Michela, de satanista a religiosa, después de intentar matar a la fundadora
Michela, en la actualidad religiosa de la Comunidad Nuovi Orizzonti, tiene
una vida de película. Abandonada por su madre cuando era un bebé, atrapada
por una peligrosa secta satánica, convencida de la necesidad de asesinar a
una monja por indicación de la sacerdotisa, que a la vez era su psiquiatra…
Cuenta su testimonio en Religión en Libertad, en un artículo firmado por
Jesús García, con una intensidad y pasión, que a más de uno le dejará
pensativo…
Cuando se experimenta el amor de Dios, se aprende que no se puede guardar
para uno mismo. Yo llevo diez años viviendo esta forma de amor. Llevando el
amor a quienes no conocen el amor de Dios.
«Chiara, sácanos de este infierno»
La comunidad a la que pertenezco nació en 1984, fundada por Chiara Amirante,
que comenzó a llevar la palabra de Dios a los puntos de muerte de la ciudad
de Roma. Tantos jóvenes que no conocían la palabra de Dios le pedían:
«Chiara, sácanos de este infierno».
Yo llevo doce años en la comunidad. Tengo 40, pero cuando entré, no creía
absolutamente nada en Dios. Creía que los sacerdotes y las religiosas se
hacían sacerdotes y religiosas por falta de trabajo. Veía una Iglesia que
solo daba reglas. Una Iglesia que prohibía todo.
Además, yo me hacía una pregunta: «Si es verdad que Dios es amor, ¿por qué
en el mundo hay sufrimiento?». Me lo preguntaba porque con el sufrimiento
tuve contacto apenas nací. Mi papá y mi mamá me abandonaron en un hospital
recién nacida. Viví mis primeros seis años de vida en un orfanato. Dos meses
después de que saliese de allí, el instituto fue clausurado por maltrato a
menores. Yo había conocido todo menos el amor, y cuando un niño no conoce el
amor, es difícil que de adulto sepa dar amor. Crecí rebelde. En la escuela
era instrumento de santificación para los profesores.
El dinero era el dios de mi vida
A los 18 años ya eres mayor de edad en Italia, así que me fui de la casa en
que vivía. Pude hacerlo porque tenía un trabajo, una ocupación. Yo era chef
de cocina internacional, muy reconocida. Comencé a trabajar en Italia y el
resto de Europa y el dinero empezó a ser el dios de mi vida. Cuanto más
tenía, mas quería tener, pero a fin de mes no me quedaba nada.
En lo referente a todo lo que pertenece al mundo de la afectividad, era un
desastre. Tenía novios según la estación del año. Uno para el invierno, otro
para el verano…. Y me decía: «Yo el corazón no lo meto en esto». Eran novios
de usar y tirar, pero cada historia que pasaba, era una herida más que
dejaba mi corazón muy lastimado.
Finalmente me enamoré de una persona que todas las madres de familia
soñarían para su propia hija. Era inteligente, bueno, perfecto. Pero tenía
un pequeño defecto: era un chico católico, un católico convencido. Esto,
para mí, solo suponía un defecto por una razón, porque cuando yo le
preguntaba cuando nos íbamos a ir a la cama, él me respondía: «Después del
matrimonio». Él empezó a hablarme de Dios, pero yo le dije: «Escucha, Luca,
las relaciones de tres no funcionan. Somos tú y yo. Punto. Dios debe quedar
fuera». Él fingió seguirme la corriente.
Cuando ya llevábamos dos años saliendo, vino sin avisar una noche a mi casa.
Era la primera vez en ese tiempo que vino a mi casa, por lo que pensé: «Hoy
lo hacemos». Pero él tenía otras razones muy diferentes en su cabeza y me
dijo: «Escucha, Michela, hablé con mi padre espiritual, porque tengo
intención de casarme contigo». Yo me le quedé mirando un poco perpleja, pero
por un solo motivo: no sabía qué era un padre espiritual.
