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P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.
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1. La Escritura divinamente inspirada
En la segunda carta a Timoteo se contiene la célebre afirmación: «Toda la
Escritura es inspirada por Dios» (2 Tm 3, 16). La expresión que se traduce:
«inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original es
una palabra única: theopneustos, que contiene los dos vocablos de Dios
(Theos) y de Espíritu (Pneuma). Tal palabra tiene dos significados
fundamentales: uno muy conocido, el otro en cambio habitualmente descuidado,
si bien no menos importante que el primero.
El significado más conocido es el pasivo, evidenciado en todas las
tradiciones modernas: la Escritura es «inspirada por Dios». Otro pasaje del
Nuevo Testamento explica así este significado: «Hombres [los profetas]
movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» (2 P 1,21). Es,
en resumen, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura,
aquella que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando decimos que
el Espíritu Santo «habló por los profetas».
Podemos representarnos con imágenes humanas este evento en sí misterioso de
la inspiración: Dios «toca» con su dedo divino -esto es, con su energía viva
que es el Espíritu Santo-- ese punto recóndito donde el espíritu humano se
abre al infinito y desde ahí ese toque -en sí sencillísimo e instantáneo
como es Dios que lo produce-- se difunde como una vibración sonora en todas
las facultades del hombre -voluntad, inteligencia, fantasía, corazón--,
traduciéndose en conceptos, imágenes, palabras.
El resultado que en tal modo se obtiene es una realidad teándrica, esto es,
plenamente divina y plenamente humana: las dos cosas íntimamente unidas,
auque no «confundidas». El Magisterio de la Iglesia -encíclicas
Providentissimus Deus de León XIII y Divino afflante Spiritu de Pío XII--
nos dice que los dos datos, divino y humano, se han mantenido intactos. Dios
es el autor principal porque asume al responsabilidad de lo que está
escrito, determinándose el contenido con la acción de su Espíritu; sin
embargo el escritor sagrado es también él autor, en el sentido pleno de la
palabra, porque ha colaborado intrínsecamente en esta acción mediante una
normal actividad humana, de la que Dios se ha servido como de un
instrumento. Dios -decían los Padres-- es como el músico que, tocándola,
hace vibrar las cuerdas de la lira; el sonido es todo obra del músico, pero
no existiría sin las cuerdas de la lira.
De esta obra maravillosa de Dios se saca a la luz, habitualmente, casi sólo
un efecto: la inerrancia bíblica, o sea, el hecho de que la Biblia no
contiene error alguno, si entendemos correctamente el «error» como ausencia
de una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural,
teniendo en cuenta el género literario utilizado y, por lo tanto, exigible
de quien escribe. Pero la inspiración bíblica funda mucho más que la simple
inerrancia de la palabra de Dios (que es algo negativo); funda,
positivamente, su inagotabilidad, su fuerza y vitalidad divina y aquello que
san Agustín llamaba la mira profunditas, la maravillosa profundidad [1].
Así ya estamos preparados a descubrir el otro significado de la inspiración
bíblica. Por sí, gramaticalmente, el participio theopneustos es activo, no
pasivo. La tradición misma ha sabido captar en ciertos momentos este
significado activo. La Escritura, decía san Agustín, es theopneustos no sólo
porque es «inspirada por Dios», sino también por que «respira a Dios»,
¡emana a Dios! [2].
Hablado de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y
después se fue, sino que aquellas, «venidas de Él, permanecen en Él» [3].
Igual ocurre con las palabras de Dios: venidas de Dios, permanecen en Él y
Él en ellas. Después de haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo es
como si se hubiera encerrado en ella, la habita y la anima sin descanso con
su soplo divino. Heidegger dijo que «la palabra es la casa del Ser»;
nosotros podemos decir que la Palabra (con mayúsculas) es la casa del
Espíritu.
La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este movimiento de la
tradición cuando dice que las Sagradas Escrituras «inspiradas por Dios
(¡inspiración pasiva!) y escritas de una vez para siempre, comunican
inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del
Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles»
(¡inspiración activa!) [4].
2. Docetismo y ebionismo bíblico
Pero ahora debemos tocar el problema más delicado: ¿cómo acercarnos a las
Escrituras de manera que «liberen» de verdad para nosotros el Espíritu que
contienen? He mencionado que la Escritura es una realidad teándrica, esto
es, divino-humana. Ahora bien: la ley de toda realidad teándrica (como son,
por ejemplo, Cristo y la Iglesia) es que no se puede descubrir en ella lo
divino más que pasando a través de lo humano. No se puede descubrir en
Cristo la divinidad más que a través de su concreta humanidad.
