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El Espíritu Santo, ley nueva del cristiano
P. Raniero Cantalamessa
Segunda Predicación de Cuaresma 2009
"La LEY DEL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA"
El Espíritu Santo, ley nueva del cristiano
1. La ley del Espíritu y Pentecostés
El modo con el que el Apóstol inicia su disertación sobre el Espíritu Santo
en el capítulo VIII de la Carta a los Romanos es verdaderamente
sorprendente: "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo
Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó
de la ley del pecado y de la muerte". Empleó todo el capítulo anterior para
establecer que "el cristiano está liberado de la ley" y he aquí que comienza
el nuevo capítulo hablando en términos positivos y exultantes de la ley. "La
ley del Espíritu" significa la ley que es el Espíritu; se trata de un
genitivo epexegético o de explicación, como la flor de la rosa indica la
flor que es la rosa misma.
Para comprender qué pretende Pablo con esta expresión hay que referirse al
evento de Pentecostés. El relato de la venida del Espíritu Santo, en los
Hechos de los Apóstoles, comienza con estas palabra: "Al llegar el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1). De estas
palabras deducimos que Pentecostés preexistía... a Pentecostés. En otras
palabras, existía ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante
tal fiesta cuando descendió el Espíritu Santo.
En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones fundamentales de la
fiesta de Pentecostés. Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete
semanas (Cf. Tb 2, 1), la fiesta de la cosecha (Cf. Nm 28, 26 ss), cuando se
ofrecía a Dios la primicia del grano (Cf. Ex 23, 16; Dt 16, 9). Pero
sucesivamente, en tiempo de Jesús, la fiesta se había enriquecido con un
nuevo significado: era la fiesta del otorgamiento de la ley sobre el monte
Sinaí y de la alianza; en síntesis, la fiesta que conmemoraba los
acontecimientos descritos en Éxodo 19-20. (Según cálculos internos de la
Biblia, la ley, de hecho, fue otorgada en el Sinaí cincuenta días después de
la Pascua).
De una fiesta ligada al ciclo de la naturaleza (la cosecha), Pentecostés se
transformó en una fiesta ligada a la historia de la salvación: "Este día de
la fiesta de las semanas -dice un texto de la liturgia judía actual- es el
tiempo del don de nuestra Torah". Al salir de Egipto, el pueblo caminó
cincuenta días en el desierto y, al concluir estos, Dios dio a Moisés la
ley, estableciendo, sobre la base de ella, una alianza con el pueblo y
haciendo de él "un reino de sacerdotes y una nación santa" (Cf. Ex 19, 4-6).
Parece que san Lucas quiso describir intencionadamente la venida del
Espíritu Santo con los rasgos que caracterizaron la teofanía del Sinaí; en
efecto, usa imágenes que evocan las del terremoto y del fuego. La liturgia
de la Iglesia confirma esta interpretación, dado que introduce Éxodo 19
entre las lecturas de la víspera de Pentecostés.
¿Qué nos dice, de nuestro Pentecostés, esta aproximación? En otros términos,
¿qué significa el hecho de que el Espíritu Santo descienda sobre la Iglesia
precisamente el día en que Israel recordaba el otorgamiento de la ley y de
la alianza? Ya san Agustín se planteaba este interrogante: "¿Por qué los
judíos celebran también Pentecostés? Existe un grande y maravilloso
misterio, hermanos: si prestáis atención, el día de Pentecostés recibieron
la ley escrita con el dedo de Dios y el mismo día de Pentecostés vino el
Espíritu Santo" [1].
Otro Padre -esta vez de Oriente- nos permite ver que esta interpretación de
Pentecostés era, en los primeros siglos, patrimonio común de toda la
Iglesia: "El día de Pentecostés se dio la ley; por ello era conveniente que
el día en que se dio la ley antigua, ese mismo día se diera la gracia del
Espíritu" [2].
En este punto, está clara la respuesta a nuestra pregunta, o sea, por qué el
Espíritu viene sobre los apóstoles exactamente el día de Pentecostés: es
para indicar que Él es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y
eterna alianza y que consagra al pueblo real y sacerdotal que es la Iglesia.