Yo le respondí: «Vamos al registro civil, pedimos una cita, estampamos
nuestras firmas y ya estamos casados». Y me dijo: «No. Para mí es importante
el sacramento del matrimonio. Nos dan la posibilidad de efectuar un
matrimonio mixto donde tu declares ser no creyente, pero yo pueda casarme
contigo dentro de la Iglesia». Entonces mi siguiente pregunta fue: «¿Y esto
cuánto cuesta?». «Nada», respondió mi chico. Pensé que si no costaba nada y
no perdía mi imagen de atea, podía aceptarlo. Sólo le puse una condición:
«Organiza tú la boda».
Pusimos una fecha y él comenzó a organizar todo. Era bonito, porque de
verdad que Luca era un chico fantástico. Pero nunca me llegué a casar con
él. Falleció cuatro días antes de la fecha escogida. Poco después de
comenzar los preparativos, contrajo el VIH por culpa de una transfusión de
sangre contaminada. Ahí entré en contacto con la primera verdad de mí vida.
Porque yo, con el dinero, hasta ese día había comprado todo y a todos. Pero
descubrí que había una cosa que no podía comprar: la vida de mi novio. Eso
para mí fue una derrota. Luca partió para el paraíso cuatro días antes de
nuestra boda y ahí se me derrumbó el mundo.
«Dios, empeñaré mi vida en destruirte»
Me enfadé con Dios por haberme quitado a mis padres. Me enfadé con Dios por
haber sufrido tanta violencia desde pequeñita. Me enfadé con Dios por la
muerte de Luca. La noche de su funeral, me marché a la playa y allí mismo
hice un juramento: «Dios, si tú no existes, pasaré toda mi vida diciéndoselo
a todo el mundo. Pero si existes de verdad, empeñaré mi vida en destruirte».
Ahí empezó mi guerra con Dios. Para buscar a Dios y saber si existía, me
acerqué a varias filosofías. Todo lo que era la New Age y el Reiki. Pero ahí
no encontré nada de la presencia de Dios. A todo esto, mi vida era triste y
angustiosa. Hasta que un día me propusieron comenzar psicoterapia. Yo pensé
que si había probado ya tantas cosas, podía probar eso también. Así que
comencé a ir un día a la semana. Poco a poco me iba sintiendo mejor en la
consulta de aquella doctora. Empecé a ir en vez de un día a la semana, dos
días, luego tres, y acabé teniendo cuatro sesiones semanales con ella. La
psicoterapia se convirtió en mi droga. Yo no lo sabía, pero no tenía la
facultad de decidir nada de mí vida.
Un tiempo después la doctora me dijo que tal vez necesitase sesiones de
hipnosis: «Tenemos que entrar a lo más profundo de tus heridas». Le dije que
sí. Desafortunadamente no estaba en grado de tomar ninguna decisión. No sé
lo que hicieron conmigo, pero el problema fue que esta doctora era en
realidad una sacerdotisa de una de las sectas satánicas más importantes de
Italia. Y yo entré a formar parte de ella, de la mano de mi doctora.
Dos años en la secta
Pasé ahí dos años de mi vida. Dos años que me llevaron a perder mi dignidad
de mujer, mi dignidad de ser humano. Allí he visto muerte y violencia.
Llegué a alcanzar la muerte del alma. Me convertí en una auténtica marioneta
manejada por manos satánicas.
La noche de Navidad de hace catorce años (1996), durante un rito, me dijeron
que existía la posibilidad de ser la sacerdotisa de una secta, en una ciudad
de Italia. En ese mundo sólo importa el poder, el tener, por lo que yo
acepté, pero para ser la sacerdotisa tenía que afrontar una prueba de
filiación, de pertenencia. Me dijeron: «En Roma hay una joven, de nombre
Chiara, que ha fundado hace poco tiempo una comunidad. Está muy protegida
por la Iglesia y para nosotros es un obstáculo, porque acerca a muchos
jóvenes a Dios. Si tú verdaderamente quieres pertenecer a nosotros y tener
el poder, debes hacer una cosa: mata a Chiara». Y acepté.
