e la existencia de Dios
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Texto completo de la segunda predicación de Adviento
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap, predicador de la Casa Pontificia: 'La
paz como tarea'
Por Redacción
CIUDAD DEL VATICANO, 12 de diciembre de 2014 (Zenit.org) - P. Raniero
Cantalamessa ofmcap.
Segunda meditación de Adviento 2014
“BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ PORQUE SERÁN LLAMADOS HIJOS DE
DIOS”
La paz como tarea
Después de haber meditado, en la primera predicación, sobre la paz como don
de Dios, reflexionamos ahora sobre la paz como tarea y compromiso por el que
trabajar. Estamos llamados a imitar el ejemplo de Cristo, convirtiéndonos en
canales a través de los cuales la paz de Dios puede alcanzar a los hermanos.
Es la tarea que Jesús indica a sus discípulos cuando proclama:
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de
Dios (Mt 5, 9). El término eirenopoioi no significa los “pacíficos” (estos
pertenecen a las bienaventuranzas de los mansos, de no violentos); significa
más bien “pacificadores”, es decir, personas que trabajan por la paz.
1. La paz de Jesús es la de César Augusto
Jesús no nos ha exhortado sólo a ser trabajadores de paz, sino que nos ha
enseñado también, con el ejemplo y la palabra, cómo se llega a ser
trabajadores de paz. Dice a sus discípulos: “Les dejo la paz, les doy mi
paz” (Jn 14, 27). En ese mismo tiempo, otro gran hombre proclamaba la paz al
mundo. En Asia menor se ha encontrado una copia del famoso “Índice de las
propias empresas” de César Augusto. En él, el emperador romano, entre las
grandes empresas realizadas por él, pone también la de haber establecido la
paz en Roma, un paz, ha escrito, “lograda entre victorias” (parta victoriis
pax) [1].
Jesús revela que existe otro modo de trabajar por la paz. También la suya es
una “paz fruto de victorias”, pero victorias sobre sí mismo, no sobre los
otros, victorias espirituales, no militares. Sobre la cruz, escribe san
Pablo, Jesús “destruyendo la enemistad en su persona” (Ef 2,16): ha
destruido la enemistad, no el enemigo, la ha destruido en sí mismo, no en
los otros.
El camino a la paz propuesto por el Evangelio no tiene sentido sólo en el
ámbito de la fe; vale también en el ámbito político. Hoy vemos claramente
que el único camino a la paz es destruir la enemistad, no el enemigo. Los
enemigos se destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo. He leído
que alguno regañó un día a Abraham Lincoln por ser demasiado cortés con los
propios adversarios políticos y le recordó que su deber de presidente era
más bien destruirlos. Él les respondió: “¿No destruyo quizá a mis enemigos
cuando les hago mis amigos?”
Es la situación del mundo que reclama dramáticamente que se cambie el método
de Augusto con el de Cristo. ¿Qué hay en el fondo de ciertos conflictos
aparentemente insolubles, si no es precisamente la voluntad y la secreta
esperanza de llegar un día a destruir al enemigo?
Lamentablemente, vale también para los enemigos lo que Tertuliano decía de
los primeros cristianos perseguidos: “Semen est sanguis chritianorum”: la
sangre de los cristianos es semilla de otros cristianos. También la sangre
de los enemigos es semilla de otros enemigos; en vez de destruirlos, les
multiplica.
“¡No podemos resignarnos --ha dicho el Papa en la reciente visita a Turquía,
refiriéndose a la situación en Oriente Medio-- a la continuación de los
conflictos, como si no fuera posible un cambio a mejor en la situación! Con
la ayuda de Dios, podemos y debemos siempre renovar la valentía de la paz!”
Un modo --a menudo el único que permanece-- de ser trabajadores de paz, es
rezar por la paz. Cuando ya no es posible actuar sobre las causas
secundarias, podemos siempre, con la oración, “actuar sobre la causa
primera”. La Iglesia no se cansa de hacerlo cada día en la Misa con esa
cuidada invocación: “Concédenos, Señor, la paz en nuestros días” da pacem
Domine in diebus nostris.
Además de a la paz política, el Evangelio puede contribuir también a la paz
social. Se repite a menudo la afirmación del profeta Isaías: “La paz es
fruto de la justicia” (Is 32,17). La “Evangelii gaudium” pone, al respecto,
el dedo en la llaga y denuncia, sin medias tintas, la que es hoy la mayor
injusticia que obstaculiza la paz. Dice:
“La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia
de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También
sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una
organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera
que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo
de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las
reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del
ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden
ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una
efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el
bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren
renunciar a sus privilegios”. [2]
2. Paz entre las religiones
Delante de los trabajadores de paz, se abre hoy un campo de trabajo nuevo,
difícil y urgente: promover la paz entre las religiones. El Parlamento
mundial de las religiones, en el encuentro de Chicago de 1993, lanzó esta
proclamación: “No hay paz entre las naciones sin paz entre las religiones y
no hay paz entre las religiones si no hay diálogo entre las religiones”.
