Llamados por Dios a la comunión con su Hijo Jesucristo
Segunda predicación de Adviento
a la Curia Romana
en presencia de Benedicto XVI
Padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap.
Para permanecer fieles al método de la ‘lectio divina', tan recomendada por
el reciente Sínodo de los obispos, escuchemos las palabras de san Pablo
sobre las que reflexionaremos en esta meditación:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de
Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la
justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo,
la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, y conocerle a él, el poder
de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme
semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre
los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo
alcanzado por Cristo Jesús" (Filipenses 3, 7-12).
1. "Para que pueda conocerlo a Él..."
La semana pasada meditamos sobre la conversión de Pablo como una metanoia,
un cambio de mente, en el modo de concebir la salvación. Pablo sin embargo
no se convirtió a una doctrina, aunque fuera una doctrina de justificación
mediante la fe; ¡Se convirtió a una persona! Antes que un cambio de
pensamiento, el suyo fue un cambio de corazón, el encuentro con una persona
viva. Se usa a menudo la expresión "flechazo" para denominar un amor a
primera vista que elimina todo obstáculo; en ningún caso esta metáfora es
tan apropiada como en san Pablo.
Veamos cómo este cambio de corazón asoma en el texto apenas escuchado. Habla
del "bien supremo" (hyperechon) de conocer a Cristo y se sabe que, en este
caso, como en toda la Biblia, conocer no indica un descubrimiento sólo
intelectual, un hacerse una idea de algo, sino un lazo vital íntimo, un
entrar en relación con el objeto conocido. Lo mismo vale en el caso de la
expresión "...para conocerle a él, el poder de su resurrección y la
participación en sus padecimientos". "conocer la participación en sus
sufrimientos" no significa, evidentemente, tener una idea de los mismos,
sino experimentarlos.
Por casualidad leí este pasaje en un momento especial de mi vida en el que
me encontraba también yo ante una elección. Me había ocupado de Cristología,
había escrito y leído mucho sobre este argumento, pero cuando leí "para
conocerle a él", comprendí de golpe que aquel simple pronombre personal "él"
(autòn) contenía más verdades sobre Jesucristo que todos los libros escritos
o leídos sobre Él. Comprendí que, para el apóstol, Cristo no era un conjunto
de doctrinas, de herejías, de dogmas: era una persona viva, presente y
realísima que se podía designar con un simple pronombre, como se hace,
cuando se habla de alguien que está presente, señalándolo con el dedo.
El efecto del enamoramiento es doble. Por una parte, pone en obra una
drástica reducción del interés en uno, una concentración sobre la persona
amada que hace pasar a un segundo plano todo el resto del mundo; por otra,
hace capaces de sufrir cualquier cosa por la persona amada, aceptar la
pérdida de todo. Vemos ambos efectos realizados a la perfección en el
momento en el que el Apóstol descubre a Cristo: por él, dice, "perdí todas
las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo".
Ha aceptado la pérdida de sus privilegios de "judío entre los judíos", la
estima y la amistad de sus maestros y connacionales, el odio y la
conmiseración de quienes no comprendían cómo un hombre como él hubiera
podido dejarse seducir por una secta de fanáticos sin arte ni parte. La
segunda Carta a los Corintios incluye la enumeración impresionante de todo
lo sufrido por Cristo (cf. 2 Cor 11, 24-28).
El Apóstol encontró él mismo la única palabra que encierra todo:
"conquistado por Cristo". Se podría traducir también ‘aferrado',
‘fascinado', o con una expresión de Jeremías, "seducido" por Cristo. Los
enamorados no se avergüenzan; lo han hecho tantos místicos en el colmo de su
ardor. No tengo dificultad, por tanto, para imaginar a un Pablo que, en un
ímpetu de alegría, tras su conversión, grita él solo a los árboles o, a la
orilla del mar, lo que más tarde escribirá a los filipenses: "¡He sido
conquistado por Cristo! ¡He sido conquistado por Cristo!".
Conocemos bien las frases lapidarias y llenas de significado del Apóstol que
a cada uno le gustaría poder repetir en la propia vida: "Para mí vivir es
Cristo" (Fil 1,21), y "No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí"
(Gal 2,20).