Quienes en la antigüedad pretendieron actuar de manera distinta cayeron en
el docetismo. Despreciando, de Cristo, el cuerpo y las características
humanas como simples «apariencias» (dokein), perdieron también su realidad
profunda y, en lugar de un Dios vivo hecho hombre, se encontraron en sus
manos con una idea distorsionada de Dios. De igual forma, no se puede, en la
Escritura, descubrir el Espíritu más que pasando a través de la letra, esto
es, a través del revestimiento concreto humano que la palabra de Dios asumió
en los diferentes libros y autores inspirados. No se puede descubrir en
ellos el significado divino más que partiendo del significado humano, aquél
intentado por el autor humano, Isaías, Jeremías, Lucas, Pablo, etc. En ello
encuentra su plena justificación el inmenso esfuerzo de estudio e
investigación que rodea el libro de la Escritura.
Pero éste no es el único peligro que corre la exégesis bíblica. Ante la
persona de Jesús no existía sólo el riesgo del docetismo, o sea, de
descuidar lo humano; existía también el peligro de quedarse ahí, de no ver
en Él más que lo humano y no descubrir la dimensión divina de Hijo de Dios.
En resumen, existía el peligro del ebionismo. Para los ebionitas (que eran
judeo-cristianos) Jesús era, sí, un gran profeta, el mayor profeta, si se
quiere, pero no más. Los Padres les llamaron «ebionitas» (de ebionim, los
pobres) para decir que eran pobres de fe.
Así sucede también para la Escritura. Existe un ebionismo bíblico, esto es,
la tendencia a quedarse en la letra, considerando la Biblia un libro
excelente, el más excelso de los libros humanos, si se quiere, pero un libro
sólo humano. Lamentablemente corremos el riesgo de reducir la Escritura a
una sola dimensión. La ruptura del equilibrio, hoy, no es hacia el
docetismo, sino hacia el ebionismo.
La Biblia se explica por muchos estudiosos intencionadamente sólo con el
método histórico-crítico. No hablo de los estudiosos no creyentes, para los
que ello es normal, sino de estudiosos que se profesan creyentes. La
secularización de los sagrado en ningún caso se ha revelado tan aguda como
en la secularización del Libro Sagrado. Ahora bien: pretender comprender
exhaustivamente la Escritura estudiándola con el único instrumento del
análisis histórico-filológico ¡es como pretender descubrir el misterio de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía basándose en un análisis químico
de la ostia consagrada! El análisis histórico-crítico, aunque se llevara al
máximo de la perfección, no representa, en realidad, más que el primer
escalón del conocimiento de la Biblia, el relativo a la letra.
Jesús afirma solemnemente en el Evangelio que Abrahán «vio su día» (Cf. Jn
8,56), que Moisés había «escrito de Él» (Cf. Jn 5,46), que Isaías «vio su
gloria y habló de Él» (Cf. Jn 12,41), que los profetas y los salmos y todas
las Escrituras hablan de Él (Cf. Lc 24,27.44; Jn 5,39), pero hoy día cierta
exégesis científica duda en hablar de Cristo, ya prácticamente no lo entrevé
en ningún pasaje del Antiguo Testamento o, al menos, teme decir que lo
percibe ahí, por la cuestión de desacreditarse «científicamente».
El inconveniente más grave de cierta exégesis exclusivamente científica es
que cambia completamente la relación entre el exegeta y la palabra de Dios.
La Biblia se convierte en un objeto de estudio que el profesor debe
«dominar» y ante el cual, como se dice a cualquier hombre de ciencia, debe
permanecer «neutral». Pero en este caso único no está permitido permanecer
«neutral» y no es dable «dominar» la materia; más bien hay que dejarse
dominar por ella. Decir de un estudioso de la Escritura que él «domina» la
palabra de Dios, pensándolo bien, es decir casi una blasfemia.
La consecuencia de todo ello es el cierre y «replegamiento» de la Escritura
sobre sí misma; vuelve a ser el libro «sellado», el libro «velado», porque
-dice san Pablo-- ese velo «sólo en Cristo desaparece», cuando existe la
«conversión al Señor», o sea, cuando se reconoce, en las páginas de la
Escritura, a Cristo (Cf. 2 Co 3,15-16). Sucede, en la Biblia, como en
ciertas plantas sensibilísimas que cierran sus hojas en cuanto las tocan
cuerpos extraños, o como ciertos moluscos que se pliegan para proteger la
perla que contienen. La perla de la Escritura es Cristo.
