«LA LETRA MATA; EL ESPÍRITU DA VIDA»
Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
Cuarta predicación
La lectura espiritual de la Biblia
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.
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1. La Escritura divinamente inspirada
En la segunda carta a Timoteo se contiene la célebre afirmación: «Toda la
Escritura es inspirada por Dios» (2 Tm 3, 16). La expresión que se traduce:
«inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original es una
palabra única: theopneustos, que contiene los dos vocablos de Dios (Theos) y de
Espíritu (Pneuma). Tal palabra tiene dos significados fundamentales: uno muy
conocido, el otro en cambio habitualmente descuidado, si bien no menos
importante que el primero.
El significado más conocido es el pasivo, evidenciado en todas las tradiciones
modernas: la Escritura es «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento
explica así este significado: «Hombres [los profetas] movidos por el Espíritu
Santo, han hablado de parte de Dios» (2 P 1,21). Es, en resumen, la doctrina
clásica de la inspiración divina de la Escritura, aquella que proclamamos como
artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por los
profetas».
Podemos representarnos con imágenes humanas este evento en sí misterioso de la
inspiración: Dios «toca» con su dedo divino -esto es, con su energía viva que es
el Espíritu Santo-- ese punto recóndito donde el espíritu humano se abre al
infinito y desde ahí ese toque -en sí sencillísimo e instantáneo como es Dios
que lo produce-- se difunde como una vibración sonora en todas las facultades
del hombre -voluntad, inteligencia, fantasía, corazón--, traduciéndose en
conceptos, imágenes, palabras.
El resultado que en tal modo se obtiene es una realidad teándrica, esto es,
plenamente divina y plenamente humana: las dos cosas íntimamente unidas, auque
no «confundidas». El Magisterio de la Iglesia -encíclicas Providentissimus Deus
de León XIII y Divino afflante Spiritu de Pío XII-- nos dice que los dos datos,
divino y humano, se han mantenido intactos. Dios es el autor principal porque
asume al responsabilidad de lo que está escrito, determinándose el contenido con
la acción de su Espíritu; sin embargo el escritor sagrado es también él autor,
en el sentido pleno de la palabra, porque ha colaborado intrínsecamente en esta
acción mediante una normal actividad humana, de la que Dios se ha servido como
de un instrumento. Dios -decían los Padres-- es como el músico que, tocándola,
hace vibrar las cuerdas de la lira; el sonido es todo obra del músico, pero no
existiría sin las cuerdas de la lira.
De esta obra maravillosa de Dios se saca a la luz, habitualmente, casi sólo un
efecto: la inerrancia bíblica, o sea, el hecho de que la Biblia no contiene
error alguno, si entendemos correctamente el «error» como ausencia de una verdad
posible humanamente, en un determinado contexto cultural, teniendo en cuenta el
género literario utilizado y, por lo tanto, exigible de quien escribe. Pero la
inspiración bíblica funda mucho más que la simple inerrancia de la palabra de
Dios (que es algo negativo); funda, positivamente, su inagotabilidad, su fuerza
y vitalidad divina y aquello que san Agustín llamaba la mira profunditas, la
maravillosa profundidad [1].
Así ya estamos preparados a descubrir el otro significado de la inspiración
bíblica. Por sí, gramaticalmente, el participio theopneustos es activo, no
pasivo. La tradición misma ha sabido captar en ciertos momentos este significado
activo. La Escritura, decía san Agustín, es theopneustos no sólo porque es
«inspirada por Dios», sino también por que «respira a Dios», ¡emana a Dios! [2].
Hablado de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y después se
fue, sino que aquellas, «venidas de Él, permanecen en Él» [3]. Igual ocurre con
las palabras de Dios: venidas de Dios, permanecen en Él y Él en ellas. Después
de haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo es como si se hubiera encerrado
en ella, la habita y la anima sin descanso con su soplo divino. Heidegger dijo
que «la palabra es la casa del Ser»; nosotros podemos decir que la Palabra (con
mayúsculas) es la casa del Espíritu.
La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este movimiento de la
tradición cuando dice que las Sagradas Escrituras «inspiradas por Dios
(¡inspiración pasiva!) y escritas de una vez para siempre, comunican
inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu
Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (¡inspiración activa!)
[4].
2. Docetismo y ebionismo bíblico
Pero ahora debemos tocar el problema más delicado: ¿cómo acercarnos a las
Escrituras de manera que «liberen» de verdad para nosotros el Espíritu que
contienen? He mencionado que la Escritura es una realidad teándrica, esto es,
divino-humana. Ahora bien: la ley de toda realidad teándrica (como son, por
ejemplo, Cristo y la Iglesia) es que no se puede descubrir en ella lo divino más
que pasando a través de lo humano. No se puede descubrir en Cristo la divinidad
más que a través de su concreta humanidad.