2. "En Cristo"
Ahora, siendo fiel a lo anunciado en el programa de estas predicaciones,
querría destacar lo que, sobre este punto, el pensamiento de Pablo puede
significar, primero para la teología de hoy y luego para la vida espiritual
de los creyentes.
La experiencia personal llevó a Pablo a una visión global de la vida
cristiana que él denomina "en Cristo" (en Christo). La fórmula se repite 83
veces en el corpus paulino, sin contar la expresión afín "con Cristo" (syn
Christo) y las expresiones pronominales equivalentes "en él" o "en aquel
que".
Es casi imposible traducir con palabras el rico contenido de estas frases.
La preposición "en" tiene un significado unas veces local, otras temporal
(en el momento en el que Cristo muere y resucita), otras instrumental (por
medio de Cristo). Describe la atmósfera espiritual en la que el cristiano
vive y actúa. Pablo aplica a Cristo lo que, en el discurso al Areópago de
Atenas, dice de Dios, citando a un autor pagano: "En Él vivimos, nos movemos
y existimos" (Hechos 17, 28). Más tarde, el evangelista Juan expresará la
misma visión con la imagen del "permanecer en Cristo" (Juan 15, 4-7).
A estas expresiones recurren aquellos que hablan de mística paulina. Frases
como "Dios ha reconciliado en sí el mundo en Cristo" (2 Cor 5,19) son
totalizadoras, no dejan fuera de Cristo nada ni a nadie. Decir que los
creyentes están "llamados a ser santos" (Romanos 1,7) equivale para el
Apóstol a decir que están "llamados por Dios a la comunión con su Hijo
Jesucristo" (1 Cor 1,9).
Justamente, también en el mundo protestante, hoy se empieza a considerar la
visión sintetizada, en la expresión "en Cristo" o "en el Espíritu", como más
central y representativa del pensamiento de Pablo que la misma doctrina de
la justificación mediante la fe.
El año paulino podría revelarse la ocasión providencial para cerrar todo un
periodo de discusiones y enfrentamientos ligados más al pasado que al
presente, y abrir un nuevo capítulo en el uso del pensamiento del Apóstol.
Volver a usar sus cartas, y en primer lugar la Carta a los Romanos, para el
fin para el que fueron escritas que no era, ciertamente, el de proporcionar
a las generaciones futuras una palestra en la que ejercitar su agudeza
teológica, sino el de edificar la fe de la comunidad, formada en su mayoría
por gente sencilla e iletrada. "Ansío veros --les dice a los romanos--, a
fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para
sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía"
(Rom 1, 11-12).
3. Más allá de la Reforma y la Contrarreforma
Es tiempo, creo, de ir más allá de la Reforma y más allá de la
Contrarreforma. Lo que está en juego, a principios del tercer milenio, no es
ya lo mismo del inicio del segundo milenio, cuando se produjo la separación
entre oriente y occidente, y ni siquiera de la mitad del milenio, cuando se
produjo, dentro de la cristiandad occidental, la separación entre católicos
y protestantes.
Por dar un solo ejemplo, el problema no es ya el de Lutero de cómo liberar
al hombre del sentimiento de culpa que lo oprime, sino cómo devolver al
hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido totalmente. ¿Qué
sentido tiene seguir discutiendo sobre "cómo se da la justificación del
impío", cuando el hombre está convencido de que no necesita ninguna
justificación y declara con orgullo: "Yo mismo hoy me acuso y sólo yo puedo
absolverme, yo el hombre?" [1].
Yo creo que todas las discusiones de siglos entre católicos y protestantes,
en torno a la fe y a las obras, han acabado por hacernos perder de vista el
punto principal del mensaje paulino, desplazando a menudo la atención de
Cristo a las doctrinas sobre Cristo, en práctica, de Cristo a los hombres.
Lo que al Apóstol urge sobre todo a afirmar en Romanos 3 no es que estamos
justificados por la fe, sino que estamos justificados por la fe en Cristo;
no es tanto que estamos justificados por la gracia, cuanto que estamos
justificados por la gracia de Cristo. El acento es sobre Cristo, más todavía
que sobre la fe y sobre la gracia.
