Santos y Santass
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La Pasión de Cristo I
Primera predicación de Cuaresma
Reflexiones sobre algunos aspectos
de la Pasión de Cristo
«Preso de la angustia,
oraba más intensamente» (Lc
22, 44)
Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.
1. Bautizados en su muerte
En las meditaciones de Adviento procuré
sacar a la luz la necesidad que tenemos, en el momento actual, de
redescubrir el kerygma,
esto es, ese núcleo original del mensaje cristiano en presencia del cual
florece normalmente el acto de fe. De este núcleo, la Pasión y muerte de
Cristo representa su elemento fundamental.
Desde el punto de vista objetivo o de la fe, es la resurrección, no la
muerte de Cristo, el elemento calificador: «No es gran cosa creer que Jesús
ha muerto, escribe San Agustín; esto lo creen también los paganos y los
réprobos; todos lo creen. Pero lo verdaderamente grande es creer que él ha
resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» [1]. Pero
desde el punto de vista subjetivo o de la vida, es la pasión, no la
resurrección, el elemento para nosotros más importante: «De las tres cosas
que constituyen el sacratísimo triduo – crucifixión, sepultura y
resurrección del Señor -, nosotros, escribe también San Agustín, realizamos
en la vida presente el significado de la crucifixión, mientras tenemos por
fe y esperanza lo que significan la sepultura y la resurrección» [2].
Se ha escrito que los Evangelios son «relatos de la Pasión precedidos de una
larga introducción» (M. Kahler). Pero lamentablemente ésta, que es la parte
más importante de los Evangelios, es también la menos valorada en el curso
del año litúrgico, pues se lee una sola vez al año, en Semana Santa, cuando
por la duración de los ritos, es además imposible detenerse a explicarla y
comentarla. En un tiempo la predicación sobre la Pasión ocupaba un lugar de
honor en toda misión popular; hoy, que estas ocasiones han pasado a ser
raras, muchos cristianos llegan al final de su vida sin haber subido jamás
al Calvario...
Con nuestras reflexiones cuaresmales nos proponemos colmar, al menos en
pequeña medida, esta laguna. Queremos estar un poco con Jesús en Getsemaní y
en el Calvario para llegar preparados a la Pascua. Está escrito que en
Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero que se zambullía en ella,
cuando sus aguas se agitaban, era sanado. Nosotros debemos arrojarnos ahora,
en espíritu, en esta piscina, o en este océano, que es la pasión de Cristo.
En el bautismo hemos sido «bautizados en su muerte», «con él sepultados» (Rm
6, 3 s): aquello que sucedió una vez místicamente en el sacramento, debe
realizarse existencialmente en la vida. Debemos darnos un baño saludable en
la pasión para ser renovados por ella, revigorizados, transformados. «Me
sepulté en la pasión de Cristo, escribe la Beata Angela de Foligno, y se me
dio la esperanza de que en ella encontraría mi liberación» [3].
2. Getsemaní, un hecho histórico
Nuestro viaje a través de la Pasión empieza, como el de Jesús, desde
Getsemaní. La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos es un hecho
afirmado, en los Evangelios, sobre cuatro columnas, esto es, por los cuatro
evangelistas. Juan, en efecto, también habla de ello, a su manera, cuando
pone en boca de Jesús las palabras: «Ahora mi alma está turbada» (que
recuerdan «mi alma está triste», de los sinópticos) y las palabras: «¡Padre,
líbrame de esta hora!» (que recuerdan el «aparta de mí este cáliz», de los
sinópticos) (Jn 12, 27 s.). También hay un eco de ello, como veremos, en la
Carta a los Hebreos.
Es algo completamente extraordinario que un hecho tan poco «apologético»
haya encontrado un puesto tan relevante en la tradición. Sólo un
acontecimiento histórico, fuertemente afirmado, explica la relevancia dada a
este momento de la vida de Jesús. Cada uno de los evangelistas dio al
episodio una coloración diferente según su propia sensibilidad y las
necesidades de la comunidad para la que escribía. Pero no añadieron nada
verdaderamente «ajeno» al hecho; más bien cada uno sacó a la luz algunas de
las infinitas implicaciones espirituales del hecho. No hicieron, como se
dice hoy, eis-egesis, sino exegesis.
