Buenos días queridos sacerdotes!
Comencemos esta jornada de retiro espiritual. Y también creo que nos
hará bien orar unos por otros, los unos por los otros, es decir en
comunión. Un retiro, pero en comunión, ¡todos! Yo he escogido el tema de
la misericordia.
Antes una pequeña introducción, para todo el retiro:
La misericordia, en su aspecto más femenino, es el entrañable amor
materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura recién nacida
y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y
crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte
del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus
hijos. La misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se
dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un
«acto» gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología
más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte
en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos
el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el
necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia
patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y
ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de este sentimiento
visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de
este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar
para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica
de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia
hace ver que las vías objetivas de la mística clásica —purgativa,
iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar
atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más
contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto
de misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor
nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para
practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe
que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello
de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt
5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que
nos envía.
A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con
la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). La misericordia nos permite
pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden
convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los
propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos
eleva. Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en
la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la
misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar
de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como
en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la
compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se
multiplican a medida que se reparten.
Tres sugerencias
La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles
entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia
—familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus
parábolas— me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de
este día.
La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio y
que dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y
gustar las cosas de Dios interiormente» (Ejercicios Espirituales, 2).
San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente
gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta
que me satisfaga» (ibíd., 76). Así que, en estas meditaciones sobre la
misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí,
pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás. Si
comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más
maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir
pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más
pobres y alejados, seguramente necesitaremos ser misericordiados también
nosotros.
La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar
la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la
misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: «Hay que misericordiar
para ser misericordiados». El hecho de que la misericordia ponga en
contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción
surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que
todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien
intelectualizar. Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro
diálogo con el Señor tiene que concretarse en qué pecado tiene que tocar
su misericordia en mí, dónde siento, Señor, más vergüenza y más deseo
reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos
conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner
manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia, de
ternura. A la misericordia se la contempla en la acción. Pero un tipo de
acción que es omniinclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser
—entrañas y espíritu— y a todos los seres.
La última sugerencia va por el lado del fruto de los ejercicios, es
decir de la gracia que tenemos que pedir y que es, directamente, la de
convertirnos en sacerdotes más misericordiados y más misericordiosos.
Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo
definitivo. Por los escalones de la misericordia (cf. Laudato si’, 77)
podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana —fragilidad y
pecado incluidos— y ascender hasta lo más alto de la perfección divina:
«Sean misericordiosos (perfectos) como su Padre es misericordioso». Pero
siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los
frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras
estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la
misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás,
se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente.
Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad
evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de
misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo
cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino
como verbo —misericordiar y ser misericordiados— que nos lanza a la
acción en medio del mundo. Y, además, como misericordia «siempre más
grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien
en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es
la del Padre siempre más grande y cuya misericordia infinita «crece», si
se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su
soberana libertad.
Primera meditación:
De la distancia a la fiesta
Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de
Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy, y
cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es
preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el
terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las
heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal
desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de
abrazo y de encuentro…
La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre
misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio
del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo
pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que
hizo todo lo que quiso y, en vez de ser libre, se encuentra esclavo.
Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la
nostalgia. Nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su
casa, la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia… La
nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia
porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero —la
patria de donde salimos— y nos despierta la esperanza de volver. En este
horizonte amplio de la nostalgia, este joven —dice el Evangelio— entró
en sí y se sintió miserable.
Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese
otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó
efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Da vueltas
en su dedo al anillo de par con su padre. Tiene sandalias nuevas en los
pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente. Algo así como
nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y
ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia.
Avergonzada dignidad
Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo y
predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos
dos extremos —la dignidad y la vergüenza—, sin soltar ninguno de ellos,
quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre. Podemos
imaginar que la misericordia le brota como sangre. Que él sale a
buscarnos —pecadores—, nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de
nuevo, renovados, a todas las periferias a misericordiar a todos. Su
sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de
misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el
perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo
de su corazón, y del corazón del Padre.
Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la
sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que
perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y
da la vida a lo que está muerto por el pecado.
En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la
dignidad a la vergüenza, pedimos la gracia de sentir esa misericordia
como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese
latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta
sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos
algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero,
como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice
que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no
perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo:
imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su
corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de
él primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (Ejercicios
Espirituales, 74). No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo
en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de
ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la
mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo
en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué
humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero
desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe
en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no
solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El
Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse
así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y
debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce
a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de
pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle
por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina
duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al
decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las aguas
y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una
mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres;
lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y
vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le
confiará el pastoreo de sus ovejas.
Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra
miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios, impuros,
mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados,
llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por
nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable
ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos
alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos
endurece el corazón.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda
esta tensión? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una
decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad,
aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El
sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería
que es sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la
misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa
compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo.
La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede
brotar también de una percepción intelectual aguda —directa como un
rayo, pero no por simple menos compleja—: uno intuye muchas cosas cuando
siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una
situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus
culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo podría
estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se
arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace
falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para
remediar tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de
los seres humanos… Menos que eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende
nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en
una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente.
Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el
corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra
libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que
es misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le
dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y
nosotros, la nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir:
podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente. Hasta
que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con
amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba
tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa
donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto
decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y
eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los
pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos,
uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida
y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la
misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia
y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide
que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una
enfermedad terminal.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de
Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y
el del Espíritu. Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo
compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos,
toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo
más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una
persona, con su herida. La misericordia excede la justicia y lo hace
saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar,
la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a
los dos, al misericordioso y al misericordiado.
De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure
todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto
posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no
tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita
poder sobre el futuro, le quita poder sobre la vida que corre hacia
delante. La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a
la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es
para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que
mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer. Por eso
hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no
pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y en lo que se
perdió. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen
de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que
hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada.
Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es
mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer
por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar
vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos
lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para
llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados,
frágiles y heridos.
Un cura hablaba de una persona en situación de calle que terminó
viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura
que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después.
Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una
enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su
nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado
le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Y ese
pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él,
le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de
humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por
Dios. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la
misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar
él: murió confesado y en paz.
Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos
hemos «situado» en ese momento en que el hijo se siente sucio y
revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su
padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser
misericordioso con todos en adelante. Ahí está el fuego que vino a traer
Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la
llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva
vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente
«hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas
con guantes.
Los excesos de la misericordia
El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en
recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra
muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el
paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio
donde estaba predicando el Señor; el leproso, que deja a sus nueve
compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces
y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que
logra detener a Jesús con sus gritos; la mujer hemorroisa, que en su
timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y
que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que
salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que
enciende un fuego y desencadena la dinámica, la fuerza positiva de la
misericordia.
También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al
lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son
para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo
expresa así. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los
endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace
pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta.
Esta es la expresión: la misericordia nos hace pasar «de la distancia a
la fiesta». Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en
clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.
Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo
50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el
Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene
la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado.
Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante
y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos
imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Podemos
escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu
inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: «Pues yo (también)
reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Y a una voz,
decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».
Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa
tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el
hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve».
Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la
salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus
caminos, los pecadores volverán a ti».
Jubileo de Sacerdotes 2016: Primera
Meditación del Papa Francisco