«De toda palabra inútil...»: II. Meditación de Cuaresma al Papa y a la Curia
Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
Segunda Predicación
«DE TODA PALABRA INÚTIL»
Hablar «como con palabras de Dios»
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.
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1. Del Jesús que predica al Cristo predicado
En la segunda carta a los Corintios --que es, por excelencia, la carta dedicada
al ministerio de la predicación--, san Pablo escribe estas palabras
programáticas: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como
Señor» (2 Co 4,5). A los mismos fieles de Corinto, en una carta precedente,
había escrito: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado» (1 Co 1,23). Cuando el
Apóstol quiere abrazar con una sola palabra el contenido de la predicación
cristiana, ¡esta palabra es siempre la persona de Jesucristo!
En estas afirmaciones Jesús ya no es contemplado --como ocurría en los
evangelios-- en su calidad de anunciador, sino en su calidad de anunciado.
Paralelamente, vemos que la expresión «Evangelio de Jesús» adquiere un nuevo
significado, sin perder en cambio el antiguo; del significado de «gozoso anuncio
traído por Jesús (¡Jesús sujeto!)», se pasa al significado de «gozoso anuncio
sobre Jesús» (¡Jesús objeto!).
Éste es el significado que la palabra evangelio tiene en el solemne inicio de la
carta a los Romanos. «Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación,
escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus
profetas en la Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de
David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de
santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro»
(Rm 1,1-3).
En esta meditación nos concentramos en «La Palabra de Dios en la misión de la
Iglesia». Es el tema del que se ocupa el tercer capítulo de los Lineamenta del
Sínodo de los Obispos, que evidencia de aquél sus diversos aspectos y ámbitos de
actuación según el siguiente esquema:
La misión de la Iglesia es proclamar a Cristo, la Palabra de Dios hecha carne.
La Palabra de Dios debe estar siempre al alcance de todos.
La Palabra de Dios, gracia de comunión entre los cristianos.
La Palabra de Dios, luz para el diálogo interreligioso
a - Con el pueblo judío
b - Con otras religiones
La Palabra de Dios, fermento de las culturas modernas.
La Palabra de Dios y la historia de los hombres.
Me limito a tratar un punto particular y bastante concentrado; sin embargo,
considero que influye en la calidad y en la eficacia del anuncio de la Iglesia
en todas sus expresiones.
2. Palabras «inútiles» y palabras «eficaces»
En el evangelio de Mateo, en el contexto del discurso sobre las palabras que
revelan el corazón, se refiere una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los
lectores del Evangelio de todos los tiempos: «Pero yo os digo que de toda
palabra inútil que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio» (Mt
12,36).
Siempre ha sido difícil explicar qué entendía Jesús por «palabra inútil». Cierta
luz nos llega de otro pasaje del evangelio de Mateo (7,15-20), donde vuelve el
mismo tema del árbol que se reconoce por los frutos y donde todo el discurso
aparece dirigido a los falsos profetas: «Guardaos de los falsos profetas, que
vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis...».
Si el dicho de Jesús tiene relación con lo de los falsos profetas, entonces
podemos tal vez descubrir qué significa la palabra «inútil». El término
original, traducido con «inútil», es argòn, que quiere decir «sin efecto» (a
--privativo--; ergos --obra--). Algunas traducciones modernas, entre ellas la
italiana de la CEI [Conferencia Episcopal italiana. Ndt], vinculan el término a
«infundada», por lo tanto a un valor pasivo: palabra que carece de fundamento, o
sea, calumnia. Es un intento de dar un sentido más tranquilizador a la amenaza
de Jesús. ¡No hay nada, de hecho, particularmente inquietante si Jesús dice que
de toda calumnia se debe dar cuentas a Dios!
Pero el significado de argòn es más bien activo; quiere decir: palabra que no
funda nada, que no produce nada: por lo tanto, vacía, estéril, sin eficacia [1].
En este sentido era más adecuada la antigua traducción de la Vulgata, verbum
otiosum, palabra «ociosa», inútil, que por lo demás es la que se adopta también
hoy en la mayoría de las traducciones.
