Oriente y occidente frente al misterio de la Trinidad
P. Raniero Cantalamessa OFMCap
Segunda predicación cuaresmal 2015
en presencia del Papa
Primera predicación
Tercera predicación
Cuarta predicación
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1. Poner en común lo que nos une
La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que terminó con un
encuentro con el patriarca ortodoxo Bartolomé, y sobre todo su exhortación a
compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el Occidente
latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones
cuaresmales de este año para satisfacer este deseo del Papa, que es también
el de toda la cristiandad.
Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano II, en la Unitatis
redintegratio, instó a una consideración especial de las Iglesias orientales
y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta apostólica Orientale
lumen de 1995, escribió:
“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias
Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la
primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para
poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus
posibilidades, el proceso de la unidad”1.
El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que creo que es
fundamental para el camino de la unidad: “la puesta en común de tantas cosas
que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”2. La
Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la
Encarnación del Verbo; en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero
hombre en una persona, que murió y resucitó por nuestra salvación, que nos
ha dado el Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por
el Espíritu Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida
cristiana”; que María es la Theotokos, la Madre de Dios; que tenemos como
destino la vida eterna. ¿Qué puede ser más importante que esto? Las
diferencias intervienen en la manera de entender y explicar algunos de estos
misterios, así que son secundarias, no primarias.
En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y la teología latina
estuvieron marcadas por un notable tinte apologético y polémico. Se insistía
sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono más irenista) en lo
que distingue y que cada uno creía tener diferente y más correcto que el
otro. Es hora de invertir esta tendencia y dejar de insistir obsesivamente
en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en una
deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos
en común y nos une en una única fe. Lo exige perentoriamente el deber común
de proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado, con preguntas e
intereses distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y
que, en su gran mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras
finas distinciones y está a años luz de distancia de ellas.
Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad entre los
cristianos, se impuso una línea que puede formularse como: “resolver primero
las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea que
prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que
tenemos en común y luego resolver, con paciencia y respeto mutuo, las
diferencias”.
El resultado más sorprendente de este cambio de perspectiva es que las
mismas diferencias doctrinales reales, en lugar de parecernos un “error”, o
una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada vez más a menudo como
compatibles con nuestra propia posición y, a menudo, incluso como un
necesario correctivo y enriquecimiento de la misma. Se ha tenido un ejemplo
concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre la Iglesia católica y
la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a la justificación
por la fe.
Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio Símaco, recordaba una
verdad que adquiere todo su valor cuando se aplica a las relaciones entre
las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere non potest
perveniri ad tam grande secretum”3: “no se puede llegar a un misterio tan
grande por uno solo camino”. En estas meditaciones trataremos de mostrar no
sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de encontrarnos en
la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe cristiana,
aunque se haya alcanzado por vertientes diferentes.
Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar de verificar el
acuerdo de fondo, a pesar de la diversidad de las dos tradiciones, son el
misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu Santo, la
doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta será la
convicción que nos guiará en nuestro viaje de reconocimiento. El papa
Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no
silenciadas o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples
predicaciones cuaresmales, es evidente que tocaré estos problemas complejos
sin ninguna pretensión de exhaustividad, con una intención y una orientación
práctica, más que especulativa.
Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de puntillas, sabiendo
lo difícil que es despojarse de su propias categorías, para asumir las de
los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto con los
latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos
autores ortodoxos posteriores (Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la
Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de inspiración en
el ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las
únicas imágenes ante las cuales puedo rezar.
2. Unidad y trinidad de Dios
Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la Trinidad, es decir a
partir de la montaña más alta, el Everest de la fe4. En los primeros tres
siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba explicitando la doctrina
de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a la misma acusación que
ellos habían dirigido a los paganos: la de creer en más de una divinidad, de
ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los cristianos que, en
todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las
palabras “Creo en Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un
pequeño, pero significativo añadido que ya no será omitido después: “Creo en
un solo Dios” (Credo in unum Deum).
No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este resultado, podemos
sin duda iniciar por la conclusión. Hacia el final del IV siglo se concluye
la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el monoteísmo
trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos aspectos del
misterio con la fórmula “una sustancia y tres personas”, los griegos con la
fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de un acalorado
debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total entre las
dos teologías: “¿Se puede concebir - exclamaba san Gregorio Nazianzeno - un
acuerdo más pleno y decir más absolutamente que así la misma cosa, aún si
con palabras distintas?”5.
Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos formas de expresar el
misterio. Hoy en día es habitual expresarla así: los griegos y los latinos,
en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados opuestos; los
griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para
alcanzar la unidad de naturaleza; los latinos, viceversa; parten de la
unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas. “El latino,
ha escrito un historiador francés del dogma, considera la personalidad como
una forma de la naturaleza; el griego considera la naturaleza como el
contenido de la persona”6.