Las que, según la letra, son, en los Evangelios, afirmaciones contrastantes
y excluyentes recíprocamente, no lo son según el Espíritu. Si está ausente
una coherencia exterior y material, no falta en cambio una profunda
concordia. Los Evangelios son cuatro ramas de un árbol, separadas en la
copa, pero unidas en el tronco (la tradición común oral de la Iglesia) y, a
través de él, en la raíz, que es el Jesús histórico. La incapacidad de
muchos estudiosos de la Biblia de ver las cosas a esta luz depende, en mi
opinión, de la ignorancia respecto a lo que sucede en los fenómenos
espirituales y místicos. Son dos mundos regidos por leyes distintas. Es como
si uno quisiera explorar los cuerpos celestes con los instrumentos de
exploración submarina.
Un eminente exégeta católico, Raymond Brown, quien supo conjugar de forma
ejemplar rigor científico y sensibilidad espiritual en el estudio de la
Biblia, resume así el contenido del episodio inicial de la Pasión:
«Jesús que se separa de sus discípulos, la angustia de su alma al rogar que
el cáliz se apartara de él, la amorosa respuesta del Padre que envía un
ángel para sostenerle, la soledad del Maestro que tres veces encuentra a sus
discípulos dormidos en lugar de orar con él, el valor expresado en la
resolución final de ir al encuentro del traidor: tomada de los diversos
evangelios esta combinación de dolor humano, apoyo divino y ofrecimiento
solitario de sí ha contribuido mucho a hacer que los creyentes en Jesús le
amen, convirtiéndose en objeto de arte de meditación» [4].
El núcleo originario en torno al cual se desarrolló toda la escena de
Getsemaní parece haber sido el de la oración de Jesús. El recuerdo de una
lucha de Jesús en la oración ante la inminencia de su Pasión hunde sus
raíces en una tradición antiquísima, de la que dependen tanto Marcos como
las otras fuentes [5], y es en este aspecto sobre el que deseamos
reflexionar en la presente meditación.
Los gestos que él hace son los de una persona que se debate en una angustia
mortal: «caía en tierra», se levanta para ir donde sus discípulos, vuelve a
arrodillarse, después se alza de nuevo... suda como gotas de sangre (Lc 22,
44). De sus labios sale la súplica: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti;
aparta de mi este cáliz» (Mc 14, 36). La «violencia» de la oración de Jesús
en la inminencia de su muerte destaca sobre todo en la Carta a los Hebreos,
en la que se dice que Cristo, «en los días de su vida mortal, ofreció ruegos
y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la
muerte» (Hb 5, 7).
Jesús está solo, ante la perspectiva de un dolor enorme que está a punto de
caer sobre él. La «hora» esperada y temida del combate final con las fuerzas
del mal, de la gran prueba (peirasmos), ha llegado. Pero la causa de
su angustia es más profunda aún: él se siente cargado de todo el mal y las
indignidades del mundo. Él no ha cometido este mal, pero es lo mismo, porque
lo ha asumido libremente: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2,
24), esto es (según el sentido que esta palabra tiene en la Biblia), en su
propia persona, alma, cuerpo y corazón a la vez. Jesús es el hombre «hecho
pecado», dice San Pablo (2 Co 5, 21).
3. Dos formas distintas de luchar con Dios
Para quitar todo pretexto a la herejía arriana, algunos antiguos Padres
explicaron el episodio de Getsemaní en clave pedagógica con la idea de la
«concesión» (dispensatio): Jesús no experimentó verdaderamente
angustia y pavor, sólo quiso enseñarnos cómo vencer con la oración nuestras
resistencias humanas. En Getsemaní, escribe San Hilario de Poitiers, «Cristo
no está triste por sí y no ruega por sí, sino por aquellos a quienes
advierte de que oren con atención, para que no se cierna sobre ellos el
cáliz de la pasión» [6].
Después de Calcedonia y, sobre todo, tras la superación de la herejía
monotelita, ya no se siente la necesidad de recurrir a esta explicación.
Jesús en Getsemaní no reza sólo para exhortarnos a nosotros a que lo
hagamos. Ora porque, siendo verdadero hombre, «en todo semejante a nosotros,
menos en el pecado», experimenta nuestra misma lucha frente a lo que repugna
a la naturaleza humana [7].