No es difícil intuir qué quiere decir Jesús si comparamos este adjetivo con el
que, en la Biblia, caracteriza constantemente la palabra de Dios: el adjetivo
energes, eficaz, que obra, que se sigue siempre de efecto (ergos) (el mismo
adjetivo del que deriva la palabra «enérgico»). San Pablo, por ejemplo, escribe
a los Tesalonicenses que, habiendo recibido la palabra divina de la predicación
del Apóstol, la han acogido no como palabra de hombres, sino como lo que es
verdaderamente, como «palabra de Dios que permanece operante (energeitai) en los
creyentes» (Cf. 1 Ts 2,13). La oposición entre palabra de Dios y palabra de
hombres se presenta aquí, implícitamente, como la oposición entre la palabra
«que obra» y la palabra «que no obra», entre la palabra eficaz y la palabra vana
e ineficaz.
También en la carta a los Hebreos encontramos este concepto de la eficacia de la
palabra divina: «Viva y eficaz es la Palabra de Dios» (Hb 4,12). Pero es un
concepto que viene de lejos; en Isaías, Dios declara que la palabra que sale de
su boca no vuelve a Él jamás «de vacío», sin haber realizado aquello para lo que
fue enviada (v. Is 55,11).
La palabra inútil, de la que los hombres tendrán que dar cuentas el día del
Juicio, no es por lo tanto toda y cualquier palabra inútil; es la palabra
inútil, vacía, pronunciada por aquél que debería en cambio pronunciar las
«enérgicas» palabras de Dios. Es, en resumen, la palabra del falso profeta, que
no recibe la palabra de Dios y sin embargo induce a los demás a creer que sea
palabra de Dios. Ocurre exactamente al revés de lo que decía san Pablo: habiendo
recibido una palabra humana, se la toma no por lo que es, sino por lo que no es,
o sea, por palabra divina. ¡De toda palabra inútil sobre Dios el hombre tendrá
que dar cuentas!: he aquí, por lo tanto, el sentido de la grave advertencia de
Jesús.
La palabra inútil es la falsificación de la palabra de Dios, es el parásito de
la palabra de Dios. Se reconoce por los frutos que no produce, porque, por
definición, es estéril, sin eficacia (se entiende, en el bien). Dios «vela sobre
su palabra» (Cf. Jr 1,12), es celoso de ella y no puede permitir que el hombre
se apropie del poder divino en ella contenido.
El profeta Jeremías nos permite percibir, como en un altavoz, la advertencia que
se oculta bajo esa palabra de Jesús. Se ve ya claro que se trata de los falsos
profetas: «Así dice Yahveh Sebaot: No escuchéis las palabras de los profetas que
os profetizan. Os están embaucando. Os cuentan sus propias fantasías, no cosa de
boca de Yahveh... Profeta que tenga un sueño, cuente un sueño, y el que tenga
consigo mi palabra, que hable mi palabra fielmente. ¿Qué tiene que ver la paja
con el grano? --oráculo de Yahveh--. ¿No es así mi palabra, como el fuego, y
como un martillo golpea la peña? Pues bien, aquí estoy yo contra los profetas
--oráculo de Yahveh-- que se roban mis palabras el uno al otro» (Jr
23,16.28-31).
3. Quiénes son los falsos profetas
Pero no estamos aquí para hacer una disquisición sobre los falsos profetas en la
Biblia. Como siempre, es de nosotros de quienes se habla en la Biblia y a
nosotros a quienes se habla. Esa palabra de Jesús no juzga el mundo, sino a la
Iglesia; el mundo no será juzgado sobre las palabras inútiles (¡todas sus
palabras, en el sentido antes descrito, son palabras inútiles!), sino que será
juzgado, en todo caso, por no haber creído en Jesús (Cf. Jn 16,9). Los «hombres
que deberán dar cuentas de toda palabra inútil» son los hombres de Iglesia;
somos nosotros, los predicadores de la palabra de Dios.
Los «falsos profetas» no son sólo los que de vez en cuando esparcen herejías;
son también quienes «falsifican» la palabra de Dios. Es Pablo quien usa este
término, sacándolo del lenguaje corriente; literalmente significa diluir la
Palabra, como hacen los mesoneros fraudulentos, cuando rellenan con agua su vino
(Cf. 2 Co 2,17;4,2). Los falsos profetas son aquellos que no presentan la
palabra de Dios en su pureza, sino que la diluyen y la agotan en miles de
palabras humanas que salen de su corazón.
El falso profeta lo soy también yo cada vez que no me fío de la «debilidad»,
«necedad», pobreza y desnudez de la Palabra y la quiero revestir, y estimo el
revestimiento más que la Palabra, y es más el tiempo que gasto con el
revestimiento que el que empleo con la Palabra permaneciendo ante ella en
oración, adorándola y empezándola a vivir en mí.