Quienes en la antigüedad pretendieron actuar de manera distinta cayeron en el
docetismo. Despreciando, de Cristo, el cuerpo y las características humanas como
simples «apariencias» (dokein), perdieron también su realidad profunda y, en
lugar de un Dios vivo hecho hombre, se encontraron en sus manos con una idea
distorsionada de Dios. De igual forma, no se puede, en la Escritura, descubrir
el Espíritu más que pasando a través de la letra, esto es, a través del
revestimiento concreto humano que la palabra de Dios asumió en los diferentes
libros y autores inspirados. No se puede descubrir en ellos el significado
divino más que partiendo del significado humano, aquél intentado por el autor
humano, Isaías, Jeremías, Lucas, Pablo, etc. En ello encuentra su plena
justificación el inmenso esfuerzo de estudio e investigación que rodea el libro
de la Escritura.
Pero éste no es el único peligro que corre la exégesis bíblica. Ante la persona
de Jesús no existía sólo el riesgo del docetismo, o sea, de descuidar lo humano;
existía también el peligro de quedarse ahí, de no ver en Él más que lo humano y
no descubrir la dimensión divina de Hijo de Dios. En resumen, existía el peligro
del ebionismo. Para los ebionitas (que eran judeo-cristianos) Jesús era, sí, un
gran profeta, el mayor profeta, si se quiere, pero no más. Los Padres les
llamaron «ebionitas» (de ebionim, los pobres) para decir que eran pobres de fe.
Así sucede también para la Escritura. Existe un ebionismo bíblico, esto es, la
tendencia a quedarse en la letra, considerando la Biblia un libro excelente, el
más excelso de los libros humanos, si se quiere, pero un libro sólo humano.
Lamentablemente corremos el riesgo de reducir la Escritura a una sola dimensión.
La ruptura del equilibrio, hoy, no es hacia el docetismo, sino hacia el
ebionismo.
La Biblia se explica por muchos estudiosos intencionadamente sólo con el método
histórico-crítico. No hablo de los estudiosos no creyentes, para los que ello es
normal, sino de estudiosos que se profesan creyentes. La secularización de los
sagrado en ningún caso se ha revelado tan aguda como en la secularización del
Libro Sagrado. Ahora bien: pretender comprender exhaustivamente la Escritura
estudiándola con el único instrumento del análisis histórico-filológico ¡es como
pretender descubrir el misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía
basándose en un análisis químico de la ostia consagrada! El análisis
histórico-crítico, aunque se llevara al máximo de la perfección, no representa,
en realidad, más que el primer escalón del conocimiento de la Biblia, el
relativo a la letra.
Jesús afirma solemnemente en el Evangelio que Abrahán «vio su día» (Cf. Jn
8,56), que Moisés había «escrito de Él» (Cf. Jn 5,46), que Isaías «vio su gloria
y habló de Él» (Cf. Jn 12,41), que los profetas y los salmos y todas las
Escrituras hablan de Él (Cf. Lc 24,27.44; Jn 5,39), pero hoy día cierta exégesis
científica duda en hablar de Cristo, ya prácticamente no lo entrevé en ningún
pasaje del Antiguo Testamento o, al menos, teme decir que lo percibe ahí, por la
cuestión de desacreditarse «científicamente».
El inconveniente más grave de cierta exégesis exclusivamente científica es que
cambia completamente la relación entre el exegeta y la palabra de Dios. La
Biblia se convierte en un objeto de estudio que el profesor debe «dominar» y
ante el cual, como se dice a cualquier hombre de ciencia, debe permanecer
«neutral». Pero en este caso único no está permitido permanecer «neutral» y no
es dable «dominar» la materia; más bien hay que dejarse dominar por ella. Decir
de un estudioso de la Escritura que él «domina» la palabra de Dios, pensándolo
bien, es decir casi una blasfemia.
La consecuencia de todo ello es el cierre y «replegamiento» de la Escritura
sobre sí misma; vuelve a ser el libro «sellado», el libro «velado», porque -dice
san Pablo-- ese velo «sólo en Cristo desaparece», cuando existe la «conversión
al Señor», o sea, cuando se reconoce, en las páginas de la Escritura, a Cristo
(Cf. 2 Co 3,15-16). Sucede, en la Biblia, como en ciertas plantas sensibilísimas
que cierran sus hojas en cuanto las tocan cuerpos extraños, o como ciertos
moluscos que se pliegan para proteger la perla que contienen. La perla de la
Escritura es Cristo.
