma oración:
«¡Enséñanos, María, a cumplir la voluntad de Dios como la cumpliste tú!».
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[1] S. Bernardo de Claraval, De
errore Abelardi, 8, 21 (PL 182, 1070).
[2] S. Ireneo, Dimostrazione
della predicazione apostolica, 34.
[3] S. Máximo Confesor, In
Matth., 26, 39 (PG 91, 68).
[4] Dante Alighieri, Paradiso,
3,85.
[5] Cfr. C.H. Dodd, Il
fondatore del cristianesimo, Leumann 1975, p. 59 s.
[6] S. Ignacio de Antioquía, Lettera
a Policarpo, 4,1.
[7] S. Gregorio Magno, Omelie
sui vangeli, 17,1 (PL 76, 1139).
[8] S. Ireneo, Adv. Haer.
III, 22,4.