Tras haber presentado en los capítulos precedentes de la Carta a la
humanidad en su universal estado de pecado y perdición, el Apóstol tiene el
increíble valor de proclamar que esta situación ahora ha cambiado
radicalmente "en virtud de la redención realizada por Cristo", "por la
obediencia de un solo hombre" (Rom 3, 24; 5, 19). La afirmación de que esta
salvación se recibe por fe, y no por las obras, es importantísima, pero
viene en segundo lugar, no en primero. Se ha cometido el error de reducir a
un problema de escuelas, dentro del cristianismo, lo que era para el Apóstol
una afirmación de alcance más amplio, cósmico, universal.
Este mensaje del Apóstol sobre la centralidad de Cristo es de gran
actualidad. Muchos factores llevan en efecto a poner entre paréntesis hoy su
persona. Cristo no se cuestiona hoy en ninguno de los tres diálogos más
vivaces en curso entre la Iglesia y el mundo. Ni en el diálogo entre fe y
filosofía, porque la filosofía se ocupa de conceptos metafísicos, no de
realidades históricas como la persona de Jesús de Nazaret; ni en el diálogo
con la ciencia, con la cual se puede únicamente discutir de la existencia o
no de un Dios creador, de un proyecto por debajo de la evolución; ni, en
fin, en el diálogo interreligioso, que se ocupa de aquello que las
religiones pueden hacer juntas, en el nombre de Dios, por el bien de la
humanidad.
Pocos, incluso entre los creyentes, cuando se les pregunta en qué creen,
responderían: creo que Cristo murió por mis pecados y resucitó para mi
justificación. La mayoría respondería: creo en la existencia de Dios, en una
vida después de la muerte. Y sin embargo para Pablo, como para todo el Nuevo
Testamento, la fe que salva es sólo aquella en la muerte y resurrección de
Cristo: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón
que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rom 10, 9).
El mes pasado, tuvo lugar aquí en el Vaticano, en la Casina Pío IV, un
simposio promovido por la Academia Pontificia de las Ciencias, con el título
"Puntos de vista científicos en torno a la evolución del universo y de la
vida", en el que participaron los máximos científicos de todo el mundo.
Quise entrevistar, para el programa que dirijo cada sábado por la tarde en
TV sobre el evangelio, a uno de los participantes, el profesor Francis
Collins, director del grupo de investigación que llevó en el año 2000 al
completo desciframiento del genoma humano. Sabiendo que era creyente, le
hice, entre otras, la pregunta: "¿Usted creyó primero en Dios o en
Jesucristo?".
Respondió: "Hasta cuando tenía más o menos 25 años era ateo, no tenía una
preparación religiosa, era un científico que reducía casi todo a ecuaciones
y leyes de física. Pero, como médico, empecé a ver a la gente que debía
afrontar el problema de la vida y de la muerte, y esto me hizo pensar que mi
ateísmo no era una idea arraigada. Empecé a leer textos sobre las
argumentaciones racionales de la fe, que no conocía. Primero, llegué a la
convicción de que el ateísmo era una alternativa menos aceptable. Poco a
poco, llegué a la conclusión de que debe existir un Dios que ha creado todo
esto pero no sabía cómo era este Dios".
Es instructivo leer, en su libro "El lenguaje de Dios", cómo superó este
impasse: "Me resultaba difícil echar un puente hacia este Dios. Cuanto más
aprendía a conocerlo, más su pureza y santidad me parecían inaccesibles. En
esta amarga conciencia, llegó la persona de Jesucristo. Había pasado más de
un año desde que decidí creer en alguna especie de Dios, y ahora había
llegado la rendición de cuentas. En una hermosa mañana de otoño, mientras
por primera vez, paseando por las montañas, me dirigía al oeste del
Mississippi, la majestad y la belleza de la creación vencieron mi
resistencia. Comprendí que la búsqueda había llegado a su fin. A la mañana
siguiente, a la salida del sol, me arrodillé sobre la hierba húmeda y me
rendí a Jesucristo" [2].
Uno piensa en la palabra de Cristo: "Nadie va al Padre si no es por medio de
mí". Sólo en Él, Dios se hace accesible y creíble. Gracias a esta fe
reencontrada, el momento del descubrimiento del genoma humano fue, al mismo
tiempo, dice él, una experiencia de exaltación científica y de adoración
religiosa.