Pero aunque Getsemaní no se explique entonces sólo con la intención
pedagógica, es cierto que tal preocupación estaba presente en la mente de
los evangelistas que nos transmitieron el episodio, y es importante para
nosotros recogerla. No se puede separar, en los Evangelios, la narración del
hecho del llamamiento a la imitación. «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos
ejemplo para que sigáis sus huellas», dice la Carta de Pedro (1 P 2, 21).
La palabra «agonía» dicha de Jesús en Getsemaní (Lc 22, 44) hay que
entenderla en el sentido originario de lucha, más que en el actual de
agonía. Llega el tiempo en que la oración se transforma en combate, fatiga,
agonía. No hablo, en este momento, de la lucha contra las distracciones, o
sea, de la lucha con nosotros mismos; hablo de la lucha con Dios. Esto
ocurre cuando Dios te pide algo que tu naturaleza no está lista para darle y
cuando la acción de Dios se hace incomprensible y desconcertante.
La Biblia presenta otro caso de lucha con Dios en la oración y es muy
instructivo comparar entre sí los dos episodios. Se trata del combate de
Jacob con Dios (Gn 32, 23-33). También el escenario es muy parecido. El
combate de Jacob se desarrolla de noche, al otro lado de un vado –el de
Yabboq--, e igualmente el de Jesús tiene lugar de noche, al otro lado del
torrente Cedrón. Jacob aleja de sí a esclavos, esposas e hijos; para
quedarse solo, Jesús se aparta también de los últimos tres discípulos para
orar.
¿Pero por qué lucha Jacob con Dios? Aquí está la gran lección que debemos
aprender. «No te suelto – dice – hasta que no me hayas bendecido», o sea,
hasta que no hagas cuanto te pido. Y aún: «Dime tu nombre». Está convencido
de que, usando el poder que da conocer el nombre de Dios, podrá prevalecer
sobre su hermano Labán, quien le sigue. Dios le bendice, pero no le revela
su nombre.
Jacob lucha por lo tanto para plegar a Dios a su voluntad; Jesús lucha para
plegar su voluntad humana a Dios. Lucha porque «el espíritu está pronto,
pero la carne es débil» (Mc 14, 38). Surge espontáneamente preguntarse: ¿a
quién nos parecemos nosotros, cuando oramos en situaciones de dificultad?
Nos parecemos a Jacob, al hombre del Antiguo Testamento, cuando, en la
oración, luchamos para inducir a Dios a que cambie de decisión, más que para
cambiar nosotros mismos y aceptar su voluntad; para que nos quite esa cruz,
más que para ser capaces de llevarla con él. Nos parecemos a Jesús si, aún
entre los gemidos y la carne que suda sangre, buscamos abandonarnos a la
voluntad del Padre. Los resultados de las dos oraciones son muy diferentes.
A Jacob Dios no le da su nombre, pero a Jesús le dará el nombre que está
sobre todo nombre (Flp 2, 11).
A veces, perseverando en este tipo de oración, sucede algo extraño que es
bueno conocer para no perder una ocasión preciosa. Las partes se invierten:
Dios se convierte en quien ruega y tú en aquel a quien se ruega. Te pones a
rezar para pedir algo a Dios y, una vez en oración, te das cuenta poco a
poco de que es él, Dios, quien tiende su mano hacia ti pidiéndote algo. Has
ido a pedirle que te quite aquel aguijón de la carne, aquella cruz, aquella
prueba, que te libre de esa función, de aquella situación, de la cercanía de
aquella persona... Y he aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa
cruz, esa situación, esa función, a esa persona.
Una poesía de Tagore ayuda a entender de qué se trata. Es un mendigo quien
habla y relata su experiencia. Dice más o menos así: Había estado pidiendo
de puerta en puerta por la calle de la ciudad, cuando desde lejos apareció
una carroza de oro. Era la del hijo del Rey. Pensé: ésta es la ocasión de mi
vida; y me senté abriendo bien el saco, esperando que se me diera limosna
sin tener que pedirla siquiera; más aún, que las riquezas llovieran hasta el
suelo a mi alrededor. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a
mí, la carroza se detuvo, el hijo del Rey descendió y extendiendo su mano me
dijo: «¿Puedes darme alguna cosa?». ¡Qué gesto el de tu realeza, extender tu
mano!... Confuso y dubitativo tomé del saco un grano de arroz, uno solo, el
más pequeño, y se lo di. Pero qué tristeza cuando, por la tarde, rebuscando
en mi saco, hallé un grano de oro, solo uno, el más pequeño. Lloré
amargamente por no haber tenido el valor de dar todo [8].