El motivo de fondo que permite un diálogo leal entre las religiones es que
“tenemos todos un único Dios”. El papa san Gregorio VII, en el año 1076,
escribía a un príncipe musulmán del Norte de África: “Nosotros creemos y
confesamos un sólo Dios, aunque si de forma distinta, cada día lo alabamos y
veneramos como creador de los siglos y gobernador de este mundo” [3]. Es la
verdad de la que también san Pablo inicia en su discurso el areópago de
Atenas: “En Él todos vivimos, nos movemos y existimos” (cfr. Hch 17,28).
Tenemos, subjetivamente, ideas distintas sobre Dios. Para nosotros
cristianos, Dios es “el Padre del Señor Jesucristo” que no se conoce
plenamente sino no “a través de él”; pero objetivamente, sabemos bien que
Dios no puede haber más que uno. Cada pueblo y lengua tiene su nombre y su
teoría sobre el sol, algunas más exactas, otras menos, ¡pero sol hay sólo
uno!
Fundamento teológico del diálogo es también nuestra fe en el Espíritu Santo.
Como Espíritu de la redención y Espíritu de la gracia, Él es el vínculo de
la paz entre los bautizados de las distintas confesiones cristianas; pero
como Espíritu de la creación, o Espíritu creador, Él es un vínculo de paz
entre los creyentes de todas las religiones e incluso entre todos los
hombres de buena voluntad. “Toda verdad, por quien sea dicha -ha escrito
santo Tomás de Aquino-, es inspirada por el Espíritu Santo”. Como este
Espíritu creador guiaba hacia Cristo los profetas del Antiguo Testamento
(1Pt 1,11), así nosotros los cristianos creemos que, en la forma conocida
sólo por Dios, guía a Cristo y a su misterio pascual a las personas que
viven fuera de la Iglesia” (cf. Gaudium et spes, 22).
Hablando de la paz entre las religiones, se debe dedicar un pensamiento en
parte a la paz entre Israel y la Iglesia. También el Papa, en la “Evangelii
gaudium”, dirige una atención particular a este diálogo y concluye con estas
palabras:
“Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo,
y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe
una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia
hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así
como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la
justicia y el desarrollo de los pueblos” (EG, 249).
Esa entre los judíos y los gentiles es, para Pablo, la primera paz que Jesús
ha realizado en la cruz. Escribe en la Carta a los Efesios:
"Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro divisorio,la enemistad, anulando en su carne la Ley con sus
mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo
Hombre Nuevo, haciendo las paces, y reconciliar con Dios a ambos en un solo
cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad". (Ef
2, 14-16).
Este texto ha dado lugar, en la tradición cristiana, a dos representaciones
iconográficas distintas y opuestas. En una, se ven a dos mujeres, ambas
dirigidas hacia al crucifijo. Este es el caso del crucifijo de San Damián en
Asís. En él, las dos mujeres a los lados de las manos del crucifijo -
contrariamente a las explicaciones que se dan por lo general - no son dos
ángeles (no llevan alas y son figuras femeninas); representan por el
contrario, según la más genuina visión de la Carta a los Efesios, una la
Sinagoga y la otra la Iglesia, unidas, no separadas, por la cruz de Cristo.
Para convencerse, basta comparar este icono con el de la escuela más tardía
de Dionisij (s. XV), donde todavía se ven a dos mujeres, pero una, la
Iglesia, empujada por un ángel a la cruz, la otra echada por un ángel fuera
de ella.
La primera imagen representa el ideal y la intención divina, según lo
expresado por san Pablo; la segunda representa como han ido, por desgracia,
las cosas en la realidad de la historia. Una vez he mostrado a un rabino
judío amigo mío las dos imágenes. Casi conmovido, ha comentado: "Tal vez la
historia de nuestras relaciones habría sido diferente si, en lugar de la
segunda, hubiera prevalecido la primera visión". La fidelidad a la historia
nos obliga a decir que, si no ha sido así, por lo menos al principio, esto
no ha dependido sólo de los cristianos.
Debemos regocijarnos y dar gracias a Dios de que hoy, al menos en espíritu,
todos estamos a favor de la visión del crucifijo de San Damián y no al
revés. Queremos que la cruz de Cristo sirva para volver a acercar a los
judíos y a los cristianos, no para contraponerlos; que también la
celebración de la cruz del Viernes Santo favorezca, en lugar de
obstaculizar, este diálogo fraterno.