La conversión de este científico demuestra que el evento de Damasco se
renueva en la historia; Cristo es el mismo hoy y entonces. No es fácil para
un científico, especialmente para un biólogo, declararse hoy públicamente
creyente, como no lo fue para Saulo: se corre el riesgo de ser
inmediatamente "expulsados de la sinagoga". Y, de hecho, es lo que sucedió
al profesor Collins, que por su profesión de fe tuvo que sufrir los dardos
de muchos laicistas.
4. De la presencia de Dios a la presencia de Cristo
Me queda por decir algo sobre otro punto: qué tiene que decir el ejemplo de
Pablo para la vida espiritual de los creyentes. Uno de los temas más
tratados en la espiritualidad católica es el del pensamiento de la presencia
de Dios [3]. Son incontables los tratados sobre este argumento desde el
siglo XVI hasta hoy. En uno de ellos se lee: "El buen cristiano debe
habituarse a este santo ejercicio en todo tiempo y en todo lugar. Al
despertar, dirija enseguida la mirada del alma a Dios, hable y converse con
Él como su amado Padre. Cuando camina por las calles, tenga los ojos del
cuerpo bajos y modestos, elevando los del alma a Dios" [4].
Se distingue "el pensamiento de la presencia de Dios" del "sentimiento de su
presencia": el primero depende de nosotros, el segundo es en cambio don de
gracia que depende de nosotros. (Para san Gregorio Niceno "el sentimiento de
la presencia" de Dios, la ‘aisthesis parousia', es casi sinónimo de
experiencia mística)
Es una visión rígidamente teocéntrica que, en algunos autores, llega incluso
al consejo de "dejar a un lado la santa humanidad de Cristo". Santa Teresa
de Jesús reaccionará enérgicamente contra esta idea que reaparece
periódicamente, desde Orígenes en adelante, en el cristianismo tanto
oriental como occidental. Pero la espiritualidad de la presencia de Dios,
también después de la Santa, seguirá siendo rígidamente teocéntrica, con
todos los problemas y las aporías que derivan de ella, puestas de relieve
por los mismos autores que tratan de ellas [5].
En este sentido, el pensamiento de san Pablo nos puede ayudar a superar la
dificultad que ha llevado al declive de la espiritualidad de la presencia de
Dios. Él habla siempre de una presencia de Dios "en Cristo". Una presencia
irreversible e insuperable. No hay un estadio de la vida espiritual en el
que se pueda prescindir de Cristo, o ir "más allá de Cristo". La vida
cristiana es una "vida oculta con Cristo en Dios." (Colosenses 3,3). Este
cristocentrismo paulino no atenúa el horizonte trinitario de la fe sino que
lo exalta, porque para Pablo todo el movimiento parte del Padre y vuelve al
Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. La expresión "en Cristo" es
intercambiable, en sus escritos, con la expresión "en el Espíritu".
La necesidad de superar la humanidad de Cristo, para acceder directamente al
Logos eterno y a la divinidad, nacía de una escasa consideración de la
resurrección de Cristo. Ésta era vista en su significado apologético, como
prueba de la divinidad de Jesús, y no suficientemente en su significado
mistérico, como inicio de su vida "según el Espíritu", gracias a la cual la
humanidad de Cristo aparece ya en su condición espiritual y, por tanto,
omnipresente y actual.
¿Qué se deriva de esto a nivel práctico? Que podemos hacer todo "en Cristo"
y "con Cristo", ya sea que comamos, que durmamos, que hagamos cualquier otra
cosa, dice el Apóstol (1 Corintios 10, 31). El Resucitado no está presente
sólo porque pensemos en Él sino que está realmente junto a nosotros; no
somos nosotros quienes debemos, con el pensamiento y la imaginación,
trasladarnos a su vida terrena y representarnos los episodios de su vida
(como se trata de hacer con la meditación de los "misterios de la vida de
Cristo"); es Él, el Resucitado, el que viene hacia nosotros. No somos
nosotros quienes, con la imaginación, tenemos que hacernos contemporáneos de
Cristo; es Cristo el que se hace realmente nuestro contemporáneo. "Yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". (A propósito, ¿por qué
no hacer inmediatamente un acto de fe? Él está aquí, en esta capilla, más
presente que cualquiera de nosotros; busca la mirada de nuestro corazón y se
alegra cuando la encuentra).