La noche del 5 de enero partí hacia Roma. Me habían dado toda la información
de donde encontrar a Chiara y yo me dirigí a su casa, a la sede de la
comunidad. A las 20.00 horas llegué hasta la puerta y sin dudar, convencida
de lo que iba hacer, toqué el timbre. Lo que ocurrió entonces lo tengo que
contar desde el testimonio de Chiara, quien no me conocía absolutamente de
nada, como es obvio.
Chiara cuenta siempre que, en ese momento, en su corazón escuchó una voz, la
voz de la Virgen María que le decía: «Abre tú la puerta, que es una hija mía
que tiene una gran necesidad». Chiara se levantó, caminó apresurada hasta la
puerta a cuyo otro lado la esperaba yo, y cuando abrió la puerta hizo una
sola cosa. Me abrazo y me dijo: «Bienvenida hija mía. Por fin has llegado a
tu casa».
Ese abrazo cambió mi vida. Fue un abrazo indeleble que llegó a mi corazón.
Fue más allá de mi cuerpo, de mis brazos. Yo no pude reaccionar, no pude
moverme, no pude hacer nada. Chiara me desarmó absolutamente con ese abrazo,
con su mirada.
Me llevó dentro, a su pequeña habitación y comenzamos a hablar. Ella me
preguntó cómo estaba, y yo sin decir ninguna palabra le entregué el arma con
el que la iba a matar. Se lo conté y le dije: «Chiara, para mí ya no hay
esperanza». Ella me respondió: «¡Sí, sí que hay esperanza, porque el amor ha
vencido a la muerte! ¡Hay esperanza para ti porque hubo quien dio la vida
por ti! ¡Y Jesús te ama!».
Yo le contesté: «Chiara, yo les conozco. Sé como son. Tengo poco tiempo. Me
matarán y te matarán a ti también». «No, Michela –respondió Chiara muy
firme-. No lo harán, porque María te quiso en esta casa». Y en aquella casa
me quedé.
Sesión de exorcismos
Obviamente, la primera cosa por hacer era una buena confesión. Llamaron a un
sacerdote, pero debido a las actividades en las que había estado involucrada
no me pudieron dar la absolución. Hubo que escribir a la Santa Sede, a la
Congregación para la Doctrina de la Fe, toda mi historia. Un cierto cardenal
Ratzinger respondió en pocos días: «Hoy la Iglesia está de fiesta porque un
Hijo ha regresado a casa». También tuve que pasar por varias sesiones de
exorcismo. Obviemos los detalles.
Con un permiso muy especial, la noche del 27 de enero, en la capilla de las
hermanas de la Madre Teresa, en Roma, pude recibir la comunión, pude
consagrar mi corazón al Corazón Inmaculado de María, y hacer los votos de
pobreza, obediencia y castidad, más el cuarto voto propio de la comunidad de
Chiara, que es el voto de ser y llevar la alegría de Cristo Resucitado.
Un nuevo camino
Ahí comenzó mi camino. Mi camino de sanación, un camino en el que nunca
nadie antes pudo sanar mis heridas, y donde sí que las pudo sanar Jesús.
Pero pasado un tiempo, hubo una herida que no había podido sanar. Esa herida
era la falta de una madre, porque a mí me faltaba una madre. Me faltaba en
Navidad, cuando todas la madres telefoneaban a las demás y yo no recibía una
llamada. Me faltaba el día que celebraba mi cumpleaños… Esa ausencia de mi
madre, cada vez que pasaba esto, reabría las viejas heridas y había que
empezar de nuevo.
Un buen día, a Chiara se le ocurrió enviarme a un centro de ayuda para la
vida. Se me había encargado abrir una casa de acogida para madres solteras y
jóvenes embarazadas con riesgo de someterse a un aborto por miedo o por
dificultad. Allí las podríamos acoger. Pero al poco tiempo empecé a recoger
un grito de dolor. Era el grito de dolor de aquellas mujeres que habían
abortado y que me decían: «¿Sabes? Hoy tendría un hijo de ocho años, pero lo
llevé a matar».