¡Qué grandiosa revelación sobre el sentido de Pentecostés y sobre el mismo
Espíritu Santo!
"¿Quién no se quedaría impresionado -exclama san Agustín- por esta
coincidencia y a la vez por esta diferencia? Cincuenta días se cuentan desde
la celebración de la Pascua hasta el día en que Moisés recibió la ley en
tablas escritas por el dedo de Dios; similarmente, cumplidos cincuenta días
desde la muerte y la resurrección de Aquél que como cordero fue llevado a la
inmolación, el Dedo de Dios, esto es, el Espíritu Santo, colmó de sí a los
fieles reunidos juntos" [3].
De golpe se iluminan las profecías de Jeremías y de Ezequiel sobre la nueva
alianza: "Ésta será la alianza que yo pacte con la casa Israel, después de
aquellos días -oráculo del Señor-: pondré mi Ley en su interior y sobre sus
corazones la escribiré" (Jr 31, 33). Ya no sobre tablas de piedra, sino
sobre los corazones; ya no una ley exterior, sino una ley interior.
En qué consiste esta ley interior, lo explica mejor Ezequiel, quien retoma y
completa la profecía de Jeremías: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y
os daré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que os
conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas" (Ez 36,
26-27).
El hecho de que, con la expresión "la ley del Espíritu", san Pablo se
refiera a todo este conjunto de profecías ligadas al tema de la nueva
alianza, se ve claramente en el pasaje en el que llama a la comunidad de la
nueva alianza una "carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro,
escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de
piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" y en el que define a los
apóstoles "ministros de la nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu.
Pues la letra mata mas el Espíritu da vida" (Cf. 2 Co 3, 3.6).
2. Qué es la ley del Espíritu y cómo actúa
La ley nueva, o del Espíritu, no es, por ello, en sentido estricto, aquella
promulgada por Jesús en el Sermón de la Montaña, sino la que inscribió en
los corazones en Pentecostés. Los preceptos evangélicos son ciertamente más
elevados y perfectos que los mosaicos; sin embargo, por sí solos, también
serían ineficaces. Si hubiera bastado con proclamar la nueva voluntad de
Dios a través del Evangelio, no se explicaría qué necesidad había de que
Jesús muriera y de que viniera el Espíritu Santo. Pero los apóstoles mismos
demuestran que no bastaba; ellos, que además habían escuchado todo -por
ejemplo, que es necesario presentar, a quien te golpea, la otra mejilla-, en
el momento de la pasión no encuentran la fuerza para cumplir ninguno de los
mandatos de Jesús.
Si Jesús se hubiera limitado a promulgar el mandamiento nuevo, diciendo: "Os
doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros" (Jn 13, 34),
habría seguido siendo, como era antes, ley antigua, "letra". Es cuando Él,
en Pentecostés, infunde, mediante el Espíritu, ese amor en los corazones de
los discípulos, cuando se transforma, a título pleno, en ley nueva, ley del
Espíritu que da la vida. Es por el Espíritu que tal mandamiento es "nuevo",
no por la letra. Por la letra era antiguo porque ya se encuentra en el
Antiguo Testamento (Cf. Lv 19, 18).
Sin la gracia interior del Espíritu, también el Evangelio, por lo tanto,
igualmente el mandamiento nuevo, habría permanecido ley antigua, letra.
Retomando un pensamiento valiente de san Agustín, santo Tomás de Aquino
escribe: "Por letra se entiende toda ley escrita que queda fuera del hombre,
incluso los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo que también
la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la
fe que sana" [4]. Más explícito aún es lo que escribió un poco antes: "La
ley nueva es principalmente la gracia misma del Espíritu Santo que se da a
los creyentes" [5].
Pero ¿cómo actúa, en concreto, esta ley nueva que es el Espíritu Santo y en
qué sentido se puede llamar "ley"? ¡Actúa a través del amor! La ley nueva no
es sino lo que Jesús llama el "mandamiento nuevo". El Espíritu Santo ha
escrito la ley nueva en nuestros corazones, infundiendo en ellos el amor:
"El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5). Este amor es el amor con el que Dios
nos ama y con el que, contemporáneamente, hace que le amemos a Él y al
próximo: amor quo Deus nos diligit et quo ipse nos dilectores sui facit [6].