Yo creo que la diferencia se puede expresar también de otra forma. Ambos,
latinos y griegos, parten de la unidad de Dios; sea el símbolo griego que el
latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”. Solamente que esta unidad
para los latinos es concebida aún como impersonal o pre-personal; es la
esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu santo,
sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las personas. En la
teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno, siempre ha
precedido el tratado “De Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.
Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya personalizada,
porque para ellos “la unidad es el Padre, del cual y hacia el cual se
cuentan las otras personas”7. El primer artículo del credo de los griegos
dice también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre
omnipotente” aquí no está separado de “un solo Dios”, como en el credo
latino, sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la
palabra “Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es:
“Creo en un solo Dios que es el Padre omnipotente”. La unidad de las tres
personas divinas es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está
perfectamente (sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el
Espíritu Santo al Hijo” 8.
Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo, pero hoy se tiende
cada vez más a preferir el modelo griego, en el que la unidad en Dios no es
separable de la trinidad, sino que forma un único misterio y proviene de un
único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que sigue. El Padre
es la fuente, el origen absoluto del movimiento del amor. El Hijo no puede
existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es por causa del
Padre - por el hecho de que el Padre existe - que existen también el Hijo y
el Espíritu”, escribe Damasceno9.
El Padre es el único, también en el ámbito de la Trinidad, absolutamente el
único, que no necesita ser amado para poder amar. Solo en el Padre se
realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras personas divinas,
ser es ser amado.
El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de esta relación. No
se puede, por tanto, concebir al Padre en primer lugar como el ser supremo y
sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se debe hablar
del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los cristianos es por
tanto el Padre; pero no concebido separadamente (¿cómo puede llamarse
“padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el Padre siempre en acto de
generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos y
que es el Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un
único acto y son un único misterio.
He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a preferir el modelo
griego (y yo mismo estoy entre estos); sin embargo debemos enseguida añadir
que esto no significa renegar la aportación de la teología latina. Si, de
hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y la actitud
justa para hablar de la Trinidad, el pensamiento latino le ha asegurado, con
Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.
Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición “Dios es amor” (1 Jn
4, 16), y ve en el Espíritu Santo el amor mutuo entre el Padre y el Hijo,
según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores medievales
explicitaron e hicieron casi canónica10. Sobre ella el teólogo Heribert
Mühlen ha fundado recientemente su concepción del Espíritu Santo como el
“Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en la
Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia11.
El primero de los orientales en valorar esta contribución de la teología
latina fue san Gregorio Palamas que, en el siglo XIV, conoció finalmente en
persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:
“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable del Padre por su
Verbo, generado de forma inefable; amor que este mismo Verbo e Hijo
predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al
Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a
él connatural”12.
La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto, por un conocido
teólogo ortodoxo actual, cuando escribe: “La Expresión ‘Dios es amor’
significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como
sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia
divina… sino lo que constituye su sustancia”13. Me parece una explicación
compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la estela de
Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”14.
La diferencia y la complementariedad de las dos teologías no se limita sin
embargo solo a la forma de concebir el ser y las relaciones internas a la
Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de Agustín), es
evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad inmanente,
fuera del tiempo, mientras los latinos están más interesados en la Trinidad
económica, es decir como ésta se ha revelado en la historia de la salvación.
Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en la
ontología, y los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta
luz, se comprende la costumbre de los latinos de iniciar el discurso sobre
Dios con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se
entienden también los motivos que hay de mantener esta tradición, como
riqueza para todos. En la historia de la salvación de hecho - lo veremos
enseguida - la revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.
El signo más evidente de esta diferencia de actitud son las dos formas
distintas de representar la Trinidad en la iconología griega y en el arte
occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su cumbre en
Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles iguales y
distintos, ubicados en torno a una mesa. Todo emana una paz y unidad
sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como demuestra la
referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa
eucarística entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece
en el fondo.
En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante, la Trinidad es
representada de otra forma. Se ve al Padre que con los brazos extendidos
toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el de
Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos
más conocidos son la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en
Florencia y la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran otros
innumerables ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco
representa el Padre que rige en su seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz
bajo la paloma del Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a nosotros
en la historia de la salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.
3. Dos caminos para mantener abiertos
Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la manera de ver cómo la fe
cristiana tiene necesidad de tener abiertos y recorribles ambos caminos al
misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de manera esquemática. La
Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la Ortodoxia a la Trinidad
en su vida interior, o sea en la oración, en la contemplación, en la
liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener presente el enfoque latino
en su misión evangelizadora ad extra.