No se explican de otro modo las muchas crisis de fe de estudiosos de la
Biblia. Cuando surge la cuestión de por qué la pobreza y aridez espiritual
que reinan en algunos seminarios y lugares de formación, no se tarda en
descubrir que una de las causas principales es el modo en que se enseña en
ellos la Escritura. La Iglesia ha vivido y vive de lectura espiritual de la
Biblia; truncado este canal que alimenta la vida de piedad, el celo, la fe,
entonces todo se agosta y languidece. Ya no se comprende la liturgia, que
está toda construida en un uso espiral de la Escritura, o bien se vive como
un momento desprendido de la verdadera formación personal y desmentido por
lo que se ha aprendido antes en clase.
3. El Espíritu da la vida
Un signo de gran esperanza es que la exigencia de una lectura espiritual y
de fe de la Escritura empieza ya a advertirse precisamente por algunos
eminentes exégetas. Uno de ellos escribió: «Es urgente que cuantos estudian
e interpretan la Escritura se interesen de nuevo en la exégesis de los
Padres para redescubrir, más allá de sus métodos, el espíritu que les
animaba, el alma profunda que inspiraba su exégesis; en la escuela de ellos
debemos aprender a interpretar la Escritura, no sólo desde el punto de vista
histórico y crítico, sino igualmente en la Iglesia y para la Iglesia» (I. de
la Potterie). El P. H. de Lubac, en su monumental historia de la exégesis
medieval, evidenció la coherencia, la solidez y la extraordinaria fecundidad
de la exégesis espiritual practicada por los Padres antiguos y medievales.
Pero hay que decir que los Padres no hacen, en este campo, más que aplicar
(con los instrumentos imperfectos que tenían a disposición) la pura y
sencilla enseñanza del Nuevo Testamento; no son, en otras palabras, los
iniciadores, sino los continuadores de una tradición que tuvo entre sus
fundadores a Juan, Pablo y al propio Jesús. Estos no sólo practicaron todo
el tiempo una lectura espiritual de las Escrituras, o sea, una lectura con
referencia a Cristo, sino que también dieron la justificación de tal
lectura, declarando que todas las Escrituras hablan de Cristo (Cf. Jn 5,39),
que en ellas era ya «el Espíritu de Cristo» que estaba a la obra y se
expresaba a través de los profetas (Cf. 1 P 1,11), que todo, en el Antiguo
Testamento, está dicho «por alegoría», esto es, en referencia a la Iglesia
(Cf. Ga 4,24), o «para nuestro aviso» (1 Co 10,11).
Por ello decir lectura «espiritual» de la Biblia no significa decir lectura
edificante, mística, subjetiva, o peor aún, fantasiosa, en oposición a la
lectura científica que sería, en cambio, objetiva. Aquella, al contrario, es
la lectura más objetiva que existe porque se basa en el Espíritu de Dios, no
en el espíritu del hombre. La lectura subjetiva de la Escritura (la que se
basa en el libre examen) se ha difundido precisamente cuando se ha
abandonado la lectura espiritual y allí donde tal lectura se ha dejado de
lado más claramente.
La lectura espiritual es por lo tanto algo bien preciso y objetivo; es la
lectura realizada bajo la guía, o a la luz, del Espíritu Santo que ha
inspirado la Escritura. Se basa en un evento histórico, esto es, en el acto
redentor de Cristo que, con su muerte y resurrección, cumple el proyecto de
salvación, lleva a cabo todas las imágenes y las profecías, desvela todos
los misterios ocultos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la
Biblia. El Apocalipsis expresa todo esto con la imagen del Cordero inmolado
que toma en la mano el libro y rompe sus siete sellos (Cf. Ap. 5,1ss.)
Quien quisiera, después de Él, continuar leyendo la Escritura prescindiendo
de este acto, se asemejaría a uno que sigue leyendo una partitura musical en
clave de fa después de que el compositor ha introducido en el pasaje la
clave de sol: cada nota expresaría, desde ahí, un sonido falso y
desentonado. Así, el Nuevo Testamento llama a la clave nueva «el Espíritu»,
mientras que define a la clave vieja «la letra», diciendo que la letra mata,
pero que el Espíritu da la vida (2 Co 3, 6).