Por las noches llegaba a casa y me ponía delante de Jesús, en el sagrario, y
le entregaba todo ese dolor que llevaba de las mujeres. Una de esas noches,
empecé a escuchar en mi corazón: «Michela, si hoy existes tú, es porque tu
madre dijo sí a la vida». Os tengo que decir que cuando se experimenta la
misericordia de Dios, la primera cosa que se aprende es a no juzgar. Y yo no
tenía ningún derecho de juzgar a mi madre. Porque si una madre llega a
abandonar a un hijo es porque hay un gran dolor.
En ese momento comenzó a despertar en mi interior la necesidad de buscar a
mi madre, no para juzgarla ni regañarla, sino para darle las gracias por mi
vida. La ley italiana permite obtener información del propio origen y
después de las investigaciones pertinentes localicé a mi madre. Comenzamos a
telefonearnos, y un día me sugirió conocernos personalmente. La fecha
concertada fue el 2 de Junio de 2004. Esa misma mañana partí hacia la ciudad
donde ella vivía para encontrarme con ella, como habíamos quedado.
Yo iba sola y en ese viaje había dos partes dentro de mí. Una parte era esa
parte humana que se sentía entusiasmada por poder decirle por fin a alguien
«mamá». Pero había otra parte más racional que me decía: «Michela, no sabes
qué puedes encontrar allá». Mi error fue que en aquella duda venció la parte
más humana. Pero el hombre propone y Dios dispone, porque pocos minutos
después de encontrarnos, con una mirada que yo no le deseo ni a mi peor
enemigo, mi madre me dijo: «Tú para mí no has existido nunca, no has
existido hasta ahora, no existes hoy. Sal de mi vida». Yo no sé qué siente
una madre cuando un hijo dice no a su amor, pero les puedo decir lo que
siente un hijo cuando una madre le dice no a su amor…
Fue un gran dolor. Regresé a Roma, cogí a Chiara y sujetándola contra un
muro le dije: «¿Pero yo qué le hecho de malo a Jesús? Trabajo para Él, ¿por
qué no me puede ayudar?». A mí pregunta de por qué Jesús me trata así,
Chiara me contestó: «¿Sabes, Michela? Santa Teresa de Ávila le preguntó lo
mismo a Jesús, y Jesús le dijo que así trataba Él a sus amigos». Ya sabéis
lo que Santa Teresa le respondió a Jesús: «Ahora entiendo por qué tienes tan
pocos».
Era una situación dolorosa, de la que era difícil salir, por lo que entonces
Chiara me propuso unos días de vacaciones. Yo pensé: «Estupendo, me iré a la
playa y tomaré el sol», pero Chiara ya había pensado en todo: «Hay un lugar
al que puedes ir. Es un pueblo en Bosnia que se llama Medjugorje. Cógete
unas vacaciones y vete allí». Yo le dije a Chiara: «A Medjugorje yo no voy,
Chiara. Mejor me pagas las vacaciones en Croacia, que está muy cerca y tiene
un mar estupendo. Ya cuando esté allí, un día me acerco a Medjugorje. Pero
yo no me voy a meter entre las colinas, las piedras y el calor. Eso no son
vacaciones». Chiara me respondió: «Te recuerdo que hiciste un voto de
pobreza y otro de obediencia. Elige por cual de los dos quieres ir a
Medjugorje». Así que elegí el de la obediencia, y voluntariamente vine a
Medjugorje.
Medjugorje
Llegué a Medjugorje ¡Me daban una pena los peregrinos! Porque yo pensaba que
yo estaba allí porque me habían obligado, pero no entendía por qué ellos no
iban al mar, pudiendo hacerlo. En fin, los primeros diez días fueron un
desastre. Yo no quise saber nada de peregrinos, ni del fenómeno de
Medjugorje, ni de nada.
El día decimoprimero, estaba tras la explanada, cerca de la carpa verde.
Estaba tumbada en mi toalla, tomando el sol. En serio, pasaba de todo. Y ahí
tirada me vio Marija, una de las videntes. No nos conocíamos de nada, pero a
ella le llamó la atención, no sé si verme tumbada tomando el sol, o mi
toalla verde chillona. Se acercó a mí y me dijo: «Hola, ¿qué haces?». «Estoy
esperando a que comience la Misa». Entonces Marija, sin más, con toda la
naturalidad, me dijo: «Vente mañana conmigo a una aparición».