Jesús, en Caná de Galilea, transformó el agua en vino, esto es, la letra muerta
en el Espíritu que vivifica (así interpretan espiritualmente el hecho los
Padres); los falsos profetas son aquellos que hacen todo lo contrario, o sea,
que convierten el vino puro de la palabra de Dios en agua que no embriaga a
nadie, en letra muerta, en vana charlatanería. Ellos, por lo bajo, se
avergüenzan del Evangelio (Cf. Rm 1,16) y de las palabras de Jesús, porque son
demasiado «duras» para el mundo, o demasiado pobres y desnudas para los doctos,
y entonces intentan «aderezarlas» con las que Jeremías llamaba «fantasías de su
corazón».
San Pablo escribía a su discípulo Timoteo: «Procura cuidadosamente presentarte
ante Dios como... fiel distribuidor de la Palabra de la verdad. Evita las
palabrerías profanas, pues los que a ellas se dan crecerán cada vez más en
impiedad» (2 Tm 2,15-16). Las palabrerías profanas son las que no tienen
pertinencia con el proyecto de Dios, que no tienen que ver con la misión de la
Iglesia. Demasiadas palabras humanas, demasiadas palabras inútiles, demasiados
discursos, demasiados documentos. En la era de la comunicación de masa, la
Iglesia corre el riesgo de hundirse también en la «paja» de las palabras
inútiles, dichas sólo por hablar, escritas sólo porque hay revistas y periódicos
que llenar.
De este modo ofrecemos al mundo un óptimo pretexto para permanecer tranquilo en
su descreimiento y en su pecado, Cuando escuchara la auténtica palabra de Dios,
no sería tan fácil, para el incrédulo, arreglárselas diciendo (como hace a
menudo, después de haber oído nuestras predicaciones): «¡Palabras, palabras,
palabras!». San Pablo llama a las palabras de Dios «las armas de nuestro
combate» y dice que sólo a ellas «da Dios la capacidad de arrasar fortalezas,
deshacer sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de
Dios, y reducir a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo» (2 Co
10,3-5).
La humanidad está enferma de ruido, decía el filósofo Kierkegaard; es necesario
«convocar un ayuno», pero un ayuno de palabras; alguien tiene que gritar, como
hizo un día Moisés: «Calla y escucha, Israel» (Dt 27,9). El Santo Padre nos ha
recordado la necesidad de este ayuno de palabras en su encuentro cuaresmal con
los párrocos de Roma, y creo que, como de costumbre, su invitación se dirigía a
la Iglesia, antes aún que al mundo.
4. «Jesús no ha venido para contarnos frivolidades»
Siempre me han impresionado estas palabras de Péguy:
«Jesucristo, pequeño mío,
-es la Iglesia que se dirige a sus hijos-
no ha venido a contarnos frivolidades...
No ha hecho el viaje hasta la tierra
Para venir con adivinanzas y chistes.
No hay tiempo de divertirse...
Él no gastó su vida...
Para venir a contarnos patrañas».[2]
La preocupación de distinguir la palabra de Dios de cualquier otra palabra es
tal que, enviando a sus discípulos en misión, Jesús les manda que no saluden a
nadie por el camino (Lc 10,4). He experimentado en mi propia carne que a veces
este mandamiento hay que tomarlo a la letra. Detenerse a saludar a la gente e
intercambiar formalidades cuando se va a empezar a predicar dispersa
inevitablemente la concentración sobre la palabra que hay que anunciar, hace
perder el sentido de su alteridad respecto a todo discurso humano. Es la misma
exigencia que se experimenta (o se debería experimentar) cuando uno se está
revistiendo para celebrar la Misa.
La exigencia es aún más fuerte cuando se trata del contenido mismo de la
predicación. En el Evangelio de Marcos, Jesús cita la palabra de Isaías: «En
vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres» (Is
29,13); después añade, dirigiéndose a los escribas y fariseos: «Dejando el
precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres... anulando así la
Palabra de Dios por vuestra tradición que os habéis transmitido» (Mc 7,7-13)
Cuando no se llega a proponer nunca la sencilla y desnuda palabra de Dios, sin
hacer que pase por el filtro de mil distinciones y precisiones y añadidos y
explicaciones, en sí mismas hasta justas, pero que agotan la palabra de Dios, se
hace lo mismo que Jesús reprochó, aquel día, a lo escribas y fariseos: se
«anula» la palabra de Dios, se la aprisiona haciéndole perder gran parte de su
fuerza de penetración en el corazón de los hombres.