Contraponer entre sí «letra» y «Espíritu» no significa contraponer entre sí
Antiguo y Nuevo Testamento, casi como si el primero representara sólo la
letra y el segundo sólo el Espíritu. Significa más bien contraponer entre sí
dos modos distintos de leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento: el
modo que prescinde de Cristo y el modo que juzga, en cambio, todo a la luz
de Cristo. Por esto la Iglesia puede valorar uno y otro Testamento, dado que
ambos le hablan de Cristo.
4. Lo que el Espíritu dice a la Iglesia
La lectura espiritual no se refiere sólo al Antiguo Testamento; en un
sentido distinto también tiene que ver con el Nuevo Testamento; también éste
debe leerse espiritualmente. Leer espiritualmente el Nuevo Testamento
significa leerlo a la luz del Espíritu Santo derramado en Pentecostés en la
Iglesia para conducirla a toda la verdad, o sea, a la plena compresión y
actuación del Evangelio.
Jesús explicó Él mismo, anticipadamente, la relación entre su palabra y el
Espíritu que enviaría (aunque no debemos pensar que lo haya hecho
necesariamente en los términos precisos que utiliza, al respecto, el
evangelio de Juan). El Espíritu -se lee en Juan-- «os enseñará y os
recordará» todo lo que Jesús ha dicho (Cf. Jn 14,25 s.), o sea, lo dará a
entender a fondo, con todas su implicaciones. Él «no hablará de sí mismo»,
esto es, no dirá cosas nuevas respecto a las que dijo Jesús, sino -como dice
Jesús mismo-- recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (Jn 16,13-15).
En ello es posible ver cómo la lectura espiritual integra y sobrepasa la
lectura científica. La lectura científica conoce una sola dirección, que es
la de la historia; explica en efecto lo que viene después, a la luz de lo
que viene antes; explica el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo que le
precede, y explica la Iglesia a la luz del Nuevo Testamento. Buena parte del
esfuerzo crítico en torno a la Escritura consiste en ilustrar las doctrinas
del Evangelio a la luz de las tradiciones veterotestamentarias, de la
exégesis rabínica, etc.; consiste, en resumen, en la investigación de las
fuentes (sobre este principio se basa el Kittel y tantos otros apoyos
bíblicos).
La lectura espiritual reconoce plenamente la validez de esta dirección de
investigación, pero a ella añade otra inversa. Consiste en explicar lo que
viene antes a la luz de lo que llega después, la profecía a la luz de la
realización, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y el Nuevo Testamento
a la luz de la Tradición de la Iglesia. En ello la lectura espiritual de la
Biblia encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de
Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual
para comprender un texto hay que tener en cuenta los efectos que ha
producido en la historia, introduciéndose en esta historia y dialogando con
ella [5].
Sólo después de que Dios ha realizado su plan, se entiende plenamente el
sentido de aquello que lo ha preparado y prefigurado. Si todo árbol, como
dice Jesús, se reconoce por sus frutos, la palabra de Dios no se pude
conocer plenamente antes de haber visto los frutos que ha producido.
Estudiar la Escritura a la luz de la Tradición es un poco como conocer el
árbol por sus frutos. Por ello Orígenes decía que «el sentido espiritual es
lo que el Espíritu da a la Iglesia» [6]. Esto se identifica con la lectura
eclesial o incluso con la Tradición misma, si entendemos por Tradición no
sólo las declaraciones solemnes del Magisterio (que se refieren, por lo
demás, a poquísimos textos bíblicos), sino también la experiencia de
doctrina y de santidad en donde la palabra de Dios se ha como encarnado
nuevamente y «se ha explicado» en el curso de los siglos por obra del
Espíritu Santo.
Lo que se necesita no es por lo tanto una lectura espiritual que ocupe el
lugar de la actual exégesis científica, con un retorno mecánico a la
exégesis de los Padres; es más bien una nueva lectura espiritual que se
corresponda al enorme progreso registrado desde el estudio de la «letra».
Una lectura, en síntesis, que tenga el aliento y la fe de los Padres y, al
mismo tiempo, la consistencia y la seriedad de la actual ciencia bíblica.
5. El Espíritu que sopla a los cuatro vientos
Ante la extensión de huesos secos, el profeta Ezequiel oyó la pregunta:
«¿Podrán estos huesos revivir?» (Ez 37,3). La misma cuestión nos planteamos
hoy nosotros: ¿podrá la exégesis, agostada por el prolongado exceso de
filologismo, reencontrar el impulso y la vida que tuvo en otros momentos de
la historia de la Iglesia? El padre de Lubac, después de haber estudiado la
larga historia de la exégesis cristiana, concluye más bien tristemente,
diciendo que nos faltan, a los modernos, las condiciones para poder volver a
suscitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe
llena de impulso, ese sentido de plenitud y de unidad que tenían ellos, por
lo que pretender hoy imitar su audacia sería exponerse casi a la
profanación, al faltarnos el espíritu del que procedían aquellas cosas [7].