Es una capacidad nueva de amar.
Quien se acerca al Evangelio con la mentalidad humana, encuentra absurdo que
se haga del amor un "mandamiento"; ¿qué amor es -se objeta- si no es libre,
sino mandado? La respuesta es que existen dos modos según los cuales se
puede inducir al hombre a hacer o no determinada cosa: por constricción o
por atracción; la ley positiva le induce de la primera forma, por
constricción, con la amenaza del castigo; el amor le induce en el segundo
modo, por atracción.
Cada uno, de hecho, es atraído por lo que ama, sin que sufra constricción
alguna desde el exterior. Muestra nueces a un niño y verás que salta para
tomarlas. ¿Quién le empuja? Nadie; es atraído por el objeto de su deseo.
Muestra el Bien a un alma sedienta de verdad y se lanzará hacia él. ¿Quién
la empuja? Nadie; es atraída por su deseo. El amor es como un "peso" del
alma que atrae hacia el objeto del propio placer, en el que sabe que
encuentra el propio descanso [7].
Es en este sentido que el Espíritu Santo -concretamente, el amor- es una
"ley", un "mandamiento": crea en el cristiano un dinamismo que le lleva a
hacer todo lo que Dios quiere, espontáneamente, sin siquiera tener que
pensarlo, porque ha hecho propia la voluntad de Dios y ama todo lo que Dios
ama.
Podríamos decir que vivir bajo la gracia, gobernados por la ley nueva del
Espíritu, es vivir como "enamorados", o sea, transportados por el amor. La
misma diferencia que crea, en el ritmo de la vida humana y en la relación
entre dos criaturas, el enamoramiento, la crea, en la relación entre el
hombre y Dios, la venida del Espíritu Santo.
3. El amor custodia la ley...
¿Qué lugar tiene, en esta economía nueva del Espíritu, la observancia de los
mandamientos? Es un punto neurálgico que debe aclararse. También después de
Pentecostés subsiste la ley escrita: existen los mandamientos de Dios, el
decálogo, están los preceptos evangélicos; a ellos se han añadido, a
continuación, las leyes eclesiásticas. ¿Qué sentido tienen el Código de
Derecho Canónico, las reglas monásticas, los votos religiosos, todo aquello
que, en resumen, indica una voluntad objetivada, que se me impone desde el
exterior? ¿Son tales cosas como cuerpos extraños en el organismo cristiano?
Se sabe que ha habido, en el curso de la historia de la Iglesia, movimientos
que pensaron así y rechazaron, en nombre de la libertad del Espíritu, toda
ley; tanto que se llamaron, precisamente, movimientos "anomistas", pero
siempre han sido contradichos por la autoridad de la Iglesia y por la misma
conciencia cristiana. En nuestros días, en un contexto cultural marcado por
el existencialismo ateo, a diferencia del pasado ya no se rechaza la ley en
nombre de la libertad del Espíritu, sino en nombre de la simple y pura
libertad humana. Dice un personaje de J.-P. Sartre: "Ya no hay nada en el
cielo, ni Bien, ni Mal, ni persona alguna que pueda darme órdenes. [...] Soy
un hombre, y cada hombre debe inventar el propio camino" [8].
La respuesta cristiana a este problema nos llega del Evangelio. Jesús dice
que no ha venido a "abolir la ley", sino a "darle cumplimiento" (Cf. Mt 5,
17). ¿Y cuál es el "cumplimiento" de la ley? "¡Pleno cumplimento de la ley
-responde el Apóstol- es el amor!" (Rm 13, 10). Del mandamiento del amor
-dice Jesús- dependen toda la ley y los profetas (Cf. Mt 22, 40). El amor,
entonces, no sustituye la ley, sino que la observa, la "cumple". Es más, es
la única fuerza que puede hacerla observar.
