Segunda meditación
Después de haber rezado por la "dignidad avergonzada" y la "vergüenza
digna", que es el fruto de la misericordia, sigamos adelante en esta
meditación sobre el "receptáculo de la Misericordia". Es sencilla.
Podría decir una frase e irme, porque es una sola: el receptáculo de la
Misericordia es nuestro pecado. Es tan simple. Sin embargo, a menudo
sucede que nuestro pecado es como un colador, como una jarra agujereada
de la cual se escurre la gracia en poco tiempo: «Porque dos males ha
hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para
hacerse cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr
2,13). De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar
setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, pero somos nosotros
los que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar,
también cuando ve que su gracia pareciera que no termina de echar raíces
fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de
maleza y pedregoso. Es simplemente porque Dios no es pelagiano y por eso
no se cansa de perdonar. Él regresa nuevamente a sembrar su misericordia
y su perdón, y regresa y regresa y regresa…setenta veces siete.
Corazones recreados
Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es
siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado. El Señor no sólo
no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que
recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su
misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre
viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto
experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica
ayudando a otros. El corazón misericordiado no es un corazón emparchado
sino un corazón nuevo, re-creado. Ese del que dice David: «Crea en mí un
corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). Este
corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente.
La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa
hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo,
y más maravillosamente lo recreaste en la redención» (Vigilia Pascual,
Oración después de la Primera Lectura). Por lo tanto, esta segunda
creación es más maravillosa que la primera. Es un corazón que se sabe
recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por
eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso». Es así:
experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su
pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor
su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y
con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se
compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en
una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida. En
el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, ninguno es
mejor para ayudar a curarlo, que aquel que mantiene viva la experiencia
de haber sido misericordiado. Mírate a ti mismo, recuerda tu historia,
cuéntate tu historia y encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre
los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los
que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor
suele ser el que mejor se confiesa. Y podemos hacernos la pregunta:
¿cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes
pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura
gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.
Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia
que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre
nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».
Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la
misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo
de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor
resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no
se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta. Las
heridas del Señor. San Bernardo tiene dos sermones bellísimos sobre las
heridas del Señor. Ahí, en las heridas del Señor encontramos la
misericordia. Él es valiente, dice: ¿Te sientes perdido? ¿Te sientes
mal? Entra ahí, en las entrañas del Señor y ahí encontrarás
misericordia. En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos
recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide
la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras
cicatrices. Las heridas del Señor, que permanecen todavía, las ha
llevado consigo: el cuerpo bellísimo, los moretones no están allí, pero
las heridas ha querido llevarlas consigo. Y nuestras cicatrices. A todos
nos sucede, cuando vamos al médico y tenemos algunas cicatrices, el
médico nos dice: “¿Pero esto qué cosa era?". Miremos las cicatrices del
alma: esto que has hecho Tú, con Tú misericordia, que has curado Tú… En
la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en
sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón
llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia.
Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se
asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y
resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado
porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que
quedó sanada porque aceptó ser amada. En esa aceptación se forma el
receptáculo de la Misericordia
Nuestros santos recibieron la Misericordia
Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón
por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.
Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio
moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un
perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez
que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de
mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso
para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado
anatema con tal de salvar a los suyos. Su juicio se consolida «no
juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que
es más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado
fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los
juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera
la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne
y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente
susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y
la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le
quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor
(cf. 2 Co 12,7).
Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era
sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por
experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que,
cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener
pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al
único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda
que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo,
cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que
Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero
Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí
convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida
sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha
sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más
débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el
Evangelio. ¡Es el más “golpeado”! Lo corrige constantemente, hasta aquel
último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición
dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El
signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de
este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se
pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a
su Señor.
Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección»,
sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para
abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para
Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y
Señor.
Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y
terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de
esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del
trueno» (Mc 3,17).
Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita:
«Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el
tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.
Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida.
Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales,
haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y
sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio
misericordioso a la Orden que había fundado. Francisco ve cómo sus
hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio
nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero
«con mal espíritu».
Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos
vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en
una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.
En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de
pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos
muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos
momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me
concederá de seguir sosteniendo la carga de la parroquia... trataré de
obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el
presente. Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida... Pues no
tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente
probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las
minúsculas alegrías». Un recipiente de la misericordia pequeñito tiene
que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde
podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en gestos
pequeños.
El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza
que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para
siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado
conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que
se cree. La gracia consiste en el olvidarse. Pero si todo orgullo
muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse
humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de
Jesucristo». Este es el recipiente: «amarse humildemente a sí mismo,
como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un
recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los
más pobres.
El «Cura Brochero», -¡de mi patría!- el beato argentino que pronto será
canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios».
Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba
con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la
unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria
cumplida en esta vida»; «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho
conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello”. La lepra
lo había dejado ciego. “Cuando yo pude servir a la humanidad, me
conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha
inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria
cumplida, y estamos llenos de miserias».
Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es
siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y
perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros.
Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos.
Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le
había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se
había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo,
al que se dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces,
Ciudad Nueva 2000). Y así podremos continuar, con los santos, buscando
como era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasamos a la
Virgen: ¡Estamos en su casa!
María como recipiente y fuente de Misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los
recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el
recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la
misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado
que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la
vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el
Magníficat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la
misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las
obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con
todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa
de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el
Magníficat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y
a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano,
mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por
ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos
curas. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado
largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y
su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios.
Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra
Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros
quiere mirar a su gente.
María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella
nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los
hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que
doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los
instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del
amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa
irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13
febrero 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un
regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están
en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con
sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no
el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez
notan que se les ha endurecido la mirada –por el trabajo, el cansancio,
sucede a todos-, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten
nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños
de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de
toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda
miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del
Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la
letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la
Iglesia y de la familia. La mirada de María sana.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira
«tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le
trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del
alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su
gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro
espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se
dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf.
Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios
el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego
podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la
Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es
como si estuviera estampada.
Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen
con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de
pies a cabeza, y cada hilo – esos que las mujeres aprenden a tejer desde
pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del
maguey (la penca de la que se sacan los hilos) –, cada hilo que ocupó su
lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio
y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen
aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la
rodea. La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una
cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos
de nuestras miserias –¡con ellos!- y pecados -¡con ellos!-, entretejidos
con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva
recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto,
sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es
humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta
paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que
encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar
por la vana búsqueda de cambiar de pueblo –es nuestra tentación: “Pediré
al Obispo que me transfiera”-, como si el amor de Dios no tuviese
bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13
febrero 2016).
El tercer modo – en que mira la Virgen-, es el de la atención: María
mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene
delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta
algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia
las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos
que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en
cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios –no todos nos
miramos del mismo modo-. Toca a nosotros no volvernos impermeables a
tales miradas”. Un sacerdote que permanece impermeable a las miradas se
ha encerrado en sí mismo.
“Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón,
resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los
hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios”. Si
no eres capaz de cuidar el rostro de los hombres que tocan a la puerta,
no serás capaz de hablarles de Dios. “Si no desciframos sus
sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos
ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la
poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza
precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les
decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen
expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora
el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para
«devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados
con atención, con interés gratuito, digamos.
«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y aprendan a leer las
miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el
gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para
no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer
otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y
también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno,
abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas
situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con
sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus
dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol
no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)
Por último, ¿cómo mira María? María mira de modo «íntegro», uniendo
todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada
fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más
necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse»
anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de
bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así
toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la
misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto
todo lo que tenemos. Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es
por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en
el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se
acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se
extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos (cf.
Lc 1,46-55). La lectura que hace María es la de la historia como
misericordia.
Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el
espíritu del Magníficat. Ella es la Madre de la misericordia, vida,
dulzura y esperanza nuestra. Y cuando ustedes sacerdotes tengan momentos
oscuros, feos, cuando no sepan cómo arreglarse en lo más íntimo de su
corazón, no digo solo “miren a la Virgen”, eso deben hacerlo, pero:
“vaya y déjense mirar por ella, en silencio, también adormeciéndose.
Esto hará que en aquellos momentos feos, quizá con tantos errores
cometidos y que los llevaron a este punto, toda esta suciedad se
convertirá en depósito de misericordia. Déjense mirar por la Virgen. Sus
ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la
misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada
indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de
una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver
las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y
descubrir a Jesús en sus rostros. En ella encontramos la tierra
prometida – el reino de la misericordia instaurado por nuestro Señor –
que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja
el pecado. Tomados de su mano y aferrados a su manto. En mi estudio
tengo una bella imagen que me regaló el P. Rupnik, hecha por él, de la
“Synkatabasis”: es ella que hace descender a Jesús y sus manos son como
gradas. Pero lo que me gusta más es que Jesús en una mano tiene la
plenitud de la ley y con la otra se aferra al manto de la Virgen:
también Él se aferró al manto de María. Y la tradición rusa, los monjes,
los viejos monjes rusos nos dicen que en las turbulencias espirituales
debemos refugiarnos en el manto de la Virgen. La primera antífona
mariana de Occidente es esta: “Sub tuum praesidium”. El manto de María.
No tener vergüenza. No hacer grandes discursos, estar ahí y dejarse
cubrir, dejarse mirar. Y llorar. Cuando encontramos un sacerdote que es
capaz de esto, de andar donde la Madre y llorar, con tantos pecados,
puedo decir: es un buen sacerdote, porque es un buen hijo. Será un buen
padre. Tomados por ella de la mano y bajo su mirada podemos cantar con
alegría las grandezas del Señor.
Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la
humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado.
Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu
pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso,
buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado
ningún trono, Señor, y mi única gloria es que tu Madre me tome en
brazos, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser
amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con
tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de
misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo.
Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.
Jubileo de
Sacerdotes 2016: Segunda Meditación del Papa Francisco