No hay necesidad de demostrar el primer punto. A propósito, basta acoger con
alegría y reconocimiento el riquísimo patrimonio de espiritualidad que viene
de la tradición griega y bizantina y que varios teólogos ortodoxos, en
tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al público occidental15.
Un texto de san Basilio expresa bien la orientación de fondo de la visión
ortodoxa:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través del
único Hijo hasta el único Padre; inversamente, la bondad natural, la
santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se difunden del
Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”16.
En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de las criaturas de
Dios, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el
Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las criaturas a
Dios, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y
vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la trinitaria.
Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que nunca, sea en Oriente
que en Occidente, conocer y practicar también el enfoque latino del misterio
de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto famoso sintetiza
así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del Padre, mientras la
existencia del Hijo fue anunciada de una manera más obscura. El Nuevo
Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la
naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en
medio de nosotros y nos concede de manera más indistinta la propia
manifestación. No hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la
divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido
seguro ponerse encima el peso de la divinidad del Espíritu Santo cuando no
había sido aceptada la del hijo”17.
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él dice a los
apóstoles que no les puede revelar todo lo que sabe de sí mismo y del Padre
suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn 16, 12).
Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el cual la Trinidad se
ha plenamente revelado y que por lo tanto tenemos que vivir constantemente
bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres antiguos, sin
perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca al Dios de
los filósofos que a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del mundo no
creyente, secularizado que nos circunda y que de todos modos tienen que ser
nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del mundo
antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma
pedagogía que Dios ha usado con la humanidad entera al revelarse?
Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a nuestros contemporáneos a
descubrir, antes de todo que Dios existe, que nos ha creado por amor, que es
un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la persona de Jesús. ¿Podemos
honestamente comenzar nuestra evangelización hablando de las tres personas
divinas? ¿No sería también esto, para usar la imagen de san Gregorio, poner
en las espaldas de la gente un peso que no es capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según Gregorio Nazianzeno,
se ha revelado primero en el Antiguo Testamento, no es aún “el Padre nuestro
del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo verdadero; no es
el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza solamente con
Jesús. Es aún el padre en sentido metafórico, en el sentido de “padre de su
pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del cosmos”, “padre celeste”.
También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha
comenzado con el “Dios uno”.
Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y tiene que ser usada
para designar lo que las tres personas divinas tienen en común, o sea toda
la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres antiguos, entendemos
este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o esencia (2 Pe 1, 4:
“participantes de la divina naturaleza”, theia physis); sea como lo propone
Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en comunión”19.
La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el misterio de Dios uno y
trino con categorías apropiadas y comprensibles a los hombres del propio
tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los concilios antiguos, y
es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a ellos. Es difícil pensar
que se pueda presentar a los hombres de hoy el misterio trinitario en los
mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad y relación subsistente,
aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en el ámbito de su
teología y en los ámbitos de profundización de la fe.
Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la experiencia del
anuncio demuestra que aún es capaz de ayudar a los hombres de hoy, si no a
explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto es
justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si
mismo, comunión y relación; no existe amor excepto que entre dos o más
personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser, acompañado
por el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre
incompleta y transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre
las personas divinas la unión se realiza en un modo de tal manera total que
de los Tres, hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también
el hombre de hoy está en condiciones de entender.
4.Unidos en la adoración de la Trinidad
San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir esta reconstrucción de
las dos vías de enfoque hacia el misterio de la Santísima Trinidad. Cuando
se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más importante no es
quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay en la orilla
opuesta, sino subir a la barca que los lleva a aquella orilla. Así para
nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino
quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella20.Nosotros
no podemos abrazar el océano, pero sí podemos entrar en él; por más
esfuerzos que hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el misterio de la
Trinidad, aunque podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!
Hay un punto en el que nos encontramos unidos y concordes, sin ninguna
diferenciación entre Oriente y Occidente, y es el deber y la alegría de
adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos realmente, no
solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo, o sea
aquella regla de humilde restricción al hablar de Dios, de decir no
diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido oxímoron de san Gregorio
Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”21. Adorar es reconocer a
Dios como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la
infinita diferencia cualitativa entre el Creador y la
criatura”22;reconocerla sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no
como esclavos. Adorar dice el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de
la injusticia del mundo”(cfr. Rm 1, 18).
Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la más remota
antigüedad, se eleva idéntica a la Trinidad, desde Oriente y desde
Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el
principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.
1Orientale lumen, n. 1
2Tertio millennio adveniente, n. 16.
3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en “Monumenta Germaniae
Historica”, Auctores antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías de la Trinidad
existentes hoy en las diversas Iglesias cristianas, cfr. Veli-Matti
Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky, 2007.
5 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 15 (PG 36, 476).
6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I,
París 1892, 433.
7 Gregorio Naz., Oratio. 42, 16 (PG 36, 4776).
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