En la profecía de Ezequiel se atribuía al don futuro del Espíritu y del
corazón nuevo la posibilidad de observar la ley de Dios: "Infundiré mi
espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y
observéis y practiquéis mis normas" (Ez 36, 27). Y Jesús dice, en el mismo
sentido: "Si alguno me ama guardará mi palabra" (Jn14, 23), o sea, será
capaz de observarla.
Entre ley interior del Espíritu y ley exterior escrita no existe oposición o
incompatibilidad, en la nueva economía, sino, al contrario, plena
colaboración: la primera es dada para custodiar la segunda: "Se ha dado la
ley para que se buscara la gracia y se ha dado la gracia para que se
observara la ley" [9]. La observancia de los mandamientos y, en la práctica,
la obediencia, es el banco de pruebas del amor, la señal para reconocer si
se vive "según el Espíritu" o "según la carne".
¿Cuál es entonces la diferencia respecto a antes, si aún tenemos que
observar la ley? La diferencia es que antes se observaba la ley para tener
de ella la vida que no podía dar y se hacía así de ella un instrumento de
muerte; ahora se observa para vivir en coherencia con la vida recibida. La
observancia de la ley ya no es la causa, sino el efecto de la justificación.
En este sentido el Apóstol tiene razón al decir que su discurso no anula la
ley, sino que la confirma y la ennoblece: "¿Por la fe privamos a la ley de
su valor? ¡De ningún modo! Más bien, la consolidamos" (Rm 3, 31).
4. ...y la ley custodia el amor
Entre ley y amor se establece una especie de circularidad y de pericoresis.
Si bien es cierto que el amor custodia la ley, también es verdad que la ley
custodia el amor. De diversos modos la ley está al servicio del amor y lo
defiende. Se sabe que "la ley ha sido instituida para los pecadores" (Cf. 1
Tm 1, 9) y nosotros somos todavía pecadores; sí: hemos recibido el Espíritu,
pero sólo como primicia; en nosotros el hombre viejo convive aún con el
hombre nuevo, y mientras existan en nosotros las concupiscencias, es
providencial que existan los mandamientos que nos ayudan a reconocerlas y a
combatirlas, tal vez incluso con la amenaza del castigo.
La ley es un apoyo que se da a nuestra libertad, aún incierta y vacilante en
el bien. Es para, no contra, la libertad, y hay que decir que quienes han
creído que tenían que rechazar toda ley en nombre de la libertad humana, han
errado, desconociendo la situación real e histórica en la que obra tal
liberad.
Junto a esta función, por así decir, negativa, la ley llega a cabo otra
positiva, de discernimiento. Con la gracia del Espíritu Santo, nos adherimos
globalmente a la voluntad de Dios, la hacemos nuestra y deseamos cumplirla,
pero no la conocemos aún en todas sus implicaciones. Estas se nos revelan
por los acontecimientos de la vida, pero también por las leyes.
Existe un sentido todavía más profundo en el que se puede decir que la ley
custodia el amor. "Sólo cuando existe el deber de amar -escribió
Kierkegaard-, entonces sólo el amor se garantiza para siempre contra toda
alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna
beatitud contra toda desesperación" [10].
El sentido de estas palabras es el siguiente. El hombre que ama, cuanto más
intensamente ama, con mayor angustia percibe el peligro que corre este amor
suyo, peligro que no viene de nadie más que de él mismo; bien sabe, en
efecto, que es voluble y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y dejar de amar.
Y como ahora que está en el amor ve con claridad la pérdida irreparable que
ello comportaría, he aquí que se previene "atándose" al amor con la ley y
anclando así su acto de amor -que sucede en el tiempo- en la eternidad.
Esto supone que se trate de verdadero amor y no, como dice el filósofo, de
un juego y de una broma recíproca. El verdadero amor -explica el Papa en la
encíclica Deus caristas est- "conlleva el que ahora aspire a lo definitivo,
y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -sólo esta
persona-, y en el sentido del ‘para siempre'. El amor engloba la existencia
entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser
de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende
a la eternidad" [11].
El hombre de hoy cuestiona cada vez con mayor frecuencia qué relación puede
haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio y qué necesidad
hay de "vincularse" al amor, que es por naturaleza libertad y espontaneidad.