El caso más sublime de esta inversión de las partes es precisamente la
oración de Jesús en Getsemaní. Él ruega que el Padre le aparte el cáliz, y
el Padre le pide que lo beba para la salvación del mundo. Jesús da no una,
sino todas las gotas de su sangre, y el Padre le recompensa constituyéndole,
también como hombre, Señor, de modo que «una sola gota de esa sangre basta
para salvar el mundo entero» (una stilla salvum facere totum mundum quit
ab omni scelere).
4. «Preso de la angustia, oraba más intensamente»
Estas palabras fueron escritas por el evangelista Lucas (22, 44) con una
clara intención pastoral: mostrar a la Iglesia de su tiempo, sometida
también ya a situaciones de lucha y de persecución, qué enseñó a hacer el
Maestro en tales apuros.
La vida humana está sembrada de muchas pequeñas noches de Getsemaní. Las
causas pueden ser numerosísimas y distintas: una amenaza que se perfila para
nuestra salud, una incomprensión del ambiente, la indiferencia de quien
tenemos cerca, el temor a las consecuencias de algún error cometido. Pero
puede haber causas más profundas: la pérdida del sentido de Dios, la
abrumadora conciencia del propio pecado e indignidad, la impresión de haber
perdido la fe. En resumen, lo que los santos han llamado «la noche oscura
del espíritu».
Jesús nos enseña qué es lo primero que hay que hacer en estos casos:
recurrir a Dios con la oración. No hay que engañarse: es verdad que Jesús,
en Getsemaní, busca también la compañía de sus amigos, pero ¿por qué la
busca? No para que le digan palabras buenas, para distraerse o para que le
consuelen. Pide que le acompañen en la oración, que recen con él: «¿Con que
no habéis podido velar conmigo ni siquiera una hora? Velad y orad» (Mt 26,
40).
Es importante observar cómo empieza la oración de Jesús en Getsemaní, en la
fuente más antigua, que es Marcos: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti»
(Mc 14, 36). El filósofo Kierkegaard hace al respecto reflexiones
iluminadoras. Dice: «La cuestión decisiva es que para Dios todo es posible».
El hombre cae en la verdadera desesperación sólo cuando ya no tiene ante sí
posibilidad alguna, ninguna tarea, cuando, como se dice, no hay nada que
hacer. «Cuando uno desvanece, se manda en busca de agua de Colonia, gotas de
Hoffmann; pero cuando uno desespera, hay que decir: “Hallad una posibilidad,
¡halladle una posibilidad!”. La posibilidad es el único remedio; dadle una
posibilidad y el desesperado recobra las ganas, se reanima, porque si el
hombre se queda sin posibilidad es como si le faltara el aire. A veces la
inventiva de una fantasía humana puede bastar para hallar una posibilidad;
pero al final, cuando se trata de creer, sólo sirve esto: que para Dios todo
es posible» [9].
Esta posibilidad siempre al alcance de la mano para un creyente es la
oración. «Orar es como respirar» [10]. ¿Y si ya se ha orado sin éxito? ¡Orar
más! Orar prolixius, con
mayor insistencia. Se podría objetar que, sin embargo, Jesús no fue
escuchado, pero la Carta a los Hebreos dice exactamente lo contrario: «Fue
escuchado por su piedad». Lucas expresa esta ayuda interior que Jesús
recibió del Padre con el detalle del ángel: «Entonces, se le apareció un
ángel venido del cielo que le confortaba» (Lc 22, 43). Pero se trata de una
prolepsis, de una anticipación. La verdadera gran escucha del Padre fue la
resurrección.
Dios, observaba Agustín, escucha aún cuando... no escucha, esto es, cuando
no obtenemos lo que estamos pidiendo. Su retraso en atender es ya una
escucha, para podernos dar más de lo que le pedimos [11]. Si a pesar de todo
seguimos orando es señal de que nos está dando su gracia. Si Jesús al final
de la escena pronuncia su resuelto: «¡Levantaos! ¡Vamos!» (Mt 26, 46), es
porque el Padre le ha dado más que «doce legiones de ángeles» para
defenderle. «Le ha inspirado, dice Santo Tomás, la voluntad de sufrir por
nosotros, infundiéndole el amor» [12].