No se explican de otro modo las muchas crisis de fe de estudiosos de la Biblia.
Cuando surge la cuestión de por qué la pobreza y aridez espiritual que reinan en
algunos seminarios y lugares de formación, no se tarda en descubrir que una de
las causas principales es el modo en que se enseña en ellos la Escritura. La
Iglesia ha vivido y vive de lectura espiritual de la Biblia; truncado este canal
que alimenta la vida de piedad, el celo, la fe, entonces todo se agosta y
languidece. Ya no se comprende la liturgia, que está toda construida en un uso
espiral de la Escritura, o bien se vive como un momento desprendido de la
verdadera formación personal y desmentido por lo que se ha aprendido antes en
clase.
3. El Espíritu da la vida
Un signo de gran esperanza es que la exigencia de una lectura espiritual y de fe
de la Escritura empieza ya a advertirse precisamente por algunos eminentes
exégetas. Uno de ellos escribió: «Es urgente que cuantos estudian e interpretan
la Escritura se interesen de nuevo en la exégesis de los Padres para
redescubrir, más allá de sus métodos, el espíritu que les animaba, el alma
profunda que inspiraba su exégesis; en la escuela de ellos debemos aprender a
interpretar la Escritura, no sólo desde el punto de vista histórico y crítico,
sino igualmente en la Iglesia y para la Iglesia» (I. de la Potterie). El P. H.
de Lubac, en su monumental historia de la exégesis medieval, evidenció la
coherencia, la solidez y la extraordinaria fecundidad de la exégesis espiritual
practicada por los Padres antiguos y medievales.
Pero hay que decir que los Padres no hacen, en este campo, más que aplicar (con
los instrumentos imperfectos que tenían a disposición) la pura y sencilla
enseñanza del Nuevo Testamento; no son, en otras palabras, los iniciadores, sino
los continuadores de una tradición que tuvo entre sus fundadores a Juan, Pablo y
al propio Jesús. Estos no sólo practicaron todo el tiempo una lectura espiritual
de las Escrituras, o sea, una lectura con referencia a Cristo, sino que también
dieron la justificación de tal lectura, declarando que todas las Escrituras
hablan de Cristo (Cf. Jn 5,39), que en ellas era ya «el Espíritu de Cristo» que
estaba a la obra y se expresaba a través de los profetas (Cf. 1 P 1,11), que
todo, en el Antiguo Testamento, está dicho «por alegoría», esto es, en
referencia a la Iglesia (Cf. Ga 4,24), o «para nuestro aviso» (1 Co 10,11).
Por ello decir lectura «espiritual» de la Biblia no significa decir lectura
edificante, mística, subjetiva, o peor aún, fantasiosa, en oposición a la
lectura científica que sería, en cambio, objetiva. Aquella, al contrario, es la
lectura más objetiva que existe porque se basa en el Espíritu de Dios, no en el
espíritu del hombre. La lectura subjetiva de la Escritura (la que se basa en el
libre examen) se ha difundido precisamente cuando se ha abandonado la lectura
espiritual y allí donde tal lectura se ha dejado de lado más claramente.
La lectura espiritual es por lo tanto algo bien preciso y objetivo; es la
lectura realizada bajo la guía, o a la luz, del Espíritu Santo que ha inspirado
la Escritura. Se basa en un evento histórico, esto es, en el acto redentor de
Cristo que, con su muerte y resurrección, cumple el proyecto de salvación, lleva
a cabo todas las imágenes y las profecías, desvela todos los misterios ocultos y
ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia. El Apocalipsis expresa
todo esto con la imagen del Cordero inmolado que toma en la mano el libro y
rompe sus siete sellos (Cf. Ap. 5,1ss.)
Quien quisiera, después de Él, continuar leyendo la Escritura prescindiendo de
este acto, se asemejaría a uno que sigue leyendo una partitura musical en clave
de fa después de que el compositor ha introducido en el pasaje la clave de sol:
cada nota expresaría, desde ahí, un sonido falso y desentonado. Así, el Nuevo
Testamento llama a la clave nueva «el Espíritu», mientras que define a la clave
vieja «la letra», diciendo que la letra mata, pero que el Espíritu da la vida (2
Co 3, 6).