La palabra de Dios no puede ser empleada para discursos de circunstancias, o
para envolver de autoridad divina discursos ya hechos y todos humanos. En
tiempos cercanos a nosotros, se ha visto adónde lleva tal tendencia. El
Evangelio ha sido instrumentalizado para sostener toda clase de proyectos
humanos: desde la lucha de clases a la muerte de Dios.
Cuando un auditorio está tan predeterminado por condicionamientos psicológicos,
sindicales, políticos o pasionales, como para hacer, de partida, imposible no
decirle lo que espera y no darle completamente razón en todo, cuando no hay
esperanza alguna de poder llevar a los oyentes a ese punto en que es posible
decirles: «¡Convertíos y creed!», entonces está bien no proclamar en absoluto la
palabra de Dios, a fin de que no sea instrumentalizada por fines interesados y,
por lo tanto, traicionada. En otros términos, es mejor renunciar a hacer un
verdadero anuncio, limitándose, si acaso, a escuchar, a procurar entender y
participar en las expectativas y sufrimientos de la gente, predicando más bien
con la presencia y con la caridad el Evangelio del Reino. Jesús, en el
evangelio, se muestra atentísimo a no dejarse instrumentalizar por fines
políticos ni partidistas.
La realidad de la experiencia y, por lo tanto, la palabra humana no está
excluida, evidentemente, de la predicación de la Iglesia, pero se debe someter a
la palabra de Dios, al servicio de ésta. Igual que en la Eucaristía es el Cuerpo
de Cristo el que asimila consigo a quien lo come, y no al revés, así en el
anuncio debe ser la palabra de Dios, que es el principio vital más fuerte, el
que someta y asimile consigo la palabra humana, y no al contrario. Por ello es
necesario tener el valor de partir con más frecuencia, al tratar problemas
doctrinales y disciplinarios de la Iglesia, de la palabra de Dios, especialmente
de la del Nuevo Testamento, y de permanecer después ligados a ella, vinculados a
ella, seguros de que así se llega con mayor seguridad al objetivo, que es el de
descubrir, en cada cuestión, cuál es la voluntad de Dios.
La misma necesidad se advierte en las comunidades religiosas. Existe el peligro
de que en la formación que se da a los jóvenes y en el noviciado, en los
ejercicios espirituales y en todo el resto de la vida de la comunidad, se emplee
más tiempo en los escritos del propio fundador (con frecuencia bastante pobres
de contenido) que en la palabra de Dios.
5. Hablar como con palabras de Dios
Me doy cuenta de que lo que estoy diciendo puede suscitar una objeción grave.
¿Entonces la predicación de la Iglesia tendrá que reducirse a una secuencia (o a
una ráfaga) de citas bíblicas, con indicaciones de capítulos y versículos, a la
manera de los Testigos de Jehová y de otros grupos fundamentalistas? No, por
cierto. Nosotros somos herederos de una tradición diferente. Explico qué intento
decir por permanecer ligados a la palabra de Dios.
También en la segunda carta a los Corintios, san Pablo escribe: «No somos
nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. Antes bien, con
sinceridad y como movidos por Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo» (2 Co
2, 17), y san Pedro, en la primera carta exhorta a los cristianos diciendo: «Si
alguno habla, lo haga como con palabras de Dios» (1 P 4,11). ¿Qué quiere decir
«hablar en Cristo» o hablar «como con palabras de Dios»? No quiere decir repetir
materialmente y sólo las palabras pronunciadas por Cristo y por Dios en la
Escritura. Quiere decir que la inspiración de fondo, el pensamiento que
«informa» y sustenta todo lo demás debe venir de Dios, no del hombre. El
anunciador debe estar «movido por Dios» y hablar como en su presencia.