¡Imagínate! Era ridículo. Tanto que me dio la risa y le contesté: «Mira, va
a ser mejor que la Virgen María venga a mí, porque yo de aquí no me muevo».
Marija me miró un poco sorprendida, en silencio. Al cabo de unos segundos,
cuando se me quitó la sonrisa de la cara, me dijo: «Tú vente mañana».
En Medjugorje, si no vives el fenómeno, tampoco es que haya mucho que hacer.
Mis primeros diez días allí fueron tan aburridos, que por muy absurdo que
pareciese, asistir a una aparición suponía algo distinto en medio de aquel
aburrimiento, así que el día siguiente aparecí a la hora que me había dicho
Marija en el Oasis de la Paz, donde iba a vivir su aparición. Al llegar
allí, aquello estaba lleno de gente.
Yo llegué a las seis y cuarto de la tarde y allí había gente que llevaba más
de tres horas, con todo el calor. Yo pensé: «Qué tontería llegar tan
temprano, si de toda formas a la Virgen solo la ve la vidente, pero bueno».
Al cabo de unos minutos llegó Marija. Me vio en el jardín, me cogió de la
mano y me llevó dentro de la capilla con ella, delante del todo, a su lado.
Me llevó hasta allí a rastras y de un empujón me puso de rodillas. Todo el
mundo rezaba y yo pensaba: «Qué buenos todos estos peregrinos, mira cómo
rezan», pero mi corazón estaba muy cerrado y no quería participar con ellos.
Recuerdo el momento en que comenzó la aparición. Todo el mundo se quedó en
silencio y Marija se quedó mirando extasiada hacia arriba.
En ese momento pensé: «Cualquiera desearía estar aquí a su lado, ¿cómo es
posible que a mí no afecte?». La miré a Marija y vi que, sin emitir ningún
sonido, movía sus labios, ¿y saben cuál fue mi pensamiento en ese momento?:
«Pero ella, con la Virgen, ¿habla en croata o en italiano?». Os prometo que
lo pensé, de verdad, incluso quince días después de aquello se lo pregunté a
ella. Me dijo que hablaban en croata.
Bromas aparte, en cierto momento de la aparición ocurrió algo. Y se lo
cuenta la persona más racional que existe. Empecé a sentir un calor en el
cuerpo. Era un calor que llegaba hasta la punta de mis dedos, hasta mis
pies. Era un calor maravilloso. Sentí como si algo me abrazara, me rodeara y
me cubriese entera, y entonces ocurrió lo más increíble, y es que sentí como
si me hiciesen un trasplante de corazón. Digo trasplante porque sentí como
si algo se metía en mi pecho y me arrancara una piedra de dentro. Era un
corazón herido, enfermo, y sentí como si me colocasen un corazón nuevo ahí
dentro, en su lugar. Subrayo la palabra trasplante, porque no fue un corazón
curado, sino un corazón nuevo, que me llenaba de paz el alma, la mente y el
cuerpo.
Al acabar la aparición yo no entendía nada de lo que estaba sintiendo, pero
era bellísimo. Empecé a darme cuenta de que tenía que marcharme y comencé a
repetirme a mí misma que en realidad no pasaba nada, para ver si me calmaba,
pero qué va, cada vez que lo decía mejor lo sentía. Entonces Marija se
levantó e hizo lo que hace siempre. Explicó a todos lo sucedido: «He
presentado a la Virgen María todas vuestras intenciones de oración. La
Virgen María ha orado por ustedes y les ha bendecido». A todo esto yo seguía
de rodillas a su lado. Entonces ella, delante de todos me miró y dijo: «La
Virgen María ha hecho suyo el dolor de tu corazón. A partir de hoy solo ella
será tu madre».