3. Think globally, act locally
Un lema muy de moda hoy dice: “Think globally, act locally”: piensa
globalmente, actúa localmente. Se aplica en particular a la paz. Hay que
pensar a la paz mundial, pero actuar por la paz a nivel local. La paz no se
hace como la guerra. Para hacer la guerra, se necesitan largos preparativos:
formar grandes ejércitos, preparar estrategias, establecer alianzas y luego
pasar al ataque compacto. Ay del que quisiera empezar primero, solo y
separado; sería votado para una derrota segura.
La paz se hace exactamente al contrario: comenzando de inmediato, siendo los
primeros, incluso uno solo, también con un simple apretón de manos. La paz
se hace, decía el papa Francisco en una ocasión reciente, "artesanalmente".
Como mil millones de gotas de agua sucia nunca harán un océano limpio, así
miles de millones de personas sin paz y de familias sin paz nunca harán una
humanidad en paz.
También nosotros, que estamos aquí reunidos, tenemos que hacer algo para ser
dignos de hablar de paz. Jesús, escribe el Apóstol, ha venido a anunciar "la
paz a los alejados y la paz a los cercanos" (Ef 2, 18). La paz con "los
cercanos" a menudo es más difícil que la paz con "los alejados". ¿Cómo
podemos nosotros, los cristianos, llamarnos promotores de la paz, si después
nos peleamos entre nosotros? No me refiero, en este momento, a las
divisiones entre católicos, ortodoxos, protestantes, pentecostales, es
decir, entre las diversas confesiones cristianas; me refiero a las
divisiones que a menudo existen entre los que pertenecen a nuestra Iglesia
católica, debido a las tradiciones, tendencias o diferentes ritos.
Recordamos las palabras severas del Apóstol a los Corintios:
"Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que
seáis unánimes en el hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes
bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Porque,
hermanos míos, estoy informado de vosotros, por los de Cloe, que existen
discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice: "Yo
soy de Pablo", "Yo de Apolo", "Yo de Cefas", "Yo de Cristo". ¿Está dividido
Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? (1 Co 1, 10-12).
El tema de la Jornada Mundial de la Paz de este año es "Fraternidad,
fundamento y camino para la paz." Cito las primeras palabras del mensaje:
"La fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser
relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y
a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano;
sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz
estable y duradera".
El texto apunta a la familia como el primer ámbito en el que se construye y
se aprende a ser hermanos. Pero el mensaje también se aplica a otras
realidades de la Iglesia: a las familias religiosas, a las comunidades
parroquiales, al sínodo de los obispos, a la curia romana. "¡Vosotros sois
todos hermanos!" (Mt 23, 8), nos ha dicho Jesús, y si esta palabra no se
aplica dentro de la Iglesia, en el círculo más estrecho de sus ministros, ¿a
quién se aplica?
Los Hechos de los Apóstoles nos presentan el modelo de una comunidad
verdaderamente fraterna, "de acuerdo", es decir, con "un solo corazón y un
alma sola" (Hch 4, 32). Por supuesto, todo esto no puede lograrse si no "por
el Espíritu Santo". Lo mismo sucedió a los apóstoles. Antes de Pentecostés
no eran un solo corazón y una alma sola; discutían a menudo sobre quién de
ellos era el más grande y más digno de sentarse a la derecha y a la
izquierda de Jesús. La venida del Espíritu Santo los transformó
completamente; les descentró de sí mismos y les centró en Cristo.
Los Padres antiguos y la liturgia han entendido la intención de Lucas, de
crear en la narración de Pentecostés, un paralelismo entre lo que sucede en
Pentecostés y lo que había sucedido en Babel. Sin embargo, no siempre se
aferra el mensaje contenido en este paralelismo. ¿Por qué en Babel todos
hablan el mismo idioma y a un cierto punto nadie entiende más a los otros,
mientras que en Pentecostés, a pesar de hablar idiomas diferentes (partos,
elamitas, cretenses, árabes...), cada uno entiende a los apóstoles?
Sobre todo una aclaración. Los constructores de la torre de Babel no eran
ateos que querían desafiar el cielo, sino hombres piadosos y religiosos que
querían construir un tempo con terrazas sobrepuestas, llamadas zigurats, de
las cuales aún quedan ruinas en Mesopotamia. Esto los vuelve más cercanos a
nosotros de lo que nos imaginamos. ¿Cuál fue entonces su gran pecado? Estos
inician la obra diciendo entre ellos:
“Vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego... Vamos a edificarnos una
ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si
nos desperdigamos por toda la faz de la tierra” (Gn 11, 3-4).