Sin embargo no cierra del todo la puerta a la esperanza y dice que «si se
quiere reencontrar algo de aquello que fue en los primeros siglos de la
Iglesia la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir
sobre todo un movimiento espiritual» [8]. A distancia de algunas décadas,
con el Concilio Vaticano II de por medio, me parece hallar, en estas últimas
palabras, una profecía. Ese «movimiento espiritual» y ese «impulso»
comenzaron a reproducirse, pero no porque los hombres los hubieran
programado o previsto, sino porque el Espíritu se puso a soplar de nuevo,
inesperadamente, a los cuatro vientos sobre los huesos secos.
Contemporáneamente a la reaparición de los carismas, se asiste a una
reaparición de la lectura espiritual de la Biblia y es, también esto, un
fruto, de los más exquisitos, del Espíritu Santo.
Participando en encuentros bíblicos y de oración, me quedo sorprendido al
oír, a veces, reflexiones sobre la palabra de Dios del todo análogas a las
que hacían en su tiempo Orígenes, Agustín o Gregorio Magno, si bien en un
lenguaje más sencillo. Las palabras sobre el templo, sobre la «tienda de
David», sobre Jerusalén destruida y reedificada tras el exilio, se aplican,
con toda sencillez y pertinencia, a la Iglesia, a María, a la propia
comunidad o a la propia vida personal. Lo que se narra de los personajes del
Antiguo Testamento induce a pensar, por analogía o por antítesis, en Jesús,
y lo que se narra de Jesús se aplica y actualiza en referencia a la Iglesia
y al creyente.
Muchas perplejidades respecto a la lectura espiritual de la Biblia nacen de
no tener en cuenta la distinción entre explicación y aplicación. En la
lectura espiritual, más que pretender explicar el texto, atribuyéndole un
sentido ajeno a la intención del autor sagrado, se trata, en general, de
aplicar o actualizar el texto. Es lo que vemos en acto ya en el Nuevo
Testamento ante las palabras de Jesús. A veces se constata que, de una misma
parábola de Cristo, se realizan aplicaciones distintas en los sinópticos,
según las necesidades y los problemas de la comunidad para la que cada uno
escribe.
Las aplicaciones de los Padres y las de hoy no tienen evidentemente el
carácter canónico de estas aplicaciones originarias, pero el proceso que
conduce a ellas es el mismo y se basa en el hecho de que las palabras de
Dios no son palabras muertas, «para conservar en aceite», diría Péguy; son
palabras «vivas» y «activas», capaces de desplegar sentidos y virtualidades
escondidas en respuesta a cuestiones y situaciones nuevas. Es una
consecuencia de la que he llamado la «inspiración activa» de la Escritura,
esto es, del hecho de que ella no es sólo «inspirada por el Espíritu», sino
que «emana» también el Espíritu y lo hace continuamente, si se lee con fe.
«La Escritura -dijo san Gregorio Magno-- cum legentibus crescit, crece con
aquellos que la leen» [9]. Crece, permaneciendo intacta.
Concluyo con una oración que oí una vez a una señora, después de que se
había dado lectura al episodio de Elías quien, subiendo al cielo, deja a
Eliseo dos tercios de su espíritu. Es un ejemplo de lectura espiritual en el
sentido que acabo de explicar: «Gracias, Jesús, porque ascendiendo al cielo
no nos dejaste sólo dos tercios de tu Espíritu, ¡sino todo tu Espíritu!
Gracias por que no lo dejaste a un solo discípulo, ¡sino a todos los
hombres!».
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[1] Textos en H. de Lubac, Histoire de l'exégése médiévale, I,1, Paris,
Aubier 1959, pp. 119 ss.
[2] S. Ambrosio, De Spiritu Sancto, III, 112.
[3] S. Agustín, Conf . IV, 12, 18.
[4] Dei Verbum, 21.
[5] Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tubingen 1960.
[6] Orígenes, In Lev. hom. V, 5.
[7] H. de Lubac, Exégèse médiévale, II, 2, p. 79.
[8] H. de Lubac, Storia e spirito, Roma 1971, p. 587.
[9] S. Gregorio Magno, Commento morale a Giobbe, 20,1 (CC 143A, p. 1003).