Un texto que refleja maravillosamente esta visión de la vida cristiana es la
oración atribuida a san Patricio: "¡Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo
tras de mí, Cristo en mí! Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí, Cristo a mi
derecha, Cristo a mi izquierda!"[6].
¡Qué nuevo y más alto significado cobran las palabras de san Luis María
Griñón de Montfort, si aplicamos al "Espíritu de Cristo" lo que él dice del
"espíritu de María":
"Debemos abandonarnos al Espíritu de Cristo para ser movidos y guiados según
su querer. Debemos ponernos y permanecer entre sus manos como un instrumento
en las manos de un obrero, como un laúd entre las manos de un hábil
instrumentista. Debemos perdernos y abandonarnos en él como piedra que se
lanza al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con
una sola ojeada interior o un leve movimiento de la voluntad, o incluso con
alguna breve palabra" [7].
5. Olvido del pasado
Concluyamos volviendo al texto de Filipenses 3. San Pablo acaba sus
"confesiones" con una declaración:
"Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido
lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la
meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo
Jesús" (Filipenses 3, 13-14).
"Olvido lo que dejé atrás". ¿Qué pasado? ¿El de fariseo del que habló antes?
¡No, el pasado de apóstol en la Iglesia! Ahora la ganancia a considerar
pérdida es otra: es justo el haber ya de una vez considerado todo pérdida
por Cristo. Era natural pensar: "¡Que valor tiene Pablo: abandonar una
carrera de rabino tan bien iniciada por una oscura secta de galileos! ¡Y qué
cartas escribió! ¡Cuántos viajes emprendió, cuántas iglesias fundó!".
El Apóstol intuye el peligro mortal de introducir entre sí y Cristo una
"justicia propia", derivada de las obras --esta vez, las obras realizadas
por causa de Cristo--, y reacciona enérgicamente. "No considero --dice--
haber llegado a la perfección". San Francisco de Asís, hacia el final de su
vida, cortaba por lo sano toda tentación de autocomplacencia, diciendo:
"Empecemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora hemos hecho poco
o nada" [8].
Esta es la conversión más necesaria para quienes ya han seguido a Cristo y
han vivido a su servicio en la Iglesia. Una conversión sumamente especial,
que no consiste en abandonar el mal, sino, en cierto sentido, ¡en abandonar
el bien! Es decir en tomar distancia de todo lo que se ha hecho,
repitiéndose a sí mismos, según la sugerencia de Cristo: "Somos siervos
inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer" (Lucas 17,10).
Este vaciarnos las manos y los bolsillos de toda pretensión, en espíritu de
pobreza y humildad, es el modo mejor para prepararnos a la Navidad. Nos lo
recuerda un simpático cuento navideño que me complace citar de nuevo. Narra
que, entre los pastores que corrieron la noche de Navidad a adorar al Niño
había uno tan pobrecillo que no tenía nada que ofrecer y se avergonzaba
mucho. Llegados a la gruta, todos competían en ofrecer sus dones. María no
sabía cómo hacer para recibirlos todos, teniendo en los brazos al Niño.
Entonces, viendo al pastorcillo con las manos libres, cogió a Jesús y se lo
confió. Tener las manos vacías fue su fortuna y, a otro nivel, será también
la nuestra.
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[1] J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon dio, X,4
(Parigi, Gallimard 1951, p. 267.).
[2] F. Collins, The Language of God. A Scientist
Presents Evidence for Belief, pp. 219-255.
[3] Cf. M. Dupuis, Présence de Dieu, in D Spir.
12, coll. 2107-2136.
[4] F. Arias (+1605), cit. da Dupuis, col. 2111.
[5] Dupuis, cit., col 2121: "Se l'onnipresenza di
Dio non si distingue dalla sua essenza, l'esercizio della presenza di Dio
non aggiunge al tradizionale tema del ricordo di Dio, se non un sforzo
immaginativo".
[6] "Christ with me, Christ before me, Christ
behind me, Christ below me, Christ above me, Christ at my right, Christ at
my left".
[7] Cf. S. L. Grignon de Montfort, Trattato della
vera devozione a Maria, nr. 257.259 (in Oeuvres complètes, Parigi 1966, pp.
660.661).
[8] Celano, Vita prima, 103 (Fonti Francescane,
n. 500).