Quieren construir un templo a la divinidad, pero no para la gloria de la
divinidad; para convertirse en famosos; para crearse un nombre, no para
hacer un nombre a Dios. Dios es instrumentalizado, tiene que servir a su
gloria. También los apóstoles, en Pentecostés inician a construir una ciudad
y una torre, la ciudad de Dios que es la Iglesia, pero no para hacerse un
nombre, sino para darlo a Dios: “Les oímos proclamar en nuestras lenguas las
maravillas de Dios” (Hch 2, 11). Están enteramente absorbidos por el deseo
de glorificar a Dios, se han olvidado de sí mismos y de hacerse un nombre.
San Agustín ha tomado de aquí una idea para su grandiosa obra La Ciudad de
Dios. Existen, dice, dos ciudades en el mundo: la ciudad de Satanás, que se
llama Babilonia, y la ciudad de Dios, que se llama Jerusalén. Una está
construida sobre el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, y la otra
sobre el amor a Dios hasta el sacrificio de sí mismo. Estas dos ciudades son
dos construcciones en obras hasta el final del mundo y cada uno tiene que
elegir e cuál de las dos quiere dedicar su vida.
Cada iniciativa, también la más espiritual, como es, por ejemplo, la nueva
evangelización, puede ser o Babel o Pentecostés. (También, naturalmente,
esta meditación que yo estoy dando). Es Babel si cada uno con ella intenta
hacerse un nombre; es Pentecostés si a pesar del sentimiento natural de
lograr y recibir aprobación, se reitera constantemente la propia intención,
poniendo la gloria de Dios y el bien de la Iglesia por encima de todos los
deseos propios. A veces, es bueno repetir para sí mismo las palabras que un
día Jesús pronunció delante de sus adversarios: “Yo no busco mi gloria” (Jn
8, 50).
El Espíritu Santo no anula las diferencias, no aplana automáticamente las
divergencias. Lo vemos en lo que sucede en seguida después de Pentecostés.
Antes surge la divergencia sobre la distribución de víveres a las viudas,
después aquella más seria si, y con cuáles condiciones, acoger en la Iglesia
a los paganos. Pero no vemos por ello formarse partidos o frentes entre
ellos.
Cada uno expresa su propia convicción con respeto y libertad; Pablo va a
Jerusalén a consultar a Pedro, y en otra ocasión no tiene temor de hacerle
ver una incoherencia (cfr. Ga 2,14). Esto les permite, al concluir el debate
de Jerusalén, anunciar el resultado a la Iglesia con las palabras: “Hemos
decidido el Espíritu Santo y nosotros...” (Hch 15, 28).
Ha sido trazado así el modelo para cada asamblea de la Iglesia. Con una
diferencia debida al hecho de que allí la encontramos en fase embrional, en
la cual aún no han sido delineados claramente los diversos ministerios y no
se ha tomado acto (no hubo ni el tiempo ni la necesidad), del primado
otorgado a Pedro, al que le corresponde hacer la síntesis y decir la última
palabra.
Mencioné a la Curia: ¡Que regalo para la Iglesia si ella fuera un ejemplo de
fraternidad! Ya lo es, al menos, mucho más de lo que el mundo y sus medios
de comunicación tratan de hacernos creer; pero puede llegar a serlo cada vez
más. La diversidad de opiniones, hemos visto, no debe ser un obstáculo
insalvable. Basta que, con la ayuda del Espíritu Santo, pongamos todos los
días en el centro de nuestras intenciones a Jesús y el bien de la Iglesia, y
no el triunfo de la propia opinión personal. San Juan XXIII, en la encíclica
"Ad Petri Cathedram" de 1959, utilizó una frase famosa, de origen incierto,
pero de perenne actualidad: “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in
omnibus vero caritas”: en las cosas necesarias, unidad; en las cosas
dudosas, libertad; y en todas, la caridad.
“Así pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor,
una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, colmad mi alegría,
teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo
mismo. Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad,
considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio
interés sino el de los demás” (Flp 2, 1-4).
Son palabras dirigidas por san Pablo a su queridos fieles de Filipos, pero
estoy seguro de que también expresan el deseo del Santo Padre, hacia sus
colaboradores y todos nosotros.
Concluimos con la oración que la liturgia nos hace recitar en la Misa votiva
por la paz: “Oh Dios, que llamas a tus hijos operadores de paz, haz que
nosotros, tus fieles, trabajemos sin cansarnos para promover la justicia que
sola puede garantizar una paz auténtica y duradera. Por Cristo Nuestro
Señor. Amén”.
[1] Monumentum Ancyranum, ed. Th. Mommsen, 1883.
[2] Evangelii gaudium, 218.
[3] Cit. de M. Introvigne, Benedetto XVI e l’islam, un magistero da
riscoprire, en “La nuova bussola quotidiana” del 12 de Agosto de 2014
(Diario online).