La capacidad de orar es nuestro gran recurso. Muchos cristianos, incluso
verdaderamente comprometidos, experimentan su impotencia ante las
tentaciones y la imposibilidad de adaptarse a las altísimas exigencias de la
moral evangélica y concluyen, a veces, que no pueden y que es imposible
vivir integralmente la vida cristiana. En cierto sentido tienen razón. Es
imposible, en efecto, por sí solos, evitar el pecado; se necesita la gracia;
pero además la gracia – se nos enseña – es gratuita y no se la puede
merecer. ¿Qué hacer entonces: desesperarse, rendirse? Dice el Concilio de
Trento: «Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo que puedes y pedir lo
que no puedes» [13].
La diferencia entre la ley y la gracia consiste precisamente en esto: en la
ley Dios dice al hombre: «¡Haz lo que te mando!»; en la gracia, el hombre
dice a Dios: «¡Dame lo que me mandas!». La ley manda, la gracia demanda. Una
vez descubierto este secreto, Agustín, que hasta entonces había luchado
inútilmente para ser casto, cambió de método, y más que luchar con su cuerpo
empezó a luchar con Dios. Dijo: «Oh Dios, tú me mandas que sea casto; pues
bien, ¡dame lo que mandas y mándame lo que quieras!» [14]. ¡Y sabemos que
obtuvo la castidad!
Jesús dio por adelantado a sus discípulos el medio y las palabras para
unirse a él en la prueba, el Padre Nuestro. No hay estado de ánimo que no se
refleje en el «Padre Nuestro» y que no encuentre en él la posibilidad de
traducirse en oración: el gozo, la alabanza, la adoración, la acción de
gracias, el arrepentimiento. Pero el «Padre Nuestro» es sobre todo la
oración de la hora de la prueba. Hay una semejanza evidente entre la oración
que Jesús dejó a sus discípulos y la que él mismo elevó al Padre en
Getsemaní. Él nos dejó, en realidad, su oración.
La oración de Jesús empieza como el Padre Nuestro, con el grito: «¡Abbá,
Padre!» (Mc 14, 36), o «Padre mío» (Mt 26, 39); prosigue, como el Padre
Nuestro, pidiendo que se haga su voluntad; pide que pase de él este cáliz,
como en el Padre Nuestro pedimos ser «librados del mal»; dice a sus
discípulos que recen para no caer en tentación y nos hace concluir el Padre
Nuestro con las palabras: «No nos dejes caer en la tentación».
¡Qué consuelo, en la hora de la prueba y de la oscuridad, saber que el
Espíritu Santo sigue en nosotros la oración de Jesús en Getsemaní, que los
«gemidos inenarrables» con que el Espíritu intercede por nosotros, en esos
momentos, llegan al Padre mezclados con los «ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas» que el Hijo le elevó al sobrevenirle «su hora»! (Hb 5,
7).
5. En agonía hasta el fin del mundo
Debemos recoger una última enseñanza antes de despedirnos del Jesús de
Getsemaní. San León Magno dice que «la pasión se prolonga hasta el fin de
los siglos» [15]. Le hace eco el filósofo Pascal en la célebre meditación
sobre la agonía de Jesús:
«Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. Durante este tiempo no
hay que dormir.
Yo pensaba en ti en mi agonía: esas gotas de sangre las derramé por ti.
¿Quieres costarme siempre sangre de mi humanidad, sin que tu derrames una
lágrima?
Yo soy más amigo tuyo que tal o cual, porque he hecho por ti más que ellos,
y ellos no sufrirían jamás lo que he sufrido por ti, nunca morirían por ti
en el momento de tu infidelidad y de tus crueldades, como he hecho yo y
estoy dispuesto a hacer en mis elegidos y en el Santo Sacramento» [16].