Así que son cada vez más numerosos los que tienden a rechazar, en la teoría
y en la práctica, la institución del matrimonio, y a elegir el llamado amor
libre o la simple convivencia.
Sólo si se descubre la relación profunda y vital que existe entre ley y
amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas
preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para "atarse" a amar
para siempre y para no tener miedo de hacer del amor un "deber". El deber de
amar protege al amor de la "desesperación" y lo hace "feliz e independiente"
en el sentido de que lo protege de la desesperación de no poder amar para
siempre. Dame a un verdadero enamorado -apunta Kierkegaard- y verás si el
pensamiento de tener que amar para siempre es para él un peso o más bien la
suma felicidad.
Esta consideración no vale sólo para el amor humano, sino también, y con
mayor razón, para el amor divino ¿Por qué -se puede preguntar- vincularse a
amar a Dios, sometiéndose a una regla religiosa, por qué emitir los "votos"
que nos "obligan" a ser pobres, castos y obedientes, visto que tenemos una
ley interior y espiritual que puede obtener todo eso por "atracción"? Es
que, en un momento de gracia, te has sentido atraído por Dios, le has amado
y has deseado poseerle para siempre, totalmente, y temiendo perderle por tu
inestabilidad, te has "atado" para garantizar tu amor de toda "alteración".
Nos ligamos por el mismo motivo por el que Ulises se ató al mástil de la
nave. Ulises quería a toda costa volver a ver su patria y a su esposa, a
quien amaba. Sabía que tenía que pasar por el lugar de las Sirenas, y
temiendo naufragar como tantos otros antes que él, se hizo amarrar al mástil
después de haber hecho tapar los oídos de sus compañeros. Llegado al lugar
de las Sirenas fue seducido, quería alcanzarlas y gritaba para que le
soltaran, pero los marinos no oían, y así superó el peligro y pudo llegar a
la meta.
5. "¡No hay ninguna condena!"
Volvamos, antes de concluir, a la afirmación inicial de la que hemos
partido: "Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús.
Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la
ley del pecado y de la muerte". El mundo contemporáneo del Apóstol vivía
oprimido por un sentido de condena y de separación de la divinidad que
intentaba superar con los diversos cultos mistéricos. Un gran estudioso de
la antigüedad la ha definido "una época de angustia" (E. R. Dodds).
Para hacerse una idea del efecto que tuvieron que producir aquellas palabra
de Pablo en los intelectuales de entonces, pensemos en un condenado a muerte
que espera la ejecución y un día oye clamar a una voz amiga: "¡Gracia! ¡Has
obtenido la gracia! Suspendida toda condena. ¡Eres libre!". Es sentirse
renacer. Esta caricia de liberación sigue intacta porque el Espíritu Santo
no se sujeta a la ley de la entropía como todas las fuente de energía
física. Nos corresponde a todos abrir de par en par el corazón para
recibirla y a los ministros de la Palabra la tarea de hacerla resonar
vibrante en el mundo de hoy.
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[1] Agostino, Sermo Mai, 158, 4: PLS 2, 525.
[2] Severiano di Gabala, in Catena in Actus Apostolorum 2, 1; ed. J.A.
Cramer, 3, Oxford 1838, p. 16.
[3] Agostino, De Spiritu et littera, 16, 28: CSEL 60, 182.
[4] Tommaso d'Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
[5] Ibid., q. 106, a. 1; cf già Agostino, De Spiritu et littera, 21, 36.
[6] Tommaso d'Aquino, Commento alla Lettera ai Romani, cap. V, lez.1, n.
392.
[7] Agostino, Commento al Vangelo di Giovanni, 26, 4-5: CCL 36, 261;
Confessioni, XIII, 9.
[8] J.-P. Sartre, Les mouches, Parigi 1943, p. 134 s.
[9] Agostino, De Spiritu et littera, 19, 34.
[10] S. Kierkegaard, Gli atti dell'amore, I, 2, 40, ed. a cura di C. Fabro,
Milano 1983, p. 177 ss.
[11] Benedetto XVI, Enc. "Deus caritas est", 6.