Hay dos formas de preparar una predicación o cualquier anuncio de fe oral o
escrito. Puedo primero sentarme en el escritorio y elegir yo mismo la palabra
que hay que anunciar y el tema a desarrollar, basándome en mis conocimientos,
mis preferencias, etcétera, y después, una vez preparado el discurso,
arrodillarme para pedir apresuradamente a Dios que bendiga lo que he escrito y
dé eficacia a mis palabras. Ya es algo bueno, pero no es la vía profética. Más
bien hay que hacer lo contrario. Primero ponerse de rodillas y preguntar a Dios
cuál es la palabra que quiere decir; después, sentarse en el escritorio y hacer
uso de los propios conocimientos para dar cuerpo a esa palabra. Esto cambia todo
porque así no es Dios quien debe hacer suya mi palabra, sino que soy yo el que
hago mía su palabra.
Hay que partir de la certeza de fe de que, en toda circunstancia, el Señor
resucitado tiene en el corazón una palabra suya que desea hacer llegar a su
pueblo. Es la que cambia las cosas y es la que hay que descubrir. Y Él no deja
de revelarla a su ministro, si humildemente y con insistencia se la pide. Al
principio se trata de un movimiento casi imperceptible del corazón: una pequeña
luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia que comienza a atraer
la atención y que ilumina una situación.
Verdaderamente es «la más pequeña de todas las semillas», pero a continuación se
percibe que dentro estaba todo; había un trueno como para abatir los cedros del
Líbano. Después uno se pone en el escritorio, abre sus libros, consulta sus
apuntes, consulta los Padres de la Iglesia, los maestros, poetas... Pero ya todo
es otra cosa distinta. Ya no se trata de la Palabra de Dios al servicio de tu
cultura, sino de tu cultura al servicio de la Palabra de Dios.
Orígenes describe bien el proceso que lleva a este descubrimiento. Antes de
encontrar en la Escritura el alimento --decía-- es necesario soportar cierta
«pobreza de los sentidos»; el alma está rodeada de oscuridad por todas partes,
se encuentra en caminos sin salida. Hasta que, de repente, después de laboriosa
búsqueda y oración, he aquí que resuena la voz del Verbo e inmediatamente algo
se ilumina; aquél que ella buscaba, le sale al encuentro «saltando por los
montes, brincando por los collados» (Ct 2,8), esto es, abriéndole la mente para
que reciba una palabra suya fuerte y luminosa [3]. Grande es la alegría que
acompaña este momento. Le hacía decir a Jeremías: «Se presentaban tus palabras y
yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo, y alegría de corazón» (Jr
15,16).
Habitualmente la respuesta de Dios llega bajo forma de una palabra de la
Escritura que, en cambio, en ese momento revela su extraordinaria pertinencia en
la situación y en el problema que se debe tratar, como si se hubiera escrito a
propósito para ello. A veces no es siquiera necesario citar explícitamente tal
palabra bíblica o comentarla. Basta con que esté bien presente en la mente de
quien habla e informe todo lo que expresa. Actuando así, habla, de hecho, «como
con palabras de Dios». Este método vale siempre: para los grandes documentos del
magisterio como para las lecciones que el maestro da a sus novicios, para la
docta conferencia como para la humilde homilía dominical.
Todos hemos tenido la experiencia de cuánto puede hacer una sola palabra de Dios
profundamente creída y vivida, primero para quien la pronuncia; con frecuencia
se constata que, entre muchas otras palabras, ha sido la que ha tocado el
corazón y ha llevado a más de un oyente al confesionario.
Después de haber indicado las condiciones del anuncio cristiano (hablar de
Cristo, con sinceridad, como movidos por Dios y bajo su mirada), el Apóstol se
preguntaba: «Y ¿quién es capaz para esto?» (2 Co 2,16). Nadie --está claro--
está a la altura. Llevamos este tesoro en vasijas de barro. (Ib. 4,7). Pero
podemos orar, diciendo: Señor, ten piedad de este pobre vaso de barro que debe
llevar el tesoro de tu palabra; presérvanos de pronunciar palabras inútiles
cuando hablamos de ti; haznos experimentar una vez el gusto de tu palabra para
que la sepamos distinguir de cualquier otra y para que cualquier otra palabra
nos parezca insípida. Difunde, como has prometido, hambre en la tierra, «no
hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra del Señor» (Am 8,11).
[Traducción del original italiano por Marta Lago]
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[1] Cf. M. Zerwick, Analysis philologica Novi Testamenti Graeci, Romae 1953, ad
loc.
[2] Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, in Oeuvres poétiques
complètes, Gallimard 1975, pp. 587 s.
[3] Cf. Orígenes, In Mt Ser. 38 (GCS, 1933, p. 7); In Cant. 3 (GCS, 1925, p.
202).