Salí de la capilla. Marija no sabía nada de mi historia. Cuando ella salió
yo estaba en el jardín, desconcertada. Me cogió de nuevo por el brazo y, sin
estar yo todavía muy convencida de lo que suponía que había pasado, le
pregunté: «Marija, tú estabas ahí, ¿me viste durante la aparición?», y ella
me respondió: «No, yo no te vi. Pero la Virgen sí».
«María me coge de la mano»
Desde aquel día hasta hoy he sentido a María en mi vida. La he sentido de
una manera muy concreta. He descubierto que cada vez que tengo el rosario en
las manos, es María quien me coge de la mano. Aquella tarde aprendí otra
cosa. Era cierto que hasta ese día había trabajado para Dios, pero María
quería que yo trabajase con Dios. Y otra cosa bellísima fue que si yo quería
ser santa, debía tomar a la Virgen María como modelo de santidad. Os aseguro
que eso, para un carácter como el mío, no es nada fácil. No es fácil vivir
la obediencia. No es fácil vivir la humildad. No es fácil vivir el silencio
de María. El silencio de María bajo la cruz. Pensad que María estaba bajo la
cruz.
Aquella fue una experiencia bellísima, porque descubrí que el dolor puede
ser transformado en amor por la humanidad. Os digo que si aquella tarde del
entierro de Luca dije que Dios no existía, después de doce años puedo
deciros que Dios sí que existe. Durante ocho años he vivido en silencio.
Durante ocho años he estado escondida. Pero hace dos años, en un capítulo
general de la familia salesiana, Chiara y algunos otros me pidieron que
contara mi historia. Al principio tuve miedo. Pero cuando aprendes que la
vida no te pertenece a ti, que la vida es un regalo, el miedo puede ser
canjeado. Yo hice este pacto con Jesús: «Jesús, si mi vida, mi historia,
sirve a un solo joven a encontrar tu misericordia, yo daré mi vida por
esto».
Queridos jóvenes, no tengáis miedo del sufrimiento. El sufrimiento existe,
sí. El mundo nos dice que no existe, nos enseña cómo cubrirlo, cómo
barnizarlo con capas de cosas sin importancia. Pero Jesús nos enseña a
vivirlo con Él. Lo que tiene a Jesús clavado en la cruz no son los clavos,
sino el amor especial que tiene por cada uno de nosotros. Por eso os ruego,
por favor, que como decía san Francisco de Asís, no permitáis que el Amor de
los amores no sea amado. ¡Llevemos el amor de Dios a todas partes! Podemos
hacerlo, Jesús nos ha enseñado cómo. Somos pequeños, pero seámoslo como
decía la madre Teresa de Calcuta: como las gotas del mar, que hacen un
océano.
Queridos jóvenes, estáis todos callados. Hay un gran silencio, pero como
decía san Pedro, yo no tengo oro ni plata. ¡Lo que yo tengo me llega de la
Providencia! Mirad, ni si quiera este rosario que llevo en el bolsillo es
mío. Me lo han dado. Queridos jóvenes, yo no tengo nada, y a diferencia de
san Pedro yo no hago milagros. Pero os puedo decir una cosa: ¡Que hay un
Dios que ha dado su vida! ¡Que hay un Dios que nos ama hasta morir! ¡Que
debemos experimentar la alegría de Cristo resucitado!
Los satanistas creen más que nosotros
Mirad ese pedazo de pan. Ese pedazo de pan que nosotros adoramos, ese pedazo
de pan blanco con el que nos nutrimos… ahí está realmente el cuerpo de
Jesús. Y esto os lo digo con un gran dolor, porque los satanistas creen más
que nosotros que ahí está el cuerpo de Jesús. Nosotros tenemos que empezar a
creer. Tenemos que empezar a vivir a Jesús. Mirad san Pablo. Él decía: «No
soy yo quien vive, es Jesús quien vive en mí» .
Os lo repito, no huyáis del sufrimiento, utilizarlo. Levádselo a Jesús y ese
sufrimiento se transformará en amor. Me despido con una frase de Edith
Stein. Cuando Edith Stein se convirtió, le preguntaron por qué se había
convertido al catolicismo, y ella respondió: «Yo busqué el amor. Y encontré
a Jesús».