Contraponer entre sí «letra» y «Espíritu» no significa contraponer entre sí
Antiguo y Nuevo Testamento, casi como si el primero representara sólo la letra y
el segundo sólo el Espíritu. Significa más bien contraponer entre sí dos modos
distintos de leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento: el modo que
prescinde de Cristo y el modo que juzga, en cambio, todo a la luz de Cristo. Por
esto la Iglesia puede valorar uno y otro Testamento, dado que ambos le hablan de
Cristo.
4. Lo que el Espíritu dice a la Iglesia
La lectura espiritual no se refiere sólo al Antiguo Testamento; en un sentido
distinto también tiene que ver con el Nuevo Testamento; también éste debe leerse
espiritualmente. Leer espiritualmente el Nuevo Testamento significa leerlo a la
luz del Espíritu Santo derramado en Pentecostés en la Iglesia para conducirla a
toda la verdad, o sea, a la plena compresión y actuación del Evangelio.
Jesús explicó Él mismo, anticipadamente, la relación entre su palabra y el
Espíritu que enviaría (aunque no debemos pensar que lo haya hecho necesariamente
en los términos precisos que utiliza, al respecto, el evangelio de Juan). El
Espíritu -se lee en Juan-- «os enseñará y os recordará» todo lo que Jesús ha
dicho (Cf. Jn 14,25 s.), o sea, lo dará a entender a fondo, con todas su
implicaciones. Él «no hablará de sí mismo», esto es, no dirá cosas nuevas
respecto a las que dijo Jesús, sino -como dice Jesús mismo-- recibirá de lo mío
y os lo anunciará a vosotros (Jn 16,13-15).
En ello es posible ver cómo la lectura espiritual integra y sobrepasa la lectura
científica. La lectura científica conoce una sola dirección, que es la de la
historia; explica en efecto lo que viene después, a la luz de lo que viene
antes; explica el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo que le precede, y
explica la Iglesia a la luz del Nuevo Testamento. Buena parte del esfuerzo
crítico en torno a la Escritura consiste en ilustrar las doctrinas del Evangelio
a la luz de las tradiciones veterotestamentarias, de la exégesis rabínica, etc.;
consiste, en resumen, en la investigación de las fuentes (sobre este principio
se basa el Kittel y tantos otros apoyos bíblicos).
La lectura espiritual reconoce plenamente la validez de esta dirección de
investigación, pero a ella añade otra inversa. Consiste en explicar lo que viene
antes a la luz de lo que llega después, la profecía a la luz de la realización,
el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y el Nuevo Testamento a la luz de la
Tradición de la Iglesia. En ello la lectura espiritual de la Biblia encuentra
una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la
«historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un
texto hay que tener en cuenta los efectos que ha producido en la historia,
introduciéndose en esta historia y dialogando con ella [5].
Sólo después de que Dios ha realizado su plan, se entiende plenamente el sentido
de aquello que lo ha preparado y prefigurado. Si todo árbol, como dice Jesús, se
reconoce por sus frutos, la palabra de Dios no se pude conocer plenamente antes
de haber visto los frutos que ha producido. Estudiar la Escritura a la luz de la
Tradición es un poco como conocer el árbol por sus frutos. Por ello Orígenes
decía que «el sentido espiritual es lo que el Espíritu da a la Iglesia» [6].
Esto se identifica con la lectura eclesial o incluso con la Tradición misma, si
entendemos por Tradición no sólo las declaraciones solemnes del Magisterio (que
se refieren, por lo demás, a poquísimos textos bíblicos), sino también la
experiencia de doctrina y de santidad en donde la palabra de Dios se ha como
encarnado nuevamente y «se ha explicado» en el curso de los siglos por obra del
Espíritu Santo.
Lo que se necesita no es por lo tanto una lectura espiritual que ocupe el lugar
de la actual exégesis científica, con un retorno mecánico a la exégesis de los
Padres; es más bien una nueva lectura espiritual que se corresponda al enorme
progreso registrado desde el estudio de la «letra». Una lectura, en síntesis,
que tenga el aliento y la fe de los Padres y, al mismo tiempo, la consistencia y
la seriedad de la actual ciencia bíblica.
5. El Espíritu que sopla a los cuatro vientos
Ante la extensión de huesos secos, el profeta Ezequiel oyó la pregunta: «¿Podrán
estos huesos revivir?» (Ez 37,3). La misma cuestión nos planteamos hoy nosotros:
¿podrá la exégesis, agostada por el prolongado exceso de filologismo,
reencontrar el impulso y la vida que tuvo en otros momentos de la historia de la
Iglesia? El padre de Lubac, después de haber estudiado la larga historia de la
exégesis cristiana, concluye más bien tristemente, diciendo que nos faltan, a
los modernos, las condiciones para poder volver a suscitar una lectura
espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de impulso, ese sentido
de plenitud y de unidad que tenían ellos, por lo que pretender hoy imitar su
audacia sería exponerse casi a la profanación, al faltarnos el espíritu del que
procedían aquellas cosas [7].