Todo esto no es un simple modo de hablar o una constricción psicológica;
corresponde misteriosamente a la verdad. En el Espíritu, Jesús está también
ahora en Getsemaní, en el pretorio, en la cruz. Y no sólo en su cuerpo
místico – en quien sufre, es apresado o asesinado –, sino, de una forma que
no podemos explicar, también en su persona. Esto es verdad no «a pesar de»
su resurrección, sino precisamente «a causa» de la resurrección que ha hecho
al Crucificado «viviente en los siglos». El Apocalipsis nos presenta al
Cordero en el cielo «de pié», o sea resucitado y vivo, pero con los signos
todavía visibles de su inmolación (Ap 5, 6).
El lugar privilegiado donde podemos encontrar a este Jesús «en agonía hasta
el fin del mundo» es la Eucaristía. Jesús la instituyó inmediatamente antes
de ir al Huerto de los Olivos para que sus discípulos pudieran, en toda
época, hacerse «contemporáneos» de su Pasión. Si el Espíritu nos inspira el
deseo de estar una hora al lado de Jesús en Getsemaní esta Cuaresma, la
forma más sencilla de llevarlo a cabo es pasar, en la tarde del jueves, una
hora ante el Santísimo Sacramento.
Esto no debe, evidentemente, hacernos olvidar el otro modo en que Cristo
«está en agonía hasta el fin del mundo», esto es, en los miembros de su
cuerpo místico. Es más, si queremos dar concreción a nuestros sentimientos
hacia él, el camino obligado es precisamente hacer a alguno de ellos lo que
no podemos hacer con él que está en la gloria.
La palabra Getsemaní se ha convertido en el símbolo de todo dolor moral.
Jesús todavía no ha sufrido en su carne; su dolor es del todo interior, y
sin embargo no suda sangre más que aquí, cuando es su corazón, no aún su
carne, el que es aplastado. El mundo es muy sensible a los dolores
corporales, se conmueve fácilmente por ellos; lo es mucho menos ante los
dolores morales, de los que a veces hasta se burla tomándolos por
hipersensibilidad, autosugestiones, caprichos.
Dios se toma muy en serio el dolor del corazón y así deberíamos hacer
también nosotros. Pienso en quien ve roto el lazo más fuerte que tenía en la
vida y se encuentra solo (más frecuentemente sola); en quien es traicionado
en los afectos, está angustiado ante algo que amenaza su vida o la de un ser
querido; en quien, injustamente o con razón (no hay mucha diferencia desde
este punto de vista), se ve señalado, de un día para otro, en el escarnio
público. ¡Cuántos Getsemaní escondidos en el mundo, tal vez bajo nuestro
mismo techo, en la puerta de al lado, o en la mesa de trabajo de al lado! Es
tarea nuestra identificar a alguien en esta Cuaresma y hacernos cercanos a
quien se encuentra allí.
Que Jesús no tenga que decir entre estos, sus miembros: «Espero compasión, y
no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno» (Sal 68, 21), sino que
pueda, al contrario, hacernos sentir en el corazón la palabra que recompensa
todo: «A mí me lo hicisteis».
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[1] S. Agustín, Enarrationes
in Psalmos 120, 6: CCL 40, p.
1791.
[2] S. Agustín, Cartas,
55, 14, 24 (CSEL 34,2, p. 195).
[3] Il libro della B. Angela
da Foligno, Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 148.
[4] R. E. Brown, The Death of
the Messiah. From Gethsemane to the Grave. A Commentary on the Passion
Narratives in the Four Gospels, I, Doubleday, New York, 1994, p. 216.
[5] Brown, p. 233.
[6] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De
Trinitate, X, 37.
[7] Cfr. S. Máximo, Confesor, In
Mattheum 26,39 (PG 91, 68).
[8] Tagore, Gitanjali, 50
(trad. ital. Newton Compton, Roma 1985, p. 91).
[9] S. Kierkegaard, La
malattia mortale, parte I, C, (Opere, a cargo de C. Fabro, pp. 639 ss.
[10] Ib. p. 640
[11] S. Agustín, Sobre la
Primera Carta de Juan, 6, 6-8 (PL 35, 2023 s.).
[12] S. Tomás de Aquino, Summa
theologiae, III, q. 47, a. 3.
[13] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion
Symbolorum, n. 1536.
[14] S. Agustín, Confesiones,
X, 29.
[15] S. León Magno, Sermo 70,
5: PL 54, 383
[16] B. Pascal, Pensamientos,
n. 553 Br.