Sin embargo no cierra del todo la puerta a la esperanza y dice que «si se quiere
reencontrar algo de aquello que fue en los primeros siglos de la Iglesia la
interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir sobre todo un
movimiento espiritual» [8]. A distancia de algunas décadas, con el Concilio
Vaticano II de por medio, me parece hallar, en estas últimas palabras, una
profecía. Ese «movimiento espiritual» y ese «impulso» comenzaron a reproducirse,
pero no porque los hombres los hubieran programado o previsto, sino porque el
Espíritu se puso a soplar de nuevo, inesperadamente, a los cuatro vientos sobre
los huesos secos. Contemporáneamente a la reaparición de los carismas, se asiste
a una reaparición de la lectura espiritual de la Biblia y es, también esto, un
fruto, de los más exquisitos, del Espíritu Santo.
Participando en encuentros bíblicos y de oración, me quedo sorprendido al oír, a
veces, reflexiones sobre la palabra de Dios del todo análogas a las que hacían
en su tiempo Orígenes, Agustín o Gregorio Magno, si bien en un lenguaje más
sencillo. Las palabras sobre el templo, sobre la «tienda de David», sobre
Jerusalén destruida y reedificada tras el exilio, se aplican, con toda sencillez
y pertinencia, a la Iglesia, a María, a la propia comunidad o a la propia vida
personal. Lo que se narra de los personajes del Antiguo Testamento induce a
pensar, por analogía o por antítesis, en Jesús, y lo que se narra de Jesús se
aplica y actualiza en referencia a la Iglesia y al creyente.
Muchas perplejidades respecto a la lectura espiritual de la Biblia nacen de no
tener en cuenta la distinción entre explicación y aplicación. En la lectura
espiritual, más que pretender explicar el texto, atribuyéndole un sentido ajeno
a la intención del autor sagrado, se trata, en general, de aplicar o actualizar
el texto. Es lo que vemos en acto ya en el Nuevo Testamento ante las palabras de
Jesús. A veces se constata que, de una misma parábola de Cristo, se realizan
aplicaciones distintas en los sinópticos, según las necesidades y los problemas
de la comunidad para la que cada uno escribe.
Las aplicaciones de los Padres y las de hoy no tienen evidentemente el carácter
canónico de estas aplicaciones originarias, pero el proceso que conduce a ellas
es el mismo y se basa en el hecho de que las palabras de Dios no son palabras
muertas, «para conservar en aceite», diría Péguy; son palabras «vivas» y
«activas», capaces de desplegar sentidos y virtualidades escondidas en respuesta
a cuestiones y situaciones nuevas. Es una consecuencia de la que he llamado la
«inspiración activa» de la Escritura, esto es, del hecho de que ella no es sólo
«inspirada por el Espíritu», sino que «emana» también el Espíritu y lo hace
continuamente, si se lee con fe. «La Escritura -dijo san Gregorio Magno-- cum
legentibus crescit, crece con aquellos que la leen» [9]. Crece, permaneciendo
intacta.
Concluyo con una oración que oí una vez a una señora, después de que se había
dado lectura al episodio de Elías quien, subiendo al cielo, deja a Eliseo dos
tercios de su espíritu. Es un ejemplo de lectura espiritual en el sentido que
acabo de explicar: «Gracias, Jesús, porque ascendiendo al cielo no nos dejaste
sólo dos tercios de tu Espíritu, ¡sino todo tu Espíritu! Gracias por que no lo
dejaste a un solo discípulo, ¡sino a todos los hombres!».
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[1] Textos en H. de Lubac, Histoire de l'exégése médiévale, I,1, Paris, Aubier
1959, pp. 119 ss.
[2] S. Ambrosio, De Spiritu Sancto, III, 112.
[3] S. Agustín, Conf . IV, 12, 18.
[4] Dei Verbum, 21.
[5] Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tubingen 1960.
[6] Orígenes, In Lev. hom. V, 5.
[7] H. de Lubac, Exégèse médiévale, II, 2, p. 79.
[8] H. de Lubac, Storia e spirito, Roma 1971, p. 587.
[9] S. Gregorio Magno, Commento morale a Giobbe, 20,1 (CC 143A, p. 1003).